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LIBRO PRIMERO

LAS GUERRAS CIVILES

CAPÍTULO X.

La lucha entre Yemenitas y Caisitas, no dejó de influir en la suerte de los pueblos vencidos, porque respecto a ellos y principalmente en lo que concierne a las contribuciones, cada uno de los bandos profesaba diversos principios, y en esto como en muchas otras cosas, Haddjadj era quien había trazado la ruta a su partido. Sábese, que en virtud de las disposiciones de la ley, los cristianos y los judíos que viven bajo la dominación musulmana, quedan dispensados luego que abrazan el islamismo, de pagar al tesoro la capitación impuesta a los que perseveran en la de sus antecesores. Gracias a este cebo ofrecido a la avaricia, la iglesia musulmana recibía en su gremio cada día una porción de conversos, que sin estar enteramente convencidos de la verdad de la doctrina, se preocupaban ante todo del dinero y de los intereses mundanos. Los teólogos se regocijaban de esta rápida propagación de la , pero el tesoro sufría enormemente. La contribución del Egipto por ejemplo, se elevaba aun bajo el califato de Otmán a doce millones, pero pocos años después bajo el califato de Moawiah, cuando la mayor parte de los Coptos abrazaron el islamismo descendió a cinco. En el de Omar II, bajó más aun, pero el piadoso Califa no se inquietaba por ello, y cuando uno de sus lugartenientes le envió este mensaje: «Si este estado de cosas se prolonga en el Egipto, todos los infieles se harán musulmanes y se perderán así las rentas que producen al tesoro del Estado», le respondió: «Sería feliz si todos los infieles se hicieran musulmanes, pues que Dios ha enviado a su Profeta como apóstol no como colector de impuestos.» Haddjadj pensaba de otro modo. Se interesaba poco por la propagación de la , y estaba obligado a llenar el tesoro para conservar la gracia del Califa. No concedió pues a los nuevos musulmanes del Irak la exención del tributo. Los Caisitas imitaban constantemente y donde quiera el ejemplo que se les había dado y trataban además a los vencidos, musulmanes o no, con insolente desdén y con extrema dureza. Los Yemenitas por el contrario si no se conducían con estos desgraciados con mas equidad y dulzura cuando se hallaban en el poder, asociaban, por lo menos en la oposición, su voz a la de los oprimidos para condenar el espíritu fiscal que animaba a sus rivales. Por eso los pueblos vencidos, cuando veían subir al poder a los Yemenitas, se prometían días tejidos con seda y oro; pero sus esperanzas fueron burladas muchas veces, que no fueron los Yemenitas los primeros ni los últimos liberales que hayan experimentado que es fácil cuando se está en la oposición gritar contra los impuestos, exigir la reforma del sistema financiero, prometerla para cuando se les llame a la dirección de los negocios y que cuando se ha llegado a ella, es difícil cumplir lo prometido. «Me hallo en una situación dificilísima, decía el jefe de los Yemenitas, Yezid hijo de Mohallab, cuando Solimán le nombró gobernador del Irak; toda la provincia tiene su esperanza en mí, me maldecirá como ha maldecido a Haddjadj si la obligo a pagar los mismos tributos que antes; pero por otra parte descontentaré a Solimán, sino recibe tantas contribuciones como recibía su hermano cuando Haddjadj era el gobernador.» Para salir de este apuro, recurrió a un expediente bastante original. Habiendo declarado al Califa que no podía encargarse de recaudar los impuestos, le hizo tomar la resolución de confiar esta odiosa tarea, a un homdre del partido que acababa de caer.

Por lo demás no puede negarse que hubiera entre los Yemenitas hombres extremadamente flexibles, que transigían sin trabajo con sus principios, y que para conservar sus destinos, servían a sus señores yemenitas o caisitas con una adhesión sin igual y una docilidad a toda prueba. El Kelbita Bichr, puede ser considerado como el tipo de esta especie de hombres menos raros, a medida que las costumbres se corrompían y que el amor a la tribu cedía a la ambición y a la sed de riquezas. Nombrado gobernador de África por el Caisita Yezid II, Bichr envió a España a uno de sus recadadores llamado Ambeza, que hizo pagar dobles impuestos a los cristianos del pais, pero cuando subió al trono el Yemenita Hixem envió otro de sus recaudadores nombrado Yahya, que restituyó a los cristianos todo lo que se les había exigido injustamente. Un autor cristiano del tiempo llegó a decir, que este «terrible gobernador», (así lo apellidaba) recurrió a medidas «crueles» para obligar a los musulmanes a devolver lo que no les pertenecía.

En general, los Yemenitas eran menos duros que sus rivales para los vencidos, y por consiguiente menos odiosos. El pueblo de África sobre todo, esa mezcla, esa aglomeración de poblaciones heterogéneas que los Árabes encontraron establecidas desde el Egipto hasta el Atlántico, y que se designa con el nombre de Berberiscos, tenia por ellos una señalada predilección. Raza fiera aguerrida y celosa de su libertad, bajo muchos aspectos, como ya lo había notado Estrabón, los Bereberes se parecían a los Árabes. Nómadas en un territorio limitado, como los hijos de Ismael, hacían la guerra del mismo modo, como lo atestigua Muza ibn-Nozair, que tanto contribuyó a someterlos; acostumbrados como ellos a una independencia inmemorial, pues que la dominación romana estuvo de ordinario limitada a la costa, teniendo en fin la misma organización política, la democracia templada por la influencia de las familias nobles, llegaron a ser para los Árabes cuando intentaron someterlos, enemigos mucho más temibles que los soldados mercenarios, y los oprimidos súbditos de la Persia y del imperio bizantino. Cada victoria, fue comprada por los agresores con una sangrienta derrota. Cuando ya recorrían en triunfo el país hasta las orillas del Atlántico, se veían envueltos y destrozados por hordas innumerables como las arenas del desierto. «Es imposible conquistar el África, escribía un gobernador al Califa Abdalmelic, apenas una tribu berberisca ha sido exterminada cuando viene otra a ocupar su puesto.» Sin embargo, los Árabes a pesar de las dificultades de la empresa y quizá a causa de los mismos obstáculos que encontraban a cada paso, y que el honor les mandaba superar a cualquier precio, se obstinaron en esta conquista con un valor admirable y una tenacidad sin igual. A costa de setenta años de mortífera guerra, se logró la sumisión de los Africanos, si por esto se entiende que consintieron en deponer las armas a condición de que no se prevalieran nunca con ellos de los derechos adquiridos, de que se respetara su arrogancia puntillosa, y de que se les tratara, no como vencidos sino como iguales, como hermanos. ¡Infeliz el que tenia la imprudencia de ofenderlos! En su loco orgullo, el Caisita Yezid ibn-abi-Moslín, quiso tratarlos como esclavos; ellos lo asesinaron: y Caisita y todo, el califa Yezid II fue lo bastante prudente para no exigir el castigo de los culpables, y para enviar a un Kelbita a que gobernase la provincia. Menos previsor Hixem, provocó una terrible insurrección que del África se comunicó a España.

Yemenita al principio de su reinado, y por consiguiente bastante popular, había acabado por declararse por los Caisitas, porque los consideraba dispuestos A satisfacer su pasión dominante, la sed de oro. Entregándoles las provincias que ellos sabían escribir tan bien, sacó de ellas mas dinero que ninguno de sus antepasados y en cuanto al África, confió su gobierno en el año 734, año y medio después de la destitución de Obaida al Caisita Obaidallah.

Este nieto de un liberto, no era un hombre vulgar. Había recibido una educación sólida y brillante, de modo que sabia de memoria los poemas clásicos y el relato de las antiguas guerras. En su adhesión a los Caisitas, había una idea noble y generosa. No habiendo encontrado en Egipto más que dos pequeñas tribus caisitas, hizo traer allí mil trescientas familias pobres de esta raza, y se tomó todo el cuidado posible para hacer prosperar esta colonia. Su respeto para la familia de su patrono, tenia algo de conmovedor: en medio de la grandeza y en el colmo del poder, lejos de avergonzarse de su humilde origen proclamaba públicamente sus obligaciones para con el padre de Ocba, que había liberado de la esclavitud a su abuelo, y cuando siendo el gobernador de África Ocba fue a visitarlo, lo hizo sentar a su lado y le mostró tanto respeto que sus propios hijos, vanos como advenedizos, lo tenían atravesado en la garganta,

—¡Qué!, le dijeron cuando se hallaron a solas con él, hacéis sentar á vuestro lado a ese Beduino en presencia de la nobleza y de los Coreiscitas que sin dudase habrán ofendido, y que os exigirán una satisfacción por eso! Tú eres ya viejo y no tendrás que sufrir las consecuencias de esto, porque quizá te arrebate antes la muerte que pueda dañarte la enemistad de alguno, pero tememos que el oprobio caiga sobre nosotros. Además, si lo que ha pasado llega a oídos del Califa ¿no se encolerizará cuando sepa que habéis honrado más a un hombre semejante que a los Coreiscitas?

—Tenéis razón, hijos míos, le respondió Obaidallah, no había pensado en ello, y no lo volveré a hacer. A la mañana siguiente hizo venir a Ocba y a los nobles a su palacio. Trató a todos con respeto, pero dio a Ocba el asiento preferente, y sentándose a sus pies hizo venir a sus hijos. Cuando entraron en la sala y se sorprendieron de aquel espectáculo, Obaidallah se levantó, y después de haber glorificado a Dios y a su profeta, refirió a los nobles las palabras que le habían dicho la víspera sus hijos, y continuó en estos términos:

—Tomo a Dios y os tomo a vosotros por testigos, bien que Dios solo basta, de que declaro que ese hombre que veis ahí es Ocba, hijo de Haddjadj, que dio la libertad a mi abuelo, y de que mis hijos han sido seducidos por el demonio, que les ha llenado de soberbia, pero quiero dar a Dios una prueba de que yo al menos no soy culpable de ingratitud, y que sé lo que debo al Eterno y a este hombre. He querido hacer pública esta declaración, porque temo que mis hijos lleguen a renegar los preceptos de Dios desconociendo el derecho de patronato de este hombre y de su padre, lo que haría inevitablemente que fueran malditos de Dios y de los hombres, pues me han contado que dijo el Profeta: “Maldito el que pretende pertenecer a una familia extraña, maldito el que reniega de su patrono”. Y se me ha referido también que Abu-Becr ha dicho: “Desconocer un pariente aunque sea lejano, o suponerse de una familia a que no se pertenece, es ser ingrato para con Dios”. Hijos míos como yo os quiero tanto como a mí mismo, no he querido exponeros a la maldición de Dios y de los hombres. Me habéis dicho además, que el Califa se irritará conmigo, si sabe lo que he hecho. Tranquilizaos; el Califa, a quien Dios conceda larga vida, es demasiado magnánimo, y sabe demasiado bien lo que se debe a Dios, sabe demasiado bien sus deberes, para que yo tema haber excitado su ira cumpliendo los míos, estoy por el contrario persuadido que ha de aprobar mi conducta.

—¡Bien dicho!, exclamaron por todas partes, ¡viva nuestro gobernador!»

Y los hijos de Obaidallah, avergonzados de haber tenido que sufrir tan gran humillación, guardaron un profundo silencio.

Luego Obaidallah dirigiéndose a Ocba le dijo:

—Señor, mi deber es obedecer vuestras órdenes. El Califa me ha confiado un vasto país, elegid para vos la provincia que queráis.

Ocba eligió España.

—Me agrada, contestó, la guerra santa y aquel es «mi palenque.

Pero a pesar de la elevación de su carácter, y aunque poseía todas las virtudes de su nación, Obaidallah participaba en alto grado del profundo desprecio que aquella tenía a todo lo que no era árabe. A sus ojos, los Coptos, los Bereberes, los Españoles y en general los vencidos, que apenas consideraba como hombres, no tenían sobre la tierra otro destino que enriquecer con el sudor de su frente, al gran pueblo que Mahoma llamaba el mejor de todos. Ya en Egipto, donde había estado de perceptor de impuestos, había aumentado en una vigésima el tributo que pagaban los Coptos, y este pueblo de ordinario tan pacífico, que desde que vivía bajo la dominación musulmana, no había apelado ni una sola vez a las armas, se exasperó da tal modo por una medida tan arbitraria, que so levantó en masa. Elevado al gobierno de África, se creyó en la obligación de satisfacer a costa de los Bereberes, los gustos y los caprichos de los grandes señores de Damasco.

Como el vello de los merinos de que se fabricaban vestidos de una esplendente blancura, fuera muy solicitado en la capital, hacía arrebatar a los Bereberes sus carneros, que se degollaban todos aunque muchas veces no se hallara un carnero con vello en todo el rebaño, siendo los demás de los que se llamaban rasos o sin vello, y por consiguiente inútiles al gobernador. No contentos con quitar a los Berberiscos sus rebaños, la fuente principal de su fortuna, o más bien, su único medio de subsistencia, les arrebataba también a sus mujeres y sus hijas, que enviaba a poblar los serrallos de la Siria, porque los señores árabes gustaban mucho de las mujeres berberiscas que siempre tuvieron la reputación de exceder a las árabes en hermosura.

Durante mas de cinco años los Berberiscos sufrieron en silencio; murmuraban, acu­mulaban en su pecho tesoros del odio, pero la presencia de un numeroso ejército los contenía aun.

Preparábase sin embargo, una insurrec­ción que tendrá tanto carácter religioso co­mo político, dirigida por misioneros, por sacerdotes, porque a pesar de las numerosas y notables semejanzas que existen entre Bereberes y Árabes, hay entre ambos pueblos esta diferencia esencial y profunda, que el uno es piadoso con muchas tendencias a la superstición, y está sobre todo poseído de una ciega veneración para los sacerdotes, mientras que el otro escéptico y burlón no concedía casi ninguna influencia a los ministros del culto. Aun en nuestros días los morabitos africanos, gozan de una influencia ilimitada en los asuntos importantes; ellos sólos tienen el derecho de intervenir cuando se enemistan dos tribus; en las elecciones, ellos son los que proponen al pueblo los jeques que les parecen mas dignos; cuando circunstancias graves exigen una reunión de tribus, ellos son también los que recogen los diferentes votos, deliberan entre sí y hacen conocer su decisión al pueblo y sus habitaciones comunes, son reparadas y provistas por estoque previene todos sus deseos. Cosa extraña y curiosa; los Berberiscos veneran más a sus sacerdotes que al mismo Omnipotente. «El nombre de Dios, dice un autor francés que ha estudiado concienzudamente las costumbres de este pueblo, el nombre de Dios invocado por un infeliz á quien se requiere robar no le protege, el de un morabito venerado lo salva». Por eso los Berberiscos no han representado papel importante en las escena del mundo sino cuando han sido impulsado por un sacerdote, por un morabito. Morabitos fueron los que echaron los cimientos de los vastos imperios de los Almorabides y de los Almohades. En su lucha contra los árabes, los Berberiscos de las montañas del Auras, habían sido mandados mucho tiempo por una profetiza que ellos creían dotada de un poder sobrenatural; y entonces el general árabe Ocba-ibn-Nafi, que mejor que nadie había comprendido el carácter del pueblo que combatía, y que conocía que para vencerlo era preciso darle por el flaco y herir su imaginación con milagros, representó audazmente el papel de hechicero, de morabito, ora conjuraba serpientes, ora pretendía oír celestes voces, y por pueriles y ridículos que nos parezcan estos medios, fueron tan fructíferos, que multitud de Bereberes asombrados de los prodigios que obraba este hombre y convencidos de que en vano tratarían de resis­tirlo, rindieron las armas y se convirtie­ron al islamismo.

En la época de que hablamos, esta religión dominaba ya en el África. Bajo el cetro del piadoso Omar II, había hecho tan grandes progresos, que un antiguo cronista llega a decir, que bajo Omar no quedó un solo Berberisco que no se hubiera hecho musulmán; aserción que no parecerá demasiado exagerada si se recuerda, que estas conversiones no eran enteramente espontáneas, y que el interés jugaba en ellas un papel importante. Siendo para Omar la propagación de la el asunto más importante de su vida, apelaba a todos los medios para multiplicar prosélitos, y apenas consentía uno en pronunciar las palabras: «No hay más que un solo Dios y Mahoma es su profeta» se le eximía de pagar tributo, sin obligarle por eso a cumplir estrictamente los preceptos religiosos. Una vez que el gobernador del Corasán escribió a Omar, lamentándose de que los que aparentemente habían abrazado el islamismo, no se habían propuesto mas que escapar al tributo, y que tenía la certeza de que estos hombres no se habían hecho circuncidar, el Califa le respondió: «Dios envió a Mahoma, para llamar a los hombres a la verdadera , no para circuncidarlos.» Es que contaba con el porvenir; bajo esta inculta vegetación, suponía una tierra fértil y rica, en que la palabra divina podía germinar y fructificar; presentía que si los nuevos musulmanes merecían aun la tacha de tibios; sus hijos y sus nietos, nacidos y educados en el islamismo, excederían un día en celo y devoción q los que habían duda­do de la ortodoxia de sus padres.

El éxito había justificado sus previsiones, sobre todo en lo que concierne a los moradores del África. El islamismo, de antipático, de odioso que les era, llegó a serles, primero soportable, luego querido en alto grado. Pero la religión, tal como ellos la comprendían, no era la religión oficial, triste medio entre el deísmo y la incredulidad que les predicaban misioneros sin unción, que les decían siempre lo que debían al Califa y no lo que el Califa les debía a ellos, era la religión atrevida y apasionada que les predicaban los no-conformistas, que perseguidos en el Oriente como fieras y obligados a tomar diferentes disfraces y nombres supuestos, habían venido a buscar a través de mil peligros un asilo en los abrasadores desiertos del África, donde propagaron desde entonces sus doctrinas con éxito inaudito. En ninguna parte, estos doctores ardientes y fervorosos habían encontrado tanta disposición para abrazar sus creencias: al fin el calvinismo musulmán, había hallado su Escocia. El mundo árabe, había desechado sus doctrinas no por repugnancia hacia los principios políticos del sistema, que por el contrario respondían bastante al instinto republicano de la nación, sino porque ni quería tomar por lo serio la religión, ni aceptarla intolerante moralidad, por que se distinguían estos sectarios. En cambio, los habitantes de las pobres chozas africanas, lo aceptaron todo con indecible entusiasmo. Sencillos e ignorantes nada comprendían sin duda de las especulaciones y de las sutilezas dogmáticas en se complacían espíritus mas cultos. Sería pues inútil, indagar a qué secta se inclinaron con preferencia, si eran Haruritas, Zofritas o Ibadhitas, porque los cronistas no están de acuerdo en este punto; pero comprendían lo suficiente de estas doctrinas para abrazar las ideas revolucionarias y demócratas para participar de las romancescas esperanzas de nivelación universal que animaban a sus doctores, y para estar convencidos de que sus opresores eran réprobos, cuyo patrimonio sería el infierno. No habiendo sido todos los Califas des­de Othman, mas que usurpadores incrédulos, no era un crimen rebelarse contra el tirano que les arrebataba sus bienes y sus mujeres: era un derecho, más aun un deber. Como hasta entonces los Árabes los habían tenido alejados del poder, no dejándoles mas que lo que no les habían podido quitar, el gobierno de sus tribus, creyeron fácilmente que la doctrina de la soberanía del pueblo, que en su salvaje independencia, hablan profesado desde tiempo inmemorial era muy musulmana, muy ortodoxa, y que el mas ínfimo de los Berberes podía ser elevado al trono en virtud del sufragio universal. Así, este pueblo cruelmente oprimido, excitado por fanáticos, medio sacerdotes, medio guerreros que tenían también que ajustar antiguas cuentas con los que se apellidaban ortodoxos, iba a sacudir el yugo en nombre de Alla y de su profeta, en nombre de ese libro sagrado sobre el que otros se han apoyado para fundar un terrible despotismo. ¡Qué extraño es siempre el destino de los libros religiosos, de esos arsenales formidables que suministran armas a todos los partidos, que ya justifican a los que queman herejes y predican el absolutismo, ya dan la razón a los que proclaman la libertad de conciencia, decapitan un rey, y fundan una república!

Todos los ánimos estaban pues en fermentación, y no se esperaba mas que una ocasión favorable para tomar las armas, cuando en el año 740 Obaidallah envió una parte considerable de sus tropas a hacer una expedición a Sicilia. Habiendo partido el ejército, y cuando bastaba el menor pretexto para hacer estallar la insurrección, el gobernador de la Tingitana, tuvo la imprudencia de elegir precisamente aquel momento para aplicar el sistema caisita, para mandar que los Bereberes de su distrito pagasen doble tributo, como si no fueran musulmanes. Al punto toman las armas, se rapan la cabeza, y poniendo los coranes en la punta de sus lanzas según costumbre de los no-conformistas, dan el mando a uno de los suyos, a Maisara, uno de los sectarios mas celosos, al par sacerdote, soldado y demagogo, atacan la ciudad de Tánger de que se apoderan, degollando al gobernador y a los demás Árabes que encuentran, y aplicando las doctrinas en todo su inhumano rigor, ni aun a los niños perdonan. Desde Tánger marcha Maisara hacia la provincia de Sus, gobernada por Ismael hijo del gobernador Obaidallah. Sin esperar su llegada, los Bereberes se sublevan en todas partes y hacen sufrir al gobernador de Sus, la misma suerte que había tenido el de la Tingitana. En vano los Árabes pretenden resistir, batidos donde quiera, se ven obligados a evacuar el país, y en pocos días todo el Oeste cuya conquista les había costado tantos años de sacrificios queda perdido para ellos. Reúnense los Bereberes para elegir Califa, y tan democrática era esta revolución que su elección no recae en un noble, sino en un hombre del pueblo, en el bravo Malsara que había sido antes un simple aguador del Mercado de Cairawan.

Obaidallah, cogido descuidado, manda a Ocba gobernador de España, atacar las costas de la Tingitana; Ocba envía tropas, son batidas. Se embarca en persona con fuerzas más considerables, llega a la costa de África, pasa a cuchillo a todos los Bereberes que caen en sus manos, pero no consigue dominar la revuelta.

Al mismo tiempo que daba instrucciones a Ocba, Obaidallah ordenaba al fihirita Habib, jefe de la expedición de Sicilia, volver inmediatamente con sus tropas al África, mientras que la armada española mantendría en calma a los Sicilianos; pero como el peligro iba siempre en aumento porque la insurrección se propagaba con espantosa rapidez, creyó no deber esperar la llegada de este cuerpo, y reuniendo todas las tropas disponibles, confió el mando de ellas al fihirita Khalid, prometiéndole reforzarle con el cuerpo de Habib luego que llegase. Khalid se puso en marcha, encontró a Maisara en las cercanías de Tánger y le dio la batalla. Después de un combate encarnizado, pero no decisivo, Maisara se retiró a Tánger donde le asesinaron sus propios soldados. Sea porque acostumbrados ya a la victoria le exigiesen también el triunfo esta vez, sea porque el demagogo después de su elevación hubiera sido Infiel a las doctrinas democráticas de su secta, como afirman los cronistas árabes, en cuyo caso sus correligionarios no habrían hecho mas que usar de su derecho y cumplir con su deber, pues que su doctrina les ordenaba deponer y matar, si era preciso, al jefe o Califa que se apartara de los principios de su secta.

Luego que los Berberiscos hubieron elegido otro jefe, atacaron de nuevo a sus enemigos y en esta ocasión con mayor fortuna: una división mandada por el sucesor de Maisara, cayó en lo mas empeñado de la pelea sobre la retaguardia de los Árabes, que hallándose entre dos fuegos huyeron en un espantoso desorden, pero Khalid y los nobles que le acompañaban eran demasiado orgullosos para sobrevivir a la ignominia de semejante derrota, y lanzándose contra las filas enemigas se hicieron matar hasta el último, vendiendo caramente sus vidas. Este funesto combate en el que pereció la flor de la nobleza arábiga, recibió el nombre de «combate de los nobles.»

Habib que por este tiempo había vuelto de Sicilia, y que se había adelantado hasta los alrededores de Tahort, no se atrevió á atacar a los Bereberes cuando supo el desas­tre de Khalid, y bien pronto pareció el África un bajel encallado que no tiene ya ni vela ni piloto, habiendo sido depuesto Obaidallah por los mismos Árabes que le acusaban, no sin razón, de haber atraído so­bre sus cabezas tan terribles desgracias. Estremecióse de dolor y de ira el Califa Hixem cuando supo la insurrección de los Berrberes y la derrota de su ejército. «Por Allah, exclamó, yo les haré ver lo que vale la cólera de un árabe de antigua estopa. Enviaré contra ellos un ejército como no han visto otro, cuya cabeza estará ya en su casa cuando la cola no haya salido de la mía.» Cuatro distritos de la Siria, recibieron orden de suministrar cada uno seis mil soldados, el quinto el de Kinnesrina tres mil. A estos veinte y siete mil hombres debían juntarse tres mil del ejército de Egipto, y todas las tropas africanas. Hixem confió el mando de este ejército y el gobierno del África a un general caisita, encanecido en el ejercicio de la guerra, a Colthum de la tribu de Cochair. En el caso de que Colthum muriese, debería reemplazarlo su sobrino Baldj, y si este llegaba también a morir, debía pasar el generalato al jefe de las tropas del Jordán, a Thalaba de la tribu yemenita de Amila. Queriendo imponer un castigo ejemplar á los rebeldes, el Califa autorizó a su general para entregar al saqueo todos los lugares de que se apoderara, y para cortar la cabeza a todos los insurgentes que cayeran en sus manos.

Tomando por guías dos oficiales clientes de los Omeyas, que conocían el país, y se llamaban Harun y Moghith, llegó Colthum al África en el verano del año 741. Los Árabes de este país recibieron muy mal á los Sirios que los trataban con arrogante aspereza, y en los que miraban invasores mas que auxiliares. Los habitantes de las ciudades les cerraban las puertas y cuando Baldj que mandaba la vanguardia, las mandó abrir con tono imperioso, anunciando que tenia intención de establecerse en África con sus soldados, escribieron a Habib, que se hallaba aun acampado cerca de Tahort, para noticiárselo. Habib hizo entregar enseguida una carta a Colthum en la que le decía: «Vuestro insensato sobrino ha osado decir que ha venido para establecerse en nuestro país con sus soldados, y ha llegado hasta a amenazar a los habitantes de nuestras ciudades. Os declaro pues, que si vuestro ejército no los deja en paz, contra vos será contra quien volvamos nuestras armas.» Colthum le dió explicaciones, y le anunció al mismo tiempo que vendría a reunírsele cerca de Tahort. Llegó en efecto, pero bien pronto disputaron el sirio y el africano, y Baldj que había apadrinado calorosamente la causa de su tío, exclamó:

—He aquí pues, al que nos amenaza con volver sus armas contra nosotros.

—Pues bien, Baldj, le respondió Abderramán, hijo de Habib; mi padre está pronto a daros una satisfacción si os creéis ofendido.

 No tardaron los dos ejércitos en tomar parte en la disputa, y el grito de ¡a las armas! fue dado de una parte por los Sirios, y de otra por los Africanos a los que se habían unido los soldados del Egipto. No se consiguió sino con gran trabajo impedir la efusión de sangre y restablecer la concordia, que por lo demás no fue mas que aparente.

El ejército fuerte ahora de setenta mil hombres, avanzó hasta un lugar denominado Bacdura o Nafdura, donde el ejército berberisco le disputó el paso. Viendo que los enemigos tenían superioridad numérica, los dos clientes Omeyas que servían de guías a Colthum le aconsejaron hacer un campo fortificado, evitar la batalla y limitarse a saquear con destacamentos de caballería las poblaciones cercanas. Colthum quiso seguir este prudente consejo, pero el fogoso Baldj lo desechó con indignación.

—Guardaos de hacer lo que se os aconseja, dijo a su tío, y no temáis a los Berberiscos a causa de su muchedumbre, porque no tienen armas ni vestidos.

 Y Baldj decía verdad en esto; los Bereberes estaban mal armados, por todo vestido llevaban un taparrabos, y además tenían muy pocos caballos; pero Baldj olvidaba que el entusiasmo religioso y el amor a la libertad duplicaban sus fuerzas. Colthum, acostumbrado a dejarse guiar por su sobrino, se adhirió asu opinión, y habiendo resuelto empeñarla batalla le dio el mando de la caballería siria, confió el de las tropas africanas a Harun y a Moghith y se puso él mismo a la cabeza de los infantes sirios.

Baldj comenzó el ataque. Él se vanagloriaba de que aquella desordenada multitud, no se mantendría un momento contra su caballería; pero los enemigos habían encontrado un medio seguro de burlar sus esperanzas. Comenzaron a lanzar a la cabeza de los caballos sacos llenos de chinas, y esta estratagema fue coronada de completo éxito: encabritáronse enfurecidos los caballos de los Sirios, lo que obligó a abandonarlos muchos jinetes. Luego lanzaron contra la infantería potros bravos que habían puesto furiosos, atándoles a la cola odres y grandes pedazos de cuero, de manera que causaron gran desorden en las filas. Sin embargo, Baldj que había permanecido a caballo con cerca de siete mil de los suyos, intentó un nuevo ataque. Esta vez, consiguió romper las filas de los Bereberes, y su carga impetuosa le condujo detrás de su ejército; pero enseguida algunos cuerpos berberiscos volvieron cara para cortarle la retirada, y los otros combatieron a Colthum con tanta fortuna, que muertos Habib, Moghith y Harun, los Arabes africanos, privados de sus jefes y además mal dispuesto contra los Sirios emprendieron la huida. Quedaba aun Colthum con la infantería siria. Decalvado por un sablazo, dice un testigo ocular, que volvió a colocar la piel en su sitio con admirable sangre fría. Hiriendo a derecha e izquierda recitaba versículos del Corán propios para enardecer el valor de sus compañeros.

—Dios, decía, ha comprado a sus creyentes sus bienes y sus personas para darles en cambio el paraíso; el hombre no muere sino por la voluntad de Dios, según el libro que señala el término de la vida.

Pero cuando los nobles que combatían a su lado murieron uno a uno y él mismo cayó acribillado de heridas, la derrota de los Sirios fue tan completa y tan terrible, y los Bereberes los persiguieron con tal encarnizamiento, que, por confesión de los vencidos, un tercio de este gran ejército quedó muerto y otra tercera parte fue hecha prisionera.

Mientras tanto Baldj, separado con sus siete mil jinetes del grueso del ejército, se defendía valerosamente causando gran estrago en los Bereberes, pero eran estos demasiados numerosos para contar sus muertos y ahora que muchos de los cuerpos que habían conseguido la victoria sobre el ejército de su tío volvían contra él, iba a ser oprimido por una numerosa multitud. No teniendo pues mas partido pue la retirada o la muerte se decidió a buscar su salvación en la fuga, pero como los enemigos le cerraban el camino de Cairawan, que habían tomados los fugitivos, fuerza le fue seguir la dirección opuesta. Perseguidos sin descanso por los Bereberes, que cabalgaban sobre los caballos de sus enemigos muertos en el combate, los caballeros sirios llegaron cerca de Tánger extenuados de fatiga. Después de procurar en vano penetrar en la ciudad, tomaron el camino de Ceuta y habiéndose apoderado de la plaza, reunieron algunos víveres, lo que no les fue difícil por la fertilidad del país. Cinco o seis veces vinieron los Bereberes a atacarlos, pero como ignoraban el arte de los sitios y los asediados, se defendían con el valor de la desesperación, comprendieron que no conseguirían quitarles a viva fuerza el último asilo que les quedaba. Resolvieron pues, vencerlos por hambre y asolando los alrededores, los circundaron con un desierto de dos jornadas, viéndose reducidos los Sirios a alimentarse con la carne de sus cabalgaduras; pero bien pronto, aun estas les comenzaron a faltar, y si el gobernador de España continuaba rehusándoles el socorro que reclamaba su deplorable situación, no tenían mas que morir de hambre.

 

 

LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.

CAPÍTULO XI.