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LIBRO PRIMERO

LAS GUERRAS CIVILES

 

CAPÍTULO XV

 

Para comenzar las hostilidades tuvieron ambos partidos que esperar al fin del invierno, que este año fue más rigoroso que de ordinario en Andalucía. Abderramán o mas bien Obaidallah, pues este era el que lo dirigía todo, aprovechó esta forzada inacción para escribir a los jeques árabes y bereberes, invitándolos a declararse contra Yusuf. Los Yemenitas respondieron unánimemente que a la primera señal del príncipe tomarían las armas para defender su causa. Los Bereberes estaban divididos; unos se declararon por Yusuf, otros por el pretendiente. En cuanto a los jeques caisitas, seis solamente prometieron apoyar a Abderramán, tres de ellos tenían odios personales contra Samail, y eran Djabir, hijo de aquel Ibn-Chihab que Samail había enviado al país de los vascos para que allí encontrase la muerte; Hosain, el compañero de Ibn-Chihab, de cuyo destino debió participar, y Abu-Becr ib-Hilal el Abdita, que estaba irritado contra Samail porque este le babia pegado un día a su padre. Los otros tres pertene­cían a la tribu de Tliakil, que desde los tiempos del ilustre takifita Haddjadj eran ciegos partidarios de la causa de los Omeyas.

Entre ambas naciones rivales, reforzadas por los bereberes, iban pues, a comenzar de nuevo, pero en mayor número y en mayor escala, la batalla de Secunda, dada diez años antes. Las fuerzas de ambos partidos eran menos desiguales de lo que parecían a primera vista. El partido Omeya era superior en número; pero el pretendiente no podía contar mucho con la adhesión de los Yemenitas, que en realidad no se interesaban por su causa, no viendo en esta guerra más que un medio de vengarse de los Maaditas. El partido de Yusuf presentaba por el contrario una masa tan homogénea como es posible entre tribus árabes, siempre celosas las unas de las otras. Todos en este partido querían la misma cosa: el mantenimiento puro y simple de lo que existía. Yusuf bueno y débil anciano, que en nada estorbaba su amor a la independencia y a la anarquía, era precisamente el emir que convenia a los Maaditas, y si le faltaba sagacidad, lo que sucedía con frecuencia, Samail, aunque tuviera enemigos, aun entre los Caisitas, gozaba sin embargo de la estima de la mayoría de sus clientes, estaba siempre allí para aconsejarlo y dirigirlo.

Al comenzar la primavera, sabiéndose en Torrox que Yusuf se preparaba para marchar contra su competidor, resolvieron dirigirse hacia el Oeste, a fin de atraerse durante esta marcha a los Yemenitas, cuyo país se iba a atravesar, y recibir a Yusuf con ventaja. Era preciso pasar primero por la provincia de Regio, habitada por la división del Jordán, y cuya capital era entonces Archidona. El gobernador de este distrito era entonces un Caisita llamado Djidar. Obaidallah le mandó preguntar, si dejaría pasar al príncipe y a su ejército, y Djidar, sea porque tuviese algún motivo de odio contra Samail, sea que conociera la necesidad de ceder al voto de la población, enteramente yemenita del distrito que gobernaba, le mandó esta respuesta: «Traed al príncipe a la Mozalla de Archidona, el día de la ruptura del ayuno y veréis lo que hago. Después del mediodía indicado, que en este año 756 caía el 8 de Marzo, llegaron, pues, los clientes con el príncipe a la «Mozalla», así se llamaba una gran llanura en las afueras de la ciudad, donde debía ser predicado el sermón a que todos los musulmanes de Archidona tenían obligación de asistir. Cuando el predicador o «Khatib» iba a comenzar por la fórmula ordinaria, que consistía en pedir la bendición celeste para el gobernador Yusuf, Djldar se levantó y le dijo: «No pronunciéis ya el nombre de Yusuf, sustituidle el de Abderramán hijo de Moawia, hijo de Hixem, porque este es nuestro emir, hijo de nuestro emir.»

Luego continuó dirigiéndose a la multitud:

—Pueblo de Regio, ¿qué opináis acerca de lo que acabo de decir?

—Pensamos como vos, gritaron por todas partes.

El predicador suplicó, pues, al Eterno, que concediese su protección al emir Abderramán y acabada la ceremonia religiosa, la población de Archidona prestó juramento de fidelidad y de obediencia al nuevo soberano.

Sin embargo, a pesar de esta prisa por reconocerle, el número de jeques que se reunieron con sus tropas al pretendiente no fue muy considerable. Esto fue compensado por la llegada de cuatrocientos jinetes de la horda berberisca de los Beni-al-Khali, clientes del Califa Yezid II, que habitaban en el distrito de Ronda, (llamado entonces -Corona) y que sabiendo lo que había pasado en Archidona, habían partido aceleradamente para reunirse al ejército.

Pasando de la Provincia de Regio a la de Sidona, habitada por la división de Palestina, atravesó el príncipe, no sin trabajo, y por senderos escarpados que serpean a los lados de rocas holladas, la salvaje y pintoresca serranía de Ronda. Llegando al lugar donde habitaba la tribu maadita, de Kinena, y que lleva todavía el nombre de Ximena, ligera alteración de Kinena, no encontró allí más que mujeres y niños, habiendo partido ya todos los hombres para reunirse con el ejército de Yusuf. Juzgando que no debía comenzar por ejecuciones no les causó molestia alguna.

Reforzado por los Yemenitas de la provincia de Sidonia, que se juntaron a él en gran número, marchó el pretendiente a la provincia de Sevilla, habitada por la división de Emesa. Los dos jeques yemenitas más poderosos de la provincia. Abu-Zabbah de la tribu de Yahcib y Hayat ibn-Molamis, de la tribu de Hadhramot, salieron a su encuentro, y hacia mediados de Marzo hizo su entrada en Sevilla, donde se le juró. Muy poco después, sabiendo que Yusuf se había puesto en movimiento por la ribera derecha del Guadalquivir, para venir a atacarle en Sevilla, abandonó esta ciudad con su ejército y se dirigió sobre Córdoba, siguiendo la ribera opuesta del río, esperando sorprender la capital, que debería estar casi desguarnecida, y donde los clientes Omeyas y los Yemenitas que la habitaban le prestarían auxilio.

Cuando llegaron en el distrito de Tocina, a la villa de Colombera, según unos, a la que se llamaba Villanova de los Bahritas (hoy Brenes), según otros, se notó que cada una de las tres divisiones militares tenía su estandarte, pero que el príncipe no lo tenia. «¡Dios de bondad, se dijeron entonces los jeques, la discordia va a estallar entre nosotros.» Entonces el jeque sevillano Abu-Zabbah se apresuró a atar un turbante a una lanza y presentar al príncipe este estandarte que llegó a ser el paladium -estandarte- de los Omeyas.

En tanto que Abderramán continuaba su marcha hacia Córdoba, Yusuf que había hecho una corta parada en Almodóvar, proseguía la suya hacia Sevilla y pronto los dos ejércitos se encontraron frente a frente, separados por el Guadalquivir, cuyas aguas hablan crecido demasiado en esta estación; (era el mes de Mayo) para que se pudiera vadear. Observábanse de ambos lados. Yusuf que tenia prisa de atacar a su competidor, antes que este hubiera recibido nuevos refuerzos, contemplaba con impaciencia el momento en que bajara la corriente. Por su parte el pretendiente quería marchar sobre Córdoba, sin que se apercibiera el enemigo. A la entrada de la noche hizo encender los fuegos del vivac, a fin de hacer creer a Yusuf que había plantado su tienda, y luego, aprovechando la oscuridad se puso en camino con el más profundo silencio. Desgraciadamente para él, tenia que andar cua­renta y cinco millas árabes, y apenas había hecho una de camino cuando se apercibió Yusuf de su marcha clandestina. Sin perder un instante, el emir volvió pies atrás para proteger a su capital amenazada. Comenzó entonces una verdadera carrera a «pierde el postre», pero viendo Abderramán que en ella iba Yusuf a ganar el premio, trató de nuevo de engañarlo deteniéndose. Yusuf que desde la otra orilla observaba todos los movimientos del enemigo hizo lo mismo, cuando Abderramán se puso en marcha hizo otro tanto, hasta que se detuvo repentinamente en Mozara, cerca de Córdoba, frente a su competidor, cuyo plan se había frustrado enteramente, con gran descontento de sus soldados, que no teniendo más que garbanzos por alimento, esperaban indemnizarse en la capital de sus privaciones.

El jueves 13 de Mayo, día de la fiesta de Arafa, comenzó a decrecer el Guadalquivir, y Abderramán, convocando a los jefes de su ejército, que acababa de reforzarse con la llegada de muchos Cordobeses, les habló en estos términos:

«Es tiempo de tomar una última y breve resolución. Conocéis las proposiciones de Yusuf. Si juzgáis que debo aceptarlas pronto estoy a hacerlo; pero si queréis la guerra yo también la quiero. Decidme, pues, francamente vuestra opinión, cualquiera que ella sea, será la mía.»

Habiendo opinado por la guerra todos los jeques yemenitas, su ejemplo arrastró á los clientes Omeyas, que en lo íntimo de su pensamiento no rechazaban aun la idea de un acomodamiento. Resuelta pues la guerra, el príncipe tomó de nuevo la palabra.

«Pues bien, amigos míos, le dijo: pasemos hoy mismo el río, y hagamos de modo que mañana podamos dar la batalla, porque mañana es un día feliz para mi familia, es viernes y día de fiesta, y precisamente en viernes y en día de fiesta fue cuando mi tatarabuelo dio el Califato á mi familia, obteniendo la victoria en la pradera de Rahita, sobre otro Fihirita que como el que vamos a combatir tenía un Caisita por visir, Entonces como ahora los Caisitas estaban de una parte y los Yemenitas de otra. Esperemos, amigos míos que mañana será para los Yemenitas y los Omeyas una jornada tan gloriosa como la de la Pradera de Rahita

Después el príncipe dio sus órdenes y nombró los jefes que habían de mandar los diferentes cuerpos del ejército. Al propio tiempo entabló una artera e insidiosa negociación con Yusuf. Queriendo pasar el río sin combatir, y procurar bastimento a sus hambrientos soldados, le mandó a decir que estaba pronto a aceptar las proposiciones que se le habían hecho en Torrox, y que no habían sido desechadas sino por causa de una impertinencia de Khalib, y que en consecuencia esperaba que Yusuf no se opondría a que pasara con su ejército a la otra ribera, donde más cerca el uno del otro, podría proseguir mas fácilmente las negociaciones, y que estando a punto de restablecerse la buena inteligencia, suplicaba a Yusuf se sirviera enviarle víveres a sus tropas.

Creyendo en la buena fe de su rival y esperando que podría arreglarse los asuntos sin derramamiento de sangre, Yusuf cayó en el lazo. No solo no se opuso al paso de sus tropas, sino que también le envió vacas y carneros. Un singular destino parecía ordenar que el viejo Yusuf secundaria siempre sin saberlo los proyectos de su joven competidor. Ya una vez el dinero que había dado para que se armaran en su defensa los clientes Omeyas habían servido para traer a España a Abderramán; esta el ganado que le envió sirvió para restaurar las fuerzas de sus enemigos que se morían de hambre.

Solo a la mañana siguiente, viernes 14 de Mayo, día de la Cesta de los sacrificios, se apercibió Yusuf de que se había dejado engañar. Vio entonces que el ejército de Abderramán, reforzado con los Yemenitas de Elvira y de Jaén, que habían llegado con el día, se colocaba en orden de batalla. Obligado, pues a aceptarla, dispuso sus tropas para el combate, bien que no hubiese recibido aun los refuerzos que su hijo Abu-Zaid debía traerle de Zaragoza, y que estuvieran demasiado inquietos los Caisitas que habían notado, como Abderramán, la singular semejanza que había entre esta jornada y la de la Pradera.

Trabóse el combate, el pretendiente rodeado de sus clientes, uno de los cuales Obaidallah llevaba su bandera, montaba un magnífico caballo andaluz, al que hacía dar corbetas. No se creía preciso que todos los caballeros, ni aun siquiera los jefes tuviesen caballos; mucho tiempo después eran todavía tan raros en Andalucía, que la caballería ligera iba de ordinario montada en mulos; por eso el caballo de Abderramán, inspiró sospechas y temores a los Yemenitas, que se dijeron:

«Este es muy joven e ignoramos si es valiente. ¿Quién nos garantiza que sobrecogido por el miedo no se salve por medio de este caballo andaluz, y que arrastrando a sus clientes en la fuga no introduzca el desorden en nuestras filas».

Estas murmuraciones, cada vez más acentuadas, llegaron a oídos del príncipe, que llamó al punto a Abu-Zabbah, uno de los que mostraban mayor recelo. Llegó el jeque sevillano montado en su mulo viejo, y el príncipe le dijo:

—Mi caballo es demasiado fogoso, y con sus saltos me impide apuntar bien. Yo quisiera tener un mulo y no veo en todo el ejercito ninguno que me convenga tanto como el vuestro; es dócil y a fuerza de encanecer se ha puesto blanco de negro que era. Me viene, pues, a pedir de boca, porque quiero que mis amigos puedan reconocerme por mi cabalgadura; si las cosas van mal, lo que Dios no quiera, no habrá mas que seguir a mi mulo blanco: él mostrará a cada uno el camino del honor. Tomad, pues mi caballo y dadme vuestro mulo.

-¿Pero no valdría más que el emir permaneciera a caballo? balbuceó Abu-Zabbah, sonrojándose de vergüenza.

—No por cierto, replicó el príncipe saltando gallardamente a tierra, y cabalgando en el mulo. Tan luego como los Yemenitas lo vieron montado en este viejo y pacífico animal desecharon sus temores.

El éxito del combate no estuvo dudoso mucho tiempo. La caballería del pretendiente arrolló el ala derecha y el centro del ejército enemigo, y Yusuf y Samail después de haber sido testigos cada uno de la muerte de uno de sus hijos, buscaron su salvación en la fuga. Solo el ala derecha compuesta de Caisitas y mandada por Obaid se mantuvo firme hasta el mediodía y no cedió sino cuando casi todos los Caisitas de distinción, y el mismo Obaid hubieron muerto.

Los Yemenitas victoriosos, ante todo se apresuraron a entregarse al saqueo. Unos fueron al abandonado campamento del enemigo, donde encontraron las viandas que Yusuf había hecho preparar para sus soldados, y además un botín considerable; otros al palacio de Yusuf en Córdoba, y dos hombres de esta banda que pertenecían a la tribu yemenita de Tai, pasaron el puente a fin de hacer otro tanto con el de Samail en Secunda. Entre otras riquezas hallaron allí un cofre con diez mil monedas de oro. Samail vio y conoció desde lo alto de una montaña situada en el camino de Jaén, a los dos individuos que se llevaban su cofre, y como aunque derrotado y privado de un hijo muy querido, había conservado todo su orgullo, exhaló al punto su cólera y su deseo de venganza en un poema, del cual han llegado hasta nosotros estos dos versos:

“La tribu de Tai ha tomado mi dinero en depósito, pero día vendrá en que este depósito sea retirado por mí... Si queréis saber lo que pueden mi lanza y mi espada no tienes más que preguntar a los Yemenitas y, si ellos guardan un silencio sombrío, los números campos de batalla que han sido testigos de sus derrotas responderán por ellos y proclamarán mi gloria”.

En el palacio de Yusuf, Abderramán tuvo mucho que trabajar por echar a los saqueadores, y solo lo consiguió dándoles vestidos, de que decían carecer. El harén de Yusuf estuvo también amenazado del mayor peligro, pues los Yemenitas en su odio contra el viejo emir, no tenían intención de respetarlo. La esposa de Yusuf, Omm-Othman, acompañada de sus dos hijas, vino, pues a reclamar la protección del príncipe.

—Primo, le dijo ella, sed bueno para nosotros, puesto que Dios lo ha sido para vos.

—Yo lo seré, contestó este conmovido por la suerte de estas mujeres, en las cuales veía a miembros de una familia aliada a la suya, y ordenó al punto que se fuera a buscar al «Zahib-az-Zalat» el superior de la mezquita. Cuando el que tenía entonces esta dignidad, que era un cliente de Yusuf hubo llegado, Abderramán le mandó conducir estas mujeres a su morada, especie de santuario, donde estarían al abrigo de la brutalidad de la soldadesca, y les devolvió hasta los objetos preciosos que había podido arrancar a los saqueadores. Para mostrarle su reconocimiento, una de las hijas de Yusuf le hizo el regalo de una joven esclava, llamada Holal, que más adelante dio a luz a Hixem, el segundo emir ommiada de España.

La noble y generosa conducta de Abderramán descontentó extraordinariamente a los Yemenitas. Les impedía saquear, a ellos, que se prometían un rico botín, tomaba bajo su protección mujeres que codiciaban: eran otras tantas usurpaciones de los derechos que creían haber adquirido.

«Es parcial para su familia, se decían los descontentos, y pues que a nosotros es a quien debe su victoria, nos debería mostrar un poco más de reconocimiento.»

Aun los Yemenitas más moderados, no desaprobaban del todo estas murmuraciones, pues bien que dijeran que el príncipe había hecho perfectamente, se veía en la expresión de su fisonomía que no hablaban así sino en descargo de su conciencia, pero en el fondo de su alma daban la razón a los malcontentos. En fin, como no habían prestado ayuda a Abderramán más que para vengarse de los Maaditas, y este objeto se había conseguido, uno de ellos se acaloró hasta decir:

«Hemos concluido con nuestros enemigos los Maaditas. Este hombre y sus clientes pertenecen a la misma raza. Volvamos ahora nuestras armas contra ellos, matémosles, y en un solo día habremos obtenido dos victorias en lugar de una.»

Esta infame proposición fue debatida con sangre fría, como si se tratara de la cosa más natural: unos la aprobaban, otros la desaprobaban. Entre los últimos se contaba toda la raza de Codhaa, a que pertenecían los Kelbitas. Aun no se había tomado una decisión, cuando Thalaba, noble Djodhamita de la división de Sidonia fue a revelar al príncipe el complot que se tramaba contra él. Un motivo personal le impulsó a ello. A pesar de su noble origen había sido vencido por sus competidores, cuando sus clientes habían elegido jeques, y habiendo opinado en favor de la proposición sus felices rivales, creía haber hallado un excelente medio de vengarse de ellos. Habiendo, pues advertido a Abderramán, le dijo que no podía fiarse mas que de los Codhaas, y que el que había apoyado la proposición más que ninguno, era Abu-Zabbah. El príncipe le dio las gracias con efusión, prometiendo recompensarle mas adelante (a lo que no faltó), y tomó sus medidas sin perder momento. Nombró al Kelbita Abderramán ibn-Noaim prefecto de la policía de Córdoba, y se rodeó de todos sus clientes, que organizó como guardias de corps. Cuando los Yemenitas se apercibieron de que se había hecho traición al proyecto que meditaban juzgaron prudente abandonarlo, y dejaron ir a Abderramán a la gran Mezquita, donde se pronunció en calidad de imán la oración del viernes, y arengó al pueblo, prometiéndole reinar como buen príncipe.

Dueño de la capital Abderramán, no lo era todavía de España. Yusuf y Samail, aunque hubiesen experimentado una gran derrota, no desesperaban de restablecer su causa. Según el plan que habían acordado al separarse después de la fuga, Yusuf marchó a buscar socorros a Toledo, mientras que Samail se presentó en la división de Jaén, a que pertenecía, donde llamó todos los Maaditas a las armas. Enseguida Yusuf vino a reunírsele con las tropas de Zaragoza que había encontrado en el camino, y con las de Toledo. Entonces ambos jefes obligaron al gobernador de Jaén a encerrarse en la fortaleza de Mentesa, y al de Elvira a buscar un refugio en las montañas. Al mismo tiempo Yusuf que había sabido que Abderramán se preparaba a marchar contra él, ordenó a su hijo Abu-Zaid llegar a Córdoba por un camino diferente del que seguía Abderramán, y apoderarse de la capital, lo que no le seria difícil, considerando que la ciudad no tenía más que una escasa guarnición. Si se lograba este plan, Abderramán se vería obligado volver pies atrás para recuperar Córdoba, y Yusuf ganaría tiempo para engrosar su ejército. El plan se logró. En efecto, Abderramán se había puesto ya en camino cuando Abu-Zaid atacó de improviso la capital, se hizo dueño de ella, sitió a Obaidallah que, con algunos guerreros se había retirado a la torre de la Gran Mezquita y le obligó a rendirse. Pero habiendo sabido poco tiempo después que Abderramán volvía atrás para atacarle, dejó a Córdoba llevándose consigo a Obaidallah y dos jóvenes esclavas del príncipe que había hallado en palacio. Los jeques que lo acompañaban le censuraron esto públicamente:

«Vuestra conducta es menos noble que la de Abderramán, le dijeron, porque teniendo en su poder a vuestras hermanas y a las mujeres de nuestro padre, las respetó y las protegió mientras que vos os apropiáis de mujeres que le pertenecen.»

Abu-Zaid conoció que decían la verdad, y cuando estuvo a una milla al norte de Córdoba, mandó levantar una tienda para las dos esclavas que instaló allí después de haberles devuelto sus efectos. Luego fue a juntarse con su padre en Elvira.

Cuando Abderramán supo que Abu-Zaid había dejado Córdoba marchó rápidamente contra Yusuf, pero las cosas se presentaron de otra manera que se esperaba. Conociéndose demasiado débiles para resistir al príncipe a la larga, Yusuf y Samail le enviaron proposiciones declarando que estaban prontos a reconocerlos por emir, siempre que les garantizara todo lo que poseen, y concediera una amnistía general. Abderramán las aceptó, estipulando por su parte que Yusuf le entregaría en rehenes a sus dos hijos, Abu-Zaid y Abul-Aswad, comprometiéndose a tratarlos dignamente, sin imponerles otra obligación que la de no abandonar su palacio, y prometiendo devolverlos a su padre, tan pronto como la tranquilidad estuviera enteramente restablecida. Durante estas negociaciones, el español Khalib, prisionero de Abderramán, fue canjeado por Obaidallah, prisionero de Yusuf. Por un extraño juego de la fortuna, el cliente Omeya fue canjeado por el mismo que había hecho prender.

Reconocido por todos como emir de España Abderramán con Yusuf a su derecha, y Samail a su izquierda, volvió a tomar el camino de Córdoba (Julio 756. Durante todo el viaje, Samail se mostró el hombre más cortés y bien educado del mundo, y Abderramán acostumbraba a decir posteriormente:

«¡Cierto es que Dios concede el gobierno según su voluntad, y no según el mérito de los hombres! Desde Elvira hasta Córdoba Samail estuvo siempre a mi lado, y sin embargo, su rodilla no tocó jamás la mía, nunca la cabeza de su caballería se adelantó a la de la mía, jamás me hizo una pregunta que pudiera parecer indiscreta, y jamás comenzó una conversación sin que yo le hubiese dirigido la palabra.»

El príncipe, añaden los Cronistas, no tuvo motivo para hacer el mismo elogio de Yusuf.

Todo marchó bien durante algún tiempo. Los manejos de los enemigos de Yusuf, que querían ponerle pleito bajo pretexto de que se había apropiado de tierras a las que no tenía derecho, quedaron sin efecto. Él y Samail gozaban de gran favor en la corte, y hasta los consultaba muchas veces Abderramán en graves y difíciles coyunturas. Samail se había resignado con su suerte, y Yusuf incapaz de tomar por sí solo ninguna resolución importante, acaso se hubiera acomodado también a su papel secundario si no hubiese estado rodeado de nobles coreiscitas, fihiritas y hachimitas, que habiendo ocupado las más altas y lucrativas dignidades, durante su reinado, y no pudiendo resignarse a la oscura condición a que se veían reducidos, se esforzaban en excitar al emir antiguo contra el nuevo, dando una interpretación torcida a las menores palabras del príncipe. Y consiguieron demasiado sus propósitos. Resuelto a tentar una vez más la suerte de las armas, solicitó Yusuf en vano el apoyo de Samail y el de los Caisitas, pero consiguió mas de los Baladies (así se llamaban los árabes que vinieron a España antes de los Sirios,) principalmente de los de Lacant, Mérida y Toledo, y en el año 758 recibió Abderramán un día la noticia de que Yusuf había huido en direc­ción a Mérida. Lanzó al punto escuadrones en su persecución, pero en vano. Entonces hizo traer a Samail y le reprochó duramente haber favorecido la evasión de Yusuf.

—Soy inocente, respondió el Caisita; la prueba es que no le he acompañado, como lo hubiera hecho, si fuera su cómplice.

—Es imposible que Yusuf haya dejado Córdoba sin consultaros, replicó el príncipe, y vuestro deber era advertírmelo. Y lo mandó encerrar en una prisión, como también a los dos hijos de Yusuf que se hallaban en palacio en calidad de rehenes.

Yusuf, después de haber reunido en Mérida sus partidarios árabes y bereberes, tomó con ellos el camino de Lacant, cuyos habitantes se unieron a él, y de aquí marchó sobre Sevilla. Habiendo acudido a su bandera casi todos los Baladíes de esta provincia, y un gran número de Sirios, pudo comenzar a la cabeza de veinte mil hombres el sitio de esta ciudad, donde gobernaba un pariente de Abderramán, llamado Abdelmelic, que el año anterior había llegado a España con sus dos hijos. Pero creyendo enseguida que este gobernador que no tenia bajo sus órdenes mas que una escasa guarnición, compuesta de Árabes y Sirios, no se atrevería a emprender nada contra él, resolvió dar sin tardanza un gran golpe, marchando directamente sobre la capital, antes que los Árabes sirios del mediodía hubiesen tenido tiempo de llegar a ella. Frustróse este plan, porque mientras que Yusuf estaba todavía en camino, llegaron los Sirios a Córdoba y Abderramán salió con ellos al encuentro del enemigo. Por su parte el gobernador de Sevilla recibió presto un refuerzo con la llegada de su hijo Abdallah, que creyendo a su padre sitiado en Sevilla, había venido a su socorro con las tropas de Morón, de cuyo distrito era gobernador, y entonces padre e hijo resolvieron ir a atacar a Yusuf, durante su marcha. Advertido éste de los movimientos del enemigo, y temiendo ser cogido entre dos fuegos, se apresuró a retroceder para aniquilar primero las tropas de Sevilla y de Morón. A su aproximación, Abdelmelic que quería dar tiempo a Abderramán para llegar, se retiraba lentamente; pero Yusuf le obligó a detenerse y aceptar el combate. Como de costumbre comenzó la batalla por un combate singular. Un Berberisco cliente de una familia fihirita, salió de las alas de Yusuf gritando:

«¿Hay alguno que quiera ponerse conmigo?»

Como era un hombre de colosal estatura y de prodigiosa fuerza, ninguno de los soldados de Abdelmelic osó aceptar el desafío.

«He aquí un principio muy propio para desanimar a nuestros soldados» dijo entonces Abdelmelic, y dirigiéndose a su hijo Abdallah: «Ve hijo mío, le dijo, ve a luchar con ese hombre, y que Dios te ayude.»

Ya iba Abdallah a salir de las filas para cumplir la orden de su padre, cuando un Abisinio, cliente de su familia, llegóse a él y le preguntó lo que iba a hacer:

«Combatir a ese Berberisco» le respondió Abdallah.

«Dejadme a mi ese cuidado,» dijo entonces el Abisinio, y en el mismo instante salió al encuentro del campeón.

Los dos ejército esperaban con ansiedad el resultado del combate. Los dos adversarios eran iguales en estatura, en fuerza y bravura, así que la lucha continuó algún tiempo sin ventaja de uno ni de otro; pero estando el piso húmedo a causa de la lluvia el Berberisco se resbaló y cayó al suelo. Mientras que el Abisinio se lanzaba sobre él y le cortaba las piernas, enardecido el ejército de Abdelmelic con el triunfo de su campeón, lanzó el grito de «Dios es grande» y cayó sobre la hueste de Yusuf, con tanto ímpetu que la puso en fuga. Un solo ataque había decidido, pues, la suerte de la batalla; pero Abdelmelic no tenia bastantes tropas para sacar de su victoria el fruto que hubiera deseado.

Mientras que sus soldados huían en todas direcciones, Yusuf acompañado solamente de un esclavo, y del persa Sabic, cliente de los Temin, atravesó el campo de Calatrava, y ganó la carretera que conducía a Toledo. Corriendo a rienda suelta, pasó delante de un lugarejo situado a diez millas de Toledo, donde fue reconocido, y donde un descendiente de los Medineses dijo a sus amigos:

«Montemos a caballo y matemos a ese hombre; solo su muerte puede dar reposo a su alma, y al mundo, porque mientras viva será un tizón de discordia».

Aprobaron sus compañeros la proposición, montaron a caballo y como los tenían frescos, mientras que los de los fugitivos iban agobiados de fatiga, alcanzaron a los que perseguían a cuatro millas de Toledo y mataron a Yusuf y a Sabic. Solo el esclavo escapó de sus espadas y llevó a Toledo la triste nueva de la muerte del antiguo emir de España.

Cuando Abdallah ibn-Amr vino a ofrecer a Abderramán la cabeza de su infortunado competidor, este príncipe que quería concluir con sus enemigos, hizo también decapitar a Abu-Zaid, uno de los dos hijos de Yusuf, y condenó a Abul-Aswad, el otro, (a quien no perdonó la vida sino en consideración a su extrema juventud) a cautividad perpetua. Solo Samail podía aun hacerle sombra. Una mañana se esparció el rumor de que había muerto de apoplejía estando ebrio. Los jeques maaditas introducidos en su calabozo, a fin de que pudieran convencerse de que no había fallecido de muerte violenta, encontraron al lado del cadáver vinos, frutas y confites. Ellos no creyeron sin embargo en una muerte natural, y en esto tenían razón; en lo que se equivocaban era en suponer que Abderramán había hecho envenenar a Samail. La verdad era que lo había hecho estrangular.