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HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

 

MAURICIO CARLAVILLA

EL REY , RADIOGRAFIA DEL REINADO DE ALFONSO XIII

 

CAPÍTULO SEGUNDO

UN TRIUNFO DEL REY. BAUTISMO DE FUEGO, INGLATERRA, JUDAISMO Y MASONERIA. VICTORIA EUGENIA DE BATTENBERG, REINA DE ESPAÑA. REGICIDIO

 

 

UN TRIUNFO DEL REY

 

Cataluña era el “coco” del Régimen y las Ramblas con el Paralelo sus mandíbulas, capaces de triturar la Monarquía. Eso creían los políticos madrileños y eso explotaban los radicales y separatistas, cobrándolo bien caro al resto de España.

Era un axioma en 1904 que Don Alfonso no podría pisar la ciudad condal sin producir un desastre nacional. Y, en verdad, ponderadas las fuerzas políticas organizadas, las patriótico-monárquicas resultaban una minoría exigua e Inerte, sin vitalidad ni gravitación alguna en la vida regional.

Ante tal realidad pareció desaforada locura la decisión tomada en marzo por Maura de llevar al Rey a Cataluña.

¿Era locura en realidad?

La “opinión”, por sus órganos “legítimos”, así lo demostraba.

El día 19 de marzo, al tener noticia oficial del viaje de Don Alfonso, los republicanos acuerdan celebrar numerosos mítines de protesta, para realizar una campaña de agitación interna. El Gobierno, según proclaman ciertos Diputados, trata de lograr la benevolencia de los separatistas moderados (catalanistas) con dádivas adelantadas, pero fracasa. Con respecto al viaje, el periódico España decía el día 24:

“Ahora comenzará el peligro para el señor Maura; lo lleva éste dentro de sí, y ya va exteriorizándose. La primera manifestación es el viaje a Barcelona. Con él da el señor Maura un salto en las tinieblas. Hay en la empresa mucho de aventura. Compromete aquí en esa excursión, desde luego, su existencia ministerial; quizás, quizás, la integridad de la medula de la Monarquía. Lo juega todo a una carta, pero el prudente no es jugador. Si triunfa, podrá rehacer su ideal de reconstituir una nacionalidad que ve caer en pedazos, pero si no triunfa, debe irse a su casa definitivamente.”

Los separatistas se oponían a la visita del Rey. Uno de sus Diputados dijo en plena Cámara: El Rey no irá a Barcelona.

Los anarquistas celebraban continuos mítines y reuniones, amenazando con oponerse por todos los medios. La censura impedía que llegasen al público sus frases más groseras y amenazantes; pero por las que dejó pasar pueden deducirse lo violentas que serian las suprimidas.

Del “compañero” Mosquera toleró que se supiera que había dicho esto:

“La burguesía quería, dar la última bofetada a los hambrientos, derrochando el dinero en festejos para solemnizar la visita del Rey.

Cuando hay tantos obreros que se mueren de hambre es una vergüenza, una iniquidad y hasta un crimen consentir los festejos que se preparan en Barcelona. No debíamos tolerar el viaje del Rey, o recibirlo con...”

El Delegado de la autoridad suspendió el “meeting” y detuvo al orador. Las entidades oficiales y corporaciones “apolíticas” tomaban estas decisiones:

El Ayuntamiento, con mayoría republicana, acordaba no ir en Corporación a recibir al Rey. Ponía dificultades para el adorno de la población y secuestraba la Orquesta Municipal, para que no acudiera a ciertos actos en honor del Monarca; algunas Corporaciones científicas o literarias en que predominaba el catalanismo se mostraban hoscas al recibimiento del Rey; los comerciantes de la famosa calle de Fernando anunciaban que no colgarían ni iluminarían las fachadas de sus casas; los estudiantes no estaban decididos todavía a recibir al Rey; todo, en fin, parecía indicar que el viaje de Don Alfonso a Barcelona podría originar un conflicto, y de aquí la importancia que la Prensa de Madrid le dio; cuyos directores acordaron enviar corres­ponsales especiales a la ciudad catalana, y fueron también ellos mismos, deseosos de dar al suceso la resonancia que, a su juicio, había de tener.

¡Todo un panorama!

En cuanto a los monárquicos liberales, he aquí cómo se expresaba el Diario Universal, órgano oficial de Romanones:

“Resumen de hechos que pueden determinar juicios:

Viene a Barcelona el Rey, donde no tiene palacio y se alberga en el modesto edificio de la Capitanía General; al apearse en Gracia no verá al Ayuntamiento representando a la ciudad, sino a una Comisión que no le puede ofrecer la Casa del pueblo; allí no acudirá ningún Diputado de Barcelona, porque si el señor Rusiñol se decide, será un particular más; las tropas qué hagan los honores no irán sin municiones, como los Somatenes a Montserrat; el Caudillo de Santiago de Cuba es el Ministro de jornada, y la juventud, y las simpatías, y la alta representación de Alfonso XII tendrán que conquistar el amor de los barceloneses, que luchan hoy entre muy diversos sentimientos.

Barcelona no es un pueblo frondosamente imaginativo; hay que acudir para ganarlo a su inteligencia y a su corazón, y hasta ahora se intentó con desgracia.

Podrá ser afortunada la excursión; pero la verdad obliga a escribir que se hace correr al Soberano una aventura, forzado, como el del romance, al duro banco de las conveniencias ministeriales, tal como se intenta. Y eso no hay derecho a hacerlo ligeramente... Aunque después lo sancione el éxito.”

No era este periódico sólo. El corresponsal de La Correspondencia de España en Barcelona escribía una carta llena de aterradores pesimismos; el Heraldo, de Madrid, titulaba su artículo “El peligro”, y decía:

“El señor Maura es un peligro en Barcelona, porque en él habrá de verse la encarnación de ese espíritu reaccionario que ha sido causa de que se nos clasifique entre pueblos como el Magreb y Turquía, porque no ya allí como mensajero de paz, sino como retador de grupos rebeldes; porque lo impulsa hacía la ciudad del Principado el deseo inevitable en su naturaleza de buscar gallardías de valor que decoren en el porvenir sus fáciles gallardías oratorias.”

La Publicidad, de Barcelona, publicaba un artículo de Lerroux, haciendo un llamamiento a todos los pobres de Cataluña para que fueran a dicha capital, donde con tantos burgueses como habrá —dijo— se repartirá mucho dinero.

“No haya temor alguno —agregaba—; en la cárcel ya no cabe más gente, hasta el punto de que han sido libertados muchos ladrones para dar cabida a honrados obreros que profesan ideas contrarias al actual Régimen.”

Se recordaba la frase de Junoy en un mitin electoral prometiendo que el Partido Republicano no consentirla en Barcelona las mojigangas de Zaragoza y Valladolid, aludiendo a las ovaciones de que fue objeto el Rey en su viaje a aquellas ciudades; y, en fin, todo el mundo, cual más, cual menos, hacía cálculos y comentarios pesimistas.

Aun los mismos ministeriales, mejor dicho los Conservadores (que en este caso no es lo mismo), no disimulaban sus temores por el resultado del viaje, ni sus censuras al señor Maura por haberle organizado.

La Lliga decía en un pomposo manifiesto:

“La Liga Regionalista, ahora como siempre, guiada no más por el interés de Cataluña, bien examinadas las circunstancias de la situación actual, tanto de la tierra catalana como de España toda, ha acordado no tomar parte ni representación en ninguno de los actos que en obsequio del Rey se celebran con motivo de su venida a nuestra ciudad. La Liga Regionalista no puede en semejantes circunstancias asociarse a manifestaciones impropias de las preocupaciones del presente y de las amenazas de lo porvenir.”

En otra alocución, los republicanos gritaban:

“En el viaje funda la Monarquía engañosas esperanzas; el Gobierno, insensatas aspiraciones.

“Mirad a la Monarquía cara a cara. Ya no queman los rayos de este sol...¡Viva la República!”

Los estudiantes, agitados, se agitaban. Un narrador contemporáneo refiere:

“Los escolares barceloneses hallábanse profundamente divididos. Los monárquicos y españolistas se proponían ir a recibir al Rey, con las banderas de las respectivas Facultades; los republicanos y catalanistas se opusieron a ello y triunfaron en su oposición.”

El Liberal, en una notable crónica telefónica que envió de Barcelona su Redactor Jefe, decía:

“Es cosa decidida que los estudiantes monárquicos no lleven las banderas universitarias a la ceremonia. Así lo ha aconsejado la fiera actitud de los escolares republicanos, carlistas y regionalistas, decididos a estorbar el intento por buenas o por malas.

“Mientras yo sea Gobernador —ha dicho el de esta capital— no saldrán a la calle esas banderas. Ningún pretexto había —pues fueron al recibimiento de Salmerón— para impedir ahora que fuesen al del Monarca. Por lo tanto, encerradas permanecerán en sus fundas.”

El entonces tan monárquico Imparcial, el día 5 de abril, en la misma víspera del viaje, desbordaba su pesimismo; pero jugando a los dos “paños”, al del éxito y el fracaso, y en ambos contra Maura:

“No vacilamos en decir que la verdadera causa de la expectación producida arranca de que el viaje del Rey, y lo escribimos sin adobar la frase retóricamente, significa la demostración de la integridad de su dominio sobre todos los ámbitos de la tierra española. Con animoso propósito abandona el Rey su palacio y se entrega a las dificultades y a los riesgos de esta expedición. En todas partes se discute si Don Alfonso XIII será bien o mal recibido en Cataluña. La sola duda del éxito basta para constituir una amenaza, y el Rey la afronta con resolución y con valor. Así es como el Jefe de un Estado se hace digno de la confianza del país que rige. Aunque Cataluña entera, hipótesis que nosotros nunca hemos admitido, fuera desafecta a España, el Rey no podría dejar de visitarla. Su retramiento tendría el alcance de una abdicación que ni siquiera le agradecerían los mayores adversarios de la integridad nacional. Tratándose, por fortuna, de una minoría mal aconsejada, también el viaje era indispensable, porque no es decoroso vivir en un constante equívoco.”

Maura no cede y el viaje se realiza.

A las diez quince de la mañana llega el tren regio al Apeadero de Gracia, donde el Rey desciende.

Después de los antecedentes leídos, los lectores podrían creer que el autor exageraba. Por ello cedemos la palabra sobre la llegada de Don Alfonso a Fernando Soldevilla, un masón, que así la relata:

“En honor de la verdad, debe decirse que el recibimiento que obtuvo fue extraordinario, entusiasta, magnífico. Aun rebajando del conjunto aquella parte obligada, que constituyen el elemento oficial y lo que de preparación artificiosa hubiera, sería faltar a la verdad el negar que el Rey obturo un éxito grandioso y Barcelona de un testimonio elocuente de su lealtad y de su patriotismo.

La justicia obliga también a hacer constar que la simpatía personal del rey, su juventud y su confianza en las multitudes, tuvieron el noventa por ciento de parte en el extraordinario recibimiento que se le hizo.

Al llegar la Escolta Real sonaron aplausos, y los estudiantes agitaron la bandera. Después de los saludos de rúbrica, el Rey subió la escalera de la estación, saliendo a la puerta. Allí, con resuelto ademán, subió con ligereza al caballo, vistiendo uniforme de diario de Capitán General. Una vez a caballo, el Rey picó espuelas, avanzó decididamente y se destacó de todo el acompañamiento. Los estudiantes lo rodearon entre frenéticas aclamaciones, en las que tomaba parte el público. En los alrededores se agolpaba inmensa concurrencia, que iba desfilando para dar acceso a los carruajes que conducían las diversas Comisiones. En casi todos los balcones, que estaban llenos de señoras con bandejas llenas de flores, había colgaduras. Repetidamente el Rey tuvo que contener el caballo por la aglomeración de la concurrencia, habiendo ocasiones en que, soltando las riendas, separaba con sus manos a la gente que se interponía. En la plaza de Cataluña y en la Puerta del Ángel se repetían las manifestaciones de entusiasmo delirante. Al pasar frente al hotel de Inglaterra, cuatro señoritas, una uruguaya, otra portorriqueña, otra italiana y otra alemana, presentadas al Rey por el Gobernador, entregaron a Don Alfonso un hermoso “bouquet”.

La señorita uruguaya dijo lo siguiente:

—Majestad: la colonia extranjera residente en el hotel de Inglaterra, por nuestro intermedio, os da la bienvenida y os ofrece estas flores, que os suplicamos aceptéis como testimonio de respeto y de consideración.

El Rey le contestó:

—Gracias de todo corazón.

Entregó Don Alfonso el “bouquet” al General Linares, para que lo llevaran a la Capitanía General.

Así, en medio de una ovación continua, llegó el Rey a la Catedral, donde se cantó el “Te Deum”.

A la vuelta, y cuando se dirigió a la Capitanía General, donde se alojaba el Rey, continuó en la calle de Fernando y en la Ramblas la ovación y el entusiasmo de las multitudes. El paso por la calle de Fernando fue verdaderamente emocionante. Las señoras saludaban al Monarca con sus pañuelos y arrojaban flores y palomas; los hombres agitaban los sombreros: el clamoreo era incesante. Don Alfonso, entretanto, paseaba sonriente su mirada desde los balcones de los últimos pisos hasta las personas que le rodeaban. Muchas veces detuvo su caballo para contestar con más desembarazo a la ovación de que era objeto. Al llegar a su residencia, Don Alfonso penetró a caballo en el zaguán, asomándose después al balcón principal de la Capitanía Generar sobre el paseo de Colón. Al aparecer el Rey, la multitud acogió su presencia con repetidos aplausos. El Rey saludó al pueblo varias veces. Después, desde el mismo balcón, Don Alfonso presenció el desfile de las tropas. A continuación se verificó la recepción de las autoridades. El Rey fue felicitadísimo por el cariñoso recibimiento que le había tributado Barcelona.”

El Imparcial, del día 7:

“El recibimiento hecho al Rey por Barcelona ha sido cariñosísimo. En el paseo de Gracia, plaza de Cataluña y Puerta del Ángel el entusiasmo ha sido inmenso. El Rey aparecía sereno y risueño y sus ademanes eran resueltos. Su aspecto simpático se apoderó, desde luego, del público. El grupo de estudiantes, que con una bandera española rodeaba al Rey, no cesaba en sus aclamaciones, a las que el pueblo unía las suyas. Así, pues, el Rey hizo su entrada entre jóvenes escolares y hombres del pueblo. El señor Maura iba de uniforme en una carretela abierta, con el Alcalde, seguido de algunas fuerzas de Policía. Varias veces fue aplaudido desde los balcones de casas aristocrá­ticas, desde las cuales las señoras saludaban con los pañuelos al Jefe del Gobierno.”

Sigue Soldevilla:

“A las tres y media empezó la recepción en la Capitanía General, resaltó hermosísima. Desfilaron las Corporaciones diplomáticas, los marinos extranjeros y españoles, Jefes y Oficiales de la guarnición e importantes personalidades de Barcelona.

A las cinco de la tarde, después de la recepción, salió el Rey vestido de Almirante en landeau, acompañado en el mismo por el señor Maura y el Alcalde. Detrás iban el Duque de Sotomayor y el General Linares. Escoltaban al Rey cinco Batidores de la Guardia Municipal Montada. Dirigióse al puerto por el paseo de Colón, recorriendo luego la Rambla, plaza de Cataluña, paseo de Gracia, Gran Vía, paseo de San Juan y el Parque. Regresó a la Capitanía a las seis y cuarenta de la tarde.

Durante el trayecto fue muy aclamado. Componíase la comitiva de más de cuarenta carruajes particulares.

El Rey entregó 500 pesetas a los voluntarios catalanes de la guerra de África, que salieron a saludarle. Los dieciséis veteranos supervivientes aguardaron la llegada del Monarca al pie de la escalera de la Capitanía General. Todos ellos lucían su antiguo uniforme, sobre el que ostentaban las cruces ganadas en aquella gloriosa campaña. El Rey, que había preguntado por los voluntarios en la estación, al verlos en la escalera de la Capitanía General, se dirigió a ellos, estrechando sus manos y preguntando por el de más edad. Adelantóse entonces uno de ellos, decrépito anciano de ochenta y seis años, el cual se echó a llorar cuando el Monarca le saludó con expresivas y cariñosas frases. La escena resultó altamente conmovedora.

A las ocho se celebró el banquete oficial. Asistieron, además de los Ministros y Jefes de Palacio, el Cardenal Casañas, el Alcalde, el Presidente de la Diputación, el Rector de la Universidad, el Presidente de la Audiencia, el Fiscal de la misma, el Delegado de Hacienda, el Marqués de Comillas y otras personas. A las diez de la noche fue el Rey al Fomento del Trabajo Nacional. Allí esperaban a Su Majestad más de trescientos socios, que eran como la plana mayor de la industrial y del comercio catalán. Al entrar el Rey hubo vivas y aplausos.

En el salón de actos el Presidente del Fomento enseñó al Rey los productos catalanes, manifestando que era aquello una Exposición Improvisada. En ésta había unas 100 instalaciones. A continuación pronunció el señor Ferrer y Vidal el discurso siguiente: 

—He aquí, señor, lo que pueden nuestras fuerzas y trabajo. Vos, que aquí venís como Jefe del Estado y sabéis, por tanto, lo que son los desengaños, los esfuerzos y sinsabores, bien podéis calcular lo que representan esos esfuerzos, muchas veces estériles, y que necesitan el amparo de las altas esferas. En medio de su gran desnivel, pueden estos productos competir con sus similares extranjeros.

Pidió amplia independencia económica y terminó con un viva al Rey.

Contesta el señor Maura diciendo que el Gobierno se preocupa de los esfuerzos del país y estudia sus necesidades de manera que puedan sus productos competir con los del extranjero. Consideró que las peticiones de Cataluña son de la región que más produce.  Terminó apreciando que el viaje del Rey a Cataluña no será infructuoso.

El Rey recorrió luego las instalaciones, examinando los productos, y al retirarse fue muy ovacionado. Mientras se celebraba el banquete oficial, a las nueve y cuarto, ocurrió en la Rambla del Centro un suceso muy desagradable. Al pie de la escalera de la casa número 19, en cuyo entresuelo había instalada una peluquería, estalló un petardo, o bomba, según otros. La detonación produjo pánico en los primeros momentos entre la mucha gente que en dicha Rambla esperaba el paso del Rey para ir al Fomento de la Producción Nacional. El petardo hirió levemente a un señor que bajaba por la citada escalera y causó lesiones graves a otro que pasaba por la calle. Pasados los primeros momentos de confusión, sustos y carreras, la gente volvió a ocupar la Rambla para presenciar el paso del Rey. La Policía no consiguió averiguar quién fuera el autor. Una hora después de la explosión pasó el Rey por las Ramblas, siendo ovacionado.

Una jornada brillante, importantísima para la Monarquía, favorable para la Patria y beneficiosa para el Gobierno, especialmente par el señor Maura, no obstante que, a última hora, yendo en el coche con el Rey, se oyeron algunos silbidos, según dijo el corresponsal de El Liberal.

Los principales actos del Monarca el 7 fueron: la visita a las fábricas instaladas en la carretera del Clot, próxima a San Andrés de Palomar, barrió de Poblet. En el trayecto fue objeto de entusiastas manifestaciones. Las mujeres abandonaron el trabajo, saliendo a recibir a Don Alfonso y vitoreándole.

El patío de la Capitanía General estaba lleno de estudiantes, entre los cuales permaneció Don Alfonso confundido largo rato. Los estudiantes lanzaron entusiastas vivas al Rey y a la Reina. Acto seguido comió el Rey, y a las dos y veinte Su Majestad, con la comitiva, pasó por la Rambla, dirigiéndose al palacio de la Diputación, donde se celebró la recepción de los Alcaldes de la provincia. A las tres y media hizo Su Majestad el Rey su ascensión al Tibidabo, donde se celebraba la Fiesta del Árbol, asistiendo una muchedumbre inmensa, además de diez mil niños de las Escuelas públicas. El Rey fue muy aclamado en el trayecto y durante la fiesta. Por la noche se verificó en el teatro Principal, donde actuaba la compañía de la ilustre artista señora Tubáu, la función de gala en honor de Su Majestad. La concurrencia era brillantísima, y el teatro estaba totalmente lleno. Cuando el Rey apareció en su palco vistiendo uniforme de gala de Capitán General, con el Toisón de Oro, una verdadera tempestad' de aplausos y de vivas resonó en el teatro. En palcos y butacas todos estaban en pie. La orquesta del teatro tocó la Marcha Real. Fue aquel momento solemne y emocionante. La representación estuvo interrumpida durante veinte, minutos, y cuando los actores intentaron reanudarla, un viva a María Cristina contestado con una prolongada salva de aplausos puso fin a la ovación tributada al Rey.  Terminada la función a las doce y media, Su Majestad salió del teatro entre los aplausos del público.

Interrumpimos la crónica del triunfal viaje del Rey a Cataluña; lo impone la noción de la medida. Del mismo fervoroso entusiasmo fue rodeado en sus visitas a las otras tres provincias catalanas y también en las numerosas hechas por el Rey a centros de cultura y fabriles, entre las que se destacan una a la Maquinista Terrestre y Marítima y otra a La Española Industrial, donde, rodeado, estrechado mejor, por obreras y obreros, sintió palpitar el cordial abrazo, del pueblo español. 

Cerramos la impresión de aquel glorioso viaje del Rey con el acto más espectacular y más característico del mismo: la concentración en Montserrat de 20.000 somatenes armados; no pudiendo asistir otros 40.0000 inscritos por dificultades materiales de alojamiento. Para dar autenticidad a esta página, volvemos a ceder la palabra al masón Soldevilla; tomen buena nota los lectores de cuanto él dice, teniendo en cuenta que no se trata, ni mucho menos, de un entusiasta contento:

“Al llegar el Rey a Montserrat, inmensa y compacta masa de somatenistas llenaban los alrededores de la estación y las avenidas qué conducen al monasterio.  El cuadro era imponente. El Rey se halló entregado a la confianza de aquellos millares de hombres en armas, sin otra fuerza de Ejército que una Compañía de Infantería y varios piquetes de la Guardia Civil y mozos de escuadra. La actitud de los somatenistas fue de respeto y simpatía, abun­dando a la llegada y durante todo el día los vítores al Monarca.  Al bajar Su Majestad del tren, el Capitán General de Cataluña, que lo esperaba, pronunció un breve discurso trazando la historia de los somatenes y enumerando su organización, los servicios qué prestan y el objeto que los congregaba, que era rendir homenaje al Rey y proclamar como su patrona a la Virgen de Montserrat, asistiendo a la inauguración del monumento que iba a erigirse en la plaza, frontera a la iglesia, en recuerdo de los héroes del Bruch. Expuso el Capitán General lo conveniente que sería que los somatenes gozasen del fuero de autoridad, con lo que se aumentaría los prestigios del Cuerpo y sus medios para perseguir malhechores, principal fin de su organización. El Rey accedió en el acto a la demanda y los individuos de la Junta de Somatenes prorrumpieron en vivas y palabras de gratitud. Después el Rey visitó el santuario, inauguró el monumento eri­gido a los héroes del Bruch, lo que mostró gran entusiasmo en los somatenistas, el Rey revistó a éstos (unos 8.000), repartiendo entre ellos una medalla conmemorativa del acto, y a las ocho de la noche regresó a Barcelona. El acto no resultó tan brillante como debiera por la falta de organización.”

Unos breves comentarios; el espacio no permite más.

Si la mayoría de las fuerzas políticas organizadas eran adversas al Rey y a Maura y sus hombres representativos, con la mayoría de la prensa nacional, se mostraron opuestos al viaje, augurando fieros males, aquella acogida fervorosa hecha por Barcelona y Cataluña al Rey, ¿qué demostró con suprema elocuencia...?

Simplemente, clara y elocuentemente: Que las “temibles” organizaciones políticas eran una farsa; sectas reducidas de fanáticos o malvados, profesionales del chantaje político y terrorista, sin masas propias, cuya propaganda doctrinaria no calaba ni la superficie de la conciencia popular. Hemos destacado el acto de Monserrat, aquella entrega física del Rey a una masa de millares de catalanes armados; un solo criminal entre tantos miles, pudo acabar con la vida del Monarca. Pero no, allí sólo hubo patriotas, sólo hubo españoles, los mismos del Bruch y de los Castillejos... ¡con decir esto basta!

Pero no podemos por menos de hacer una reflexión. El acontecimiento es en 1904, a una distancia de cinco años del 1909; a un quinquenio de la Semana Trágica. Y es lógico que, al pasar esta rauda visión cinematográfica por la retina de nuestros lectores, se pregunten: ¿Esta Cataluña patriota y monárquica de 1904, era la misma del 1909, vandálica, sacrílega y traidora?

Era la misma, lector; en un quinquenio no había sufrido ni podía sufrir variación. La Cataluña que mostró su faz vandálica, sacrílega y traidora fue la sectaria, masónica, separatista y anarquista, la que no pudo impedir, apelando a todo, la efusión de lo más y lo mejor de Cataluña entera con su España y con su Rey... masa mayoritaria ingente, católica y patriota, como lo fuera la que más, la misma de la Independencia y de las tres Guerras Carlistas, la de la Moreneta... masa civil, bélica, y ahí están sus 70.000 somatenes armados demostrándolo.

Y, con mayor motivo, nuestros lectores preguntarán ¿cómo pudo ser aquella Semana Trágica, en la cual fue dueña de Barcelona y Cataluña la turba terrorista, sacrílega y asesina?

Simplemente, la masa mayoritaria religiosa y patriota catalana, fue dejada totalmente al margen de la política nacional, por todos los gobiernos españoles; ni organización, ni jefes, ni propaganda, ni acción... cuando grupos de tal masa se movieron para defender bandera, unidad o Rey, fue por impulso propio y a todo riesgo... quienes contaban en los Gobiernos civiles de las provincias catalanas y en los ministerios de Madrid eran los representantes de los grupos sectarios, masónicos, separatistas, anarquistas, Cambó, Sol, Lerroux, Ferrer, Salmerón, Maciá... La masa mayoritaria religiosa, patriota y monárquica, la mantenían inerte; cuando ella, con jefes, con ideas, con organización, hubiera sido siempre por sí sola capaz de aplastar la Revolución.

Ha surgido la palabra clave, Revolución. Ella significa y radica esa Ingente paradoja catalana. Esa paradoja por la cual en aquella reglón española donde hay más fuerzas dinámicas contrarrevolucionarias, es donde la Revolución resulta permanente y donde más triunfos logra.

¿Por qué? reiterarán, con razón, los lectores. Sencillamente, porque la Revolución tiene su cerebro en el Gobierno de Madrid desde la Restauración.

La Restauración, consecuencia del golpe de Pavía —insistimos una vez más—, es la frustración de la reacción del patriotismo nacional frente a la anarquía y el despedazamiento federal y cantonal de la Patria, reacción civil y militar, que, como el mismo Pavía declararía en plena Cámara, hubiera hecho entrar en Madrid a Carlos VII al día siguiente de invadir el General el Congreso de los diputados. La Restauración, quisieran o no, lo supieran o no, debía seguir el camino de la Revolución, como en descarado apóstrofe profético diría el auténtico restaurador de la Rama isabelina, el masón Castelar, el portavoz y ejecutor de la Masonería Universal y “garante de relación y amistad en la española del judaico Supremo Consejo de Charlestón, nombrado por su Gran Comendador, Alberto Pite.

¿Cómo los masónicos gobiernos de la Restauración, al dictado del “posibilismo” castelarino y de Giner de los Ríos iban a organizar y mo­vilizar al patriotismo y cristianismo en Cataluña para yugular la Revolución social, su último fin, allí donde más proletariado industrial desarraigado existía, donde, siguiendo a Marx, únicamente podían reclutar su más numeroso ejército revolucionario?

Hubiera sido una contradicción masónico-revolucionaria flagrante en los masónicos gobiernos de la Restauración... y la Masonería jamás incurrió ni jamás incurrirá en tal contradicción.

Podrán incurrir en esa contradicción ciertos hombres del sistema y de los gobiernos masónicos de la Restauración —masones ellos o no— un Maura, un Canalejas, un Dato... pero allí estará la pistola masónico-anarquista para imponer la rectificación a la línea gubernamental y lograr que la Monarquía restaurada, quiera o no, lo sepa o no, siga el camino de la Revolución.

Así, ningún gobernante español apelaría jamás al sincero cristianismo y patriotismo catalán, al del Bruch, al de los Castillejos, al de las tres guerras tradicionalistas... por si Maura lo intentase animado por la ignorada e inesperada explosión de cristianismo y patriotismo provocada por la presencia del joven y arrojado Monarca, allí está el puñal de Artal para señalarles a los gobernantes el masónico camino: el camino de la Revolución, bajo pena de muerte.

Y seguirán los gobiernos de Madrid vinculando la unidad de la Patria a un Lerroux, ateo, sacrílego, abanderado del terrorismo anárquico; y el orden, la defensa de los intereses materiales al agnóstico Cambó, al oportunismo chantajista del separatismo, al que abrirá cuantas veces pueda, con la Asamblea de Parlamentarios y la subsiguiente huelga revolucionaria (1917), con Berenguer (1930), con Portela (1935) las puertas del Estado a la Revolución.

¿Cómo no llegó antes la Gran Revolución del 1931 que culminaría en 1936?

Sinceramente: gracias al Rey, que, a pesar del sistema revolucionario de la Restauración, en cuya cima fuera colocado, luchó en virtud de la formación maternal que recibiera y su propia intuición para desviar a España del fatal abismo de la Revolución; de ahí que la dinamita y las balas masónico-anarquistas sintieran aquella extraña predilección por la vida del Monarca... Porque en Barcelona demostró cuán peligroso era el Rey con su juventud, simpatía y valor si sus gobernantes lo ponían en contacto con el auténtico pueblo español.

REVERSO DEL VIAJE REGIO

Sería inexacto, por incompleto, el relato de aquel viaje regio a Cataluña, tan aleccionador, para poder entender el último Reinado, si aquí silenciamos cuanto hicieron e intentaron las fuerzas sectarias.

En realidad, lo intentaron todo y nada consiguieron, con lo cual cobra mayor mérito y relieve lo conseguido por la simpatía y el valor personal de don Alfonso al tomar contacto cuerpo a cuerpo con las masas populares auténticas de Cataluña, tan sumamente grandes y mayoritarias, que aquella selección patibularia y tabernaria, clerófoba y anárquica, mostrada tantas veces por los políticos profesionales republicanos y separatistas como “el Pueblo”, el único “Pueblo”, no se vio como masa popular por ninguna parte. Bastó para su invisibilidad la presencia dinámica y entusiasta de la gran masa española de Cataluña, debiendo limitarse a lanzar el grito y el silbido ais­lado y anónimo, a buscar la ocasión furtiva de agredir a un pequeño grupo desprevenido de patriotas, veinte veces menor que el agresor, al petardo cobarde y, por fin, a lanzar un asesino contra Maura, al cual no asesinó por temblarle la mano.

Eso sí, los oradores republicanos, anarquistas y separatistas, dieron rienda suelta a su rabioso furor en no menos de cuarenta mítines.

He aquí una escueta relación de cuanto intentaron y lograron conseguir.

El día de la llegada, cuando un grupo de estudiantes se retiraba, después del recibimiento, sobre la una y media de la tarde, llevando al frente la bandera Nacional, al llegar a la Boquería, toparon con una emboscada, formada por un par de centenares de energúmenos a los que se unieron otros grupos ocultos en diferentes calles. Chocaron en la calle de Lauria. La gran superioridad numérica momentánea dio ventaja en la lucha a los antipatriotas antimonárquicos Hubo bastantes heridos entre los estudiantes, que consiguieron salvar sin mácula su bandera Nacional; pero pocos de importancia. El Rey ordenó que se averiguara el nombre y domicilio de los estudiantes heridos y fueron visitados en su nombre.

Por la noche, se celebraron más de cuarenta mítines republicanos y separatistas en Barcelona. En el más numeroso, celebrado en la “Fraternidad Republicana”, ante unas tres mil personas, Lerroux insultó cuanto quiso. Se disolvieron cantando el “patriótico” himno de costumbre: La Marsellesa. 

Ahora los catalanistas, separatistas o regionalistas, que de las tres maneras se llamaban, según la ocasión, el lugar y la circunstancia.

Ya conocemos la nota de la Lliga en víspera del viaje, para contribuir a su fracaso.

Cuando el Rey, después de la recepción de los alcaldes, visita el Ayuntamiento, cuando contempla las retratos de los catalanes ilustres y le dan detalles sobre sus respectivas personalidades, Un tipo extraño, barba retinta, puntiaguda, desmedrado, curva nariz cual pico de presa, con fuerte acento catalán, se interpone y pide la venia de S. M. para hablarle ante la concurrencia.

¿Quién es el que osa con tal atrevimiento y falta de respeto hacer del Rey de España un auditor de premeditado mitin?

Es el concejal catalanista, separatista o regionalista, según la ocasión y el momento, Francisco Cambó... que, con su acto, se asegura para el próximo futuro un puesto eminente, acaso decisivo, en el nefasto porvenir del pueblo español.

Fue un lamento el suyo contra el “centralismo” y una petición de autonomía “regionalista”. Moderado en la expresión; pero delatando una pasión y hasta un odio en que se traslucía un gran furor producido por el gran recibimiento que Barcelona acababa de hacer a su Rey... que él, Cambó, y su flamante “Lliga” habían sido incapaces de sabotear.

“Atracado” así el Rey, escuchó con elegancia soberana, y pudiendo delegar en el Ministro allí presente la respuesta, o no darla, como merecía el desacato de Cambó, respondió con sobriedad y con clara y firme dicción, así:

“He oído con la atención debida vuestras quejas. Uno de mis más fervientes deseos es conocer con. puntualidad a mis súbditos. Si de mí dependiera, muy luego tendríais ya concedido cuanto pedís. Mas, hallándose aquí un miembro del Gobierno, el Ministro de la Guerra, concedo a él la palabra para que os responda.”

Quiso demostrar el Rey que sabía y podía contestar; pero dando una lección constitucional, a la vez, dio a entender bien claramente a Cambó que en cuestiones políticas era el Gobierno con las Cortes a quienes correspondía dar la respuesta concreta.

EL MAGNICIDIO CONTRA MAURA

Es lástima que siendo un hijo de la víctima y heredero de su título, don Gabriel, historiador académico y también del Reinado, no haya estimado historiable aquel magnicidio frustrado contra su progenitor, habiendo tenido medios como nadie para desentrañarlo. Con dos líneas y media, y de pasada, lo menciona de esta lacónica e insuficiente manera:

“...un atentado anarquista, que estuvo a punto de ser mortal, del que fue víctima el Presidente del Consejo en la mañana del día 12.”

Por cierto, que incurre a renglón seguido el Duque de Maura, o su colaborador Melchor Fernández Almagro, en una pequeña inexactitud, sólo importante como indicio de la mínima importancia dada por tan distinguidos historiadores a un crimen que pudo tener, y, acaso, tuviera, tanta trascendencia para la Patria, y, desde luego, para la familia de don Antonio Maura. La inexactitud es la siguiente:

“Por esta causa (el atentado) no pudo ser Maura... quien contestó... el enjundioso discurso de un joven concejal, don Francisco Cambó”.

El discurso de Cambó es el día 7 y el atentado el 12.

Recurramos a fuentes no filiales para conocer algunos detalles del magnicidio frustrado.

Después de celebrados los funerales por Isabel II, muerta en París el 9, y sin guardarle más de tres días de luto, pues el Rey se opuso al protocolario por razón política, que hubiera implicado la suspensión del viaje, don Alfonso expresó el deseo de visitar una cocina económica, instalada en Santa Madrona, donde los obreros comían por 27 céntimos. Maura acompañó al Rey, que donó 3.000 pesetas, y le dejó de nuevo en Capitanía.

Maura tomó su coche en la puerta trasera, la que se abre a la Plaza de la Merced, dirigiéndose a la Diputación, donde se alojaba. Iba él solo en un coche de caballos descubierto. El Gobernador Civil iba en otro delante de Maura. Avanzó despacio el carruaje; ya próximo a la esquina de la pequeña plaza, un joven que vestía de negro, subió al estribo del coche, entregando a Maura con la mano izquierda un supuesto memorial.

—Buenos días, señor Presidente, dijo al entregar el papel.

Pero a la vez, levantó la mano derecha, empuñando un puñal envuelto en un trapo negro.

—¡Viva la Anarquía!, gritó, y a la vez, hirió a Maura en el pecho.

El agente de policía, señor Gutiérrez, se hecho sobre el agresor y otros acudieron inmediatamente, logrando detenerlo. El magnicida se llamaba Joaquín Miguel Artal; tenía sólo diez y nueve años de edad y parecía un estudiante modesto; era un escultor principiante. Al ser registrado le fue hallado un ejemplar de El Pueblo, de Valencia, propiedad y órgano de Blasco Ibáñez, donde aquel demagogo criminal, después de atacar soezmente al Presidente del Consejo, terminaba diciendo: Maura es carne de Angiolillo.

El alucinado Artal quiso que fuera realidad la “profecía” de su “maestro”, y quiso ser el “Angiolillo” de Maura, asesinándolo como el italiano había asesinado a Cánovas.

El joven Joaquín Miguel Artal fue condenado. Su inductor literario, y puede que algo más, Blasco Ibáñez, continuó incitando al crimen, al incendio y al sacrilegio en completa impunidad.

Cuando contemplamos en los escaparates españoles sus obras, viene siempre a nuestra memoria la figura negra del joven Artal. ¿Cuántos más —me preguntó— beberían el odio asesino en sus páginas?

Y también viene a nuestra imaginación aquel luminoso día valenciano, cuando el Gobierno en pleno de la flamante República recibe con honores regios los restos mortales del fanático, traídos a España por un crucero de la Escuadra.

Cuando la grúa del barco iza la magnífica caja, el fragor y el humo de las salvas de ordenanza no nos impidió ver brillar el oro del compás, la escuadra y él ramo de acacia de la Masonería en el costado del féretro.

De su paranoico instrumento, de Artal, condenado y diez y siete años, y que al escuchar la sentencia aún pudo articular ¡Germinal!... no hay ni memoria.

España entera condenó el atentado, la España “oficial” también, protocolaria o hipócritamente, ¡tantos hacían cola en el “escalafón” del Poder tras de Maura!

No sé con qué intención, el Duque de Maura, que dedica dos líneas y media al atentado, emplea mucho más espacio para copiar la carta de Sánchez Guerra, Ministro de la Gobernación, en la cual le expresa a Maura su “impresión hondísima, tremenda”, y la “alegría por haberse librado” de la muerte.

Ignoramos qué quiso don Gabriel Maura sugerir con tal destaque de su carta al que pronto fuera traidor a su padre y acabara ocupando su puesto de Jefe del Partido y de Presidente del Consejo, gracias q. otro magnicidio consumado, el de Dato, ¿qué sus lágrimas podían ser de cocodrilo?

Anticipándose a la protesta nacional, un grupo de personalidades, con el Cardenal Casañas a la cabeza, que coinciden en la visita al herido, lanzan una proclama condenatoria del asesinato frustrado. Grupos de señoras de todas las clases sociales acuden a testimoniar su interés por Maura.

A cualquier ser humano debería parecer le natural. Menos no cabía tratándose de un atentado contra la máxima figura política del Estado. 

No hubo exceso alguno; no se intentó represalias contra los co­nocidos inductores materiales o morales; nada, en absoluto nada.

Pues bien, he aquí la reacción de Lerroux, del que muchos de aquellos conservadores o conservaduros de antaño esperaron que fuera la garantía republicada de sus vidas y haciendas.

Al día siguiente, el Emperador del Paralelo, publicaba en La Publi­cidad un artículo titulado Los Cocodrilos.

He aquí unos párrafos ejemplares:

“Ayer tarde, poco después de conocerse en Barcelona el atentado de que había sido víctima el señor Maura, llegaron unas cuantas Magdalenas sin cartilla al palacio de la Diputación. Eso sí, primero cotizaron la noticia a su placer y después que dejaron hecho su negocio honrado, dieron licencia a su corazón para que se indignara furiosamente.”

Y terminaba así:

“Decidme, pues, ¿qué locura os llevó ayer a pedir nuestra cabeza, malvados? Ya la conozco. Vuestra alma de lacayos estuvo antaño en el cuerpo de las plañideras. Os impresionó el atentado, no por lo que tiene de inhumano y cruel, sino por afecta al que manda, al que reparte mercedes, al que con una firma os hace ganar o perder millones. La puñalada en el abdomen del Obispo, no os hubiera perturbado.”

A las gentes honestas que, para su fortuna, ignoran el “argot” de lupanar, debemos ilustrarlas diciéndoles que con eso de “sin cartilla” Lerroux llamaba prostitutas a las honradas mujeres que habían acudido a testimoniar su dolor y reprobación por el atentado cometido contra Maura.

Ningún esposo, padre o hermano descerrajó un tiro al malhechor, ni siquiera recibió una bofetada.

Sólo se permitieron algunos grupos, después de un Te Deum, al pasar frente a la Publicidad, el periódico donde habían sido llamadas rameras sus esposas, madres e hijas por Lerroux, que se hallaba dentro del edificio, lanzar una gran silba.

Cuando la fuerza pública fue bastante para proteger la redacción, de un asalto que nadie intentó, Lerroux, Junoy y otros jefecillos republicanos lanzaron vivas a la República desde los balcones.

La Guardia Civil llegó para reforzar la guardia del “Emperador del Paralelo”,  y no pasó más.

¡Qué perverso era aquel Maura!

 

OTRA TRISTE NOTA FINAL

Coincidiendo con aquel triunfal viaje del Rey, llegó noticia fidedigna de que Inglaterra y Francia, terminada la negociación, habían, llegado a un acuerdo general, incluyendo Marruecos. Todo a espaldas y en detrimento de España. Sólo se la mencionaba para decir que Francia se pondría de acuerdo con nuestra Patria respecto a Marruecos. Tan sólo se nos reservaba el trozo de costa suficiente para que ninguna primera potencia, ni siquiera la Francia “aliada”, pudiera emplazar un cañón en las márgenes del Estrecho de Gibraltar.

Ya lo hemos visto. Hasta Maura se plegó a tal pérdida de potencia e independencia nacional, que perduró durante todo el Reinado, pero aquel triunfal recibimiento al Rey en Cataluña, región donde el Enemigo cifraba sus mejores cálculos y esperanzas para la Revolución, y, en consecuencia, para la impotencia española, pudo hacerles ver a los Estados y Superestados interesados en nuestra permanente decadencia que aquella revelación del patriotismo de Cataluña podía suscitar en el resignado Maura ideas dé potencia e independencia nacional. Y de ahí la puñalada de Artal.

Es hipótesis para tener en cuenta; porque como la intrahistoria del Reinado demostrará, todo regicidio, magnicidio y atentado y todo movimiento revolucionario aparecerán directa o indirectamente articulados con lo internacional. No en vano la Masonería, cerebro de crimen y Revolución, es por esencia y potencia internacional, instrumento de Estados y Superestados enemigos seculares de nuestra. Nación.

Tengámoslo en cuenta.

 

BAUTISMO DE FUEGO

Sólo hablan transcurrido treinta minutos del día primero de junio de 1905 cuando, de regreso de la Opera, y a l llegar al cruce de las calles Rohan y Rivoli, el coche que conducía al Rey y al Presidente Louvet, una potente bomba estallaba junto a la rueda trasera izquierda del carruaje. El Rey y el Presidente resultaron ilesos. La metralla del artefacto explosivo hirió a un oficial y a varios coraceros de la escolta, así como a los caballos que montaban, y causó un tremendo pánico en la m­chedumbre. Don Alfonso permaneció sentado mostrando una serenidad perfecta; el viejo Presidente se incorporó instintivamente.

—No es nada —lo tranquilizó el Rey, tirándole del gabán— sólo ha sido un petardo.

Y añadió:

—Verdaderamente, podían haberle evitado a usted esta emoción; ¡a su edad!

La muchedumbre reacciona y se producen aplausos y gritos de simpatía. Don Alfonso se yergue y saluda sonriente. Su serenidad y valor cautivan a los franceses, y sobre todo, a las francesas.

Pronuncia unas frases tranquilizadoras quitando importancia al atentado y se interesa por un oficial cuyo caballo se encabrita por hallarse herido, suponiendo que también lo está el jinete. El carruaje vuelve a emprender la marcha. Minutos después, al pasar por la plaza del Palais Royal, desde una compacta masa de gente se dispara un balazo contra el Rey La puntería del asesino falla y su bala hiere a un agente de policía.

No es detenido el autor.

El Rey de España recibe su bautismo de fuego en Francia. Se comporta bravamente. En su hoja de servicios, la clásica frase de “valor se le supone”, debió ser cambiada por la de valor demostrado.

Valor demostrado desde aquella vez las numerosas en que la dinamita y la bala tratarían de segar la vida del Monarca.

Sin duda, los pocos enemigos que lo tacharon de cobardía por dejar el trono sin combate aquel 14 de abril, fueron injustos con el Rey. No se es valiente hasta la temeridad durante toda una vida y, por no correr un riesgo más, menor que los afrontados, se abandona una Corona.

El “factor valor personal ”no entró en juego aquella tarde nefasta, si nos atenemos a la lógica. No vio el Rey aquel inesperado problema como algo que se podía solucionar por medio de un acto de valor. Ya estudiaremos cuando aquel episodio llegue si se equivocó el Rey o lo equivocaron al creerlo así.

De momento, el autor recoge los testimonios nacionales y extranjeros que, a partir del atentado de la rue de Roma, hasta el de la calle de Alcalá, unánimes proclaman el valor personal de Don Alfonso de Borbón.

A los cuales el autor suma el suyo personal. En varias ocasiones, en función profesional, fue a pie, agarrado a la capota del coche regio, cuando la avalancha de las multitudes entusiastas, delirantes muchas veces, rompían las formaciones militares y se abalanzaban sobre la regia persona, pugnando cada uno —algo muy español—, porque el Rey le advirtiera y le sonriera, premiando así su entusiasmo. En ese momento efusivo, sólo tres o cuatro policías, previamente designados por su mayor conocimiento de anarquistas de acción, debíamos romper la compacta masa, brutalmente clamorosa, y, sufriendo crueles pisotones y codazos, pegados á las aletas del coche, con la mano en la pistola, por si él puñal o el revólver asesino surgía del racimo humano para cometer el regicidio.

Recordaré siempre, y, sobre todo mis pies, aquella salida del Pilar de Zaragoza el año 1924, ¡Qué apoteosis!... Una masa juvenil, compuesta en su mayoría de estudiantes, lo arrolló todo... ¡qué gargantas!... y, sobre todo, ¡qué pies y qué codos!... Báguena, Arcentales, Fuertes, y un servidor, debimos adherirnos al coche, atravesar la Plaza del Pilar, calle Alfonso, Plaza de la Constitución (entonces), Paseo de la Independencia, atronados, estrujados, codeados, pisoteados y con cien ojos, pues aquel trayecto y la tremenda confusión eran una ocasión maravillosa para el regicida pistolero.

Pues bien, a sesenta centímetros del rostro de un hombre se pueden percibir sus emociones, y, por profesión uno entiende algo de esto. A no mayor distancia iría yo de S. M. y, debo hacerla constar: ni la menor sombra de miedo, y ni siquiera de preocupación pude leer en el rostro del Rey. Muy al contrario, sonreía, saludaba, les dirigía cortas frases a los congestionados entusiastas; y, de vez en cuando, mandaba que llevasen el carruaje más despacio. Quería prolongar aquel tiempo —aquel tiempo del máximo peligro— cuanto fuera posible; yo hubiera dicho que deseaba estar confundido y en tan estrecho contacto con los suyos siempre. Tal fue mi sincera impresión.

Lo visto en el Rey era lo más contrario al miedo; era verdadero y auténtico valor.

Así lo vi, así lo creo y así lo certifico.

 

ANALISIS DEL REGICIDIO

En los regicidios contra los Monarcas españoles, debemos distinguir dos motivos. Uno, permanente. Al no desear el enemigo de España la Monarquía, por ser esta institución menos apta para la traición que la República, la muerte de un Rey favorece y posibilita el paso a la República.

Otros motivos son circunstanciales, aun cuando siempre rimen con el permanente: la muerte del Rey puede cambiar un rumbo político adverso a la traición, bien sea en la política interior o exterior; lo más frecuente es que el regicidio se decida y se cometa para frustrar una alianza perjudicial para los Estados aliados de la Masonería.

A la luz de esta definición de motivos, examinemos el regicidio de la calle de Rohan.

Ei mismo día que sale nuestro Rey de París se hace pública la salida del ministro de Asuntos Exteriores francés, M. Delcassé, que h­bía dirigido la política internacional francesa durante los últimos siete años.

El hecho daría base lógica para inducir una de estas dos cosas: que Delcassé, rectificando su política de los últimos años, de entendimiento con Inglaterra en la cuestión de Marruecos, hubiera vuelto a su antiguo propósito de entenderse directamente con España, sin compensaciones para Inglaterra ni Alemania, por sugestión del Rey, pretendiendo éste resucitar el tratado convenido y saboteado por Sagasta, Silvela y Abarzuza, que tan favorable resultaba para España

En apoyo de la hipótesis están las declaraciones del Ministro de Estado, Marqués de Villaurrutia, acompañante del Rey, hechas en París, veinticuatro horas antes de la dimisión de Delcassé:

“Para Francia y España es un compromiso de honor el Tratado con Marruecos.”

El Liberal, el órgano más destacado de la Masonería en España, calificó las declaraciones de “inauditas”; y entre las “razones” alegadas por el masónico —y, por tanto, anglófilo— diario, está la siguiente, muy reveladora, ciertamente:

“...no hay excusa para el que invoca compromisos de honor, sólo entre Francia y España, cuando una tercera nación, Inglaterra, lleva parte igual en esos compromisos.”

Sobre tales indicios, sobre la causa “anglo-marroquí” del regi­idio, y reforzándolos, debe ser alegada la constante histórica en materia de atentados políticos españoles: todos los regicidios y magnicidios cometidos en España han beneficiado siempre a los intereses imperiales británicos.  Sin embargo, a pesar de la evidencia de tales indicios, realmente con categoría de pruebas, quedan los lectores en libertad para extraer las consecuencias; por nuestra parte, creemos que fue otro el motivo capital del regicidio de la calle de Rohan.

Nuestro Rey debía seguir viaje a Londres. Era bien conocido que su visita tenía como fin elegir para esposa una Princesa de la Casa Real inglesa. Impedir el matrimonio del Rey, matándolo a él, era privar a la Corona de la natural sucesión. En la cabeza de una mujer, a la cual hubiera debido ir a coronar, caso de tener éxito el regicidio, era más fácil de arrancarla revolucionariamente, y, además, su esposo, el Infante Don Carlos, era repudiado no sólo por los republicanos, sino por los neo-monárquicos de “septiembre”, debido a ser hijo de un Infante carlista.

Esta es la inducción personal sobre la causa primera y radical del regicidio perpetrado en París. Causa específicamente masónica, sobre conveniencias circunstanciales inglesas y francesas. Y nos ra­tificamos en la inducción expuesta porque, si obedeciese el regicidio a que un acuerdo secreto entre Don Alfonso y Delcassé perjudicaba, directamente al Imperio británico, no se hubieran dado aquellas ano­malías que precedieron y posibilitaron el crimen por parte de las; autoridades francesas. No queremos exagerar. Desde luego, el Intelligence Service, a través de la Masonería francesa o directamente, pudo siempre mucho en Francia, como en todos los países europeos.

El Gran Oriente “francés”, como todos los europeos, en el dilema de sacrificar los intereses de la nación donde radica—en el presente caso los de Francia—, o sacrificar los británicos, sacrificará siempre los de aquella que dice ser su Patria. Pero para sacrificarlos de hecho es necesario que el Gran Oriente posea los necesarios medios, es decir, que sea obedecido conscientemente por hombres, por demasiados hombres, altamente situados. Y por muchos poderes que tuviese el Gran Oriente francés, no creemos honradamente que fueran tantos como para lograr que, conscientemente—repetimos—, un Prefecto de Policía, y acaso ministros también, consintiesen un regicidio que costaría la vida a un anciano venerable: el Presidente de la República.

Sinceramente, no creemos que por servicio al Imperio británico —por servicio específico y concreto—existiesen tantos masones franceses como para estar situados a doc en los puestos precisamente necesarios para no evitar el atentado.

Si negamos esa posibilidad por simple cálculo de probabilidad, el mismo cálculo nos impele a decir que los motivos específicamente masónicos sí pudieron hallar hombres situados en los puestos clave para que posibilitaran, permitieran y hasta dieran facilidades a los regicidas.

Pues el regicidio fue posibilitado, permitido y facilitado en París. He aquí lo sucedido:

Quiñones de León, entonces joven agregado a nuestra Embajada de París, dirigía una especie de Servicio de Información, ciertamente modesto, utilizando los servicios retribuidos de algunos policías franceses, expertos en anarquismo. El autor fue durante el mando del inolvidable General Mola en la Dirección de Seguridad, destinatario, utilizador y guardador de los informes procedentes de tal servicio hasta el 14 de abril.

Bien; por esas fuentes, Quiñones de León logró saber que estaba decidido el regicidio.

Es más; durante la función en la Opera, y poco antes de terminar, recibió mayores precisiones. El atentado sería cometido en el trayecto que recorrerían el Rey y el Presidente al regreso.

No cayó el archivo en poder de la República. Existió, parte en Toledo y parte en Madrid, hasta el 18 de julio de 1936.

Al saberlo, corrió al palco de monsieur Lépine, Prefecto de Policía, y le dijo:

—Señor Prefecto; tengo noticias completamente seguras de que, desde Barcelona, se han enviado seis bombas a París; hemos conseguido coger tres en la frontera, pero otras tres han entrado en Fran­cia. Le suplico a usted que modifique el Itinerario señalado para el regreso.

El Prefecto se negó con estas palabras:

—Todas las precauciones han sido tomadas, y no sucederá nada —declaró riendo, dirigiéndose al Embajador español, a quien Quiñones había llamado para convencer al Prefecto—. ¡El señor Quiñones de León—agregó—ve anarquistas por todas partes!

La confianza y amistad personal dispensada por el Rey a Quiñones de León, que lo elevaría a Embajador perpetuo en París, arrancó de aquél celo y acierto en él intento de evitar el regicidio.

Pero volvamos al tema. ¿Fue un exceso de confianza en el Prefecto de París el negarse, a variar el recorrido en el regreso del Rey y el Presidente?

Así podría creerse si no supiéramos más en relación al atentado.

En las proximidades de la Opera fue hallada otra bomba idéntica a la arrojada contra el Rey. Y, como se ha dicho, después de ser lanzado el artefacto dispararon contra Su Majestad un tiro de pistola.

Mas cuando los policías franceses, que habían venido a Madrid en servicio al casamiento del Rey, vieron el cadáver de Morral, sin dudar, exclamaron: “¡Este es Farras!”... Farras, era el nombre con el cual habían conocido en París a Morral cuando la visita del Rey.

Analicemos. En torno a la Opera pueden situarse dos anarquista con sendas bombas, a la espera de la salida de Don Alfonso; seguramente, había un tercero con la tercera bomba de las llevadas desde Barcelona. Un cuarto anarquista puede disparar su pistola rodeado de gente y fugarse con toda tranquilidad.

El fabricante, de las bombas, el portador y uno de los que se hallan dispuestos a lanzar la suya, Mateo Morral, ha sido visto, vigilado e identificado como anarquista de acción en París antes del regicidio.

Nada es hecho para evitar el crimen. Alguien maniata a los inspectores franceses. Y si unimos todos estos detalles tan reveladores a la inaudita negativa del Prefecto, que arrostra tan tremenda responsabilidad nacional e internacional al negarse a variar el recorrido, pidiéndoselo el Embajador español, debemos concluir que se posibilitó y facilitó la comisión del regicidio. Además, si los policías franceses le comunicaron a Quiñones de León con tal precisión el regicidio, ¿cómo no iban ellos a informar también a su Prefecto?

Sobre las razones históricas y lógicas para inducir que se obedeció el dictado de la Masonería, debemos agregar:

El director del atentado es Ferrer. Ya se sabe, con pruebas irrefutables, que era masón del más alto grado; pero lo singular a señalar es qué no pertenecía, como era natural, al Gran Oriente español, en cuya obediencia había sido iniciado en temprana edad. El, cuando se trasladó a París, conmutó sus grados con los del Gran Oriente francés; siguió ascendiendo, seguramente hasta el grado 33, pues se le halló el diploma de 31 en Barcelona, y hasta su muerte perteneció a la Masonería francesa.

Dos motivos hallamos para esa singularidad masónica de Francisco Ferrer.

Uno, destinado por la Masonería, precisamente por su mando internacional, a regir el anarquismo español, si él pertenece a la organización masónica indígena, hubiera sido más difícil disimular ante los anarquistas proletarios y ante los obreros sus contactos con los masones burgueses, e ignorando que las relaciones de Ferrer con ellos eran masónicas, por desconocer muchos anarquistas y proletarios su calidad de tal Ferrer se les hubiera hecho sospechoso de burguesismo, perdiendo autoridad sobre ácratas y proletarios, que tan necesaria le era para llevarlos a los atentados y a los movimientos revolucionarios.

Segundo: debiendo Ferrer cometer actos directos de traición contra España—la llamada Semana Sangrienta lo fue, ya que principalmente era un auxilio al ataque rifeño, en beneficio de Francia—, las órdenes para tales traiciones directas y específicas no era discreto que pasasen por el Gran Oriente español, donde podía existir algún elemento cuyo patriotismo no se hallase absolutamente muerto y se rebelase ante la clara prueba de que algún atentado o movimiento revolucionario era un auténtico y directo servicio a potencia extranjera.

Con esas breves ilustraciones ya se podrá comprender el funda­mento de nuestra inducción, para llegar a la conclusión de que el regicidio de la calle de Rohan debió de ser decidido por el mando internacional de la Masonería, dado que la dirección del hecho la tuvo este singular masón-anarquista que fue Ferrer, vinculado ritualmente con el Gran Oriente francés, y, con toda seguridad, personalmente con ese alto mando masónico internacional o con alguno de sus componentes.

Para completar la ilustración de los lectores respecto a este primer atentado cometido contra nuestro joven Rey, el autor estima necesario referir un episodio personal relacionado con él.

Ya he dicho en algún libro anterior que, de 1921 a 1935, fui frecuentemente requerido para ingresar en la Masonería. No lo hice; pero, con fines informativos, no rompí en todo ese tiempo los contactos, hasta que, en el 35, Cambó y Pórtela descubrieron la identidad de Mauricio Karl. Ese periodo de mi vida, en ese aspecto de “conquista masónica”—donde yo engaño a los engañadores—, daría un capitulo interesante, pero fuera de lugar en estas páginas.

El año 1922 me hallaba en Valencia, primera ciudad donde presté servido como policía. Pocos días, después de haberse hecho cargo del mando de la Brigada Social el Inspector don León González Vivas, me eligió para que, disfrazado, me situase en un café cerca de una fila de mesas que ocuparían una veintena de dirigentes anarcosindicalistas, delegados de los sindicatos Unidos de la ciudad y la provincia, clausurados a la sazón, pero que funcionaban clandestinamente. Cuando lo decidían, se mudan como pacíficos contertulios para tomar café en un establecimiento señalado un par de horas antes, pasando así Inadvertidos de la Policía, y tomando acuerdos con entera tranquilidad, pues el más experto conocedor los hubiera tomado por un público pacífico y normal. Debo advertir que los delegados designados los hablan seleccionado entre los no fichados aún.

Pero el nuevo jefe de la Brigada había tenido la suerte de hacerse con un informador, que me presentó, el cual asistiría a la camuflada reunión, y con la vista me “marcaría” los veinte delegados. Después, cuando se ausentase, entraría una docena de policías, a los cuales yo les indicaría los que debían ser detenidos. La cosa resultó perfectamente. Aquel servicio debía complementarse al día siguiente con la detención de unos extranjeros domiciliados en Valencia: uno griego, Perkas, y otro francés, Allard, sus compañeras y los que se hallasen en sus casas; el informador señalaba como anarquista de acción a un tal David León.

Se practicaron las detenciones de hombres y mujeres. El David León fue hallado en casa del francés; personalmente, fui yo quien lo halló en una habitación y le hice poner las manos en alto empuñando mi pistola. Se halló una copiosa documentación. Recuerdo una lista en la que, con otros asesinos, figuraba Mateu, el asesino de Dato. Había correspondencia con alusiones a explosivos y armas. Todos eran anarquistas, naturistas, vegetarianos; es decir, de los más perfectos y avanzados. 

Terminamos de madrugada los registros, y dejamos para el día Siguiente el examen detenido de la documentación y los interrogatorios. Nos acostamos con la impresión de haber hecho algo importante.

Pero al día siguiente se personó en la Jefatura el diputado republicano Azzati Descalzi, consiguiendo del Comisario General que fueran puestos en libertad los detenidos, devolviéndoles la documentación.

Azzati, de padres italianos, naturalizado, sucesor de Blasco Ibáñez en la jefatura del partido republicano de Valencia, demagogo, anti­clerical, blasfemo, como es natural, era masón.

No tengo antecedentes del Gobernador Civil, pero sí del que era Comisario General de Policía a la sazón.

El Gobierno liberal había creado una Comisaría General de Policía para Valencia. Nombró Comisario General a Luis Mazzantini, el ex torero y concejal romanonista. Romanones sabría los motivos del nombramiento y de la creación de la Comisaría General que fue su­primida al cesar el extorero en el cargo.

Como Azzati, Luis Mazzantini era de origen italiano; estuvo empleado en las Caballerizas Reales por Amadeo. Y también, como Azzati, era masón, y creo que, por los detalles que aprecié, también era otra cosa consonante...

Aquel extraordinario nombramiento significaba colocar a la Policía valenciana, a través del masón Mazzantini, a las órdenes del masón y traidor Azzati, que de español tenía lo que yo de chino. El señor Figueroa Torres sabría el porqué.

Aquellos conatos de servicios acabaron buscándome unos pistoleros de la C. N. T. para asesinarme. Se lo comuniqué al Inspector Vivas. Era un “duro”, que diríamos hoy. 

—Vamos a marcarnos un “farol”—me dijo—. Les haremos saber que, si atentan contra usted, sacaremos a cinco de los suyos de la cárcel y se “fugarán” a la noche siguiente. ‘

Era un “farol”, pues el Inspector no tenia autoridad para sacar a nadie de la cárcel; eso era cosa del Gobernador y de Mazzantini. Pero lo debieron creer, pues dejaron de buscarme.

En cambio, tomando por el confidente a un tal Martínez Garay, un sindicalista llegado de Barcelona pocos días antes de las detenciones, lo acribillaron a balazos en la calle de San Vicente de Afuera. El motivo de creerlo confidente mío debió de ser que Martínez Garay, de una familia excelente y católica, y amiga mía, era, como yo, de Cuenca. 

Lo visité en el hospital; aún podía hablar. Pero, al ver que era policía, no me quiso decir ni palabra.

Pasaron años; debió de ser a finales de la Dictadura. En una conversación tenida con el masón que más se distinguió en los esfuerzos para captarme, deslicé algo así:

—Estoy extrañadísimo. Los anarquistas reaccionan contra mí de manera muy extraña. Por servicios donde yo no he tenido más arte ni parte que otros compañeros míos, es a mí, únicamente a mí, a quien pretenden matarme.

Esto era verdad, no sólo por el caso de Valencia, sino por varios más.

Y le referí lo acaecido en Valencia, y algo similar en Zaragoza y Bilbao.

Se sonrió con cierta suficiencia, como es tan común en masones, y respondió:

—Es que ellos creen que sabes más de lo que sabes. Tienen sospechas de que yo haya sido demasiado indiscreto al darte explicaciones. Por ejemplo, en relación a lo sucedido en Valencia, estuvieron convencidos de que tú fuiste a detener a un hombre sabiendo quién era él, deduciéndolo por lo que has oído de mí, y aquél era un hombre muy querido, muy protegido, un verdadero idealista...

—¿Quién?...

—No sé su nombre; ellos lo nombran por el de la quemadura en el brazo. Te lo digo porque él está en el extranjero hace muchos años.

Entonces me llegó a mí la vez de dejar perplejo al masón, diciendo, como si no le diese importancia:

. —¡Ah! Sí; el que le tiró al Rey la bomba en la rue de Rohan —¿Pero tú sabias esto?...

—Sí, hombre, sí; lo de la quemadura en el brazo es el único dato seguro que tiene la Policía para identificar al autor material del regicidio.

El sucedido me vino a probar al cabo de los años que la Masonería fue la autora principal del regicidio de la ree de Rohan.

Y, además, que, pasados catorce años, la Masonería seguía protegiendo al regicida por medio de masones republicanos—Azzati— y por medio de masones “monárquicos”—Mazzantini—, colocado en el mando de la Policía por hombre de la plena confianza regia, como lo fue siempre don Alvaro Figueroa Torres, Conde de Romanones, Grande de España, tantas veces Ministro y tantas Jefe del Gobierno, amén de traspasante de España de Monarquía a República.

He aquí—por Ss alguien duda—la prueba del masonismo de Luis Mazzantini:

“Entre los toreros masones recordamos a Pucheta, a Suárez, a Fernando Gómez el Gallo y a Mazzantini. Por cierto que a éste le dio su Logia el encargo de pedirle a Alfonso XII, en la corrida de Beneficencia, que se celebró en julio de 1884, el indulto de los reos de Santa Coloma de Farnés. En las Logias hemos visto en estos últimos años a Bernardo Casilles”.

Y no podemos por menos de cerrar este capítulo preguntándonos:

¿Cómo no perdería la vida el Rey y su Corona mucho tiempo antes?

¿Hay derecho a dudar de la Providencia Divina?

 

INGLATERRA, JUDAISMO Y MASONERIA

 

“Ve Disraeli, al igual que Heine, que la puritana Inglaterra es ya la heredera de la antigua Palestina, y su Iglesia oficial sólo el guardián del principio semita popularizado y así es también él, por su energía moral y material, el ejecutante predestinado de los ideales de Sión, que está plantando la Ley como un gran árbol umbroso en los desiertos tropicales y en las soledades de la barbarie.”

                      Israel Zangwill

 

Israel Zangwill escribía lo precedente en su libro Soñadores del Ghetto (Dream of the Ghetto, en inglés), cuyo texto nos evita definir a la Inglaterra Victoriana, la de los Rothschild y los Disraeli, tan añorada siempre.

Nadie será capaz de sintetizar más ni definir con más precisión y belleza literarias lo que Inglaterra es desde Cronwell. Nadie supo como este Israel Zangwill retratar con mayor claridad la radiografía del Imperio británico. Su pluma rivalizó con la de Heine, y su situación de íntimo colaborador de Herzl, el fundador del moderno sionismo, le permitió ahondar en lo más entrañable de Inglaterra.

Así la verá él, allá por la guerra del 14, pero no sin llegar ya entonces a intuir algo que ocurriría pronto, de mayor trascendencia todavía:

“Es hacia América, hacia donde van por sí mismas las grandes corrientes de emigración judía, donde es necesario mirar, y es en América donde el Judaismo debe tener su última oportunidad. En Oriente, él se petrifica. En América es él más grande, más amplio, más noble. Allá él halla la plaza libre para todas las tendencias de su espíritu. Los huesos no son adorados como reliquias. El libre pensamiento no está obligado a disfrazarse bajo vagas fórmulas reli­giosas. Y allá se trabaja con millones, no con escasos miles”.

Sólo unas pocas líneas como eslabón de engarce entre Judaismo y Masonería. Y en favor de la brevedad y la autoridad, introduciremos un nuevo texto:

Ashmole (Elias).—Sabio alquimista y anticuario, al cual consideran algunos, no con poca razón, como el verdadero padre de la Masonería actual. Nació en Litchfield el año 1617 y murió en 1692. Escribió la Historia de la Orden de la Jarretiera, fundó el célebre Museo de Oxford, y, junto con el coronel Maimvarring, se hizo admitir en la Cofradía de los Constructores, en Warrington, en la cual empezaban a entrar ostensiblemente personas completamente ajenas al arte de construir.

Ashmole notó entonces la marcha decadente de las sociedades de obreros y se ocupó en la tentativa de regenerarlas bajo el velo de la arquitectura por medio de una representación de los misterios de la iniciación antigua india y egipcia, y dando a la nueva asociación un objeto de unión, perfección, progreso, fraternidad, igualdad y ciencia por medio de un lazo universal, basado en las leyes de la Naturaleza y en el amor a la Humanidad. Con este fin, y siendo profundo conocedor de la Alquimia, de la Kábala, de los misterios antiguos y de los anales de los pueblos primitivos, emprendió la gran tarea de escribir las bases de la organización de los tres grados en que debía basarse su sistema de solidaridad y perfeccionamiento humanos. Redactó en su consecuencia los Rituales de los grados de Aprendiz, Compañero y Maestro, empezó a propagarlos y explicarlos; con ello fomentó la tendencia reformista y regeneradora de la Institución, y en tal trabajo le sorprendió desgraciadamente la muerte.

Veinticinco años después de acaecer ésta fructificó de una manera pública la semilla sembrada por el sabio Ashmole, y cuando las Logias de Londres consumaron su reforma, en 1717, entrando en una vida filosófica de estudio, de perfección y de propaganda moral, adoptaron los Rituales de Ashmole, repudiaron todo trabajo exclusivamente operativo, rompieron su sujeción al centro autoritario de York y proclamáronse independientes y constituidas en gobierno de la fraternidad masónica, bajo el titulo de Gran Logia de Londres. Tal fue la obra de Ashmole, para la cual meditó y escribió las tres siguientes bases o grados que es necesario conocer en síntesis cuando se trata de aquel sabio.

Creó el primer grado (Aprendiz), conservando la mayor analogía con la iniciación antigua; enseña la moral, explica algunos símbolos, indica el paso de la barbarie a la civilización e induce a la admiración y gratitud hacia el Gran Arquitecto del Universo, a la vez que hace conocer los principios fundamentales de la Masonería filosófica y sus leyes y usos, al mismo tiempo que dispone al neófito a la filantropía y al estudio. Sus trabajos se abrían en horas, que recordaban las lecciones de Zoroastro.

¿El segundo grado lo compuso Ashmole en 1648, y es una continuación fiel y progresiva de la misma analogía, armonizada con la doctrina de Thales y de Pitágoras. El conocimiento de este grado enseña a levantar el velo que cubre sus nuevos misterios. Admite, pues, los más elevados estudios filosóficos y teosóficos; da la llave de los misterios políticos y religiosos de los tiempos de ayer y hoy.

La sociedad de Rosa Cruz, formada según las ideas de La Nueva Atlántida, de Bacón, en cuya citada época Ashmole volvió a encontrar la antigua iniciación, de la misma manera que halló Mesmer el magnetismo. Favre, en sus Documentos masónicos, profesa casi iguales opiniones y señala a los principales compañeros de Ashmole en sus trabajos reformistas, siendo casi todos ellos personajes eminentes en la sabiduría de aquellos tiempos”

“El libro Ortodoxia masónica, del H. Ragon (1853), es uno de los citados con más frecuencia. Es obra de autoridad para gran número de masones. He aquí de qué manera el H. Ragon la hace revivir; en 1946, una sociedad de Rosa-Cruces, formada según las ideas de La Nueva Atlántida, de Bacón, sociedad a la que pertenecía el célebre Ashmole, y cuyos miembros estaban agregados a la Compañía de los obreros albañiles de Warrington, “juzgaron llegada la oportunidad de renunciar a las fórmulas de recepción de dichos obreros, que no consistían sino en algunas ceremonias, muy parecidas a las usadas por todas las gentes de oficios, cuyas ceremonias hasta entonces habían servido de pretexto a los iniciados para atraerse adeptos. Sustituyéronlas por medio de las tradiciones orales de que se servían para sus aspirantes a las ciencias ocultas...”.

“... La F. R. C., así como era Fraternitas Rosa-Crucis, vino a ser Fraternitas, Roris, Cotti, es decir, Cofradía del Rocío Cocido, lo que no era más que una mera denominación de la piedra filosofal. En 1662, el asiento de la Orden fue transportado a La Haya. De Holanda, la sociedad se extendió rápidamente por varias de las grandes ciudades comerciales, tales como Hamburgo, Nurenberg, Dantzig, Venecia y Mantua. Cambióse también el nombre de su fundador, y Cristian Rosa fue reconocido definitivamente como tal, en sustitución del problemático Cristian Rosencreutz.

Al igual que en Holanda y en Alemania, esta sociedad tuvo durante algún tiempo numerosos partidarios en Inglaterra. Allí, el terreno había sido preparado hasta cierto punto para recibir esta, semilla por el doctor Roberto Fludd, conocido generalmente bajo el nombre de Fluctibus. Era éste un médico de Londres, oráculo supremo de los misterios británicos y de los teósofos. En el número de sus adeptos se contaron también Bacón de Verulam, Elias Ashmole y el alemán Mayer, médico del rey Rodolfo. Las reuniones se tenían en tanto secreto, que generalmente esta sociedad se consideró como imaginaria; sin embargo, no cabe la menor duda de que, en 1662, existía un establecimiento en La Haya y otro en París en la misma época, afirmándose por muchos que llegaron a extenderse por toda la Europa, subsistiendo hasta principios del siglo XVII, en que fueron reemplazados por los Rosa Cruces alemanes.”

“Rito de los hermanos de la Rosa Cruces de oro o Rosa Cruces alemanes.—Como dejamos dicho en el artículo anterior, los Hermanos Rosa Cruz llegaron a extenderse, fundando muchos establecimientos en todos los países de Europa. Introducidas sus prácticas en la Francmasonería a raíz de su reforma, esta fraternidad llegó a obtener el mayor éxito en algunos puntos, y muy especialmente en Alemania, en donde subsistieron hasta 1750, en cuyo año cesaron en sus reuniones por la muerte de su jefe. “Pero la alquimia—dice el hermano Clável—ofrecía a los charlatanes una mina demasiado preciosa para que dejaran éstos de explotarla; así es que se apresuraron a establecer numerosas Logias herméticas, que se multiplicaron rápidamente, porque sus misterios excitaban la curiosidad y la avaricia en el más alto grado, gérmenes ambos que, aunque ocultos, suelen existir siempre en el corazón del hombre, siendo muy fácil, por tanto, despertarlos y desarrollarlos.” Así es que, en 1777, se fundó en Alemania una sociedad que llegó a hacerse poderosísima, y que, de conformidad con las doctrinas de los antiguos Rosa Cruces, prometía la revelación del secreto de la gran obra y él de la panacea universal», etcétera.

Según la relación histórica que se tenía por más autorizada en Alemania, y que el barón de Gleichen dio a conocer en el “Convento” de París, en 1785, los Rosa Cruces afirmaban que ellos eran los legítimos autores y superiores de la Francmasonería, cuyos emblemas, explicaban herméticamente.

Sin mayor glosa del texto, cuya ortodoxia masónica es indiscutible, diremos que Elias Ashmole era un judío. Un judío kabalista, precisamente. No es detalle leve: la Kábala es en los judíos, podríamos: decir, un “hecho diferencial”; algo que, si es apreciado en su justo valor, evita incurrir en la estupidez o crimen del antisemitismo. Porque nos permitirá, histórica y políticamente, identificar a la secta formada por judíos, ateos, no mesiánicos, panteístas, materialistas, financieros o revolucionarios, cuya empresa secular es la destrucción del Cristianismo y la esclavización de los cristianos. Esa es la secta conspiradora kabalista, si le damos el nombre primero que tomó en el siglo I de nuestra Era, sin perjuicio de mostrarse sus ramas, filosóficas, heréticas, políticas y sociales con muy diferentes nombres a través de los siglos, y que, por ser sus sectarios de la raza judía, pueden beneficiarse con un perfecto camuflaje y pasan así por miembros ordinarios de la religión, de la comunidad y de la nación de Israel ante los pueblos de las demás razas y naciones. Y ese solo hecho, dada la ignorancia científica general de los cristianos, hizo nacer el antijudaísmo, indistinto, sin discriminación, que acusó al pueblo entero, a la raza israelita en pleno, de cometer el secular crimen de lesa Humanidad, de lesa Cristiandad, pero que sólo es obra de una fracción mínima judía; obra de la secta conspiradora y criminal—hoy, financiera-comunista—, a la cual “Ellos” le dieron al fundarla el nombre de Kábala. Si bien es verdad que San Juan Evangelista, en sus Epístolas, ya los identifica y define más exactamente. Para el Predilecto, son “Ellos” los que niegan que Jesús es Dios; por lo cual, él los llama con su nombre más propio y radical: Anticristo. Y el Anticristo “Ellos” son.

Sean estas contadas líneas, y Dios lo quiera, incitación para teólogos y filósofos católicos si quieren rasgar el intacto velo del misterio de la herejía y la filosofía occidental a la luz tenebrosa del bestial y atómico amanecer apocalíptico.

Pliega tus alas, ¡oh imaginación!...

“El Señor mandará la vara de tu poder fuera de Sión: sé tú el que mande en medio de tus enemigos.”

Este versículo bíblico ha estampado Israel Zangwill antes de “radiografiar” al espíritu y al Estado de la Inglaterra victoriana, dirigiéndolo a la “esfinge” del “Premier”: Disraeli.

La Masonería es el cuerpo cristiano apóstata donde ha encarnado la Kábala su alma. Inglaterra es la primera nación en cuyo Estado “manda en medio de sus enemigos”, sea directamente un judío legítimo, Disraeli; un semijudío, Chamberlain, o un anglosajón de raza, masón, Churchill.

Esto, si creemos que son los “Premiers” el mando político auténtico; pues si creemos que el mando es asumido en Inglaterra por el rey, leed:

“La mudanza política (en España) de fines de 1874—la Restaura­ción—, amenazó a la Masonería con un nuevo estado de persecuciones parecido al de 1818.

Paralizáronse los trabajos, tanto que en algunos puntos no han vuelto a restablecerse, hasta que se vio que, merced, sin duda, a la necesidad de contar con las fuerzas liberales para la represión carlista, no se ensañó la autoridad como en otros tiempos, si bien fue preciso continuar los trabajos con sumo recato.

Así pasaron las cosas un año, hasta que, en principios de 1876, ocurrieron dos sucesos importantes: uno, la muerte del Gran Maestre y Gran Comendador, don Ramón María Calatrava, acaecida en febrero; y otro, la venida del Príncipe de Gales—luego Eduardo VII— y sus visitas a Madrid en abril y mayo.

El primer acontecimiento trajo por resultado la elevación en junio a la dignidad de Gran Maestre y Gran Comendador al Marqués de Seoane—iniciado por un masón inglés, ya lo hemos visto—y la visita del Príncipe de Gales; procuró la entrevista que, como Gran Secretario y Delegado del Grande Oriente Nacional, tuvo con él en la Embajada inglesa, interesando al Príncipe, Gran Maestre de la Masonería inglesa, para que abogase cerca de elevadas—¡quién serían las “elevadas”!—personas para una situación de la Masonería española, análoga a la que ocupa en el resto del mundo civilizado, teniendo la satisfacción de ver acogidos sus votos, así como el diploma de grado 33 del Oriente Nacional que le entregó, según consta en la comunicación pasada de orden de dicho Príncipe al Grande Oriente Nacional por el embajador de Inglaterra en aquella época”.

Demasiado claro el texto. El que sería pronto Eduardo VII de Inglaterra y arquetipo del monarca masón viene a Madrid dos veces, en abril y mayo de 1876, y “aboga cerca de elevadas personas”, cerca del jovenzuelo Alfonso XII y del Orleáns, duque de Montpensier, para que se conceda libertad a la Masonería. Es decir, que se le conceda impunidad a la traición. 

* * *

La Restauración es una gran tragedia, dividida en tres actos y con apoteosis final:

Es el primero la derrota de los Ejércitos de la Tradición, al hacer creer a la nación que la Restauración es el “Estado católico”, pues “católico” es el Rey, ocultándole que es un masón, cuando la Restauración sólo es el “caldo de cultivo” para los gérmenes de la Revolución, cuando se hallan a punto de ser exterminados.

Es el segundo acto la pérdida de los últimos residuos del Imperio, previa la traición de “organizar la derrota” de nuestra Escuadra.

Es el tercer acto la guerra de Marruecos, aquella sangría inacabable, “derrota organizada” desde Madrid, que nos cuesta torrentes de sangre y de riqueza, y que provoca, explotada por sus mismos autores, el odio de las masas ignaras contra el Ejército español, cuando él es la primera y ensangrentada victima de la traición.

Y ese odio masónico-marxista, provocado por los “organizados desastres marroquíes”, fue el que trajo la República, previa eliminación de los militares, que pusieron fin con su gloriosa victoria a las derrotas, suplantándolos inmediatamente con los que durante quince años las habían organizado.

Y es la terrible apoteosis del drama la República: despedazamiento, esclavitud al comunismo y asesinato nacional.

He ahí todo el drama de la Restauración, “caldo de cultivo” de la Revolución; a cuyo drama, si se le quiere hallar un principio vinculado a un hecho especifico, ese hecho es aquella intervención del futuro Eduardo VII en favor de la Masonería, gracias a la cual ya tuvo siempre la traición impunidad...

 

VICTORIA EUGENIA DE BATTENBERG

REINA DE ESPAÑA

 

La curiosidad popular y política crecía y los rumores aumentaban sobre cuál sería la Princesa elegida por el Rey para esposa. En su más temprana juventud apuntó ya la ironía en Don Alfonso de Borbón. Así; llegando, a él con frecuencia los rumores populares y políticos a través de palatinos y cortesanos, un día, cuando sus Ministros se disponían a celebrar Consejo en Palacio, les preguntó:

—¿Con quién me han casado ustedes esta mañana?

—¡Su Majestad lo decidirá con más acierto!—contestaron.

—¡Nada de eso! Yo sólo puedo indicarles a ustedes mis deseos, que luego las Cortes aprobarán o no. ¿Han olvidado los preceptos de la Constitución?

A los pocos meses, Don Alfonso remataba su ironía bautizando su balandro con el nombre de Reina X, aludiendo a la incógnita de su elegida.

La curiosidad popular en torno a los matrimonios regios está inspirada por móviles muy diversos. Entra en juego la curiosidad, el deseo de presenciar un acontecimiento grandioso y un tanto pintoresco y, por fin, ese natural sentimiento de los pueblos que los impulsa siempre a querer ver en el Rey a un hombre de verdad, con los mismos amores y problemas de cada cual.

La curiosidad política es inspirada por el cálculo, ya que un matrimonio del Rey ha de indicar cuál es y ha de ser la orientación internacional del Estado durante su Reinado. Algunas veces ha fallado la regla en ciertas naciones y las alianzas han cambiado de signo, pero han sido excepciones. Un matrimonio regio prejuzga o confirma la aproximación de la nación a la de aquella Princesa elegida para su Reina. Tal el caso del Rey español. Es un hecho que nuestra política internacional durante su Reinado fue —hasta donde fue posible y un poco hasta donde fue imposible— concorde, casi de alianza, con la británica; tan sólo le faltó para ser alianza real que España hubiese luchado junto a Inglaterra en la Primera Guerra Mundial.

La realidad expuesta es una “constante” del último Reinado. Si fue un bien o un mal para España y Monarquía ya lo veremos, hasta dónde se puede ver e intuir, a lo largo de nuestra obra.

Sólo anticipar que la entente constante y casi alianza es algo con gravitación acusadísima en los destinos de España y de la Monarquía durante todo el Reinado. Algo innegable aun cuando casi nadie haya querido ponderar tan importante factor en la vida nacional.

Y, de momento, sólo esto más: el matrimonio del Rey con la Princesa Ena de Battenberg, aumenta y consagra la subordinación de España a Inglaterra, cuya hegemonía y grandeza imperial fue obtenida, siglo tras siglo, a costa de las derrotas y decadencia de nuestra Patria basta con yuxtaponer los mapas imperiales británico y español para verlo gráficamente—y el enlace de la Casa Real española con la británica significaba resignación, conformarse con la mediocridad nacional, olvidar ofensas y reivindicaciones; en fin, renunciar a todo ideal de grandeza... más aún, reforzar con nuestra internacional —ya que no, como se pretendió, con sangre del Pueblo español—el poder del Imperio vencedor, del que tenía en nuestro costado esa lanza mortal de Gibraltar y estaba más decidido a perpetuar la decadencia nacional, como garantía de sumisión y de que jamás podríamos amenazar su más vital ruta marítima imperial.

ELECCION DE ESPOSA

Alfonso XIII visitó Londres el día 5 de junio de 1905, permaneciendo en la capital británica sólo cuatro días. El Rey había cumplido los diecinueve años.

Está confirmado que su propósito era pedir la mano de una de las hijas del Duque de Connaught; al parecer, de Patricia, sobrina de Eduardo VII, cuyo retrato admiró previamente Don Alfonso.

¿Por qué no fue así? Los cronistas han hablado del “flechazo” al encontrar en la Corte británica a la Princesa Ena de Battenberg, otra sobrina del Rey británico, pero de menor rango dentro de la jerarquía de la Casa Real que Patricia de Connaught.

En cambio, las noticias de la época hicieron saber que Eduardo VII, con toda delicadeza, denegó la mano de Patricia y mostró su agrado si la elegida era Ena.

El autor, habiendo estudiado algo la personalidad política y amistades de Eduardo VII, se inclina decididamente por la segunda versión, con más base política y menos imaginación romántica.

Según las crónicas de la época, Alfonso XIII dio cuenta de su elección a los Ministros con esta desenvoltura:

—Señores Ministros: no tengan ustedes más preocupaciones; ya he encontrado nombre para mi balandro.

Don Alfonso ve de nuevo a su novia unos seis meses después de conocerla; durante esos meses ambos han intercambiado correspondencia. La Princesa Ena, acompañada de su madre, se halla invitada en el Palacio de la Princesa Federica de Hannover, en Biarritz. Las relaciones no son aún oficiales y Don Alfonso puede alojarse también, como invitado, en el Palacio de la Princesa Federica. Pero, muy pronto, en la misma residencia principesca, se tomaron los dichos, y como la etiqueta prohíbe que un regio prometido habite bajo el mismo techó que su novia oficial, el Rey marchó a residir en San Sebastián, desdé donde, al volante de su automóvil, iba todas las mañanas a Biarritz derrochando velocidad.

El matrimonio marchó veloz. A los dos meses, el 12 de marzo, Montero Ríos, Presidente del Senado, anunció oficialmente a la Alta Cámara las relaciones del Rey.

El 24 de mayo salía de Londres la Princesa Ena para España. El Rey la esperó en Irún.

En San Sebastián se celebró la ceremonia del bautizo católico; ya diremos.

Acompañada la Princesa por su madre, ambas se alojaron en el Palacio del Pardo, hasta el día de la boda.

Bien trabajada la opinión por la prensa, pues la izquierdista, casi monopolista, se mostraba entusiasta de la Princesa inglesa, el regocijo general fue grande. Los pocos periódicos tradicionalistas e integristas que combatieron el matrimonio con la Princesa Battenberg por razones patrióticas no fueron escuchados por la masa popular ni aristocrática.

Hubo recepciones en Palacio, en las cuales se volcaron lujos y alegrías. Los regalos llegaron desde todas las partes del mundo y de Es­paña. Desde las valiosas joyas hasta el blanco borrego, regalo del campesino ingenuo.

Diez mil piropos, le fueron ofrecidos a la futura Reina en una álbum desbordante de gracia e ingenio español.

El Rey regaló el vestido, según manda el protocolo; de raso blanco y plata. Era obra de cuarenta bordadoras que con sus manos lo habían esmaltado de plateadas flores de lis.

* * *

El autor es un español y el serlo determina de manera fatal sus palabras al verse obligado a escribir sobre una mujer.

Que sea la mujer una Reina, que sea Reina de España, es lo accidental para la libertad de nuestra pluma; lo radical es ante todo su feminidad.

Sin el imperativo insoslayable de la verdad histórica y el del patriotismo, ni siquiera hubiéramos escrito el nombre de la Reina en estas páginas. Y si alguien, antes que nosotros, hubiera incorporado al reinado de Alfonso XIII siquiera lo esencial sobre la gravitación personal de Doña Victoria en el mismo, también nos abstendríamos de nombrarla, limitándonos a la oportuna referencia.

Pero, apelamos al testimonio de nuestros lectores: ¿Qué han dicho los historiadores del último Reinado sobre Doña Victoria Eugenia de Battenberg? Será fácil para todos recordarlo: que era una Princesa inglesa muy bella, casada por amor con Don Alfonso XIII de Borbón.

¿Qué más leyeron referente a su calidad humana y de Reina?

Ni una palabra más. Tan sólo aparecerá su nombre allí donde lo marca el protocolo, con el apéndice de un adjetivo, también protocolario. Y si los acontecimientos, aun siendo algunos tan trágicos, ponen a su persona en el trance más dramático, se diría que la prosa protocolaria nos habla de una marmórea estatua coronada, sin pasión, sin vida, sin amor, sin angustia humana.

¡Cómo debió sentirse defraudada con Victoria Eugenia esa des­bordante y humana pasión española por la realeza!... El español quiso—¡y cómo los quiso!—humanos a sus Reyes... los amó hasta siendo pecadores, si humanos y españoles eran. Quiso siempre nuestro pueblo sentir latir de corazón a corazón esa humana y cristiana corriente cordial entre Señor súbdito; comunión de álgida tensión en eso tan humano, pero tan sutil, que le hace sentirse al pueblo uno e igual a sus Reyes en su Patria y en su Dios.

¿Percibió nadie algo así entre la Reina Victoria y el pueblo español?

¡Y cómo buscó eso nuestro pueblo desde el primer instante que la vió!

En las cansadas retinas de la Reina no puede haberse borrado la Imagen de aquella su primera entrada en la Corte madrileña.

Ella lo ha dicho:

“Una multitud entusiasta, de la que partían piropos de un sabor españolísimo, llenaba todo el recorrido hasta San Jerónimo”.

Victoria Eugenia me confesaba, después, que su entrada en Madrid la había producido un gran desconcierto. Habituada a las multitudes frías de su tierra natal, a la severidad inglesa que ignora las explosiones de entusiasmo, se creyó encontrar entre locos al oír las exclamaciones de los madrileños, que a su paso arrojaban flores, sombreros, banderas, cuanto tenían a mano, diciéndole galanterías que hubieran sido irrespetuosas de no haber estado dotadas de tal sinceridad.”

Así nos da cuenta su amante tía, la Infanta Doña Eulalia de Borbón, del “complejo” producido en Doña Victoria por el pueblo español:

“Creía estar entre locos”.

* * *

Dos aspectos biográficos de la Reina vamos a tratar en este capítulo. Podríamos analizar varios más, pero nos abstendremos. Los dos a los cuales aludimos son: Religión y Salud.

Uno, como se puede jugar, está fuera de su libre albedrío, por tanto, es ajeno a su responsabilidad personal. En cuanto al primero —Religión— desde luego, a la edad en que se casa, es de su libre elección, es de su responsabilidad; pero con estos enormes atenuantes: haber nacido en un Estado protestante, de padres también protestantes, y ser nieta y sobrina de la Reina Victoria y del Rey Eduardo de Inglaterra, cabezas visibles de la más poderosa secta protestante, la llamada Iglesia Anglicana.

El monárquico alfonsino más fanático, deberá concedernos que no podemos limitar más el ámbito histórico de la Reina Victoria Eugenia.

Ciñéndonos a los dos puntos mencionados, con cualquier hecho, alegación o juicio le será imposible al autor macular o rozar el honor o ¡prestigio de Doña Victoria Eugenia. Dentro del área donde voluntariamente nos encerramos, nadie podrá imputarle a ella ninguna culpa, responsabilidad o veleidad, pues nada, en absoluto nada, de cuanto hallará nuestro lector dependió de su voluntad personal.

No satisfechos con la limitación que gustosos nos imponemos a nosotros mismos, trataremos de no hablar de Doña Victoria Eugenia por nuestra propia cuenta, limitándonos a la inserción de unos precisos y autorizados textos en relación a los dos aspectos cuyo estudio hemos anunciado.

PROTESTANTE

La Princesa Ena, de Battenberg, es protestante.

En algo había de ser único el Rey Alfonso XIII. Desde Recaredo, que sepamos, ningún Rey de la secular Monarquía española se casó nunca con mujer nacida y educada fuera de la Iglesia Católica.

Evidentemente, la religión de una persona en edad de razón es algo dependiente de su voluntad y, por tanto, de su responsabilidad; esto es en absoluto cierto, y, tenido en cuenta, se verá que con Doña Victoria Eugenia llevamos al extremo nuestro propósito al estimar en ella la religión anglicana como algo ajeno a su decisión; cuando, concediendo lo máximo, sería protestante por causa superior a su voluntad, como es la “razón de Estado”; y, por ser Victoria Eugenia Princesa de la Casa Real inglesa, sería la “razón de Estado” de Inglaterra. Tenga constancia. También la Monarquía española realizó enlaces por “razón de Estado”. Son esos casamientos gloria de toda Casa Real, pues en ellos culmina su misión de servicio, llevando hasta el tálamo nupcial su sacrificio. Pero la Casa Real de España se puso a si misma un límite; no traspasado jamás en el transcurso de los siglos; límite no trazado por ninguna conveniencia personal, sino por algo de mayor trascendencia, superior a política superior a la Historia, impuesto por la razón metapolítica; límite fijado por la Religión.

Acaso, el heterodoxo, creyendo hallar en esa “constante” histórica de la Casa de Castilla una subordinación de lo nacional a lo religioso, del Estado a la Iglesia, se crea con derecho a lanzar contra nuestra! Realeza una “excomunión” laica, con apariencia patriótica.

Como esa “excomunión” heterodoxa pudiera impresionar a los pazguatos, importa darle anticipada respuesta.

Con la mayor concisión, esa respuesta la dio ya el autor hace años y ahí está:

“Sabe España vivir una Historia que supera con sus gestas insignes y reales el poema épico de Homero, forjado a fuerza de divinas, fantasías en ámbito sin fin de la quimera. Y vemos asombrados que aquellas hazañas mitológicas de dioses y titanes quedaron muy pequeñas al lado de nuestras heroicas conquistas imperiales, hijas del ím­petu y coraje, no de míticas deidades, sino de hidalgos, frailes y porqueros españoles.”

Nadie suponga al leer estas palabras que ellas encabezan ningún, himno megalómano, elevando al hispano a categoría de super-hombre. Si nos tentara tal torpeza, pronto descenderíamos del pedestal de nuestro orgullo al mirarnos sumidos con frecuencia en lodazales de importancia y desgracia. No nos quitó Dios nuestra capacidad auto­crítica, librándonos de caer, además de en la desgracia, en el más feroz de los ridículos. Don Quijote sigue llevando por escudero a Sancho Panza.

“No es un semidiós el español; no lo es, ni lo creyó jamás, pero ahí están sus hechos sin par entre las hazañas de los hombres”. Y ese gran enigma planteamos a la “Filosofía de la Historia” con el Hecho español; muy digno de basar una hermosa teoría. Yo invito a mis amados filósofos históricos, auténticos poetas, a que lancen sus geniales destellos sobre la causa incógnita que es capaz de proyectar a España hacia el .mismo cénit radiante de la Gloria, pero de la que cae luego en vertical desplome. ¿Cómo así, si es la misma España? Porque diríase que el mito de Icaro se repite a lo largo de la Historia Patria.

En tanto nos llegan, plenas de autoridad y ciencia, esas esperadas teorías, me permito ensayar una, humilde como mía.

Pasando mi visión miope, por la ignorancia corta, sobre los inmensos horizontes de la Historia, percibo dos caudalosas fuerzas conjugadas en esos instantes de la España cenital.

Una fuerza es vital y horizontal; límite en el limitado mundo: HUMANIDAD.

Y la otra, mística, vertical; sin fin humano: DIVINIDAD.

¡Humanidad y Divinidad! Esta es la suprema ecuación del espíritu hispano, geometrizada en una Cruz: horizontalidad humana y vertical de Dios.

Así, desde que alumbra el mundo la Idea de Cristo—Espíritu, ímpetu ascensional hacia la Divinidad—España es la PROTAGONISTA en los cuatro grandes asaltos que sufre la Cristiandad: Islam, Reforma, Revolución y Comunismo.

En los veinte siglos de nuestra Era sólo cuatro veces se lanzan fuerzas a impulsos de una idea con potencia bastante para torcer los destinos cristianos y católicos del mundo. No hay más que esos cuatro movimientos que ponen a la Nave de Pedro en trance de zozobrar. La guerra mundial última, hecho de volumen material parejo, tiene móviles y destinos confusionarios. Ninguna idea metafísica guía las fuerzas antagónicas; no hay sentido religioso en las banderas en­frentadas. Y ése es el motivo trascendental que mantuvo a España neutral y ausente.

Asistimos hoy al cuarto asalto lanzado contra la Cristiandad.

Las torvas fuerzas del Materialismo, al aire sus rojas banderas ensangrentadas, llegan del bárbaro Oriente satanizadas. Su lógica línea de invasión parece que no debiera pasar primero por España; recta ruta le ofrecen la Turquía laica, la Checoslovaquia masónica y la Rumania judaizada hacia centros vitales europeos, emporios de riqueza y poderío; pero igual que el Islam, la Reforma y la Revolución, el Comunismo busca herir, antes que nada, el corazón de España.

Diríase que a ese genial e incógnito estratega que dirige sus fuerzas al asalto, le importa mucho más que los ricos países europeos adueñarse del mágico talismán del espíritu Cristiano que se guarda Intacto tras el bastión de las sierras castellanas. Piensa, sin duda, que vencida España, vencido será el Mundo.

Y acierta.

Acaso, crea nuestro lector que lo copiado está escrito hace unos años, después de la segunda guerra mundial, por aquello de que... “la guerra mundial última tiene móviles y destinos confusionarios. Ninguna idea metafísica guía las fuerzas antagónicas; no hay sentido religioso en las banderas enfrentadas. Y ese es el motivo trascendente que mantuvo a España neutral y ausente.”

No, lector; eso está escrito y publicado en 1937, cuando nuestra Cruzada hace sólo unos meses que ha empezado.

Adviértase cómo y con qué justeza conviene a la última guerra mundial y cómo está razonada y prevista la neutralidad y ausencia de España en ella. “Ninguna idea metafísica guía las fuerzas antagónicas.”

¿Qué consecuencia debemos extraer de tal realidad histórica?

Sencilla, muy sencilla, a nuestro parecer:

España es una entidad metahistórica en lo universal. Ese y ningún otro es aquel Destino de la poética definición de José Antonio. Destino trascendente, religioso: metahistórico.

Pero, exactamente, definidamente, ¿cuál?.

El Verbo de España—su esencia, estado y acción—lo dice desde hace siglos; desde que España es.

Nos lo dice la Historia: “España es PROTAGONISTA en los cuatro grandes asaltos que sufre la Cristiandad: Islam, Reforma, Revolución, Comunismo.”.

Es protagonista en esas cuatro epopeyas la misma España que sufriere sin reaccionar—adviértase bien— la invasión de fenicios, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, suevos, alanos, godos… en cuyas invasiones el español se mantuvo indiferente, sin sentir herida ni perdía su libertad e independencia; guerrero deportivo él, sólo luchaba por placer; hoy, con Aníbal en Canas; mañana con Escipión en Zama. Guerrero deportivo el ibero, pero de valor indómito y legendario ya en tiernos de Aristóteles, cuya fama cantan los vates de la Hélade.

¿Cómo así? ¿Cómo no siente su Patria este guerrero ibérico y lucha sin sentido en favor de uno y otro invasor de su suelo?

Mas he ahí a ese mismo español, al que soportara invasiones y dominios de cartagineses, romanos, vándalos, alanos, suevos y godos; al que luchara en favor de unos o de otros; he ahí al mismo, exactamente el mismo, cuando una nueva y formidable invasión llega, volcando en sus costas, oleada tras oleada, siglo tras siglo, las innumerables masas asiáticas y africanas del Islam. ¿Entonces, qué?. ¿Se somete otra vez el español? ¿Marcha otra vez el indómito guerrero Ibérico con el agareno, como marchara con Aníbal, contra Roma?

¡Ah!, no. Aquel guerrero español lucha durante ocho siglos, en una epopeya como no presenciara jamás la Historia Universal, contra la más formidable y reiterada invasión que sufriera España, en los pausados siglos.

¿Por qué, si era aquel mismo español, carente de sensibilidad y amor para su independencia y libertad?

¿Qué pasó, señores filósofos de la Historia, para ese cambio tan radical en él?. ¿Por qué ahora lucha él y antes no?.

Vuestro sectarismo o pazguatez os tiene cerradas las bocas desde hace muchos siglos frente al acontecimiento más elocuente y asombroso de toda la Filosofía de la Historia.

¿Qué ha pasado en el español para que ya sienta—¡y cómo!—en su entraña el patriotismo, para que él ya sea España?

Sólo una cosa, una pequeña cosa para la Filosofía de la Historia. El español, con su Rey Recaredo, se hizo cristiano, cristiano total y auténtico; cristiano el ciudadano y el Estado, cristianos católicos y romanos. Y, desde entonces, aquel indómito guerrero ibero, cuyo valor era ya legendario en tiempos de Aristóteles, halló para él y su Patria sentido y razón para vivir, luchar y morir como nación y hombre; halló ley, principio y destino; halló Verdad en su digno Señor, en Jesucristo.

Y de ahí, sólo de ahí, que España, ajena e indiferente ante toda lucha materialista, sea PROTAGONISTA en los cuatro grandes asaltos con decisión metafísica que sufriera la Cristiandad; Islam, Reforma, Revolución, Comunismo.

Cómo será España PROTAGONISTA—lo vamos a ver nosotros mismos—en el quinto asalto contra la Cristiandad; en ese próximo asa­to del Esclavismo, llamado Comunismo: El anticristianismo, físico, humano y metafísico.

Vista y comprendida España en esa su esencia y alma primera y radical, vista y comprendida como nación que fue y es por y para el Cristianismo, que tan sólo tiene como nación Historia, en tanto ella es PROTAGONISTA de la Cristiandad; y, cuando ya no lo es, todo es decaer, hasta tocar los límites del no ser, de acabar de ser nación.

Así es, y ya se podrá comprender que en España no hay ni puede haber colisión entre lo político y religioso, como no puede haberla en el ser humano entre su cuerpo y su alma, y que ese límite marcado por lo religioso a la española “razón de Estado” en todos los órdenes, como sucediera en los matrimonios de nuestros Reyes, no es nunca subordinación de lo político a lo religioso, sino fidelidad de España a sí misma. No es traicionar a su “razón de ser”; porque, precisamente, la “razón de ser” es la auténtica “Razón de Estado”.

¿Está entendido?

* * *

Queda registrado el hecho insólito y único en la Historia de España; en el Trono de Isabel la Católica y en el Felipe II de España y I de Portugal se ha sentado junto a Su Católica Majestad, como esposa y Reina, Victoria Eugenia de Battenberg, nacida y educada en la religión anglicana; ella es protestante hasta pocos días antes de llegar a ser Reina de España.

No tenemos noticia bibliográfica referente a su abjuración y bautismo; algo tan importante no debe haber sido tenido muy en cuenta por los biógrafos de la Monarquía, tan atentos a encajes, blondas y joyas de las “toilettes” reales.

Tan sólo Romanones hace alusión, muy de pasada, en doce líneas:

“Con gran tacto dirigió Moret los preliminares de la boda, tarea delicada por pertenecer la Princesa a la religión protestante, circunstancia despertadora de inquietud para un pueblo en que ¡a intransigencia religiosa ha sido siempre nota característica.

“La ceremonia de abjuración y del bautismo después, produjeron, según nos refería Moret, honda emoción. Con muy buen acuerdo, ambos actos se verificaron en San Sebastián, presidiendo en todo ello, lo que franceses llaman “savoir faire”.

“¡Savoir faire!”. Así debió decírselo al Conde su Jefe político, el masón Moret. Sin duda no se le ocurre al h. Cobden, organizador de aquello, una palabra española para calificar las ceremonias; sin duda, nuestro idioma le resulta poco flexible y demasiado duro.

No juzgaremos ni aludiremos a la sinceridad del bautismo y abjuración de la Reina; sería entrar en el sagrado recinto de su conciencia, y eso nos lo vedamos a nosotros mismos.

Lo que pudiera restar en ella de su anterior religión, de esa religión oficial de Inglaterra, guardadora del principio semita popularizado —según la califica Israel Zangwill—, algo incógnito e ignorado, para nosotros, que ni siquiera intentamos investigarlo.

Si pudo influir o no en su esposo el Rey, en sus hijos, en la Corte y en la política del Reinado, la formación sentimental, ética y cultural dimanada de la herejía profesada por Victoria Eugenia hasta días antes de ocupar el Trono, es algo tan sin elementos conocidos para poderlo juzgar con exactitud, que, habiendo tanto peligro de incurrir en error, nos abstenemos hasta de conjeturar.

Que pudo influir, y seguramente influyó, en los avatares del Reinado, en la propia familia y en la sociedad española con cierto poder “plasmático” la primigenia formación y observancia herética de la Reina, no sería difícil inducirlo por sólidos indicios. Es más; fácil sería identificar la trayectoria objetivamente heterodoxa del último Reinado con la protestante; pero serla juicio temerario afirmar que la citada identidad tenía como eslabón de engarce un cripto-protestantismo de la Reina; afirmarlo, insinuarlo siquiera, entrar en el recinto de su conciencia, que nos hemos vedado a nosotros mismos.

Nos abstenemos de juicio e inducción. Tan sólo nos permitimos señalar que se incurrió en esos peligros en el orden religioso y ético al decidir sentar en el Trono de Isabel a una Reina protestante ayer.

Sólo esbozadas las tremendas consecuencias que para España pudo acarrear una Reina nacida y educada protestante, abandonamos delicadamente el tema.

Afortunadamente, ningún miembro de la Familia Real, de los que alguno por imperativo de Ley podría reinar, ha reincidido en elegir por esposa a ninguna Princesa protestante.

Es un peligro alejado para la Monarquía española. Nos complace; porque no existirá esa ilegitimidad de ejercicio para forjar la unidad Monárquica, tan imprescindible para España.

HEMOFILIA

Naturalmente, no hablaremos del aspecto patológico de esta terrible y misteriosa enfermedad.

Misteriosa la llamamos, porque la patología se halla en el terreno de la hipótesis mucho más que dentro del clínico en el conocimiento de la hemofilia.

Por experiencia se sabe que ataca más violentamente a los varones, que muy difícilmente pueden llegar a la juventud, y se transmite, principalmente, a través de las hembras, tanto por herencia, caso el más frecuente, como por contagio.

Desde un punto de vista político, parece una enfermedad a la medida para destruir o cambiar el rumbo de las monarquías.

Algunos han pretendido que la hemofilia es una enfermedad “bíblica”; es decir, judía; creyendo que la hemofilia heredada y transmitida por las hembras de la familia Battenberg procedía de algún ascendiente judío.

No es verosímil. Lo que parece cierto es que la hemofilia sea una enfermedad hereditaria de la familia ducal de Hesse.

Una prueba de fuerza es que Alexi, el último zarevitch de Rusia, era hemofílico, y su madre era nacida Alicia de Hesse, hermana del Gran Duque de Hesse; de la rama primogénita de la casa ducal, no entroncada por otro lado con los Battenberg.

Extraña coincidencia. Rusia y España son las dos naciones elegidas, según Lenin declarara, para instaurar en ellas el Comunismo antes que en ninguna otra, Y, cosa notable, a Nicolás II y Alfonso XIII los casan con dos Princesas de dos ramas de la casa Hesse, con dos mujeres que han de transmitir a los dos herederos del Trono, Alexi y Alfonso, la terrible enfermedad que hizo de sus dos vidas aquellas tragedias que todos recordamos.

Es para volverse supersticioso, reconózcase; ambos hechos tienen calidad, trascendencia y enigma para sospechar la existencia de fuerzas y empresas tenebrosas en la Historia... ¿no es así?

Ignoramos si los políticos responsables rusos fueron advertidos del peligro hemofílico acarreado por el enlace de Nicolás con la Princesa Alicia de Hesse. Pero don Segismundo Moret y Pendergast, el h . Cobden, fue advertido por el Embajador español en Londres de la enfermedad que transmitían las mujeres de la familia Battenberg. Así lo afirma el escritor Ciges Aparicio; hombre de izquierda, masón seguramente, lo cual le califica de favorable al enlace del Rey con Doña Victoria, como lo fueron todas las izquierdas españolas. Agrega el mismo escritor que Moret lo puso en conocimiento de Alfonso XIII, pero que éste, locamente enamorado, no hizo caso. Esto último no pudo ser cierto, como ya veremos; pero, en hipótesis, vamos a suponer, como el citado escritor pretende, que fuese advertido el Rey, y, enamorado locamente de la Princesa Battenberg, despreciase el peligro, decidiendo casarse.

En ese supuesto caso, se hubiera dado una colisión constitucional.

El Código fundamental no permitía los enlaces matrimoniales de los miembros de la Familia Real sin aprobación previa del contrayente por parte de las Cortes.

Sin duda, nadie creerá que el precepto constitucional tan sólo era una potestad dada a las Cortes del Reino para humillar a los Monarcas. Era una precaución legal para impedir el casamiento del Rey con persona no conveniente para los altos intereses de la Patria y de la Monarquía, y en ningún caso más motivado el ejercicio de tal facultad de las Cortes cuando la elegida por el Monarca suponía un peligro la sucesión de la Corona.

Si Moret supo que las mujeres de la familia Battenberg transmitían la hemofilia, en ello había una verdadera “razón de Estado” para oponerse. Si el asunto hubiera llegado a las Cortes, propugnada la negativa por el Gobierno, en la mayoría parlamentaria, que era liberal, hubiera existido unanimidad en desaprobar el enlace; la minoría conservadora también se hubiera opuesto, por razón dinástica, y la extrema derecha ya se oponía por razón patriótica y política. Se hubiera presenciado el hecho peregrino de que sólo votasen a gusto del Rey los antidinásticos; algo con cierta elocuencia... prestándose a muy fundadas sospechas.

Pero Moret, no se apuso, ni enteró a nadie más. ¿Cómo oponerse al enlace de su Rey, con la sobrina designada para Reina de España por Eduardo VII, que para el h. Cobden era el Soberano Masónico de mayor rango y autoridad?

Además, aquel imponente don Segismundo, con sus grandes mostachos y sus barbazas, era delicado, feble, tímido como una damisela, y obedecía sumiso al Masónico chantaje.

Hemos dicho que ni Moret ni nadie dijo al Rey nada de la enfermedad que transmitían las mujeres de la estirpe Bettenberg

Nos informan personas que merecen crédito de que, al ser diagnosticada la hemofilia en su hijo el Príncipe de Asturias, ignoraba si la herencia era suya o de su esposa.

El Rey, según el mismo informe, encargó personalmente al Dr. Marañón de la investigación histérico-clínica, siendo éste uno de los primeros o el primer contacto entre el Monarca y el famoso doctor.

Según la referencia, Marañón emitió un informe atribuyendo a los Battenberg el origen de la enfermedad, y, por tanto, su transmisión. Según nos detallan, halló que un ascendiente varón de la Reina Victoria Eugenia adquirió la hemofilia en la India durante un viaje por la colonia británica.

Nuestro Rey, dentro de la desgracia, se alegró de no ser él quien hubiera legado a su primogénito aquella tremenda enfermedad, y Marañón mereció, a partir de su informe, la gran estimación que le dispensó nuestro Monarca.

Si nuestras noticias son exactas, debemos poner unos reparos al su­puesto informe del Dr. Marañón. Y sentimos chocar una vez más con tan insigne personalidad científica.

Primero, mostrar nuestra extrañeza frente al hecho de que el pretendido primer propagador de la hemofilia sea un varón. Al parecer, esto es muy difícil, pues lo acaecido casi siempre es que se contraiga la enfermedad en el claustro materno. Y, según las historias clínicas, la enfermedad difícilmente se adquiere por contacto ni contagio en otra forma entre personas, como debió suceder para que un Battenberg la adquiriese en la India.

Después, oponer esto: el matrimonio de los Reyes se realiza en el año 1906; el informe de Marañón ha de ser ulterior, ha de darlo tiempo después de nacer el Príncipe Alfonso, el heredero. 

Pues bien, en 1904 nación el Príncipe Alexi, heredero del Trono de Rusia. La hemofilia se manifiesta en el hijo del Zar muy pronto; está desahuciado cuando se recurre a Rasputín, y éste hace su entrada en el Palacio Real de los Zares antes de que se manifieste la enfermedad en el heredero del Trono español, y por tanto, antes del informe de Marañón.

Fue demasiado pública y resonante la enfermedad del Zarevitch, y conociendo Marañón el parentesco por la casa de Hesse entre nuestra Reina y la Zarina ¿para qué ir a buscar a la India el origen de la hemofilia del Príncipe español, que había de ser el mismo que el de la hemofilia del Romanov?

No comprendemos el despiste del insigne Doctor Marañón; su teoría —si existe— no se sostiene y no podemos adivinar el motivo de ir a buscar la fuente de la enfermedad a la India, cuando tan a la vista está en Alemania.

Lo único que tal despiste podía producir era el ocultar que alguien en Londres conocía la enfermedad a transmitir por Doña Victoria Eugenia. Y así alejar la sospecha de que ese alguien pretendiese acarrear a la Dinastía española la misma desgracia que afligía ya a la rusa... porque alguien, de Alto Mando internacional de la Masonería, tenía decretada la destrucción de ambas.

No queremos hallar ninguna relación entre este supuesto error de Marañón y el hecho de que fuera Eduardo VII el Monarca masón más venerado por la Orden internacionalmente, cuyos títulos masónicos llenarían esta página y cuya presencia e intervención personal consiguió en Madrid para el Gran Oriente español las totales franquicias de que disfrutó durante toda la Restauración para mal de Religión, Patria y Trono.

Tampoco queremos relacionar el error facultativo del Doctor Marañón con el hecho de que su suegro, Miguel Moya, fuera un Masón del más alto grado, como lo fue, y que la intimidad Masónica y pro­fana de Moya con el h. Cobden, Moret, el arreglador del matrimonio real y el ocultador de la enfermedad, pudiera influir en el despistador informe médico. .

Ese supuesto informe tendrá por efecto atribuir a la casualidad el que Eduardo VII, el gran “Pontífice” de la Masonería Internacional, negase a Don Alfonso la mano de su sobrina Patria y concediese la de la Princesa Battenberg, transmisora de la hemofilia que pondría en peligro a la Monarquía española. También podríamos relacionar el supuesto informe del Doctor con su parte y arte en el destronamiento del último Rey; en el cual, tanta parte tuvo y tal arte se dio, que presidió el traspaso de poderes de Monarquía a República, de las manos españolas de Don Alfonso XIII, por intermedio de Figueroa Torres, a las judías de Alcalá Zamora.

Y traída la cuestión por el hilo de Marañón, debemos plantearla, y no escamotearla, con toda crudeza y precisión.

¿Fue por un desgraciado azar que el gran “Pontífice” masónico Eduardo VII dio por esposa a don Alfonso XIII la princesa transmisora de la funesta enfermedad que pondría en peligro la descendencia del monarca español?

Si esta boda fuera la primera concertada por Inglaterra con una princesa de la sangre de los Hesse, y al ajustarse no existiese ya una: evidencia tan funesta y resonante como era la hemofilia del heredero del trono de Rusia, cabría dudar. Y también cabría dudar si Rusia y España, como naciones ambas, y los Romanov y los Borbones, como casas reales, no fueran secularmente considerados un peligro para el Imperio británico. Más aún; Rusia y España, cristianas, y sus respectivas monarquías, una por ortodoxa y otra por católica, eran un obstáculo tremendo para la Revolución; para esa Revolución iniciada por la Masonería y rematada por su directa consecuencia, el comunismo. Ese doble obstáculo que eran la monarquía rusa y la española, les acarreaba la sentencia a muerte masónica a las dos, como lo prueba que sean los monarcas de ambas naciones los preferidos para ser asesinados por el “brazo derecho” de la Masonería, el anarquismo. Y por si las dos coincidencias ya señaladas no fueran bastante reveladoras, existe una tercera de resonancia y consecuencia mundial: Rusia y España sufrieron el asalto más formidable de la Revolución comunista, triunfando en la primera y costando un millón de muertos el derrotarla en nuestra Patria.

¿Hay base lógica para llegar a inducir que la hemofilia de que fueron víctimas las estirpes de los Romanov y los Borbones les llegó por una maquinación anglo-masónica?

Sí, porque no sólo existen esos hechos para basar la inducción. Como sabemos, la zarina era una princesa de Hesse, nacida y criada en la corte de su padre, el duque, y educada junto a la reina Vic­toria de Inglaterra, de la que fue dama y lectora. En todas esas pequeñas cortes del Imperio alemán tenían representación diplomática algunas grandes potencias, una representación más bien decorativa y protocolaria. Inglaterra tenía un representante acreditado ante el duque de Hesse; un oscuro y principiante diplomático, un tal Buchanan.

Elegida para esposa de Nicolás II la princesa Alicia de Hesse, aquel oscuro y pequeño diplomático dio un salto insólito en la “carrera”, pues pasó de aquel insignificante puesto en la corte del gran duque, un poco de opereta, a ser embajador ante el zar de todas las Rusias.

¿Qué méritos pudo contraer el oscuro Buchanan en aquella pequeña corte feudataria de Berlín para saltar por encima de tantos diplomáticos de jerarquía tan superior y de políticos y lores a quie­nes por méritos, antigüedad y alcurnia correspondía la Embajada británica en San Petersburgo?

Sin temor a error, se puede asegurar que Buchanan, el insignificante y principiante diplomático, fue quien averiguó la enfermedad que transmitían a sus hijos las princesas de la casa Hesse; él mismo debió de deducir las consecuencias catastróficas que podía producir la enfermedad en ciertas dinastías, y él hubo de sugerir, a tal fin, el enlace de la princesa Alicia con el sentenciado Nicolás, y, como premio a su “genial” intuición, y para explotar los efectos políticos y revolucionarios de la “máquina infernal” introducida en el tálamo imperial, fue acreditado como embajador británico ante el Zar.

¿Quién como él, que discurrió la colocación de la “máquina infernal”? He ahí el secreto del salto en la carrera de sir Jorge Buchanan.

¿Deducción aventurada? En absoluto, no. La Historia más elemental de la Revolución rusa, con testimonios y pruebas de todo género —de príncipes, princesas y bolcheviques, incluido Lenin—, señala a sir Jorge Buchanan como el jefe directo de la conspiración que derribó al Zar.

Y ni una palabra más sobre esto. Sólo resta imaginar la misma maniobra para España, donde contribuye a idéntico resultado, a otro destronamiento.

Vista en toda su trascendencia histórica y en toda su vileza la cuestión de la hemofilia, ¿qué puede reprocharse a doña Victoria Eugenia?

¿Qué podía saber ella de la enfermedad y de las tremendas consecuencias que podía acarrear a su descendencia siendo tan joven cuando la casan?

La rubia y joven princesa sólo pudo ser sin saberlo y sin quererlo una “reina” movida por invisibles y tenebrosas manos en el tablero de ajedrez internacional.

Imaginar lo contrario es monstruoso. Suponer siquiera que haya una madre capaz de concebir unos hijos desgraciados para causar la desgracia de su esposo, de su dinastía y de una nación que la acepta con alegría para su reina, es una iniquidad tan bestial que nos es imposible imaginarla ni como hipótesis en criatura humana.

El fugaz paso de tan monstruosa idea por la imaginación horroriza, ¿no es verdad, lectora?

Doña Victoria Eugenia era madre; y en serlo tiene su titulo más excelso, superior al de reina. La tragedia vivida por ella a la cabecera de sus hijos enfermos no ha inspirado a la literatura unas páginas conmovedoras por su entrañable patetismo, como las merecía.

La zarina, sin duda por su trágico final, inspiró con su calvario maternal ciertas páginas, ciertamente sin la emoción y ternura que su agonía debió inspirar. Aquel apelar de la madre desolada, en fra­caso la ciencia, no sólo a la religión, sino a la superstición y a la magia, que tantas condenaciones provocó, fue un enloquecer a impul­sos del cariño maternal para salvar a su único hijo de las garras de la muerte, que no soltaba su presa.

Ciertamente, locura fue la de la zarina al caer bajo el anodador influjo de Rasputín. Sin piedad alguna, sin un ápice de comprensión, fue insultada ferozmente por todos. Nadie quiso apreciar el origen sublime de aquella sumisión de la soberana al diabólico poder de tal malvado. Para ella era el salvador de su hijo, y de sus poderes de taumaturgo —probados a ella con criminales y hábiles trucos— creyó que dependía su vida... Y apelamos a las madres del mundo entero, ¡qué no haría cada una por salvar la vida de un hijo!

Nadie quiso ver como madre a la trágica zarina; pero así debe ser vista por quien tenga alma humana y por la Historia.

Hemos evocado en las precedentes líneas el patético caso de la última soberana de Rusia para suscitar la comprensión de los lec­tores hacia nuestra última soberana.

La tragedia maternal de ambas es idéntica; pero en su actitud respectiva existe una notable diferencia.

Sin duda, de madre a madre no hay distinción en su amor hacia sus hijos condenados al tormento y a morir; el dolor de ambas ha de ser idéntico; pero en tanto que la zarina es atacada de aquella especie da locura, doña Victoria sufre tan atrozmente como ella, pero con un estoicismo de heroína. Nadie percibió en ella la menor anormalidad; supo encerrar en su pecho aquéllas congojas maternales que martirizaron su vida entera y se mostró a todos inmutable, serena, impenetrable. Acaso aquella impasibilidad casi hierática que se le reprochó por tantos fuera efecto de la suprema tensión de sus nervios para no traslucir ante nadie sus tormentos y llorar sólo hacia dentro.

Y, apelamos de nuevo a las madre: ¿cuál se hubiera mostrado más estoica y serena que doña Victoria Eugenia sufriendo idéntica tragedia?

En cuanto a don Alfonso, creemos que tampoco se apreció con exacto valor la gravitación de la enfermedad de sus hijos sobre él como padre y como Rey.

Con gran dureza, muchos —el último, La Cierva— han condenado a don Alfonso por abandonar su corona el 14 de abril. Aparte de otros factores de importancia indudable, conocidos o no, que revelaremos y analizaremos en su debido momento, el estado del príncipe de Asturias y el idéntico que debió de temer en sus demás hijos, pesó siempre sobre el Rey, pero sobre todo en aquel instante decisivo. Si don Alfonso sabe con certeza que tras él tiene unos hijos capaces de ocupar su trono, le suceda lo que le suceda a él, es muy posible que su conducta en aquel aciago día hubiese sido muy distinta.

Pues él pudo pensar en aquellos momentos febriles, rodeado de cobardías y traiciones: “¿Para qué defender la corona si sólo yo podré sostenerla en tanto conserve la vida?” Y en rauda sucesión, pasarían por su mente tantos trágicos instantes, en los cuales tan sólo por milagro lo salvó. ¡Ah! Si don Alfonso sabe que tenía un heredero fuera del peligro mortal de la hemofilia y capaz intelectual y físicamente de sucederle en el trono.

* *

Quien haya tenido abiertos ojos y oídos no puede negar que un gran sector nacional, entiéndase, auténticamente nacional, ha juzgado con severidad a doña Victoria Eugenia de Battenberg; no como reina, sino como mujer.

No se alarmen los lectores; nada grave, nada que afecte al honor de la reina como señora y esposa. Los que la enjuiciaron con severidad son cristianos y patriotas —por serlo recogemos sus alegatos— y son incapaces de la vileza de una injuria, y menos contra una dama.

Podría el autor sintetizar en unos párrafos cuanto se ha reprochado a doña Victoria Eugenia; pero ello tendría el grave inconveniente de que los monárquicos fanáticos —cuyo fanatismo admiro, alabo y respeto— negarían cuanto no fuera elogio para la señora de sus pensamientos.

Serían injustos con el autor, que cree haber demostrado en este mismo capítulo los altos ideales en los cuales se inspira y hasta donde llega su comprensión, respeto y afecto hacia las reales personas destronadas; pero el fanatismo inspirado por sublimes motivos tiene de magnífico y admirable que no es justo ni razonable.

Por fortuna para todos, los motivos para esos tan severos juicios de los cristianos y patriotas están recogidos en esencia y totalmente dentro de unas páginas escritas, no para condenar ni siquiera criti­car a doña Victoria Eugenia, sino para enaltecerla y alabarla.

Esas páginas fueron escritas por la mano de una infanta de España, por la de su tía Eulalia de Borbón, que sintió por la reina un gran cariño y devoción, y cuyas “Memorias”, de donde las tomamos, fueron previamente leídas y aprobadas antes de su publicación por el jefe de la Casa de Borbón, don Alfonso XIII, esposo de la enjuiciada.

Estimamos que ningún monárquico, por tremendo que su fanatismo sea, querrá ser más defensor de doña Victoria que su propio esposo, que sería, como pretender ser más realista que el rey.

No creemos a nadie capaz de exigir al autor mayor delicadeza para recoger y redactar lo alegado contra doña Victoria Eugenia de Battenberg.

Descontaremos las veces que la infanta Eulalia menciona su belleza, los adjetivos en favor de su inteligencia, bondad, alegría, etcétera, etc. Lo aceptamos todo por cierto; pero a efectos históricos, como se comprenderá, no interesa, la Historia no es un anecdotario, y mucho menos crónica de salones de alta sociedad. A la Historia le interesan sólo sentimientos, ideas y hechos en las personas, y nada más.

Por fortuna, la infanta puede muy bien encerrar en tres páginas cuanto de sentimientos, ideas y hechos ha percibido en su sobrina la reina de España.

Copiamos esas páginas de fuente histórica tan limpia, y, es más, las aceptamos como rigurosa verdad, hasta con puntos y comas. ¿Puede pedírsenos más en favor de la reina?

La infanta Eulalia dice así:

“Victoria Eugenia comenzó por aumentar el número de sus damas, escogiéndolas entre las nobles más bellas y elegantes de la Corte. La vida palaciega volvió así a llenarse de risas ligeras, de perfumes suaves, de gracia femenina. Un soplo de mundanismo penetró en los vastos salones. Perfumes y trajes de París, ligereza de espíritu, femineidad, en fin. Como ello trajo una competencia natural entre las damas y el lujo comenzó a hacerse llamativo, hubo de ponerle coto pensando que la Corte debía dar ejemplo al país y que un exceso de lujo en ella traería el derroche de todos los hogares. Nieta de la Reina Victoria, nuestra soberana no ignoraba sus responsabilidades, ni olvidaba su papel de ser punto de referencia. Se determinó entonces, por sugestión de Victoria, crear un uniforme para las damas de la Corte.

Los modistos trabajaron, ingeniándose para dotar a las damas de Palacio de un modelo elegante y severo en días en que la elegancia y la severidad comenzaban ya a distanciarse. Se convino, al fin, en que el traje sería de lamé con mangas ajubonadas y cola de la misma tela prendida a la cintura. El traje de la Reina fue de lamé de oro, de lamé de plata el de las Infantas, y de color gris el de las damas. Se obtuvo de esta manera un conjunto suntuoso y rico, a la vez que se evitó la dilapidación y se puso margen al lujo entronizado.

La Corte española había sido triste, casi monástica, y la presencia de mujeres jóvenes le inyectó nueva vida. El país pronto lo sintió, también. Desde que Victoria llegó a España, ella fue la guía de la moda madrileña, y con sus usos, se renovaron en nuestra tierra hábitos y costumbres tradicionales que nos mantenían, en algunos aspectos, a la cola de Europa. España había quedado encerrada, desligada de la vida continental, ajena casi al mundo después de un largo período lleno de amarguras y momentos terribles. Sólo cuando, entre gestos de escándalo por parte de las viejas señoras, Victoria Eugenia y sus damas comenzaron a usar pinturas volvió a la península la olvidada moda parisiense de los afeites. Fue también la Reina la primera que se lanzó a las playas con traje de baño, que parecieron escandalosos por el solo hecho de mostrar una parte de las piernas. Pero si se hacían cruces las rezagadas damas, las jóvenes pronto se adaptaban a las novedades, y toda la costa española se llenó de lindas muchachas en plenitud retozando libremente en las olas. Como años después, imitando a la Reina, miles de frescas españolas se tendían en las arenas, desnudas las espaldas, a tostarse de sol.

Desde entonces, todas las modas entraron en España por la Corte y no a pesar de la Corte, como había venido sucediendo desde medio siglo atrás. A medida que las modas se iban haciendo audaces, libérrimas y hasta picarescas, saltaban desde el escenario rutilante de París a los predios de Victoria Eugenia. Ella y sus damas eran maniquíes preclaros que en San Sebastián, en Santander y en Madrid, señalaban normas y trazaban direcciones. Justo es consignar que, gracias a eso, la aristocracia española y la burguesía comenzaron a hacerse elegantes y a europeizarse en sus costumbres.

El pueblo, como en todas partes, miraba con ojos de asombro, pero el desconcierto popular español se hacía mayor por el contraste que ofrecía aquella Corte risueña y ligera, bailarina y frívola, moderna y lujosa, con las que se recordaban desde dos generaciones atrás, austera con María Cristina y aburrida y llena de arrebatos místicos con mi madre. Victoria Eugenia hizo en la moda y en la vida de la mujer española lo que Ganivet pedía para nuestra política, la europeizó. A propósito de cómo el pueblo ignorante veía este cambio en sus costumbres añejas y estos vientos de renovación que soplaban llevándose el polvo de la tradición, recuerdo lo que ocurrid con una vieja servidora mía, estando en San Sebastián, unos años antes de caer la Monarquía.

Una tarde mi criada llegó con los ojos arrasados de lágrimas, sollozando, con voces que eran mezcla de ira y de lamento. Extrañada por aquella actitud en mujer que era flemática y poco bullan­guera, la interrogué.

—Señora—me respondió entre sollozos y haciendo pucheros—, es que la Corte nos está echando a perder a las mozas.

—Pero ¿qué ha pasado?—torné a interrogar, sorprendida por lo que me decía y temiendo alguna trastada de algún aristócrata.

—Vea Vuestra Alteza—respondió la rústica—que mi hija anda pintada y queriendo fumar, porque dicen por ahí que así se hace y que se pintan y fuman las damas de Su Majestad.

No pude reprimir una sonrisa ante la alarma de la buena mujer, cuyo desconcierto y aspaviento, por otra parte, me explicaba. Las españolas se habían habituado a María Cristina y llegaron a confundir el carácter hermético y poco mundano de mi cuñada con los atributos exteriores de la realeza. Varias generaciones no habían conocido otra cosa que reinas tristes, y la alegría espontánea y hasta contagiosa de Victoria Eugenia desconcertaba y levantaba polvareda de crítica en aquel Madrid habituado a divertirse, a bailar y a murmurar mientras la Reina permanecía como una prisionera en Palacio.

Estos soplos de renovación y esa lucha entre lo moderno, que pugnaba por imponerse, y lo antiguo, que se hacía critica mordaz y agresiva en los desvanes en que las viejas burguesas murmuraban, agitó beneficiosamente el espíritu español”.

Y terminemos este escorzo de biografía de origen familiar con una última cita. La única en la cual hay alusión a lo maternal de la reina, por referirse a la educación de sus hijos:

“Al regresar a mi patria después de una larga ausencia, había yo encontrado en el Palacio Real una nueva generación. Los seis hijos del Rey constituían ya un bello grupo de príncipes, especialmente Alfonso Pío, mi predilecto, y sus hermanas, las Infantas Beatriz y María Cristina, a quienes encontré convertidas en dos lindísimas mujeres, dignas herederas de la belleza materna. Los hijos del Rey muy españoles en su modo de sentir, fueron educados a la inglesa, con ideas muy modernas en todo, lo que creó en esta nueva generación real un espíritu distinto al habitual en la Corte de Madrid. El ambiente que encontré a mi vuelta, después de catorce años, era una grata combinación de costumbres modernas a la inglesa dentro de un fondo severo, netamente tradicional y muy español”.

Así queda sintetizado, sin sospecharlo, cuanto los españoles y españolas decentes, patriotas y cristianos han reprochado a doña Victoria Eugenia.

Es todo, lo aseguramos. De respetable origen, palabra de honor, jamás escuchamos cosa de mayor gravedad.

¿Qué hubo viles, pocos y aislados, ciertamente, que vertieron especies injuriosas contra el honor de la reina? Cierto. Pero ¿qué mujer honesta, sobre todo si su rango es elevado, no ha suscitado la mordedura de las víboras?

El autor no quiere recordar las vilezas deslizadas contra doña Victoria Eugenia por un extraño inspector de Policía, hijo de padre inglés, apellidado Griffis; pero sus vilezas, dada su catadura moral, no podían deshonrar, sin ensalzar a la persona injuriada.

El Griffis debía el ingreso en la Policía a recomendación de la Casa Real, donde entró como veterinario de Caballerizas Reales; luego, por la misma influencia, logró el “enchufe” de veterinario de la Plaza de Toros. Por su vestir y comportarse parecía un marqués. Era socio de la Gran Peña y alternaba con la “crema”. A nadie le llamó la atención que, sin necesitarlo económicamente, permaneciese en la Policía, donde tanto desentonaba. Nadie sospechó que lo fuera por convenirle como espía. A principios del Movimiento Nacional, por hablar en inglés, su lengua familiar, fue nombrado delegado de Policía del Campo de Gibraltar. Descubierto como espía en 1937 y en­cerrado en la cárcel de Sevilla, no esperó a ser juzgado; se suicidó arrojándose a un patio. Si sus calumnias contra doña Victoria Eugenia te han llegado, lector, ya sabes quién las inventó: un vil traidor.

Mostrado así el único calumniador a quien el autor pudo identificar a través de los años, pasamos al análisis de los cargos hechos a doña Victoria Eugenia.

Como hemos visto, para su “europea” tía la infanta Eulalia eran auténticas virtudes. 

Pero para los españoles y españolas auténticos cristianos y patriotas, cuanto es alabado por su alteza fue un gran mal para la sociedad española.

Con mucho gusto remitiríamos la decisión a cualquier autoridad en moral religiosa o pública. Y, según creemos, con todos los respetos y atenuantes, quitaría la razón a su alteza real. Es más, creemos absolutamente que, puesto el pleito en manos de la propia reina, en la serenidad del ocaso de su vida, sin dejar de agradecer a su amante tía el cariño que sus juicios dictó, le quitaría la razón. Y si don Alfonso XIII hubiera debido “censurar” otra vez en el destierro esas páginas de su tía, las hubiera tachado de un plumazo; lo cual hubiera supuesto en la reina y en el rey que, de poder volver a su juventud y volver a reinar, doña Victoria Eugenia no habría ejercitado esas virtudes sociales tan alabadas por la infanta y tía.

Tal es nuestra creencia, iluminada por cuanto a través de tantos años ha ocurrido en España. 

Mas como esos juicios y rectificaciones no podemos traerlos aquí, vamos a razonar brevemente sobre cuanto de doña Victoria Eugenia dice la infanta.

Dejaremos las generalidades del primer párrafo: lo del “soplo de mundanismo”, lo de “ligereza de espíritu” o de “perfumes y trajes de París”, etc., etc.

Creemos que la infanta exagera en su afán de colmar de “virtudes” a su real sobrina.

Leído el párrafo, parece como querer sugerir que se debió a la reina la introducción de modos, modas y costumbres extranjeras en la Corte y, por tanto, en la sociedad española, que, como ella dice, “debía dar ejemplo al país”.

No, desde luego. Doña Victoria pudo fomentar, exteriorizándola desde su altura de reina, ese tipo de vida; pero ser ella su primera y gran importadora, no; en absoluto, no.

Al parecer, “Pequeñeces” fue una novela de cierto jesuita publicada mucho antes de que naciera doña Victoria Eugenia... ¿No es así?

Mucha aristocracia española no necesitaba que llegase una reina educada “a la europea” para ser más “europea” que ella.

Reducida la responsabilidad de la reina a su justo límite, pasamos a reprobar cuanto, creemos que con cierta exageración, en su equivocado buen deseo, le atribuye la infanta Eulalia.

Que fueran doña Victoria Eugenia y sus damas las primeras que “comenzaron a usar pinturas”, y así “volvió a la península la olvidada moda de los afeites”, si es verdad, es una verdad parcial. Antes de pisar doña Victoria Eugenia el suelo español ya se pintaban ciertas mujeres. No diremos qué tipo de mujeres; pero, al no querer decirlo, ya se comprenderá que no es ningún blasón que las imitasen personas reales y aristócratas, incitando a imitarlas también a las mujeres de todas las clases sociales.

Nos moleta tratar estas cuestiones con detalle; ahí está el texto .de la Infanta, pueden volverlo a leer nuestros lectores, porque nos vamos a limitar a sintetizar cuanto ella dice y sugiere.

Según ella, se debe a Doña Victoria Eugenia la “europeización” directa de la Corte en sus costumbres y, en consecuencia, por su ejemplo, la de las demás clases sociales. Los detalles y particularidades que aporta indican con toda claridad que motivó una relajación en las costumbres y en el comportamiento de las mujeres españolas, hasta entonces incontaminadas, porque la “europeización” de gran parte de las aristócratas no dispuso del “escaparate” de la Corte, por impedirlo la severidad interna y externa de aquella gran Reina que se llamó María Cristina. En cuanto a la moda, “todas las modas entraron en España por la Corte y otras” —esto dice y agrega—. “A medida que las modas se iban haciendo audaces, libérrimas y hasta picarescas, saltaban desde el escenario rutilante de París a los predios de Victoria Eugenia. Ella y sus damas eran maniquíes preclaros que en San Sebastián, Santander y Madrid, señalaban normas y trazaban direcciones”, etc.

También exagerado. No recordamos, ni creemos que recuerde nadie, haber visto a Doña Victoria Eugenia luciendo trajes “audaces, libérrimos y hasta picarescos”; pero, en fin, cuando su amante tía lo dice, algún arte o parte debió tener en los avances cada vez más impúdicos de la moda en España.

Si fue así, resulta francamente reprobable.

Tener arte o parte en esa “europeización” de las costumbres femeninas, por su nombre propio, en su desmoralización, es grave en toda persona; pero más grave que en ninguna en una Reina de España, en una Reina que lleva el título de Católica y que no sólo ortográficamente, sino personalmente, debe serlo por antonomasia.

Ser un “maniquí” de la moda es introducir esa peste de la sociedad mundial moderna, de tan funestas consecuencias en la moral y en la economía privada y pública.

Eso de que cualquier pederasta de París pueda decretar inapelablemente, “es cátedra”, hasta dónde ha de llegar el pudor de las doncellas, esposas y madres y que pueda decretar la esquizofrénicamente de un sodomita cualquiera tantos tirones de la libido como quiera, haciéndoles a todas las mujeres “civilizadas” mostrar, ceñir o insinuar de su anatomía cuanto a su Imaginación le surgiera su perversidad sexual. Eso no puede ocurrir más que en una sociedad como la muestra, en plena apostasía y mereciendo ser esclavizada o atomizada cualquier día.

Algo más sobre la moda y el lujo, cuya introducción atribuye su tía a Doña Victoria Eugenia. ¿Cuánto contribuiría su insulto a la pobreza para la formación de aquella sucia y vociferante resaca infrahumana que desde la Plaza de Oriente chocaba con creciente violencia contra la Puerta del Príncipe aquella noche del 14 de abril?

La Reina, como nadie, debe aún recordarla.

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Con la severidad que nuestra conciencia dicta, hemos juzgado cuanto es atribuido a Doña Victoria Eugenia. Hemos juzgado los hechos; pero no a ella.

Sin atenuar un concepto, sino agravándolos hasta el extremo, es de justicia distinguir entre la gravedad objetiva del acto y la responsabilidad moral del autor.

Y, ciertamente, aun cuando la Infanta Eulalia no hubiera exagerado, como exageró, y fuera cierto cuanto atribuye a Doña Victoria Eugenia, su responsabilidad moral es mucho menor de la que pudiera suponerse al juzgar los efectos de sus acciones desde un punto de vista religioso, ético y político.

Deben pesar en el juicio factores importantes que atenúan y hasta en ciertos momentos anulan la responsabilidad moral.

Claro es, al razonar, excluimos la gravitación de la conciencia; un enigma en cada ser, sólo apreciable por la balanza infalible de la Justicia Divina.

A nosotros tan sólo nos es dable apreciar ciertos factores y ci­cunstancias, cuyo efecto es indudable sobre la personalidad humana. 

En el caso de Doña Victoria Eugenia entra en juego un factor particular suyo, sin vigencia si se tratase de una española. Doña Victoria Eugenia no nació y vivió en la Religión Católica antes de ser Reina. La moral protestante, que quiso ser más severa que la católica, logrando sólo llegar a ser más hipócrita, estaba, sobre todo, en cuanto a costumbres y pudores femeninos, mucho más relajada en Inglaterra y Francia que en España cuando la Reina vino. Lo que en Corte, salones, playas y demás lugares era lícito —según el Código Social, claro está— en Inglaterra y Francia, según el mismo Código, no lo era en España.

Por otra parte, la hegemonía en potencia militar, económica y política de esas grandes naciones europeas, por una involucración de valores, o mejor, perversión, hacía creer que también su ética era superior a la de nuestra débil y mísera España.

De tal perversión de valores resultan ingenua y elocuente nuestra los juicios de la Infanta Eulalia; es inefable el sentido que ella da a su europeizar a España. ¿Qué punto de referencia toma la Infanta?... ¿El innato pudor femenino? ¿La moral religiosa? ¿La no provocación sexual? ¿La economía pública y privada? ¿El no insultar la pobreza popular? No; ni eso ni nada. Simplemente, que costumbres y modas eran europeas; es decir, francesas e inglesas.

Y si así discurría una Infanta española, educada, según ella dice, por una madre “llena de arrebatos místicos” y teniendo luego por ejemplo a la “austera” Reina María Cristina, ¿cómo había de discurrir una joven mujer, con treinta años menos que ella, y, además, formada y educada en Inglaterra y Francia?

Si su tía la Infanta creía con toda su buena fe que por no pintarse ni ser esclavas de la moda sus mujeres “España había quedado a la cola de Europa..., encerrada, ajena casi al mundo después de un largo período lleno de amarguras y momentos terribles”. ¿Qué debía creer aquella joven princesa inglesa? Por lo menos, que así europeizaba a España, que la civilizaba, lo cual para ella era tanto como labrar su grandeza.

Si su tía era incapaz de comprender la alarma de su fiel doméstica cuando vio que su joven hija, imitando a la Corte, se convertía en una de esas mujeres que fuman, y esa congoja maternal sólo le inspiraba una sonrisa, con mayor razón y disculpa, a la Reina debía provocarle carcajada.

La responsabilidad moral de Doña Victoria Eugenia, con sinceridad, la estimamos muy leve.

Existe una responsabilidad, pero no en ella misma. Un Rey de España, como nuestra Historia patria enseña, jamás debe casarse con una mujer no católica; esto con todos los respectos personales, ya demostrados, para la que fue esposa de nuestro último Rey.

ALGUNOS RASGOS DE CARACTER DE LA REINA VICTORIA EUGENIA

Los Reyes de España debían ir a visitar al Emperador Francisco José en Viena.

La Reina Cristina se permitió ilustrar a su hija política sobre las costumbres de la Corte Austríaca, que tan bien conocía por ser Archiduquesa de la misma.

Un biógrafo del Rey, reproduce así la conversación entre ambas:

—Querida hija —le dijo un día María Cristina a Victoria Eugenia—, ya sabes que Su Majestad Francisco José es muy severo en cuanto se relaciona con la etiqueta de la vida de familia y de la Corte.

—Sí; el Emperador tiene gran empeño en mantener la antigua etiqueta y el ceremonial de tiempos pasados. Le horroriza el descuido en la presentación, en los vestidos, en la conversación.

—¡Oh! Sé perfectamente que nada chocante encontrará Su Majestad; pero estoy segura que comprenderás que, a su edad, el Emperador tiene derecho a toda clase de consideraciones y señales de respeto.

—¡Sin duda alguna!

—Gracias, hija mía. Esto me complace; por adelantado sabía, que te adaptarías a estas costumbres de Corte, como yo lo hice siempre y continuaré haciéndolo.

—¡Desde luego¡ Pero, ¿a qué hace usted alusión, madre?

—Pues bien: por ejemplo, tendrás que besarle la mano al Emperador a nuestra llegada.

—¡Ah, eso jamás! Lo siento mucho; nunca besé la mano de mi tío Eduardo VII y no voy a besar la del Emperador de Austria.

Y, en efecto, la Reina no hizo ni ademán de besar la diestra del anciano Emperador.

La Reina María Cristiana, hasta cuando tenía muy avanzada edad, hacía las reverencias de Corte al Rey, su hijo.

Creía la madre que ella debía ser la primera en dar ejemplo de respeto y acatamiento a todos.

Victoria Eugenia contemplaba las reverencias de la anciana Reina madre con asombro. Pero jamás la imitó.

La Reina Doña María Cristiana, que tan rígida y vigilante fue para con su hijo hasta la Coronación, una vez coronado Rey, se convirtió en su más respetuoso súbdito. Jamás se permitió ya un consejo, si el Rey no se lo pidió, cosa que, al parecer, sucedió muchas veces, ni tampoco se atrevió a hacerle advertencia. Únicamente, y rara vez, le hizo llegar sus deseos, que casi siempre se dirigieron a evitarle riesgos a su vida.

Doña Victoria Eugenia, si reservada e indiferente ante los extraños, acaso demasiado hermética, hablaba con extrema libertad a su esposo el Rey. Al contrario que Doña María Cristina, no esperaba que solicitase su opinión; se la exponía directa y claramente.

Doña Victoria Eugenia era deportista; jugaba al tenis y al golf mucho y bien y montaba a caballo con perfección. Su afición era grande a estos deportes y los practicaba con placer y habitualmente, como era natural por su educación inglesa.

Estos deportes “acortaban distancias”; más aún, porque Doña Victoria, dentro de su medio, perdía esa rigidez con la cual era vista por los ajenos; y cuando llegaba el momento de divertirse, desde luego, se divertía. Siendo quien era, obligadamente, debía tomar la iniciativa si la reunión había de animarse. Si, por lo general, Doña Victoria supo hacer guardar siempre las distancias a los demás, no todos estimaron que dejara de traspasar sus límites de Reina; desde luego, nada grave, pero sí atrevido; sobre todo para las costumbres habituales de la Corte española, restauradas en su rigidez por la Reina María Cristina.”

Con Doña Victoria Eugenia entró la costumbre de que las aristócratas bebieran fuera de las comidas; es decir, el beber por beber. No decimos que algunas no lo hicieran ya en la intimidad, probablemente, muchas; pero el beber en sociedad dio más animación, no diremos excesiva, ni muchos menos, a los bailes y reuniones a que asistía Su Majestad, y, sin duda, de ahí aquel rumor constante de su afición a la bebida, que los enemigos malévolos llegaron a exagerar hablando de frecuentes embriagueces de la Reina. Lo desmentimos. Se trataba simplemente de la importación de una costumbre inglesa; explicable, debemos reconocerlo, en la fría y húmeda isla, donde la necesidad del alcohol se hace sentir por la constante pérdida de calorías. No diremos que la importación de tal costumbre fuera recomendable para España, donde su sol se basta para producir suficiente animación.

Lo que oímos censurar más en Doña Victoria fue su frecuente hábito de permanecer hasta muy de madrugada en las grandes fiestas nocturnas aristocráticas, incluso varias horas después de haberse retirado el Rey, cuya costumbre de levantarse siempre a las siete de la mañana no hacían de él un gran noctámbulo.

En fin, un aspecto muy principal no podemos dejar de recogerlo si queremos decir toda la verdad.

Sin traspasar de ningún modo el umbral de la conciencia, debemos reconocer que Doña Victoria Eugenia no fue nunca una devota, y, menos aún, una “beata” de nuestra Religión. Sin duda, fue correcta exteriormente al cumplir sus deberes religiosos protocolarios; su actitud, compostura y recogimiento fueron perfectos. Pero para el observador atento no había, en la Reina ese místico fervor, nacido de una fe viva, que ardió en tantas de nuestras Reinas, hasta en las más pecadoras.

¿Temperamento británico? ¿Educación más racionalista? ¿Falta de bastante formación católica en tan apresurada conversa? Puede que todo ello sea explicación y atenuante de la evidente frialdad religiosa de la última Reina.

Terminamos el apunte sobre las características personales de Doña Victoria Eugenia, tanto más chocantes para los contemporáneos de la Reina madre cuanto eran diferentes y hasta opuestas a las de María Cristina, y también a las clásicas de nuestras antiguas Reinas.

Así, los diferentes caracteres de las Reinas, de la esposa y la Reina madre, crearon situaciones en Palacio que trascendieron al exterior. Sin efectos graves, desde luego, ya que ambas Reinas eran, cada una en su estilo, modelo de voluntad, educación y carácter; y ambas amaban al esposo y al hijo, lo cual bastaba para evitar todo grave conflicto.

Al parecer, cuando la situación llegó a ser más tirante entre ambas, fue durante la Primera Guerra Mundial.

Españolas ambas por su matrimonio, y sin dudar de su respectivo patriotismo, las dos conservaban amores hacia sus antiguas patrias, en cada una de las cuales próximos familiares ocupaban la más elevada jerarquía del Estado, y otros, hasta hermanos, mandaban Ejércitos y otras unidades que se batían en los campos de batalla unos contra otros.

Se cuenta que, después de la batalla del Marne, Victoria Eugenia no pudo dejar de mostrar su alegría, cosa percibida por María Cristina.

En cambio, la Reina madre mostró contenido contento cuando los fulminantes avances germánicos en Occidente y Oriente; algo que tampoco escapó a Victoria Eugenia.

En la mesa, correctamente, pero con cierta pasión contenida, se comentaban las noticias del día sobre la guerra; el Rey, jugando el papel de neutral, suavizaba los respectivos comentarios de su esposa y de su madre.

Ha referido Scarle, aquel taciturno “maitre” de Palacio, venido desde Inglaterra con la Reina, que cuando Doña María Cristina dio la noticia del naufragio del barco en que viajaba el General Lord Kitchener y de la probable muerte de éste, Victoria Eugenia permaneció muda, pero el “maitre” advirtió en el regio mantel las huellas de su contenido furor.

Mas, cuando llegó la noticia de la muerte en combate, peleando en Flandes del Príncipe Mauricio de Battenberg, hermano de Doña Victoria, Doña María Cristina corrió a su lado, y, abrazadas ambas, mezclaron sus lágrimas. .

Esta explicable y natural anglofilia —no decimos cripto-patriotismo británico— pudo tener y debió tener gran influencia en los destinos de la Monarquía.

En las ocasiones apropiadas ponderaremos debidamente tan sutilísimo factor.

 

REGICIDIO

 

La carroza regia, rodeada del mayor fausto palatino, seguida por otras donde venían la reina Cristina, las infantas y varios herederos de los tronos de Europa, regresaba de los Jerónimos con la real pareja. La muchedumbre aclamaba con frenesí a los regios esposos, y las flores llovían con los aplausos y los gritos, cual si aquel matrimonio fuera el apoteosis de una feliz y querida Monarquía.

El cortejo real había recorrido la mayor parte de su trayecto. Capitanía General estaba ya a la vista y el final de la calle Mayor se percibía muy próximo; unos metros más, y los reyes verían su Palacio; casi tocaban ya su casa.

Sin duda, en aquel momento empezarían a disiparse en las regias imaginaciones las sombras de temores que se habían acumulado en vísperas de la boda, preñadas de siniestros atentados.

Pasaba la carroza frente al número 88 de la calle; allí se ensanchaba, permitiendo que hubiese mayor muchedumbre, por lo cual aumentaron los gritos, los vivas y las flores.

De un balcón vacío del cuarto piso salió proyectado un gran ramo de flores, lanzado por invisible mano.

Y no había tocado el suelo cuando estalló, incendiando el aire, y una tremenda explosión cegó y ensordeció a las gentes.

Fue como una mutación en una escenografía fantasmal. La carroza real, desvencijada; los lacayos, con sus áureas libreas en el suelo; caballos alocados con los intestinos fuera, jinetes revolcados por sus cabalgaduras, soldaditos de fila tronchados y sangrando, mujeres y niños exánimes o gritando sobre las aceras. La escena es horrible, dantesca. Y su centro es la estampa patética del rey, pálido, en el estribo de la carroza destrozada, con su joven esposa en los brazos, casi desmayada, cual azucena tronchada, con su blanco vestido con grandes manchas rojas. El rey tiene desgarrado el uniforme; una condecoración, casi arrancada por el soplo mortal de la dinamita, cuelga de su pecho. El duque de Sotomayor, herido gravemente, continúa junto al rey, a pie, junto a la portezuela. El duque de Hornachuelos se mantenía a caballo, sable en mano, con la cara salpicada de sangre.

Un oficial del regimiento de Wad-Ras se sobrepone y da órdenes, haciéndose obedecer por los soldados que aún se mantienen en pie, los cuales, con la bayoneta calada, forman un anillo en torno a los reyes.

Muy cerca de la carroza, un guardia civil está en el suelo con sus dos piernas cercenadas, desangrándose; a un corneta de Wad-Ras, casi un chiquillo, la metralla lo ha decapitado, y yace arrojando sangre a borbotones por las arterias de su cuello cercenado.

La reina, manchando su vestido en aquellos charcos de sangre, ha de ver horrorizada tan espantosa escena; el rey trata de interponerse para ocultársela; pero aquel cornetilla tan bestialmente decapitado quedará en su retina para toda la vida.

El humo de la explosión borra los contornos de todo a unos metros, y sólo por los gritos y los miembros que se agitan, imprecisos, se puede intuir la magnitud del crimen cometido.

El rey lleva por sí mismo a la reina al coche de respeto; pero antes de arrancar de nuevo puede contemplar, tronchada cual una hermosa flor, muerta en un balcón, a la hermosa marquesa de Tolosa.

Don Alfonso baja las cortinillas, para evitar a la reina, horrori­zada, el espectáculo, pues el humo se disipa ya, y el panorama total se muestra espeluznante y horroroso. Y trata de tranquilizarla:

—Querida: como ves, nada nos ha pasado; demos gracias a Dios.

EL “EMPERADOR” Y EL DUQUE

No es fácil fijar el momento en el cual debe ser situado el primer acto de la conjura para un regicidio, magnicidio o atentado. En realidad, no hay “primer momento”, porque esos actos criminales, juzgados y creídos como aislados y hasta casuales, son en realidad eslabones de una cadena interminable, sin principio ni fin, que se llama Revolución.

Pero como no intentamos aquí hacer la historia de la Revolución entera, pues ello sería tanto como hacer la historia de España contemporánea, en algún momento deberemos fijar el principio del episodio del regicidio a historiar.

No sin motivo estimamos que debemos situar, el prólogo del regicidio de la calle Mayor a mediados del mes de mayo de 1906, cuando a la puerta del dieciochesco Gobierno Civil de Barcelona desciende de su rojo automóvil don Alejandro Lerroux, el joven diputado radical, conocido ya como el “Emperador del Paralelo”.

En el rojo automóvil quedan el chófer y dos “pintas” pistoleras.

Y don Alejandro, eufórico, sonrosado el rostro, con su terno claro, impecable, penetra decidido y desenvuelto en aquella “fortaleza del régimen” monárquico de la Ciudad Condal. No entra como un enemigo presa de pavor, que ha de hacer frente al representante del temido Poder, no; cualquiera que contemplase a Lerroux aquella mañana luminosa recorrer el severo patio interior del Gobierno Civil de Barcelona diría que allí entraba en plan de conquistador.

Lerroux no ha de hacer antesala; ya lo espera el señor gobernador, y el secretario particular le hace entrar en el acto en el despacho de la primera autoridad de Barcelona.

El excelentísimo señor don Tristán Álvarez de Toledo y Gutiérrez de la Concha, duque de Bivona y conde de Xiquena, de las nobles casas de Medina Sidonia y de la siciliana de Ventimiglia, joven —treinta y siete años—, con su hermoso bigotazo, elegantísimo, en traje de mañana gris perla, está en pie ante su mesa, y da unos pasos, “muy señor”, para estrechar con efusión la mano a su visitante.

El secretario cierra la puerta, y quedan solos el duque y el “Emperador”.

Se sientan ambos; el duque en una butaca y el “Emperador” en el sofá. Unos cigarros habanos y unas palabras banales, como mandan las reglas de la buena sociedad.

Las sonrisas y el ambiente son de gran “comprensión” y “cordialidad”; no en vano hace ya muchos días, por lo menos diez o doce, que no ha estallado en Barcelona ni una bomba.

—¿A qué debo el honor de su grata visita, mi querido don Alejandro, después de tanto tiempo?

—Vengo como embajador, señor duque; obligaciones de amistad. ¡El ¡pobre don Nicolás! Ya sabe, el general, ¡está ya tan viejo!, se retira de la lucha; quiere marcharse a Cuba... ¡ para siempre, dada su edad!... Es una cosa sentimental, muy explicable. Quisiera embarcar en Barcelona; ver por postrera vez esta su querida ciudad de sus luchas juveniles; lanzar una última mirada sobre los campos catalanes, donde vertiera su sangre por la libertad contra la carlistada. Y, además, como el barco que sale de aquí tocaría en Canarias, también querría abrazar a un hermano que tiene allí y despedirse de aquel paraíso, que es su tierra natal, tan añorada por el anciano general.

—Y ¿por qué no, don Alejandro?

—¿Por qué? Verá usted, señor duque. El señor Estévanez tiene pendiente un pequeño proceso en no sé qué Juzgado de Barcelona. Según parece, alguien ha editado, sin pedirle permiso, un librito suyo: Pensamientos revolucionarios. Algo infantil, algo del viejo progresismo, chocherías del viejo miliciano federal...

—¿Entonces...?

—Nada, nada de particular; un favor de caballero. Saber si usted, señor duque, le autorizaría para embarcar aquí, en Barcelona, sin molestias; en una palabra, sin detenerlo. Yo le doy mi palabra de caballero que pasará de incógnito, sin ser advertido. ¿Se podrá satisfacer este último deseo de un anciano sentimental, señor duque?

El duque dio una gran chupada a su veguero, cruzó con elegancia una pierna sobre la otra, y el sol arrancó un claro destello de la punta de su bota, guarnecida con un impecable botín gris.

Se atusó la guía derecha de su hermoso bigote, temiendo que su curva impecable, cual un ala de vencejo, se hubiese deformado.

Pareció meditar un momento. El sol, apartando una nueva nube, volvió a penetrar por el balcón, y ahora arrancó un destello en el charol del peinado ducal.

—¡Cómo no, querido don Alejandro! Es un placer para mi dar una satisfacción sentimental a ese anciano admirable; admirable, si, porque yo admiro la consecuencia, la fidelidad y la honradez en las ideas, aunque sea en el adversario. Puede venir a Barcelona, que permanezca el tiempo que estime necesario; sólo le ruego discreción, estricta discreción. Ni a usted ni a mí nos conviene un escándalo. ¡Si se llega a enterar El Correo Catalán! ¡La que armarían esos carcas!

—¡Los carcas y la clerigalla! ¡Tienen al pobre viejo por un verdadero Satanás!

Hablaron, hablaron mucho más. De las bodas reales, ya tan próximas; de la necesidad de paz y tranquilidad durante las fiestas; de una tregua, tan necesaria por la venida de los príncipes herederos europeos, por el crédito de España ante el extranjero.

—...algo sobre cuestiones de ideas y partidos, don Alejandro; hablo al patriota, y usted lo es, me consta, querido amigo; el patriotismo no es para mí un monopolio monárquico; apelo al suyo, don Alejandro..., ¡estos días de la boda tan críticos!

Ahora, realmente, aquel duque, gobernador de la Ciudad Condal, si que parecía dirigirse a un verdadero emperador, y no como Medina Sidonia, de rancia estirpe real, sino como un perfecto lacayo.

El “Emperador” se esponja en el diván, acariciándose la gran cadena que iba de bolsillo a bolsillo sobre la curva opulenta de su abdomen ya iniciado, y dio a su habano un par de chupadas, muy bien saboreadas, y cuando hubo lanzado hacia lo alto la segunda bocanada, se dignó responder con un gesto amplio de su mano.

—¡Comprendo, comprendo, señor duque! ¡También sé comprender al adversario, y nadie apela en vano al patriotismo republicano de Alejandro Lerroux!

Se alzó el “Emperador”, majestuoso, magnánimo, cual si se dignase dispensar la paz y la vida en aquel instante a España, a la Monarquía y a don Tristán Álvarez de Toledo y Gutiérrez de la Concha.

Ambos llegaron hasta la puerta; palmadas, apretones de manos.

—¡Ah! Se me olvidaba, señor gobernador... ¡La prosa!... ¡La prosa vil!...

Arqueó las pobladas cejas el duque de Bivona.

—¡No se alarme, querido duque! Cuestión administrativa..., ¡nada! El ingeniero... ¿Cómo se llama?... ¡Bah, no recuerdo! El ingeniero municipal de las obras de Dos Ríus... ¡está poniendo pegas!... ¡Es un retrógrado!... ¡Intervenga, señor gobernador; no puedo contener a Emiliano ni a Pich...!

—¡Desde luego, don Alejandro, desde luego!... ¡Esos técnicos!... ¡Siempre creándome conflictos!... Lo trasladaremos si es preciso...

Nuevas palmadas y nuevos apretones de manos, más cordiales aún.

El duque de Bivona permanece aún en el marco de la puerta viendo alejarse al “Emperador”, que ni vuelve la cabeza.

Cierra el duque y se pavonea, mirando dominador a través del halcón.

Espantoso ruido de motor. Es el rojo automóvil del “Emperador”, que arranca con estruendo y apestando con el humo de su escape abierto.

Y allá va el “Emperador” a lo largo del paseo de Colón, envuelto en humo y en las explosiones del motor, hasta perderse frente a la Capitanía General.

El duque vuelve hacia su mesa. ¡Se sienta, toma un papel con corona ducal en la esquina y escribe: “Mi querido Alvaro...”

Si nuestro lector prefiere conocer todo esto de manera más escueta y pon carácter oficial, lea:

“...el declarante visitó al Gobernador civil, señor Duque de Bivona, rogándole que tuviese la bondad de decirle si por su autoridad o por la judicial se había interesado o pensaba interesarse la detención del señor Estévanez... Como el señor Duque de Bivona contestara al declarante en sentido negativo y le afirmase además que no tenía motivo alguno para molestar al señor Estévanez, a quien profesaba respeto y consideración...”.

Oigamos a Francisco Ferrer:

“Que, efectivamente, recuerda que a mediados de mayo estuvo en Barcelona don Nicolás Estévanez, que cree que le había anunciado por carta su llegada, y en compañía de don Alejandro Lerroux fue a visitarle el declarante al Hotel de Oriente, o, mejor dicho, se encontraron en dicho hotel, y después almorzaron con el señor Estévanez, acompañándole al vapor en que aquél se dirigía a La Habana, regresando con el señor Lerroux al puerto, donde se separaron y si antes no ha hecho estas manifestaciones ha sido por temor de que pudieran perjudicar al señor Duque de Bivona, gobernador civil de Barcelona, que conocía el paso del señor Estévanez por aquella ciudad.

“Preguntado Ferrer si por sí solo o acompañado del declarante visitó Mateo Morral a don Nicolás Estévenez durante su estancia en Barcelona y si trataron o no de la publicación del folleto “Pensamientos revolucionarios”, de Estévenez, dijo: Que con el declarante no visitó el Mateo Morral al señor Estévenez, ignorando si lo haría sólo el Mateo Morral”.

Oigamos lo que sabía la Policía de Barcelona sobre la estancia de Nicolás Estévenez:

“...llegó a esta capital en la tarde del 14 de mayo último, embarcándose en la del día 15..., pues vino de oculto por tener pendiente una causa en algún Juzgado de esta capital por delito de imprenta... Hay la posibilidad de que tuviera conocimiento de la venida, estancia y embarque de Estévanez en Barcelona el Francisco Ferrer, puesto que el libro titulado “Pensamientos revolucionarios”, de Estévanez, fue impreso en la imprenta del paseo de Gracia, 77, Siendo llevado su original a dicha imprenta por Mateo Morral..., según ha manifestado el regente de la misma, creyendo que se trataba de una publicación de la Escuela Moderna le puso el sello y él pie de imprenta que acostumbraba a poner en todas las publicacio­nes de la misma, ordenándole Mateo Morral que lo quitara, así como él pie de imprenta.”

Seguramente, muy escasos lectores recordarán quién fue Nicolás Estévanez, por lo cual estimamos pertinente dar unos datos políticos sobre él.

Su nombre completó es Nicolás Estévanez Murphy; por lo tanto, tiene sangre inglesa. Tomó parte en la mayoría de las conspiraciones y pronunciamientos de los reinados de Isabel II y de Alfonso XII. Con la República llegó a brigadier y a Ministro de la Guerra. Era de la fracción federal más exaltada. Naturalmente, era masón del más alto grado. Tenía prestigio entre los suyos de hombre austero; su historia, sus tremendos mostachos y su larga y abundante perilla hacían de él la estampa clásica del jerifalte militar republicano; estampa del pasado aureolada por una buena propaganda que si a un Duque de Bivona hacía profesarle respeto y consideración..., ¡qué no le profesaría un Morral a los veinticinco años en plena fiebre ácrata!

No creemos esta inducción demasiado aventurada.

Recordemos. Ferrer, cuando es preguntado, sólo dice que él no fue con Morral a ver a Estévanez y que ignora si fue Morral solo a visitarlo.

Es decir, Ferrer no niega que se vieran Estévanez y el regicida. Ignora si en el sumario hay prueba del contacto entre los dos y elude su responsabilidad personal en cuanto a haber ido juntos él y Morral a ver al viejo revolucionario; sabía bien que juntos no habían ido, otra cosa era si se habían reunido ambos con Estévanez, según distingue al hablar de la coincidencia suya con Lerroux en el Hotel de Oriente cuando lo visita.

La realidad es que Estévanez, Lerroux, Ferrer y Morral estuvieron juntos: Así lo refiere Constant Leroy, uno que fue luego del Comité Revolucionario en la Semana Trágica, intimo de Ferrer y maestro en una de sus escuelas.

La presencia del “prestigioso” Estévanez y su supuesta influencia en determinados grupos militares republicanos fueron el último golpe para que Mateo Morral se decidiera al regicidio.

Aun resultando el atentado con tan poca fortuna como el cometido contra el Rey en la rúe de Rohan de París, y aun detenido en el acto —algo muy difícil, empleando la misma técnica—, la revolución triunfante había de liberarle, pasando de la prisión a ser el héroe del pueblo en armas.”

No lo han dicho los historiadores, ni habiendo en el mismo sumario muchas pruebas, pero el regicidio de la calle Mayor no era un hecho aislado simplemente, pues era el acto que, de tener éxito, debía ser la señal para una revolución.

Desde luego, no hay ni una sola investigación ni una diligencia tratando de unir el atentado con el complot revolucionario y, menos aún, intentando hallar la participación y responsabilidad de Ferrer y Lerroux en el proyectado movimiento revolucionario.

Más adelante dedicaremos unas páginas a este aspecto del regicidio y a la extraña catalepsia de Romanones, Ministro de Gobernación, y del Duque de Bivona, gobernador de Barcelona.

Ahora interesa seguir conociendo, hasta donde sea posible, los motivos que decidieron a Morral a cometer el regicidio.

En la “Causa” encontramos algo de un indudable interés.

Para no repetirnos, copiamos:

“...Que el señor Ferrer, director de la Escuela Moderna, que, como deja dicho el declarante, hace algún tiempo comía en la casa de huéspedes, cuando se celebró en París el juicio oral sobre el atentado de Su Majestad el Rey de España y Presidente de la República francesa, fue a París para asistir a dicho juicio, como testigo; que regresado de París el señor Ferrer y pasados algunos días, el repetido señor Ferrer dijo al declarante que tenía encargo de París para buscar alojamiento para una señorita que de la capital francesa tenía que venir a Barcelona, y que teniendo el que habla habitación disponible no tuvo inconveniente en ponerla a disposición de la citada señorita, la cual llegó a Barcelona a los pocos días de haberle hecho el señor Ferrer tal encargo, cuyo señor, que la aguardaba en la estación, la acompañó y presentó al que habla; que la mencionada señorita no era francesa y sí de nacionalidad rusa, permaneciendo en Barcelona hospedada en casa del decente unos cuarenta días aproximadamente, en los cuales varias veces la visitó el Mateo Roca —Morral— y la acompañó cuando dicha señorita salía fuera de casa; que al salir la misma de casa del declarante marchó a Madrid, y que a los pocos días de su marcha el Mateo se fue a vivir a casa del que habla”.

Aparece una señorita rusa junto a Ferrer y Morral en los últimos días de febrero o primeros de marzo; tres meses antes del atentado.

“Que no recuerda la fecha en que se hospedó en su casa la se­ñorita rusa, la cual se llamaba, según consta en los registros del declarante, Nora Falk, y a este nombre y apellido fueron dirigidos a la misma varios certificados desde Odessa, según ella decía; que dicha señorita solía salir de paseo, o, por mejor decir, salió algunas veces, aunque pocas, de paseo con las hijas de Ferrer, sin que recibiera visitas en su casa, yendo a buscarla Roca —Morral—, mientras el señor Ferrer y sus hijas, pues iban todos juntos, la es­peraban a la puerta de su casa; que ignora el objeto del viaje de dicha señorita a Barcelona, aunque ella y Ferrer decían que venía por enferma, como efectivamente lo estaba al parecer, y se medicinaba mucho, pero sin que fuera ningún médico a verla; que las señas de dicha señorita eran: baja de estatura, de un grueso regular, rubia, ojos azules, algo roma de nariz, bastante bien parecida sin llegar a ser guapa, de unos veintitrés a veinticuatro años de edad y sin ninguna seña particular, y hablaba correctamente el francés, aunque pronunciaba las erres y las haches aspiradas de una manera extraña decía ser doctora en Filosofía y Letras.

...en casa de don Cirilo Oñate, plaza de Cataluña, 12, tercero, casa que conocía el dicente porque comía en ella con frecuencia y en la que se hospedó una señorita rusa, que vino a Barcelona a atender al cuidado de su salud, que le recomendó por un amigo de París Mr. Cordonnier (al margen hay una nota que dice: “Mr. Condonnier. Señas; Portería del Gran Oriente, rue Cadet, 16, París — Cordonnier”) profesor muy distinguido a quien conoció en una logia masónica.

... que el profesor Mr. Cordonnier, de París, que le recomendó la señorita rusa, ignora dónde vive, pero darán sus señas en el Gran Oriente, rue Cadet, 16”

Registremos el hecho. Hay relación de Morral con una joven rusa, la cual, a su vez, es recomendada por un Mr. Cordonnier, que tiene su dirección en la rue Cadet, 16, sede del Gran Oriente, de Francia.

Si esta joven y atractiva rusa vino a ejercer su influencia personal —esa influencia ejercida por ellas en los latinos gracias a la buena literatura que han teñido— queda siendo un secreto para el sumario, pues nadie se ha preocupado de solicitar informes a la Okhrana rusa, ni a París, de ella ni tampoco del Mr. Cordonnier... ¿Tanto respeto le imponía el Gran Oriente al Conde de Romanones, al Duque de Bivona y al juez señor Del Valle?...

Por ello, sólo podemos inducir la influencia femenina; pero sí afirmar la existencia de un hilo que va de Morral a Nora, pasa por Cordonnier y, de éste, llega al Gran Oriente de Francia.

Por ahí tiene presencia la Masonería extranjera junto al regicida; presencia muy reveladora, sobre todo, al saberse tres años después, en 1909, que Francisco Ferrer era, por lo menos, grado 32 de ese mismo Gran Oriente de Francia.

 

EL REGICIDA MORRAL SALE DE BARCELONA PARA MADRID

Mateo Moral sale Barcelona en el exprés de la noche del día 20 de mayo, tomando el tren en el Apeadero de Gracia. En el vagón restaurante hace conocimiento con Fernando Ribed, a quien entrega una tarjeta comercial de su padre, Martín Morral; después encuentra en el departamento a otro, Juan Peñalba, de Sigüenza, a quien conoce de cuando era viajante de la fábrica de su padre. Hasta este momento Morral no pretender ocultar su personalidad.

Llega a Madrid en la mañana del 21 y se hospeda en el Hotel Iberia, de la calle Arenal, 2, y ocupa una habitación cuyo balcón da a la calle de Tetuán. El 24 por la mañana se despide, debiendo cambiarle un billete de 500 pesetas. En este hotel ha dicho llamarse “Mateo Moral”; como se ve, para su nombre falso tan sólo ha suprimido una “r”.

Estos tres días los ha empleado para informarse sobre el trayecto de la comitiva regia y sobre las medidas tomadas por la Policía para seguridad del Monarca. En su habitación de la calle Mayor se hallará un recorte de periódico con las normas policíacas.

Al día siguiente de su llegada, el 22, se presentó Morral en la pensión de la casa número 88, piso cuarto, y alquiló una habitación, cuyo balcón da a la calle, pues, según manifestó, quería presenciar el desfile.

 

LA BOMBA Y EL COAUTOR

El 22 o 23 fueron compradas dos pequeñas cajas de acero —cajas de caudales manuales, corrientes, para guardar dinero— en la ferretería situada en Peligros, 6 y 8, con las cuales se confecciona la bomba.

El comprador no es Mateo Morral; es alto, grueso, de unos cuarenta años, viste con cierta elegancia, chaleco blanco de piqué, con cadena dorada de bolsillo a bolsillo de dicha prenda. El individuo compra sobre la una de la tarde una caja, en su clase, del tamaño mayor, pagando por ella treinta pesetas; pregunta si tienen de un tamaño menor, y le muestran otra más pequeña, que no la compra en aquel momento. Pero el mismo individuo volvió a las siete de la tarde, comprando la caja menor que le habían mostrado por la mañana. La primera vez, vino a la tienda en un coche de punto y se marchó en él; la segunda, no hay seguridad de si vino en carruaje o andando.

Debemos advertirlo. En la compra de las cajas de acero aparece un coautor del regicidio; porque no es Morral su comprador. En todo el sumario no hay una sola diligencia ni judicial ni policíaca para que los dependientes de la ferretería traten de identificar al desconocido comprador, bien sea presentándoles personalmente a los anarquistas detenidos en Madrid o las fotografías de los ausentes.

Este incógnito comprador se induce que puede ser el que fabrica la bomba.

En un informe sobre la bomba se dice:

“... supone el que suscribe que su contenido era exactamente igual al de la que fue arrojada a Su Majestad en París el día 31 de mayo de 1905; esto es, de dinamita; conteniendo como sustancias, cuya mezcla habría de provocar la explosión, fulminante de mercurio y ácido sulfúrico separadamente en pequeños tubos de cristal. Esta clase de bombas son, excelentísimo señor, de detenida fabricación...

Según se deduce, esta clase de bombas deben ser construidas por un experto. La que hizo explosión se componía: de una masa de dinamita y de los dos tubos; uno de fulminante de mercurio y otro de ácido sulfúrico, que, al romperse ambos por un choque, se unían los dos líquidos, formando una “mezcla detonante”, la que actuaba como fulminante para hacer explotar a la dinamita. Tubos de ácidos y carga de dinamita debieron ser encerrados en la caja de caudales pequeña; una vez cerrada con la carga, fue metida en la mayor bastó con quitarle a la menor el asa para que pudiera cerrar la tapa de la mayor. Dados los estragos causados, el espacio entre ambas cajas debió ser rellenado con metralla, pequeños trozos metálicos, y cerrada también la caja exterior; le debió ser puesta una fuerte abrazadera, sin duda, un hierro que se halló próximo a la carroza, de unos 18 centímetros de. largo por 13 milímetros de espesor. La gran fuerza de la explosión, dada la posible carga, sólo se explica existiendo un impedimento mayor que el ofrecido por las dos débiles cerraduras de las dos cajas; hubo de existir un anillo, cerco, que impidiera que saltasen las tapas, la parte más débil, ocasionando, como se comprobó, que resultasen muy fragmentadas, casi pulverizadas las estructuras de ambas.

Esta “reconstrucción” es “a posterior!”, basada sólo en los datos de la “Causa”; por cierto, bien escasos en cuanto a informes técnicos. No hay ni análisis ni siquiera identificación de los fragmentos que han producido, nada menos, que 24 muertos y 107 heridos; es decir, que han alcanzado a 131 personas y a bastantes caballos, para saber si son del mismo metal de las cajas o hay también, como parece natural, otros metales en la metralla, cuya procedencia hubiera podido llevar al descubrimiento del fabricante del mortífero artefacto

 

NUESTRAS ACUSACIONES

Si nos hemos detenido en este análisis, ha sido con el fin de probar la existencia de un coautor del regicidio; probablemente un anarquista experto artificiero; seguramente el mismo fabricante de la bomba que lanzaron contra el Rey en París, exactamente el mismo día 31 de mayo, un año antes. ¡Ya fue ocurrencia elegir para la boda el mismo día del primer aniversario de la bomba de la rue Rohan!

Además de probar la existencia del coautor, demostrar a la vez: que la bomba, fabricada en Madrid, no fue construida ni en el Hotel Iberia ni en la casa de la calle Mayor. Un cuarto de hotel o de casa de huéspedes no es discreto para la complicada operación. Además, la naturaleza del artefacto, que puede hacer explosión al menor golpe que rompa los tubos de cristal, no aconseja dejarlo encerrado en una maleta, a merced del golpe de cualquier criada.

Y dicho esto, nos limitamos a expresar nuestra gran extrañeza no viendo en la “Causa” rastro alguno de que se lanzase la mayor fuerza de la investigación, una vez hallado y muerto Morral, tras el misterioso comprador de las cajas metálicas. Hallado él, la cuestión de la complicidad de Ferrer y demás delitos accesorios buscados en la “Causa”, ya. hubiera sido cosa fácil, porque este supuesto “técnico” en bombas no podía ser un anarquista novato, desconocido, sin fichar y sin antiguas y conocidas relaciones.

¿Qué les imponía al Ministro de la Gobernación, Romanones, y al gobernador civil, Ruíz Jiménez. Primer Jefe de la Policía madrileña, su extraña catalepsia?

Además, el volante con la entrada del Mateo Moral ha sido entregado en el Gobierno Civil, que es entonces el centro policiaco de Madrid. Adviértase: Un joven, veintiséis años, soltero, de Barcelona (la Ciudad Condal tenia bien merecida fama de ser cuna y albergue de anarquistas), que el día 22 se hospeda en la calle por donde ha de pasar la comitiva real, precisamente a unas docenas de metros del Gobierno Civil. Ignoramos qué circunstancias personales y estratégicas podían incitar más a que la Policía hubiera visitado al huésped de la calle Mayor. Faltaban nueve días para la boda del Rey, un simple telegrama a la Guardia Civil de su pueblo natal, Sabadell, que lo conocía como anarquista, o dirigido a Barcelona, donde también era conocido como tal —el día 1 de junio, al día siguiente del atentado, el Inspector señor Tressols ya mandaba detener a Morral—, sólo eso hubiera bastado para evitar el atentado.

No se ordenó identificar a un joven catalán, ocupante de uno de los balcones del trayecto que debía recorrer la comitiva real, ni siquiera teniendo la experiencia de lo sucedido un año antes en París.

Extraño, extrañísimo, es que no se interrogase e identificase a Mateo Morral, habiendo en Madrid quien podía identificarlo y acusarlo con gravedad bastante para ir a la cárcel y, acaso, también a la horca.

“Acudió a Madrid el personal más experto de las Policías francesa, alemana, inglesa e italiana. La Sección de Orden Público del Ministerio, confiada al veterano don Emilio Moreno, trabajaba sin descanso; se ponían en manos de los agentes de vigilancia, especialmente de Barcelona, de Madrid y de la frontera, las fotogra­fías de los más conocidos anarquistas. Los jefes de la Policía extranjera enfocaban principalmente su atención sobre los cómplices y autores del atentado de 1903 contra el Rey en París. Este atentado no pudo evitarse, a pesar de la bien organizada Policía de París y no obstante haberse anunciado con muchos días de antelación en un mitin celebrado en la Bolsa del Trabajo y saberse hasta los nombres de los presuntos regicidas de la calle de Rohan. Estos parecían seres fantásticos, de tal modo burlaban los afanes de la Policía por encontrarlos. No he olvidado el nombre de dos de ellos, españoles ambos, que de tal manera me quitaban el sueño.

Si el atentado en París no pudo impedirse, más difícil era evitarlo en Madrid, donde, notoriamente, resultaban insuficientes los medios de que disponía el Ministerio de la Gobernación”.

¡Qué haría Romanones con el “personal más experto” de la Policía europea?

Porque si los policías franceses ven a Morral vivo, hubieran dicho lo que dijeron viéndolo muerto:

“¡Este hombre es Faras!”

Farras era el apellido con el que conocía la Policía de París a Morral, como coautor del lanzamiento de la bomba contra el Rey en la calle de Rohan, y con cuyo apellido figuró en aquella causa.

Por ahora, nada más; volvamos a los hechos.

 

ATENTADO Y FUGA DE MORRAL

Sin la menor molestia, pasando diariamente y forzosamente por la puerta del Gobierno Civil, el “alto centro policíaco”, Morral pue­de llegar tranquilamente al día 31 de mayo.

La noche anterior volvió a la casa de once a doce de la noche; debía llevar entonces la cajita-bomba; pero el fondista dice que no advirtió que llevase ningún bulto.

Se encerró y ya no se le vio hasta las once del día siguiente, en que pidió a la patrona un poco de bicarbonato, porque, según dijo, le había sentado mal la cena.

Según advirtieron, Morral mantenía las persianas del balcón entornadas y, mirando por el ojo de la cerradura, el hostelero lo vio sentado.

Y ya nadie se ocupó de él.

Sobre las tres de la tarde se empezaron a oír cada vez más próximos los vivas y aplausos. La carroza real se aproximaba. Llegó frente a la casa y los gritos y aplausos ensordecían.

Algunos vieron descender un gran ramo de flores. Y se produce una explosión que atronó y derribó a las gentes en un amplio radio.

En el mismo piso de la casa hay heridos y dos o tres muertos y varios que sufren conmoción, perdiendo el conocimiento.

La bomba ha explotado al chocar con los cables del tranvía y estos muertos se hallan en el cuarto piso; tal es la fuerza explosiva del artefacto.

Los muertos en el acto y ulteriormente son 24, y los heridos, la mayoría graves, llegan a 107.

Morral resulta herido en la mano derecha; esto podría indicar que la explosión se ha producido antes de chocar la bomba en el suelo, no dándole tiempo a retirarse por completo del radio de acción del explosivo; lo que también explicaría el que los Reyes sal­vasen la vida, por haberlos protegido el techo de la carroza.

Morral aprovecha el primer momento de la confusión y gana la escalera de la casa; en el tramo de uno de los pisos se cruza corí un huésped y le pregunta sin detenerse: "¿Qué ha pasado, qué ha pasado?”

Atraviesa el portal de la casa entre muertos, heridos y accidentados y gana la calle.

Puede darse cuenta que ha fallado el regicidio.

Nadie se fija en él, tal es la confusión y mortandad; son muchos los muertos, pero parecen más porque hay en tierra muchas personas, sobre todo niños y mujeres atropelladas por los que huyen.

 

EN “EL MOTIN” CON NAKENS, EL "APOSTOL” ANTICLERICAL

Mateo Morral llegó de tres y media a cuatro —como declara Nakens— a la imprenta y redacción de El Motín, situada en la calle de Ruiz, 4. Según dirá su encubridor, “llegó preguntando”. La media hora que pasa entre el atentado y la llegada indican que Morral ha marchado demasiado bien orientado para un hombre que ignora en un Madrid hacia donde se dirige.

Morral llega antes que haya podido nadie ir a dar la noticia del atentado a Nakens; incluso, llega después un tal Modesto Moyron, que viene a decirle que a su hija, hija de Nakens, no le ha sucedido nada, pues había ido con él a presenciar el paso de la comitiva desde un balcón de la casa número 68 de la calle Mayor. El Moyron llega después, y éste si conoce bien la situación del local de “El Motín”.

Morral dice a Nakens: “Acabo de tirar una bomba al Rey en la calle Mayor; creo que no le he dado, pero hay desgracias; leí hace tiempo lo que usted escribió sobre Angiolillo. ¿Me delatará usted?”

En este momento entró uno dando a Nakens la noticia del atentado; poco después, llegó el que acompañaba a su hija.

Cuando llegan, Nakens hace pasar al desconocido Morral a otra habitación.

Seguidamente despide a los visitantes y a dos empleados; cierra Nakens con llave el edifico y se marcha, dejando a Morral encerrado. Luego vuelve y, ya solos, hablan. No dice de qué Nakens; pero salen juntos y toman un tranvía para Cuatro Caminos y desde allí se dirigen a la Ciudad Lineal.

Durante el tiempo que ha permanecido solo, Morral se ha cortado el bigote con unas tijeras.

Pero antes de tomar el tranvía es advertido e invitado Nakens por unos amigos que se hallan en una taberna, y deciden entrar y aceptar la invitación. Allí permanecen, comentando el crimen del día, entre vaso y vaso, sin que Morral transparente ninguna emoción.

Al fin toman Nakens y Morral el tranvía de la Ciudad Lineal, donde llegan cuando empieza a oscurecer.

Para cogerle de improviso, Nakens conserva toda su lucidez y se comporta como un buen “técnico en fugas”; deja encerrado a Morral, sin que lo adviertan visitantes ni empleados; vuelve luego para llevárselo, ya sin bigote; permanece hasta que oscurece —es fin de mayo, de siete a ocho—, bebiendo copas en una taberna. Todo esto es algo que no puede imaginar y, sobre todo, no puede localizar el policía más experto. Sin duda, Nakens —como hubiera sido natural— debía esperar que, después de un atentado tan horrendo,, hubiera una redada general fulminante, de la cual él —en quien Angiolillo se confiara comunicándole su proyecto magnicida— no se podía salvar. ¡Qué policía podía imaginar al “austero” Nakens, con su barba blanca tan respetable y su porte “apostólico”, “tirándose lingotazos” de tinto en el ventorro de “Canuto”, en las afueras de Cuatro Caminos!

Nakens no iba por acaso a la Ciudad Lineal. Empleado como inspector en aquella línea de tranvías tenía él un correligionario de todo fiar: Isidoro Ibarra.

Aquí está mintiendo Nakens. Luego declaró él y su empleado Pedro Mayoral que éste les había acompañado a Morral y a él en todo su recorrido y gestiones.

Con Ibarra, que sabe donde vive, van a casa del viejo anarquista Vicente Daza, pidiéndole que aloje a un “obrero”, Morral; a lo que accede; pero cuando le dicen que éste es “italiano” y que tiene miedo que lo detengan por lo que ha sucedido, se niega a admitirlo en su casa.

Este Daza, cuando es detenido por sospechoso el día 5 de junio, cuenta lo que le propuso Ibarra al anochecer del 31, y da las señas personales de Morral.

Si Romanones y Ruiz Jiménez ordenan una batida general de anarquistas y de gentes de extrema izquierda en cuanto se cometió el atentado, antes de aparecer muerto Morral, muy otro hubiera sido el cariz de aquel sumario, donde tantas coartadas bien fraguadas resaltan.

Pero ¡cómo detener a masones de tan alto grado como un Nakens !

Abreviemos.

Ya entrada la noche, llegan a casa de un tal Bernardo Mata, antiguo sublevado con Villacampa, que ha permanecido varios años en la emigración, que vive por las Ventas con su mujer, medio tonta, y un hijo. Hace valer Nakens su ascendiente y prestigio sobre el Mata y éste admite a Morral, que ha esperado en las inmediaciones.

Le disponen un saco de paja en el suelo, unas sábanas y una manta, y allí rinde su cuerpo aquella noche el regicida.

Nakens se vuelve a su casa, junto con sus dos acompañantes.

Con sorpresa oye que no se ha presentado ningún policía en su casa ni en la redacción de El Motín.

Su detención sólo se realiza siete días después del atentado, el día 6 de junio. Sólo cuando lo señala Daza, el día anterior, el 5, como acompañante de uno que trata de esconderse y tiene todas las señas personales de Morral. Aún le dan a Nakens veinticuatro horas de tiempo... para que pueda preparar mejor sus declaraciones. ¡Tanto puede sobre un Gobierno presidido por el h. Cobden, y del que es Ministro de la Gobernación Figueroa Torres, la Masonería!

 

DISFRAZ, SALIDA DE MADRID, HOMICIDIO Y SUICIDIO

Mateo Morral descansaba sobre su saco de paja cuando, sobre las cuatro de la mañana, salía para el trabajo Bernardo Mata y su hijo, llamado Progreso. Como se ve, el regicida se hallaba en casa de una familia de ideas ácratas muy secretas, este “santo”, “San Progreso”, patronímico del hijo, lo proclamaba.

Poco después se levantó la mujer, Concepción Pérez Cuesta, y Morral le pidió que le comprara un traje de mecánico y la ropa necesaria para dejar el que llevaba.

Ella compró en la calle de Toledo lo encargado y volvió a su casa, pero como no comprase gorra ni alpargatas, le entregó estas prendas de su hijo. Vistiendo Morral aquellas ropas, metiendo en un saco las que había llevado hasta entonces y con él sobre un hombro, se marchó sobre las diez de la mañana; sin decir adiós siquiera.

Hasta la tarde del día 2; es decir, durante treinta y cuatro horas, se ignoran las andanzas de Morral. Debió vagar por las afueras de Madrid.

Sobre las seis de la tarde, aparece Morral en la puerta del ventorro de los Jaraíces, término de San Fernando del Jarama, donde pide que le hagan una tortilla.

Pero la mujer del ventero advierte que sus señas coinciden con las que se han dado del regicida y llama a su marido; éste lo comprueba y monta en una muía para ir a Torrejón de Ardoz a dar cuenta a la Guardia Civil. ¡Por fin, unos policías!, ¡los ventorreros!

Poco después llegó el guarda jurado Fructuoso Vega y dos vecinos para tomar unas copas, recayendo la conversación en el atentado de los Reyes, y al hablar de que el autor tenía herida una mano, Morral, disimuladamente, se quitó un vendaje que llevaba en la mano derecha, lo que, advertido por el guarda, lo determinó a aproximarse al criminal, diciéndole que lo debía detener. Palideció el regicida, pero no mostró resistencia, saliendo de la casa delante del guarda.

No se habían alejado cincuenta metros y sonó una detonación. Cayó el guarda. Morral emprendió la huida; pero unos veinte metros más allá, se disparó un tiro en el pecho, cayendo a tierra en el acto.

Sin más detalles útiles a extraer de él para este estudio del regicidio, Morral sale de escena.

 

EN BARCELONA..., ¿QUE HACE  S. E. EL DUQUE DE BIVONA?

Como ya se ha visto, Romanones había hecho venir a los “más expertos” policías europeos. Pero ¡qué pena!, no había hecho venir a los mucho más expertos policías de Barcelona; aunque, faltando a la verdad, lo afirme en su libro.

En la “Causa” no figura; pero en el momento de llegar a Barcelona la noticia de que había sido cometido un atentado contra el Rey por un individuo llamado Mateo Moral, el Inspector de Policía señor Tressols extrajo de su bolsillo varias fotografías, escogió una y se la mostró al señor Duque de Bivona, diciéndole:

“Mateo Morral Roca, autor del atentado contra el Rey.”

Aunque no mencione la “Causa” tal episodio, ella lo prueba, porque hay en uno de sus folios una diligencia, fecha 1 de junio, a las cuatro de la tarde, en la cual, por orden del señor Tressols, otro Inspector, el señor Ramírez, interroga al padre de Mateo, Martin Morral, y registra su casa.

El mismo día han sido interrogados Félix Sanmiguel, tío de Morral, y Francisco Massip, cuñado. Y saben que Morral puede disponer de siete a ocho mil pesetas.

El mismo día, se informan de que Morral se ha hospedado hasta el 5 de mayo en la plaza de Cataluña, 12, tercero primera, y acompañó a la mujer rusa relacionada con Francisco Ferrer, el cual recomendó a Mateo Morral, bajo el nombre de Mateo Roca, para qué se hospedase en aquella fonda, y que poco después, el 5 de mayo, ya dormía en la Escuela Moderna.

Como podemos ver, la Policía de Barcelona, en cuanto se le ordena actuar, ha dado en el blanco: Mateo Morral, Francisco Ferrer, Escuela Moderna.

Como se ve por las fechas —todo es el día 1 de junio— Morral no es conocido en Madrid más que como Moral; se saben sus señas personales; pero no ha sido aún visto, porque se suicida después de las seis de la tarde del día siguiente.

Sin duda, hubo siempre grandes policías en España... Naturalmente, no decimos con ello que hubiera una “gran Policía”, ni siquiera decimos que hubiera Policía.

La Policía no es tan sólo una entidad formada por policías; la Policía tiene algo muy esencial que no radica en los policías, una cosa que se llama “Autoridad” y “Superioridad”; entonces encarnadas para toda España en Romanones; para Madrid, en Ruíz Jiménez, y para Barcelona, en el Duque de Bivona.

 

TIEMPO Y COMPAS EN LA “SUPERIORIDAD” Y EN LA “AUTORIDAD”

Como hemos visto, el día 1 ya sabían mucho los policías de Barcelona sobre Morral y Ferrer; a las cuatro de la tarde ya estaban en casa de su padre; no consta la hora en que visitaron la fonda de la plaza de Cataluña y supieron que se hospedaba Morral en la Escuela Moderna; pero, si no fue antes, no sería mucho después.

Pues bien; el señor Duque de Bivona no pide mandamiento judicial para entrar y ocupar el equipaje de Morral en la Escuela Moderna hasta el día 2 de junio, día en que se verifica el registro, ¡y qué registro!

 

REGISTRO Y PRIMER CONTACTO CON FRANCISCO FERRER GUARDIA

Con todas las de la Ley, con mandamiento judicial, aun cuando la Escuela Moderna no era un domicilio particular, entra la Policía en el establecimiento de enseñanza. Deben ya esperarla, pues allí está Ferrer, Soledad Villafranca y Mariano Batllori y Visetti, un anarquista, “hombre para todo” en la Escuela, que habita, según manifiesta, en el piso primero, tercera puerta, de la misma casa.

El mandamiento limita la facultad de los policías a buscar y ocupar el equipaje de Mateo Morral y nada más. Y, respetuosos con el mandato judicial, que se contrae a lo solicitado del Juez por el Duque de Bivona —respetuosos los policías, y bien sabrían por qué—, se limitan los Inspectores a buscar el baúl o la maleta de Morral, y nada más. Como si aquellas tres personas fueran el personal de una fonda y no tres anarquistas de la mayor fama y como si aquel local no fuera una fábrica para producir “anarquistas en serie”.

“…no se encontró en el repetido piso ningún baúl, maleta, manta de viaje ni abrigos que pudieran demostrar pertenecer a Mateo Morral, haciendo constar las tres citadas personas que responden de una manera firmísima de que el mencionado Mateo Morral jamás ha traído ni entregado a ninguna de las citadas personas el equipaje que se indica, exceptuando el señor Batllori, que dice hará un mes aproximadamente la planchadora de Mateo le entregó ropa limpia de la pertenencia del citado Mateo para que se la entregase a éste, como así lo hizo el señor Batllori...

...manifestó el señor Ferrer que (Mateo) era encargado de la Biblioteca de las publicaciones de la Escuela; que Mateo Morral se despidió de las tres personas que se interrogan el día 20 del pasado mes de mayo, diciendo que se ausentaba de Barcelona por unos días para reponerse de la salud...

Preguntado el señor Ferrer para que manifestase qué ideas políticas había notado en Mateo Morral dijo: Que únicamente le había notado ser enemigo furibundo de todos los partidos políticos, pero que jamás le oyó hablar de la Anarquía, suponiendo el dicente que el Mateo Morral no profesaba ideas anarquistas”.

Esto es todo. Según se ve, los policías parecen buscar el equipaje de un ladrón de bicicletas, no el de un regicida que ha asesinado a 24 personas y ha herido a 107. No se interroga por separado, en busca de contradicciones, a sus tres cómplices; no se traspasa el estricto límite del mandamiento judicial, pues no hallando baúl, ni maleta, ni gabán, cosa que pueden comprobar dando un paseo por las habitaciones, ya no hacen nada, como si lo importante fuera el continente del equipaje y no su contenido, y éste no pudiese hallarse sino en el baúl o en la maleta; como si nadie hubiera podido ocultarlo en cualquier otra parte de la Escuela.

Ya hemos dicho que esa extraña cortedad policíaca tendría sus motivos. Desde luego, aquellos policías de nombramiento arbitrario gubernamental sabían muy bien hasta dónde podían llegar sin perder el empleo fulminantemente. Y, a no dudar, sabían bien lo que les pasaría si se pasaban una línea del mandato judicial, limitado por la estricta petición del duque de Bivona en aquella diligencia con el director de la Escuela Moderna, personaje internacional, jefe de Lerroux, superjefe del gobernador, como “contratista” de la tranquilidad pública de Barcelona.

Este “miramiento” se tenía con Ferrer, a pesar de que:

“...por orden del señor inspector general de Policía dispuso que el inspector de clase don Simón Oliva vigilara al director de la Escuela Moderna desde el 22 ó 23 de mayo, sin que el expresado inspector notara nada de particular hasta el día 30, en que le llamó la atención no ver salir a Ferrer de su casa, y como tampoco le vio salir el día 31, subió en la tarde de dicho día con el pretexto de hablar del ingreso de dos niños en el colegio, y una señorita que salió a recibirle le manifestó que el día antes habla marchado el director a París; que, en vista de esto, ya no continuaron vigilando, hasta que ayer se supo, por conducto del inspector don Antonio Ramírez, que Ferrer ya estaba de regreso en Barcelona, habiendo manifestado a Ramírez la misma señorita a que ha hecho antes referencia que, habiendo tenido noticia Ferrer, antes de llegar a Port-Bou, del atentado contra el rey en Madrid, retrocedió, no sabe por qué motivo, pero podrá explicarlo el señor Ramírez; que, como al tiempo de encargar el Gobierno a la Inspección General de Policía la vigilancia de Ferrer, ordenó que se averiguasen las relaciones de éste y si había estado en París, el declarante se avistó con él tomando un pretexto oportuno, y le manifestó Ferrer que había estado en París por asuntos profesionales, y habla conferenciado con don Nicolás Estévanez y con Carlos Malato... El citado sujeto fue a París para declarar, juntamente con Lerroux y Estévanez, en el juicio de la causa sobre el atentado contra Su Majestad el Rey y al señor Presidente de la República francesa”.

Como vemos, Ferrer, relacionado con el atentado cometido contra el rey en París, puede estar ignorado para la Policía desde el día 30 de mayo hasta el día 2 de junio. Y habiendo acaecido otro atentado contra el rey, con características idénticas al de París, durante su desaparición, el gobernador no se cree con derecho ni motivo para detenerle, interrogarle y registrar su establecimiento y domicilio. Técnicamente, podía ser él autor o coautor material del regicidio; y, prácticamente, se le hubiera podido demostrar que durante aquellos cuatro días estuvo preparando un movimiento revolucionario, que estallaría si tenía éxito el regicidio.

Pero de todo esto no hay ni rastro en todo el sumario; el “cargo” que se le quiere probar es el de “complicidad” con Morral por el camino unilateral de sus declaraciones—tan sólo de sus declaraciones—prestadas muy tarde, pues a Ferrer no se le detiene hasta el día 4 de junio, cuando ha tenido tiempo de preparar cuantas coartadas estimó necesarias.

Pero no adelantemos. Los policías no quedan satisfechos con el resultado de su entrada en la Escuela Moderna el día 2; buscan y encuentran al mozo de cuerda que ha trasladado el equipaje de Mateo Morral de la Plaza de Cataluña al edificio de la Escuela Moderna, y éste les precisa que lo depositó en el piso 3.°, puerta primera del citado edificio. Los porteros dicen que el cuarto está arrendado por Francisco Ferrer; pero a éste nadie lo encuentra, y debe ser forzada la puerta.

Ferrer ha mentido en su primera declaración; ha mentido su asociado Batllori, que vive en la misma planta, en la puerta 3, y Morral, en la 1; este Batllori no será nunca detenido, y, naturalmente, ha mentido Soledad Villafranca, que se pasa el día en el edificio con su hermana

 

REGISTRO EN EL CUARTO DE MATEO MORRAL Y PRUEBA MATERIAL DE SU RELACION CON FERRER

Por fin, el 3 de junio—han pasado cuatro días desde el regicidio y dos desde el suicidio de Morral—la Policía puede entrar en el cuarto ocupado por el regicida, en la misma casa de la Escuela Moderna, en el piso 3.°, puerta 1.

De interés, la Policía encuentra lo siguiente: dos cajas de cápsulas para pistola “Browing” y gran húmero de folletos con distintos títulos, entre los cuales hay los titulados En guerra y Pensamientos revolucionarios (éste es el de Estévanez); pasquines del 1 de mayo, un ejemplar del folleto titulado L’Internationale. En realidad, como se comprobará en otras diligencias, el cuarto de Morral es una prolongación de la Biblioteca y Editorial de la Escuela Moderna. Por ello y por su empleo, la íntima relación entre Morral y Ferrer queda establecida.

Ya no es posible dejar a Ferrer en libertad. Muchas horas lo ha de meditar aún el señor duque de Bivona, pues hasta el día siguiente, 4, no son presentados Ferrer y Soledad Villafranca al juez.

A la declaración de ambos procede la de un inspector de Policía, el cual manifiesta que el día 2 se personó en la Escuela Moderna, y que: 

“Soledad Villafranca le manifestó que el director del colegio estaba fuera de la casa, pero no de Barcelona, pues había regresado aquel mismo día por la línea de Francia, para donde salió hacía dos o tres días; pero habiéndose enterado en el camino del atentado contra Sus Majestades en Madrid, y de que sonaba el nombre de Morral como autor del mismo, retrocedió para enterarse y regresó a Barcelona; que, por orden del Juzgado, hizo ayer diligencias eficaces para descubrir el paradero del citado Francisco Ferrer y de dicha señora doña Soledad, y hubo de averiguar que ambos se hallaban en una casa-torre de Gracia (paseo del Monte, 53), donde han sido hallados esta mañana”.

Sigue la declaración de Soledad Villafranca; ella y Ferrer han sido detenidos ambos en su común domicilio, paseo del Monte, 53, torre (Gracia), y de interés dice:

“... que hace dos años entró en el mismo colegio, en calidad de alumna, una niña de unos siete años, llamada Adelina Morral; que, como profesora de la niña, conoció a su hermano Mateo Morral; que Mateo Morral había contraído una viva pasión por la declarante, y hace cosa de un mes, aprovechando la ocasión de hallarse a solas en el colegio, le manifestó que estaba profundamente enamorado de ella desde hacía tres años, es decir, desde que la conoció, y se había abstenido de manifestarle esta pasión porque era completamente refractario al vestido que usaban las señoritas, porque eso demostraba que estaba en ellas la vanidad tan arraigada que no les permitía llegar a la emancipación que él deseaba, citándole modelos de mujeres ajenas a esta especie de esclavitud del vestido, a mujeres extranjeras, que no usan corsé y llevan falda corta, que les permite dedicarse a los mismos deportes que los hombres, creyendo además indigno de una señorita de las relevantes dotes que él suponía en la declarante vistiera telas y encajes que suponían un gran sacrificio, semejante a la esclavitud a las pobres obreras que tenían que fabricarlos, siendo explotadas por las clases superiores de la sociedad; que la declarante le manifestó que no podía corresponder a su pasión, y entonces mostró un gran desconsuelo, y hasta lloró; que don Francisco Ferrer, director del colegio, no tiene con la declarante más relaciones que las que median entre director y profesora del colegio, como tampoco tenía con Mateo Morral más que las nacidas con motivo de los cargos que ejercía en el colegio; que el citado director hace frecuentes viajes a París por tener allí familia e intereses, y el día 30 de este mes se dirigió a dicha capital francesa, pues al llegar la declarante al día siguiente por la mañana al colegio encontró una nota, en que aquél le participaba el viaje y le hacía varios encargos; pero no llegó a París, pues el día 1, cuando fue la declarante al colegio, ya le encontró en él, y hubo de manifestarle que en el camino durante su viaje a París había tenido noticia del atentado contra los reyes en Madrid, y de que sonaba el nombre de Morral como autor de . dicho atentado, y de tal manera se afectó que regresó a Barcelona”.

Y, por fin, viene la declaración de Ferrer, que de interés dice:

“... que conocía a Mateo Morral desde hará unos tres años, con motivo de haber traído a una hermana suya, llamada Adelina, para que se educara en la escuela de que el dicente es director; que con este motivo, el Mateo hacía frecuentes visitas a la escuela, y como era de carácter tan simpático, llegaron a trabar amistad, por lo que el dicente le propuso, y él aceptó, que se encargara de la biblioteca; y después de enterarse de las condiciones en que en la casa se trabajaba, podría, si lo creía conveniente, encargarse de la dirección editorial, y hasta quedarse por su cuenta con el negocio; que, en efecto, hará unos cuatro o cinco meses se encargó el Mateo de la biblioteca, y tanto le agradó esta clase de trabajo, y tan bien le pareció al dicente la forma en que desempeñaba su cometido, que hará unas tres o cuatro semanas convinieron en que el 1 de este mes le haría cesión definitiva, y desde esta fecha corría la biblioteca de cuenta del Mateo; el día 20 de mayo se despidió el Mateo, diciendo que no se encontraba bien de salud, y que iba a descansar, sin que le indicara el punto a que pensaba dirigirse, aunque el dicente creyó que iba a Sabadell, y recuerda que fue el día 20, porque en ese día dio una conferencia en la escuela el doctor Martínez Vargas; que aunque creía que el Mateo le había de escribir dándole noticias del punto en que se encontraba y cómo seguía de salud, no ha tenido noticia ninguna de él hasta el día 1 del corriente, en que con gran sentimiento se enteró por los periódicos en que se le acusaba como autor del atentado contra Sus Majestades, y que tantas víctimas inocentes causó en Madrid el día 31 de mayo; que se enteró del hecho en esta capital, de donde no había salido, porque aunque había proyectado un viaje a París y lo había anunciado la víspera, o sea el día 31, lo suspendió al enterarse del acontecimiento...; que, a principios de año, el Morral se separó de su padre y se vino a Barcelona, hospedándose en una casa de la Rambla de Cataluña, cuyo número ignora, y como pasado algún tiempo manifestara estar descontento de su hospedaje, el dicente le indicó que, si le agradaba, podía hospedarse en casa de don Cirilo Oñate, plaza de Cataluña, 12, tercero, casa que conocía el dicente porque comía en ella con frecuencia, y en la que se hospedó una señorita rusa, que vino a Barcelona a atender al cuidado de su salud, que le recomendó por un amigo de París, Mr. Cordonier (al margen hay una nota, que dice: “Mr. Cordonier. Señas: Portería del Gran Oriente, rue Cadet, 16, París.—Cordonier)”, profesor muy distinguido, a quien conoció en una Logia masónica; que, a pesar de la confianza que mediaba entre el dicente y el Morral, nunca le hizo confidencia alguna que le pudiera hacer sospechar que abrigara propósitos criminales”.

Vienen después varias declaraciones del personal de la Escuela Moderna; José Carola, catedrático; Andrés Martínez Vargas, Odón de Buen, Ángeles Villafranca, Teresa Ginebrida, Mariano Batllori, etcétera, etc., todas sin ningún interés, pues todas coinciden con la de Ferrer en absoluto. Tiempo han tenido todos para ponerse de acuerdo. Pero debe advertirse que la autoridad judicial, sin duda, estima cierto cuanto le dicen, porque no hay una sola diligencia para buscar contradicciones entre los declarantes; es decir, viendo como se veía, la coincidencia, debieron pedir ciertos detalles, para, una vez comprobados, si se hallaban contradicciones, llegar a la conclusión de que la coincidencia no procedía de haber dicho todos la verdad, sino de un previo acuerdo entré los declarantes. Resulta ser esto una técnica tan elemental en materia sumarial, que es muy extraño, muy extraño, que no fuera empleada, sobre todo teniendo en cuenta el gran interés del sumario instruido.

Dentro de lo normal, no hallamos causa ni justificación adecuada, ni el mejor técnico creemos que pueda encontrarla; por tanto, dentro de lo racional debemos buscarla en lo “anormal”..., y de “anormal” no hallamos más que la calidad masónica de los interrogados. La de Ferrer tiene constancia en los mismos folios del sumario; la de Odón de Buen, no muchos años después Gran Maestre del Gran Oriente, debía constarle al juez o al fiscal y, desde luego, al duque de Bivona...

Y saber un simple juez que los declarantes eran “hermanos” del presidente del Consejo, el hermano Cobden, era para imponerle respeto y comedimiento.

 

FERRER EN MADRID; LA PRUEBA DE SU COMPLICIDAD

La prueba no se obtiene por ninguna diligencia especial del juez ni de la Policía; cuando se adquiere es en el día 9, y en ese día—van diez desde el atentado—aún no se le ocurrido a nadie efectuar un registro en la Redacción de El Motín; no hablemos del domicilio particular de Nakens o de los demás encartados, que nadie registrará nunca.

La prueba la facilita espontáneamente Nakens, cuando se cruza con Ferrer en la Cárcel Modelo, al ser llamado a declarar. Indudablemente, da la prueba a impulsos del miedo, temiendo que las cartas de Ferrer y suyas han sido ya ocupadas en Madrid y en Barcelona. Gran sorpresa debió sufrir Nakens al enterarse de que nadie había buscado pruebas documentales ni en la Escuela Moderna ni en El Motín hasta la fecha.

Veamos lo esencial de lo declarado por Nakens:

“...a finales del año 1905 dirigió, no recordando si en noviembre o en diciembre, una carta al Ferrer, que obra en su libro copiador que se halla en la Redacción, diciéndole que se hallaba en mala situación pecuniaria, y que viera si le podía colocar libros, que había reunido en su biblioteca, a cualquier precio, para ver de sacar algún dinero y no dejar de publicar el periódico El Motín, contestándole el Ferrer que no podía hacer la colocación de libros; que tampoco entonces podía facilitarle ninguna cantidad, aun cuando el declarante no se la pedía, y que si realizaba el empréstito que esperaba, quizá entonces podría hacer algo con el declarante: que, sin haber mediado más comunicación, no recuerda si fue el día 20 de mayo último, pero sí en la última decena del mismo, recibió una carta del Ferrer, que conserva en la Redacción, y que ha guardado y sabe dónde está su auxiliar Pedro Mayoral, en la que aquél le decía que, aunque pareciera extraño que un anarquista como él se dirigiera al que, como el declarante, les habla combatido, estimando sus trabajos, le rogaba que le remitiera original para dos tomos para la enseñanza de los niños de la Escuela Moderna, y, desde luego, le incluía un talón e 1.000 pesetas contra el Banco de Barcelona”.

Veamos la correspondencia cruzada, que se ocupa:

“Escuela Moderna.—Barcelona, 26 de mayo de 1906.—Mi querido amigo: Por fin he obtenido un crédito, que me permitirá concluir la biblioteca de la escuela y también ayudarle a usted en algo, ya que no en todo, lo que me ha solicitado. Le adjunto un talón de 1.000 pesetas, que cualquier banquero le abonará pasados los días requeridos para hacer su cobro en ésta. No destinaremos estas 1.000 pesetas a la compra de libros propuesta por usted, sino, si usted quiere al pago de dos manuscritos que me hagan dos tomitos de 160 ó 200 páginas, como los de nuestra biblioteca, original que no me corre prisa recibir, si tiene usted algo más importante que hacer. Me acuerdo que usted me había hablado de una porción de originales que pensaba usted imprimir al morirse, o, mejor dicho, si no se hubiese muerto su amigo de Bilbao. Pues bien; de esos manuscritos habrá, sin duda, material para formarme los dos tomitos, o si estuviese de humor, podía escribirlos ex profeso para los niños o los hombres. Podrá parecer extraño que yo encargase a un enemigo de los anarquistas dos manuscritos para figurar en mi biblioteca, cuyo fundamento es, se lo confieso, hacer anarquistas convencidos: pero, dejando aparte la enemiga que usted los tiene, sabe escribir cosas que todos ellos firmarían. De esas cosas, creo yo puede usted hacerme dos tomitos. Dispénseme y no olvide le quiere de veras su afectísimo.—F. Ferrer. Rúbrica”.

“Mi querido amigo: Basta de embustes; deseo ayudarle a usted en su campaña revolucionaria. ¿No hay libros para imprimir? No los imprimamos, y punto concluido. Conozco Juan Lanas, y estoy conforme que no es a propósito para la biblioteca. Hágame el favor de hacer cobrar aquel talón y continúe usted en su labor. Lástima que ha de deshacer lo hecho; pero ¡ qué se le va a hacer! Todos nos equivocamos en la vida; yo me he equivocado muchas veces, y no juro dejar de equivocarme en lo sucesivo. Sin embargo, ¡adelante siempre!, cuando cree uno andar en buen camino. Tanto peor si se ha de retroceder después. ¿Me permite usted que le diga algo de lo que pienso? Ahí va: si deseamos una Revolución, y si queremos que alguien ha de personificarla, ese alguien es Lerroux. Hoy él es quien está en lo cierto, quien quiere hacer y quien hallará otros que le sigan: militares, paisanos. ¿Me equivoco? ¿Habrá que desandar luego lo andado? No importa, volveremos a empezar. Naturalmente, no estoy conforme con Lerroux en muchas cosas; pero si considero que es él el más significado hoy; a él me dirijo y con él me abrazo. Dis­pense a su afectísimo, F. Ferrer.—Hay una rúbrica.—¡Esos militares!

¡Esos militares! ¡Qué desengaños! Si puedo ir a ésa, un día hablaremos”.

A la prueba de las cartas, agrega Nakens lo siguiente:

“Que son las mismas las cartas y el cheque los qué recibió de Francisco Ferrer, de quien es amigo como antiguo republicano que fue; pero hoy le considera afiliado al partido anarquista, como lo acredita el final de la misma carta de Ferrer, de 26 de mayo último, y ese fue el motivo que tuvo para contestar a Ferrer que no podía aceptar su encargo y que le indicase en qué forma podía devolver el talón de crédito, alarmándole sobre manera la inmediata contestación de que pudiera disponer luego de las 1.000 pesetas, y este acto de desprendimiento del Ferrer le preocupó, como tiene dicho, porque recibió esa carta el día 1 ó 2 de junio corriente, y como cuando Mateo Morral se presentó en la Redacción después de cometido el delito, y el declarante aceptó el favorecer su fuga, llevado solamente, como tiene expresado, del concepto de la delación”.

Examinemos brevemente estas pruebas. No es necesario un gran detenimiento, pues resultan muy claras. Veamos:

1. A finales del año anterior, Nakens ha recurrido a Ferrer demandando auxilio económico; pero éste no se lo concede, ni siquiera encargándose de vender sus libros entre la clientela de la Escuela Moderna.

2. Pero, pasados meses, el 26 de mayo, le gira 1.000 pesetas, a pretexto de que le escriba o arregle el original de unos libros para los niños de la Escuela Moderna. Fijémonos en la fecha: 26 de mayo. Morral ha llegado el 21 a Madrid; el 22 ha alquilado el piso en la calle Mayor; el 22 ó 23 han sido compradas las cajas metálicas para construir la bomba; una carta echada en Madrid el 22 ó 23 y hasta el 24 tiene tiempo de llegar a Barcelona antes del día 26; Mateo Morral ha de haber comunicado a Ferrer en Uno de esos días que todo está ya dispuesto; entonces es cuando Ferrer escribe a Nakens su carta, incluyéndole el talón de las 1.000 pesetas; quiere tener a Nakens obligado para cuando se le presente Morral pidiéndole que lo oculte; no cuenta con los escrúpulos de Nakens, que, después de pensarlo tres días, escribe a Ferrer rechazando su encargó; aquel insólito envío de dinero despierta la suspicacia del viejo Nakens; para aplacarla le escribe el mismo día qué ha recibido la dé Nakens, su segunda carta, en términos muy claros y muy apresurados.

Analicemos esta segunda carta: Ferrer le dice a Nakens en ella la verdad; no toda, pero la verdad.

1.Que lo del original para los libros es un embuste, un pretexto.

2. Que quiere ayudarle en su labor revolucionaria; por tanto, no puede ser más claro que se trata de Revolución.

3. Que se trata de una Revolución, no anarquista, sino republicana, la que pretende Nakens, pues el jefe es Lerroux, a quien siguen militares y paisanos, y con el cual, él. Ferrer, no está conforme en muchas cosas, pero a Lerroux se abraza. Luego la exclamación de reproche: “¡Esos militares! ¡Esos militares!”, indicando que la Revolución depende de ellos y que algunos han fallado.

Trata Ferrer de advertir a Nakens de que no se trata de un atentado específicamente anarquista, sino de un atentado provocador de un movimiento republicano. Debe tenerse en cuenta que esta carta está escrita el día 31, el día critico, el del atentado, y pensando o sabiendo que cuando la reciba Nakens habrá sido ya cometido y se le habrá presentado Morral.

Con el análisis precedente resulta perfectamente claro para cualquier Tribunal la complicidad de Ferrer en el regicidio.

Pero hubo necesidad de que el fiscal llegase a una conclusión por cuenta propia.

La conclusión para el juez y el Tribunal sentenciador sobre la culpabilidad de Francisco Ferrer está dictada por el propio encubridor del regicida Morral; y les hubiera bastado con recogerla luego en los “resultandos” de la sentencia para condenar como cómplice a Ferrer, y nadie podría creer parcial e Injusto al Tribunal por hacer suyo un cargo formulado por Nakens, encubridor confeso, afín ideológico del cómplice y enemigo fanático del régimen y de la religión oficial del Estado.

La conclusión aquí está:

“... y al dejarle al Mateo ya en poder del Bernardo Mata, recuerda que aquél le dijo, al despedirse: “¡Qué bien le conoce a usted Ferrer!” El declarante sospechó que podía haber combinación previa entre el Ferrer y el Mateo para que éste acudiese a ampararse al declarante, y el Ferrer buscase este medio más o menos satisfactorio de recompensar al declarante”.

“Había combinación previa entre Ferrer y Mateo.”

Y ésta era la verdad; pero una verdad que no pesaría para nada «en el sumarlo ni en la vista de la causa.

 

LOS ANARQUISTAS JULIO CAMBA, ANTONIO APOLO Y JUAN MONTSENY Y ROMANONES

Los anarquistas presentados al juez instructor, Julio Camba, Antonio Apolo y Juan Montseny, condesan haber conocido a Mateo Morral en el viaje hecho a Madrid por el anarquista en fecha anterior al último.

Es presentado al juez Julio Camba, en 19 de junio—¡no hay prisa!—, y declara:

“Que profesa ideas anarquistas, y por ello ha sido procesado varias veces por delitos de imprenta, sin que se le haya impuesto pena alguna; que en defensa de esas ideas, y eh unión de don Antonio Apolo, que es tipógrafo de la imprenta de España Nueva, publicaban hace dos años en esta capital el periódico titulado El Rebelde, y por aquella época recuerda que se le presentó en la Redacción, sita en la calle de Fomento, el que dijo llamarse Mateo Morral, y que profesaba las ideas anarquistas, habiéndose relacionado con el declarante en los tres o cuatro días que permaneció en Madrid, habiendo cenado reunidos una noche, despidiéndose del declarante, manifestándole que se iba a viajar por cuenta de la fábrica de hilados que tiene su padre en Sabadell; que desde esta entrevista hará dos años...”.

Veamos lo dicho por Antonio Apolo:

“...dijo: Que hace algo más de dos años, en colaboración, y como propietario, con don Julio Camba, publicaba en esta corte el periódico titulado El Rebelde, como de propaganda anarquista, teniendo la Redacción en su domicilio, entonces en la calle de Fomento, 29, piso segundo; el Morral, para ayudarle en su propaganda, le entregó un paquete de monedas de dos pesetas, que importaban unos quince duros, manifestándole que si tenían algún contratiempo o necesitaban fondos que se dirigieran a él o que lo hicieran también a Francisco Ferrer; que a poco de esta entrevista, como no estaban bien de fondos para la publicación del periódico, el declarante y Camba, en el papel timbrado correspondiente de El Rebelde, dirigieron una carta a don Francisco Ferrer pidiéndole que les auxiliara; y en contestación a esta carta, el señor Ferrer les remitió un cheque del Crédit Lyonnais, en Barcelona, por cantidad de 200 pesetas, hará dos años...; no habiendo podido corresponder a ese anticipo del señor Ferrer, pues las vicisitudes que pasó el periódico El Rebelde, las persecuciones sufridas por el declarante por sus ideas anarquistas, por haberse presentado en su casa un tal Ceferino Gil, portador de cartuchos de dinamita, y, según dijo, para matar a Maura, lo que motivó la prisión de dicho sujeto y la del declarante, respecto del cual se dictó auto de sobreseimiento libre”.

En la cuenta corriente de Ferrer en el Crédit Lyonnais, de Barcelona, es encontrado el talón núm. 196.877, referente a las 200 pesetas remitidas a Camba y Apolo. Su fecha es la de 4 de junio del año 1904.

Es importante señalar tal fecha. La relación entre los dos anarquistas con Morral y, a través de éste, con Ferrer se establece un año antes del regicidio frustrado cometido en París contra el rey y el presidente de la República francesa, en cuyo atentado reconoce la Policía gala a Morral como autor, bajo el nombre de “Farras”.

Veamos por qué es importante:

...Jesús Navarro Botella fue el que arrojó las bombas al paso de M. Loubet y Alfonso XIII.

Jesús Navarro es un joven nacido en Torrevieja, provincia de Alicante, que fue condiscípulo nuestro en el Instituto. Antes que terminara sus estudios fallecieron sus padres, y él tuvo que abandonar el Instituto y marcharse con un única hermana huérfana. Empezó á relacionarse con los jóvenes del pueblo eh que vivían, y se hizo republicano federal y redactor del Renacimiento, periódico órgano del partido en aquella localidad.

Después se marchó a Madrid, y en unión de Julio Camba y Antonio Apolo hizo El Rebelde, periódico anarquista. Perseguido por las autoridades, y después de haber visitado la Cárcel Modelo, de Madrid, y pasado buenas temporadas en ella, se fue a Barcelona como redactor de Tierra y Libertad, otro periódico anarquista, que Federico Urales y Soledad Gustavo publicaban en Madrid.

En Barcelona, Jesús Navarro entró en relaciones amistosas con Ferrer, confiándole éste la dirección de una escuela en Sans. Una de las veces que salió de la cárcel en libertad provisional era el preciso momento en que Odón de Buen, Fernando Lozano y otros muchos librepensadores españoles emprendían el viaje a Roma para asistir al Congreso Librepensador, que se celebró en aquella capital. Ferrer formaba parte de los excursionistas, y se llevó a Jesús Navarro. Este partió de allí a París eficazmente recomendado por Ferrer a sus amigos.

En París, Navarra se colocó en la librería Garnier hermanos, y empezó a relacionarse con Malato y demás anarquistas de acción.

Cuando Ferrer y sus amigos prepararon el atentado contra Alfonso XIII en París, aquél confió a Jesús Navarro la misión de ser el que arrojara desde un balcón la bomba al pasar el coche en que iba a M. Loubet y su regio huésped”.

En el texto anterior aparece “Federico Urales” y su mujer, Soledad Gustavo, ambos anarquistas, en cuya revista ácrata Tierra y Libertad está el regicida de París, Jesús Navarro Botella. También es visitado el “Federico Urales” por Morral cuando viene a Madrid en aquella fecha.

Veamos su declaración:

“... que al ocurrir el atentado contra Sus Majestades, e indicarse con este nombre al autor del mismo, a quien se apellidaba solamente Moral, no recordaba el declarante conocerle; pero después, y al tener más detalles y saber que era de Sabadell, ha recordado que hará algo más de dos años se le presentó un hijo de un fabricante de Sabadell que expresó llamarse Mateo Morral, manifestando que su deseo era sólo conocer personalmente al declarante, a quien ya conocía por sus escritos, sin que haya tenido con dicho sujeto más trato que la visita de éste, pues no le fue simpático al declarante; que al don Francisco Ferrer, en opinión del declarante, no lo considera de ideas anarquis­tas, y si solamente un monomaniaco o encariñado o chiflado, mejor dicho, por la idea de librepensamiento y de la enseñanza laica, pues de no ser así, dada su posición social, podía vivir sin necesidad de preocuparse de estas enseñanzas; que, personalmente, hacía año y medio que había hablado con el señor Ferrer en esta corte, sin volverle a ver hasta que ha sido encarcelado con motivo de la causa del atentado”.

Seis meses después, aproximadamente, del primer viaje de Morral a Madrid viene Ferrer y se ve con “Urales”, y debe ser cuando se lleva a Jesús Navarro a Barcelona.

Este llamado “Federico Urales”, aunque dice al juez que ha renunciado al anarquismo, ha sido hasta su muerte el mayor propagandista de la anarquía en España; hasta durante la dictadura del general Primo de Rivera se dio maña para publicar la Revista Blanca, de clara propaganda anarquista, pero limitada entonces al aspecto filosófico-ético-idealista.

En el juicio oral, Juan Montseny se “destapa”:

“Juan Montseny, el cual, entre otras manifestaciones, expuso lo siguiente: “Que un día era redactor del Diario Universal; se le acercó uno de sus compañeros de Redacción, y le dijo: “¿Sabe usted lo que ocurre?” “No.” “Se me ha propuesto escribir artículos contra el señor Ferrer. Para ello hojearé yo los autos a mi antojo; estarán en el Juzgado de guardia, y se me señalarán los folios que contienen algún cargo contra el señor Ferrer.” “Usted ¿qué piensa hacer?”, le pregunté yo. “Pues hojear la causa, y luego escribir en favor de Ferrer, en lugar de hacerlo en contra, como tienen interés los que pretenden quedarse con su dinero.” Que alabó el propósito de su compañero; mas no se atrevió a llevarlo a término, y no publicó artículos ni en pro ni en contra del señor Ferrer. Que al día siguiente salida de la Redacción de España Nueva, y un joven se le acercó, preguntándole: “¿Es usted el señor Urales?” “Sí, señor.” “Se me ha propuesto hacer campaña contra el señor Ferrer.” “Se lo han propuesto a otros”, le contesté yo. “Mas yo pienso hojear los autos y defender a Ferrer, en lugar de atacarle.” “Hará usted muy bien—le dije—, porque el señor Ferrer es inocente.” Los artículos de ese joven abogado, según le dijo, se publicaron en España Nueva con el título “Por entre unos autos”. Que esos periodistas se llaman Andrés López y Martínez Albacete; que al primero no le ha vuelto a ver desde el día que le entregó sus artículos, y el segundo es redactor del Diario Universal, y habiéndole preguntado un día si le autorizaba para decir en este acto cuanto le había contado, le contestó: “Que en defensa de Ferrer estaba dispuesto a sostenerlo.” Y, por último, que el que intentó que la prensa de Madrid hiciera campaña contra Ferrer se llama Santiago Mataix”.

El nombre verdadero de “Federico Urales” era el de Juan Montseny Carret. El apellido Montseny debe recordarles algo a nuestros lectores.

Juan Montseny era el padre de Federica Montseny. Esta fue “ministra” en el Gobierno rojo de Madrid, en representación de la F. A. I, y la C. N. T.

Hoy, la Federica Montseny es la figura más destacada en el Comité de la C. N. T. en Francia, y es la que manda, desde su cuartel general de Toulouse, la mayor cantidad que puede de bandas de atracadores de la F. A. I. a España.

¡Ah!... Un pequeño detalle de la declaración de Juan Montseny:

“Que ha sido procesado por el delito de imprenta, sin que le haya sido impuesta pena alguna, y que actualmente es redactor del periódico Diario Universal, y colabora también con la publicación de artículos en El Imparcial y el Heraldo, siendo conocido, tanto en sus escritos periodísticos como en obras literarias, con el seudónimo de Federico Urales”.

Y otro pequeño detalle:

El Diario Universal, donde está el cómplice del regicida, es un periódico propiedad del excelentísimo señor ministro de la Gobernación y jefe nacional de la Policía española, Álvaro Figueroa Torres.

LA SENTENCIA

“Considerando que sea cualquiera el juicio que tenga la Sala respecto a la licitud de propagar ideas disolventes y excitadoras al crimen, como son las anarquistas, es lo cierto que la ley actual respeta y hasta tolera dicha propaganda, por cuyo motivo la hecha y confesada por Francisco Ferrer, aunque pueda condenarse en la esfera moral por los que no participan de sus teorías, no es motivo legal suficiente, apreciando el hecho con libertad absoluta de conciencia, para entender que necesariamente tuvo que ser partícipe, en forma más o menos directa, en el delito cometido por su amigo y cooperador Mateo Morral, y que, unido con éste por conocimiento de lo que realizó, le favoreciese con actos anteriores o simultáneos, ya que los indicios que aparecen en la causa, si pudieron ser, y fueron, motivo bastante para dictar un procesamiento y sostener una acusación con rectitud de juicio y racionalidad de criterio, no lo son suficientes a decretar una condena, por carecerse de la prueba indispensable que asegure el enlace de la inducción moral que engendra la enseñanza y publicidad de una doctrina funesta, con las consecuencias naturales y terribles en el caso presente de esas mismas publicidad y enseñanza”.

“Fallamos que debemos condenar y condenamos a José Nakens Pérez, Isidro Ibarra Oñoro y Bernardo Mata García, como encubridores de los delitos de que les acusa el fiscal, a cada uno a la pena de nueve años de prisión mayor".

“Absolvemos a Francisco Ferrer Guardia, Pedro Mayoral Miguel, Aquilino Martínez Herrero y Concepción Pérez Cuesta declarando de oficio las costas a ellos correspondientes y poniéndolos inmediatamente en libertad”.

La absolución de Francisco Ferrer es una consecuencia lógica y prevista, dadas las brutales anomalías existentes a su favor dentro del sumario. 

Aun cometidas, la prueba de su complicidad en el regicidio resalta de manera nítida.

Pero nada importa. Su absolución está decretada de antemano por sus “hermanos” que son gobierno y dueños del Estado español.

“Vosotros en Palacio tenéis los honores y las casacas, pero el Poder lo tiene el señor Salmerón. Sois los prisioneros de la minoría republicana.” .

Así apostrofará Maura al h. Cobden, Presidente del Consejo de Ministros, en la sesión de Cortes de 7 de diciembre de 1906.

Ciertamente, aquel apostrofe de don, Antonio era muy moderado, porque, apurando la verdad, podía decir con todo rigor:

“...El Poder lo tiene Francisco Ferrer, Virrey en España del Alto Mando de la Masonería internacional, amo, por lo tanto, del señor Salmerón y también del Presidente del Consejo...”

Así, ya en noviembre de 1907, piden su indulto Nakens y los otros condenados.

El director de la Cárcel Modelo, de Madrid —contra los Reglamentos, no serán trasladados los condenados a ningún penal—, informará reglamentariamente:.

“Que don José Nakens Pérez no sólo observa ejemplar conducta desde su ingreso en esta prisión, sino que además viene contribuyendo con sus particulares donativos y sus iniciativas al alivio y consideración de los pobres y desgraciados reclusos, ejercitando por sí y estimulando con sus escritos a tan hermosa obra de caridad. Con tranquilidad admirable y resignación sincera sufre su cautiverio, y al verle asiduamente entregado a sus estudios y trabajos, surge la idea del justo y desaparece la del delincuente”.

Se indignará el Fiscal contra el funcionario que así se atreve a juzgar al juzgado culpable por un Tribunal, pero nada le pasará.

Se indignará el Fiscal porque la Audiencia se opone a que sean oídos los familiares de los muertos y los heridos en el atentado, a pretexto de que no se mostraron parte en la “Causa”; esto, constando en ella que se dictó providencia impidiendo a todos mostrarse parte...

En fin; el mismo Fiscal que se ha opuesto en noviembre de 1907, informará favorablemente el indulto de Nakens, cinco meses después, en abril de 1908.

Y el 8 de mayo firmará el Rey el Real Decreto indultando a todos, Nakens, Ibarra y Mata; el Ministro de Gracia y Justicia que lo refrenda es el Marqués de Figueroa. El Presidente del Consejo es don Antonio Maura. 

Hasta con Maura, ¿quién manda en España?

Veinticinco muertos, hombres, mujeres y niños; 107 heridos, la mayoría graves, han merecido que tres hombres paguen sus vidas y heridas con menos de dos años de prisión en clase distinguida.

Repetimos:

¿Quién mandaba en España?

No el Rey, Don Alfonso de Borbón: él era la víctima preferida.

 

 

CAPÍTULO TERCERO

ALFONSO XIII EL AFRICANO. EL REY Y MAURA 1909