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LOS CRONICONES

 

Crónicas Pendencieras : Siglo XIII

 

ENRIQUE I.

 

 

Cuando ciñó la Corona de Castilla Enrique I, hacia los principios del siglo XIII, ocupaba el Trono de Portugal Alfonso II, el de León Alfonso IX, Sancho VII el de Navarra, y Jaime I, llamado el Vencedor, había sucedido a Pedro II el Católico en el Reino de Aragón. Este Príncipe, por razones de estado y de interés, se había declarado Protector de los Herejes Albigenses, llamados así de Alby, Ciudad perteneciente al Condado de Tolosa, donde en la opinión común había tenido cuna aquella execrable secta. Contaba esta en el número de sus protectores a los Condes de Foix, Béziers, Cominges, Tolosa, y a Pedro, Rey de Aragón. Despreciando los repetidos rayos de excomunión que había fulminado el Vaticano contra los errores, y contra los sectarios, de una herejía tan impía, habían levantado, aquellos Príncipes en favor suyo un ejército de cien mil combatientes, y tenían sitiada a Muret. Mandaba el ejército Católico el Conde Simón de Monfort, y estaba en su campo el Patriarca Santo Domingo, que hacía cuantos esfuerzos cabían en su actividad y en su fervoroso celo para rescatar al Rey de Aragón del mal partido que seguía; pero haciéndose sordo este Príncipe a las exhortaciones del Santo Patriarca, fue atacado por el ejército Católico; y aunque tan desigual en fuerzas que apenas llegaba a dos mil hombres, fue derrotado, y quedó muerto en el mismo campo de batalla el año de 1213.

Tiénese por cierto que el Rey D. Pedro de tal manera protegió a los Albigenses, que nunca adoptó sus errores, pero siempre dejó bien manchado con aquella indecente protección el renombre de Católico, que al principio le concedió la razón, y en cuya posesión le mantuvo después injustamente la lisonja.

Cuando murió el Rey de Castilla D. Alfonso había dejado a su hijo Enrique en edad de solos once años. Doña Berenguela, hermana del niño Enrique, a quien el Rey de León había repudiado, alegando que eran parientes en grado prohibido, se encargó de la regencia del Reino y de la educación del Rey niño, hermano suyo. Desempeñaba con eminencia una y otra atención, cuando la ambición desmedida de los Condes de Lara, casa entonces la más poderosa de Castilla, inquietó su gobierno, poniéndole en disputa la Regencia. Doña Berenguela, por evitar guerras civiles, la cedió a los tres hermanos Laras, y todo el gobierno de estos Señores se redujo a turbar el Estado, desangrar a los Pueblos, y enriquecer su casa con los despojos de la Corona, y de la Iglesia. Puso fin a una desgracia, la muerte del Rey, otra mayor: la tiranía de los Condes. Divertíase el Rey niño con algunos señoritos de su edad, al tiempo que desprendiéndose una teja del tejado, le dió en la cabeza con golpe tan fatal, que a los once dí­as murió de la herida. Subió al Trono sin saber lo que adquiría, y descendió de él sin conocer lo que dejaba. Su extraordinaria piedad, y el candor de sus costumbres hacen presumir piadosamente que fue del número de aquellos escogidos a quienes saca el Señor de esta vida con muerte anticipada, para preservarlos de la corrupción del siglo. El mismo año en que murió Enrique desembarcó en Portugal un poderoso ejército de Ingleses y Franceses, que unido a las tropas Lusitanas, puso sitio a Alcázar de Sal, una de las plazas más fuertes, que ocupaban todavía los Sarracenos hacia la parte meridional de Portugal: los cuales por esta consideración juntaron todas sus fuerzas para defenderla. El día 25 de Septiembre les dieron la batalla los Cristianos; y habiendo muerto sesenta mil Infieles, se apoderaron de la plaza: victoria que dejó eternizado en la posteridad el nombre de Alfonso el Craso, que murió cinco años después.

FERNANDO III, el SANTO.

 

Muerto Enrique I, pertenecía el Trono de Castilla a la Infanta Doña Berenguela, su hermana mayor. Esta Princesa tuvo arte para sacar del poder del Rey de León a su hijo D. Fernando; y cediéndole todo el derecho que tenía a la Corona, le hizo aclamar Rey de Castilla. Tomaron las armas el Rey de León y los Señores de Lara para oponerse a esta aclamación; pero Berenguela se defendió con tanta gallardía, que obligó al primero a retirarse a sus Estados, y humilló tanto el orgullo de los segundos, que los redujo a términos, en que no podía temerlos. Restituida al Reino la tranquilidad, aplicó toda su atención la piadosa Reina Madre a casar cuanto antes a su hijo, prudentemente recelosa de que el fuego de la edad y las diversiones de la Corte no estragasen la pureza de aquel tierno corazón. Ajustó la boda con Beatriz, hija de Felipe, Emperador de Alemania; y temiendo después que la virtud del joven Rey, todavía no fortalecida con los años hiciese naufragio en el otro escollo de la ociosidad, diestramente le fue encendiendo toda la inclinación a la guerra contra los Sarracenos, igualmente gloriosa a la Religión que provechosa al Estado. Al mismo tiempo trató, y concluyó el matrimonio de su hermana con Jaime, Rey de Aragón para unir contra los Infieles la sangre, y el poder de aquellos dos Monarcas, que ambos eran de una misma edad, con poca diferencia.

Acababa el Rey Jaime de salir de una menor edad muy turbulenta, habiéndole costado no pequeño triunfo abrirse camino al trono de sus mayores por medio de las guerras civiles en que ardían sus Estados; bien hubiese querido Berenguela que el Rey de Navarra hubiera entrado también en esta piadosa liga; pero Sancho el Fuerte ya no conservaba de este nombre más que la gloria de haberla merecido; porque postradas las fuerzas con el peso de continuas enfermedades había llamado a su Corte para gobernar su Reino a Teobaldo, Conde de Champaña, sobrino suyo, y heredero de la Corona.

En todas partes se hacían disposiciones para la guerra contra los Infieles. Alfonso, Rey de León, obraba con ejército separado, y por sí solo; y consiguió una completa victoria contra los Mahometanos, siendo fruto de ella la conquista de Badajoz, Mérida, y de toda la Extremadura desde las márgenes de Guadiana hasta Andalucía. Los Reyes de Castilla y de Aragón movían sus armas de concierto, y coaligados, para cerrar la puerta a los desabrimientos que suele producir la emulación y los celos, habían convenido en las Provincias que cada uno había de conquistar, uniéndolas a sus Estados. Estos dos Monarcas jóvenes, prudentes, bravos, poderosos, y animados de igual celo por el culto divino, y por la Religión Católica, encendieron el valor, y alentaron las esperanzas de la Cristiandad Española. Creyóse que había llegado ya el dichoso término de la total expulsión de los Sarracenos. Enteradas las Provincias de la intención de Fernando se armaron de su propio movimiento, y los Maestres de las Ordenes Militares condujeron a sus Estandartes casi toda la nobleza del Reino. Penetró por Andalucía, y se le rindió con todos sus Estados el Rey Moro de Baeza. Tomóse por asalto la fuerte plaza de Quesada, y se pasó a cuchillo a toda la guarnición, para que este ejemplar sirviese de terror y de escarmiento. El Rey de Cuenca, Ciudad situada hacia el nacimiento del Júcar, reconoció vasallaje al Joven Conquistador; Andújar, Martos, y Jodar fueron sitiadas, y le abrieron las puertas con poca resistencia. Priego y Loja fueron tomadas espada en mano. Los Moros abandonaron la Alhambra, cerca de Granada. Llenóse de terror esta Ciudad, y su Rey compró la paz a precio de dinero, y con la libertad que concedió a mil y trescientos Cristianos que gemían en duro cautiverio. Dióse glorioso fin a la campaña con la toma de Montejo, que fue arrasada, y con la de Capilla en la Extremadura. Los soldados que quedaron de guarnición en esta última plaza, mal hallados con los cuarteles de Invierno, salieron al pillaje y derrotaron el ejército del Rey de Sevilla, matándole veinte mil hombres, con muy poca pérdida de su parte.

Interrumpió por algún tiempo los rápidos progresos de estas conquistas el valor, y las numerosas tropas de un Rey Moro, nuevamente abortado de la África, a quien se rindió casi toda la Morisma Española. Pero contribuyó más que todo la necesidad en que se halló constituido Fernando de ir a tomar posesión del Reino de León, a cuya sucesión le abrió camino la muerte del Rey su padre Alfonso IX (1230), después de cuarenta y dos añ0s de Reinado. Había dejado Alfonso de las primeras nupcias dos Infantas herederas de la Corona; y habiendo nacido Fernando del segundo matrimonio, que fue reconocido; y declarado por nulo, estaba destituido de todo derecho a la sucesión en aquellos Estados; pero la prudencia y la habilidad de la Reina Doña Berenguela su madre supo manejar este negocio con tanta destreza, que ganó a los principales Señores, y encontró el secreto de quitar a las dos Infantas la Corona, dejándolas contentas. Por este medio unió para siempre a la Corona de Castilla la de León, la más antigua que se había formado en España desde la irrupción de los Africanos.

Hallándose Fernando con duplicadas fuerzas por el beneficio de esta unión, después de arreglados los negocios interiores de los nuevos Reinos, aplicó toda su atención a la guerra contra los Infieles. Después que conquistó Ubeda, uno de los principales baluartes del Reino de Córdoba, fue el objeto de toda su aplicación la capital del mismo Reino. Desde luego hizo ánimo a que le costarí­a un sitio largo y penoso; pero debió a cierto incidente, así­ la brevedad, como la facilidad de la conquista. Habíanse hecho prisioneros algunos soldados Moros veteranos al tiempo de ocuparse las cercanías de aquella plaza: estos descubrieron el lado por donde flaqueaba, ofreciéndose a introducir de noche a los Cristianos en el arrabal de Axarquía. Cumplieron su palabra; y los Castellanos, sin pararse a tomar aliento, escalaron la muralla y se atrincheraron en ella; pero como no eran en número bastante para resistir a toda la guarnición, se contentaron con apoderarse de una puerta, y de las torres que la guarnecían. Advertido el Rey de Castilla de suceso tan favorable, se avanzó en diligencia con todo el ejército, y entrando por la puerta que habían ocupado los suyos, se internaron las tropas en el cuerpo de la plaza, extendiéndose por toda ella, y comenzaron a pelear en las calles. Puesta en armas la numerosa guarnición que la defendía, opone trinchera sobre trinchera, siendo un sitio la toma de cada calle. Pero habiendo sido retirados los Moros espada en mano al último atrincheramiento, desesperados de defenderse, pidieron capitulación, y concediéndoseles la vida, y la libertad, evacuaron la plaza. Rindió Fernando a Dios reverentes gracias : volvió a poblar la Villa: arregló la policía, y añadió a los títulos de Rey de Castilla, y de León , los de Rey de Córdoba, y de Baeza.

Acometió al Rey una enfermedad, durante la cual encargó el mando de sus tropas al Infante D. Alfonso, su hijo, primogénito, con orden de reducir las demás plazas que restaban en los Estados de Córdoba. El Rey de Murcia le despachó una embajada, ofreciéndole su Reino, sin reservarse más que el título de Rey, la mitad de las rentas, y la protección de Castilla contra el Rey Moro de Granada. Hacía solos diez años que se había erigido esta última Monarquía; pero tan poderosa y dominante, que el Rey de Granada tenía llenos de turbación, y de miedo a los demás Reyezuelos Africanos. Aceptó la oferta el Infante D. Alfonso, y fue a tomar posesión de las Ciudades, y fortalezas del Reino de Murcia; Lorca, Mula, y Cartagena se resistieron a abrirle las puertas; pero fueron sitiadas y tomadas por fuerza el año de mil doscientos cuarenta y dos.

Mientras se aseguraba el hijo en los Estados de Murcia, restablecido ya el padre de su grave enfermedad, pasó a reconocer Granada. Voló al socorro el ejército Agareno; pero fue derrotado en una batalla que le dio debajo de los muros de la misma plaza. Mas como el Rey no tenía bastantes fuerzas para apoderarse de ella, retrocedió con sus tropas, y se echó sobre Jaén, la plaza más fuerte que tenían los Infieles. Contra toda esperanza se le rindió en pocos días, no obstante hallarse con la guarnición entera. La caída de Jaén estremeció a Granada, la cual, acobardada con el numeroso ejército de los Cristianos, de que se vió embestida, capituló y se hizo tributaria. Desde entonces convirtió Fernando todos sus pensamientos al sitio de Sevilla, cuya posesión aseguraba sus conquistas, sirviéndolas de barrera el rio Guadalquivir. Sevilla, Capital del Reino de Andalucía, era en aquel tiempo una parte del Imperio de Marruecos; cuyos Emperadores mantenían en ella un Rey feudatario, a quien socorrían con todas sus fuerzas contra el poder de los CristianosPresidiábanla con una fuerte guarnición y tenían siempre en mar una poderosa armada para asegurarla los socorros que hubiese menester. Con la toma de Carmona dejó el Rey bloqueada la plaza por tierra, y mandó a su escuadra que la embistiese por mar, después de haber combatido y derrotado la del Emperador de Marruecos: apoderóse de la embocadura de Guadalquivir; con cuya diligencia quedó puesto en toda forma aquel sitio, tan famoso por su duración, por su importancia, y por el valor de los ataques, y de la defensa. Al cabo de diez y seis meses se entregó la Ciudad por capitulación el día 22 de Diciembre. Los principales artículos fueron, el primero que pudiesen los Moros salir libremente, llevando consigo todos sus efectos; y el segundo que todas las Ciudades del Reino seguirían el ejemplo de la Capital, excepto dos que se cedieron a Jaén, Rey de los Algarves. Con todo eso Jerez, Arcos, Medinasidonia, Lebrija, San Lúcar de Barrameda, Begél, Alpechín, Cádiz, y otras muchas plazas no se quisieron rendir hasta que se les puso sitio. Con su conquista acabó Fernando de reducir todas las Provincias de los Moros, que debían incorporarse a la Corona de Castilla en virtud de la convención hecha con el Rey Jaime de Aragón.

Mereció este por su parte el glorioso renombre de Conquistador, así­por las innumerables victorias que consiguió, como por el gran número de sitios que puso, y que mandó con tanto valor como prudencia. Sería prolijidad, ajena de nuestro instituto, el individualizar todas sus empresas militares: baste saber que el año de 1234 acabó la conquista de las Islas de Mallorca, Menorca, e Ibiza: en el de 1238 dió fin a la del Reino de Valencia, y no dejó a los Infieles ni un palmo de terreno de todos los países que se le habían cedido por el tratado hecho con el Rey Don Fernando; de suerte que estos dos grandes Monarcas lograron ver conseguido todo su proyecto; y hubieran puesto fin a la guerra contra los Moros, si pudiera haber fin en vasallos infieles. Uno y otro Príncipe aplicaron la parte principal de su cuidado a restablecer la Religión Cristiana en las Provincias conquistadas, erigiendo Obispados en las Ciudades principales, y mostrando su reconocimiento al Dios de los Ejércitos en los magníficos monumentos que dejó fundados su piedad.

Pero aún no se dio por satisfecho el fervoroso celo de Fernando. Habiendo sabido que S. Luis, Rey de Francia, su primo hermano, había pasado a Egipto para hacer guerra a los Infieles, determinó hacer él mismo un desembarco en el Reino de Marruecos, conquistar todo aquel formidable Imperio, y por este medio quitar a los Moros de España toda esperanza de volver a levantar cabeza. Pero contentóse Dios con la piedad de estos intentos, y le llamó para sí el día 30 de Mayo, después de 35 años de reinado en Castilla, y 22 en León, para coronar en mejor Imperio, sus heroicas virtudes.

Como es la vida es la muerte. La de este grande Héroe de Castilla no fue menos piadosa que su vida. Siempre ocupado en guerras santas, y en el gobierno de sus Estados, había pasado sus días en la mayor inocencia de costumbres. En campaña y en Palacio igualmente fiel a los ejercicios de la devoción cristiana. Cuando sintió que se iba acercando al fin de la vida, se vistió de un áspero cilicio: hizo cubrir la cama de ceniza, y se echó una soga al cuello. En este traje penitente lavó en el sacramento de la Penitencia aquellos defectos de que no están exentas las almas justas, regándolos con abundantes lágrimas, y recibió la Extrema Unción: y poniendo después sus palmas, y sus Coronas a los pies del Cordero inmaculado, para rendirle este último tributo, durmió en el Señor con aquella tranquilidad, y con aquella confianza con que mueren los Santos.

El Cielo, que había echado la bendición a todos sus consejos, y a todas sus empresas, la echó también a toda su numerosa y bien reglada familia. Dejó asegurada su posteridad en diez hijos, seis del primero, y cuatro del segundo matrimonio. Del primero fueron Alfonso X, que le sucedió en la Corona, y los Infantes D. Henrique, D. Felipe, D. Manuel, D. Sancho, y la Infanta Doña Berenguela: y del segundo con Juana de Pontieu tuvo a D. Fernando, D. Luis, Doña Juana, y Doña Leonor. Tan padre de sus vasallos como de sus hijos, a todos los amaba tiernamente: parecía que solo era Rey, y padre, para hacer bien a los unos, y a los otros. Los que en los primeros años de su edad habían sido enemigos suyos, se convirtieron después en los más finos amigos, habiéndolos ganado a fuerza de bondad, de disimulo, y de beneficios. Todos sus vasallos le amaron, y le lloraron largo tiempo, excepto los Herejes, de quienes fue enemigo irreconciliable, haciendo el mayor empeño de limpiar de esta peste sus Estados.

No sería fácil acertar con el renombre que correspondía a este gran Rey, si el de Santo, que hace ventajas a todos los demás, no hubiera prevalecido. Fernando el Prudente, el Bravo, el Victorioso, el Conquistador, el Grande: todos estos renombres venían bien a su mérito; pero prevaleció el de Santo, y fue dichoso por haberle merecido. Es muy digno de notarse que los dos mayores Tronos de la Europa estaban ocupados a un mismo tiempo por dos Santos primos, hijos de dos hermanas, ambos animados con el mismo celo de sacudir el yugo de los Infieles de la cerviz de los Cristianos, ambos grandes Capitanes, ambos santificados entre el ruido de las armas; pero conducidos ambos a la santidad por campos muy diferentes. Los de Fernando sembrados de rosas, y de laureles: los de S. Luis, Rey de Francia, de espinas y de cruces. El primero, en medio de una brillante, continuada cadena de victorias, de triunfos y de conquistas, bendecía al Señor Dios de los Ejércitos, que le coronaba de gloria. El segundo en medio de una no interrumpida serie de desgracias, mortificaciones, y desaires, besaba humildemente la mano que le afligía. El Castellano, humilde, moderado, caritativo, cuando tocaba al ápice de las grandezas humanas : el Francés, nunca más animoso, nunca más grande, nunca más superior a todos los caprichos de la fortuna, que en el cautiverio, y entre las prisiones. Ambos fieles a Dios, uno en la prosperidad, y otro en la desgracia, se miraban en calidad de Soberanos; como los primeros siervos de Jesucristo: en calidad de Cristianos como los primeros hijos de la Iglesia: en calidad de cabezas de sus vasallos, como los primeros Ministros de la Providencia. Penetrados de estas máximas, dieron todo el lleno a las obligaciones de Cristianos, de Protectores de la Iglesia, y de padres de sus Pueblos. ¿Pero a cuál de los dos le fue más fácil el santificarse? es un problema que no es fácil decidir. Lo cierto es que las adversidades han producido en la Iglesia mayor número de Santos que la prosperidad.

 

ALFONSO X, EL SABIO.

 

Heredó Alfonso X , Rey de Castilla y de León, el valor, y el celo de su padre por la extirpación de los Infieles; pero no heredó ni su virtud, ni sus talentos políticos: con que le faltó la mejor parte de la imitación para copiarle. Diósele a este Príncipe el título de Sabio, y en el sentido que tenía esta voz por aquellos tiempos mereció bien el renombre que se le dió; pero según todo el significado que hoy corresponde a esta expresión por la cual no solo entendemos a un hombre científico, sino prudente y de conducta, le faltó mucho para merecer aquel renombre. Sabía hacer demostraciones geométricas; pero no sabía discurrir con acierto en las materias de Estado. Seguía con puntualidad y con precisión el curso de los Astros; pero perdía de vista el de sus verdaderos intereses. Arrebatóbale tanto el gusto de oír hablar a los muertos en los libros, que no tenía tiempo para dar audiencia a los vivos. Tenía habilidad y talentos para todo, menos para tratar con los hombres y para gobernarlos: defecto sustancial, que fue el origen de todas sus pesadumbres, y de todas sus desgracias.

Era Jacobo, o Jaime, Rey de Aragón, su suegro, su amigo, su consejero, y el aliado de quien tenía mayor necesidad. Lo primero que hizo fue descomponerse con él, volviéndole a enviar a su hija, con pretexto de esterilidad; siendo así que cuando se la envió estaba encinta; y para mayor abundamiento habiéndola después vuelto a recibir tuvo en ella muchos hijos. Dejóle su santo padre unos vasallos quietos, pacíficos, y bien aficionados; pero él tuvo habilidad para desazonarlos con sus modales ásperos, imperiosos, y desabridos. Irritó los ánimos con la introducción de una nueva moneda llena de liga que nadie quería recibir. Empeñóse en que esta nueva fábrica había de correr a pesar de sus vasallos. Subieron los géneros a proporción de la liga que tenía la moneda: tomó la providencia de fijar el precio de ellos, pero nadie quería vender. De aquí nació la inquietud, y la turbación en el Reino.

Habiendo sido electo Emperador de Alemania por dos Electores contra tres, jamás abandonó el designio de ir a tomar posesión de la Corona Imperial. Siempre estaba haciendo costosas prevenciones para el viaje, y nunca salía de España. Con este motivo cargaba a los Pueblos con gruesas contribuciones, y se alborotaba el Estado con guerras civiles. Conspiraron contra él casi todos los Grandes del Reino, y no supo granjear la voluntad de los Obispos, ni la inclinación del Pueblo para contrapesar la oposición de los Grandes. Parecióle que haciendo morir secretamente a las cabezas de la conspiración la disiparía sin meter ruido; pero no quiso advertir, como se lo previno su suegro, que los castigos secretos ordinariamente hacen sospechoso al poder, a la justicia; no produciendo, por lo común, otro efecto que el de vulnerar la repudiación del Soberano, y arruinar su autoridad: como efectivamente se experimentó en Castilla.

Aún estaban más inquietos los Estados de Aragón. Doña Teresa Vidaura, natural de Cataluña, sin más armas que las de su hermosura, había conquistado a Jaime el Conquistador. Demasiadamente altiva para dama, y sobradamente ambiciosa para aspirar a ser Reina, cerró la bella Catalana a la pasión del Rey todas las puertas, dejándole únicamente abierta la de la Iglesia, o la del santo matrimonio. Arrojó el amor la fatal venda sobre los ojos del Héroe Aragonés, y le precipitó en el mayor desacierto. La Religión, y la razón le abandonaron, o él las abandonó a ellas. Olvidado de que estaba legítimamente casado, se casó clandestinamente con Doña Teresa en presencia del Obispo de Gerona, y tuvo en ella dos hijos, a D. Pedro, y a D. Jaime. Murió su legítima mujer algunos años después de este extravagante matrimonio; y suponiendo los Grandes, que estaba viudo, le estrechaban a que se casase para libertarle de los grillos con que le tenía aprisionado la hermosura de Vidaura. Creyó Jaime que era nulo el matrimonio que había contraído con ella, y en fe de esto, pasó a desposarse con Yolanda, hija de Andrés, Rey de Hungría. Irritada Vidaura apeló a la Santa Sede; pero el Rey, para que no tuviese a su favor la deposición del Obispo de Gerona, mandó cortar la lengua a este Prelado, sin reparar que le dejaba libre la voz de la escritura por la lengua de la mano. Este sacrílego delito le hizo incurrir en la justa indignación de Roma, de donde se fulminó excomunión contra él; y al golpe de tan formidable rayo abrió los ojos finalmente. Como hijo de la Iglesia, obedeció a la suprema Cabeza de ella, Pastor de los Pastores, y de todas las Ovejas; y cumpliendo con ejemplar docilidad la penitencia pública que se le impuso, disponiéndole con ella a la absolución, recibió esta con humildad, y con reconocimiento. Levantáronse las censuras; mas no por eso se tranquilizó el Estado. Tenía hijos de tres matrimonios, y estaban tan confundidos los derechos como divididos los Grandes en parcialidades, según su inclinación a la Familia Real. Era el Reino un caos tenebroso, de que no pudo salir jamás el Rey, necesitando de todo su valor, y de toda la superioridad de su genio para mantenerse.

No se dormían los Moros durante las turbaciones de Castilla y de Aragón. El Rey de Valencia, tributario de Aragón, y los Reyes de Murcia y de Granada, vasallos de Castilla, tomaban las armas siempre que tenían ocasión de hacerlo con ventajas; y ayudado el último de los Africanos se apoderó de muchas plazas en Andalucía. Estas coyunturas obligaron a los Reyes de Castilla y de Aragón a olvidar las continuas diferencias que tenían entre sí; y reconciliados los dos, convirtieron sus armas contra los Infieles, y los redujeron otra vez a la obediencia. Pero conociendo el Rey de Aragón, enseñado de las repetidas experiencias, que estos Infieles siempre eran Infieles, y que tenía en ellos tantos enemigos de la Corona, y de la Religión como vasallos contaba, tomó la resolución de desembarazarse de ellos, arrojándolos de una vez para siempre de sus Estados. Apenas se publicó el Decreto de su expulsión, cuando tomaron las armas para resistirle más de sesenta mil Mahometanos; pero acordándose que sus mujeres, sus hijos, y sus bienes estaban en poder del Rey, se les cayeron las armas de las manos, y trataron de retirarse.

Bien que no por eso dilataron mucho la venganza, sostenidos con los numerosos refuerzos que habían sacado de África; pues volvieron a entrar en el Reino de Valencia, donde consiguieron dos victorias de los Generales Aragoneses, y se apoderaron de muchas plazas. Púsose Jaime en camino para reprimirlos; pero le atajó los pasos la última enfermedad, que también le quitó la vida. Desde luego conoció su gran peligro, y sin dar oídos a las perniciosas mentiras de los lisonjeros, aplicó toda su atención a disponerse para una buena muerte. Ya hacía tiempo que estaba retirado de sus desórdenes, y vivía con edificación en fuerza de las reflexiones cristianas que había hecho, ayudadas de la gracia. Todo se puede esperar de quien tiene entendimiento. Las grandes muestras que dio de penitencia, las lágrimas con que lavó sus pecados, la devoción, y ternura con que recibió los santos Sacramentos, llenaron a todos de edificación, y de ejemplo, y borraron delante de Dios, como piadosamente se cree, las flaquezas en que le precipitó su miseria.

Habiendo arreglado las cosas de su alma, dio providencia a los negocios del Estado, tan sobre sí, y tan a sangre fría, como si se hallara con la salud más robusta. Volviéndose después hacia el Infante D. Pedro, su hijo primogénito, le habló en esta sustancia: “Tres cosas, hijo mío, os encomiendo, todas tres necesarias a vuestro honor: el temor de Dios, que tiene en su mano el corazón, y la suerte de los Reyes: el cuidado de conservar en perfecta concordia a vuestros vasallos, porque de aquí depende la prosperidad de los Reinos; y la unión con vuestro hermano D. Jaime, a quien declaro Rey de los Baleares, Conde de Rosellón y de Montpelier. Sed vos el apoyo suyo, y juntad vuestras armas contra los Sarracenos. Habiendo purgado a España de esta peste no la consintáis en vuestros Reinos; porque abrigareis en ellos tantos enemigos como Mahometanos. Ea, id: dad principio a desalojarlos, que esta es la primera de vuestras obligaciones. Rendid a su tiempo a mis cenizas las honras que las debáis. Partid, pues; que desde este punto ya sois Rey. En vuestras manos resigno desde ahora el Cetro que habéis de manejar toda la vida: que yo no quiero ya más que asegurarme una corona durable en el Cielo, con la que igualmente ciñe Dios las sienes de los pecadores arrepentidos que las de los Santos más inocentes”.

Obedeció el Rey D. Pedro, y partió, y desalojó a los Moros. Mientras tanto D. Jaime, asistido siempre de los Obispos de Huesca, y de Valencia, solo atendía al cuidado de su eterna salvación. Expiró el día 26 de Julio de 1276, implorando la protección de la Santísima Virgen, a quien había profesado una tierna devoción desde su infancia.

Parece que quiso el Cielo recompensar con una muerte feliz aquel gran celo que siempre mostró este Príncipe por la extensión del culto divino. Salió siempre victorioso de los Infieles: diólas en persona, y les ganó treinta batallas: conquistó dos Reinos, y erigió más de dos mil Templos. Embarcóse para socorrer a los Cristianos que trabajaban en la conquista de la Tierra Santa; pero no tuvo efecto esta expedición, porque se vió precisado a retirarse, habiéndole arruinado toda su escuadra una furiosa tempestad. Diestrísimo en manejar los ánimos, sabia mejor que nadie valerse de toda su autoridad, cuando lo podía hacer sin arriesgarla; y sabía también reducirla con dignidad cuando era conveniente, ganando las cabezas de partido, primero con su buen modo y después mucho mejor, concediéndoles mayores ventajas en su servicio que las que podían esperar de la sedición, hallando en esto él mismo su conveniencia. Solo adoleció de una flaqueza; pero fatal a su reposo, al de su familia, y al bien de sus Estados. Tanta verdad es que las pasiones violentas es menester ahogarlas en la cuna.

Con la muerte de Jaime el Conquistador, y el Victorioso, se libró el Rey de Castilla de un poderoso competidor, a quien no podía mirar con buenos ojos desde que se le había opuesto a sus ideas sobre el Reino de Navarra. Teobaldo, Conde de Champaña, y Rey de Navarra, que murió el año de 1253, había dejado dos hijos, Teobaldo II, y Henrique I, que reinaron sucesivamente, sin haber dejado Henrique más que una hija, la cual fue solemnemente declarada heredera de la Corona. Quiso el Castellano casar a Fernando, su hijo primogénito, con esta Princesa; y el Aragonés le salió al encuentro, pretendiéndola para su hijo D. Pedro. Pero la Reina viuda, que no se inclinaba ni a una ni a otra boda, cogió a la Infanta su hija, y ocultamente la sacó de Navarra, retirándose con ella a Francia, donde la casó con Felipe el Hermoso, que después fue Rey de Francia: por cuyo matrimonio quedó unido a esta Corona el Reino de Navarra, permaneciendo por largo tiempo en esta unión; y los dos Príncipes pretendientes se hallaron igualmente desairados.

El Rey de Castilla D. Alfonso sobrevivió a su suegro el Aragonés solos ocho años, los que pasó entre inquietudes, y turbaciones del Estado. Dió motivo a la primera guerra civil lo que hizo con Alfonso, Rey de Portugal, contra el parecer de los Grandes, relevándole el feudo que pagaba a la Corona de Castilla por razón de los Algarves, o de aquella parte de ellos, que había recibido de la misma Corona. Era el Monarca Portugués un Rey verdaderamente grande. Había derrotado a los Infieles muchas veces, conquistando Faro, Algeciras, Albufera, y otras muchas plazas en las cercanías de Sylva. Habíase casado con Beatriz de Castilla, hija natural de Alfonso X, y por este matrimonio se le había dado en dote aquella parte de los Algarves que se cuestionaba.

Movióle la segunda guerra civil su hijo segundo Sancho el Fuerte. Su primogénito D. Fernando de la Cerda, llamado así por haber nacido con una prolongada cerda en las espaldas, había muerto, dejando dos hijos, D. Alfonso, y D. Fernando, que debieran ser herederos de la Corona antes que D. Sancho. Pero este intentó suplantar a los Infantes sus sobrinos; y ganando con halagos, artificios y promesas a la mayor parte de los Grandes, que estaban mal contentos de su padre, los atrajo a su servicio, y en unas Cortes generales del Reino le declararon heredero de la Corona con preferencia al legítimo derecho de los Infantes de la Cerda. Desde entonces se trató D. Sancho como Soberano. Esto llenó de celos al Rey padre; y los celos pararon en una guerra declarada. No hallándose el Rey con fuerzas para hacerse obedecer, imploró el socorro del Rey de Marruecos; después el de Francia, y al fin el del Papa, que excomulgó todo el partido de D. Sancho. Solicitáronse medios de pacificación en varias conferencias, pero no se pudieron encontrar; y en esta coyuntura murió el Rey, dejando nombrados por herederos de la Corona en primer lugar a su nieto D. Alfonso de la Cerda; y en defecto de este a su hermano D. Fernando: cuya noticia llegó a estos Príncipes a Aragón, donde se habían refugiado con su abuela la Reina Doña Violante.

 

SANCHO CUARTO.

D. Sancho, llamado el Bravo por el valor que mostró en las guerras contra los Moros, y contra su padre, entró a reinar sin derecho inmediato a la Corona. Hizo que se la pusiesen en la cabeza los hidalgos, los cuales tomaron las armas contra el Rey D. Alonso, a quien aborrecían. Las Cortes de Toro, reconociéndole por Rey legítimo, dieron algún colorido a la usurpación. Digo que dieron colorido, porque en los Reinos que son hereditarios hay ley fundamental que va sustituyendo la Corona en una casa, según el orden de sucesión, que a ninguno le es lícito alterar. Y así el reconocimiento de las Cortes no fue en suma otra cosa que una insigne prevaricación y una injusticia manifiesta contra el incontrastable derecho del Infante D. Alonso de la Cerda, con que la parte más sana de los Reinos solo esperaba coyuntura favorable para hacerle la justicia que se le debía. Bien conocía D. Sancho esta disposición de los ánimos; y para prevenir las consecuencias, se mantuvo siempre armado: hizo la paz con los Reyes de Marruecos, y de Granada, y cultivó lo mejor que pudo la amistad con el Rey de Aragón, que tenía en su poder al Infante D. Alfonso; pero todas estas precauciones no fueron bastantes a separar los esfuerzos de Francia. El Aragonés dio libertad al Infante, y reconociéndole por Rey legítimo de Castilla y de León, le apoyó con todas sus fuerzas. Fue deshecho el ejército de D. Sancho, talada la Castilla, y varias Provincias se declararon contra el Usurpador, sin amedrentarlas la crueldad que ejecutó en Badajoz y en Talavera, mandando pasar a filo de espada a todos los habitantes. Esta continuación de desgracias hizo tanta impresión en su ánimo, que cayó gravemente enfermo de melancolía, llegando los Médicos a desesperar de su vida. Pero al fin recobró la salud, y con la noticia que tuvo de la muerte del Rey de Aragón, cobró nuevos espíritus, viéndose libre del mayor estorbo que tení­an sus intentos. Pasó lo que le quedó de vida entre inquietudes y turbaciones, ocasionadas de la sucesión de sus hijos, que se consideraban ilegítimos, a causa de la nulidad del matrimonio contraído en grado de parentesco prohibido. Preveía, y con razón, que si su Corona estaba tan titubeante en su cabeza, mucho más lo estaría en la del Infante D. Fernando, su hijo primogénito. Y apoderado de un desfallecimiento, que poco a poco le iba acercando a la sepultura, le quitó finalmente la vida una muerte acelerada, sin darle tiempo para tomar el gusto a las dulzuras del Trono, al que subió o trepó a él haciendo escalón de muchos delitos.

No fue más afortunado, ni logró posesión más pacífica Pedro III de Aragón en la usurpación del Reino de Sicilia. Muerto el Emperador Federico, legítimo dueño de las dos Sicilias, se apoderó de ellas Manfredo, hijo bastardo del Emperador, contra el legítimo derecho de su nieto Conradino. Habí­a casado Pedro de Aragón con Constancia, hija de Manfredo; y en virtud de esta alianza (título bien débil) se declaró pretendiente de aquellos Reinos. El Papa habí­a dado la investidura de ellos a Carlos de Anjou, hijo de S. Luis Rey de Francia, el cual se había puesto en posesión de aquellos Estados, en virtud de dicha investidura. Guarnecíanse las plazas fuertes con tropas Francesas, tan desregladas en su proceder, que se habían hecho odiosas a todo el País, particularmente por su desenfrenada incontinencia. Valióse de esto Procida para entenderse ocultamente con el Rey de Aragón; y habiendo dispuesto de acuerdo una conspiración universal, todos los Franceses fueron pasados a cuchillo en una misma hora; y esta es aquella carnicería tan conocida por el nombre de las Vísperas Sicilianas, en atención a que se dio principio a ella al mismo tiempo de comenzarse las Vísperas en el Martes de Pascua del año de 1282. Hallábase el Aragonés pronto a partir en una numerosa escuadra; y luego que tuvo noticia del feliz suceso de la conspiración, se hizo a la vela, y atracó en Sicilia, donde de mano armada obligó a que le aclamasen por Rey. Disputóle Carlos de Anjou la posesión de la Corona; y de aquí tuvieron principio aquellos odios implacables, y aquellas interminables guerras entre las Casas de Anjou y de Aragón. Mandó el Papa intimar al Rey D. Pedro que renunciase su injusta empresa; y como aquel Príncipe se resistiese a hacerlo le declaró por excomulgado. A la hora de la muerte recibió la absolución de esta censura; pero dejó a su hijo Alfonso con la sucesión de la Corona, heredada también la guerra de Sicilia. Y aunque el Rey D. Alonso de Aragón se obligó en diferentes tratados a restituir la Sicilia, murió el año de 1291 sin haber hecho esta restitución, dejando por heredero, y sucesor en sus Estados a su hermano el Infante D. Jaime.