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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

 

 

CAPÍTULO XXIX.

JUAN II EL GRANDE EN NAVARRA Y ARAGÓN.

De 1425 a 1479.

 

Aunque mucha parte de los hechos de este monarca, desde que fue proclamado rey de Navarra en unión con doña Blanca su esposa hasta que heredó la corona de Aragón, los hemos referido ya en los capítulos correspondientes a los reinados de don Fernando I, de don Alfonso V de Aragón y de don Juan II de Castilla, por la intervención que tuvo en las cosas de Sicilia, de Nápoles, de Aragón y de Castilla, menester es, antes de continuar la historia de la monarquía aragonesa bajo el gobierno de don Juan II, decir algunas palabras acerca de la situación del reino de Navarra y de la posición en que se hallaba este rey al tiempo que se unieron en su cabeza las dos coronas.

Navarra, que durante cuatro reinados (de 1284 a 1328) había sido como una provincia francesa, y que después, aunque volvió a darse reyes propios (de 1328 a 1387), parecía más mezclada en los intereses y en las intrigas de Francia que en los de los demás reinos españoles, no había suministrado en el reinado de Carlos el Noble (de 1387 a 1 425) otros sucesos notables que los que hemos referido en los reinados correspondientes de Castilla y Aragón conque estuvieron enlazados. Habiendo muerto Carlos el Noble en 1425, recayó aquella corona en su hija doña Blanca, que viuda del rey don Martín de Sicilia había casado en 1419 con don Juan, entonces infante de Aragón y súbdito de don Juan II de Castilla. En Olite, donde se hallaba doña Blanca, y en el campo de Tarazona donde se hallaba don Juan con su hermano el rey don Alfonso de Aragón, se alzó el pendón real de Navarra por don Juan y doña Blanca su mujer. Ocupado entonces don Juan con más interés y más ahínco del que le compitiera en los asuntos interiores de Castilla, y atendiendo más a las cosas de este reino que a las del que estaba llamado a gobernar, era su esposa doña Blanca la que en realidad reinaba en Navarra por sí y en nombre de su marido. Cuando en 1428, a consecuencia de uno de los triunfos de don Álvaro de Luna sobre sus rivales, fue requerido don Juan de Navarra para que se alejase de aquel reino, entonces a su llegada a Pamplona se celebró solemnemente, con arreglo al fuero, el juramento y coronación de los reyes don Juan y doña Blanca, diferido por ausencia del primero; y en el mismo día (15 de mayo) fue reconocido y jurado sucesor del reino su hijo primogénito don Carlos, para quien había sido instituido el título de príncipe de Viana, al modo del de príncipe de Asturias para los primogénitos de Castilla, y el de príncipe de Gerona para los hijos mayores de los reyes de Aragón.

La conducta de don Juan y su continuo alejamiento del reino tenían altamente disgustados a doña Blanca y a los navarros. Las cortes le negaron los subsidios que solicitaba para la guerra que iba a emprender de nuevo contra Castilla; pero él, menospreciando el consejo y la decisión de las cortes, vendió sus joyas y las de la reina, con cuyo acto y el empeño decidido de proseguir una guerra sin justicia ni provecho para el país creció el descontento general del pueblo y de los principales ricos-hombres. Entretenido en las guerras de Castilla, de que en su lugar hemos dado cuenta, hasta la tregua de los cinco años, y después de haber casado a su hija doña Leonor con Gastón, hijo primogénito del conde de Foix, el rey don Juan, dado a intervenir en los negocios de todos los reinos que no fuesen el suyo, pasó a Nápoles con el fin de ayudar a su hermano don Alfonso V de Aragón en la lucha que allá sostenía con la casa de Anjou sobre la posesión de aquel reino, quedando entretanto los gobiernos de Navarra y de Aragón en manos de las dos reinas doña Blanca y doña María, que eran las que en ausencia de sus esposos negociaban la prolongación de las treguas con Castilla (1435). Hemos visto al rey don Juan de Navarra caer, con sus hermanos, prisionero de los genoveses en las aguas de Ponza, y ser después puesto en libertad por el generoso duque de Milán para venir a ejercer la lugartenencia de los reinos de Aragón y Valencia por su hermano don Alfonso, y la de Cataluña en ausencias de la reina doña María. Durante las alteraciones y las guerras y conciertos que luego se siguieron entre Aragón, Navarra y Castilla, se había hecho el desgraciado matrimonio de su hija mayor doña Blanca con el príncipe de Asturias don Enrique, de que hablamos ya en otro lugar, y el del príncipe don Carlos de Viana con Ana, hija del difunto duque de Cleves, y sobrina del duque de Borgoña, Felipe el Bueno (1439).

Así las cosas, la reina doña Blanca de Navarra, después de haber llenado con esmero, prudencia y acierto los deberes de esposa, de madre y de reina, falleció en Castilla (1441) yendo en romería al santuario de Nuestra Señora de Nieva. En su testamento, otorgado en Pamplona en 1439, instituyó heredero del reino de Navarra y del ducado de Nemours a su hijo el príncipe don Carlos de Viana, si bien rogándole que no tomase el título de rey sino con consentimiento de su padre, o después de su muerte, disponiendo también que si el príncipe muriese sin sucesión le heredase doña Blanca, princesa de Asturias, y a falta suya la infanta doña Leonor condesa de Foix. Entonces el príncipe don Carlos tomó el gobierno del reino, titulándose lugarteniente del rey su padre, el cual continuaba actuando en todas las intrigas de Castilla, extraño a los negocios interiores de Navarra. Al poco tiempo casó el rey don Juan de segundas nupcias con la hija del almirante de Castilla doña Juana Enríquez, no sólo sin trasferir el reino de Navarra al príncipe de Viana su hijo, sino sin darle parte siquiera de este segundo enlace: enlace que fue el principio y la causa de las largas disensiones de familia, del aborrecimiento y encono entre el padre y el hijo, y de los terribles desastres que nos resta referir. Jóven, bella, altiva, sagaz y ambiciosa la nueva esposa del rey, pronto tomó sobre él un ascendiente funesto, y no tardó en mostrar un malquerer al hijo de su esposo. Cuando en una de las guerras promovidas por este entre Navarra y Castilla llegaron los castellanos a sitiar a Estella, el príncipe de Viana salió al campo enemigo a hablar personalmente con el rey de Castilla y con don Álvaro de Luna, y de esta plática resultó ajustarse la paz; paz que desaprobó el rey don Juan de Navarra, que se hallaba a la sazón en Zaragoza, y de sus resultas envió a Navarra la reina doña Juana Enríquez con facultad de compartir el gobierno del reino con el príncipe de Viana (1452).

Era esto en ocasión que Navarra se hallaba dividida en dos poderosos e implacables bandos, llamados de agramonteses y biamonteses, de los nombres de sus antiguos jefes, que continuaban haciéndose cruda guerra aún después de extinguida la causa de su origen. La invasión de la reina en los derechos del príncipe, y la arrogancia y altanería con que le trataba y obraba, indignaron a una gran parte de los pueblos contra el rey don Juan, y era tal la enemistad con que so miraban los dos bandos de agramonteses y biamonteses, que bastó para que en esta causa tomaran partido el uno contra el otro, declarándose los primeros en favor de la reina y del rey, pronunciándose los segundos por el príncipe Carlos. Representó éste primeramente a su padre con sumisión y respeto, suplicándole no consintiese una transgresión tan manifiesta de las leyes fundamentales del reino y de los derechos hereditarios; más como viese el desprecio que su padre hacía de sus respetuosas representaciones, se decidió a sostener su derecho abiertamente con las armas, apoyado en el partido de los biamonteses, y protegido por los castellanos, que aprovecharon con avidez esta ocasión para atizar el fuego de la discordia en Navarra, y hacer pagar a aquel revoltoso rey su afán de entrometerse en los negocios interiores de Castilla. Acudieron pues el rey don Juan II de Castilla y el príncipe de Asturias don Enrique con ejército en ayuda de don Carlos. La reina se encerró en Estella, pocos meses después de haber dado a luz en la pequeña villa de Sos, en Aragón, un hijo que se llamó Fernando (10 de marzo, 1452), que por las circunstancias de su nacimiento, como hijo menor y de segundo matrimonio, nadie podía sospechar entonces que había de suceder a su padre, y que había de ser con el tiempo el gran rey don Fernando el Católico.

Noticioso el rey don Juan de hallarse la reina sitiada en Estella por el príncipe de Viana y los castellanos, voló furioso en su socorro desde Aragón; mas como viese que sus fuerzas eran inferiores a las de sus contrarios, se volvió a Zaragoza con objeto de aumentar su ejército. Engañados con esta retirada los sitiadores de Estella levantaron el cerco, y los castellanos regresaron a Burgos. Entonces don Juan se presentó de nuevo en Navarra con fuerzas más numerosas, y puso sitio a Aibar, una de las villas de que se había apoderado el príncipe su hijo. Acudió éste en su socorro, y estando ya ambos ejércitos a la vista, trataron algunos varones respetables de conciliar al padre y al hijo. Accedió el príncipe bajo ciertas condiciones, y cuando ya estaban concertados, viéndose de frente y en orden de batalla, los hombres de uno y otro partido no pudieron reprimir los ímpetus de su saña y se precipitaron a la pelea. Pronto se hizo ésta general, y aunque al principio parecía llevar ventaja las tropas del príncipe, fueron al fin derrotadas, quedando él prisionero de su padre, el cual le hizo encerrar en el castillo de Tafalla, y después en el de Monroy.

Partió el rey don Juan después de su triste triunfo a Zaragoza, donde halló la opinión de los aragoneses y de las mismas cortes interesada en favor de su hijo, hasta el punto de hacer proposiciones harto ventajosas para el príncipe, proposiciones que el rey o negaba o eludía, huyendo siempre de la reconciliación. La ciudad de Pamplona, que estaba por los biamonteses, envió también sus embajadores a las cortes de Aragón para apoyar sus instancias en favor del príncipe Carlos, y tan general y tan vivo fue el interés que se manifestó por él, que el rey su padre condescendió a sacarle de la fortaleza de Monroy y que fuese llevado a Zaragoza para que allí las cortes mismas arreglasen sus diferencias. No sin graves dificultades se consiguió ajustar una especie de concordia, y que el príncipe fuese puesto en libertad, quedando en rehenes los jefes de la familia y partido de Beaumont (1453). Pero el encono de los bandos de Navarra, fomentado por la casa real de Castilla, hizo iuútil e infructuoso aquel pacto, y el príncipe de Viana volvió a hallarse envuelto entre las facciones que despedazaban aquel desdichado reino. Otra tregua que se logró ajustar en 1455 quedó tan sin efecto como la primera por la exasperación de los dos partidos, que comenzaron a hacerse más encarnizada guerra que antes. Quejábase el rey de su hijo porque había tomado la villa de Monreal, y no quería restituirla: estaban irritados el príncipe y los biamonteses con el rey porque se había confederado con su yerno el conde de Foix, a quien había ofrecido el reino de Navarra y el ducado de Nemours para después de sus días. La guerra prosiguió, y la misma reina salió a campaña contra su entenado. La fortuna le fue también esta vez adversa al príncipe Carlos, y derrotado en una batalla cerca de Estella por las tropas de su padre, de su madrastra, y de su cuñado el conde de Foix, determinó abandonar la Navarra, y dejando el gobierno de la parte del reino que le obedecía a su canciller y capitán general don Juan de Bcaumont, y el de los negocios de su casa a la princesa doña Blanca, se dirigió por Francia a Nápoles a buscar un asilo y poner sus diferencies en manos de su tío el rey don Alfonso (1456), el cual le dio tan buena acogida, y le recibió tan benévolamente como pudiera desear.

El rey don Alfonso de Aragón y de Nápoles envió a Rodrigo de Vidal con una carta para su hermano don Juan, su lugarteniente general en los reinos de España, exhortándole a la reconciliación con su hijo. Mas llegó aquel enviado en ocasión que don Juan, habiendo celebrado cortes de sus parciales, los agramonteses de Estella (1457), había desheredado no sólo al príncipe don Carlos, sino también a su hermana mayor doña Blanca, que le era adicta, y declarado heredera del reino a la hermana menor doña Leonor y al conde de Foix su marido, parciales del rey. Por otra parte los representantes del partido biamontés, convocados a cortes en Pamplona por don Juan de Beaumont, proclamaban al príncipe Carlos rey de Navarra; lo cual déjase comprender cuánta turbación engendraría en tan pequeño reino. Conociendo el príncipe que no era aquel el camino de llegar a la concordia que deseaba, desaprobó la conducta de los de su partido, y les recomendó y encargó que no le diesen título de rey; y escribió al propio tiempo al de Castilla su primo, que lo era ya Enrique IV, que cesase de fomentar la guerra de Navarra, puesto que tenía comprometidas sus diferencias en manos de su tío. Este generoso comportamiento del príncipe contrastaba con el de su padre, con el de la reina . doña Juana, y con el de su hermana doña Leonor condesa de Foix, que por todos los medios trabajaban por atraer a su partido al rey de Castilla, y esto se proponían en unas vistas que con él tuvieron entre Alfaro y Corella. A ellas asistió también don Juan de Beaumont por parte del príncipe, el cual propuso que las plazas de ambos partidos se pusiesen en poder del rey de Aragón hasta que este fallase en aquella discordia, más esta proposición fue desechada por el rey don Juan.

Visto por don Alfonso de Aragón y de Nápoles el ningún resultado de la embajada de Rodrigo Vidal, envió todavía a Luis Despuch, maestre de Montesa, y a don Juan de Híjar, ambos varones de gran autoridad y respeto, para que inclinasen y persuadiesen a su hermano don Juan a que encomendase a su celo y prudencia la decisión amigable del pleito entre el padre y el hijo. Con harta repugnancia lo otorgó al fin el monarca navarro, por los compromisos que ya tenía con su yerno el conde de Foix, más por último vino en ello, y hecha una tregua de seis meses cesó la guerra en Navarra, y se dio libertad a los prisioneros de una y otra parte a excepción de los rehenes puestos por el príncipe en Zaragoza.

En tal situación, y cuando el príncipe de Viana se lisonjeaba de hacer respetar sus derechos bajo la protección del rey su tío, ocurrió la muerte de Alfonso V de Aragón y de Nápoles (mayo, 1458), dejando por heredero de todos sus reinos de España, de Sicilia y de Cerdeña, a su hermano don Juan, padre del príncipe, de los estados de Nápoles a su hijo bastardo, aunque legitimado, don Fernando. El carácter amable del príncipe de Viana, sus corteses modales, su instrucción, sus infortunios y la injusta persecución de que era objeto por parte de su padre, habían inspirado un interés verdadero a los napolitanos y ganadole sus corazones. Por esto y por la condición ambigua de Fernando, muchas ciudades y grandes señores le instaban de todas veras a que reclamase para sí el trono de Nápoles ofreciéndole su apoyo y el del pueblo. Pero el generoso príncipe navarro, o por magnanimidad, o por prudencia, o por fiar poco en aquel pueblo versátil, no sólo no admitió tan halagüeña proposición, sino que por no dar celos a su primo pidió pasar a Sicilia para vivir en el retiro y alcanzar desde allí, si podía, la reconciliación con su padre. El rey don Juan de Navarra y de Aragón tampoco disputó a su sobrino Fernando la herencia de Nápoles; y el papa Calixto III que acababa de aliarse con el duque de Milán Francisco Sforza para arrebatarle el trono, murió muy oportunamente para el hijo de Alfonso V. El papa Pío II. se apresuró a otorgar a Fernando de Aragón la investidura de la corona de Nápoles.

Bien recibido el infortunado príncipe de Viana por los sicilianos, que conservaban gratos recuerdos de la reina doña Blanca su madre, se captó más su amor y adhesión por sus personales prendas, y los estados de la isla le votaron un subsidio de veinte y cinco mil florines para sus gastos. Retirado don Carlos en un monasterio de benedictinos cerca de Mesina, vivía entregado a sus estudios favoritos de filosofía y de historia a que había mostrado ya grande afición en Navarra, y que allí estimulaban más el retiro, el trato con los ilustrados monjes y la escogida librería del monasterio. Pero aquel recogimiento no bastó a librarle de los lazos del amor, que era otra de sus pasiones, y tuvo un hijo de una dama siciliana de singular hermosura, aunque de condición humilde, llamada Cappa, al cual se puso por nombre Juan Alfonso de Navarra. La popularidad de que el príncipe Carlos gozaba en Sicilia excitó los celos del rey don Juan su padre, a quien ni el tiempo, ni la distancia, ni las suplicas, ni el retiro habían enfriado el odio implacable hacia su hijo, y con mentidas promesas de reconciliación le invitó a venir a España, si bien probaba poco la sinceridad de sus ofertas el haber puesto por gobernadora de Navarra a la condesa de Foix. Movido no obstante el príncipe por esto y por las instancias de sus apasionados, determinó salir de Sicilia y se dirigió a la costa de Cataluña. Una orden de su padre le obligó a pasar a Mallorca (1459). Desde allí dirigió al rey una carta llena de sumisión y respeto, quejándose de que no le permitiese residir ni en Navarra ni en Sicilia, y rogándole, entre otras cosas, que le entregase su principado de Viana sin los castillos; que estos y todos los de su obediencia se pusiesen en poder de aragoneses imparciales; que se diese libertad a sus rehenes; que el gobierno de Navarra se pusiese en manos de un aragonés o catalán, removiendo de aquel cargo y haciendo salir del reino a la condesa deFoix doña Leonor su hermana, y que se restituyesen sus bienes y oficios a los partidarios del príncipe. Otorgó el rey don Juan tan solamente algunas de estas peticiones, y después de largas negociaciones y tratos, deseando el príncipe a toda costa la reconciliación, hasta ofrecer a su padre la ciudad de Pamplona y todas las demás plazas que aún le obedecían, ajustóse al fin un tratado de concordia entre el padre y el hijo (26 de enero, 1460), en que se restituían a este las rentas del principado de Viana, se daba libertad a los rehenes con devolución de sus estados, y se concedía un perdón general, pero quedaba el príncipe desterrado de Navarra y de Sicilia. Sin esperar a ver a su hijo partió el rey don Juan para Navarra, ya por atender a las cosas de aquel reino, ya con el fin de hacer una confederación secreta con algunos grandes de Castilla contra el rey Enrique IV. El sencillo príncipe de Viana, fiado en el pacto que acababa de hacer con su padre, sin aguardar su licencia y con harta repugnancia de los biamonteses, desembarcó en la playa de Barcelona, y se hospedó fuera de la ciudad en el monasterio de Valdoncellas. Preparábanle al día siguiente los barceloneses un suntuoso recibimiento con magnífico aparato al modo de los antiguos triunfos, pero el príncipe lo rehusó con mucha modestia y no entró por entonces en la ciudad. Desde el monasterio escribió a su padre dando por escusa de haber venido a Cataluña sin su licencia lo contrarios que eran a su salud los aires y el clima de Mallorca. Pero no acertando a ser ni culpable ni inocente sino a medias, trataba secretamente con el rey de Castilla, el cual, con el fin de neutralizar la liga que traslució haberse hecho contra él entre los grandes de su reino y el rey de Aragón y de Navarra, tenía interés en aliarse con el príncipe Carlos, y le ofrecía la mano de su hermana la infanta Isabel, para retraerle de casar con doña Catalina de Portugal, según estaba tratado. El rey don Juan, a quien como padre desnaturalizado indignaban las demostraciones y testimonios de aprecio que en todas partes recibía su hijo, ordenó a los catalanes que no le diesen ni nombre, ni título, ni le hiciesen los honores de primogénito sin mandato suyo, y recelando de todo, dispuso apresuradamente su vuelta a Barcelona. Queria el príncipe hablar separadamente a la reina su madrastra, más como ella mostrase poca voluntad de condescender a sus deseos, hubo de conformarse con ver a la reina y al rey juntos, saliendo a recibirlos a Igualada, donde se presentó a su padre en actitud reverente, le besó la mano, y le pidió perdón por las cosas en que pudiera haberle ofendido. Hizo lo mismo con la reina, y ambos le correspondieron con simuladas muestras de cariño y de benevolencia. Todos tres fueron recibidos en Barcelona con públicos festejos, creyendo haberse realizado la concordia y celebrándolo como el principio de una perpetua paz.

Creyendo en la sinceridad de esta reconciliación, esperaban todos que en las cortes convocadas aquel año por el rey en Fraga sería reconocido don Carlos como príncipe de Gerona y futuro heredero de la corona de Aragón, y que como tal se le prestaría el juramento de costumbre. Nada, sin embargo, estaba más lejos de la intención y propósito de aquel desamorado padre: él se hizo jurar como rey, e incorporó perpetuamente a la corona aragonesa los reinos de Sicilia y Cerdeña e islas adyacentes, estableciendo que estuviesen irrevocablemente unidos bajo un mismo cetro y dominio: más cuando se pidió que hiciese el juramento de sucesión en favor del príncipe de Viana, negóse a ello abiertamente, y aún reprendió a los catalanes por haberle dado el título de heredero de la corona. Para mayor desgracia del príncipe llegó un emisario del almirante de Castilla, padre de la reina, con cartas para el rey en que le avisaba de las negociaciones que mediaban entre el de Viana y el monarca castellano, y principalmente del proyecto de su enlace con la infanta Isabel de Castilla. Esto era lo que sentían más el rey y reina de Aragón; que entraba como objeto predilecto de sus planes el matrimonio de Isabel con su hijo menor Fernando. Con tal motivo, hallándose el rey don Juan en Lérida, donde celebraba cortes de catalanes, hizo llamar al príncipe. Indicáronle algunos el riesgo que corría, y aconsejábanle que no se presentase; entre ellos un médico del mismo rey, que dicen le advirtió que anduviese con cuidado, porque era de temer le diesen algún bocado de muy mala digestión. Pero determinado el príncipe a obedecer a su padre, acudió a su llamamiento y le besó muy respetuosamente la mano. El padre le hizo prender en el acto y encerrarle en un castillo.

La prisión del príncipe Carlos produjo hondo disgusto y desagrado en todos los reinos de España y en todas las clases: llevóla muy a mal el rey de Castilla, indignáronse los biamonteses, y se irritaron los catalanes. Todo se temía de los artificios de la reina y del genio vengativo del rey. Las cortes de Lérida enviaron una comisión protestando con arrogancia contra semejante procedimiento, y pidiendo la libertad del príncipe. Con igual objeto se presentó la diputación permanente de Aragón y algunos comisionados de Barcelona. El rey dio a todos una respuesta poco satisfactoria sobre los motivos de la detención de su hijo, añadiendo que al día siguiente pensaba llevarle consigo a Aytona. En el proceso que el rey mandó entonces formar contra el príncipe, hacíasele cargo de haber sido inducido a matar al rey, ofreciéndose a darle favor para que lo ejecutase catalanes, aragoneses, valencianos y sicilianos: que tenía concertado irse secretamente a Castilla, y que para eso había venido gente de aquel reino a la frontera. Aunque sobre estos capítulos se recibieron informaciones, ninguno de los extremos pudo probársele. Y como todos estaban persuadidos de la inocencia del príncipe, y era por sus prendas y por su bondad tan generalmente estimado y querido, todo el reino se puso en conmoción, los catalanes tomaron las armas, formaron su ejército, y nombraron sus capitanes: en Barcelona sacaron la bandera real y el estandarte de la diputación: el gobernador, que había salido huyendo, fue preso en Molins de Rey; las tropas y la gente sublevada se dirigieron a Lérida con resolución de apoderarse de la persona del rey don Juan, el cual, aunque al pronto aparentó serenidad, tomó luego el partido de huir de noche a caballo con uno o dos de sus servidores solamente camino de Fraga, donde la reina tenía en su poder al príncipe. Entró en Lérida la gente tumultuada, corrió furiosamente las calles, penetró en el palacio real, y recorrió y registró los aposentos haciendo pedazos con las lanzas y espadas todo el menaje. Desde allí prosiguieron a Fraga en pos del rey fugitivo, dándole apenas tiempo para retirarse a Zaragoza con la reina y el príncipe a quien pusieron en el castillo de la Aljafería, de donde le trasladaron al de Morella (febrero, 1461).

Habíase propagado ya la insurrección a las provincias de Aragón, Valencia y Navarra, y aún comunicádose a las islas de Sicilia y Cerdeña; los biamonteses penetraban en Aragón, y el rey de Castilla invadía a Navarra en apoyo del ilustre preso. Intimidó tan general tormenta al rey don Juan, y comprendiendo la gravedad del peligro a que le exponía su indiscreta conducta, viose al fin obligado a disponer la libertad de su hijo. Como la indignación pública se manifestaba aún más contra la reina que contra el mismo don Juan, quiso ponerla en buen lugar aparentando que lo hacía a instancias de su mujer, y ordenó que ella misma fuese a Morella a sacar de la prisión al príncipe, y que luego le llevase a Barcelona para entregarle a las personas que representaban el principado. En el viaje de la madrastra y su entenado a Cataluña el príncipe Carlos era aclamado y victoreado por todos los pueblos; no así la reina, a quien las autoridades hicieron entender que no sería agradable su presencia en la capital, o por lo monos podía producir algunos inconvenientes, por lo cual tuvo a bien detenerse en Villafranca, continuando el príncipe a Barcelona, donde se le recibió con un entusiasmo sin límites, y como se hubiera podido recibir a un libertador.

Mientras en Navarra proseguía la guerra, y el rey de Castilla se apoderaba de Viana, el príncipe Carlos continuaba en Barcelona agasajado y querido de los catalanes. La diputación y consejo del principado proponían al rey como condiciones para la concordia y la paz, que hiciese salir de Navarra a la condesa de Foix, poniendo el gobierno y los castillos de aquel reino en manos de un aragonés, teniéndolos el rey durante su vida, pero quedando la sucesión cierta y segura al príncipe; que éste fuese públicamente reconocido y jurado heredero legítimo de los reinos como hijo primogénito; que se le diese la lugartenencia general irrevocable, con la administración del principado y de los condados de Rosellón y Cerdaña, y con facultad de celebrar cortes generales a los catalanes; que no hubiese sino catalanes en el consejo del rey y del príncipe; y por último que el rey no pudiese entrar en Cataluña sin expreso consentimiento de sus habitantes. Mientras la reina, a quien se presentaron estas demandas en Villafranca, las llevaba al rey su esposo para su consulta y decisión, arreglábase y se capitulaba el matrimonio del príncipe de Viana con la infanta Isabel, hermana del rey Enrique IV de Castilla. Don Juan, después de algunas escusas y dilaciones, se vio al fin obligado a aceptar las duras y humillantes condiciones que le imponían los catalanes; y cuando la reina volvió a Cataluña con la respuesta afirmativa de su esposo, se encontró con embajadores del principado que llevaban orden de requerirla que no se acercase a cuatro leguas en contorno de Barcelona; algunas villas le cerraban las puertas, y hubo población, como fue Tarrasa, que al aproximarse la reina Juana tocó a somatén como cuando se trataba de perseguir los enemigos o malhechores. A tan extremada humillación condujo a aquellos monarcas la injusta persecución del príncipe. Instaba la reina por que se le permitiese entrar en Barcelona, ofreciendo en tal caso 6rmar todas las condiciones; el consejo de la ciudad exigía que esta misma oferta la hiciese por escrito y como instrumento público: más ni a esto hubo lugar, porque se alborotó la población y se puso de nuevo en armas con haberse divulgado que la reina tenía secretas inteligencias con algunos barones de la ciudad. Duro y violento se les hacia a la reina y al rey y diferían cuanto les era posible poner y entregar su firma a alguna de aquellas condiciones, ignominiosas en verdad para un monarca, y afrentosas y depresivas de la dignidad real. Todo era mensajes, ofrecimientos y réplicas de palabra, y propuestas de modificaciones. El rey don Juan en su apuro trabajaba por confederarse con el rey de Francia por medio de su yerno el conde de Foix, y también solicitaba paz y alianza con el de Castilla, pero el castellano, más afecto siempre al hijo que al padre, estrechaba más su amistad con el príncipe, y pactaban los dos ayudarse y valerse mutuamente con todas sus fuerzas contra cualquier intento del rey don Juan.

Cuando al fin, apuradas infructuosamente todas sus gestiones y recursos, se resolvió la reina a firmar en Villafranca los capítulos que de palabra había otorgado a nombre del rey, era ya tarde, y no tuvo siquiera el mérito de la concesión; porque ya el día antes había el consejo del principado despachado cartas a todas las ciudades y pueblos de Cataluña para la proclamación del príncipe Carlos como primogénito y heredero del reino, cuya proclamación y juramento se hizo solemnemente en Barcelona (24 de junio, 1461) sin orden ni consentimiento de su padre. Entonces el príncipe se atrevió también a reclamar para sí el reino de Navarra que le pertenecía por sucesión legítima de la reina doña Blanca su madre, y que su padre le i,cnia usurpado contra todo derecho divino y humano. Decia también que tomaba por padre al rey de Castilla, y determinaba dejar al que contra la ley de la naturaleza no lo había querido ser. Fingió no obstante el rey don Juan aceptar con beneplácito el convenio de Villafranca, tanto que mandóse celebrase en Zaragoza con regocijos públicos, con luminarias, repiques de campanas y procesiones solemnes. Pero los sentimientos de su corazón y de su espíritu estaban muy lejos de corresponder a aquellas demostraciones. La prueba de ello se presentó luego. El príncipe su hijo determinó enviar una embajada solemne al rey de Castilla a nombre de todo el principado de Cataluña, y quiso que los embajadores catalanes se presentasen primero al rey, que celebraba cortes en Calatayud. La embajada tenía por objeto requerir al de Castilla para que en vista de la concordia entre el padre y el hijo desistiese de la guerra de Navarra, y al propio tiempo acabar de arreglar lo del matrimonio del de Viana con la princesa Isabel. Repugnaba el rey esto último, que era lo que más deseaba el príncipe, y puso todo género de dificultades y procuró estorbar cuanto pudo que se tratase y concluyese lo del matrimonio. Acomodábale que se requiriese al castellano que cesase en la guerra de Navarra, pero se oponía a que en la instrucción de los embajadores se indicase que en su principio le había sido lícito emprenderla; y al mismo tiempo trabajaba por entenderse con el rey de Castilla por medio del almirante su suegro y de otros magnates castellanos. Ello es que detuvo a los embajadores no dejándolos pasar de Calatayud, y envió a Barcelona su protonotario Antonio Nogueras para que informara a su hijo de las causas de aquella detención. Severo, áspero y duro fue el recibimiento que hizo el príncipe al emisario de su padre: «Nogueras, le dijo, maravillado estoy de dos cosas. La una es de habervos enviado el rey mi señor aquí, visto que siempre se deben enviar personas gratas a aquel a quien van. La otra es de vos haber osado emprender venir delante de mis ojos: considerando que estando yo preso en Zaragoza, tubistes tanto atrevimiento de venir con tinta y papel a examinarme, y aún trabajando y entendiendo por vuestro poder que yo depusiese sobre las grandes maldades y traiciones que entonces me fueron levantadas... Sed cierto que si no fuese por guardar reverencia al rey mi señor, por cuya parte vos venis, y por algunos otros respetos, yo os hiciera ir de aquí sin la lengua con que me preguntastes, y sin la mano con que lo escribistes: y porque no deis causa de ponerme en más tentación, yo os ruego y mando que en continente os partáis delante de mí, porque mis ojos se alteran en ver en mi presencia la persona que cupo en levantarme tales maldades, y aún hareis bien que en este punto os partáis desta ciudad sin deteneros más en ella.»

Por último se acordó someter las diferencias entre los reyes de Aragón y de Castilla al fallo y decisión de jueces árbitros nombrados en este último reino, los cuales deliberaron (26 de agosto, 1461) que cesase en el término de treinta días la guerra que el castellano hacía en Navarra, dando cada cual en rehenes cuatro fortalezas para seguridad de que cumplirían aquel concierto. No agradaron al príncipe de Viana las condiciones de esta concordia, porque vio que nada se había determinado en favor suyo. Hallábase éste no obstante en posición más ventajosa que nunca: parecía haber cesado las persecuciones; vivía en medio de un pueblo poderoso y valiente que le amaba con delirio, y presentábasele una risueña perspectiva para después de los días de su padre. Mas no estaba destinado este príncipe a gozar de ventura en la tierra. En tal estado se alteró su salud, y no tardó en acabar de perderla. La enfermedad de que adoleció se cebó en él cruelmente, y después de tantos trabajos y amarguras como había pasado, bajó al sepulcro en 23 de septiembre (1461), a los 40 años y algunos meses de su edad, dejando por heredera del reino de Navarra a su hermana doña Blanca y a sus descendientes, en conformidad a los contratos matrimoniales de sus padres y al testamento de su madre. Legó sus bienes libres a sus hijos naturales don Felipe, conde de Beaufort, don Juan Alfonso de Aragón y doña Ana de Navarra, y también se acordó de su padre mandándole mil florines.

Objeto constante este príncipe de la saña de un padre desnaturalizado, y del odio de una madrastra vengativa, desafortunado en sus empresas, llamado por su nacimiento a heredar muchos reinos sin llegar a poseer ninguno, dotado de excelentes prendas personales, de dulce y amable trato, apacible y modesto, aunque en ocasiones severo y melancólico, y alguna vez irritable; liberal y magnífico siempre, dado al estudio de la filosofía y de la historia, de que dejó escritas y traducidas obras de algún mérito; amigo de los poetas y bardos de su edad, poeta y artista él mismo, más a propósito para los trabajos y los goces tranquilos de las letras que para el ejercicio de las armas y para las intrigas políticas en que se vio envuelto, falto de carácter para sostener con perseverancia o el papel de víctima inocente o el de rebelde contra un padre injusto y rencoroso, excitó no obstante el príncipe de Viana por sus desgracias y por sus virtudes el interés, la compasión y el afecto general de quiera que las vicisitudes de su vida le llevaron. Su muerte fue universalmente sentida; más aunque su causa era justa, Aragón y la España en general no perdieron en que no llegara a ocupar el trono de sus mayores, porque en la situación crítica en que entonces España y Europa se encontraban, necesitábanse en los tronos almas más fuertemente templadas que la del príncipe Carlos. Tal era la de su hermano Fernando, y las cosas se combinaron de modo que sucediese así, como luego habremos de ver.

Después de la muerte del príncipe, y ardiendo todavía la guerra en Navarra a pesar de los anteriores tratos, apresuróse el rey don Juan a hacer reconocer y jurar en las cortes de Calatayud (que eran continuación de las de Fraga y Zaragoza) como heredero del reino a su hijo Fernando, habido en la reina doña Juana Enríquez de Castilla. A pesar de la tierna edad del príncipe, que no tenía entonces diez años cumplidos, empeñábase su padre en hacerle también gobernador y lugarteniente general del reino, alterando por esta vez o dispensando en las leyes de la monarquía, según las cuales no podían los príncipes primogénitos ejercer jurisdicción civil ni criminal hasta los catorce años. Pero halló en esto tal oposición en los aragoneses, que convencido de la imposibilidad de doblegarlos, tuvo que desistir de su propósito. Envió después a la reina con el infante a Cataluña, para que también allí fuese jurado como primogénito. No hubo dificultad por parte de los catalanes en proclamar al príncipe don Fernando como sucesor de la corona, antes bien lo deseaban, puesto que se había pactado en los capítulos de Villafranca para el caso en que el de Viana falleciese, y así se ejecutó después de jurar el príncipe guardar los fueros y usages de Cataluña (noviembre, 1461). Mayor dificultad hubo en admitir a la reina en Barcelona, porque la tenían por mujer artificiosa y de intriga, y la miraban como la autora de todos los males anteriores, y recelaban que fuese causa de otros. Al fin prevaleció el dictamen de los que opinaban por recibirla, y se consintió en reconocer la como tutora del príncipe y lugarteniente general del rey. No contenta con esto aquella mujer enérgica, vigorosa y hábil, pretendió que se alzase al rey don Juan su marido la inhibición de entrar en Cataluña que se le había impuesto por el tratado de Villafranca. Ademas de otros medios que para esto empleó, presentóse un día en la casa de la diputación, hizo su propuesta a los diputados, y díjoles resueltamente que de allí no se saldría hasta obtener respuesta favorable. La mayor parte se inclinaron a complacerla, con lo cual procedió a hacer la misma demanda al consejo de los Ciento: allí se estrelló toda la habilidad de la reina contra la invencible obstinación de aquellos inflexibles consejeros: la prohibición de recibir al rey don Juan en Cataluña quedó confirmada.

Agregóse a esto que el pueblo de Barcelona, en quien se mantenía vivo el amor al desgraciado príncipe de Viana y el odio a sus perseguidores, comenzó a divulgar que se había visto circular por las calles de la ciudad la sombra del príncipe Carlos, pidiendo venganza contra sus desnaturalizados asesinos; referíanse prodigios y se contaban milagros que hacía su sepulcro, y llegaron a reverenciarle por santo, como si le hubiera canonizado la iglesia. Los hombres políticos explotaban esta predisposición del pueblo contra los causadores de las desgracias de su amado príncipe, y en su aborrecimiento al rey tuvieron pensamiento de ir inclinando la gente popular hasta acabar con la monarquía, si menester fuese, y constituirse en república al modo de las de Italia. La reina por su parte trabajaba también con su natural astucia para atraer a su partido las gentes de Barcelona y de los pueblos de su comarca.

En tal estado, comprendiendo el rey Luis XI de Francia, el príncipe más político de su tiempo, pero también el más ladino e insidioso, el gran partido que podía sacar de las discordias y disidencias del rey de Aragón con los catalanes para sus proyectos sobre Navarra, para los cuales se previno casando a su hermana Magdalena con el hijo de doña Leonor condesa de Foix, comenzó a poner en juego su doble política negociando con ti rey don Juan II. de Aragón que solicitaba su alianza, y atizando al propio tiempo por bajo de cuerda en Cataluña el fuego de la insurrección, ofreciendo a los rebeldes el apoyo de la Francia. No le fue sin embargo fácil al francés sorprender a los previsores catalanes, y no alcanzó de ellos sino una respuesta vaga y un tanto fría. El objeto de Luis XI., hasta tanto que él pudiese apoderarse por su cuenta del reino de Navarra, era que heredase esta corona el conde Gastón de Foix, yerno del monarca aragonés, pero francés de nacimiento y adicto enteramente a los intereses de la Francia, y ya deudo inmediato suyo. Favorecíale la circunstancia de que la princesa doña Blanca, heredera legítima de aquel reino como hija mayor del rey don Juan y de la difunta doña Blanca de Navarra, reina propietaria de aquel estado, sufría también las rencorosas iras de su padre y de su madrastra, y había sido envuelta en la misma proscripción que el príncipe de Viana su hermano a quien había sido siempre adicta. Con el propio encono la miraba su hermana doña Leonor condesa de Foix, a quien su padre había prometido la sucesión de Navarra para después de sus días, y con cuyo hijo había casado la hermana del rey de Francia Luis XI. Con estos elementos llegó a negociarse un tratado entre Luis XI. de Francia y don Juan II. de Aragón, en que prometía aquel al aragonés ayudarle a expulsar de Navarra las tropas de Castilla, con tal que este se comprometiera a dejar la corona de aquel reino después de su muerte a su yerno Gastón de Foix, y a que su hija doña Blanca fuese puesta en manos de su hermana la condesa doña Leonor. Don Juan aceptó un convenio que cuadraba grandemente a sus miras, y el tratado se firmó en Olite (12 de abril, i 462), obligándose el aragonés a pagar al de Francia doscientos mil escudos de oro para el sostenimiento de setecientas lanzas francesas que debían entrar a su servicio, y empeñando para este pago las rentas de los condados de Rosellón y Cerdeña.

La desgraciada doña Blanca, víctima de estos tratos, que desde la prisión de su hermano el de Viana se hallaba también como presa en poder del rey su padre, fue avisada por éste en el castillo de Olite para que se preparase a ir con él a Francia, donde habían de verse con aquel rey, porque tenía concertado casarla con su hermano el duque de Berry. Doña Blanca, que había traslucido ya el verdadero objeto de aquel viaje, le resistió con cuanta energía pudo; pero su desnaturalizado padre, cerrando el corazón a todo natural sentimiento y los oídos a todas las suplicas, determinó llevarla por la fuerza, y arrancándola de los dominios que debía poseer un día traspuso con ella los montes y la condujo a los estados del de Foix. En Roncesvalles tuvo forma la desventurada princesa de protestar contra la violencia que se le hacía, y en San Juan de Pie de Puerto dio sus poderes al rey de Castilla, al conde de Armañac, al condestable de Navarra y a otras varias personas para que por cualquier medio procurasen su libertad, y tratasen su matrimonio con cualquier rey o príncipe que les pareciese. Después, convencida de que iba a ser entregada a sus enemigos, temiendo ya no sólo por su reino sino por su vida, y viéndose en tan triste situación y tan desamparada de todos, tomó el partido, en parte desesperado, en parte altamente heroico y generoso, de recurrir al mismo de quien más afrenta había recibido, al esposo que la había repudiado, al rey Enrique IV. de Castilla, cediéndole sus derechos al reino de Navarra, y escribiéndole una sentida carta (30 de abril, 1462), que como dice un escritor español, «no puede leerse, aún después del trascurso de tanto tiempo, sin que se enternezca el corazón más duro.» En ella le recordaba los antiguos vínculos que los habían unido, las calamidades que después la habían agobiado, el interés que siempre había mostrado hacia su hermano el príncipe de Viana, y que conociendo el triste fin que la aguardaba quería renunciar en él todos sus derechos hereditarios, privando de ellos a sus encarnizados enemigos el conde y la condesa de Foix. Pero aquel mismo día fue la infeliz llevada al castillo de Orthez, donde la encerraron, y donde después de muchas vejaciones y padecimientos murió envenenada por su hermana doña Leonor.

Entretanto en Barcelona habíanse ido enconando los ánimos y exacerbándose cada día los dos partidos, el enemigo de la reina y del rey, y el que aquella con su maña y su astucia había sabido granjearse, aunque siempre menos numeroso que el de sus contrarios. Atribuíanle proyectos y designios capaces de exasperar a corazones y espíritus menos predispuestos a la insurrección, y temerosa ya la reina de un próximo rompimiento tuvo por prudente retirarse con su hijo al Ampurdán, contando con prevalerse de los vasallos de Remenza que andaban alborotados en rebelión contra sus señores. No tardó en salir en su seguimiento un cuerpo de milicia catalana, mandado por el conde de Pallars, que inmediatamente puso cerco a la plaza de Gerona, donde la reina se había refugiado. La poca resistencia que hallaron en una de las puertas les facilitó la entrada en la ciudad después de haberla fuertemente combatido por varias partes. Recogióse entonces la reina a la torre de Gironella, donde desplegó una energía varonil, una intrepidez y entereza de ánimo que dejó maravillados a todos. Ella alentaba con su presencia y con su ejemplo a sus defensores, inspeccionaba en persona todas las obras, acudía a los mayores peligros, y ni la amedrentaban los tiros de lombarda que sin cesar disparaban los sitiadores, ni la abatía la situación de su tierno hijo don Fernando, que con tan tristes auspicios comenzaba una carrera que después había de ser tan gloriosa. La gente del conde de Pallars llegó a penetrar por una mina hasta el fondo del castillo, más sintiéndolo los de dentro, fogueados por la reina lanzáronse furiosamente sobre los minadores y después de un terrible combate los rechazaron con gran pérdida y daño.

Informado el rey don Juan de la apurada situación de su esposa, envió en su socorro a su hijo bastardo don Juan de Aragón, a quien había hecho arzobispo de Zaragoza, con algunas compañías, y él mismo le siguió de cerca con un pequeño ejército; pero una hueste considerable de insurgentes que salió de Barcelona le cortó el paso, y luvo que retroceder una noche desde Tárrega a Balaguer. Cundió rápidamente la llama de la insurrección en Cataluña, y la reina aislada y abandonada hubiera tenido que sucumbir sin el auxilio del monarca francés Luis XI. Este príncipe, a quien convenía mostrarse fiel cumplidor del tratado de Olite, envió al rey de Aragón las setecientas lanzas prometidas al mando de su yerno Gastón de Foix. Con la entrada de los franceses Figueras y otras plazas se redujeron a la obediencia del rey. El conde de Pallars, sitiador de Gerona, levantó el campo abandonando la artillería. Libre la reina, adoptó la política de la generosidad, concediendo un indulto general a todos los que habían hecho armas contra ella, y al día siguiente llegó el conde de Foix. Pero los jefes de los insurrectos, lejos de someterse viéndose hostigados a un tiempo por el de Foix y por el rey, apelaron al recurso de los catalanes en los casos desesperados, a la leva o llamamiento general de todos los hombres del principado de catorce años arriba, y usaron de este recurso contra su propio soberano como quebrantador de las leyes y de las libertades de su patria. Un monje fanático, fray Juan Cristóbal Gualbes, acabó de sublevar al pueblo predicando que era lícito deponer al príncipe que despojaba al pueblo de sus derechos y libertades; que los vasallos podían lícitamente alzarse contra el que los tiranizaba sin incurrir en la nota de infidelidad; con otras semejantes doctrinas, que so esforzaba en probar con palabras de los divinos libros, añadiendo que los reyes de Aragón sólo eran señores de Cataluña mientras guardaran sus leyes, constituciones y usages, según lo juraban antes de ser reconocidos como condes de Barcelona, y dejaban de serlo cuando quebrantaban aquellos juramentos y condiciones, quedando la república en libertad de elegir a quien quisiese. Con tales doctrinas y predicaciones, tan opuestas a las máximas monárquicas que en aquellos mismos tiempos regían, acabó de inflamarse aquel pueblo ya harto dispuesto a la insurrección; el rey don Juan y su hijo don Fernando fueron declarados enemigos de la república, y dejaron los catalanes de prestarles obediencia y fidelidad.

Necesitando sin embargo un apoyo para resistir a los dos reyes de Aragón y de Francia, lejos de constituirse en república como algunos antes habían pensado, apelaron al principio de legitimidad, y teniendo presente que Enrique IV de Castilla era tan próximo deudo de Fernando I de Aragón, ofreciéronle la soberanía del principado, y le proclamaron conde de Barcelona (11 de agosto, 1462), a reserva del juramento que había de prestar de guardarles sus constituciones y fueros. Ya antes habían hecho ofrecimientos a Luis XI de Francia; pero este hábil y político príncipe, que en vez de afanarse como Carlomagno por extender el territorio francés de este lado de los Pirineos, cuidaba más de reducirle a sus naturales límites, y esperando a que los reyes de Aragón se debilitaran y enflaquecieran tenía puesto el pensamiento de agregar a la corona francesa la Cerdeña y el Rosellón, no hizo cara a la oferta de los catalanes. El indolente don Enrique de Castilla vaciló también un poco antes de dar la respuesta de aceptación a los embajadores de Cataluña que fueron a brindarle con el señorío del principado. Al fin la mayoría de su consejo le movió a decidirse; y enviando primero a Juan de Beaumont, prior de Navarra, y a Juan de Torres, caballero de Soria, con un pequeño ejército en auxilio de los catalanes, despachó después embajadores a Barcelona para que prestasen y recibiesen mutuamente en su nombre los juramentos que se acostumbraba tomar a los condes de Barcelona, como así se verificó (13 de noviembre, 1462).

Alentáronse más con aquel apoyo los catalanes a resistir a su propio rey don Juan de Aragón; pero las tropas de este monarca y las de su hijo el arzobispo de Zaragoza, más disciplinadas que las de los insurrectos, se iban apoderando de varias plazas y ciudades. El de Foix y sus franceses, ávidos de pillaje, ardían en deseos de entrar en la opulenta capital del principado, y el rey de Aragón accedió por darles gusto, aunque no de buena voluntad, a poner cerco a Barcelona. Componíase el ejército real de diez mil hombres; contaban los de la ciudad con cinco mil combatientes. Mostraron estos al rey de una manera enérgica y ruda lo poco que les imponía el cerco, matando un rey de armas que aquel les había enviado. Un nuncio apostólico que traía misión del papa para mediar e interceder en tan lastimosa guerra halló tan endurecidos a los barceloneses, que por toda respuesta le dijeron, que conociendo la astucia y la malicia del rey don Juan estaban todos resueltos a perecer «a fuego y a filo de espada» antes que tolerar su crueldad. No los abatió tampoco la llegada de ocho galeras francesas a aquellas aguas en auxilio del aragonés. La crudeza del invierno obligó por último a éste a levantar el cerco al cabo de veinte días. Vengóse don Juan de Aragón sobre la desgraciada población de Villafranca que tomó por asalto, degollando cuatrocientos hombres que se habían refugiado a la iglesia. Tarragona, a pesar de sus fuertes muros romanos, temiendo el furor y la venganza de los franceses si la entraban por combate, se dio también a partido y se entregó al rey. Hacíase igualmente cruda guerra en el Ampurdán, y Luis XI. de Francia, no perdiendo de vista su principal negocio, se apoderaba en tanto de los condados de Rosellón y Cerdaña.

Faltó en lo más crítico de esta guerra a los catalanes el imbécil e inconsecuente rey de Castilla. No había sido nunca muy eficaz el apoyo que les había dado, y el astuto don Juan de Aragón había hecho penetrar sus influencias en los consejos de aquel débil monarca, hasta llegar a establecer con él una tregua aunque de pocos días (enero, 1463). Las conferencias que luego se tuvieron en Bayona, y las vistas que en las márgenes del Bidasoa se celebraron entre los reyes de Francia y de Castilla, acabaron de separar al castellano de la causa de los insurrectos de Cataluña. Mas no por eso cedieron aquellos un ápice en su obstinada rebelión. Si en muchas ocasiones habían dado pruebas los catalanes del tesón con que abrazaban y defendían un partido, en esta mostraron hasta qué punto eran capaces de llevar su inflexible temeridad. Duros y tenaces los naturales de aquel reino, amantes de libertad y de independencia, pero no pudiendo ni proclamarla ni sostenerla por sí solos contra tan inmediatos y poderosos enemigos, antes que someterse al rey de Aragón optaron por recurrir a otra bandera e invocar otro príncipe que reemplazara al de Castilla, y buscando a quien ofrecer el señorío del principado, acordáronse del infante don Pedro, condestable de Portugal, que era nieto del conde de Urgel, y descendiente de la antigua dinastía de los condes de Barcelona. Parecióle buena ocasión a aquel aventurero príncipe, desheredado en aquel reino, para buscar ventura en país extraño, y respondiendo sin vacilará la primera invitación y llamamiento, se embarcó desde Ceuta donde se hallaba con unos pocos caballeros que se determinaron a seguirle, pero sin armada, sin gente, sin dinero, y sin consultar al rey de Portugal, su primo, y arribando a Barcelona (21 de enero, 1464), y recibido el juramento de sus nuevos súbditos, tomó arrogantemente el título de rey de Aragón y de Sicilia, que el castellano había tenido al menos la modestia de no aceptar.

Comenzó el portugués a desempeñar su oficio de rey con más desembarazo y resolución de la que muchos hubieran querido. Abolió el consejo del principado, instituido desde la primera rebelión, castigó algunos desórdenes y delitos graves, puso coto a los excesivos tributos y exacciones con que los de la diputación tenían agobiado y oprimido el pueblo, y tomó sobre sí el gobierno de la ciudad. Pero entretanto el rey don Juan de Aragón y de Navarra, reconquistando palmo a palmo el terreno perdido, con su actividad natural, veterano como era en las guerras y en los combates, había ido haciéndose dueño de las plazas más importantes del Mediodía de Cataluña, no sin que le costaran grandes sacrificios de tiempo, de gente y de dinero, todo esto después de atender a las fronteras de Castilla y a lo de Navarra, y después de haber hecho a su hijo don Fernando lugarteniente general del reino antes de los catorce años, sólo para que pudiera autorizar lo que se ordenara en las cortes de Zaragoza que tenía convocadas. En la rendición de Lérida, que le había costado los trabajos y dispendios de un sitio, usó el rey con mucha clemencia de la victoria, confirmó los privilegios de la ciudad, y trató con mucha consideración a los habitantes a quienes el hambre tenía extenuados. En lo general usaba de generosidad con los que se le sometían. Habiéndose reducido a su obediencia Juan de Beaumont, prior de Navarra, en Villafranea del Panadés con sus compañías de gente de armas, recibió a merced al prior y a todos sus parientes y servidores navarros, catalanes, aragoneses y castellanos que habían seguido al príncipe de Viana y hecho armas contra el rey y la reina. Algo más severo con don Jaime de Aragón, que se había rebelado contra el rey en su baronía de Arenos, vencido que le hubo don Juan y apoderádose de su baronía, mandó encerrarle en el castillo de Játiva y allí estuvo hasta que murió. Un tratado de concordia que se asentó con el rey don Juan, el conde y la condesa de Foix, y los jefes y caudillos de los biamonteses, en que se acordó restituir a estos sus castillos, villas y patrimonios, juntamente con un indulto general para todos los que habían seguido la parte del príncipe don Carlos y de doña Blanca, dejó al monarca aragonés libre y desembarazado por la parte de Navarra, y en aptitud de atender con más desahogo a la guerra de Cataluña.

Hacíala con actividad en su nombre el arzobispo de Zaragoza su hijo bastardo, y también el infante don Fernando, niño de trece años entonces, ensayaba con fruto sus primeras armas en esta lucha contra los catalanes rebeldes a su padre. Iba el joven príncipe en socorro del conde de Prades que sitiaba a Cervera, cuando se halló en un lugar llamado Prados del Rey con don Pedro de Portugal que se decía rey de Aragón, y sus compañías de catalanes, navarros y castellanos, y algunos auxiliares borgoñones. Trabóse allí la pelea (febrero, 1465), y después de haber combatido el de Portugal con desesperado esfuerzo, vencidas y destrozadas sus tropas por las del joven infante de Aragón y del conde de Prades, huyó aquel a favor de la oscuridad de la noche, quedando muchos prisioneros en poder de los aragoneses. Desde este suceso se notó al condestable de Portugal melancólico y desanimado. Pedía y esperaba socorros del rey de Portugal su primo, pero este soberano cuidaba poco de favorecer a quien sin su anuencia ni conocimiento se había venido a Cataluña dejándole comprometido en la guerra de África. Entretanto la causa de los catalanes disidentes iba de caída. Práctico, experimentado y político don Juan de Aragón y de Navarra, sin precipitarse, sin comprometer grandes batallas, iba poco a poco combatiendo y ganando ciudades y asegurando el terreno que conquistaba. El castillo de Amposta se le rindió al cabo de ocho meses de asedio (21 de junio, 1466). Parecía que todo el principado estaba próximo a caer bajo el dominio de su antiguo y legítimo rey, cuando acometió a don Pedro de Portugal una grave enfermedad de que sucumbió a los pocos días (29 de junio). Túvose por muy cierto, dice el historiador aragonés, que le fueron dadas yerbas. Este príncipe, a quien nada sucedió prósperamente desde que arribó a Cataluña, nombraba en su testamento heredero de unos reinos que él no había poseído al príncipe don Juan su sobrino, primogénito del rey don Alfonso de Portugal. Después del fallecimiento del portugués rindióse a don Juan de Aragón la importante plaza y castillo de Tortosa (15 de julio), mientras su yerno el conde de Foix se apoderaba de Calahorra, se enseñoreaba de la mayor parte de Navarra, y ponía cerco sobre Alfaro.

Aunque las cosas marchaban con tanta prosperidad para el rey de Aragón, todavía tuvo la política de mover tratos con los insurrectos catalanes. Pero estos, tan tenaces y duros en la adversa como en la próspera fortuna, no sólo desecharon altivamente las proposiciones, sino que habiéndose atrevido dos ciudadanos principales de Barcelona a hablar de transacción, fueron públicamente decapitados por orden del consejo de la ciudad. Negóse la entrada a los embajadores que con el propio objeto enviaban las cortes de Zaragoza, y diose orden para que se rasgaran en su presencia los pliegos que llevaban. En su furor de resistencia, y dispuestos los catalanes a darse otro cualquier rey que no fuese el suyo propio contra quien una vez se habían rebelado, brindaron con la corona a Renato el Bueno, duque de Anjou, antiguo pretendiente al reino de Nápoles, y hermano de Luis de Anjou, uno de los competidores al trono de Aragón en la vacante del rey don Martín, y de los desechados en el Compromiso de Caspe. El odio inveterado de la casa de Anjou a la de Aragón, la presunción de que apoyaría a Renato el rey de Francia su primo, la proximidad de la Provenza, país enteramente devoto del de Anjou, la circunstancia de tener este un hijo que pasaba por el mejor caballero de su tiempo, Juan duque de Lorena, el interés que el de Francia tenía en hacer suyos los condados de Rosellón y Cerdaña, la anciana edad del rey de Aragón, que además iba perdiendo la vista de día en día, la conducta de su hija y yerno la condesa y conde de Foix, que amenazaban hacerse dueños del reino y corona de Navarra sin esperar a la muerte de su padre, todo hacía augurar que el anciano rey de Aragón y de Navarra, agobiado con los trabajos de tan largas guerras y desprovisto de aliados, no podría sostener la lid contra tantos y tan poderososos enemigos como se preparaban a venir de refresco en favor de los insurrectos catalanes.

Y sin embargo, este monarca de setenta años y ciego se preparó a hacer rostro a todo con la actividad de un joven sano y robusto. Primeramente procuró confederarse con todos los enemigos de la casa de Anjou, los reyes de Inglaterra y de Nápoles, y los duques de Saboya y de Milán, y escribió también al papa demostrándole la injusticia y las causas de la rebelión de los catalanes y de la nueva conjuración de que se veía amenazado. Las cortes de Aragón le votaron un subsidio de mil hombres de armas pagados por cuenta del reino, oportuno refuerzo en el estado miserable a que las guerras tenían reducido su tesoro. El duque Juan de Lorena, jefe natural, por su edad, su valor y su fama, del ejército con que su padre se preparaba a entrar en Cataluña, reuniendo todos los aventureros franceses e italianos que tanto abundaban en aquella época, avanzaba hacia los Pirineos con un cuerpo de ocho mil hombres ansiosos de pillaje y de rapiña, y protegido no muy disimuladamente por Luis XI. de Francia, que le franqueaba el paso por las montañas del Rosellón. Traspuesto sin obstáculo el Pirineo, hizo el de Lorena su entrada en Barcelona (31 de agosto, 1467), donde recibió el juramento de fidelidad de sus nuevos súbditos en nombre de su padre, y como lugarteniente general suyo.

En esta ocasión dio la reina de Aragón doña Juana Enríquez una insigne prueba de su ánimo varonil, y de su intrepidez y resolución heroica. Con las fuerzas que pudo reunir se dirigió por mar a la costa de Levante, y puso sitio a la importante plaza de Rosas, conteniendo por aquella parte al enemigo, y tomándole varias poblaciones. El duque de Lorena fue a cercar a Gerona, y allá se encaminó también la reina, juntamente con el joven infante don Fernando su hijo, que obligaron al de Anjou a levantar el cerco. De este modo la actividad y decisión de una esposa enérgica y de un hijo tierno suplían la imposibilidad en que su ceguera y sus achaques tenían entonces al rey don Juan. Poco faltó para que costara caro al príncipe Fernando su temprano ardor bélico: en un combate que sostuvo cerca de Demat, y en el cual fue vencido, estuvo en gran riesgo su persona, y hubiera caído infaliblemente en poder de sus enemigos, si generosamente no se hubieran interpuesto sus oficiales entre él y sus perseguidores. Al saber esto el rey don Juan, privado de la vista como estaba, se hizo conducir por mar a la costa de Ampurias donde su hijo se había refugiado. El estado del rey y la crudeza de la estación no le permitieron por entonces progresar en la campaña, y más habiendo acudido el conde de Armañac con gente de Francia a reforzar al de Lorena, que con su auxilio fue dominando el Ampurdán. Gozaba el de Lorena de gran prestigio en la capital del principado; celebrábanse con entusiasmo sus prendas personales; agolpábanse las gentes a verle y admirarle cuando salia en público, detenían su caballo y le abrazaban, y hasta las señoras se desprendían con gusto de sus joyas para contribuir a los gastos de aquella guerra.

Sufrió a poco tiempo de esto el rey don Juan una pérdida que parecía para él irreparable. Habiendo venido su hijo el infante don Fernando a Zaragoza a continuar las cortes por indisposición de su madre, falleció la reina doña Juana en esta ciudad después de una enfermedad dolorosa (13 de febrero, 1468). Aparte de la injusta y dura persecución y de las desgracias que esta reina había ocasionado al príncipe de Viana su entenado, y que fueron principio de los males sucesivos, al propio tiempo que dejaron una mancha indeleble en su reputación, fue la reina doña Juana Enríquez mujer de gran genio para los negocios políticos, astuta, sagaz y resuelta, de ánimo esforzado, apta para los manejos diplomáticos y hasta para las combinaciones de la guerra, que más de una vez hizo en persona, y compartió con su esposo todas las fatigas, contradicciones y penalidades. Por lo mismo, faltando ella, parecía faltar al rey todo su consuelo y apoyo, y más en la situación en que este se hallaba939. Pero en compensación de este infortunio le envió el cielo el más señalado favor que hubiera podido desear, y que debía ser para él de tanto precio como la vida misma, tanto más cuanto que no pensaba recibirle. El rey don Juan recobró como por milagro la vista. Hallándose en Lérida, un médico hebreo le persuadió a que se dejara operar un ojo asegurándole que le restituiría la vista. El rey se sometió a la operación, la cual surtió el feliz resultado que el médico le había prometido. Lleno de alegría el rey, rogó ya al hebreo que ejecutara lo mismo en el otro ojo: rehusábalo el judío, diciendo que los astros presentaban mal aspecto, y que no se debía tentar a Dios; en lo cual no hacia sino seguir la costumbre de los médicos árabes de dar importancia a la ciencia encubriéndola bajo los misterios de la astrología. Pero instado por el monarca, batió la catarata del otro ojo con tanta felicidad como la del primero; operación admirable, y resultado prodigioso, atendido el estado de la ciencia en aquel tiempo. Recuperada la vista, recobró también el rey de Aragón su natural y ordinaria actividad, y dispúsose a continuar enérgicamente la campaña.

Había en tanto el de Lorena traído nuevos refuerzos de Francia, con los cuales logró apoderarse de la interesante y disputada plaza de Gerona, sin que bastaran a impedirlo ni el príncipe don Fernando, ni don Alfonso de Aragón, ni el Castellan de Amposta, ni el conde de Prades, ni los socorros que el rey procuraba enviar desde Zaragoza. Tomaron, sí, aquellos caudillos algunas plazas del principado, pero el duque de Lorena campaba en casi todo el Ampurdán. Apurado se hallaba el rey de Aragón, sin dinero ni recursos, contando apenas en sus arcas trescientos enriques para pagar sus tropas, discurriendo cómo podría proporcionarse algún empréstito, y en próximo peligro de perder todo el principado, cuando en tan desesperada situación vino otro suceso feliz a descubrirle un horizonte risueño, al menos para lo futuro, a saber el ansiado matrimonio que acabó de concertarse entre el príncipe don Fernando su hijo, a quien había hecho ya rey de Sicilia y correinante suyo en Aragón, con la infanta doña Isabel, hermana del rey de Castilla, declarada ya también heredera de este reino (1469): matrimonio providencial, que había de traer la unión feliz de las dos coronas, y que si al pronto privaba al rey don Juan del auxilio personal de su hijo para la sujeción de los rebeldes de Cataluña, le deparaba para el porvenir los recursos de una monarquía poderosa.

No solamente lo de Cataluña daba que hacer al viejo monarca aragonés, sino que por la parte de Navarra su mismo yerno el conde de Foix, ya como declarado enemigo de su suegro, se apoderaba de aquel estado, también con gente de Francia y con los biamonteses del país, y ponía cerco a Tudela. Tan a riesgo estaba de perderse la Navarra, que tuvo don Juan que acudir al fuego que por allí ardía, aún a costa de desatender lo de Cataluña; la llegada del rey obligó al de Foix a levantar el cerco, y trataron por medio de embajadores de poner asiento a sus diferencias, así como a las parcialidades de biamonteses y agramonteses que tenían aquel reino en perdición. En tal estado, y ocupado el rey en las cosas de Navarra, como si la suerte o la Providencia se encargaran de indemnizar a aquel anciano monarca de cada infortunio que le sucedía con algún acontecimiento próspero, y de irle libertando poco a poco de sus enemigos, llególe la nueva de que una enfermedad aguda había arrebatado en pocos días en Barcelona a su más terrible adversario el duque de Lorena (diciembre, 1469). Acontecimiento fue éste que dejó a los catalanes sumidos en la mayor consternación, y como habían amado a aquel jefe con delirio, hiciéronle exequias reales, pasearon por las calles en procesión solemne su cadáver suntuosamente vestido, con la espada de triunfo al lado, y enterráronle después en el panteón de los soberanos de Cataluña en medio de públicas demostraciones de dolor.

Desconcertó a los catalanes la muerte del de Lorena. El duque de Anjou, padre de aquel príncipe, era demasiado anciano, y sus nietos demasiado niños para poder prestar eficaz ayuda a tos del principado y para poder conquistar una corona con la punta de la espada. Temían por otra parte que el rey de Francia tomara demasiada mano en los negocios de Catalana. En tal conflicto los hombres más sensatos opinaban por reducirse a la obediencia del rey de Aragón, que de buena gana les hubiera perdonado a todos a trueque de acabar con tantas guerras; pero el consejo de la ciudad, llevando su obstinación al mayor extremo posible, prefirió dar al hijo del de Lorena, llamado Juan, niño de pocos años, el título de primogénito del reino de Aragón (1470). Entonces el rey don Juan, para poder atender a lo de Cataluña, celebró un pacto de avenencia con los condes de Foix, por el cual quedó acordado y convenido que los navarros obedecerían a don Juan como a su legítimo soberano durante su vida, que a su muerte reconocerían por sus verdaderos reyes a la princesa doña Leonor y al conde de Foix su marido, y que estos desempeñarían en su ausencia la lugartenencia general del reino. Con esto emprendió activamente la campaña de Cataluña. Gerona se rindió a las armas aragonesas: imitáronla otras ciudades del principado: el rey peleaba en el Ampurdán contra los franceses con la energía de un joven, mientras sus caudillos tenían en respeto a Barcelona: entregósele Rosas también, y en Peralada aventuró tanto su persona, que cargando en su real los enemigos de rebato, tuvo que retirarse a Figueras sin sombrero y casi desnudo; más a pesar de su edad provecta, sufría todos los riesgos, fatigas y trabajos de la campaña con tanta impasibilidad como si estuviese en el vigor de su juventud (1471).

Reducido todo el Ampurdán y toda la parte de levante, apenas quedaba a los rebeldes en todo el principado sino la ciudad de Barcelona, defendida por sus naturales, y por los franceses que había enviado allí el viejo Renato de Anjou. Determinó pues el rey don Juan poner cerco a aquella capital por mar y por tierra. Bernardo de Vilamarin mandaba las veinte galeras y las diez y seis naves gruesas que constituían el bloqueo por la parte del mar. Hizo cuanto pudo el duque Renato por socorrer a los sitiados con una armada genovesa, pero los de Aragón supieron inutilizar aquel socorro. En una salida que los habitantes hicieron con más vigor que concierto, tuvieron la mala suerte de dejar en el campo hasta cuatro mil hombres entre muertos y prisioneros, lo cual proporcionó al rey don Juan el poder estrechar más la ciudad rebelde colocando las tropas al pie de sus muros. Quería el rey evitar la triste necesidad y los consiguientes horrores de entrar por asalto aquella ciudad opulenta y desgraciada; pero la obstinación de los barceloneses era tal, que se negaron ciegamente a admitir toda propuesta de transacción. El cardenal Rodrigo de Borja, legado del papa, y enviado para mediar como conciliador entre los barceloneses y el rey, no fue admitido por los de la ciudad, y hubo de volverse sin haber podido obtener audiencia. Embajadores del duque de Borgoña que habían venido a renovar alianzas con el rey de Aragón, quisieron también intervenir y mediar amistosamente con los catalanes, y recibieron la propia repulsa que el legado apostólico. El mismo rey don Juan determinó tentar el último esfuerzo para vencer tan temeraria obstinación, y desde el monasterio de Pedralbes les escribió una carta llena de templanza y de benignidad, en que después de representarles los males que su tenacidad había causado al principado y estaba causando a la población, les exhortaba, requería y suplicaba por Dios que volviesen a él como a un padre que los aguardaba y recibiría con el corazón y los brazos abiertos, prometiéndoles bajo su real palabra e invocando por testigo a Nuestro Señor Dios, que se olvidaría de todas las cosas pasadas; pero advirtiéndoles también, que si se obstinaban en desoír sus amonestaciones y en menospreciar sus paternales ofrecimientos, no descansaría hasta sojuzgar la ciudad, y usaría de todo el rigor que fuese necesario.

Un respetable religioso, el P. Gaspar, fue el que intercediendo entre el rey y sus súbditos acabó de vencer la dura obstinación de los barceloneses, y por su conducto fueron presentadas al rey las proposiciones y condiciones con que se allanaban a someterse; condiciones que en verdad más parecían de vencedores que de vencidos. Pedían, pues, que se otorgase general perdón de todo lo pasado; que ni el rey, ni el príncipe, ni sus sucesores y oficiales pudiesen hacer pesquisa, ni proceder civil ni criminalmente, ni intentar demanda ni acusación general ni particular sobre cuanto habían hecho y obrado desde la prisión del príncipe de Viana; que el duque Juan de Calabria, hijo de el de Lorena, y demás capitanes extranjeros podrían salir libremente y con seguridad, por mar o por tierra, con sus armas y bienes; que el rey jurase guardar los usages de Barcelona, sus constituciones, privilegios y libertades; y finalmente, que declarada y ha. ria pregonar que los barceloneses eran buenos, y leales y fieles vasallos, y que por tales los tenía y reputaba; debiendo jurarse todo esto, no sólo por el rey, sino también por el príncipe y por los prelados y barones de los tres reinos. Tal era el deseo de reposo y de paz que el rey tenía, y tan dispuesto estaba ya su ánimo a la clemencia, que suscribió a todas estas humillantes condiciones, teniendo, como tenía ya, el triunfo en su mano, y reducidos los insurrectos al mayor grado y extremo de miseria: con lo cual quedó concertada la entrega de la ciudad y la entrada del rey. Rehusó el anciano monarca hacer su entrada en un carro triunfal que le tenían preparado, y prefirió hacerla montado en su blanco corcel de batalla, en el cual paseó las calles principales, satisfecho con el buen recibimiento que le hicieron, pero contemplando con dolor y lástima los pálidos y macilentos rostros de aquella gente tan valerosa como tenaz, extenuada por el hambre y la miseria. Seguidamente se dirigió al salón del palacio, donde juró y confirmó solemnemente (22 de diciembre, 1472), los usages, fueros y constituciones de Cataluña.

Así terminó, sin efusión de sangre, la larga y desastrosa gerra civil, que por más de diez años había estado asolando aquella rica porción de la corona aragonesa, ocasionada por el desamor y la injusticia de un padre hacia su hijo, y sostenida por el carácter duro y tenaz de los catalanes.

Lejos de entregarse don Juan II al reposo, como parecía deber esperarse después de las fatigas de una lucha tan prolongada, y de sus setenta y cinco años pasados en una vida de continua inquietud y agitación, apenas descansó una semana en Barcelona, puesto que el séptimo día salió ya de aquella ciudad para emprender otra nueva campaña. Tenía esta por objeto recobrar los condados de Cerdaña y Rosellón, de que el rey Luis XI. de Francia con su acostumbrada perfidia se había ido apoderando en premio de una alianza equívoca, y so pretexto de haberle sido empeñadas las rentas de aquellos dos condados para el pago de cierto número de lanzas. Asombrados dejó a todos la vigorosa resolución con que el anciano monarca aragonés marchó a la cabeza de su ejército camino del Rosellón en lo más áspero y crudo del invierno. El rey Luis se había visto precisado a sacar una parte de sus guarniciones de Cerdaña para hacer frente a la Inglaterra y la Borgoña con quienes estaba en guerra, y los habitantes del país deseaban verse libres del yugo de la Francia. Con estas disposiciones, y a vista de la animosa decisión del rey don Juan levantáronse las ciudades de Perpiñán y Elna proclamando a su antiguo soberano, y los soldados franceses de Perpiñán hubieran sido tal vez degollados si no se hubieran refugiado al castillo. De modo que en el breve espacio de un mes se encontró el rey don Juan dueño de casi todo el Rosellón, no quedando en poder de los franceses sino el castillo de Perpiñán, Salces, Colibres y alguna otra población y fortaleza (febrero, 1 473). No se adormeció el aragonés con un triunfo a tan poca costa conseguido, y en vez de fiarse en la victoria se preparó a hacer rostro a todas las eventualidades, porque conocía al rey de Francia, y suponía que no había de dejar de disputarle la posesión de aquellas ricas y codiciadas provincias.

En efecto, no sólo pensaba el francés enviar refuerzos al Rosellón, sino que corno hubiese fallecido el, conde Gastón de Foix en Navarra y quedado el gobierno de aquel reino en manos de la condesa doña Leonor, pretendía Luis XI de esta princesa, con vivas instancias y grandes ofrecimientos, que le entregase algunas fortalezas y permitiese a sus tropas el paso por aquel reino con color de enviarlas a Castilla, pero en realidad con el fin de tener por allí entrada libre y segura para Aragón, a lo cual contestaba la condesa viuda excusándose con que los alcaides de aquellas fortalezas habían hecho homenaje al rey su padre, y que ella no era sino lugarteniente suyo. Mientras esto intentaba por Navarra, enviaba al Rosellón un ejército de treinta mil hombres al mando de Felipe de Saboya, el cual después de tomar algunos castillos acampó bajo los muros de Perpiñán. Aconsejaban todos al rey que no pusiese su persona en edad tan avanzada a los peligros de un cerco y contra ejército tan poderoso, y más teniendo los enemigos el castillo dentro de la ciudad misma. Pero el rey don Juan, cuyo temple de alma parecía que se vigorizaba en vez de templarse con los años, congregó el pueblo en la iglesia mayor, y a presencia de todos juró sobre el altar que no los desampararía hasta verlos libres del cerco, y que antes se sepultaría bajo las ruinas de la ciudad que rendirla al enemigo. Provistos los franceses de numerosas piezas de artillería, comenzaron a batir furiosamente la población. Era de ver al anciano monarca recorrer e inspeccionar los puestos de día y de noche, animando a todos con su ejemplo y sus palabras, y hallándose presente en todas partes. Una mina que habían hecho los sitiadores fue descubierta por el rey mismo que acudiendo a aquel punto con cuatrocientos soldados hizo degollar a todos los que habían penetrado por ella. Nunca, sin embargo, en su larga vida de combates se había visto el rey en tanto peligro, expuesto a perder con una ciudad todos sus reinos. Mas la noticia de la comprometida situación del monarca despertó la antigua lealtad aragonesa, y los de este reino le enviaron un refuerzo a las órdenes del arzobispo de Zaragoza. Los catalanes y valencianos no correspondieron menos a lo que el caso y el espíritu patrio exigían, y avisado el infante don Fernando acudió presuroso con algunos caballeros castellanos en auxilio de su padre, presentándose con la celeridad del rayo en Barcelona y en las montañas del Pirineo, donde le detuvo el aviso de su padre de que los enemigos habían levantado el campo (junio, 1473), diezmados por las enfermedades y por los 945 aceros aragoneses.

Pidió Felipe de Saboya, como lugarteniente general de Luis XI. en Rosellón y Cerdaña, una tregua al rey de Aragón, que le otorgó a nombre suyo y con su poder el conde de Prades por tres meses. Con esto el infante don Fernando licenció su gente; pero el rey don Juan, que conocía perfectamente el carácter artero y doble del monarca francés, no quiso abandonar el Rosellón, ni estar desapercibido para todo lo que sobrevenir pudiese. No se engañó el previsor monarca. Tan luego como los franceses vieron retirarse las tropas aragonesas y castellanas volvieron sobre Perpiñán a poco de firmarse la tregua; pero la actitud del rey, las órdenes que expidió al infante don Fernando y a sus dos hijos naturales don Juan y don Alfonso, y las medidas adoptadas por todos obligaron otra vez a los franceses a levantar el cerco y retirarse a Languedoc. La continuación y el exceso de las fatigas afectaron la salud del rey en términos que se temió por su vida; pero ni las instancias de sus hijos, ni los consejos de los médicos, fueron suficientes a hacerle salir de una población que había jurado defender personalmente, y por la cual temía faltando su presencia. Afortunadamente su robusto temperamento venció la enfermedad. Y como Luis XI. de Francia necesitase emplear en otra parte las tropas que sin resultado ni fruto tenía ocupadas en Rosellón, movió tratos de concordia con el monarca aragonés por medio de don Pedro de Rocaverti; conveníale también a don Juan asegurar la posesión de aquellos condados, y después de muchas pláticas y negociaciones, en que se reveló toda la sagacidad política de Luis XI., se ajustó entre ambos reyes un tratado, por el cual el de Aragón conservaba el señorío de los dos condados, pagando al francés trescientas mil coronas por el sueldo de la gente con que le había asistido para la guerra de Cataluña. Con esto, después de confirmar a la ciudad de Perpiñán sus antiguos privilegios, determinó el rey volverse a Barcelona (octubre, 1473).

Esta vez, a ruego del consejo de gobierno, hizo el rey su entrada pública en Barcelona con magnífica pompa y aparato. En un carro triunfal cubierto de terciopelo carmesí bordado de oro y tirado por cuatro caballos blancos, iba el anciano monarca sentado en su silla real debajo de un palio. A sus lados marchaban los embajadores, los consejeros, y los principales caballeros y barones catalanes. El clero le recibió en procesión, el rey adoró la cruz, y seguidamente le hicieron reverencia todas las corporaciones y cofradías de la ciudad: tanto había cambiado el espíritu de aquella población en favor de un monarca, a quien tantas veces y con tanta constancia había antes rechazado.

Convocadas cortes y reclamado su apoyo y cooperación para el pago de la fianza de los dos condados, no le era fácil al país, agotado por tan largas guerras, aprontar el enorme subsidio de las trescientas mil coronas. En esta situación, desconfiando siempre don Juan de la buena fe del rey Luis, le envió una embajada so pretexto y color de negociar el matrimonio del delfín de Francia con su nieta la infanta doña Isabel de Castilla, hija del príncipe don Fernando (febrero, 1474). La embajada era numerosa, suntuosa y brillante. Pero Luis XI, a quien el aragonés con toda su experiencia no aventajaba en astucia, entretuvo a los embajadores en París con grandes agasajos y continuados festejos sin darles respuesta, aguardando ocasión de prepararse a obrar; y cuando los enviados de Aragón, conociendo que se les burlaba, trataron de retirarse, entonces el francés arrojó la máscara y los retuvo prisioneros en Montpellier. El objeto de aquel entretenimiento y de esta detención mostróle bien pronto un ejército de diez mil infantes y novecientas lanzas que invadió de nuevo el Rosellón. Elna se rindió a las armas de Francia después de una resistencia vigorosa, y por tercera vez se pusieron los franceses sobre Perpiñán, apoyados por una flota genovesa. No faltaban ánimos al anciano don Juan para acudir a la defensa de aquella leal ciudad y de todo el condado; tanto que, agotados los recursos del tesoro, vendió su manto de armiño, y con diez y seis mil florines que le prestó además uno de sus barones se puso en marcha para el Ampurdán. Todo contrariaba esta vez los impulsos del rey de Aragón. Los de Inglaterra y Borgoña, cuyo apoyo había reclamado, no le dieron sino vanas promesas. Insignificantes fueron los subsidios que le votaron las cortes aragonesas. El rey de Castilla Enrique IV había muerto, y los negocios de este reino le privaron de la presencia y cooperación personal del infante don Fernando su hijo que tan útil y eficaz le había sido en otras ocasiones. La bizarra guarnición de Perpiñán se defendió briosa y heroicamente pero reducida a la mayor extremidad por los estragos del hambre, después de haber apurado para alimentarse hasta los animales inmundos, y hasta los mismos cadáveres, se vio precisada a capitular, con condiciones nada desventajosas para los vencidos (14 de marzo, 1475).

Luis XI, exasperado con la larga y tenaz resistencia que le habían opuesto los de Perpiñán, y con las grandes pérdidas que había sufrido su ejército en un país que se llamaba el cementerio de los franceses, ordenó a sus generales que a fuerza de vejaciones y malos tratamientos obligaran a sus moradores a abandonar la ciudad, y les confiscaran sus bienes. Todavía sin embargo se ajustó a fines del año una tregua entre los dos monarcas de Francia y de Aragón, que había de durar desde noviembre de 1475 hasta julio de 1476, lo cual no fue obstáculo para que el francés, poco escrupuloso siempre en la observancia de los tratados, rompiera de nuevo a los tres meses las hostilidades, y no se asentó paz definitiva hasta 1478.

Mas como esta lucha, así como otros sucesos de Aragón en los últimos años de este reinado, se complica ya con las dificultades que el príncipe don Fernando y la reina doña Isabel de Castilla tuvieron que vencer para afianzar en sus manos el cetro de este reino, haremos allí la mención correspondiente de estos acontecimientos, y diremos por conclusión con un historiador erudito, que el rey don Juan II. no vio cesar la guerra y la discordia en sus vastos estados; una parte de las fuerzas de su reino se distraía en Cerdeña con motivo de la rebelión que allí sostenía el marqués de Oristan: Navarra continuaba devorada por los antiguos e implacables bandos de biamonteses y agramonteses; y Luis XI de Francia, con los ojos fijos sobre aquel reino, atizaba las discordias con ánimo de convertirlas en provecho propio.

Al fin le llegó a don Juan II de Aragón la hora de descansar de las fatigas de un largo y proceloso reinado de 54 años, y a los 82 de su edad falleció en el palacio episcopal de Barcelona (19 de enero, 1479) más de consunción y de vejez que de enfermedad, sin haberle desamparado un momento el ánimo, ni entibiádosele nunca su alma de fuego. Este célebre monarca, cuya cabeza llegó a ceñir hasta siete coronas, murió tan pobre, que para hacerle el entierro y las exequias fúnebres hubo que vender el oro y la plata de su recámara, y para socorrer a los criados de su casa fue menester empeñar las demás joyas por la cantidad de diez mil florines, y hasta el toisón de oro que ordinariamente llevaba como hermano de aquella orden del duque de Borgoña. El día antes de morir otorgó un codicilo, en que ratificaba el testamento hecho en Zaragoza en 1469, y escribió a su hijo y sucesor don Fernando una muy sabia y cristiana carta, en que le daba los más sanos y juiciosos consejos sobre el modo de regir y gobernar en justicia los reinos que estaba llamado a heredar.

Tuvo don Juan II de Aragón tres épocas distintas en su vida; una en que como infante de Aragón fue un vasallo revoltoso del rey de Castilla, otra en que como rey de Navarra fue un padre desnaturalizado e injusto, y la postrera en que como rey de Aragón fue un gran monarca como político y como guerrero, que no había tenido igual desde don Jaime el Conquistador, que en el gabinete y en los campos de batalla supo medirse con Luis XI, de Francia, el gran político de su época, que conservó el vigor de la juventud hasta la edad decrépita, faltándole el valor, la intrepidez y la constancia sólo cuando le faltó el aliento. Solamente una pasión humana no pudo dominar nunca, y se mantuvo viva en su pecho a pesar del hielo de los años, la pasión del amor, que en su edad octogenaria le dio una ruidosa celebridad en aquel tiempo.

La corona de Navarra recayó en doña Leonor, condesa viuda de Foix, última hija del primer matrimonio del rey don Juan, conforme al tratado de Olite, la cual comenzó a tomar los títulos más pomposos que importantes de «Reina de Navarra, duquesa de Nemours, Gandía, Momblanc y Peñafiel, condesa de Foix, señora de Bearne, condesa de Bigorra y Ribagorza, y señora de la ciudad de Balaguer.» Pero la divina justicia no permitió que gozara mucho tiempo de las delicias del reinar la que había buscado el cetro por el camino del crimen; la delincuente enemiga de sus hermanos don Carlos y doña Blanca no tuvo más que el plazo de un mes para subir al trono y descender a la tumba, y los lúgubres cantos de sus exequias funerales casi se confundieron con el alegre bullicio de las fiestas de su coronación. A su muerte sucedió en el reino de Navarra su nieto Francisco Febo o Phebus, hijo del difunto Gastón de Foix y de la hermana de Luis XI. De esta manera el pequeño reino de Navarra, destrozado siempre por las dos enconadas facciones de biamonteses y agramonteses, y expuesto a ser absorbido por uno de sus dos poderosos vecinos, Fernando de Aragón o Luis XI de Francia, vino a hallarse en manos de un niño y bajo la tutela de una mujer, para ser por algún tiempo, más que reino independiente, manzana de discordia entre monarcas ambiciosos y rivales.

 

CAPÍTULO XXX.

ENRIQUE IV. (EL IMPOTENTE) EN CASTILLA.

De 1454 a 1475.