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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO XIII.

ARAGÓN A FINES DEL SIGLO XIII Y PRINCIPIOS DEL XIV

De 1291 a 1335.

     

    

      ¡Notable contraste el de las dos grandes monarquías españolas! Castilla sigue agitándose y revolviéndose dentro de sí misma: Aragón continúa gastando en empresas exteriores su vigorosa vitalidad.

I.

Virtualmente  anulado  por  el  testamento  de  Alfonso  III  el  ignominioso  tratado  de Tarascón,  quedaban  en  pie  las  grandes  cuestiones  que  tenían  conmovida  la  Europa  desde  la conquista de Sicilia por las armas aragonesas. Aquel monarca parecía haber querido enmendar in articulo mortis el grande error de su vida, pero era ya tarde. Jaime II al trasladarse del trono de Sicilia al de Aragón dejando por lugarteniente de aquel reino a su hermano Fadrique, no cumplía ni el tratado de Tarascón, por el cual debía volver la Sicilia al dominio de la Iglesia, ni el testamento de su hermano, por el cual debía quedar don Fadrique, no lugarteniente, sino rey de Sicilia. No cumpliendo don Jaime ni la una ni la otra disposición, descontentó a todos, y se embrollaron más en lugar de desenredarse las cuestiones europeas.

Fue un grande error de Jaime II aspirar a las dos coronas, y creer que podrían reunirse sin peligro  en  una  sola  cabeza.  En  esto  habían  sido  más  previsores  y  más  prudentes  sus  dos predecesores Pedro el Grande y Alfonso III. Aragón y Sicilia con dos reyes de una misma familia hubieran podido ayudarse y robustecerse mutuamente y dar la ley a Roma y a Francia. Sicilia agregada a la corona de Aragón era un engrandecimiento embarazoso y efímero, más propio para lisonjear la vanidad de un rey que útil y provechoso al reino: era romper el compromiso del Gran Pedro III; era faltar al testamento del tercer Alfonso, y era en fin atacar la independencia del pueblo siciliano, que aspiraba a tener y a quien se había ofrecido dar un rey propio.

Con estos precedentes era natural que todos renovaran sus antiguas pretensiones y que Jaime II tuviera contra sí los mismos enemigos que Alfonso III. Así, a pesar de los esfuerzos del nuevo monarca aragonés, hubo de resignarse a aceptar la paz de Anagni, consecuencia casi forzosa de la de Tarascón.  Por  segunda  vez  Sicilia fue  sacrificada.  Este  abandono  habría  sido  algo  más disculpable, si la indemnización de Córcega y Cerdeña que secreta y como vergonzosamente recibía don Jaime del papa hubiera sido segura: pero el papa no daba sino un derecho nominal sobre dos islas cuya conquista había de costar a Aragón una guerra sangrienta, y había de consumirle muchos hombres y muchos tesoros, y el aragonés renunciaba a derechos legítimamente adquiridos por derechos dudosos o eventuales. En poco tiempo se vio por dos veces un mismo fenómeno: dos reyes de Aragón abandonando Sicilia, y los sicilianos luchando con todo el mundo por tener un monarca aragonés; y don Fadrique de Aragón debió al esfuerzo de los sicilianos el ser rey de Sicilia contra la voluntad y las fuerzas reunidas de Nápoles, de Roma, de Francia y de su mismo hermano don Jaime de Aragón, comprometido por el tratado de Anagni a impedir que se ciñese la corona.

En el trascurso de diez años, desde Pedro III a Jaime II se ve una mudanza completa en la política de Aragón. Jaime II restituye a la Iglesia el reino siciliano conquistado por Pedro III; Jaime II casa con la hija del rey Carlos de Nápoles, el antiguo enemigo de la casa de Aragón, y antiguo prisionero de su padre: Jaime II se obliga a poner cuarenta galeras al servicio del rey de Francia, el perseguidor y el invasor de la monarquía aragonesa: Jaime II se hace el auxiliar más decidido de Roma, y es nombrado gonfalonero o porta-estandarte del jefe de la Iglesia, que había excomulgado y depuesto a su padre y dado el reino de Aragón a un príncipe francés; y por último Jaime II hace la guerra como a enemigos a los únicos amigos naturales de la dinastía aragonesa, a los sicilianos y a su hermano don Fadrique. Fue, pues, la política y la conducta de don Jaime II de todo punto contraria a la de don Pedro III. Se hizo amigo de todos los enemigos, y enemigo de los únicos amigos de su padre. ¿Quién produjo tan extraña mudanza? A nuestro juicio nada influyó tanto en esta variación como las censuras lanzadas por los papas sobre los reyes y sobre los pueblos del dominio aragonés. Estas censuras, que soportó con impavidez el gran Pedro III, intimidaron al fin a Alfonso III y a Jaime II, y los decidieron, más que el temor a los ejércitos coligados de Italia y Francia, a sucumbir a las estipulaciones de Tarascón y Anagni. Los rayos de la Iglesia, temprano o tarde,  surtían  siempre  su  efecto.  Los  papas  cuidaban  de  renovarlos  constantemente;  y  entre príncipes eminentemente cristianos como eran los de Aragón si uno manifestaba no temerlos por parecerle injustos, ni todos podían ser así, ni podía dejar de venir alguno que se acordara de aquello de: sententia pastoris, sivc justa, sive injusta, timenda. Si las cortes de Aragón y Cataluña, tan amantes de la independencia nacional, ratificaron sin dificultad aquellos tratados ignominiosos en política, fue porque un pueblo esencialmente religioso no podía ya sufrir el entredicho que desde tantos años sobre él pesaba, y estar tanto tiempo segregado del gremio de la Iglesia. Estas mismas censuras fueron las que movieron a Juan de Prócida y a Roger de Lauria, los promovedores y sostenedores de la independencia de Sicilia, a abandonar al fin la causa siciliana, y a conducir las naves y los pendones de Roma contra aquel mismo reino por cuya emancipación tanto habían trabajado. Las armas espirituales eran todavía más poderosas a cambiar la política de los estados que la fuerza material de los ejércitos.

Sólo los sicilianos y los aragoneses fieles a don Fadrique mostraron no temer ni las unas ni los otros. Los portadores de los breves pontificios a Mesina estuvieron a riesgo de perder sus vidas, y don Fadrique con el pequeño pueblo que le aclamaba tuvo valor para hacer frente y sostener una guerra  de  mar  y  tierra  contra  todos  los  pueblos  del  Mediodía  de  Europa, Aragón,  Cataluña, Provenza, Francia, Roma, Nápoles, y Calabria, que cubrieron los mares con uno de los más formidables armamentos que jamás se habían visto y con el rey don Jaime a su cabeza. Vencedor don Fadrique con sus sicilianos en Siracusa, vencido en el cabo Orlando, pero triunfador otra vez en Falconara y en Mesina, al fin después de veinte años de cruda guerra todo el poder reunido del Mediodía de Europa se vio forzado a ceder ante el esfuerzo de los moradores de una isla y ante el valor de un príncipe de la casa de Aragón. Por la paz de 1302 fue reconocido don Fadrique de Aragón rey de Trinaquia o de Sicilia, y por primera vez al apuntar el siglo XIV el poder de Roma, ante el cual se habían sometido tantos reyes y emperadores, se doblegó a un pequeño pueblo de Italia y a un infante de Aragón, abandonados de todo el resto de Europa y heridos de anatema. El papa reconoció por rey de Sicilia a Fadrique o Federico III, alzó al reino el entredicho, y la casa de Aragón quedó dominando en Sicilia, a pesar de los mismos monarcas aragoneses.

Perdida Sicilia para Aragón, quedaba la cuestión de Córcega y Cerdeña cedidas por el papa. En lo perezoso y reticente que anduvo don Jaime para emprender la conquista de estas dos islas parecía presentir lo costosa que había de serle. Veinte años tardó en acometerla, cuando ya el papa mismo intentó retraerle y disuadirle so pretexto de que hartas guerras había ya en la cristiandad; consideración que hubiera convenido mucho la hubiese tenido presente Bonifacio VIII cuando le dio  la  investidura  de  ellas.  Pero  la  resolución  estaba  tomada,  y  don  Jaime  encomendó  esta expedición a su hijo el infante don Alfonso. Cerdeña fue conquistada, porque las armas de Aragón triunfaban entonces donde quiera que iban: pero faltó muy poco para que el príncipe y todas sus gentes quedaran sepultados en el ardiente y húmedo suelo de Cerdeña, victimas del arrojo de sus habitantes y de la insalubridad del clima. Hartos, sin embargo, sucumbieron en aquella mortífera campaña, y era un cuadro bien triste y patético el que ofrecían seis mil cadáveres devorados por la peste, la esposa del infante de Aragón mirando en torno de sí, y no hallando con vida una sola de las damas de su cortejo, el príncipe su esposo teniendo que dejar el lecho del dolor con el ardor de la fiebre para rechazar los ataques de los isleños, y no habiendo apenas quien cuidara ni de sepultar los muertos, ni de defender los vivos, sino otros hombres escuálidos, enfermos y semi-moribundos. Todo  lo  venció,  es  verdad,  la  constancia  aragonesa;  pero  fue  a  costa  de  padecimientos,  de sacrificios, de caudales y de preciosas víctimas humanas.

Si el valor, la paciencia y la perseverancia que emplearon los aragoneses en los sitios de Villa de Iglesias y de Cagliari, si las fuerzas navales que habían ido antes a pelear contra otros aragoneses en las aguas de Siracusa, de Ostia, de Gagliaro y de Mesina, se hubieran empleado contra los moros de Granada y de África en unión con los soberanos y los ejércitos de Castilla, la obra de don Jaime el Conquistador y de San Fernando hubiera tenido más breve complemento y más pronto y próspero remate. Pero Castilla consumiéndose en luchas intestinas, Aragón gastándose en conquistas lejanas, o acometían sólo empresas a medias contra los musulmanes como las de Almena y Gibraltar, o les daban lugar a rehacerse y a que ellos se atrevieran a invadir las fronteras cristianas.

Tal aconteció a Alfonso IV de Aragón a muy poco de la muerte de su padre Jaime II. Y una vez que el castellano y el aragonés se habían concertado ya para proseguir la guerra santa, no pudo el de Aragón hacerla en persona, porque se lo impidió una sublevación que sobrevino en Cerdeña, y hubo de contentarse con enviar en auxilio de Castilla una pequeña flota con los caballeros de las órdenes: todo por atender a una isla que no valía lo que costaba, y cuyas rentas empeñaban la corona, porque no alcanzaban a cubrir los gastos de conservación. Para esto fue necesario sostener una nueva guerra con la república de Génova, guerra encarnizada y sangrienta, como suelen serlo las de los pueblos marítimos y mercantiles que aspiran a dominar los mismos mares, que tales era Génova y Cataluña. ¿De qué servía que los marinos catalanes dieran nuevas pruebas de su inteligencia y de su arrojo en las aguas del Mediterráneo, que las dieran también los genoveses de su habilidad y destreza, si se destrozaban entre si y se arruinaba el comercio de ambas naciones? Alfonso IV de Aragón no logró dominar tranquilamente en Cerdeña, y las negociaciones de paz quedaron pendientes para su sucesor.

      No era, pues, que faltaran a la España cristiana elementos para acabar de arrojar del territorio de la península sus naturales enemigos los sarracenos, esos incómodos huéspedes de seis siglos, cuya total expulsión debió ser el pensamiento y la obra principal de los monarcas cristianos. Elementos para ello sobraban; pero se empleaban y se distraían en lo que menos relación tenía con aquel objeto. En Castilla sólo hemos visto guerras entre príncipes de una misma sangre, entre reyes y nobles, entre señores y vasallos: alguna vez se acordaban de los moros como de un objeto secundario; las campañas de Alfonso XI fueron una honrosa excepción. Si queremos hallar la fuerza y el poderío de Aragón, tenemos que ir a buscarle en extrañas y apartadas islas, y encontraremos los mares y los pueblos de Italia, y hasta de Grecia y de Turquía, llenos de briosos aragoneses  y  de  intrépidos  catalanes  asombrando  al  mundo  con  sus  hazañas,  ganando  y abandonando reinos, deshaciendo anos monarcas la obra de los otros, peleando siempre con franceses y napolitanos, con sicilianos y sardos, con romanos y griegos, muchas veces guerreando entre sí y con los castellanos, pocas y por incidencia con los moros en auxilio de los cristianos de Castilla.  Así  se  eternizaba  la  gran  lucha  entre  cristianos  y  musulmanes,  entre  españoles  y sarracenos.

II.

La lucha política interior entre las diversas clases y poderes del Estado, y principalmente entre el trono y la nobleza, continuó también en estos dos reinados, aunque con más intervalos y con menos estrépito que en los anteriores. Aplazada parecía y como adormecida la gran contienda entre el rey y los ricos hombres durante los diez primeros años del reinado de Jaime II, alimentado y distraído el humor belicoso de los aragoneses en las guerras exteriores. Mas al apuntar el primer año del siglo XIV se renueva y se reorganiza la terrible  Unión, casi bajo las mismas bases y condiciones que en el precedente reinado, poniéndose a su cabeza el mismo procurador general del reino, con gran peligro de la autoridad real. Pero esta vez el monarca se encuentra apoyado por la capital del reino, por las cortes, por el Justicia, que todos se pronuncian contra la Unión, se ligan para resistir las devastadoras tropas de los unionistas, y declaran la Unión contraria a los fueros del reino y a los derechos de la corona.

Interesante y sublime espectáculo es el que ofrece en este tiempo bajo el punto de vista político el reino de Aragón; espectáculo que no ofrecía en aquella época otra nación alguna. En esta solemne querella entre el rey y los ricos-hombres, todos invocan la ley: la nobleza que ataca y la corona que resiste, todos apelan, todos se someten al representante de la ley; unos y otros llevan su causa al tribunal del Justicia, y este supremo magistrado, oídas las partes enjuicio contradictorio, pronuncia su sentencia definitiva. Este respeto a la ley por parte de dos grandes poderes del Estado que se disputan importantes derechos políticos, por parte de una nobleza acostumbrada a humillar al trono,, y por parte de un trono acostumbrado a dominar remotos y dilatados reinos, prueba cuán hondas raíces había echado en Aragón en medio de tantas agitaciones y revueltas el amor a la legalidad, y en cuán sólidas bases descansaba ya la libertad aragonesa.

En esta ocasión el Justicia sentenció contra la Unión, declarándola ilegal, anulando sus actos, y entregando las personas y bienes de los rebeldes a la merced del rey; y el rey, a pesar de las reclamaciones de los sublevados, desterró a muchos y privó de sus feudos a otros. Comienza pues el Justicia a ponerse de parte del rey,  y aquella institución que hasta entonces  había favorecido alternativamente a unos y a otros partidos, se convierte en instrumento dócil de la autoridad real. Así el privilegio de la Unión arrancado a Alfonso III viene a ser anulado en la práctica por Jaime II. Las cortes de Zaragoza se han mostrado favorables a los derechos del monarca. ¿Con qué elementos ha contado don Jaime para triunfar así de la alta nobleza, a que ningún monarca ha podido resistir? Don Jaime no ha recurrido para ello al pueblo y a las comunidades como los soberanos de Castilla: don Jaime ha buscado ya su apoyo en la nobleza de segundo orden, en los caballeros, especie de aristocracia intermedia creada por sus antecesores, y que por rivalidad a la rico-hombría de natura se ha puesto del lado del trono. Don Jaime con mucha política ha buscado también por auxiliares a los legistas, a quienes, como San Fernando, ha dado participación en su consejo; y el fundador de la universidad de Lérida, el que ayudado de un docto jurisconsulto ha puesto en orden la colección de los fueros nacionales, ha encontrado a su vez apoyo en una clase que escaseaba en Aragón, pueblo esencialmente conquistador y guerrero, la cual ha defendido las prerrogativas de la corona con textos legales. De este modo don Jaime II. de Aragón ha merecido el título de Justiciero y de amante de la ley, y el pueblo ha visto un testimonio, si no del todo sincero, por lo menos aparente, de respeto y de culto a las leyes, confirmado con un rasgo de hábil política, con el destierro de aquel famoso y pérfido legista que había arruinado y empobrecido a tantos litigantes.

Alfonso IV encontró la autoridad real robustecida con esto triunfo legal de su padre, y por fortuna suya la nobleza, durante su débil reinado, pareció como apartada o retirada de la antigua contienda entre la corona y los ricos-hombres, si bien, como más adelante veremos, no hizo sino prepararse a renovar con más furor la pelea en el reinado siguiente.

Distínguese el de Alfonso IV por la tendencia a la conservación de la integridad del territorio y de la unidad nacional. El decreto o estatuto con que se privó a sí mismo de dar en feudo ninguna ciudad o dominio perteneciente a la corona, era la expresión de las ideas y de la necesidad de la época. Quebrantando ese mismo decreto en favor de los hijos de su segunda esposa, doña Leonor de Castilla, por complacer a una madre exigente, dio una prueba de su debilidad, disgustó y se enajenó los pueblos, y derramó la semilla de largas discordias. Los reyes, hemos dicho antes, no pueden tener pasiones privadas: los reyes, añadimos ahora, pertenecen a los pueblos antes que a su familia. Alfonso IV, repartiendo las ciudades de Valencia entre los hijos de un segundo matrimonio, pudo obrar como padre amoroso y como esposo condescendiente: pero desmembrando los dominios de la corona e infringiendo su propio decreto, faltó a sus deberes como monarca y ofendió al pueblo; y el pueblo aragonés era demasiado libre, demasiado altivo, y demasiado ilustrado ya para consentir en que así se hollaran leyes recientes, hechas en provecho y conveniencia del reino. Los valencianos, a quienes más directamente aquella desmembración perjudicaba, no menos celosos de sus privilegios que los aragoneses, se sublevan contra su soberano, y el infante don Pedro, hijo del primer matrimonio y heredero legítimo de la corona, concibe un odio mortal contra su madrastra, causa y móvil de las ilegales e injustificadas preferencias de su padre. De este modo la indiscreta y apasionada predilección de un rey produce una guerra civil y una guerra doméstica; da ocasión a que se insurreccione el pueblo, mal que lamentaremos siempre, y lleva la discordia al seno de la familia real, mal de por sí harto deplorable. A la prudencia de los soberanos toca evitar estos males y prevenirlos. Lo peor era que la razón y la justicia estaban esta vez de parte del pueblo perjudicado y del infante ofendido.

      Jamás se oyó lenguaje más rudo, más enérgico, más atrevido de boca de un hombre del pueblo hablando a su soberano, que el que usó Guillén de Vinatea cuando fue a exponer al monarca a la faz de toda la corte que el pueblo valenciano estaba resuelto a no consentir tales donaciones hechas en detrimento de la fuerza y de la integridad del reino. La protesta de que antes se dejarían todos segar las gargantas que acceder a que un rey de Aragón desmembrara y debilitara así la monarquía, era ya un rasgo de enérgica y ruda independencia difícilmente tolerable por un monarca de parte de un súbdito: pero la amenaza de que si algún oficial de palacio se propasaba a atacar u ofender a alguno de la confederación popular estuviera cierto de que caerían rodando las cabezas de todos los de la corte, sin perdonar o exceptuar sino al rey, la reina y los infantes, fue en verdad el colmo de la audacia. Desdichados los príncipes a quienes sus debilidades ponen en el caso y trance de sufrir tales desacatos. El rey se intimidó, y las donaciones fueron, por entonces revocadas a pesar de la oposición varonil de la reina y de las conminaciones con la venganza de su hermano el rey de Castilla.

Lo que de estos hechos se deduce y hace más a nuestro propósito es la tendencia a la unidad política y nacional que desde los principios del siglo XIV se observa así en Castilla como en Aragón. Las leyes hechas en cortes por los monarcas castellanos prohibiendo la enajenación de los pueblos de realengo, poniendo coto al engrandecimiento de los señoríos y a la acumulación de bienes en manos muertas: la prohibición de repartir y fraccionar los dominios de la corona, consignada ya en la legislación de Castilla hecha por un monarca y mandada observar por otro: la privación de dar en feudos la villas y lugares del reino a que se obligó un monarca aragonés: la sublevación que produjo en el pueblo la imprudente infracción de aquel estatuto, aún habiendo querido legitimarla con la dispensa y autorización de la Santa Sede, y la revocación de las donaciones a que aquel príncipe se vio forzado, todo revela que el instinto, y las ideas, y el espíritu público, así en Aragón como en Castilla, se manifestaba y pronunciaba ya en el siglo XIV a favor de la unidad nacional, de la centralización del poder, y de la integridad de cada monarquía. Este era ya un gran adelanto en la organización social de los estados; y bajo este aspecto, reinados o escasos o estériles en conquistas y en hechos ruidosos, son de gran importancia e interés en el orden público.

Las querellas que la predilección apasionada y las donaciones imprudentes de Alfonso IV de Aragón a los hijos de su segunda mujer provocaron entre la reina y el infante don Pedro, dieron lugar y ocasión a que se descubriera el carácter enérgico y sagaz, la ambición precoz, la inflexible firmeza, la índole artera y doble de aquel príncipe, que tan luego como empuñara el cetro había de eclipsar y oscurecer los nombres y los reinados de sus predecesores.

 

 

CAPÍTULO XIV.

PEDRO IV EL CEREMONIOSO EN ARAGÓN.

De 1335 a 1387.