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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

EDAD MEDIA

 

TOMO CUARTO

CAPÍTULO PRIMERO

ALFONSO X (EL SABIO) EN CASTILLA.— JAIME I (EL CONQUISTADOR) EN ARAGÓN

De 1252 a 1276

 

 

Ningún príncipe español desde el octavo hasta el decimotercio siglo había recogido tan rica herencia como la que legó a su muerte San Fernando a su hijo primogénito Alfonso, que al día siguiente del fallecimiento de su ilustre padre, y a la edad ya madura de 31 años (1 de junio, 1252), ciñó una corona y empuñó un cetro al que estaban sometidos los dilatados territorios de Asturias, Galicia, León, Castilla, Murcia y la mayor parte de Andalucía. Veremos si el reinado de Alfonso X correspondió a las esperanzas que hacía concebir la grandeza de los Estados que heredaba, la educación que había recibido, el ejemplo que había tenido a la vista, el papel importante que ya como príncipe había desempeñado, y el talento y la ilustración que le valieron el sobrenombre de Sabio con que el mundo y la historia le conocen.

Tan luego como Ben Alhamar de Granada supo la muerte de su aliado y amigo Fernando de Castilla, envió a su hijo Alfonso cien principales moros vestidos de luto para que asistiesen a los funerales del difunto monarca, como lo verificaron, llevando en sus manos antorchas o cirios encendidos. Dábale en esto una prueba de su disposición a mantener con él las mismas relaciones de amistad que con su padre, y a reconocérsele su vasallo. Alfonso por su parte tampoco tuvo reparo en reconocer la alianza y los pactos que con el rey de Granada había su padre establecido: en lo cual de cierto obraba con más sinceridad el cristiano que el moro, toda vez que éste, como no tardaremos en ver, sólo aguardaba oportuna sazón y momento para sacudir el yugo y libertarse del vasallaje al cristiano.

Tenía Ben Alhamar eminentes dotes de príncipe, y sabía regir con tino y prudencia un reino. En los años que disfrutó de paz, antes y después de la muerte de San Fernando, hizo florecer las artes, el comercio y la industria en sus dominios; merced a su protección tomó fomento la agricultura, se multiplicaron los productos de la tierra, se perfeccionaron las manufacturas, cultivábase con provecho la minería, y recibieron considerable aumento las rentas del Estado; con sabias leyes y con premios y exenciones concedidas al mérito y a la laboriosidad se estimulaban a la aplicación sus vasallos, las letras tenían en él un protector generoso, se erigían escuelas, se fundaban colegios, y los maestros y profesores eran largamente remunerados; el desarrollo intelectual marchaba al nivel de la prosperidad material: él mismo visitaba los talleres, inspeccionaba las escuelas y colegios, examinaba el estado de los baños públicos, los hospitales, y se informaba personalmente sobre el esmero o el descuido con que se asistía a los enfermos: y el mismo que como soberano daba audiencia dos días a la semana indistintamente a ricos y pobres oyendo las quejas y reclamaciones de todos para fallar en justicia, se mezclaba modestamente entre los obreros y albañiles que trabajaban en la construcción del gran palacio de la Alhambra. Con un príncipe de tan altas prendas, que por otra parte acogía favorablemente a todos los refugiados musulmanes que a millares acudían cada día a su reino de las ciudades conquistadas por las armas cristianas, el pequeño Estado granadino, circunscrito a estrechos límites, pero rebosando de población y gobernado con sabiduría, recordaba el esplendor y traía a la memoria el brillo del antiguo imperio de los califas.

Menos atinado en las cosas de gobierno el nuevo rey de Castilla, disgustó pronto a sus súbditos con la medida que tomó de alterar el valor de la moneda para remediar la escasez de dinero que por efecto de las largas guerras se hacía sentir. Sucedió lo que en tales casos acontece siempre; subieron de precio las mercancías, y encarecieron, dice su crónica, las cosas a tal punto que fue menester acudir a otro peor remedio, el de la tasa o máximum de los valores. El resultado fue el que siempre tales expedientes producen: retrajéronse los mercaderes y vendedores, las plazas y mercados se hallaban vacíos de los más necesarios artículos, que a medida que escaseaban subían de valor, y afligía al reino una penuria mucho más insoportable que la del dinero. Fuéle, pues,  preciso a Alfonso revocar el edicto de la tasa, y dejar que las cosas se vendiesen libremente y a precios convencionales como antes, pero ya lo inconveniente de las providencias había producido uno de sus más perniciosos efectos, el de desautorizar al monarca para con su pueblo y sus vasallos.

La alianza con el rey moro de Granada le fue útil a Alfonso en la guerra que luego tuvo que emprender contra los sarracenos de Jerez, Arcos, Medina Sidonia y Lebrija. Estas plazas, o porque no hubiesen quedado bien sujetas a San Fernando, o porque de nuevo sacudieran la dominación de Castilla, fueron sucesivamente acometidas y tomadas por Alfonso X, con asistencia y auxilio de Ben Alhamar, que de mala gana se la prestaba contra los hombres de su misma fe, pero cuyo disgusto o repugnancia le convenía por entonces disimular (1254). El gobierno de Arcos se dio al infante don Enrique, hermano del rey, a quien se había entregado. Todavía tres años después de esta guerra contaba don Alfonso con la alianza de Ben Alhamar, y sirvióse de ella con fruto para otra conquista que emprendió contra los moros del Algarbe, y principalmente contra la fuerte plaza de Niebla, que era como la cabeza del reino de aquel nombre, donde se mantenían y se habían fortificado los Almohades. Enemigo  Ben Alhamar de esta raza, entraba más en su interés y prestaba con más gusto su ayuda al castellano para acabar de arrojarla del suelo español, y así puso a disposición de Alfonso las tribus de Málaga para el sitio que éste determinó poner sobre Niebla. Estaba la ciudad defendida con muros y torres de piedra bien labrada, y a los ataques de los cristianos respondían los moros con dardos y piedras lanzadas con máquinas, y con tiros de trueno con fuego, al decir de la crónica árabe. Tal resistencia hizo durar el sitio más de nueve meses, al cabo de los cuales, tan faltos los sitiados de mantenimientos como de esperanza de socorro, solicitó el walí de la ciudad (a quien nuestros cronistas nombran Aben Mafod, y los árabes Ebn Obeid) hablar con el rey Alfonso, y quedó concertada la entrega de la ciudad, así como la rendición de otras varias villas del Algarbe (1257), dando en recompensa el soberano de Castilla al walí de los Almohades la posesión de grandes dominios, entre ellos la Algaba de Sevilla, la Huerta del rey con sus torres, y el diezmo del aceite de su aljarafe que producía una cuantiosa renta.

Hemos anticipado estos sucesos para mostrar lo que duró y lo que sirvió a Alfonso su alianza y amistad con el rey de Granada. Pero antes, y muy en los principios de su reinado, había querido el nuevo soberano de Castilla realizar el pensamiento de su padre de llevar la guerra a África, a cuyo efecto hizo construir una suntuosa Atarazana en Sevilla para la fabricación de bajeles, y obtuvo un breve de aprobación del papa Inocencio IV aplaudiendo la empresa y exhortando a los clérigos a que le acompañasen en ella y le sirviesen. De la ejecución de este designio le distrajo por entonces la reclamación que con las armas hizo al rey Alfonso III de Portugal (1252) de las plazas del Algarbe, de que decía haberle hecho donación su hermano Sancho II, llamado Capelo, en agradecimiento de haberle ayudado el de Castilla, siendo príncipe, cuando intentó recobrar sus Estados de que le tenía desposeído el infante don Alfonso, conde de Bolonia, su hermano. Entablada con energía su reclamación, y seguidas las negociaciones, convínose el de Portugal en hacer al castellano la entrega del Algarbe (1253), ajustándose además el matrimonio del monarca portugués con una hija bastarda del de Castilla llamada Beatriz, habida en doña Mayor Guillen de Guzmán; enlace que movió grave escándalo, así por el origen bastardo de la princesa, como por estar a la sazón legítimamente casado el de Portugal con Matilde, condesa de Bolonia. Reina ya de Portugal doña Beatriz, y habido de su matrimonio el infante don Dionisio, acordaron ambos esposos solicitar de su padre y suegro el de Castilla les cediese en feudo los lugares del Algarbe que tenía ya ganados y los que le faltaba conquistar, para ellos, sus hijos y sucesores. Alfonso X, que amaba en extremo a su hija, no le negó la merced que pedía y les hizo donación a ellos y a sus descendientes del dominio y jurisdicción del Algarbe, con sola la obligación de que le hubiesen de servir con cincuenta hombres de a caballo cuando les requiriese; obligación y feudo de que, como veremos, los relevó también después.

Terminado este negocio, volvió otra vez Alfonso X a preparar su proyectada expedición a África, para la cual hacía construir naves, no sólo en las Atarazanas de Sevilla, sino también en las costas de Vizcaya. El pontífice Inocencio, a quien se conoce halagaba esta empresa, expedía nuevos breves destinando a este objeto una parte de los diezmos y rentas eclesiásticas, y mandando a los frailes dominicos y franciscanos que predicasen la guerra santa y excitasen a la juventud española a tomar la cruz. Mas otro suceso vino también esta vez a contrariar este designio. El rey Teobaldo I de Navarra había muerto (julio, 1253), dejando de su tercera esposa doña Margarita dos hijos varones, Teobaldo y Enrique, el mayor de quince años, bajo la tutela de su madre.

El rey Teobaldo I de Navarra llamado el Trovador, por su afición a la poesía provenzal y a la gaya ciencia, y célebre por su poética pasión a la reina doña Blanca de Castilla, mujer de Luis VIII de Francia y madre de San Luis, se había unido en 1239 a la cruzada que partió de Francia para rescatar el Santo Sepulcro, de cuya expedición fue nombrado jefe. Aquella empresa se malogró por las disensiones de los cruzados, que se volvieron a Francia en 1240. Después Teobaldo tuvo varias diferencias con el obispo de Pamplona, que apoyado por la Santa Sede, le excomulgó a él y a su reino. El rey hubo de ceder, y se alzó el anatema para cuando diese satisfacción al prelado ofendido; pero el monarca, no satisfecho con esto, hizo un viaje a Roma para obtener la absolución del Santo Padre.

Temiendo, pues, la reina viuda que Alfonso de Castilla renovara las antiguas pretensiones de los monarcas castellanos sobre Navarra, acogióse al amparo de Jaime de Aragón, el cual acudió presurosamente a Tudela, donde hizo confederación con la reina Margarita prometiendo ayudar a su hijo y protegerle contra todos los hombres del mundo, ser amigo de sus amigos y enemigo de sus enemigos, no hacer paz ni tregua con nadie sin la voluntad de la reina, y dar a su hija Constanza por esposa al rey Teobaldo, o si éste muriese, a su hermano Enrique, ofreciendo que nunca casaría ninguna de sus hijas con los infantes de Castilla hermanos del rey don Alfonso, a pesar de ser ya su yerno. La reina de Navarra por su parte y en nombre de su hijo prometió también ayudar al rey de Aragón contra todos los hombres del mundo, exceptuando al rey de Francia y al emperador de Alemania, y que no daría nunca ninguno de sus hijos en matrimonio a hermanas o hijas del rey Alfonso de Castilla, sin consentimiento del aragonés, cuyo pacto juraron los prelados y nobles de Aragón y Navarra que se hallaban presentes, y había de ratificar el romano pontífice.

Bien había hecho la reina de Navarra en prevenirse y fortalecerse con la alianza de don Jaime de Aragón, porque Alfonso de Castilla no tardó en ponerse con sus agentes sobre las fronteras navarras con ánimo al parecer de apoderarse del reino y de los príncipes. Fiel a su promesa el Conquistador acudió a defender al navarro, y una batalla entre el suegro y el yerno y entre aragoneses y castellanos amenazaba como inevitable. Pero algunos prelados y nobles interpusieron su mediación entre ellos, y lograron hacer que se ajustara una tregua (1254), quedando de este modo por entonces seguro el joven rey de Navarra, que a los quince años comenzó a gobernar el reino con el nombre de Teobaldo II.

No mostraba en verdad el sucesor de San Fernando en Castilla ser hombre de mucho tesón para proseguir las empresas, así las que acometía por propia voluntad como las que la suerte le deparaba. En el número de estas últimas podemos contar la recuperación de Gascuña. Mal contentos los gascones con el dominio y gobierno de los ingleses, y acordándose de que aquel ducado había pertenecido a Castilla como traído en dote por la princesa Leonor de Inglaterra, hija de Enrique II, cuando vino a casarse con Alfonso VIII de Castilla, llamado el Noble, acordaron ponerse bajo el señorío del hijo de San Fernando, cuyo ofrecimiento vino a hacerle en nombre de aquellos naturales el más poderoso príncipe de aquel listado, Gastón, conde de Bigorra y vizconde de Bearne. Dióle, sí, Alfonso X socorro con que pudiera hacer la guerra a los ingleses y sacudir su yugo, y la guerra se comenzó con gran furia, declarándose por don Alfonso la mayor parte de Gascuña. Mas como el rey de Inglaterra, Enrique III, por el temor de perder aquel rico ducado solicitase la amistad del de Castilla, enviándole para ello embajada solemne y rogándole cesase en sus hostilidades, pidiéndole al propio tiempo la mano de su hermana Leonor para el príncipe Eduardo, hijo primogénito de Enrique y heredero del trono de la Gran Bretaña, a quien su padre cedía la Gascuña, el castellano con admirable docilidad y condescendencia accedió a todo, hizo confederación y amistad con el rey de Inglaterra, aceptó el matrimonio del príncipe Eduardo con la infanta doña Leonor, que se celebró en Castilla con toda solemnidad (1251), y lo que es más, renunció en el príncipe Eduardo y en sus herederos y sucesores todo el derecho que tenía o pudiera tener a los dominios de Gascuña, ofreciendo entregar al mismo príncipe todos los instrumentos que sobre esto tuviese de los soberanos sus predecesores: renuncia extraña y perjudicial a los derechos de la corona de Castilla, de que dudaríamos, si no nos certificaran de ella los documentos.

Fuese la conducta del rey propia para excitar el descontento de sus vasallos, fuese objeto de la indocilidad de algunos de éstos y de su tendencia a la insubordinación, comenzó Alfonso X a experimentar defecciones y rebeldías que más adelante habían de llenar de amargura el corazón y la vida del monarca y de agitaciones y disturbios la monarquía. Abrió el primero este fatal camino don Diego López de Haro, señor de Vizcaya, que por desavenencias con el rey fue a ofrecerse al servicio de don Jaime de Aragón. Siguió algún tiempo después por la misma senda don Lope Díaz su hijo, con muchos caballeros vizcaínos; y lo que fue peor, pasó también a confederarse con el aragonés en contra del de Castilla, el infante don Enrique, hermano de don Alfonso, el mismo a quien éste había encomendado los gobiernos de Arcos y Lebrija que el infante de su orden había conquistado de los moros. Don Jaime de Aragón, receloso siempre del castellano y temiendo a cada paso un rompimiento después de la mal segura tregua de Navarra, acogía gustoso aquellos personajes, dábales caballerías, heredamientos y señoríos, y pactaba con ellos alianzas contra el de Castilla, a pesar de ser el marido de su hija, ofreciendo defenderlos y no abandonarlos hasta que se concordasen a satisfacción del infante y del señor de Vizcaya las diferencias que traían con su soberano.

Alfonso por su parte ni abandonaba ni cumplía su propósito constante de pasar a África a guerrear en su propio suelo contra los enemigos de la fe. Un nuevo breve apostólico que impetró del papa Alejandro IV, sucesor de Inocencio IV, concediendo indulgencias y otras gracias espirituales á los que tomaran parte en aquella expedición (1255), quedó tan sin efecto como las cartas pontificias anteriores. Inútil le fue también a Alfonso el patrocinio del pontífice Alejandro en la reclamación que le hizo para que se declarara al príncipe Conradino inhábil para poseer el ducado de Suabia, en atención a estar en guerra con la Iglesia su fío y su tutor Manfredo, y que se diese aquel ducado al rey de Castilla en razón al derecho que a él tenía por su madre doña Beatriz, hija mayor del emperador Felipe que le había poseído. Las instancias y esfuerzos del papa no alcanzaron a hacer valer la pretensión del monarca de Castilla, y el décimo Alfonso iba teniendo la fatalidad de no ver realizados, por diversas causas y contrariedades, tantos proyectos como abrigaba y tan diferentes aspiraciones como en una parte y otra intentaba realizar.

Mostrábale, no obstante, muchas veces risueño rostro la fortuna. Con alegría suya y de todos sus pueblos comenzó el año quinto do su reinado (1256), por el feliz nacimiento del primer hijo varón, el infante don Fernando (llamado de la Cerda, por un largo cabello con que nació en el pecho). A tan justo motivo de regocijo, agregóse el haber desaparecido los recelos de rompimiento y de guerra que amenazaban con don Jaime de Aragón, en unas vistas que los dos monarcas celebraron en Soria, y en que se renovaron las alianzas y las amistades que los reyes sus antecesores habían tenido entre sí. Por otra parte, como en esto tiempo hubiese vacado el trono imperial de Alemania por muerte del emperador Guillermo, conde de Holanda, en guerra con los Frisones, la república de Pisa teniendo presente el derecho de Alfonso de Castilla al ducado de Suabia, en cuya ilustre familia se había conservado por espacio de un siglo la corona del imperio, determinó aclamarle emperador, enviando el acta de reconocimiento a Castilla por medio del embajador Bandino Lanza, a quien fue encomendada tan honrosa misión. Hallábase todavía el rey en Soria cuando llegó el embajador pisano, el cual le hizo allí homenaje y reconocimiento en nombre de su república como rey de romanos y emperador de Alemania (marzo, 1256). Admitió don Alfonso la aclamación y la investidura, si bien no se creyó autorizado para usar el título, sin  duda porque la república de Pisa carecía de derecho electivo para el nombramiento de emperadores de Alemania, y aquello no podía considerarse sino como un acto de oficiosa deferencia y una manifestación de su buen deseo y voluntad en favor del monarca de Castilla.

Mas no tardó en llegarle la nueva de otra elección más legítima y autorizada. Las largas turbaciones que habían agitado el imperio alemán hacían mirar como conveniente al restablecimiento de la paz que la corona vacante por muerte del emperador Guillermo se diese a un príncipe extranjero. Mas dividióronse los electores, y los unos nombraron en Francfort (enero, 1257) a Ricardo, conde de Cornualles y hermano del rey Enrique III de Inglaterra, los otros eligieron algunos meses después a Alfonso X de Castilla, descendiente de la ilustre dinastía de la casa de Suabia. Los primeros dieron posesión a Ricardo de Inglaterra, llevándole a Aix-la-Chapelle (Aquisgrán), poniéndole la corona imperial y sentándole según costumbre en la célebre silla de Carlomagno. Los segundos enviaron una embajada solemne a Alfonso de Castilla para participarle su elección e instarle a que aceptara la dignidad imperial, que el castellano no pudo dejar de admitir. Los electores de Alfonso de Castilla daban por ilegal y por nula la de Ricardo de Inglaterra, así por haberse hecho en día no señalado para ello, como por la inhabilidad de alguno de los electores y ser de todos modos el menor número, y principalmente por haber sido una elección arrancada por el soborno. En electo, uno de los cuatro electores, el arzobispo de Maguncia, que se hallaba preso por el duque de Brunswich, había sido rescatado de la prisión por Ricardo al precio de ocho mil marcos de plata y a condición de que le diera su voto. Pero Ricardo tenía en su favor el haber sido coronado y presentado por sus partidarios en varias ciudades de Alemania, entre cuyos príncipes iba derramando a manos llenas el oro. Esto empeñó a Alfonso de Castilla, que fundaba su derecho en la legalidad de su elección y en las nulidades de la de su contrario, en una porfiada competencia y en una serie de reclamaciones que duraron por espacio de diez y ocho años, y que costaron a Castilla caudales inmensos para no recoger fruto alguno de tantos sacrificios.

Uno y otro elegido, Ricardo y Alfonso, procuraban ganar a fuerza de oro y atraer a su partido a los príncipes alemanes. Muchos fueron los que se pronunciaron en favor del castellano, el cual, por punto general, señalaba a cada uno de los que se le adherían una renta anual de diez mil libras tornesas. Contaba Alfonso además con el apoyo del rey San Luis de Francia, que entre otras razones tenía la de temer el excesivo engrandecimiento y poder de su vecino y rival el de Inglaterra, una vez que su hermano se viese tranquilo poseedor del vasto imperio alemán. El inglés por su parte dióse tal prisa a expender la opulencia con que se había presentado, que no tardó en ver apurado su caudal, a la que le siguió la tibieza y el desvío de los que parecían sus más decididos parciales, teniendo que volverse a su país, y «pereciendo su memoria, dice un fragmento histórico alemán, luego que dejó de oírse el sonido de su dinero.» Pero ni dejó de volver a Alemania, ni renunció a su derecho. Faltábale a Alfonso, además de la posesión, la confirmación pontificia, que en vano solicitó de los diferentes papas que en aquel tiempo se sucedieron, gastando en gestiones inútiles en Italia y en Roma lo que no había acabado de consumir en Alemania. El pontífice Alejandro IV negóse a dar su aprobación al título de emperador, y aun se manifestó en favor de Ricardo. No sirvió al de Castilla entablar su demanda ante Urbano IV por medio de embajadores y agentes respetables y autorizados que al efecto envió a Roma. El pontífice difirió cuanto pudo sentenciar entre los dos competidores, y murió antes de dar su decisión. Clemente IV lejos de proteger en sus derechos ni de favorecer en sus reclamaciones al monarca castellano, intentó que se retirasen ambos electos, y solicitó, especialmente de Alfonso, que desistiese de sus pretensiones al trono imperial. Esta insistencia de los pontífices en esquivar su aprobación, y aun negarla explícitamente como luego veremos, a la elección de Alfonso de Castilla para emperador de Alemania y rey de romanos, no puede explicarse sino por la circunstancia de pertenecer Alfonso a la estirpe ducal de Suabia, cuya dinastía, principalmente desde que obtuvo el imperio Federico Barbarroja, había sido enemiga de Roma y estado casi siempre en guerra con la Iglesia; y si tal vez aquellos papas no temían que el castellano hubiera de seguir la conducta de los emperadores de su familia, aparentábanlo por lo menos en odio a aquella casa, y tampoco querían descontentar al rey de Inglaterra con la exclusión de su hermano. Así, sin definir entre los dos contendientes, limitábanse, cuando nombraban al uno y al otro, a añadir: electo emperador. Al fin murió Ricardo asesinado en Inglaterra en 1271, después de haber sacrificado sus tesoros y su quietud a una grandeza quimérica, y parecía que faltando a Alfonso su competidor deberían haber desaparecido todos los obstáculos y contrariedades que a su coronación se oponían. Lejos de eso, suscitáronsele otras nuevas y más graves. Cuando los embajadores que el rey envió por segunda vez llegaron a Roma, hallaron la silla pontificia vacante por la muerte de Clemente IV, y esperaron a la elección de nuevo pontífice. Entablada por los enviados de Alfonso la demanda ante Gregorio X, que fue el que ocupó la cátedra de San Pedro, este papa no sólo la desestimó como sus antecesores, sino que más hostil que ninguno al rey de Castilla, la desechó abiertamente y con desdén (1272), y aun influyó eficazmente para que se reunieran los electores del imperio y procedieran a nombrar nuevo emperador sin tener en cuenta para nada las pretensiones de Alfonso, y como si de hecho y de derecho el trono imperial se hallara vacante.

No había sido, en verdad, la conducta débil, irresoluta y floja del rey de Castilla propia para conservar la adhesión de los príncipes alemanes, aun de aquellos mismos que le habían elegido y aclamado. El estado calamitoso del Imperio tampoco consentía ya la prolongación de aquel interregno fatal.

He aquí cómo pinta un historiador de aquella nación la situación en que se hallaban los pueblos germanos: «Las leyes eran impotentes; cada señor se había convertido en el primer tirano de sus súbditos; confederados y armados los señores unos contra otros se destrozaban entre sí por odio y por ambición: un país cubierto de castillos habitados por nobles que robaban y asesinaban a los pasajeros, una guarida de bandidos siempre dispuestos a destruirse: tal era la situación de la Alemania». La necesidad del remedio era urgente, y acordes en esto todos los príncipes, eligieron unánimemente a Rodolfo de Habsburgo (en Fráncfort, setiembre de 1273), a excepción de Ottokar, rey de Bohemia, que continuó defendiendo la legitimidad de Alfonso de Castilla. En vano este monarca intentó todavía hacer reconocer sus derechos al trono imperial por medio de cartas y embajadores que envió al concilio general de Lyon que el papa Gregorio X celebró en 1274. Su reclamación fue como antes desatendida; y aprobada por el contrario la elección de Rodolfo, dióle el pontífice el título de rey de romanos, mandando a los príncipes, electores, landsgraves, ciudades y villas del imperio, que como a legítimo rey de romanos le acatasen y reconociesen.

En Italia era donde conservaba el castellano más adictos y parciales, y principalmente en Génova y Lombardía, de donde fue despachada al rey una embajada pidiéndole les enviase socorro para mantener allí su partido, que el rey de Nápoles, Carlos de Anjou, trataba de destruir con las armas. Con tal motivo celebró Alfonso cortes en Burgos (1274), con objeto de pedir a sus pueblos le suministrasen medios y recursos para facilitar a los italianos el auxilio que solicitaban. Trescientos jinetes y novecientos infantes fue toda la gente que de Castilla se embarcó para Génova, pero que unida a los genoveses y lombardos con el marqués de Monferrato y los de Pavía, pusieron en aprietos al papa, el cual exhortó a Rodolfo a que acudiese apresuradamente con sus tropas a apagar la sedición, y fulminó anatema contra el marqués de Monferrato y los partidarios del rey de Castilla. Éste por su parte había solicitado con empeño tener una entrevista con el papa, con la esperanza, bien ilusoria á fe de que haciendo oír sus razones y demostrando su justicia, había de persuadir al pontífice a que revocase la elección de Rodolfo. Muchas veces el monarca castellano, durante estas contiendas, había proyectado pasar con ejército a Italia y Alemania a sostener con las armas sus derechos, y siempre se lo habían impedido las turbaciones interiores de su reino de que daremos luego cuenta; y cuesta trabajo concebir cómo un príncipe de tan reconocida ilustración como Alfonso pudo imaginarse que no habiendo empleado el vigor y la fuerza en el espacio de diez y siete años y en las ocasiones más oportunas para el logro de su objeto, había de alcanzarlo con la persuasión cuando le faltaban sus antiguos amigos y defensores, y cuando la cuestión se había fallado en contra suya y recibido una sanción legal. Mas ni esta tan obvia reflexión, ni los consejos y razones que a su paso por Tarragona le expuso su suegro don Jaime de Aragón para disuadirle de tal intento, bastaron a apartar a Alfonso de su propósito, y partiendo de Tarragona pasó a Beaucaire (Languedoe), a donde concurrió el pontífice Gregorio X para tener las vistas que tanto el de Castilla deseaba (1275).

El resultado de tan malhadado e imprudente paso fue el que debía esperarse de la desafección que siempre había manifestado el papa a Alfonso de Castilla, y del interés que desde el principio había mostrado en favor de Rodolfo de Habsburgo. Después de largas sesiones, no solamente desechó el jefe de la Iglesia la demanda y porfía del castellano relativa al imperio, sino que limitándose ya nuestro monarca a que se le declarase legítimo heredero por lo menos del ducado de Suabia que le pertenecía y de que Rodolfo se había también apoderado, y a que se diese la joven reina de Navarra por esposa a uno de sus nietos (que era una de las cuestiones que traía con el rey de Francia), nególe el pontífice una y otra demanda tan abiertamente como la primera, con cuya triple repulsa volvióse el rey a Castilla con toda la desazón y todo el enojo que era natural lo inspirase el éxito de su tan apetecida conferencia. Todavía después de su regreso a España continuó Alfonso titulándose Electo rey de romanos, usando el sello y las armas imperiales, y escribiendo a los príncipes de Italia y Alemania que se mantenían en su devoción, como quien no renunciaba a sus derechos, hasta que noticioso de ello el pontífice mandó al arzobispo de Sevilla que en virtud de santa obediencia intimara a Alfonso desistiese de sus pretensiones y de titularse rey de romanos, o en otro caso le conminara con las censuras espirituales, ofreciéndole en cambio la décima de las rentas eclesiásticas de sus reinos para que continuase la guerra contra los moros. Esto fue lo que obligó al rey a dejar de intitularse rey de romanos desde fines de 1275. Tal y tan desgraciado remate tuvo la elección de Alfonso X de Castilla para el imperio de Alemania, que tantos disgustos costó al monarca y tantos tesoros a su reino, gastados en inútiles reclamaciones, que de otra manera hechas y con más energía sostenidas, hubieran podido tal vez hacer triunfar derechos que nadie puede calificar de infundados e injustos.

Durante estas largas negociaciones habían ocurrido sucesos de alta importancia así en Aragón como en Castilla. Los moros del reino de Valencia se habían rebelado y hecho dueños de varios castillos, bajo la dirección de un jefe nombrado Al Azark, que por medio de una engañosa traza había intentado apoderarse de la persona de don Jaime de Aragón, el cual felizmente logró burlar la traición del sarraceno. Con tal motivo, el rey tomó la fuerte determinación de mandar salir de sus Estados á todos los musulmanes, reemplazándolos con población cristiana. Los prelados y el pueblo favorecían a impulsaban esta vigorosa y violenta medida: desaprobábanla y la resistían los ricos-hombres y caballeros, por ser en menoscabo y disminución de las rentas de sus señoríos que les pagaban bien los moros: el que más descontento mostró, por el particular interés que en ello tenía, fue el infante don Pedro de Portugal, pero el rey supo acallar sus quejas dándole una buena suma de dinero. El proyecto de expulsión se llevó adelante, y colocados los moros en la triste alternativa o de abandonar su patria o de resistir con la fuerza, hasta sesenta mil de entre ellos tomaron este último partido y se alzaron en armas; el mayor número se resignó a dejar el bello suelo que los había visto nacer. El rey de Aragón, generoso en medio de la crueldad, les permitió llevar consigo toda su riqueza mueble, y cuando algunos le expusieron que de buena gana le dejarían la mitad de sus haberes, con tal que les diera seguro para la otra mitad hasta la frontera, don Jaime les respondió que por nada del mundo haría semejante cosa, que harto era para ellos perder sus moradas y sus haciendas, que le dolía mucho de ello, y que podían ir con la confianza y seguridad, que bajo su palabra les daba, de que no serían ni molestados ni despojados en el camino, y cumpliéndolo así los hizo escoltar hasta Villena. Fueron tantos los que salieron, dice el mismo rey en su historia, que ocupaban cinco leguas de camino desde las primeras hasta las postreras cuadrillas, y desde la batalla de Úbeda no se había visto tanta morisma junta. Mas como se hallase en Villena don Fadrique, hermano del rey de Castilla, que la tenía por este monarca, condújose con menos piedad que don Jaime con aquellos desventurados, y exigióles por vía de pasaje un besante por cabeza, de cuyas monedas reunió hasta cien mil. Los moros expulsados se diseminaron entre los Estados de Castilla y Granada.

Los que quedaron hicieron por espacio de tres años una guerra sangrienta y una resistencia desesperada. Capitaneábalos el africano Al Azark: y al decir de los historiadores aragoneses no dejaban los insurrectos musulmanes de mantener inteligencias con el infante don Manuel, hermano de Alfonso de Castilla, y a las cuales no era extraño el mismo monarca. Era, no obstante, demasiado poderoso ya el rey de Aragón para que ellos pudieran prolongar por largo tiempo la lucha. Don Jaime les fue tomando sucesivamente sus castillos, y convencido Al Azark de la inutilidad de sus esfuerzos se rindió, consiguiendo todavía que le dejasen salir libremente del reino a condición de no volver jamás a él. A pesar de la sospecha que parecía tener el de Aragón de alguna connivencia entre el de Castilla y los moros rebeldes de su reino, renovóse entre los dos monarcas la alianza concertada en Soria, a que se añadió la reparación y enmienda de los daños que mutuamente se hubiesen causado en sus respectivos Estados y señoríos (1257).

Pasó después de esto don Jaime a Montpelier, al intento de establecer también paz y alianza con San Luis rey de Francia, y de terminar las diferencias que de antiguo existían entre los reyes de Francia y los de Aragón sobre las posesiones de uno y otro lado de los Pirineos. Los monarcas aragoneses poseían feudos considerables en el Mediodía de la Francia, y no les faltaban pretensiones o derechos que poder resucitar a otros territorios. Los monarcas franceses solían acordarse de la soberanía que en otro tiempo habían tenido en tierras del condado de Barcelona, y convenía quitar ocasiones y pretextos de que quisiera hacerse revivir derechos caducados. Era de mutuo interés evitar para lo sucesivo motivos de diferencias, e hiciéronlo así, abdicando el de Francia su vano título sobre los condados de Cataluña, y renunciando el de Aragón a varios señoríos del Mediodía de la Francia, excepto Montpelier. Y para mayor seguridad de esta alianza se concertó el matrimonio de Isabel, hija segunda de don Jaime de Aragón, con Felipe, hijo primogénito de San Luis (1258), cediendo además don Jaime a la reina Margarita de Francia el derecho que tenía al condado de Provenza, antigua posesión de los condes de Cataluña, y de que se había apoderado Carlos de Anjou, hermano de San Luis.

Con quien menos se avenía don Jaime era con su hijo primogénito Alfonso. Y sin embargo, como todos los ricos-hombres, caballeros y universidades de Aragón se manifestasen unánimemente disgustados y sentidos de la injusticia con que había desheredado a Alfonso de todo lo de Cataluña, Mallorca y Valencia, así como de los señoríos de Rosellón, Cerdeña y Montpellier, vióse para aquietarlos en la necesidad de cederle el reino de Valencia uniéndole al de Aragón. Mas como esto lo hiciese de mal grado, y continuase en su extraño y reprensible desamor hacia Alfonso, difícilmente se hubiera evitado el escándalo de un rompimiento formal entre el padre y el hijo, si la muerte inopinada de éste (1260) no hubiera puesto término a un desacuerdo tan lamentable. Pero la discordia no se alejó del seno de la familia, y si grande fue la que hubo entro el padre y su hijo primogénito no fue menor la que se suscitó entre los dos hermanos don Pedro y don Jaime, descontentos ambos de la partición de reinos que entre ellos se hizo, y de estas disidencias participaba el pueblo, divididos los ricos-hombres y caballeros de Aragón y Cataluña en parcialidades y bandos a favor de uno o de otro príncipe. Los enconos, las guerras, los insultos, los excesos y los desmanes que se cometían pusieron en tal perturbación al Estado, que sin fuerza ni autoridad la justicia, el reino se llenó de ladrones y malhechores, al extremo que has villas y ciudades se vieron precisadas a proveer a su seguridad confederándose entre sí y constituyendo una hermandad con reglamentos y ordenanzas rigurosas, así para atender a la propia defensa como para el castigo severo de los criminales. Esta hermandad, a cuyo sostenimiento contribuían todas las ciudades asociadas, mantenía cuerpos escogidos de gente valerosa y ejercitada en la guerra para la persecución de los bandidos y salteadores, y restableció en gran parte el orden y la seguridad en el reino. El rey don Jaime por su parte creyó también remediar la discordia entre sus hijos, haciendo otra nueva partición de reinos, en la cual señaló Aragón, Cataluña y  Valencia al infante don Pedro, su predilecto y el mayor de su segundo  matrimonio, haciendo para don Jaime otro reino independiente compuesto de las Baleares, del Rosellón, la Cerdeña y Montpelier, sustituyendo un hermano a otro en el caso de no tener hijos varones, lo cual, si no restableció la concordia entre los hermanos, por lo menos la triple corona de Aragón, Cataluña y Valencia ya no se desmembraba, y era un adelanto hacia la unidad.

Por este tiempo y mientras don Alfonso de Castilla y de León proyectaba pasar a Alemania y gastaba los recursos de su reino en gestionar con el papa y con los príncipes alemanes la validez de su elección y de sus derechos al trono imperial, una insurrección general de los moros de Murcia y de Andalucía le puso a pique de perder todas las conquistas de su padre. El rey Ben Alhamar de Granada, que aun aliado de Alfonso no dejaba de prepararse para el día en que hubiera de romper con sus naturales enemigos los cristianos, recorría y fortificaba sus plazas fronterizas; hallábase reparando los muros de Gibraltar cuando llegaron enviados de los musulmanes de Jerez, de Arcos, de Medina Sidonia y de Murcia, ofreciendo reconocerle por su jefe y emir si los ayudaba a sacudir la servidumbre en que los cristianos los tenían (1261). Ben Alhamar, después de consultarlo con su consejo, invitó a los mensajeros a que entendiéndose entre sí y con sus hermanos de Niebla y del Algarbe prepararan una sublevación general para un mismo día en todos los puntos de Andalucía y de Murcia, prometiéndoles que cuando Alfonso hubiera dividido sus fuerzas para combatirlos no faltaría él con sus granadinos al socorro de sus correligionarios. No fue menester más para que se alzaran simultáneamente al grito de guerra, y al nombre do Mohammed Ben Alhamar, los sarracenos de Murcia, de Lorca, de Mula, de Arcos, de Lebrija, de todas las poblaciones desde Murcia hasta Jerez. En todas partes eran degollados los cristianos, o arrojados de las plazas que ocupaban. Larga y heroica fue la resistencia de los de Jerez: el conde don Gómez que la defendía murió acribillado de heridas después de haber presenciado la muerte hasta del último de sus soldados. Los moros granadinos partieron en auxilio de los de Murcia y los hicieron dueños de la ciudad. Los de Sevilla intentaron apoderarse de la reina de Castilla, si bien la tentativa se les frustró, y Sevilla y Córdoba permanecieron bajo el dominio de los cristianos. Ben Alhamar atizaba por bajo de cuerda la sublevación, y hacía venir en ayuda de los musulmanes españoles los zenetas de Africa, que le suministraba el rey de Marruecos. Obraba el de Granada con tanto disimulo, que el rey don Alfonso, creyéndolo todavía su aliado, le escribió pidiéndole le auxiliara en aquella guerra. Los evasivos términos de la respuesta del granadino convencieron al castellano de que tenía un enemigo en quien pensó hallar un auxiliar, y dio orden a sus tropas para que atacaran a los súbditos del rey de Granada. Guando el mismo Alfonso avanzó hacia Alcalá la Real, ya los campos de esta ciudad habían sido talados por las huestes granadinas. Empeñóse allí un sangriento combate en que Ben Alhamar con sus zenetas quedó dueño del campo (1262). Así se encendió de nuevo una guerra de exterminio entre los dos pueblos, cristiano y musulmán, a riesgo de perderse el fruto de las conquistas del largo y glorioso reinado de Fernando el Santo.

Declaróse, no obstante, la escisión entre los mismos moros. La preferencia que Ben Alhamar daba a los zenetas africanos resintió a los walíes de Málaga, de Guadix y de Gomares. Aquellos valles llevaron su resentimiento hasta ofrecerse por vasallos del rey de Castilla, prometiéndole guerrear contra su propio emir, con tal que el castellano los protegiera y amparara. Aceptó con gusto Alfonso aquel ofrecimiento, y mandó a sus caudillos que los trataran como amigos y aliados. Cumpliéronlo así unos y otros. Los walíes disidentes llevaron sus algaras hasta la vega misma de Granada, y Alfonso pudo con más desembarazo hacer la guerra a los rebeldes de Andalucía y del Algarbe. Jerez volvió a rendirse a las armas de Castilla después de cinco meses de asedio (1263). Sidonia, Sanlúcar, Rota, Arcos. Lebrija, se fueron rindiendo igualmente. Los moros de estas poblaciones se diseminaron, refugiándose los unos en África, los otros en Algeciras, los más en Granada, y de este modo Ben Alhamar, al tiempo que veía disminuir en extensión sus Estados, veía acrecer también la población granadina, causa principal del gran poder y de la maravillosa duración de aquel admirable reino. Recobróse también por este tiempo Cádiz, que los moros, confiados en la posición y natural fortaleza de la plaza, tenían descuidada y poco defendida. Una flota castellana al mando del almirante don Juan García de Villamayor, apareció de improviso en aquellas aguas, y se apoderó por un golpe de mano de la ciudad, rica ya entonces, y destinada a ser más adelante el emporio del comercio de dos mundos. Había el de Castilla solicitado de su suegro don Jaime de Aragón que le ayudara en esta guerra contra los moros (1264), y principalmente contra los sublevados de Murcia. Condujese el aragonés en esta ocasión con una generosidad digna de todo encarecimiento. Inmediatamente convocó a cortes de catalanes en Barcelona, de aragoneses en Zaragoza, para pedir subsidios con que subvenir a los gastos de la empresa. Los catalanes le concedieron el bovaje; mas los nobles de Aragón, antes de acceder a su demanda, expusiéronle multitud de quejas sobre violación de sus privilegios y derechos, y dirigiéronle no pocas pretensiones relativas a sus fueros y a las leyes que habían de regir en el reino, algunas de las cuales satisfacía el rey y otras denegaba, lo cual produjo réplicas y contestaciones tan enojosas y desagradables, que llegó el caso de hacer el monarca llamamiento a sus huestes y emplearlas contra los ricos-hombres. Al fin, puestas y comprometidas sus diferencias en manos de los obispos de Zaragoza y Huesca, y ofreciendo unos y otros entrar por derecho, pactóse tregua hasta que el rey volviese de la guerra que había determinado emprender contra los moros de Murcia, rebeldes al de Castilla (1265).

Movióse, pues, don Jaime hacia el reino de Murcia, conduciendo en persona sus huestes, mientras don Alfonso guerreaba contra el emir granadino en las fronteras de Andalucía. La campaña del aragonés se señaló por una mezcla prudente de rigor y de mansedumbre con que supo domar a los unos y atraer con halagos a los otros de los insurrectos, venciendo a los más tenaces en batalla, y tratándolos con implacable dureza, y acogiendo benévolo a los que se reducían a partido. Así fue apoderándose de ciudades y fortalezas, hasta ponerse sobre la capital misma de Murcia, ciudad fuerte y bien murada, y grandemente también pertrechada y abastecida. Impuso, no obstante, tal temor a los rebeldes murcianos la resolución de don Jaime, que abriendo tratos secretos con él, y obtenida seguridad de que les sería perdonada la rebelión y guardada la misma concordia que cuando se entregaron al infante de Castilla, ellos mismos hicieron salir de la ciudad al alcaide del rey de Granada y la rindieron al aragonés, cuyos estandartes flotaron pronto en las torres del alcázar (febrero, 1226). Repartió el rey la ciudad en dos cuarteles, destinando el uno a los cristianos y el otro a los sarracenos y despachó dos adalides al rey de Castilla avisándole que tenía, a su disposición la ciudad juntamente con veintiocho castillos que en la comarca había rescatado, y previniéndole cuidase de guarnecer el reino y sus fronteras; después de lo cual partióse el Conquistador para Orihuela y Alicante, y dejando alguna gente en disposición de acudir a lo que menester fuese mientras el rey de Castilla se hallaba ocupado, regresó triunfante y satisfecho a Valencia. Alfonso entretanto había humillado en Andalucía el orgullo de Ben Alhamar de Granada, que obligado por la necesidad solicitó unas vistas con el monarca cristiano, en las cuales pidió y obtuvo una tregua bajo las condiciones siguientes: que el rey de Granada y el emir su hijo y sucesor renunciarían a todo derecho y pretensión sobre el reino de Murcia, y que  por su parte el de Castilla no ayudaría ni protegería a los tres walíes de Málaga, Guadix y Comares, a fin de que Ben Alhamar pudiera reducirlos a la obediencia: que este pagaría al castellano un tributo anual de doscientos cincuenta mil marcos en tiempo de guerra, y que estaría obligado a asistir a las cortes que del lado de allá de los puertos se celebraran en Castilla. La conquista de Murcia por don Jaime y su caballerosa devolución al rey don Alfonso hizo en parte inútiles las condiciones de este pacto.

En medio de estas guerras habíanse concertado dos enlaces importantes en Aragón y en Castilla, los de los príncipes herederos de ambos reinos. Fue el primero el del infante don Pedro de Aragón con Constanza, hija de Manfredo rey de Sicilia y de Beatriz de Saboya (1203): matrimonio que algunos años más adelante había de valer a la casa de Aragón la posesión del reino siciliano. Oponíase vigorosamente el papa Urbano IV a este enlace, y así se lo escribía enérgicamente al rey de Aragón, en razón de ser Manfredo un príncipe enemigo de la Iglesia y excomulgado. El mismo San Luis rey de Francia, que acababa de casar a su hijo Felipe (el que después reinó con el nombre de Felipe el Atrevido) con la princesa Isabel hija del de Aragón, repugnaba el enlace del infante aragonés; pero las gestiones del papa con don Jaime y con San Luis para impedirlo llegaron tarde y cuando el matrimonio se había ya efectuado. Fue el segundo el del primogénito de Castilla don Fernando de la Cerda con Blanca, hija segunda de San Luis y de Margarita de Provenza, cuyos contratos se ajustaron en 1266, pero cuya unión se difirió tres años a causa de la corta edad de los príncipes. Eran éstos parientes en tercero con cuarto grado de consanguinidad, como descendientes en línea directa de Alfonso VIII de Castilla, pero so impetró y obtuvo la dispensa de la Santa Sede.

Un motivo de bien diferente índole reunió a los dos monarcas de Castilla y Aragón en Toledo, después de tantas borrascas como uno y otro habían corrido. El infante don Sancho, hijo de don Jaime de Aragón, había sido nombrado arzobispo de Toledo (1266), sin haber sido ordenado presbítero. Hecho después sacerdote, y habiendo dispuesto celebrar la primera misa en la Natividad de 1268 suplicó a su padre honrase aquella solemnidad con su presencia. Dióle gusto el anciano monarca, y partiendo para Castilla, halló en los confines de ambos reinos a su yerno don Alfonso que había salido a recibirle. Saludáronse con mutuos y tiernos abrazos los dos príncipes, y juntos se encaminaron a la corte de Castilla; donde asistieron a aquella solemnidad religiosa. Hallándose en aquella ciudad el aragonés, llegaron allí embajadores del Khan de Tartaria (de quien ya en Montpellier había recibido un mensaje), que convertido al cristianismo solicitaba de don Jaime le ayudase a la reconquista de la Tierra Santa, a que concurría también Miguel Paleólogo, emperador de Constautinopla. Halagó al aragonés aquella excitación, pues como él mismo nos dice en sus Comentarios, «jamás á rey alguno se había presentado ocasión más propicia para acometer una grande empresa» No opinaba así el de Castilla, cuya aprobación no pudo recabar, por más que lo intentó, don Jaime: mas al verle tan resuelto y determinado, no queriendo dejar de cooperar en una empresa tan santa por su objeto, dióle cien mil maravedís de oro y cien caballeros del orden do Santiago al mando del gran maestre don Pelayo Correa para que le acompañaran. Con esto partió don Jaime de Toledo, y dedicóse con afán a preparar la flota en que había de ejecutar su expedición. Dispuestas que tuvo treinta naves gruesas y algunas galeras, dejando por lugarteniente del reino a su hijo don Pedro, y no bastando ni los ruegos ni las lágrimas de hijos y nietos para que renunciase á aquel viaje, dióse a la vela con su armada en Barcelona en setiembre de 1269.

Mostráronsele tan contrarios los elementos, y desencadenáronse tan furiosas borrascas, que rotas y desarboladas la mayor parte de las naves, cansado de luchar contra tan larga y deshecha tormenta como se había movido, hubo de convencerse do que eran inútiles toda su voluntad, toda su resolución, y toda su porfía. Pudo al fin la escuadra, y túvose por fortuna, arribar al puerto do Aguas-Muertas en Francia, y desde allí volvióse don Jaime por Montpellier a Barcelona, persuadido de que no era la voluntad de Dios que él realizase la expedición a Tierra Santa, que con tanta fe y con tan buena voluntad había emprendido.

Bien pudo en verdad felicitarse después don Jaime y dar gracias por aquel que entonces parecía un infortunio, si le comparaba con el término fatal que tuvo la cruzada qué algunos meses después salió de aquel mismo puerto de Aguas-Muertas donde él por ventura abordó, conducida por San Luis rey de Francia y por Teobaldo II de Navarra. Infortunada expedición que dio por resultado sucumbir víctimas de una epidemia en tierra de infieles el santo rey con el príncipe Juan su hijo, y perecer poco después allá en Trápani el monarca navarro; sólo aprovechó al rey de Nápoles y de Sicilia Carlos de Anjou, sucesor de Manfredo, a quien aquellas mismas desgracias sirvieron para negociar con el rey de Túnez un tratado de paz en que se obligó el emir de los infieles a pagar al soberano de Sicilia un tributo anual doble de lo que había pagado hasta entonces.

A su regreso a Aragón hallóse invitado don Jaime por su yerno el de Castilla para que asistiese a las bodas del infante don Fernando de la Cerda, hijo del uno y nieto del otro, con Blanca de Francia, la hija de San Luis, que iban a celebrarse en burgos con la más pomposa solemnidad. Concurrió en efecto don Jaime, y jamás en la corte de Castilla se vio tan brillante y numeroso concurso de príncipes extranjeros y españoles y de personajes ilustres, puesto que se hallaron en estas fiestas nupciales, además de los soberanos de Aragón y de Castilla y de los infantes de ambos reinos, hermanos e hijos de los monarcas, don Alfonso de Molina, tío del de Castilla, Felipe de Francia, hermano de Blanca, el conde de Eu, hijo de Juan de Breña, rey de Jerusalén, el infante don Sancho, arzobispo de Toledo, que celebró la misa, los enviados de los electores del imperio de Alemania que habían nombrado a don Alfonso, los prelados y ricos-hombres del reino, y al decir de algunos, el príncipe Eduardo de Inglaterra, el mismo rey Ben Alhamar de Granada, y la emperatriz María de Constantinopla que hacía poco había venido a Castilla: de modo que con razón podía llamarse corte de príncipes y de reyes. Terminada la solemnidad de las bodas, volvióse don Jaime a sus Estados, acompañándole don Alfonso su yerno y doña Violante su hija hasta Tarazona: y poco tiempo después volvieron a verse todos en Valencia, siendo la primera vez que doña Violante después de veinticuatro años de casada con Alfonso de Castilla, veía los Estados de su padre. Con grandes fiestas y solemnes juegos y regocijos fueron agasajados los reyes de Castilla en Valencia, bien ajenos tal vez de los sinsabores que en su reino los esperaban y de la conspiración que iba a estallar en sus dominios y dentro de su propia familia.

Fue el promovedor principal de la célebre rebelión el conde don Ñuño González de Lara, uno de los más poderosos magnates castellanos que con todo el antiguo orgullo y altivez de los de su linaje, bullicioso él también e inquieto de condición, olvidó fácilmente los muchos beneficios, honores y consideraciones que del rey había recibido, y no olvidó el desabrimiento que Alfonso le mostró por haber sido de dictamen contrario al del monarca en lo de relevar al reino do Portugal del feudo y homenaje que reconocía al de Castilla, feudo de que redimió por esto tiempo Alfonso X de Castilla a aquel reino a solicitud de su nieto don Dionisio de Portugal.

En 1269 vino a Sevilla este don Dionisio, hijo de Alfonso III de Portugal y de Beatriz de Castilla, a rogar a su abuelo Alfonso X relevase al monarca portugués su padre del vasallaje y feudo que por lo del Algarbe prestaba a Castilla. No atreviéndose Alfonso a resolver por sí, o aparentándolo al menos, lo consultó con los infantes y nobles de su corte: vacilaron éstos un rato, como si por un lado conociesen la inconveniencia de otorgar la pretensión y por otro temiesen disgustar al rey. Rompió entonces el silencio don Ñuño de Lara, y habiendo expuesto que si bien debía el rey dispensar mercedes y honores al infante don Dionis por el parentesco que los unía, y por la caballería que de él había recibido (que acababa el joven príncipe portugués de ser armado caballero por el de Castilla), añadió: “Mas, señor, que vos tiredes de La corona de vuestros reinos el tributo que el rey de Portugal y su reino son tenudos de vos facer, yo nunca, señor, vos lo aconsejaré”. Disgustó al rey este lenguaje, pidió su parecer a los demás, opinaron éstos corno el monarca deseaba, y el feudo y vasallaje de Portugal fue alzado.

Tal fue por lo menos la causa ostensible que alegó el de Lara para rebelarse contra su rey, aunque ni éste dejaba de dar otros motivos de descontento a sus vasallos con sus mal conducidas pretensiones y sus imprudentes liberalidades, ni el conde don Ñuño había dejado de conspirar antes en secreto, intentando indisponer con el soberano, ya al rey Ben Alhamar de Granada, ya a don Jaime de Aragón durante su estancia en Burgos. Poderosa como era la casa de Lara, y dilatada su familia y parentela, fácilmente logró atraer a sí y hacer entrar en sus planes a muchos ricos-hombres y barones castellanos, y aun tuvo maña para conseguir que se pusiese al frente de la conjuración el infante don Felipe, hermano del rey, el que había sido arzobispo electo de Sevilla, que casó después con la princesa Cristina de Noruega, y últimamente se había enlazado con una señora de la familia de los Laras. Diez y siete ricos-hombres se juntaron en Lerma, villa del señorío de don Ñuño, donde cada cual expuso las quejas que contra el rey tenía, y hablóse mucho de lo oprimidos y aniquilados que estaban los pueblos con tan grandes cargas y tributos como sobre ellos pesaban: causa con que por lo común se procura cohonestar ó justificar todas las sublevaciones, y que por desgracia entonces no carecía de fundamento y de verdad. Resolvióse también que el infante don Felipe pasara a Navarra con objeto de inducir o ganar a su favor al infante don Enrique que gobernaba aquel reino en ausencia de su hermano el rey Teobaldo II, que a la sazón se hallaba en Túnez en la cruzada contra infieles y en la compañía de Luis IX (San Luis) de Francia (1370). Negóse el de Navarra a las instigaciones del castellano, teniendo por más seguro mantener la paz del reino que interinamente regía, que perturbarla por el aliciente de promesas de incierta realización.

Hallábase Alfonso de Castilla en Murcia, cuando llegaron a su noticia las tramas y primeros pasos de los conjurados. Hubiera podido el rey disipar la tormenta, si hubiera obrado con resolución y energía. Pero contentóse con enviar mensajes a su hermano y a los ricos-hombres de la conspiración, mensajes con que logró sólo hacerlos más cautos, hasta el punto de persuadir con maligna sagacidad al monarca que podía contar con ellos y pedir sin inconveniente a los pueblos un nuevo subsidio; lazo en que cayó el cándido monarca, y subsidio que sirvió después para los mismos confederados. Por otra parte, en lugar de venir Alfonso a sofocar la conjura, fuese a Alicante a pedir consejo a don Jaime de Aragón sobre si debería favorecer al rey de Granada, o a los tres walíes disidentes, pues uno y otros le habían escrito reclamando su auxilio. Mientras Alfonso gastaba el tiempo en estas consultas, los de Lerma se anticipaban a ganar al emir granadino, y el infante don Felipe repetía su instancia a Enrique de Navarra, que ya obtenía en propiedad aquel reino (1271) por haber muerto sin sucesión su hermano Teobaldo II en Trápani de vuelta de su malhadada expedición a Túnez. La respuesta de Enrique I, siendo rey, no fue en verdad, más lisonjera al infante de Castilla, que la que antes había dado siendo regente del reino; mas no por eso se desalentaron los de la conjuración, cuya alma era don Nuño de Lara. Cuando el rey volvió a Castilla, salieron a recibirlo todos armados, cosa que extrañó mucho, «non venían, dice su Crónica, como hombres que van a su señor, mas como aquellos que van a buscar sus enemigos.» Tuvo Alfonso la debilidad de entrar en transacciones con ellos, y a indicación del mismo monarca expúsole don Nuño en nombre de todos el capítulo de quejas y agravios que contra él tenían.

Los agravios y demandas que el de Lara a nombre de la nobleza exponía principalmente eran: perjuicios que decían resultar a sus vasallos de los fueros que el rey daba a algunas villas: que no llevaba en su corte alcaldes de Castilla que los juzgasen: que se agraviaban los hidalgos de la alcabala que pagaban en Burgos: que recibían daños de los merinos, corregidores y pesquisidores del rey: que se disminuyeran los servicios, etc.

Satisfechas en su mayor parte estas demandas, pidieron después: que los nobles é hidalgo fuesen juzgados solo por los otros hidalgos, de los cuales Hubiese siempre dos jueces en la corte del rey: que quitase los merinos y pusiese adelantados: que deshiciese los pueblos que había mandado hacer en Castilla: que suprimiese los diezmos de los puertos (derechos de aduana).

También satisfizo el rey algunas de estas peticiones, mas no por eso se dieron por contentos ni por desagraviados: antes, sin deponer su actitud bélica, pidiéronle que ratificase sus respuestas en cortes del reino. Hízolo así el monarca en las que al efecto congregó en Burgos; pero nada podía satisfacer a quienes se proponían no darse por satisfechos, y como las exigencias crecían al compás de las concesiones, acabaron por desavenirse, que esto era en realidad lo que buscaban, y abandonando brusca y repentinamente Burgos, y usando del derecho que el fuero les concedía de despedirse del rey, o sea de desnaturalizarse y pasarse a reinos extraños, saliéronse de Castilla saqueando e incendiando a su paso iglesias y poblaciones, y fuéronse a la corte del rey de Granada, que les recibió con los brazos abiertos, sin que bastasen á reducirlos los ruegos y embajadas que el rey y la reina emplearon antes y después de llegar a la corte del emir de los infieles (1272).

Aposentóse el infante don Felipe en el magnífico palacio de Abu Seid construido por los Almohades extramuros de la ciudad; los demás se alojaron en casas principales. Natural era que el rey Mohammed ben Alhamar se sirviese de los nuevos aliados para combatir y sujetar a los tres walíes rebeldes que le tenían conmovido y debilitado el reino, y así se verificó. Hicieron los tránsfugas castellanos su primera salida contra el de Guadix, acompañados de Mohammed, hijo y sucesor de ben Alhamar. Pero amenazado éste por el rey de Castilla, que no dejaba de auxiliar a los rebeldes gobernadores, y no omitiendo Alfonso género alguno de negociaciones y de ofertas para ver de atraer nuevamente a su servicio a sus antiguos vasallos, conoció que no podía proseguir con vigor aquella guerra sin contar con otros elementos, y resolvióse a solicitar socorros del rey de Marruecos y de Fez, Abu Yussuf, príncipe de los beni-Merines de África. La viveza de Ben Alhamar no le permitió aguardar a que viniesen los africanos, y esto le arrastró a su perdición. Habiendo sabido que los walíes habían entrado en sus tierras, montó en cólera y resolvió escarmentar su insolencia saliendo a combatirlos en persona y al frente de su ejército, a pesar de su edad avanzada. Salió, pues, con la flor de su caballería, y acompañado del infante don Felipe y demás cristianos que se hallaban en su corte. El pueblo auguró mal de aquella campaña al saber que al primer caballero que formaba en la vanguardia se le había roto la lanza contra las bóvedas de la puerta. El presagio fatídico se cumplió. A la media jornada de la capital se vio el rey moro atacado de un grave accidente; los síntomas se presentaron mortales: tratóse de conducirle a Granada, mas la vida se le acabó antes que el camino, y expiró bajo un pabellón que de improviso le levantaron (1273), al modo que le había acontecido al emperador Alfonso VII de Castilla cerca del puerto do Muradal. Todos lloraron su muerte, y su cadáver fue trasladado a Granada, donde fue enterrado con gran pompa.

El hijo único que le sobrevivió fue proclamado rey de Granada con el nombre de Mohammed II, y paseáronle con grande comitiva por las calles de la ciudad. Deshácense los escritores árabes en elogios de este príncipe. «Aventajaba, dice Al Khattib, a todos los reyes en magnificencia, en fortaleza, en valor, en prudencia, en constancia, en experiencia y conocimiento de todas las cosas. Grave y hermoso de rostro, gallardo de cuerpo, arrogante y gentil en sus maneras, compuesto y esmerado en su traje, elegante y cortés en su habla, ya se expresase en árabe, ya en español, cuyo idioma poseía como el más culto castellano, amante de las letras y protector de los doctos, era Mohammed II mirado como el honor del islamismo, y amábale y le reverenciaba el pueblo. En nada alteró el orden de gobierno establecido por su padre, y conservó en sus puestos a todos los funcionarios públicos. Resuelto a someter a los walíes sediciosos, hizo una salida contra ellos acompañado de los nobles castellanos; los derrotó cerca de Antequera, y volvió triunfante a Granada, donde honró mucho a los magnates cristianos, y les regaló armas, caballos y vestidos, y al decir de algunos, erigió y destinó un magnífico palacio para el conde don Ñuño de Lara.

Mientras esto pasaba, el rey don Alfonso de Castilla, deseoso de congraciarse con sus pueblos, en las cortes de Almagro de 1272 les alivió de algunos tributos, de aquellos mismos que habían entrado en las peticiones de los ricos-hombres de la junta de Lerma, y no cesaba de despachar mensajeros a Granada para ver de reducir todavía a estos mismos, satisfaciendo la mayor parte de sus condiciones, pero siempre rechazando algunas. Contrastaba esta debilidad del rey con la tenacidad de los rebeldes magnates, que a nada accedían mientras no fuesen satisfechos en todo. Al ver semejante obstinación, resolvióse otra vez por la guerra, haciendo un llamamiento general a los de su reino y solicitando nuevamente la ayuda de su suegro el de Aragón. Temíanse, no obstante, mutuamente el soberano de Castilla y el rey moro de Granada, teniendo aquel en su favor los walíes sarracenos disidentes, este en el suyo los disidentes magnates castellanos, recelando el de Granada del auxilio que podía prestar el aragonés al de Castilla, y recelando el de Castilla del socorro que al de Granada podrían enviar los Beni-Merines de Africa. Por lo mismo abriéronse tratos y conferencias entre unos y otros, primeramente por medio de la reina y del infante don Fernando de Castilla que se hallaban en Córdoba, y concluyendo por acordar una entrevista general de todos en Sevilla. Hallábase ya el rey don Alfonso en esta ciudad con la reina y los príncipes, cuando se presentó en ella Mohammed de Granada, acompañado del infante don Felipe, de don Lope Díaz de Haro y demás caballeros que se hallaban en su corte. Salió a recibirle don Alfonso a caballo con gran séquito, aposentóle en su alcázar y le Obsequió con fiestas, saraos y torneos. Llamaba la atención el rey Mohammed por su esbelto y gallardo continente. Entreteníase la reina de Castilla en preguntarle acerca de las costumbres de la sultana y de sus esclavas, a que satisfacía él con amabilidad y galante dulzura. Pactáronse avenencias entre los reyes, y se acordó renovar y guardar el concierto anteriormente celebrado con Ben Alhamar en Alcalá la Real ó de Ben Zaide, quedando los vasallos de ambos reinos libres para comerciar entre sí y con iguales franquezas y seguridades (1274). Pidió, no obstante, la reina de Castilla al rey moro una gracia, que él con mucha galantería se apresuró a conceder antes de saber cuál fuese. Díjole entonces la reina que quería se añadiese a la capitulación un año de tregua para los walíes de Málaga, Guadix y Comares. Mucho sintió Mohammed que fuese aquella la gracia que doña Violante le pedía, pero se había anticipado a concederla, y con mucho disimulo y comedimiento la dio por otorgada.

En cuanto al infante don Felipe, don Ñuño de Lara y demás nobles castellanos que habían hecho causa contra el rey, vióse don Alfonso en la necesidad de satisfacerles «en todos sus pleitos y posturas,» aprobando y confirmando lo que ya antes sin consentimiento y aun contra su voluntad se habían adelantado á prometer en Córdoba la reina y el infante don Fernando. Así volvieron aquellos altivos y porfiados magnates al servicio de su rey después de haberle mortificado con disgustos y humillaciones. Terminado el concierto, despidióse y regresó el rey moro a Granada, acompañándole hasta Marchena los príncipes don Felipe, don Manuel y don Enrique con lujosa servidumbre; y el rey de Castilla, que se vio un momento desembarazado de aquella atención, volvióse a Toledo a disponer y aprestar su ansiado viaje a Italia para reclamar del pontífice la corona imperial de Alemania, viaje del que dimos ya cuenta más arriba.

Apenas expiró el plazo de aquella tregua con los walíes, de mala gana concedida por Mohammed, abrió éste de nuevo la guerra, y para hacerla más viva y asegurar mejor su éxito, escribió al rey de los Beni-Merines de África pintándole la facilidad con que entre los dos podrían reducir a los walíes rebeldes y restablecer el estado abatido del islamismo en Andalucía, y para más estimularle ponía a su disposición los puertos de Tarifa y Algeciras. Aceptó Yacub Abu Yussuf la invitación y el ofrecimiento, y el 12 de abril de 1275 desembarcaron numerosos escuadrones africanos en las playas de Tarifa, y poco después arribó el mismo Abu Yussuf con poderosa hueste. La primera diligencia fue hacer que los tres walíes se sometiesen al legítimo emir, reprendiéndoles severamente su conducta. Dividiéndose después los dos ejércitos aliados musulmanes en tres cuerpos, dirigiéronse el uno hacia Sevilla, hacia Jaén el otro, y el tercero, en que iban los tres walíes, se encargó de talar la campiña de Córdoba.

Era esto en ocasión que el rey de Castilla se hallaba ausente del reino a causa de su funesto viaje y de su malhadada entrevista con el papa. Gobernaba la monarquía su hijo el príncipe don Fernando de la Cerda, y defendía la frontera el conde don Ñuño González de Lara, el antiguo motor de la rebelión de los ricos-hombres castellanos; el cual, con noticia de que venía por aquella parte el ejército del emperador de Fez y de Marruecos, salió de Córdoba y le presentó batalla con la escasa gente que tenía. Los cristianos fueron arrollados en el combate, y en él pereció el de Lara víctima de su temerario arrojo, con cuatrocientos escuderos que le escoltaban. Su cabeza fue enviada por Abu Yussuf al rey Mohammed de Granada, de quien cuenta la crónica que al mirar las facciones del antiguo amigo de su padre y suyo, apartó con horror la vista, se tapó la cara con ambas manos y exclamó: «¡No merecía tal muerte mi buen amigo!» Así acabó aquel hombre, que después de haberse alzado contra su rey y echóse aliado y amigo del emir de los infieles, murió peleando por su monarca, para servir su cabeza de sangriento y horrible presente al mismo rey moro cuya amistad había preferido antes a la de su soberano. Tan luego como la nueva de este desastre llegó al infante don Fernando, gobernador del reino, que se hallaba en Burgos hizo llamamiento general a todos los ricos-hombres y concejos, y él mismo se apresuró a acudir en defensa de la frontera; mas al llegar a la Villa Real (hoy Ciudad Real) enfermó y sucumbió a los pocos días (agosto, 1275). Este malogrado príncipe que había comenzado a mostrar gran acierto y prudencia en la gobernación del reino, previno al tiempo de fallecer al conde don Juan Núñez de Lara hijo mayor de don Ñuño, y rogóle mucho afincadamente cuidase de que su hijo Alfonso sucediera en el reino cuando fuesen acabados los días del monarca su padre; circunstancia que conviene no olvidar para los sucesos futuros de la historia.

Mas el infante don Sancho, hijo segundo del rey, tan luego como supo el inopinado fallecimiento de su hermano primogénito, antes que de suplir su falta para guerrear contra los moros, se acordó de prepararse para hacerse proclamar sucesor del trono de Castilla, a cuyo efecto aceleró su marcha a Villa Real, y confederándose con don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya, y ganando a su partido los ricos-hombres y caballeros que allí había, comenzó a usar en sus despachos el título de hijo mayor del rey, sucesor y heredero de estos reinos, persuadido de que hallándole su padre admitido y seguido como tal, le reconocería y confirmaría en aquella prerrogativa. Y para merecerla más con su solicitud en atender al peligro en que el reino se hallaba, resolvió continuar la jornada que había emprendido su malogrado hermano. Prosiguió, pues, a Córdoba con la gente de Castilla, y encomendando a don Lope Díaz de Haro la tenencia de la frontera que había tenido don Nuño González de Lara. y atendiendo con gran diligencia al presidio y fortificación de las plazas, pasó a Sevilla a dar disposición de que la armada de Castilla saliese a los mares al objeto de impedir que de África viniesen nuevos socorros de hombres o de bastimentos a los infieles. Pero otra nueva desgracia llenó de amargura a los cristianos españoles. El otro infante don Sancho, arzobispo de Toledo y hermano de la reina doña Violante de Castilla, llevado de un fervoroso celo, y lastimado de ver el estrago que hacían los sarracenos en la comarca de Jaén, resolvió salir en persona a castigar su orgullo. El buen prelado, menos prudente que animoso, y con menos experiencia en las armas que fe y buen deseo en el corazón, sin esperar a que llegase don Lope Díaz de Haro, que de orden del otro don Sancho iba con refuerzo, se adelantó con su caballería hasta la Torre del Campo, y acometiendo a los moros sin orden ni concierto, fue causa de que los africanos alancearan a los caballeros de su séquito, y él mismo cayó vivo en poder de los infieles. Disputábansele africanos y granadinos, pero el arraez Aben Nasar cortó la disputa arremetiendo con su caballo al infante arzobispo y atravesándole con su lanza. Con inhumanidad horrible le cortaron los soldados la cabeza y la mano derecha, dividiéndose entre africanos y andaluces aquellos sangrientos despojos, siendo los últimos los que tuvieron el bárbaro placer de llevarse la mano con el sagrado anillo. El ultraje fue de algún modo vengado al día siguiente por don Lope Díaz de Haro, que llegando con la nobleza de Castilla atacó a los enemigos cerca de Jaén, hízolos retirar y recobró el guión del arzobispo, de que iban haciendo burla y escarnio los musulmanes. Comenzó a distinguirse en aquel día el joven Alfonso Pérez de Guzmán, que había de ganar más adelante el sobrenombre de el Bueno.

En tal estado halló don Alfonso de Castilla las cosas de su reino cuando volvió a España de su desventurada expedición á Beaucaire. Traía de allí por todo fruto un desaire bochornoso del papa, y acá había perdido al adelantado don Ñuño, a su lujo primogénito don Fernando, y a su cuñado el infante arzobispo de Toledo. Lo único que halló de favorable fueron las acertadas medidas que el infante don Sancho había tomado en la frontera, y que habían movido al emperador Yacub a replegarse sobre Algeciras, y el socorro que su suegro el de Aragón enviaba ya a Castilla. En su vista el rey de los Beni-Merines creyó deber aceptar la tregua que el castellano le ofrecía, no dándosele gran cuidado por la situación comprometida en que quedaba el de Granada, a quien vino a favorecer, contento él con retener las plazas de Tarifa y Algeciras. El granadino, reconociendo que no podría por sí solo sostener con buen éxito la guerra contra las fuerzas combinadas de Castilla y Aragón, pidió también ser comprendido en la tregua, y quedó estipulada ésta por dos años (1276) entre los tres soberanos de Castilla, de Fez y de Granada.

Aprovechamos esta tregua para dar cuenta de los gravísimos sucesos que en este tiempo y hasta la muerte de don Jaime habían acontecido en Aragón.

Si grandes fueron los disturbios de Castilla y los sinsabores de su monarca en los años 1270 al 76, aparecen pequeños y leves si se comparan con los que en este período y después de haber regresado don Jaime a sus Estados de las bodas de Burgos perturbaron la monarquía aragonesa y llenaron de amargura los últimos años de aquel anciano monarca. Comenzaron estos disgustos por la guerra a muerte que entre sí se hacían dos hijos del rey; don Pedro, el mayor de los legítimos, heredero del reino y el más querido de su padre, y don Fernán Sánchez, bastardo, habido de una señora de la familia de Antillón. Profesábanse estos dos hermanos un odio mortal, y en varias ocasiones tentaron deshacerse el uno del otro por el breve expediente del asesinato. Las acusaciones que recíprocamente se hacían eran graves y terribles. Al decir de Fernán Sánchez, además de haber intentado asesinarle el infante su hermano, éste procuraba suceder en vida a su padre, anticipándose a heredar la corona: don Pedro acusaba a su hermano, no sólo de haber hecho causa con los ricos-hombres en las anteriores revueltas contra su padre, sino de aspirar a alzarse con toda la tierra, para lo cual contaba con varios ricos-hombres de Aragón y barones catalanes, y se había confederado con Carlos de Anjou, rey de Sicilia, el mayor enemigo del infante don Pedro, a quien don Fernán Sánchez había ya intentado dar hechizos. Denunciábanse uno a otro a su padre, y cada cual protestaba estar dispuesto a probar en su tiempo y lugar el delito que achacaba a su hermano. La primera medida de don Jaime fue amparar a Fernán Sánchez y poner a seguro su vida de las tentativas y ataques de don Pedro, y quitar a éste en pena de su atentado la lugartenencia y procuración general del reino que hasta allí había tenido (1272).Mas luego que oyó la grave acusación que contra el bastardo pesaba, y habiéndose reconciliado por mediación del obispo de Valencia con don Pedro, quedó otra vez en grave peligro la persona de Fernán Sánchez.

Esta animosidad entre los dos hermanos, en ocasión en que los barones y ricos-hombres de Aragón y Cataluña andaban alzados contra el rey, y en que muchos tenían agravios que vengar del infante sucesor en el tiempo que había tenido la regencia del reino, tomó una importancia que en otro caso no hubiera podido tener, pues que dió lugar a que los descontentos se agruparan en derredor de don Fernán Sánchez, cuya voz tomaron al modo que lo hicieron los de Castilla con el infante don Felipe, juramentándose contra el rey. Y mientras don Pedro de orden de su padre juntaba los ricos-hombres y concejos que le permanecían fieles para ir contra su hermano, los más poderosos magnates de ambos reinos desafiaban cada día al rey, y le enviaban cartas de despedida renunciando a la fe y naturaleza que le debían, letras de deseximent que decían ellos, que también los usos de Cataluña como los fueros de Castilla daban facultad a los grandes para desunirse de su soberano y apartarse de su servicio e irse donde mejor quisieren. Hiciéronlo así el vizconde de Cardona, los condes de Ampurias y de Pallas, don Jimeno Urrea, don Artal de Luna, don Pedro Cornel, y otros muchos nobles que seguían el partido de don Fernán Sánchez, exponiendo cada cual las querellas y agravios que del rey tenía, reducidos en general a que quebrantaba sus fueros, usos y costumbres: con lo cual el reino ardía en discordias, y el soberano y los ricos-hombres se tomaban mutuamente lugares, honores y castillos. En vano don Jaime hacía publicar y prometía a los nobles, caballeros e infanzones, que estaría a derecho con ellos y con Fernán Sánchez, que les guardaría sus privilegios y haría justicia a los querellantes conforme a los fueros de Aragón y a los usages de Cataluña. A nada cedían los indóciles magnates. Al fin la intervención de algunos obispos hizo que se pactara una especie de tregua, sometiendo sus diferencias a la determinación y fallo de ocho jueces, que fueron cuatro prelados y cuatro barones, a cuyo fin convocó don Jaime cortes generales de catalanes y aragoneses en Lérida (1274), donde habrían de hallarse él y su hijo don Pedro.

De todo punto frustradas salieron las esperanzas de paz y de concordia que se habían fundado en las cortes de Lérida. Los del bando de don Fernán Sánchez pedían al rey mandase restituirle las villas y lugares que el infante don Pedro le había tomado. No accedió a ello el monarca por razones de derecho que expuso, y como los jueces fallasen no ser justa la demanda de los ricos-hombres, negáronse éstos a obedecer el fallo, despidiéronse de las cortes, que con esto quedaron disueltas y deshechas, y las cosas vinieron a rompimiento de guerra(1277)). El rey juntó sus huestes y marchó en persona contra el conde de Ampurias, y al infante don Pedro le mandó perseguir a don Fernán Sánchez y a los de su bando haciéndoles todo el daño que pudiese; siendo tal la indignación y el enojo del anciano monarca contra su hijo bastardo, que con tener don Pedro tan implacable enemiga a su hermano, todavía le incitaba más su padre y animaba a desplegar todo el rigor posible. Logró don Pedro satisfacer cumplidamente su saña. Cercado don Fernán Sánchez en el castillo de Pomar sobre la ribera del Cinca, y conociendo que no podía allí defenderse huyó disfrazado de pastor; pero descubierto y alcanzado en el campo por la gente del infante, no quiso don Pedro usar de misericordia ni ser alabado de generoso y clemente, y le mandó ahogar en el Cinca; añádese que el rey, lejos de mostrar pesadumbre, «se holgó mucho de ello.» Sabida la muerte de don Fernán Sánchez, todas las villas y castillos de Aragón que por él estaban se rindieron. El rey por su parte prosiguió la guerra contra el conde de Ampurias, y después de varios desafíos y respuestas entre el de Ampurias, el de Cardona y don Jaime, pusiéronse al fin aquéllos en poder de su soberano, sometiéndose a lo que sobre sus reclamaciones y diferencias se determinase en cortes del reino. Tal fue el término que tuvo el encono de los dos hijos del rey, después de haber puesto por espacio de cinco años en combustión el reino.

Como en este tiempo se celebrase el segundo concilio general de Lyon (1271), una de las asambleas más numerosas y más interesantes de la cristiandad, puesto que asistieron a ella quinientos obispos, setenta abades, y hasta mil dignidades eclesiásticas, y se verificó en ella la unión de la Iglesia griega con la latina, quiso el rey don Jaime, a pesar de su avanzada edad, asistir a aquella célebre congregación. Hízole el papa Gregorio X un recibimiento honorífico y suntuoso. Tenía el monarca aragonés grande autoridad con el pontífice, el cual oía con respeto su consejo, señaladamente cuando se trataba de la guerra santa contra los infieles, en que el de Aragón era tan práctico y experimentado: y como supiese que el papa se ofrecía a ir en persona a la Tierra Santa, prometióle, si así se verificaba, servirle personalmente y asistirle con la décima de las rentas de sus dominios. Tan señaladas muestras de aprecio y de predilección de parte del pontífice alentaron al monarca aragonés a significarle que desearía tener la honra de ser coronado por su mano ante una asamblea de tantos y tan insignes prelados y de tan esclarecidos príncipes. Respondióle el papa Gregorio que lo haría, siempre que primero ratificase el feudo y tributo que su padre Pedro II había ofrecido dar a la Iglesia al tiempo de su coronación, y que pagase lo que desde aquel tiempo debía a la Sede Apostólica. Tan inesperada proposición desagradó al soberano aragonés en términos que con mucha dignidad y energía envió a decir al papa, que habiendo él servido tanto a la Iglesia romana y a la cristiandad, más razón fuera que el pontífice le dispensase a él gracias y mercedes, que pedirle cosas que eran tan en perjuicio de la libertad de sus reinos, de los cuales en lo temporal no tenía que hacer reconocimiento a ningún príncipe de la tierra; que él y los reyes sus mayores los habían ganado de los infieles derramando su sangre, «y que no había ido a la corte romana (copiamos las palabras de un ilustre y respetable historiador aragonés) para hacerse tributario, sino para más eximirse, y que más quería volver sin recibir la corona que con ella, con tanto perjuicio y disminución de su preeminencia real». Con esto regresó don Jaime a sus Estados, harto desabrido con el papa Gregorio, de quien no había de quedar más satisfecho Alfonso de Castilla que a muy poco de esto pasó á verle en Beaucaire, y por eso el de Aragón desaprobaba tanto el viaje de su yerno, según antes hemos manifestado.

El fallecimiento del rey de Navarra Enrique I llamado el Gordo (1271) y la circunstancia de no dejar sino una hija de dos años, proclamada no obstante sucesora del reino poco antes de morir su padre, trajo nuevas complicaciones a los cuatro reinos de Navarra, Francia, Aragón y Castilla. Dividiéronse los navarros mismos en contrarios pareceres, siendo el de algunos el que la tierna princesa fuese encomendada al rey de Castilla, opinando otros, por complacer a su madre, que se llevase a Francia (que era su madre la reina doña Juana, hija de Roberto, conde Artois, hermano de San Luis,) y no faltando quien fuera de dictamen que se llamase a suceder en el reino al monarca de Aragón. No tardó en verdad don Jaime en enviar al infante don Pedro a requerir a los nobles y ciudades de Navarra para que le recibiesen por rey, trayóndoles a la memoria todas las razones y fundamentos de derecho en que apoyaba su reclamación, que no eran pocos ni desatendibles, según en el discurso de nuestra historia hemos visto. Por su parte don Alfonso de Castilla, vista la división de los navarros e invitado por alguno de ellos, resucitó también sus antiguas pretensiones al reino de Navarra, y muy poco antes de su viaje a Francia encomendó al infante don Fernando que entrase con ejército en aquellas tierras para hacer valer con el argumento poderoso de las armas

sus derechos. En tal situación, temerosa la viuda de Enrique de que en las alteraciones que ya había y amenazaban ser mayores le arrancasen de su poder su tierna hija, tomó el partido de llevarla consigo a Francia.  Aunque el reino de Aragón se hallaba entonces tan conmovido y turbado como hemos dicho por las discordias de los dos hijos del rey y el alzamiento de los ricos-hombres, era en verdad la pretensión del aragonés la que más fuerza hacía a los navarros y a la que más se inclinaban; por lo cual reunidos éstos en cortes en Puente la Reina, y oída la demanda del infante don Pedro, enviáronle un mensaje pidiéndole por merced les declarase en qué manera pensaba gobernarlos, y cuál era la amistad que quería tener con ellos. Respondióles el infante que con todo su poder y con todas sus fuerzas los defendería contra todos los hombres del mundo; que les guardaría sus fueros, y aun los mejoraría a conocimiento de la corte; que aumentaría las caballerías de Navarra a quinientos sueldos de cuatrocientos que valían; que los oficiales del reino serían todos navarros; que en sus ausencias sería su gobernador el que la corte le aconsejase, y por último que don Alfonso su hijo habría de casar con doña Juana, la hija del rey don Enrique. En su vista juntáronse otra vez los prelados, ricos-hombres, caballeros y procuradores de las ciudades de Navarra en Olite, y habida deliberación ofrecieron que darían la princesa doña Juana en matrimonio al infante don Alfonso, hijo de don Pedro; que cuando no pudiesen cumplir esto, se comprometían a pagarle doscientos mil marcos de plata, para lo cual obligaban todas las rentas del reino que don Enrique tenía cuando murió; que ayudarían a su padre y a él con todo su poder contra todos los hombres del mundo (que es la frase que por lo común se usaba en aquel tiempo), así dentro como fuera de Navarra; que salvarían al rey de Aragón y al infante y sus sucesores el derecho que tenían al reino de Navarra cuanto pudiesen con fe y lealtad, y que harían pleito-homenaje al infante. Pero esto pacto, que juraron guardar y cumplir todos aquellos prelados, ricos-hombres, caballeros y procuradores, quedó tan sin efecto como las gestiones del rey de Castilla, sin que le valiese al infante don Fernando de la Cerda haber entrado con ejercito hasta Viana y tomado Mendavia, puesto que habiéndose acogido la reina viuda de Navarra al rey de Francia su primo y entregádole su hija, determinó aquel rey, Felipe el Atrevido, casar con ella a su hijo primogénito Felipe, y con ayuda de la reina viuda que se hallaba todavía apoderada de los principales castillos fue poco a poco posesionándose del reino, pasando de este modo la corona de Navarra a la dinastía francesa.

La invasión de los Beni-Merines de África en Castilla (1275) produjo también efectos de consecuencia en Aragón. Después de haber hecho el infante don Pedro reconocer y jurar en las cortes de Lérida a su hijo don Alfonso sucesor y heredero del reino, para cuando faltasen su abuelo y su padre, partió apresuradamente en socorro de Castilla por la frontera de Murcia. Pero los moros que habían quedado en Valencia, alentados con la entrada de los africanos en Andalucía, y más con algunas compañías de zenetas que del reino de Granada se corrieron a aquella parte, levantáronse otra vez, y se apoderaron fácilmente de algunos castillos mal guardados por lo desapercibidos que sus presidios estaban. Al frente de esta sublevación apareció de nuevo aquel Al Azark, motor principal de la rebelión primera de los moros valencianos. Procuró don Jaime remediar con tiempo este daño mandando a todos los ricos-hombres de Valencia, Aragón y Cataluña, se hallasen prontos a reunirse con él en la primera de estas ciudades. Dio principio la guerra, y en uno de los primeros reencuentros perdió la vida en Alcoy el famoso caudillo africano Al Azark, si bien cayendo después los cristianos en una celada fueron acuchillados la mayor parte (1276). No fue éste todavía el mayor desastre que los cristianos sufrieron. Apenas convaleciente don Jaime de una enfermedad que acababa de tener, habíase quedado en Játiva mientras sus tropas iban á combatir una numerosa hueste de moros que había pasadoa Luxen. El combate fue tan desgraciado para los aragoneses, por mal consejo de sus caudillos, que en él perecieron muchos bravos campeones y gente principal, entre ellos don García Ortiz de Azagra, señor de Albarracín, quedando prisionero el comendador de los Templarios. De Játiva murió tanta gente, que la población quedó casi yerma. Este infortunio causó al anciano y quebrantado monarca una impresión tan dolorosa que dejando a su hijo don Pedro todo el cuidado de la guerra, lleno de pena y de fatiga se trasladó de Játiva a (Alcira), donde se le agravó notablemente su dolencia.

Sintiendo acercarse el fin de sus días, y después de recibir los sacramentos de la Iglesia, llamó al infante don Pedro para darle los últimos consejos, entre los cuales fue uno el de que amase y honrase a su hermano don Jaime, a quien dejaba heredado en las Baleares, Rosellón y Montpelier, encargándole mucho, por lo mismo que conocía no profesarse el mayor amor los dos hermanos, que no le inquietase en la posesión de su reino. Encomendóle también que continuara con esfuerzo y energía la guerra contra los moros, hasta acabar de expulsarlos del reino, pues de otro modo no había esperanza de que dejaran sosegada la tierra, y tomando la espada que tenía a la cabecera de su lecho, aquella espada que por tantos años había sido el terror de los musulmanes, alargósela a su hijo, que al recibirla besó la mano paternal que tan preciosa prenda le trasmitía. Con esto se despidió el príncipe heredero dirigiéndose á la frontera en cumplimiento de la voluntad de su padre, el cual todavía pudo ser trasladado a Valencia, donde se le agravó la enfermedad, y allí terminó su gloriosa carrera en este mundoel 27 de julio de 1270, después de un largo reinado de sesenta y tres años. «Pronto resonaron, dice Ramón Muntaner, por toda la ciudad lamentos y gemidos de dolor: no había noble, ni escudero, ni caballero, ni ciudadano, ni matrona, ni doncella, que no siguiese en el cortejo fúnebre su bandera y su escudo que acompañaban diez caballos, y todo el mundo iba llorando y gritando. Este duelo duró cuatro días en la ciudad.... Con iguales demostraciones de dolor fui su cuerpo trasladado al monasterio de Poblet (según que en su testamento lo había ordenado). Halláronse allí arzobispos, obispos, abades, priores, abadesas, religiosos, condes, barones, escuderos, ciudadanos, caballeros, gentes de todas clases y condiciones del reino: en tal manera que a la distancia de seis leguas las aldeas y los caminos rebosaban de gente. Allí fueron los reyes sus hijos, las reinas y sus nietos. ¿Qué digo? La afluencia fue tan grande, cual jamás se vio asistir tanta muchedumbre a las exequias de señor alguno de la tierra»

Don Jaime I de Aragón, el conquistador de Mallorca, de Valencia y de Murcia, fue uno de los más grandes capitanes de su siglo: ganó treinta batallas campales a los sarracenos, y su espada siempre estuvo desenvainada contra los enemigos de la fe. Tan piadoso como guerrero, fundó multitud de iglesias en países arrancados de poder de los infieles, y siempre inculcó a sus hijos las máximas de la verdadera religión. Caballero el más cumplido de su tiempo, condújose muchas veces con admirable generosidad con los reyes de Castilla y de Navarra, defendiéndolos y ayudándolos aun a costa de los intereses de su propio reino. Los nobles y barones de sus dominios se cansaron más pronto de conspirar y de rebelarse que él de perdonarlos. Costábale trabajo y violencia, y rehuía cuanto le era posible firmar una sentencia de muerte. Siéntese por lo tanto, siendo naturalmente tan benigno, el desamor con que trató al príncipe primogénito Alfonso y el verle recibir con alegría la noticia de la muerte de su hijo Fernán Sánchez, asesinado por su hermano; y causa maravilla y disgusto y no puede dejar de mirarse como una mancha con que afeó sus muchos rasgos de clemencia, la crueldad que usó con el obispo de Gerona, su director, si es cierto que mandó arrancarle la lengua por haber revelado el secreto de la confesión. Como soberano, habíase obstinado impolíticamente en distribuir sus reinos, y mostró una inconstancia pueril en la repartición de coronas entre sus hijos, y como hombre, acúsale la historia de incontinente y de sensual, si bien creemos que le ha juzgado en esto con severidad, atendidas las costumbres de los príncipes, con raras excepciones, en aquellos tiempos.

En su testamento, hecho en Montpellier en 1272, dejó don Jaime por herederos y sucesores a sus dos hijos legítimos, sustituyéndoles en caso de morir sin sucesión los dos legitimados de doña Teresa de Vidaure; en defecto de estos a los hijos varones de sus hijas, declarando que por ninguna vía pudieran suceder hembras en los reinos y señoríos do la corona.