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LOS CRONICONES

CRÓNICAS JUDEO-HISPANICAS

O

HISTORIA DE LOS JUDIOS EN ESPAÑA

 

«En los primeros años del reinado de los muy católicos esposos, tan empinada era la herejía que los letrados estaban en punto de predicar la ley de Moisés, y los simples no podían encubrir ser judíos.»

Andrés Bernaldez.

 

LOS ORÍGENES

 

Mi intento es tratar de la varia y casi siempre trágica suerte de los judíos en España: historia llena no de ilustres vencimientos, señaladas proezas y altos fines, sino de calamidades, conflictos, persecuciones, motines de la plebe, robos, incendios, destierros, muertes a fuego en públicos cadalsos, infamias de linajes, encarcelamientos, oprobios y otros rigorosísimos castigos.

En ella mostraré cuan fuera de toda razón han caminado aquellos escritores que, corrompiendo la verdad, tuvieron y aún tienen a los antiguos judíos españoles por hombres tan solo dados a la usura y a esconder en las entrañas de la tierra el fruto de sus trabajos, comercios y granjerías; puesto que a ellos debe España grandes adelantamientos en la medicina, en la filosofía, en las matemáticas y en la náutica. Los reyes los consultaban en las más arduas materias de estado, y acometían, con el favor de sus consejos y dinero, las más dificultosas, las mayores y las más arriesgadas empresas.

Mostraré además el yerro y grande, sobre injusticia, que cometieron los Reyes Católicos al ordenar su extrañamiento de los reinos de España, sustentando mi opinión con las apretadísimas razones de estado que para un hecho tan importante se oponían, y lo sin fruto y aprovechamiento que son las persecuciones, castigos y otros rigores en materias religiosas; pues los monarcas bien podrán regir con las leyes de la fuerza los cuerpos de sus vasallos; pero no podrán sujetar los ánimos, porque más fácil cosa seria poner antes frenos a los vientos, y hacer que volviesen atrás las corrientes de los ríos.

Escribo esta historia sin pasión, ni artificio, como de cosas que nada me tocan. Ni soy judío, ni vengo de judaizantes. Solo es mi propósito sustentar la verdad: ley a que debe caminar ajustado todo historiador; y ella no puede peligrar en mi pluma, porque no acostumbro ver con ojos apasionados lo que está lejano de mis opiniones.

Algunos escritores han hecho mención de los sucesos prósperos y adversos de los judíos españoles, y no han faltado excelentes ingenios para tratar de los tiempos de su expulsión; pero casi todos no han cortado sus relaciones a la medida de la verdad, así por el miedo a los Reyes Católicos, mientras Vivian, como, después de muertos, por el odio que bebieron en los pechos de sus madres contra todo lo perteneciente a la nación judaica.

De esta suerte hombres en sangre ilustres, y tenidos en la prudencia por cuerdos, en la virtud por únicos, y en las ciencias por maestros, se dejaban arrebatar de la corriente de mil locuras y desvaríos, y llegaban a un punto de estrenada ceguedad, causando un daño irremediable a la historia y a las letras. Por donde se ve que no son bastantes los estudios, no el claro ingenio, no las ciencias para formar la sabiduría en el hombre, sino sacar el entendimiento de las cárceles en que está aprisionado desde la niñez, limpio de la corrupción y del veneno que bebió en las doctrinas del vulgo, y en la ignorancia de sus padres y maestros.

Las noticias que tenemos del establecimiento de los judíos en España están inficionadas de muchos y grandes errores; puesto que hombres doctísimos y tenidos en la historia por veraces, dieron fe a consejas de la ruda y baja plebe, y a documentos fingidos o por el interés, o por un vano deseo de ver acreditados con ellos sus patrañas.

Cuentan algunos escritores que Nabucodonosor, rey de Babilonia, después de haber allanado los muros de la soberbia Jerusalén y puesto en cautividad al pueblo israelita, prosiguió sus victoriosas empresas, destruyendo a Tiro y Egipto, y los lugares situados en las riberas africanas. Después para tomar venganza y satisfacción de los fenicios por haber dado socorro a los de Tiro, cuando él los apretaba con un porfiado cerco, entró en las tierras de España, sujetó a sus habitadores y dejó en ellas gran número de judíos que caminaban con su ejército: los cuales echaron los fundamentos de Toledo, Sevilla y otras antiquísimas ciudades. Tertuliano, Eusebio Cesariense, San Clemente Alejandrino y algunos autores más, tratan a la larga de las conquistas y navegaciones hechas por Nabuco, así en la Libia, como en toda Asia hasta Armenia, y ninguno habla de la venida y toma a sangre y fuego de la península hispánica. Y, aunque pudieran traerse razones y argumentos tan verosímiles, que fueran parte para mostrar claramente que ganó a fuerza de armas y brazos estas tierras, hay mayores para creer que con su ejército no vinieron judíos. Sabido es el odio y perpetua desconformidad que había entre estos y los asirios, especialmente por la religión, según el testimonio del grave y auténtico historiador Flavio Josefo. Entre ellos andaban enajenados los ánimos con ciego rencor y enemiga: los unos por verse puestos en esclavitud y miseria: los otros por recibir continuamente y a la sorda daños de los mismos que tenían oprimidos en pesado cautiverio. Es caso, por tanto, imposible de creer que Nabucodonosor para la jornada atrevidísima de África y España trajese en compañía de su ejército, a tan temibles y molestos enemigos; y aun más, que dejase en manos de ellos las tierras que con la sangre, sudor y trabajos de sus vasallos había adquirido.

Otros historiadores afirman que vinieron judíos a España con su capitán Pirro en este tiempo, y que poblaron en dos partes: una llamada Toledo y otra Lucina o Lucena. Pero todas estas noticias van separadas de la verdad muchas leguas de camino. La cierta y más acreditada es que los que escaparon de la muerte en la toma de Jerusalén fueron llevados en cadenas a Babilonia. Así se lee en el libro de los Reyes y en el Paralipómeno.

Los que han querido dar por cierto el establecimiento de los judíos en España, después de su conquista por las armas de Nabucodonosor, afirman que estos tenían en las más principales ciudades de la península hispánica sinagogas, de quienes era cabeza y primada la de Toledo. Cuentan además, que cuando empezaba Jesucristo su predicación en Jerusalén, como determinasen los escribas y fariseos perderlo y tuviesen siempre la costumbre de consultar con todas las sinagogas del universo en los asuntos más dificultosos, para pedirles su parecer y consentimiento, enviaron a la archisinagoga de Toledo cartas de los príncipes y sacerdotes con un tal Samuel, su mensajero. Juntáronse los judíos de Toledo en concilio, y en nombre de las demás sinagogas de España, de las cuales tenían poderes, respondieron, después de haber dado oídos también a la lectura de las cartas de un tal Eleázaro sacerdote suyo y varón de santa vida, que llamado de sus negocios había tomado el camino de Jerusalén, y era testigo y aficionado a la vida y hechos milagrosos de Jesús. La respuesta era una contradicción de los judíos españoles para que los de Jerusalén no quitasen la vida a Jesucristo. Dicen que fue hallada después en Toledo, cuando don Alonso VI sacó del poder de moros esta ciudad; que estaba escrita en lengua hebrea, y traducida luego en la arábiga, de orden de un sabio rey moro que tenía por nombre Galifre: que mandó aquel monarca volverla en la castellana de aquel tiempo; y que hasta el año de 1494 se conservaba en los archivos toledanos: de los cuales fue arrebatada por los judíos expulsados de España.

Esta patraña, que yo la tengo por tal, está acreditada por muchos y muy buenos escritores, engañados por el forjador de semejante documento, tales como don Fray Prudencio Sandoval, Arias Montano, el doctor Juan de Vergara, el doctor Francisco Pisa, Fray Juan de Pineda, Quintana Dueñas, Rodrigo Caro, Tamayo de Vargas, Francisco de Padilla, don José de Pellicer, don Diego de Castejón, Rodrigo Méndez de Silva y otros muchos que por no caer en prolijidad remite al silencio mi pluma. Para honra de las letras españolas no callaré que la han reputado por apócrifa varios autores insignes, tales como el marqués de Mondéjar, el sapientísimo Nicolás Antonio y otros excelentes críticos.

Las razones en que sustento mi parecer de que es pura ficción esta carta son no existir en tiempos de la muerte de Jesucristo judíos en España, en lo inverosímil y extraño de la consulta de los de Jerusalén a todos los que estaban esparcidos por el orbe; y por último afirmar cuantos tienen por verdadero este papel, que fue traducido en el idioma español, cuando la conquista de Toledo por don Alonso VI: edad en que todos los documentos se escribían en el latino. A más que la traducción de esta carta se encuentra fingida con la más extraña ignorancia y la más insolente desvergüenza literaria; porque está escrita en un lenguaje bárbaro, confusa mezcla de lengua castellana antigua con moderna, y con un poco de portuguesa y gallega.

No hay linaje alguno de duda en que debió su formación al propósito de querer que los judíos pareciesen menos aborrecibles a los ojos del vulgo, y aun de los nobles; y de mitigar también las cruelísimas persecuciones que en tiempos modernos sufrían por el tribunal del Santo Oficio. Este pensamiento me han sugerido varios autores que afirman que los descendientes de aquellos judíos de la sinagoga de Toledo que contradijeron la muerte de Jesús, merecían ser premiados y tenidos por buenos.

El Padre fray Juan de Pineda en su Monarquía eclesiástica, escribe lo siguiente:—«Los judíos que en Toledo vivieron, no se hallaron en Jerusalén en tiempo de la pasión de nuestro Redentor, ni consintieron en ella. Siendo esto así, se pueden preciar del mejor linaje del mundo, porque la nobleza de la sangre depende de las excelencias personales de la parentela, juntamente con privilegios y honras, concedidas de los príncipes. Y los fundadores de la casa de Israel, Abraham, Isaac y Jacob, fueron eminentísimos hombres, honrados de Dios, sobre cuantos en el mundo nacieron. Luego los judíos que probaren no haber consentido en la muerte del Redentor (por la cual perdieron su hidalguía) y que habían creído en él como lo hizo Nicodemo y Gamaliel, y otros algunos, sin duda estos serían del mejor linaje del mundo y los que de ellos descendiesen.»

El Padre Quintana Dueñas en su Singularia, obra póstuma, se alarga más en referir los merecimientos de todos aquellos que mostraron venir de los judíos que se opusieron a la muerte de Jesús; pues dice que deberían ser honrados con entrar en las órdenes militares y con alcanzar dignidades eclesiásticas. Por ser sus palabras curiosísimas, las pongo aquí, trasladadas de la lengua latina en que fueron escritas.—«Por tanto no dejaré de notar que si alguno probare descender de los hebreos que de ningún modo dieron su consentimiento para la muerte de Cristo, y constare que la contradijo, y que después de publicada la ley de Gracia no cayó otra vez en el judaísmo, podría ser admitido en las órdenes y dignidades eclesiásticas; y no solo en las religiones, sino en las militares: en las cuales por estatutos, está prohibida la entrada a cuantos descienden de linajes de judíos.»

Nada tendría de extraño que, después que estos fueron expulsados de España, los que quedaron ocultos con el nombre de cristianos por haber recibido forzadamente el agua del bautismo, viendo el envilecimiento en que estaban tenidos los que venían de conversos, fingiesen ese documento y esparciesen esas noticias para levantar su estirpe, lisonjeando de este modo los afectos del vulgo, de los hombres doctos, y aun de sus mismos perseguidores y enemigos.

Por las palabras de estos autores se viene en conocimiento de cuán flaca y ciega es la razón humana, y cuán fácilmente tuerce y lleva la condición de los mortales a odiar lo más amado, y a amar lo más aborrecido. Porque, como los pareceres de los hombres están casi siempre regidos por la fuerza de las pasiones, tienen más mudanzas que el mar o que la luna, y del mismo modo que arrojan en el polvo todo lo que no camina ajustado a sus opiniones; ponen sobre las estrellas cuanto viene a conformarse con su natural y condición. Así los que aborrecían a todos aquellos que observaban la ley de Moisés, y negaban a los que descendían de ellos la entrada en las dignidades eclesiásticas y en las órdenes militares, ya querían abrirles franca puerta, solamente por una ficción que era agradable a sus ojos. ¡Tanto puede una noticia que traiga consigo apariencias de verdad, y que alcance la ventura de ser acreditada por personas ilustres en la sangre, insignes en los hechos y doctas en los escritos!

De haber dado fe a la carta, por la cual se decía que los hebreos españoles, y particularmente los del reino de Toledo, aunque fueron vivamente solicitados por los de Jerusalén, no quisieron prestar su voto y consentimiento en la muerte de Cristo, se levantaron otras patrañas que consiguieron ser recibidas con igual fortuna. Una de ellas fue asegurar que en el año 33 enviaron los judíos a Jerusalén dos mensajeros a quienes llamaban Atanasio y José para que hiciesen una protestación de palabra, no solo en nombre de los de Toledo, sino en nombre de los de toda España, para embarazar los intentos de los escribas y fariseos. Otra es afirmar que después de crucificado Cristo, envió la archisinagoga de Toledo segunda legacía a Jerusalén con cartas para María Santísima y S. Pedro, con el fin de que doctrinasen a sus mensajeros en la fe de Cristo: las cuales fueron llevadas por S. Indalecio y Eufrasio. Entonces dicen que Eleázaro, cuya dignidad era tener la presidencia de la sinagoga y gente española en Sión, escribió a los de Toledo, dándoles noticia de cómo había muerto Jesús por las maquinaciones de Anás y Caifás, y como venía a predicar la ley de Gracia en España un varón santo llamado Jacobo, hijo del Zebedeo.

En el falso cronicón impreso como obra de Juliano, arcipreste de Santa Justa, se pone la siguiente carta que, aunque apócrifa, va traducida de la lengua latina en castellana, y puesta en este lugar para divertimiento de los curiosos.

 

Carta de Eleázaro a la sinagoga de Toledo.

«Eleazar, archisinagogo o presidente de la Sinagoga y gente española en Jerusalén, y los ancianos de su consejo, a Leví archisinagogo toledano, y a los ancianos Samuel y Josef, salud en el Dios de Israel.

Sabed, hermanos míos, que predica en esta ciudad de Jerusalén un varón justo llamado Jesús Nazareno: el cual obra muchas maravillas, resucita muertos, sana leprosos, da vista a ciegos, pies a cojos, libre uso de miembros a paralíticos. Es hombre bienhechor de todos, humilde, benigno, misericordioso, grave y hermoso más que los hijos de los hombres, agradable en las palabras, poderoso en las obras, y en todas sus acciones aventaja a los demás hombres: venéranlo muchos por Mesías. Juan, hijo de Zacarías, varón santo, nos lo manifestó con el dedo diciendo: Este es el Cordero de Dios. Nosotros no habemos querido consentir en su muerte, que le maquinaron Anás y Caifás y los príncipes de los sacerdotes: y así os intimamos que ni vosotros ni los que de las doce tribus habitáis en España deis consentimiento a tan sacrílega acción. Acordaos cuando Amán, no solo a nuestros antepasados sino a otros muchos hebreos esparcidos por varias provincias, mandó quitar la vida en el afrentoso suplicio de la horca, y que al fin Dios dispuso de él que fuese colgado en la que tenía preparada para nuestro padre Mardoqueo. Nuestros padres tuvieron cartas de Artaxerxes, y por ellas luego al punto conocieron que en brevísimo tiempo se habían de cumplir las hebdómadas de Daniel en que el justo o había sido muerto o habría de morir. Haced también memoria de que nuestros padres fueron avisados de Daniel, cuando estuvo en Babilonia, de donde por su orden y disposición vinieron a España, y les profetizó la muerte del Justo, por cuya causa había de ser desolado el templo de Jerusalén, y que Jeremías y otros profetas sienten mal de los judíos que permanecían en Jerusalén, no queriendo bajar a Egipto con el mismo Jeremías; pero de los judíos buenos enviados por Dios a España, hablan bien. En fin, os ruego si llegaren con cartas judíos de Jerusalén, que irán brevemente para España, que no los recibáis; y si acaso los recibiereis, sea tan solo a Jacobo hijo del Zebedeo, varón bueno, y discípulo de Cristo crucificado, que (como dicen los discípulos) ya ha resucitado. Recibidlo con agrado, y a los demás discípulos de los Apóstoles. Dios os guarde. En Jerusalén a cinco días del mes de Nisan

 

Con esta carta apócrifa se alargan muchos escritores hasta referir otras patrañas y sucesos tan extraños, que por no manchar mi historia con la relación de más errores, locuras y desvaríos, paso en silencio.

Y viniendo a lo que anda más acreditado en las plumas de doctos varones, digo que los israelitas en tiempos de la dominación romana en España, tenían poquísimas noticias de las tierras y cosas occidentales; porque como no habitaban en las riberas del mar, ni hacían navegaciones de una parte a otra para vender sus mercaderías, ni se fatigaban en peregrinar por el mundo para ver nuevas regiones, nuevas gentes y nuevas costumbres, tan solo conocían los reinos que lindaban con los suyos, así por la vecindad como por las guerras y cruelísimas discordias que los varios intereses entre unos y otros levantaban.

Cuando tuvieron noticia de los hechos de los romanos y que estos habían hallado en el corazón de España tantas y tan grandes minas de oro y plata, les enviaron mensajeros con el parabién de sus victorias y próspera fortuna, y juntamente para hacer amistades con pueblos tan valerosos. No vinieron y España, sino fueron derechamente y Roma, llevando cartas de favor para todos los reyes de Asia y Europa que tenían tierras en el camino por donde iban y pasar para cumplir su embajada. Y aunque en esta ocasión hicieron amistades los judíos con Roma, no hay memoria de que alguno de ellos quedase a vivir en la ciudad dominadora del orbe. Así lo afirman Flavio Josefo y Justino.

Tampoco viajaban en aquella edad a Grecia, nación que les era tan cercana; pues no hay escritor de ella que haga memoria de los hechos de los hebreos.

Cuando el gran Pompeyo, por las disensiones de Aristóbulo e Hircano, tomó Jerusalén e hizo tributaria a Judea (63 años antes del nacimiento de Cristo), pasaron algunos israelitas a Roma; y muchos más fueron llevados luego por Gabinio y Craso: de donde nació haber tantos en aquella ciudad, y de que sirviesen a Pompeyo en las guerras que sustentó contra Julio César.

El Emperador Augusto los favoreció grandemente; pues les dió permiso para vivir en barrio separado de Roma a la otra banda del Tíber, que fue el primer asiento que ellos tuvieron en Europa. Pero, como usasen mal de esta licencia, en tiempos de Tiberio César salieron expulsados de la ciudad, y de ellos levantaron los cónsules cuatro mil soldados para enviar a Cerdeña. Y los que por su religión o por otras causas se negaron a entrar en la milicia, contradiciendo las órdenes rigorosas del emperador, fueron castigados con la muerte.

No hay memoria de que viviesen en aquella edad judíos en las tierras de España. Estrabón, que al hablar de cuanto se habían extendido por el orbe, desciende a referir en particular las provincias en que ya habitaban, nada dice de la española. El rey Agripa tampoco en la carta que escribió al emperador Cayo Calígula, intercediendo por los hebreos; y eso que en ella hace puntualísima mención de todos los lugares, de donde ellos se habían hecho vecinos.

Cuando se derramaron por todo el mundo, y consiguientemente vinieron a poblar en España, fue en el año 70 de la era cristiana, después de la destrucción de Jerusalén por el emperador Tito, hijo de Vespasiano: y en ella no levantaron ciudades, ni les dieron nombres, como sin fundamento aseguran algunos. Venían como vencidos para recibir socorro: no para fabricar murallas. En las ciudades donde eran admitidos, vivieron muchos años mezclados con los naturales y demás vecinos; y después que con su trabajo adquirieron la posesión de riquezas, formaron barrios separados para vivir con más comodidad y tener más libremente congregaciones en sus sinagogas. Por lo común los judíos que pasaron a España perdieron su lengua y se acomodaron facilísimamente a hablar en la de la tierra, y esta es la razón, según el doctor Bernardo Alderete, porque se nos pegaron tan pocos vocablos de la hebrea, que sin duda fueran más, si ellos la hubieran conservado con el uso y con trasmitirla a sus descendientes y a los moradores de las ciudades, en donde Vivian.

No pasó mucho tiempo sin que la paz de los judíos fuese turbada. Congregados los obispos el año 303 en el Concilio Eliberitano prohibieron la comunicación y tratos y contratos con ellos en lo posible, por cuanto intentaban con vivísimas y apretadas instancias llevar gente a la ley de Moisés. Además fulminaron anatemas contra todos aquellos que comieran en compañía de israelitas, y contra los que permitieran que estos bendijesen los frutos que de sí arrojaban las tierras de los cristianos.

Algunos creen ver en estos cánones la prueba y grande del excesivo número de judíos que había entonces en España; pero yo encuentro otra mayor para llevar la opinión contraria, en las leyes de los visigodos, cuya recopilación vulgarmente es llamada Fuero Juzgo. En ellas se lee la división que de la Península hicieron, tomando dos partes para sí los godos, y dando una a los romanos: nombre con que conocían a los españoles de aquel tiempo. Dice así una de las citadas leyes, vuelta en lengua castellana: «El repartimiento que es hecho de las tierras de los montes entre los godos y los romanos, en ninguna manera debe ser quebrantado; pues que pudiere ser probado. Ni los romanos no deben tomar ni demandar nada de las dos partes de los godos, ni los godos de la tercia parte de los romanos.» Por donde se ve cuan pocos eran los judíos que habitaban en España, cuando en este repartimiento para nada se les nombra: silencio que no se advertiría si hubieran sido muchos en número.

Y no traten los de la opinión contraria de desvanecer este argumento con decir que los godos mirarían con sumo desprecio y desdén a los hebreos, y que, teniéndolos en poco crédito, ¿cómo habían de repartirles tierras para que con trabajo y constancia solicitasen sus frutos, y con su comercio pudiesen pasar más cómodamente la vida? porque son razones fáciles de echar por el suelo, como fundadas sobre flacos cimientos.

Las bárbaras gentes del Norte salieron por pura ambición de sus casas, y por pura valentía se hicieron señores de las ajenas. Todas las fuerzas que intentaban vanamente atajarles el paso, duraban ante ellas lo que un pequeño torbellino de polvo ante un viento recio e impetuoso. Para retener la usurpación de las tierras y dominios conquistados usaban del buen gobierno: con el cual levantaban a las nubes su poderío, fundándolo en la verdadera obediencia y en el amor de los naturales, no en odios crueles y vanos intereses, que aunque por algunos años conserven en apariencia los imperios acaban en destruirlos, y son como aquella piedra que está en los cimientos de un viejo edificio, y que se va gastando poco a poco. No demuestra su estrago, hasta que ha desmoronado y hecho venir a tierra la fábrica que sustentaba, y eso, cuando ni las manos ni la industria, ni la diligencia bastan a poner estorbos y su ruina.

Por tanto, como los godos no eran arrastrados en sus acciones por la intolerancia católica, sino por el deseo de la buena conservación de sus conquistas, no habrían dejado caer en olvido a los hebreos a la hora de hacer el repartimiento de España, si estos hubieran vivido en gran número por las ciudades.

Es cierto que los reinados de los godos fueron llenos de fraternos odios, y todo género de insultos y calamidades. Ellos como gente bárbara y rústica estaban dominados por la fuerza de las pasiones, y especialmente por la ambición, de suerte que con furiosa presteza ejecutaban cuantas maldades les sugerían sus entendimientos desbocados. Desposeían los vasallos a los reyes quitándoles los tronos y las vidas con la violencia del veneno o de la espada, y no solo vasallos, sino los hermanos a los hermanos, y aun los padres a los hijos. ¡Tanto puede la ambición de reinar, y mucho más estando esta junta al endurecimiento de los corazones, a la ferocidad de los ánimos y a la ignorancia de las virtudes! Pero en esta edad en que tanto se habían remontado los delitos, y hasta aquellos que más ofendían a la naturaleza, eran pocos los daños que recibían los españoles. Como subyugados y sin fuerzas para sacudir de sus hombros el yugo que los oprimía, y al propio tiempo mantenidos en buen gobierno, nunca tomaban partido en los bandos que se levantaban para arrebatar el trono a la persona que en anteriores tumultos había recibido del ejército y la plebe la dignidad real. Entre godos eran solo estas discordias y semejantes a las de dos fieras que después de darse favor para conseguir una presa, y después de conseguirla riñen furiosamente con propósito cada cual de hacerla suya.

Desde que Ataulfo entró con poderosa hueste a sangre y fuego en la península hispánica reduciéndola prestamente y casi sin contradicción a su obediencia (lo cual, según conjeturas mas o menos verosímiles, acaeció en el año de 415, hasta que Recaredo comenzó a reinar en el de 586, abrazando la religión católica y detestando el arrianismo) vivieron los judíos en paz y en incesante comercio con godos y españoles. Ni eran despreciados, ni oprimidos.

Recaredo, después de abjurar las doctrinas de Arrio y atraer gran número de los de su parcialidad al catolicismo, fue quien abrió la puerta a las persecuciones contra el pueblo hebreo. En el Concilio celebrado en Toledo el año de 589 se determinó que los judíos no ejerciesen públicos oficios: que no tuviesen mancebas cristianas, ni siervos cristianos: y que los hijos de estos, engendrados en cautividad, fuesen dados por libres, y llevados a la religion católica con el agua del bautismo.

Mucho alaba S. Gregorio al rey Recaredo por no haberse dejado cegar de la codicia, cuando los judíos le ofrecieron una gran suma de dineros, con tal que derogase estas leyes: las cuales, según dicen, fueron ordenadas con propósito de impedir que ellos sedujesen a la ley de Moisés a los hombres y mujeres que tenían en sus casas por esclavos.

Yo no pongo duda en que entonces tratarían de ganar los ánimos de muchas personas para hacerlas entrar en su religión, daño que quisieron estorbar los padres del Concilio; pero tampoco la pongo en que tales providencias fueron contrarias a atajar el vuelo que iba tomando en España el judaísmo. Ya en este tiempo eran los hebreos muchos en número y poderosos por sus riquezas, y así el verse oprimidos y ultrajados dio ocasión para que empezasen a turbar con inquietudes y desobediencias el reino. Cerrar quiso la puerta a tantos males el rey Sisebuto, varón a quien nos pintan grande en el ánimo, esforzado en la guerra, justiciero en la paz, compasivo siempre, y sobre todo gran celador de la religión cristiana, por lo cual, como también su mucha piedad no le permitiese tener vasallos no católicos, mandó desterrar de España a todos los judíos que no quisieron recibir el agua del bautismo. Huyeron muchos a Francia por no apartarse de su ley; pero los que, por conservar sus haciendas y domicilios, se quedaron, que fueron unos treinta mil, viéndose compelidos con tormentos y otros rigorosísimos castigos, y a más, amenazados con la muerte, se bautizaron, quedando judíos en el corazón, aunque cristianos en el nombre, como después lo dijeron los sucesos. Muchas y muy graves y justísimas censuras han caído sobre este rey, por tan atroces e inhumanos hechos. San Isidoro, varón nada devoto a las costumbres de los israelitas, disculpa el celo del rey, llamándolo bueno y encaminado a la razón y a la justicia; pero reprueba los medios de que se sirvió; pues dice que debería haber entrado en los entendimientos de los judíos la verdad de la fe cristiana, no por la fuerza, el miedo y el poderío, sino por los halagos y por la enseñanza.

La causa de haber perseguido tan obstinada y cruelmente a los hebreos el rey Sisebuto, según aseguran buenos autores, fue una carta de Heraclio: emperador que habiéndose dado a la astrología judiciaria y a querer por medio de artes supersticiosas entender todo lo por venir, llegó a hacerse gran agorero y amigo de pronósticos; y sabiendo por uno de estos que había de ser destronado y violentamente muerto por gentes circuncidadas, imaginó estorbar su destronamiento y muerte con traer de fuerza o de grado a la religión cristiana a todos los judíos que vivían en sus tierras; y no solo a estos sino a los demás que Vivian derramados por el orbe; empresa para la cual incitó a todos los reyes sus amigos o aliados.

No hay cosa que se oponga a creer que esta fue la ocasión de las persecuciones de los judíos por Sisebuto en España, y luego por Dagoberto, rey de Francia en sus tierras y señoríos; pero antes de los tiempos del emperador Heraclio, y de sus agüeros y pronósticos, ya había comenzado Recaredo a oprimir y vejar estas gentes; por donde juzgo que más que por ajenas persuasiones, se rigió aquel monarca godo por una razón de estado para embarazar los males que ocasionaban al cristianismo la demasiada libertad con que vivían en sus reinos los hebreos.

No pasó mucho tiempo sin que conociera Sisebuto el poco provecho que habían conseguido sus disposiciones. Vió que se aumentaban los daños que padecían sus dominios por constreñir a los judíos a cristianarse; y como bárbaro e ignorante, en vez de atribuirlos a error suyo en elegir los medios para atajarlos, determinó otras providencias si no iguales en crueldad, aún más crueles que las anteriores. Esto por una parte: por otra, que las quejas de los judíos llegarían a sus oídos, como llegan las de todos los vasallos a los reyes. Por muy grandes que sean, debilitadas. Y así resolvió con acuerdo de los obispos y magnates en las Cortes y Concilio de Toledo el año 633, que se obligase a los que habían recibido el agua del bautismo a observar la religión cristiana: que no pudiesen educar a sus hijos menores, sino que estos fuesen confiados a cristianos viejos; y últimamente que les estaba desde aquel momento vedado el tratar con todos los que aún no hubiesen venido a la fe, bajo la pena de esclavitud perpetua. Además conminaron los padres del Concilio con excomunión a cuantos fuesen en contrario; puesto que los judíos ganaban los ánimos en su favor, no solo de los poderosos, sino de algunos obispos y sacerdotes, así por medio de las relaciones de amistad que su industria y comercio les facilitaban, como por sus riquezas: llaves con que en los tiempos más calamitosos solían cerrar las puertas de sus desdichas. Satisfecho no quedó Sisebuto con tantas y tan estrechas órdenes; y así con el fin de oprimir más a los hebreos conversos, dispuso por las leyes 12, 13 y 14 del Fuero Juzgo, título IV, que no comprasen siervos cristianos, y que no obligasen a los que tenían a circuncidarse y judaizar; y a más les imponía la obligación de manumitirlos conforme al Derecho Romano.

Extraño parecerá sin duda a los ojos de algunos que después de tantas persecuciones porfiasen aun los judíos no solamente en su ley, sino en comunicarla a otros, con el propósito de hacerla vulgar en España. Pero por lo dicho se vendrá en conocimiento de que estos hombres habían llegado a un punto de extremada opresión, y a la más baja y miserable suerte, y que se veían precisados a mitigarla o darle fin, so pena de quedar en ella, y aun en peor todo lo restante de su vida. Malográronse en flor sus esperanzas; porque las leyes rigorosas contra los hebreos se renovaron y aumentaron en las Cortes y Concilios de Toledo el año de 638 uno de los del reinado de Chintila.

El rey Flavio Recesvinto también quiso poner la mano en el remedio de los males que por los judíos ocultos con las apariencias de cristianos continuamente y a la sorda, se recibían en las tierras de sus dominios; pero en esta empresa no quiso caminar por nueva senda, sino seguir las pisadas de sus predecesores. En el Concilio celebrado en Toledo el año de 655 pidió a los prelados que con gran diligencia proveyesen la forma de cerrar el paso a los israelitas en los desmanes que a pesar de tantas leyes y castigos diariamente cometían. Ellos en esto, conociendo lo mal vistos que eran por el rey, y temerosos como gente experimentada, que nada favorable podían esperar de sus contrarios, dirigieron cartas a Recesvinto (las cuales se leen en el Fuero Juzgo), donde declararon haber con obstinación perseverado en judaizar; pero que ahora se volvían verdaderamente cristianos, y que no guardarían ningunas ceremonias de su ley, para mostrar con claridad lo apartado que estaban ya de sus errores.

Esta franca declaración solo sirvió de embarazar que se hiciesen en los judíos más castigos y crueldades, y así toda la saña del Concilio contra ellos se redujo a la renovación de las antiguas leyes, y encomendar a los jueces que con el mayor cuidado les diesen cumplimiento. Pero todo fue en vano. Ellos persistieron en su ley, y en trasmitirla a otros, y los reyes y los obispos y los magnates en no separarse del errado y trabajoso camino que habían tomado para alcanzar el desarraigamiento del judaísmo en España.

En los Concilios y Cortes celebrados en Toledo por los años de 656 y 681 volvieron a renovar las leyes a aumentarlas con otras. El rey Ejica en el celebrado también en Toledo por el año de 693 pidió a los prelados que dispusiesen los medios de tener bien ataviados los templos y bien reparadas, ornadas y servidas las iglesias pequeñas; pues con grave dolor de su mucha piedad había llegado a sus oidos cuánta y cuán grande mofa hacían de ellas los judíos diciendo: quitáronnos buenas sinagogas, y tienen tales templos! Tambien pidió que se les vedase ir a negociar al catablo: voz, según Ambrosio de Morales, de origen griego, y que por cierto rodeo quiere significar el puerto en el idioma castellano. Dicen que esta providencia fue dirigida a meter en codicia a los cristianos de dedicarse al comercio y contratación en las ciudades marítimas de Levante: donde surgían naves cargadas de toda suerte de mercaderías venidas de los reinos extraños: las cuales eran compradas primeramente por los hebreos, los únicos o los mas que traficaban entonces en España; puesto que la mayor parte de los godos, y muchísimos españoles, ya unidos a ellos por los vínculos de parentesco y amistad, solo se ocupaban en envolver el reino en guerras civiles, y en elegir y en destronar reyes.

Las medicinas que se aplicaban a los males más parecían estragos y destrucciones, que remedios. Veíanse los judíos tenidos en las leyes por libres; pero tratados por los hombres con la misma dureza que si fueran esclavos; y no solo como esclavos, sino peor que los más dañinos y feroces animales. Los hijos que nacían de sus siervos les eran quitados desde el punto de nacer, cuando los cristianos conservaban los de los suyos en la propia esclavitud que tenían sus padres. Pretender los cargos públicos les era vedado: las alas para comerciar libremente les fueron cortadas: los llevaron por fuerza a una religión, no conforme a la que aprendieron en su niñez: prohibiéronles la abstinencia de manjares, no permitidos por sus leyes hasta entonces, y ya repugnados por la falta de costumbre. Sus hijos, cuando llegaban a la edad de siete años, perdían, ya que no el amor, los regalos y caricias maternas; pues les eran arrebatados para que recibiesen educación en la ley de Cristo; pero no de personas ligadas a ellos por los vínculos de la sangre o de la amistad. ¿Qué habían de enseñarles sino desprecio y aborrecimiento a aquellos que les dieron la vida? Sus quejas no eran escuchadas, ¿qué digo escuchadas? ni aun permitidas. Para desagraviarlos en los ultrajes que de toda suerte de gentes recibían, se levantaban montes de dificultades, y para castigarlos en las faltas más pequeñas, se presentaban a los jueces precipicios y derrumbaderos en donde arrojarlos con mayor facilidad. Vivían sin tener confianza en las leyes presentes, y temerosos siempre de las futuras; porque todas se ordenaban con el propósito de hacerles más bajo y miserable su estado. Hablar con una persona, no reputada por verdadero cristiano, les traía la pérdida de su libertad y una perpetua esclavitud. Sus mujeres, sus hijos y sus haciendas todos estaban sujetos a la codicia y al odio de sus perseguidores. Las leyes favorables a ellos se daban para juzgarlos al olvido, y las adversas se interpretaban en el sentido que les eran más perjudiciales. A cualquier punto donde volvían los ojos no encontraban más que enemigos. Los facinerosos los robaban sin temor y vergüenza y con entera libertad; porque ¿quién había de prestarles socorro en sus peligros, cuando los magistrados les negaban en sus causas la justicia? Y así vivían, sin tener facultades para gobernar en lo licito sus haciendas, sus casas, sus hijos y sus mujeres. Ellas temiendo constantemente por la libertad y por la vida de sus maridos, y ambos pasando sin sus hijos en la mayor amargura los días de la juventud, y esperando sin el calor y abrigo de ellos otras mayores amarguras para los días de la vejez: menospreciadas las leyes, recibiendo diariamente insultos y agravios, sin haber quien los castigase, y sin poder vengarlos con sus propias manos: perseguidos así por los reyes, por los obispos y por los magnates, como por los plebeyos: experimentando los mismos rigores y aún más que los esclavos: padeciendo todo el peso de una adversa fortuna y sin esperar los beneficios de una próspera: no hallando oídos para sus quejas, favor para sus riesgos, alivio para sus males, consuelo para sus aflicciones, piedad para sus infelicidades, y reparo y enmienda para sus daños; y por último viéndose en todo tiempo y lugar y por todo linaje de gentes, tratados con opresión, con desprecio, con odio y hasta con vilipendio.

Para sacudir del cuello el intolerable yugo que los oprimía, urdieron los judíos una conspiración con propósito de dar muerte al rey Ejica y a todos los magnates y prelados que no les eran afectos, y de alzarse con el señorío de las tierras españolas: empresa que iban a poner en ejecución con ayuda de sus hermanos los que estaban avecindados en las ciudades africanas. Sin embargo de las precauciones que ellos tomarían para que su secreto no fuese público hasta la hora conveniente, llegaron a oídos del rey las tramas que tan en su daño maquinaban; y así en el 17.º Concilio y último de los celebrados en Toledo, dio la nueva de caso tan grave y de tanta importancia a los prelados y caballeros del reino que estaban juntos en Cortes, declarando todo lo que por manifiestos indicios y por la confesión de algunos conjurados había descubierto, que era reducido a haberse carteado los judíos españoles con los de África con el fin de concertar el modo de levantarse contra los cristianos y destruirlos. No se embarazaron mucho los ánimos de estos al escuchar tales maquinaciones: antes bien resolvieron que los judíos complicados en tamaña traición fuesen castigados con la pena de esclavitud perpetua para ellos, para sus mujeres y para sus hijos, con la pérdida de sus bienes y con ser esparcidos por todo el reino, poniendo de esta suerte entre unos y otros tierra por medio, y dejándolos en tan bajo y miserable estado que nada pudiesen ejecutar en ofensa del rey, ni de los cristianos.

Grandes fueron las violencias y crueldades que se cometieron en daño de los judíos por los que tenían obligación de desempeñar tan rigorosas órdenes. Estos obraban a su entero albedrío en dar por cómplices en la traición a cuantos querían: estos confiscaban los bienes sin tener los oídos abiertos a los descargos que pudieran traer en su defensa los acusados; y estos en fin encaminaban todos sus pasos, llevando por guía, cuando no el odio a los hebreos, la codicia de apoderarse de sus bienes.

Creen algunos que estas persecuciones contra los judíos se mitigaron en el reinado de Witiza: monarca a quien nos pintan los escritores de su tiempo como un dechado de virtudes, y los de siglos más cercanos al nuestro como un monstruo de todo linaje de maldades. No es mi propósito alabar ni deprimir la memoria de este rey. Sobrados vituperios de ella se leen en nuestros historiadores, y excelente defensa de sus hechos en una obrita del célebre escritor, Gloria de España, don Gregorio Mayans y Ciscar, que corre en manos de los hombres doctos, llevando por título estas palabras El Rey Witiza defendido.

El arzobispo don Rodrigo en su historia latina de las cosas de España dice que este monarca:—«Habiendo violado los privilegios de las Iglesias, restituyó a los judíos y los honró más que a las Iglesias con privilegios de mayor inmunidad.» Lo mismo afirma Ambrosio de Morales y con él Juan de Mariana y otros no menos graves autores de los que han tratado de historias españolas. Ningún escritor godo habla cosa alguna de esta protección a los judíos dada por el rey Witiza. Isidoro, obispo de Badajoz, llamado por esta causa el Pacense, loando las virtudes y los hechos notables de semejante monarca, dice que después de la muerte de su padre Ejica, no bien comenzó a regir a los habitadores de España, sin sujeción a persona alguna, hizo público un olvido general de los delitos de que habían sido acusados en el anterior reinado varios magnates, y tras de restituirles sus bienes injustamente confiscados, les concedió permiso, no solo para volver a la Península, sino también para residir en su corte, y hasta en palacio cerca de su persona.

Quien primero difundió la noticia de que el rey Witiza ordenó la vuelta a España de los judíos ausentes y perseguidos, y que les dio varios y grandes privilegios y exenciones, fue don Lucas obispo de Tuy, por medio del cronicón que compuso en el año de 1235, y esto hizo, no siguiendo el parecer de ningún autor godo, sino llevando sin duda por norte en su camino consejas de la plebe o falsas relaciones de escritores arábigos, y dando ocasión al arzobispo don Rodrigo y a don Alfonso el Sabio para que fundados en su autoridad estampasen semejante patraña en las narraciones de los sucesos habidos en la Península, hasta los tiempos en que vivieron.

Cosa fuera de duda es que los judíos españoles durante el largo reinado de Witiza fueron mantenidos en el más intolerable cautiverio, y que no adelantaron el menor paso en el propósito de terminar la rigorosísima opresión y la vileza en que habían sido puestos por otros monarcas. Pero no pasó mucho tiempo sin que se levantasen sus esperanzas del centro de la tierra en donde estuvieron por espacio de tantos años escondidas. El rey Rodrigo con haber ocupado el trono en daño de los hijos de Witiza, sin ser electo por el pueblo y recibiendo solamente de las manos del Senado la investidura regia contra toda razón, ley y derecho, dio ocasión de que el reino se dividiese en bandos y que los judíos viesen en ellos cerca el momento de romper las puertas por donde habían de salir de la amarga cautividad en que vivían.

Tales parcialidades fueron unas chispas que bastaron a encender el ánimo de ellos, y a alentarlos de tal suerte a la libertad y a la venganza, que comenzaron a trazar el modo de abrasar y destruir a sus opresores. De la misma suerte que un rio, a quien ponen compuertas para que no anegue los campos, y él volviendo con mayor ímpetu que primero, las rompe y se arroja más violentamente sobre ellos, causando más estragos y destrucciones, así los oprimidos hebreos habiendo malogrado por tantas y tan repetidas veces la acción de quebrantar sus cadenas, hallaron por fin el modo de vengarse de sus enemigos, demostrando claramente a los reyes y a los que tienen a su cargo la gobernación de grandes estados, que hay males que necesitan por lo común blandos remedios, y que muchas veces la violencia de la cura y las inhumanas operaciones, no hacen más que solaparlos repentinamente y por mayor o menor espacio de tiempo, sin que sirvan de estorbos para que vuelvan a fatigar el cuerpo con más furia, y ocasionen en él más agudos, más graves y más peligrosos dolores, y aun la muerte.

Cuando los gobernantes imaginan que para conseguir sus designios todo es lícito, aunque sea contra todo arden, toda ley y toda costumbre, y llevan sus decretos puestos en la punta de la espada, los pueblos, dejándose vencer de la necesidad, se rinden a la violencia de las armas, guardando siempre en sus corazones el deseo de sacudir el yugo y el de vengar su cautiverio. Este fuego aunque esté encubierto no necesita para levantarse más que un soplo del aire, y así los pueblos en sus motines o rebeliones, y más cuando han sido sin causa oprimidos, siguen los peores ejemplos, y se valen también de los peores, de los más atrevidos, de los más sangrientos y de los más feroces medios.

Yo no digo que los judíos que conspiraron contra la vida de reyes, y contra el estado de quien eran vasallos, fuesen dejados sin castigo; pero hay ocasiones en que la sobra de rigor se convierte en falta de cordura. Nunca se conocen los buenos y diestros pilotos en la bonanza, sino cuando el bajel es arrebatado por las furiosas olas, viéndose en un punto empujado hasta las nubes, y derribado a los abismos del mar, y a riesgo de ser hecho pedazos contra las rocas. Sentencia es de grandes políticos que aquel de quien todos temen está obligado para la conservación de su vida y de su imperio a temer de todos.

Hasta ahora la mayor parte de los historiadores, al tratar de la pérdida de España la han atribuido a unos deshonestos amores del rey Rodrigo con la hija del conde don Julián, vengados por este, incitando a los árabes a la conquista de la Península, y dándoles todo el favor que pudo, así con sus parientes y allegados como con sus amigos y los de su parcialidad. Otros la atribuyen a la cólera divina, ofendida por haber quebrantado Rodrigo las puertas de una cueva encantada que estaba cerca de Toledo en una de las bandas del caudaloso Tajo. Pero uno y otro suceso no son más que novelerías; pues no tienen otro fundamento que las hablillas y consejas del vulgo, y los cantarcillos populares y romances, inventados por moros y cristianos con el fin de entretener la ociosidad.

Lo indudable es que los hijos de Witiza, y otros nobles ofendidos de la usurpación del trono godo hecha por Rodrigo, de la crueldad de su gobierno y de su mal vivir, pasaron a Africa, con propósito de solicitar vivamente de Muza la entrada de tropas árabes en España. Dió oidos a sus razones este atrevidísimo y famoso guerrero; mas antes de empeñar su palabra y su gente en esta empresa, comenzó a hacer secretas averiguaciones por medio de los judíos que estaban avecindados en África, y que continuamente se carteaban con los españoles. Estos respondieron que España estaba sin fuerzas y vigor, dividido el reino en parcialidades, desmantelados los castillos, ofendidos muchos nobles por el tiránico yugo del monarca, este dado a los vicios, los plebeyos oprimidos de la miseria, los tesoros exhaustos por haber sustentado tantas y tan largas guerras civiles, el mar sin bajeles, la tierra sin tropas, y falta en fin de los dos nervios principales que mantienen todo el cuerpo de los estados: la agricultura y el comercio. Ofrecieron también los judíos ayudar en cuanto pudiesen a la toma de España, siempre que les fuese permitido, después de la victoria, vivir ellos, sus mujeres y sus hijos en la ley de Moisés, y que no los turbasen ni afligiesen con castigos y otros rigores.

Esta respuesta encendió el ánimo de Muza, y lo alentó a conseguir presa tan fácil; y así, habida licencia del Califa, ordenó que el caudillo Taric con escogida caballería desembarcase en las opuestas costas andaluces, para reconocer la tierra. Con quinientos caballeros árabes y en cuatro barcos grandes pasó el estrecho de Hércules, y aportó felizmente a las marinas españolas. Corriéronlas los muslimes, tomando algunos ganados y gentes, sin que nadie les saliese al encuentro. Con esta presa y buen suceso tornó Taric con sus caballeros a Tánger, en donde fue bien recibido. Levantó entonces Muza un poderoso ejército y lo puso a las órdenes del mismo caudillo. Pasaron estas tropas el estrecho y saltaron en la tierra donde hoy está Algeciras. Intentaron los españoles cerrarles y defenderles vanamente el paso, pues tras de ligeras escaramuzas, pusiéronse en huida. Taric mandó quemar sus naves para quitar a su ejército la seguridad de salvarse de la muerte, si con algún revés lo castigaba la fortuna: acción que fue imitada nueve siglos después, en la conquista de los reinos de Nueva España, por el famoso capitán Hernán Cortés, y que tan alabada ha sido por los historiadores de aquella empresa.

El caudillo español que había hecho rostro a los árabes llamábase Tadmir: el cual escribió al rey diciéndole la llegada de aquellas gentes de la parte de África, lo que trabajó cuando se vio acometido de improviso por ellas, para defenderles la entrada: que tuvo que ceder a la muchedumbre: que acampaban en la tierra y que comenzaban a hacer correrías: que enviase en socorro suyo toda la gente que pudiese allegar: y por último que la necesidad y el aprieto eran tales, que si el mismo rey no entraba en campaña con todas las fuerzas de su reino sería inevitable su pérdida.

Alborotóse Rodrigo con la nueva, y juntando a los de su consejo y a los principales caballeros que residían en su corte y cerca de su persona, les habló en estos términos:—«Gentes feroces, venidas de África, han entrado en nuestras tierras, talando los campos, tomando los ganados y cautivando las personas. Los que les han hecho rostro han sido disipados con la misma presteza que el águila suele desbaratar una bandada de palomas. Aprestad las armas y los caballos, empuñad los aceros, volemos al campo de los árabes, atropellemos sus escuadrones y hagamos en ellos horrible y espantosa matanza. Y si la fortuna mira con agradable y risueño semblante a los enemigos y nos arrebata los laureles de la victoria, moriremos matando. Vosotros sois los descendientes de aquellos godos terror de Roma: vosotros sois los descendientes de aquellos godos espanto y admiración del orbe: vosotros en fin sois la flor y la gloria de España. Corred, corred: no permitáis con la tardanza que su Dios les dé ayuda: el nuestro nos puso las armas en los brazos y la constancia en los corazones. Libres somos y libres seremos, aunque nos amenacen los árabes con cadenas, porque nuestro esfuerzo va a arrancarlas de sus manos para luego oprimir con ellas sus indómitas cervices. Pero, si estorba nuestros intentos la fortuna, antes que esclavos de los árabes, mírenos muertos el mundo, y antes que muertos o vencidos, démosle otras muestras del valor que heredamos, del aliento que tenemos y del poder con que nos resistimos.»

Levantó Rodrigo un ejército de noventa mil hombres y con ellos llegó a los campos de Jerez. Toda la nobleza de su reino se había apercibido para hallarse en esta jornada. Unos iban armados de lorigas y de perpuntes: otros solamente de lanzas, escudos y espadas: otros con arcos, saetas y hondas: otros con hachas, mazas y guadañas cortantes. Los caudillos árabes juntaron la caballería que andaba desmandada y corriendo la tierra. Ordenados los escuadrones, les dirigió Taric una plática semejante a esta:—«¡Oh muslimes! ¿veis ese poderoso ejército bajo cuyos pies tiembla la tierra, y que hace resonar los aires con el crujido de las armas, con el estruendo de las trompas y tambores, y con los alaridos con que se anima a la pelea? ¿Veis cuan mayor es en número al de nosotros? Pues bien, volved los ojos a la otra parte, ¿qué miráis? un mar que nos negará campo abierto a la huida, si con un infeliz revés nos maltratare la fortuna. En esta parte no esperemos amparo ni abrigo sino la muerte; y si solo fuere la muerte, acostumbrados estáis a esperarla con pie firme y con sereno rostro; pero con ella nos espera la infamia. Volved los ojos a la otra parte. Si morís a manos de ese ejército, será con honor y con gloria. Si lo desbaratáis, esas tierras a cuantas riquezas halléis en ellas serán de vosotros. Dios y nuestro arrojo pueden salvarnos solamente. En uno y otro tengo mi confianza. Acordaos de las pasadas victorias con que honrasteis a nuestra patria y a vuestro nombre. No con torpe e inconsiderado miedo desvanezcáis lo que tanta fatiga ha costado, y no deis ocasión a que duden los enemigos si fuimos nosotros aquellos muslimes, famosos en la tierra por su singular esfuerzo y constancia en las batallas, y a quienes tanta valerosa nación ha inclinado la cerviz para sufrir las cadenas que les pongamos.»

Acometiéronse los dos ejércitos con enemigo furor, no bien apareció en el Oriente la mañana, y durante todo aquel día, mantúvose dudosa la victoria. La noche con sus sombras separó a los contrarios, e hizo suspender el encarnizado enojo y matanza. Salido el sol, acompañado de rayos, embistiéronse nuevamente; pero con la misma fortuna: ni favorable ni adversa para ambos ejércitos. Al tercero día de la espantosa refriega, viendo Taric que en los muslimes iba cayendo el valor, alzándose en los estribos y dando a su caballo aliento, soltó la voz a estas razones: «Esforzados muslimes, siempre vencedores, nunca vencidos; ¿qué ciego furor os guía a dejar el campo y la victoria, por el godo enemigo? ¿Dónde está vuestro arrojo? ¿dónde vuestras pasadas glorias? ¿dónde la constancia? Seguidme pues. En poder de ese ejército está nuestra honra. Saquémosla de sus manos y mueran cuantos lo componen a las nuestras. No es razón que haya quien diga al mundo, que pudo más en vuestros corazones el torpe miedo que la memoria de las heroicas hazañas que consiguieron vuestros abuelos, y de las que nos han hecho tan famosos y tan temidos, tan respetados y tan potentes.» Y dando riendas a su feroz caballo, se entró en el ejército godo, atropellando e hiriendo a cuantos intentaban vanamente cerrarle el paso.

Embistieron con igual ánimo los muslimes a los que casi tenían por suya la victoria. Peleaban unos con otros, pie con pie, y con no vista furia: herían y mataban con sus picas y espadas. Los de a caballo, como era llano el campo, alanceaban a su placer, entrando y saliendo a media rienda por los escuadrones enemigos; y aunque ellos y sus caballos andaban heridos, no por eso dejaban de batallar como valientes guerreros. Mientras más recia estaba la refriega, doblado esfuerzo mostraban los de a pie, que aunque heridos y con más heridas de refresco, no curaban de apretárselas por no pararse a ello; pues el coraje de los enemigos no daba lugar más que para matar o morir. En esto Taric llegó al carro bélico, en que iba Rodrigo, lo acometió desaforadamente, y pasó de una lanzada el pecho del rey. Cayó muerto el mal aventurado Rodrigo, y Taric tomó su cabeza para enviarla a Muza y darle con ella una muestra de la próspera fortuna de sus armas. Con la muerte del rey, y de muchos y muy principales caballeros godos, los que quedaron con vida, empezaron a aflojar la batalla y a irse retrayendo. Siguiéronles el alcance los muslimes de a caballo; pues con la ganada victoria, ni las heridas les dolían, ni la hambre ni la sed los fatigaban, y parecía que no habían tenido ni pasado males ni trabajos.

Conocióse el valor y resolución que hubo en el campo godo en que casi todos cubrían con sus cuerpos el lugar que defendieron en vida, y en que los moribundos mostraban el aspecto de ferocidad que solían tener. No alcanzaron los árabes esta victoria, sin pérdida de sangre; porque los más esforzados o perecieron en la batalla, o sacaron de ella cruelísimas heridas. Mezclóse diversamente por todo el campo, el llanto con la alegría, el contento con la tristeza. Sonaban los aires con el estruendo de las trompas y de los tambores que celebraban el buen suceso de las armas de Taric, y resonaban las quejas de los heridos y moribundos. Los que fueron a despojar los cadáveres y a apresar los bastimentos, municiones y demás botín, hallaban junto al cuerpo del enemigo, el del deudo, el del hermano, el del padre, y en fin el de la persona a quien más amaban o a quien más aborrecían. Esta espantosa refriega acaeció en el año de 711.

Los caballeros godos que habían podido escapar de la batalla con vida se retrajeron a las principales ciudades, y comenzaron a ponerlas en la defensa que permitía la furiosa presteza de los enemigos en derramar sus aguerridas huestes por España. Pequeño era el ejército de estos comparado con lo arduo de la empresa; pero después de tan importante vencimiento, nada bastaba a embarazar el vuelo que iban tomando sus conquistas. Delante de ellos caminaba la nueva de la rota infeliz del campo godo en las márgenes del Guadalete, llevando tras sí el espanto i temor de los naturales de la tierra, y pintando la fiereza y el poderío de los árabes con los más vivos colores que podía facilitar la admiración de caso tan grave y lastimoso; pues las desdichas suelen ser siempre más terribles imaginadas que sucedidas.

Los judíos españoles vieron cercano el instante de quebrantar sus cadenas; y así comenzaron a cobrar aliento, de la misma suerte que aquellos que caminan llevando sobre sus hombros un grave peso. Luego que rinden la carga que los fatigaba, ni piensan en los trabajos pasados, ni en el descanso presente, y solo reciben contento con el placer de que ya respiran con toda libertad sus corazones.

En las grandes ciudades que ganaba Taric bien a sangre y fuego, bien por capitulaciones honrosas y de provecho para los vencidos, dejaba en su custodia, y para su guarnición algunos árabes; pero fiando toda la seguridad de ellas en los muchos judíos en quienes había puesto las armas en las manos, ya para que los ayudasen en la empresa de reducir a su obediencia la península hispánica, ya para alentarlos a salir de su cautividad, y a destruir a aquellos que por tantos años habían oprimido a los descendientes de la antigua nación judaica.

Con estos y con pocos de su ejército fortaleció las ciudades de Sevilla, Córdoba, Toledo y otras, Granada quedó encomendada tan solo a ellos: de donde nació ser conocida en los primeros tiempos de la dominación arábiga en España por villa de judíos.

Esto creo que demuestra claramente cuan corto era el número de los cristianos que tomaron partido en favor de los muslimes, cuando la pérdida de España; puesto que no bastaban a fortalecer las populosas ciudades. A menos que no se diga que los árabes, viendo que la amistad de los godos estaba fundada en odios crueles y ambiciones (flaquísimos cimientos que suelen dar en tierra inesperadamente con los edificios que sobre ellos descansan), no quisieron fiar toda la seguridad de sus conquistas en manos de hombres tan viles, que, por satisfacer sus deseos de venganza, no dudaron en acabar con su dominación en España, y con la libertad de sus patricios. Sin embargo, lo más conforme a razón es que todos los cristianos que incitaron a los árabes a esta conquista, y les dieron calor en tamaña empresa, fueron pocos en número, y esos sirvieron de guía al ejército árabe para domar las fuerzas de los que intentaban atajarle el paso.

Los judíos por otra parte eran muchos: todos afectos a los conquistadores, ya por haber acudido estos al llamamiento que les hicieron para la toma y reducción de la península hispánica, ya por haber salido con su ayuda de la opresión en que tan desdichada y miserablemente habían vivido por espacio de tantos años.

Y estos fueron los frutos que cogieron los godos de las cruelísimos persecuciones hechas a los judíos sin considerar que las ofensas deben esperar la venganza de los ofendidos, y que más fácilmente se lleva a los hombres por la razón y el convencimiento que por la fuerza, pues nadie encuentra dificultades en caminar por sendas cubiertas de flores, y todos se arredran en trepar por ásperos montes llenos de zarzas y de abrojos, y cercados de precipicios y derrumbaderos. Es cierto que hay cosas fáciles de suceder y dificultosas de ser creídas. Una de ellas sería entonces la determinación atrevidísima que tomaron los oprimidos hebreos para despedir de sus hombros el yugo que los fatigaba y cobrar su libertad para siempre. Pero en las empresas graves deben considerar los mortales, antes de acometerlas, cuántos daños o cuántos peligros nacerán de ellas. Y aunque la prudencia humana no puede señalar los fines a las cosas, es indudable que mucha parte alcanza en tenerlos adversos o favorables el modo con que se dirigen.

En oprimir tan inconsiderada y fieramente a los hebreos obraron los godos como el caballo que es amedrentado en una tormenta por los rayos que bajan desprendidos de las nubes, y que corre desbocado por salvarse, sin ver por dónde camina, hasta que impelido por su misma furia se precipita sobre un caudaloso rio que va en aquella sazón hinchado con las continuas lluvias y mucho más soberbio que suele, a perder en el mar sus aguas y su nombre. No pensar en los fines de las cosas es dar por huir de un peligro incierto, no en otro mayor, sino en uno, donde no puedan alcanzar los remedios ni la industria de los mortales, y sea necesario remitir al tiempo la cura de los daños que ocasione.

 

EDAD MEDIA

 

Cuán desviados andan de lo cierto los que ven neciamente en la fuerza el único medio de traer a la verdad de la fe a todas aquellas gentes que o no la conocen, o que para mal suyo la desprecian! Ejemplos pueden tomar caminando por el vario discurso de esta historia, primero en el amargo fruto que cogieron los monarcas godos de las cruelísimos persecuciones hechas a los judíos para hacer que entrase en los entendimientos de estos la religión de Cristo, y luego en los muchos hebreos que abandonaron la ley de Moisés cuando ninguna persecución recibían de mano de los reyes de España, cuando podían comerciar libremente, cuando en las quietudes de sus casas vivían sin temor de bárbaras opresiones, y cuando con perfecta tranquilidad en los ánimos podían frecuentar descansadamente el estudio de las letras.

Los árabes conquistadores de España, obligados a lo mucho que fueron favorecidos por los judíos en la empresa de reducir a estas tierras, luego que las redujeron a su obediencia, y que comenzaron a coger los frutos de la paz, teniendo por sola contradicción las pequeñas reliquias de los godos encerradas en un rincón de la Península, dejaron a los hebreos con entera libertad para vivir según la ley de Moisés: los cuales echaron los cimientos de muchas sinagogas en las más y mejores ciudades.

Las bárbaras persecuciones levantadas en el Oriente contra los judíos por el califa Cader de la dinastía de los Fatimitas, obligaron a muchos a buscar en España el fin de sus desventuras. Y como los hebreos que vivían en Oriente eran sapientísimos, de aquí nació que la mayor parte de los recién venidos a estas tierras comenzaron a ilustrarlas con sus escritos y a fundar academias en donde trasmitir a las gentes sus no vulgares conocimientos en todo linaje de ciencias y artes. La primera de estas academias y sin duda la más famosa tuvo principio en el año del mundo 4708 (948 del nacimiento de Cristo) en la ciudad de Córdoba, siendo los fundadores y los maestros que comenzaron a dirigirla Rabi Moseh y su hijo Rabi Hanoc, los más insignes sabios que salieron de Pombeditá y Mehasia en Persia. A la fama de su sabiduría comenzaron los judíos españoles a enviar a sus hijos a Córdoba para que fuesen en su academia doctrinados: de donde se siguió haber luego en la Península gran número de hebreos doctos en todo género de ciencias.

Rabi Izchaq Bar Baruq, cordobés y heredero de Moseh en la presidencia de la academia de su patria, escribió una obra intitulada Gaveta de mercaderes. El barcelonés Jehudah Ben Levi Barzili, insigne jurisperito, compuso un Ordenamiento de los contratos y otros libros. Selomoh Ben Gabirol, nacido en Málaga y vecino de Zaragoza, escribió varias obras poéticas y de filosofía moral. También fueron muy celebrados en aquellos tiempos Abraham Ben Mija Hanasi, gran astrónomo: Rabi Izchaq, insigne médico y autor de un curioso libro sobre las fiebres y Moseh Aben Hezra Ben Izchaq, poeta y músico excelentísimo. Y en tanto que los árabes dejaban en entera libertad de observar la ley de Moisés a todos los muchos judíos que vivían en sus estados, los reyes de Castilla en aquellos tiempos, se veían obligados de la necesidad a dejar a estas gentes que morasen con quietud en sus tierras y señoríos; cosa que llevaban muy pesadamente, no escarmentados aun de los frutos que cogieron de sus cruelísimos persecuciones los monarcas godos. Y así en las Cortes y Concilio de Coyanza (hoy Valencia de don Juan), juntas por arden del rey Fernando de Castilla y León, se ordenó el año de 1050 por los obispos y magnates que ningún cristiano viviese en una misma casa juntamente con judíos, ni comiese con ellos, conminando a los que fueren contra tal disposición con la pena de hacer penitencia pública durante siete días, y si reincidiesen en faltar a lo mandado, la pena seria estar excomulgados en el espacio de un año, si eran nobles; y si plebeyos, sufrir el castigo de cien azotes. Por donde se ve que el odio en los reyes, obispos y magnates aún no se había apagado, y que el tolerar a los hebreos viviendo en su caduca ley, nacía del justo recelo de que pasasen con sus haberes y riquezas a las vecinas tierras de infieles, disminuyendo en las de cristianos la población y las rentas con grave daño de todos.

Pero no faltaron en este tiempo algunos insignes judíos que por convencimiento recibiesen el agua del bautismo. Uno de ellos fué Rabi Moseh, nacido en la ciudad de Huesca en 1062, el cual a los 44 años de su edad fue bautizado en la iglesia de su patria, recibiendo los nombres de Pedro y de Alfonso. De Pedro por haberse hecho la ceremonia en el día que celebra la iglesia el martirio del Apóstol San Pedro, y de Alfonso a causa de haber tenido por padrino al rey don Alfonso VI en León y en Castilla.

Siguieron varios judíos de la academia cordobesa ilustrando a España con sus obras en toda suerte de ciencias, tales como Abraham Aben Hezra, filósofo, astrónomo, médico, poeta, gramático, cabalista, entre los de su ley el más sabio en la interpretación de los libros sagrados e inventor en fin del modo de dividir la esfera celeste por medio del ecuador en dos partes iguales: Jehudah Levi Ben Saul, insigne poeta cordobés y otros muchos cuyos nombres y cuyas obras están escritos en el tomo de la Biblioteca española que ordenó don José Rodriguez de Castro, y al cual remitimos a los lectores curiosos de saber más noticias literarias de los rabinos españoles en aquellos tiempos.

Por respeto al saber de los hebreos españoles, don Alfonso VIII, llamado el Bueno, les concedió en el fuero de Cuenca derechos de ciudadanía, conformes al uso, en aquella edad, e igualándolos en todo a los cristianos. Y de la protección dada a los judíos por este monarca nació la fábula indecente de los amores que le atribuyen con una hermosa hebrea, llamada Raquel, los cuales fueron el escándalo de España. Pero estas son novelerías inventadas por el vulgo, no obstante que el sabio rey don Alfonso X las estampase en la crónica general de España entre otras consejas de la plebe que afean obra de estilo tan levantado y de tanto mérito.

San Fernando siguió el ejemplo de su antecesor en el trono de Castilla, y de modo alguno oprimió a los hebreos; y así cuando se apoderó de las ciudades principales de Andalucía, concedió permiso a los rabinos que tenían la academia en Córdoba para transferirla a Toledo, por ser esta ciudad el corazón de España, y porque desde ella se podía derramar con más facilidad por todos estos reinos el saber de los hombres más doctos que ilustraban aquellas escuelas.

Cuando el Santo Rey rindió la ciudad de Sevilla, los judíos que en ella tenían sinagogas, salieron a recibirlo, y como muestra de sumisión y respeto pusieron en sus manos una llave de plata a trechos blanca y a trechos dorada, en la cual escritas en lengua hebrea, se leen estas palabras:

EL REI DE LOS REYES ABRIRÁ:

EL REI DE TODA LA TIERRA ENTRARÁ

San Fernando dejó a los rabinos en posesión de la grande judería que tenían en la ciudad de Sevilla con tal que le pagasen los mismos tributos que ellos solían dar a los reyes moros. Cobradores del tributo fueron nombrados el arzobispo, deán y cabildo para sustentar con lo que rindiese, el ornato y culto en la santa iglesia; pero es cosa indudable que los judíos llevaban muy pesadamente esta carga, puesto que por alargar los plazos de su pago, dieron ocasión a que alborotada la clerecía acudiese en queja al rey Alfonso XI en el año de 1327. Disculpáronse los judíos con decir que el cabildo con sobra de codicia pretendía más dinero del que ellos debían entregar por el tributo. Al fin este rey cometió la averiguación de semejante asunto a su notario mayor en los reinos de Castilla Fernando Martínez de Valladolid, y como este en el mismo año pronunciase sentencia favorable a las pretensiones del arzobispo, deán y cabildo de la santa iglesia de Sevilla, no tuvieron los judíos más arbitrio para salvarse de las penas con que eran conminados, que satisfacer, desde el instante de llegar con la vida a la edad de 16 años, tres maravedís anuales por su persona (y adviértase que cada uno de estos maravedís equivalía a 10 dineros), que en junto sumaban 30 dineros a que eran obligados desde el punto en que San Fernando sacó del poder de moros la ciudad de Sevilla.

Su hijo don Alfonso X, a quien justamente da la fama el nombre de Sabio, se sirvió para componer sus Tablas, de la ciencia de los más doctos judíos y árabes. En el prólogo de un antiquísimo códice de las Tablas Alfonsinas se leen estas curiosísimas palabras:—«Mandó el Rey se juntasen Aben Rajel y Alquibicio, sus maestros de Toledo: Aben Musio y Mahomat de Sevilla, y Josef Aben Ali y Jacobo Abvena de Córdoba y otros más de cincuenta que trajo de Gascuña y de París, con grandes salarios, y mandóles traducir el Quadripartito de Ptolomeo, y juntar libros de Mentesam y Algazel. Dióse este cuidado a Samuel y Jehudá, alfaquí de Toledo, que se juntasen en el alcázar de Galiana, y disputasen sobre el movimiento del firmamento y estrellas. Presidían, cuando allí no estaba el Rey, Aben Rajel y Alquibicio. Tuvieron muchas disputas desde el año de 1258 hasta el de 1262, y al cabo hicieron unas tablas tan famosas como todos saben; y después de haber hecho esta grande obra y de haberles hecho muchas mercedes, los envió contentos a sus tierras, dándoles franquías, y que fuesen libres ellos y sus descendientes de pechos, derechos y pedidos, de que hay cartas fechas en Toledo a doce días andados del mes de Mayo, era 1300.»

El rey don Alfonso X, agradecido sin duda a lo mucho que en servicio de las letras de su reino habían trabajado con él los más sabios rabinos, confirmó a los judíos en sus antiguos derechos y prerrogativas, imponiendo gravísimas penas a todos cuantos fueren contra ellos y ellas.

Pero como también los hebreos andasen en su tiempo con sobra de libertad y cometiesen varios delitos, les vedó en una de sus leyes de Partidas, so pena de muerte y pérdida de sus haciendas, que no predicasen ni convirtiesen a ningún cristiano. También ordenó que todos llevasen una señal de paño encarnado en el hombro izquierdo para ser conocidos por judíos, según había mandado Gregorio XI al obispo de Córdoba y según disposición del Concilio Lateranense, conminando a los que no acatasen esta ley con la pena de 10 maravedís de oro, y a falta de ellos con 10 azotes recibidos públicamente: y además habló este rey de sus muchos yerros e cosas desaguisadas... entre los cristianos y las judías y los judíos y las cristianas porque viven y moran de consuno en las villas: dispuso que los cristianos no recibiesen medicina de manos de los hebreos, ni que comiesen con ellos, ni que bebiesen del vino que estos hacían, ni que entrasen juntos en un baño. Al propio tiempo por la ley 2.ª del título 24, en la partida 7.ª ordenó lo siguiente:—«Y porque oímos decir que en algunos lugares los judíos hicieron y hacen el día del Viernes Santo remembranza de la pasión de nuestro Señor Jesucristo en manera de escarnio, hurtando los niños y poniéndolos en cruz y haciendo imágenes de cera, y crucificándolas, mandamos que, si fama fuere de aquí adelante que en algún lugar de nuestro señorío tal cosa sea hecha, si se pudiere averiguar, que todos aquellos que se acertaron en aquel hecho, que sean presos et recabados, et aduchos ante el rey, y después que se supiere la verdad, débelos mandar matar cuantos quiera que sean. Otrosí defendemos que el día del Viernes Santo ningún judío sea osado de salir de su barrio; mas que estén y encerrados, hasta el sábado en la mañana; y si contra esto hicieren, decimos que del daño o de la deshonra que de los cristianos recibieren entonces non deben haber enmienda alguna.»

La disposición hecha por don Alfonso X para dar el justo castigo a los judíos que crucificaban a los niños en memoria de la pasión y muerte de Jesucristo, está fundada en las patrañas que entonces corrían en las lenguas de la supersticiosa y novelera plebe. Ni el mismo monarca que mandó escribir esta ley estaba cierto en que los que observaban el rito mosaico cometían tales desmanes; y esto se puede probar fácilmente con solo ver aquellas palabras y porque oimos decir, y con la exclusión de los magistrados para entender en las causas formadas a los autores de este delito, puesto que los reos debían ser derechamente llevados a la presencia del rey, para que este después que supiere la verdad, los condenase a morir vilmente. Si don Alfonso el Sabio estuviera cierto en que tales acciones eran ejecutadas, hubiera hablado de ellas como de los demás delitos, sin declarar en su ley que por haberlo oído decir mandaba lo que mandaba, y sin cometer a ninguno la averiguación del caso, reservándola nada menos que a él y a los sucesores en la corona de los reinos de León y de Castilla.

Estas crucificaciones hechas por los judíos en las personas de niños inocentes, fueron tan solo fábulas inventadas por las viejezuelas ignorantes con propósito de amedrentar a los chiquillos de condición desapacible y amigos de echarlo todo a ruido y vocería, y que anduviesen en ciertas ocasiones metidos en pretina. Como el vulgo se paga de todo lo peregrino y extravagante, dio en la tema de esparcir como acciones que comúnmente ejecutaban los judíos un tan bárbaro divertimiento; y de aquí nació sin duda que a los oídos del rey don Alfonso el Sabio llegó la fama de estas novelerías, y por no dejar sin la merecida pena a los culpables, si acaso existían, habló de los autores de tales delitos en la manera y forma que van sucintamente referidas.

Porque digan, si no, los que aun pugnen por defender, como verdades, las voces que sobre tales acciones de los judíos andaban de boca en boca por el ciego e ignorante vulgo ¿cuál era el objeto de estos al ejecutar tan bárbaras acciones? ¿Estaba escrito en los libros de su ley, que todos los que observasen el rito mosaico eran obligados a conmemorar en los Viernes Santos y de un modo tan bestial, la muerte que sus ascendientes dieron a Jesucristo?

Esto es una patraña que hizo correr por las gentes la ociosidad, y el odio y el desprecio de los cristianos españoles contra todos los hebreos: y es igual en todo a aquella que aun corre por el vulgo, pregonando que los judíos tienen rabo, porque como los sabios en su ley eran llamados rabís, y de esta causa naciese darles el nombre de rabinos, sin duda la plebe por ridiculizarlos, o porque verdaderamente creyese un tan grande absurdo, comenzó a derramar estas voces, que en sí no tienen más verdad que lo que va aquí declarado con respecto a los que se daban a crucificar niños por conmemorar la pasión de Jesucristo.

Y no imaginen los de la opinión contraria que echan por el suelo mis argumentos con decir que está escrito en las leyes; porque sabido es que los legisladores son hombres, y por tanto sujetos en todo a las miserias humanas,y a dejarse llevar en sus determinaciones por los engaños de falsos consejos, o por error de sus entendimientos. Yo admiro en don Alfonso el Sabio el varón más eminente de su siglo y el monarca que más ha trabajado en favor de la cultura de sus vasallos en todo linaje de artes y ciencias; pero no pudo con tan gran sabiduría ver muchas cosas sin ojos apasionados y sin ser arrastrado en muchas de sus acciones por la ignorancia vulgar en aquellos tiempos y aun en algunos de los siglos que después de ellos han corrido. En las mismas leyes en que señala el castigo de los judíos de quienes se averiguase que crucificaban niños, habla de las penas con que deberían ser oprimidos todos los que tuvieren pacto con el diablo y fueren brujos y brujas.

Además de las citadas leyes hechas por don Alfonso contra los judíos y puestas entre las encerradas en las Siete Partidas, ordenó en las del Fuero Real que los hijos de cristianos no fuesen lactados por mujeres judías, ni los hijos de judíos por mujeres cristianas.

Los reyes sus sucesores don Sancho el Bravo, don Fernando IV y don Alfonso XI renovaron las citadas disposiciones contra los judíos: el primero en las Cortes celebradas en Valladolid el año de 1293: el segundo en las de Valladolid año de 1295 y en las de Medina del Campo año de 1303: y el tercero en 1310 en la colección de leyes del estilo y luego en el Ordenamiento de Alcalá.

En 1313 en el Concilio de Zamora, en 1322 en el de Valladolid, y en el otro de Salamanca año de 1335 se dieron varias disposiciones contra los judíos, y aunque don Pedro el de Castilla mandó guardar, observar y cumplir el citado Ordenamiento hecho por su padre don Alfonso en Alcalá, les conservó contra las peticiones del reino juntó en Cortes en Valladolid un juez ordinario para que los oiga y libre sus pleitos en lo que taniere en lo cevil, fundando tal disposición en que eran astragados y pobres, y gente flaca y han menester defendimiento.

Este favor y amparo que dio don Pedro a los judíos fue muy agradecido por ellos, puesto que en todas las empresas que movió este malaventurado monarca contra sus hermanos que andaban en rebelión turbando el reino con guerras civiles, le ayudaron con dineros y aun en algunas ocasiones con las armas. En 1355 varios caballeros de la parcialidad de don Fadrique, maestre de Santiago, y de don Enrique, conde de Trastamara, llevando a su cabeza a estos señores, se acercaron a los muros de Toledo, ciudad que estaba declarada por el rey; y como un amigo que tenían dentro les abriese con todo recato, y sin ser advertido por los de dentro, una puerta, metióse aquella canalla en las calles de Toledo, hicieron presa del Alcázar y de la Judería, que llamaban el Alcana, donde dieron muerte a todos los judíos que en ella moraban (que eran unos mil doscientos entre hombres y mujeres) con propósito sin duda de robarles las haciendas. De allí pasaron a la Judería mayor; pero no con igual suceso, porque apercibidos los de dentro se pusieron en defensa con grande bizarría; y luego con el favor de muchos caballeros que tenían la voz del rey, hicieron retirar a los que llevaban la del maestre.

En premio de esta acción concedió don Pedro a los judíos de Toledo permiso para reedificar su sinagoga, en la cual pusieron una prolija inscripción en lengua hebrea, que por ser curiosa i convenir con lo que llevo dicho, va trasladada aquí según se lee traducida en una de las obras de Frey Francisco de Rades y Andrada.

 

«Ved el santuario que fué santificado en Israel y la casa que fabricó Samuel, y la torre de palo para leer la ley escrita y las leyes ordenadas por Dios y compuestas para alumbrar los entendimientos de los que buscan la perfección.

Esta es la fortaleza de las letras perfectas: y los dichos y obras que hicieron cerca de Dios para congregar los pueblos que vienen ante las puertas a oír la ley de Dios en esta casa.

Las misericordias que Dios quiso hacer con nosotros, levantando entre nos jueces y príncipes para librarnos de nuestros enemigos y angustiadores, no habiendo rey en Israel que nos pudiese librar, después del último cautiverio de Dios, que tercera vez fue levantado por Dios en Israel, derramámonos unos a esta tierra y otros a diversas partes, donde están ellos deseando su tierra y nosotros la nuestra. Y nosotros los de esta tierra fabricamos esta casa con brazo fuerte y poder alto. Aquel día que fue fabricada, fue grande y agradable para los judíos: los cuales por la fama de esto vinieron de los fines de la tierra para ver si había algún remedio para levantarse algún señor sobre nosotros, que fuese para nosotros como torre de fortaleza con perfección de entendimiento, para gobernar nuestra república. No se halló tal cosa entre los que estábamos en esta parte; mas levantóse entre nosotros en nuestra ayuda Samuel, y fue Dios con él y con nosotros, y halló gracia y misericordia para nosotros. Era hombre de pelea y de paz, poderoso en todos los pueblos y gran fabricador. Aconteció esto en los tiempos del rey don Pedro. Sea Dios en su ayuda, engrandezca su estado, prospérele y ensálzele y ponga su silla sobre todos los príncipes. Dios sea con él y con toda su casa, y todo hombre se humille a él, y los grandes y fuertes que hubiere en la tierra le conozcan, y todos aquellos que oyeren su nombre se gocen de oírle en todos los reinos y sea manifiesto que él es hecho el amparo y defensor de Israel.

Con su amparo y licencia determinamos fabricar este templo. Paz sea con él y con toda su generación, y alivio en todo su trabajo. Ahora nos libró Dios del poder de nuestro cautiverio: no llegó a nosotros otro tal refugio. Hicimos esta fábrica con el consejo de nuestros sabios. Fue la gran misericordia de Dios con nosotros. Alumbrónos y encaminónos don Rabí Myir: su memoria sea en bendición. Fue nacido este para que fuese a nuestro pueblo como tesoro, porque antes de esto los nuestros tenían cada día la pelea a la puerta. Dió este hombre santo tal soltura y alivio a los pobres que no fue hecha igual en los días primeros ni en los años antiguos. No fue este profeta sino de la mano de Dios: hombre justo y que anduvo en perfección. Era uno de los temerosos de Dios y de los que cuidaban en su santo nombre. Sobre todo esto añadió que quiso fabricar esta casa de oración para nombre y fama del Dios de Israel. Esta es la casa de fiesta para los que desean saber nuestra ley y buscar a Dios. Comenzó a fabricar esta casa y su morada, y acabóla en muy buen año para Israel. Dios acrecentó mil y ciento de los suyos, después que para él fue fabricada esta casa: los cuales fueron hombres grandes y poderosos para que con mano fuerte y poder alto se sustentase esta casa. No se hallaba gente en los cantones del mundo que fuese antes de esto menos prevalecida. Mas ¡ah Señor Dios nuestro! siendo tu nombre fuerte y poderoso quisiste que acabásemos esta casa para bien en días buenos y años hermosos, para que prevaleciese tu nombre en ella, y la fama de los fabricadores fuese sonada en todo el mundo, y se dijese:—ESTA ES LA CASA DE ORACION QUE FABRICARON TUS SIERVOS PARA INVOCAR EN ELLA EL NOMBRE DE DIOS SU REDENTOR.»

 

Por esta inscripción se viene en conocimiento de que el rey don Pedro por consejos de su grande amigo Samuel Levi consintió en que los judíos levantasen nueva sinagoga en Toledo: cosa que no hubieran podido hacer sin consentimiento del rey de Castilla, puesto que les estaba vedado fabricar tales edificios, y solo permitido reparar los antiguos, para que se fuesen sustentando, sin llegar el caso de caer por tierra. La prueba y grande de lo mucho que el rey don Pedro favoreció a los judíos se encuentra en aquellas palabras de la citada inscripción que dicen así:—Sea Dios en su ayuda, engrandezca tu estado: prospérele y ensálzele, y ponga su silla sobre todos los príncipes. Dios sea con él; y los grandes y fuertes que hubiere en la tierra le conozcan, y todos aquellos que oyeren su nombre se gocen de oirle en todos los reinos, y sea manifiesto que él es hecho el amparo y defensor de Israel.

En tiempos del rey don Pedro floreció en España el sabio judío Rabí don Santo, llamado de Carrión por ser nacido en Carrión de los Condes, villa de Castilla la Vieja. Fue gran trovador y filósofo moral. Hay quien dice que abjuró el judaísmo y que fue luego buen cristiano; pero otros ponen duda en esto, citando la primera estrofa de su libro, intitulado Consejos y documentos del judio Rabbí don Santo al rey don Pedro: los cuales compuso en su vejez:

«Señor noble, rey alto, oíd este sermón que vos dice don santo judío de Carrión.»

Parece que este ingenio no fue muy favorecido del rey don Pedro, como se prueba de los siguientes versos, puestos en su citada obra:

«Por nascer en espino la rosa, ya non siento que pierde, ni el buen vino por salir del sarmiento.

Ni vale el azor menos, porque en vil nido siga, ni los ejemplos buenos, porque judío los diga.

non para menos que otros de mi ley que ovieron muchos buenos donadíos del rey.»

 

Pero es cosa averiguada que Rabí don Santo fue convertido a la fe de Cristo; puesto que escribió en verso una Doctrina cristiana, en cuyo principio se leen estos versos:

«A la virgen excelente servirás devotamente con glorioso presente. Esta es madre de Dios que ruega siempre por nos.»

También compuso Rabí don Santo un poema intitulado La danza general de la muerte, en que entran todos los estados de gentes: el cual con las demás obras citadas existe MS. en la biblioteca escurialense.

El rey don Enrique II en las Cortes de Toro año de 1371 dispuso que además de llevar los judíos una señal para ser conocidos, se abstuviesen todos los observantes de la ley de Moisés de usar los nombres que solían tener los cristianos. También declaró que sus testimonios en las causas que se formaren contra estos, no fueren de ningún valor y efecto.

Don Juan también puso la mano en dar providencias para cortar el vuelo a la demasiada libertad que en sus tierras tenían los judíos; y a más de confirmar las determinaciones de sus antecesores contra ellos en las Cortes de Soria y de Briviesca, ordenó en las de Valladolid, celebradas en 1388, que en los libros del Talmud se borrasen ciertas imprecaciones, conjuros, blasfemias y maldiciones contra los cristianos y contra la fe de Cristo y que fuesen castigados con todo rigor cuantos las profirieran.

Andaba en este tiempo por la corte del rey un judío a quien unos llaman don Juzaf Pichon, y otros don Jucaf Picho: el cual era tenido por hombre honrado a toda ley, y cuyos muchos y buenos servicios lo llevaron al cargo de almojarife y contador mayor de don Enrique II. Es fama que algunos envidiosos tenían con él enemiga, sin duda por verlo en tal estado y tan valido de aquel monarca; y así los que le querían mal, que eran muchos de los judíos mayores de las aljamas, determinaron para que feneciese la privanza de don Juzaf acusarlo de no sé qué delitos ante el rey de Castilla: los cuales, aunque fingidos, fueron bien probados; y así se vió don Enrique en el caso de administrar justicia, posponiendo el amor que la lealtad de este honrado judío probada en el largo curso de muchos años, había encendido en su corazón. Por eso luchando entre el agradecimiento y la justicia que de él se esperaba y se temía, ordenó que fuese preso don Juzaf; y visto que los delitos, de que era este judío acusado, llamaban un rigoroso castigo, impúsole la pena de satisfacer a su corona la cantidad de cuarenta mil doblas, las cuales fueron pagadas en el término de veinte días.

Luego que cobró don Juzaf la libertad empezó a quejarse de todos aquellos que con torcida intención y fuera de justicia lo habían llevado ante el rey, acumulándole varios delitos y destruyendo el valimiento que por sus muchos y excelentes servicios había logrado cerca de la persona de don Enrique. «¿Hasta cuándo, decía, andará la verdad desterrada de las cortes y palacios de los reyes? ¿Hasta cuándo no irá en compañía de la virtud encaminando los pasos de los mortales, y rigiéndolos constantemente en las grandes y aun en las más pequeñas de sus acciones? ¿Hasta cuándo la honra ha de estar sujeta a las emponzoñadas lenguas de los malos: áspides ocultos con las apariencias de hombres: hambrientos y astutos zorro: tigres siempre dispuestos a devorar las reputaciones de los buenos? ¿Y hasta cuándo, en fin, las gentes darán oidos a sus palabras más falsas que el lloro del cocodrilo, o que el canto de las sirenas? Pero, ¡ay desdichado de mí, en mala hora nacido! ¿Cómo han de dar honra los que están deshonrados, y cómo las gentes sabrán distinguir la verdad de la mentira, si ellos no pueden dar lo que no tienen, y ellas ponen francas las puertas de sus entendimientos para creer todo lo malo y engañoso, y las cierran cuando ven asomarse las luces de la verdad. ¡Oh, cuán ciega y flaca es la razón humana, tan fácil para el engaño y la vileza, tan difícil para la justicia! En donde vuelvo los ojos, no encuentro más que enemigos, y hasta la sombra que hace mi cuerpo me amedrenta. Si tanto padezco inocente, ¿qué sería de mí si hubiera entrado en mi corazón la culpa? Quizá las gentes me estimarían en más, y la envidia o no me persiguiera o me persiguiera menos. Pero no quiero desear a los malos su ventura; pues aunque siendo perverso, las gentes no me envidiaran y persiguieran, entonces yo dentro de mí hablaría mal de mis acciones, y yo mismo sería mi mayor contrario, teniendo el pesar de que este nuevo censurador de mis torcidos pasos caminaba ajustado a la verdad, cuando en los que me son adversos no encuentro hoy más que el engaño, y los rencores de la envidia. Y así entre dos desdichas, más me conviene tener por contrarios a otros que tenerme por enemigo.»

Pero el odio de los judíos contra don Juzaf Pichon no se mitigó con el castigo que le dio el rey Enrique II; y así luego que pasó a mejor vida este monarca, fueron a su hijo y sucesor en la corona don Juan de Castilla que estaba en Burgos con el reino junto en Cortes, y le pidieron un albalá para el alguacil Fernan Martin con orden de que diese muerte a aquel que le fuese señalado como malsin. Y esto decían al rey, trayendo argumentos con que mostrarle ser costumbre muy recibida de los judíos matar a algunos hombres de poco valor y de muy mala condición que solía haber entre ellos: los cuales eran malsines, y turbaban con sus lenguas la paz de las juderías, levantando rencores y enemigas entre unos y otros, y dando ocasión a muchos desastres e inquietudes. Don Juan oyó la demanda de boca de los judíos; y como estaba ocupado en enterarse de los negocios del estado, y en lo que se trabajaba en las Cortes, y era al fin rey nuevo, no paró su consideración en lo que de él se solicitaba, y así sin saber lo que hacía, dio el albalá para que su alguacil dispusiese la muerte de los acusados de malsines.

Luego que los que ganaron tal privilegio se vieron con la cartas del rey, solicitaron otra de los judíos que regían y gobernaban las aljamas del reino, en que se ordenase al alguacil Fernán Martin la muerte de don Juzaf Pichon. Ejecutada ésta el día 21 de Agosto de 1379, llegó a oídos del rey juntamente con las quejas de los caballeros del reino que estaban sumamente maravillados y ofendidos con un hecho tan injusto; pues que a todos eran notorias las virtudes y honra de don Juzaf Pichon, judío estimadísimo de los mismos cristianos por los muchos y buenos servicios que había ejecutado en vida de don Enrique II.

El rey don Juan alborotóse con la vileza de los judíos cómplices en tal infamia; y así dispuso que don Zulema y don Zag, que dieron orden de matar a don Juzaf Pichon, fuesen muertos públicamente, y al alguacil quiso castigar con igual pena; pero los caballeros del reino intercedieron por él, representando que fue dirigido en su acción por el albalá que dio el mismo rey, y por los engaños de los judíos; y que en obedecer lo mandado no había culpa de ningún linaje. Alguna fuerza hicieron en el ánimo de don Juan estas razones, y por ellas mandó suspender la ejecución del castigo de Fernán Martin, reduciéndolo nada más que y la pérdida de una mano, cortada públicamente por la del verdugo. También recibieron la muerte los judíos que solicitaron del rey el albalá, encubriendo el nombre de la persona contra quien se iba y dirigir y un merino de la judería de Burgos sufrió igual castigo por cómplice en el trágico suceso de don Juzaf.

No se mitigó la cólera en el rey contra aquellos que tan villanamente lo habían engañado; y así dispuso que jamás pudiesen hacer justicia de sangre en ninguno de los de su ley; privilegio de que hasta entonces habían gozado las aljamas de los reinos de León y de Castilla.

Y dejando en este punto las tragedias y malas venturas de los judíos, nacidas de la alevosa muerte que ellos dieron a don Juzaf Pichon, hombre muy estimado del rey, de la flor de la nobleza española y aun de la plebe, no me parece fuera de razón dar algunas muestras del ingenio y arte en componer versos de varios hebreos que vivían por los reinos de Castilla en tiempos de don Enrique II, don Juan , don Enrique III, y don Juan II. Tales cantares y decires (que van trasladados en pos de estos borrones), se leen en el Cancionero que fizo y ordenó y compuso el judino Juan Alfon de Baena, escribano del muy alto y muy noble rey de Castilla don Juan nuestro señor. Este libro fue formado para divertimiento del rey, de la reina doña María, del príncipe don Enrique y de las damas y señores y caballeros de la corte, y pára MS. en la biblioteca del Escorial. Aunque de todos los ingenios de que hay composiciones en este cancionero, el más moderno es Juan de Baena, merece por ordenador de la obra el lugar primero en las muestras que voy y dar del arte que tenían los poetas judíos moradores de estas tierras en aquella edad: de los cuales unos aun guardaban la ley de Moisés, y otros ya la habían abjurado. De los demás ingenios cuyas obras se leen en el libro de Juan Alfonso de Baena, judío converso, nada diré porque eran cristianos todos, y venían también de padres cristianos.

Todos los poetas abjuraron el judaísmo, y no sólo ellos, sino muchísimos de su ley; y esto no fue obra de la verdad y de la razón, sino del miedo a la plebe que dio en amotinarse contra las juderías para con capa de devoción y piedad, matar a sus habitadores y hacer muy buenas presas en sus haberes y haciendas. El andar tan sobre sí el pueblo en daño de los malaventurados judíos nació de las predicaciones que hacia el arcediano de Ecija en Sevilla don Fernando Martínez, en las cuales hablaba de las usuras que para mal de los cristianos llevaban en sus préstamos y ventas al fiado; y por último se servía de tan vivos colores al pintar las maldades de los observantes del rito mosaico, que muchos de la plebe, siempre novelera, viendo en la destrucción de estos un acto de piedad y un servicio hecho al Dios crucificado, los mataban en las calles sin temor y vergüenza, y con entera libertad. Llegaron las nuevas de estos desmanes al rey don Juan , el cual no halló otro arbitrio para poner freno a aquella canalla bulliciosa que enviar cartas al deán y cabildo de la Santa Iglesia, encareciéndoles la necesidad de meter en pretina al arcediano don Fernando Martínez, autor con sus palabras tan fuera de razón y cordura, de aquellos males y alteraciones. Ca aunque su celo es santo y bueno, débese mirar que con sus sermones y pláticas non conmueva al pueblo contra los judíos, que aunque son malos y perversos están debajo de mi amparo y real poderío, y non deben ser agraviados; si no castigar por términos de justicia en lo que delinquieren, y yo así lo mandaré hacer.

No bien murió don Juan en 1390, y ocupó el trono de Castilla su hijo y sucesor don Enrique III, volvió el arcediano de Ecija a predicar contra los judíos, roto ya el freno y respeto con que en vida de aquel rey, bien a su pesar, había sido oprimido; y así predicando en los más públicos y frecuentados parajes en Sevilla, irritaba a la plebe poniéndole delante de los ojos la miseria del pueblo y la riqueza de los que guardaban la ley de Moisés, y atribuyendo a la codicia de estos los males que padecían los cristianos, y así es fama que les dirigía discursos semejantes a este: «Oh gentes infelices y para siempre desdichadas, ¿quién podrá remediar vuestras desdichas e infelicidades? ¿Veis la hambre que oprime con tanta fiereza a vosotros y a vuestras mujeres y a vuestros hijos? pues jamás será mitigada, jamás romperéis las cadenas que con todo vigor y fuerza os amarran a la miseria: jamás gustareis los dulcísimos regalos que la inconstante fortuna suele ofrecer a los mortales. ¡Ay pueblo, solamente para el mal nacido! La hambre te acosa, y no encontrarás dineros para remediarla, porque los pocos con que vas pasando menos trabajosamente las amarguras de la vida, se sepultan para siempre en las ferradas y escondidas arcas de los judíos. Estos son los enemigos constantes del nombre de Cristo: estos los que imaginan borrarlo de la haz de la tierra: estos los que procuran, por todos los caminos que se presentan a sus ojos, la destrucción del pueblo cristiano. ¡Generación infeliz! tú vas a desaparecer de la tierra, dejando a tus hijos sujetos a la cautividad de aquellos que no dudaron en crucificar a su Dios! ¿Qué amor, qué piedad, qué regalo podrán esperar de estos tan crueles verdugos? ¡Maldita sea la hora en que tales víboras comenzaron a habitar entre nosotros! ¡Maldito el instante en que consentimos los nidos de estas aves de rapiña cerca de nuestras casas; porque así todo cuanto nos roban, con más facilidad esconden de nuestras miradas! Despierten ya los mal aconsejados pastores que permiten a los lobos vivir en compañía de las ovejas. Despierten a los ladridos de los leales canes, porque el rebaño va a ser devorado sin remedio. Pero ¿cómo han de despertar los que están dormidos en el profundo sueño de una ciega confianza? Ya no pueden amedrentar a los lobos carniceros las piedras diestramente despedidas de las hondas, porque las manos de los pastores están derribadas por el suelo. Los arcos tienen rotas las cuerdas, las puntas aceradas de las flechas están vestidas de orín: los perros que guardan el rebaño son pocos para el número de las fieras. ¡Ay desdichados corderos! ¿qué será de vosotros si no sacáis fuerzas de flaqueza y no procuráis defenderos de vuestros iracundos y feroces enemigos?»

Irritado el pueblo con las predicaciones del arcediano don Fernando Martínez, volvió todo su encono contra los judíos, y comenzó a llenar de oprobios públicamente a aquellos que tenían nombre de muy avaros y de muy poderosos por sus grandes riquezas. Castigar estos excesos de la plebe quisieron el alguacil mayor de Sevilla don Alvar Pérez de Guzmán y los dos alcaldes Ruy Perez de Esquivel y Fernan Arias de Quadros, y para ello prendieron a varios del pueblo, cabezas en aquellos desmanes, y mandaron azotar a dos públicamente el miércoles de ceniza día 15 de Marzo del año de 1391. Pero enfurecida la canalla con este justo castigo, se puso en sedición con propósito firme de estorbar a todo trance que fuese ejecutado. El alguacil mayor y el conde de Niebla intentaron vanamente sosegar el tumulto con las mejores razones que les venían al pensamiento, en tanto que la plebe, más soberbia con los ruegos apedreó a los que llevaban a los castigados, los sacó de sus manos, y los metió en la Catedral. Volvió luego su furor contra las juderías, entró en ellas, comenzó a herir y matar cuantos hombres, niños y mujeres se ponían delante de sus ojos, y aun también de los que se recataban: hacia presa de las joyas y dineros que hallaba en las casas, y despedazaba en fin lodo aquello que era de judíos. La justicia de Sevilla con el auxilio de la nobleza acudió a defender a los mezquinos hebreos, logrando salvar las vidas de casi todos, y rescatar algo de lo mucho que la desbocada y feroz canalla había cogido entre sus garras.

Sosegado el tumulto, imaginaron los alcaldes mayores que de penar a los muchos culpados en aquel acto inhumano, nacería irritarse otra vez los mal contentos y codiciosos aun de las haciendas de los malaventurados judíos y poner a la ciudad en un aprieto todavía más cruel que el pasado.

Por eso determinaron publicar un perdón para los autores de estos delitos, en tanto que los míseros judíos amedrentados con el popular tumulto, y temerosos de las iras de la plebe, no se determinaban a salir a las calles, y ya pensaban en cristianarse para salvar las vidas y haciendas del odio y de la ambición del pueblo.

Orgulloso el arcediano con el fruto de sus razonamientos, y viendo lo sobre sí que andaban las gentes plebeyas con la impunidad del suceso pasado, es fama que el domingo 9 de Julio del mismo año de 1391 predicó nuevamente contra los judíos pintando su avaricia con los más vivos colores, y levantando a las nubes los daños que amenazaban a los cristianos con tolerar que estos enemigos del nombre de Cristo viviesen con toda libertad en su ley dentro de las ciudades de Castilla.

El pueblo, alentado por una parte con la codicia de apoderarse de las haciendas de los judíos, y por otra viendo en ellos las zarzas, ortigas y abrojos que suelen crecer entre los sembrados para llevarse toda la sustancia de su madre la tierra, dejándolos sin el más pequeño mantenimiento expuestos a ser consumidos y abrasados por los rayos del sol, y sin vigor y fuerzas para resistir el empuje del viento airado, alborotóse otra vez y corrió a las juderías, resuelto a exterminar a todos los israelitas que en ellas nacieron, y que en ellas moraban.

Cuatro mil judíos rindieron las vidas a los filos de las espadas de esta bárbara gente, indigna de llevar el nombre de cristiana. Los que escaparon con pequeñas heridas o sin ninguna del insolente tumulto de aquella canalla desenfrenada, cristianáronse al punto temerosos de sus iras, y escarmentados con los dos pasados motines. Y este fue el modo de que se sirvieron algunos malos cristianos para hacer que entrase en los entendimientos de los judíos la verdad de la fe; y como todo fue obra de la fuerza y del miedo, no corrió mucho tiempo sin que ellos prevaricasen, cosa muy conforme a la razón, porque no creo yo que ninguno puede amar la verdad, si para que sea conocida de él, apelan sus contrarios a las armas, al terror, a la sangre y al fuego. Estos medios que suelen emplear los tiranos de la tierra para conservar su poderío o para conseguir con la celeridad del rayo los propósitos que nacen en sus entendimientos, son para mal de los pueblos por algunos años; pero luego se truecan en armas que sirven para la destrucción y el exterminio de los mismos tiranos que las usaron, y esta es una verdad de que están llenas las historias.

A las nuevas de lo hecho por la plebe sevillana alborotóse la de Córdoba, la de Toledo, la de Zaragoza, la de Valencia, la de Barcelona, la de Lérida y de otras muchas ciudades. El rey Enrique III envió varias cartas a los alcaldes de todas ellas ordenándoles que de ningún modo consintiesen en aquellas maldades, hechas tan en daño de los infelices hebreos; pero ni las ciudades, ni las villas, ni los caballeros hacían caso de las cédulas reales. El pueblo estaba muy sobre aviso, y con sobra de altivez, visto el buen suceso que había logrado de sus alborotos, sediciones y matanzas.

Disimuló don Enrique el enojo que tenia de ver tan sin fruto sus disposiciones desde el año de 1391 hasta el de 1395, en el cual determinó bajar desde Segovia a Andalucía para castigar a los autores de los pasados alborotos. Entró en Sevilla el día 13 de Diciembre, y en el mismo día hizo prender al arcediano de Ecija don Fernando Martínez, porque con sus predicaciones había puesto en sedición al pueblo contra los judíos.

El maestro Gil González de Avila hablando del arcediano dice que el rei castigólo, porque ninguno con apariencia de piedad entendiese levantar el pueblo. Cuál fue el castigo que recibió este varón, es de todos los historiadores ignorado. Zúñiga afirma que acabó su vida años adelante con gran opinión de sólida virtud.

En cuanto al objeto de los tumultos de la plebe contra los judíos, está declarado en la crónica que de Enrique III dejó compuesta el insigne caballero Pero López de Ayala, según se verá por las siguientes palabras: E todo esto fué codicia de robar, más que devoción.

Ya en aquellos tiempos andaba por España un famoso judío llamado Jehosuah Halorqi, nacido en Lorca el año de 1350 según se cree, insigne talmudista, uno de los principales maestros en la ley de Moisés, y hombre muy docto en el estudio de la medicina. Abjuró el judaísmo, y al cristianarse tomó el nombre de Gerónimo de Santa Fe: cosa que no llevaron con paciencia los hebreos españoles, antes tuvieron gran pesadumbre y enojo al ver que declaraba vanos sus ritos un tan sabio varón en las sagradas letras; y así por escarnio solían desde entonces llamar a Halorqi el Blasfemador.

No falta quien diga que la conversión de este judío a la fe de Cristo, fue conseguida por las predicaciones de San Vicente Ferrer, que ya corría en tal sazón por las ciudades de España, destruyendo la ley de Moisés no con discursos que incitasen a los pueblos a motines y sediciones contra los malaventurados judíos, como solía hacer el famoso arcediano de Ecija en Sevilla, sino llevándolos al camino de la verdad por buenas palabras, por vivas y apretadas razones, y por pláticas cortadas a la medida del Evangelio.

Por la fama que en todos estos reinos y aun en los extraños consiguió Gerónimo de Santa Fe, y por el crédito y concepto que tenia de varón sabio aun en las más escondidas ciencias, mereció que el anti-papa español Pedro de Luna (que quería gobernar la Iglesia desde Aviñón con el nombre de Benito XIII) lo llamase a su corte en 1412 para que asistiese cerca de su persona, y pudiese curarla en todas cuantas enfermedades afligen porfiadamente los cuerpos de los mortales.

Un suceso vino a aumentar las bien dadas alabanzas que por su ciencia recibía de todos el converso Gerónimo de Santa Fe. Cuenta Gerónimo de Zurita en sus Anales de Aragón que en el año de 1413 vista la obstinación de los judíos en no convertirse a la ley de Gracia, se buscaron nuevos remedios para vencer la repugnancia que estas gentes tenían a admitir en sus entendimientos la luz de la verdad. «Por mandado del Papa, se congregaron en la ciudad de Tortosa y estuvieron juntos todos los mayores rabinos que se hallaban en las aljamas del reino, para que públicamente en su presencia y de toda su corte fuesen amonestados que reconociesen el error y ceguedad en que andaba aquella gente. Eran los rabinos mayores rabí Ferrer, y el maestro Salomón Isaac, rabí Astruch el Levi de Alcañiz, rabí Joseph Albo, y rabí Matatías de Zaragoza, el maestro Todroz, Benastruc Desmaestre de Girona, y rabí Moisés Abenabez, y como quiera que en la corte del Papa se hallaban muchos y muy señalados maestros y doctores en la sagrada Teología y de mucha ciencia y sabiduría en las letras divinas y de gran prudencia; pero quiso el Papa que en las cuestiones y disputas que se propusieron, se cometiese la instrucción e información de aquella nación más especial y particularmente a Gerónimo de Santa Fe su médico, como muy enseñado y fundado en la lección del Viejo Testamento, y de sus glosas, y en todos los tratados de los rabinos y de su Talmud, por cuyas autoridades y sentencias era la intención del Papa que fuesen inducidos y convencidos para más descubrir su ciega y condenada doctrina, y la obstinacion de errores y vida, y la temeridad y perverso entendimiento de su ley. Fué la primera congregación a siete del mes de Febrero del año 1413, y en presencia del Papa y de su colegio y de toda su corte comenzaron a proponerse las cuestiones y artículos que se habían de discutir y disputar; y asistió el Papa a otras congregaciones, y por su ausencia cometió sus veces y lugar para que presidiesen a ellas, al ministro general de la orden de los predicadores y al maestro del Sacro palacio. Hallóse en esta congregación de letrados un Garci Alvarez de Alarcón, muy enseñado en las lenguas hebrea, caldea y latina, y fue gran parte en convencer y reducir muchas de las más principales familias del reino Andrés Beltrán, maestro en Teología, limosnero del Papa que era muy docto en las letras hebreas y caldeas, y fue de aquella ley: que era natural de Valencia, y después por su gran religión y mucha doctrina le proveyó el Papa de la iglesia de Barcelona, por cuya determinación se declaraban las dudas de lo que tocaba a las traslaciones de la Biblia que los rabinos torcían a su propósito.»

Esto dice Gerónimo de Zurita. Los judíos que caminaron a Tortosa para hallarse presentes en esta famosa disputa fueron seis de Zaragoza llamados Zarachias Levita, Vidael Benvenista, M. Mathatías Izahari, Macaltiob, nasi o príncipe de los judíos españoles, Samuel Levita, y M. Moisés: uno de Huesca llamado Todros, y dos de Alcoy cuyos nombres eran Josef hijo de Aderet y Meir Galigon: de Daroca Astruch Levita: de Monreal M. Josef Albo: de Monzón Josef Levita y M. Jomtob Carcosa: de Montalban Abuganda: de Blesa Joseph Abbalegh, Bongosa y M. Todros, hijo de Jecht el de Gerona.

Llegados a Tortosa eligieron a Vidael Benvenista, uno de los más sabios en su caduca ley, para que fuese su orador en el congreso, y luego se presentaron en el palacio y ante la persona de Benito XIII: quien los recibió muy afablemente, y dispuso que fuesen con toda comodidad hospedados, servidos y agasajados, ofreciéndoles que en nada recibirían molestia; pues allí eran venidos para convencerse o no de lo errado de sus doctrinas, no para ser vejados ni oprimidos en manera alguna.

Al día siguiente de su llegada a Tortosa, volvieron los judíos al palacio de Benito, y en él se encontraron con la sala, diputada para la asamblea, llena de personas de grande autoridad y linaje. Sesenta sillas eran ocupadas por cardenales, obispos y otros prelados.

Puesto en silencio y junto el congreso, dirigió a los judíos un breve razonamiento Benito XIII, a luego comenzó Gerónimo de Santa Fe una arenga, en la cual con vivas y elegantes razones demostró ser cumplidas las profecias, y haber venido al mundo el Mesías, esperado aun por los judíos. Replicó en otra arenga Vidael Benvenista, probando con argumentos sacados del Talmud que el Mesías no era venido. Y se ha de advertir que una y otra oración eran proferidas en muy elegante latín: porque uno y otro disputante eran sabios en todo linaje de cosas. Al siguiente día profirió otra arenga el judío Zarachías Levita en favorable sustentación de lo dicho antes por Vidael Benvenista; y al tercer día de la asamblea tuvo principio aquella famosa disputa que duró desde 7 de Febrero de 1413, hasta 12 de Noviembre de 1414, que dio por fruto convertirse a la fe de Cristo todos los judíos presentes y que tuvieron parte muy viva en ella, bien con sus discursos, bien con su sabiduría en ilustrar aquellas materias sobre las cuales porfiadamente se pugnaba. Solamente los rabíes Ferrer y Joseph Alvo se mantuvieron contumaces en sus doctrinas.

Rabí Astruch presentó entonces a Benito XIII una confesión por sí y en nombre de los demás judíos, en la cual se declaraban vencidos, y por tanto abjuraban los errores de su antigua ley, y abrazaban con toda fe la verdad de la religión de Cristo. Leída esta confesión delante de Benito, de los cardenales, prelados y demás personas presentes, entre quienes se hallaban los convertidos, mandó el antipapa que se hiciese lectura de los nuevos decretos que desde aquel punto establecía contra los judíos persistentes en la caduca ley. Estas disposiciones fueron inclusas luego en una bula que expidió Benito en la ciudad de Valencia el día 11 de Mayo de 1415. La suma de todas ellas se contiene en los capítulos siguientes, según se leen en la biblioteca de los rabinos españoles, dispuesta y ordenada por don José Rodríguez de Castro.

«1.º Se prohíbe generalmente a todos, sin excepción de persona, oír, leer y enseñar en público o en secreto la doctrina del Talmud, mandando recoger en el término de un mes en la iglesia catedral de cualquiera diócesis todos los ejemplares que se encontraren del Talmud, de sus glosas, apostillas, sumarios, compendios u otros cualesquiera escritos que directa o indirectamente tuvieren relación con la tal doctrina, y que los diocesanos o inquisidores velen sobre la observancia de este decreto, visitando por sí o por otros, a lo menos cada dos años sus jurisdicciones en que hubiere judíos, y castigando con toda severidad a quien hallaren culpado.

2.º Que a ningún judío se permita tener, leer u oír leer el libro intitulado MAR MAR JESU, por estar lleno de blasfemias contra nuestro Redentor Jesucristo, ni otro cualquier libro o escrito que sea injurioso a los cristianos, o hable contra alguno de sus dogmas o contra los ritos de la Iglesia, en cualquier idioma en que esté escrito, y que al contraventor de este decreto se castigue como a blasfemo.

3.º Que ningún judío pueda hacer de nuevo, ni componer, ni aun tener en sus casas con algún pretexto cruces, cálices o vasos sagrados, ni encuadernar los libros de los cristianos en que está escrito el nombre de Jesucristo, o de la Santísima Virgen, y que quede excomulgado todo aquel cristiano que por cualquier motivo dé a los judíos alguna de estas cosas.

4.º Que ningún judío pueda ejercer el oficio de juez, ni aun en los pleitos que ocurrieren entre ellos.

5.º Que se cierren todas las sinagogas erigidas o reparadas modernamente: que en donde no hubiere más que una, esa permanezca con tal que no sea suntuosa, y si hubiere dos o más de dos, déjese abierta tan solo la más pequeña; pero si se averiguare que alguna de las dichas sinagogas fue iglesia en tiempos antiguos, ciérrese al punto.

6.º Que ningún judío pueda ser médico, cirujano, tendero, droguero, proveedor ni casamentero, ni tener algún otro oficio público por donde haya de entender en negocios de cristianos, ni las judías puedan ser parteras, ni tener amas de criar que sean cristianas, ni los judíos servirse de cristianos, ni vender a estos ni comprar de ellos las viandas para el diario mantenimiento, ni concurrir con ellos a ningun banquete, ni bañarse en las aguas de los baños de los cristianos, ni ser mayordomos, ni agentes en los negocios de estos, ni aprender en sus escuelas alguna ciencia, arte u oficio.

7.º Que en cada ciudad, villa o lugar en que hubiere judíos, les sean destinados para su morada barrios separados de los cristianos.

8.º Que todos los judíos y judías lleven en sus vestidos cierta divisa de color encarnado y amarillo del tamaño y figura que en la bula van señalados: los hombres en el vestido exterior sobre el pecho; las mujeres en las frentes.

9.º Que ningún judío pueda comerciar ni hacer contrato alguno con los cristianos para evitar los engaños que suelen hacer, y las usuras que suelen llevar.

10.º Que todos los judíos y judías convertidos a la Fe, y todos los cristianos que tuvieren parentesco de sangre con judíos no conversos, los puedan heredar, aunque por testamentos o codicilos, o por últimas voluntades o donaciones intervivos estuvieren exclusos de heredar sus bienes.

11.º Que en todas las ciudades, villas y lugares en donde hubiere el número de judíos que el diocesano tuviere por conveniente, se predique en público tres sermones en tres distintos días del año, uno en la segunda domínica de adviento, otro en el día de Pascua de Resurrección, y el último en la domínica en que se canta el Evangelio Cum apropinquasset Jesus Jerosolymam videns civitatem, flevit super eam. Que se obligue a todos los judíos que tuvieren la edad de doce años en adelante a asistir a estos tres sermones, cuyos asuntos deberán ser demostrarles en el primero la venida al mundo del verdadero Mesías, sirviéndose para ello de los lugares de la Sagrada Escritura y del Talmud que han sido controvertidos en la asamblea de Tortosa: en el segundo hacerles entender los errores, locuras y vanidades que se encierran en el Talmud; y en el tercero la destrucción de la ciudad y del templo de Jerusalén y lo perpetuo de su cautiverio, según las palabras de Jesucristo y de los santos Profetas. Al fin de cada sermón se les leerá esta bula para que al ir contra ella no pequen de ignorantes.»

Después de la famosa disputa entre Gerónimo de Santa Fe y los más doctos rabís de las aljamas de España, convirtiéronse muchos judíos a la fe de Cristo: en Zaragoza, Calatayud y Alcañiz más de doscientos: en Daroca, Fraga y Barbastro, unas ciento y veinte familias: en Caspe y Maella quinientas personas: a más todos los naturales de las villas de Tamarit y Alcolea.

Uno de los que andaba por España converso desde el año de 1390 fue rabí Selomoh Halevi, judío nacido en la ciudad de Burgos. En ella recibió el agua del bautismo y el nombre de Pablo de Santa María. Luego pasó a la universidad de París y estudiar Teología, y tomar el grado de maestro, y así por la fama que todos tenían de sus muchas letras como de sus no vulgares virtudes, logró la dignidad de arcediano de Treviño, de obispo de Cartagena, y después de Burgos, y a más la de canciller mayor en los reinos de León y de Castilla. Escribió varias obras con propósito de convertir a la fe de Cristo a los judíos y moros, entre las cuales se encuentra una que lleva por título estas palabras: Escrutinio de las Sagradas Escrituras.

De esta suerte refiere Esteban de Garibay la vida y hechos de Pablo de Santa María:

“Fue muy notable prelado el excelente doctor don Pablo, obispo de Cartagena, que siendo judío no solo de nación de sus progenitores, mas también de profesión, recibió la agua del santo bautismo, dejando el judaísmo. Había tenido este notable prelado antes de su conversión grandes disputas sobre la ley judaica con muchos doctores católicos cuyas razones como para la dureza heredada de sus progenitores no bastasen a la sazón para le sacar del judaísmo, sucedió que un día un doctor no queriendo contender por disputa sino por escrituras, le dio el tratado que el glorioso Santo Tomás de Aquino escribió doctísimamente llamado De legibus, donde admirablemente disputa el santo doctor contra la ley de los judíos. Esta obra leyó con diligencia y atención grande don Pablo, el cual, hallando en ella muchos secretos del judaísmo, que aun él mismo con ser el rabí de más letras que en estos reinos había, los ignoraba, fue alumbrado del Espíritu Santo, diciendo en su corazón que sin duda la ley de los cristianos era la de la salvación del mundo. Después ido al Pontífice romano, y siendo de él persuadido, vino a decir y confesar públicamente, que (pues este santísimo doctor con saber de la ley judaica mayores secretos que el mismo don Pablo, profesaba la ley evangélica de Jesucristo) era la verdadera ley y carrera de la salvación la de los cristianos; y así recibió el santo bautismo renunciando espontáneamente la dureza pasada. De esta manera don Pablo vino a ser cristiano por la doctrina de Santo Tomás.»

“Después este célebre varón con el discurso del tiempo vino certísimamente a ser obispo de Cartagena, y de allí pasó al obispado de Burgos: de la cual ciudad tenia él mismo su naturaleza. Fue excelente prelado, gran filósofo y teólogo, y singular predicador y de gran consejo y maravilloso silencio y prudencia. Escribió muchas obras en especial el libro que se llama Escrutinio de las Escrituras, que es de grande volumen, y las adiciones a la Póstula de Nicolao de Lyra sobre la Biblia, y otro tratado de la Cena del Señor, y otro de la generación de Jesucristo, con otras obras. No solo él mismo fue grande letrado; pero en tiempo que en el judaísmo fue casado, tuvo tres hijos grandes letrados, de los cuales el más señalado fue don Alfonso de Cartagena, deán de Segovia, que sucediendo en el obispado inmediatamente al padre fue obispo de Burgos y fue el que escribió la Genealogía de los reyes de Castilla y León, que algunas veces se ha citado. El otro hijo fue don Gonzalo, obispo de Palencia, prelado de muchas letras y erudición. El tercero fue Alvar García de Santa María que refieren haber escrito la crónica del rey don Enrique, la cual basta ahora yo no la he visto, y parte de la crónica de su hijo el rey don Juan el segundo. Este notable prelado don Pablo por haber sido obispo de Burgos es llamado entre los teólogos el Burgense: el cual con ser converso, aconsejó al rey don Enrique por causas notables que a ello le debieron mover, que a ningún judío ni converso, no recibiese en el servicio de su casa real, ni en el consejo, ni en otros oficios públicos reales de sus reinos, ni en la administración del patrimonio real: Cosa notable que con ser de ellos el mismo sapientísimo prelado, fuese de este parecer contra su nación.»

 

Esto dice Esteban de Garibay. Pero no obstante los muchos judíos que se convirtieron a la fe, todavía quedaron los más en sus erradas opiniones. Los pueblos por otra parte no cesaban de molestarlos, bien fuesen dirigidos en sus hechos por una piedad bárbara y cruel, bien por el deseo de tomarles, contra toda razón, ley y derecho, las haciendas que heredaron de sus mayores y que luego acrecentaron grandemente con el propio trabajo. En el año de 1473 volvieron a turbar el reino con sediciones, encaminadas ahora contra los judíos que se habían cristianado, y encubriendo sus intentos de oprimirlos y robarlos con decir que judaizaban. Don Miguel Lucas, condestable de Castilla, defendió en Jaén a los desdichados hebreos con todas sus fuerzas, y desbarató las turbas amotinadas, del mismo modo que el Sol rompe y deshace las nieblas que le estorban derramar sus rayos sobre la tierra. Irritados los ánimos de la plebe con el mal suceso que habían conseguido sus propósitos, y llenos de hiel y de veneno contra don Miguel Lucas, determinaron darle cruda muerte en venganza de haber embarazado la destrucción de los judíos, que con pieles de ovejas y capas de cristianos, moraban en aquella ciudad; y así estando el condestable en la iglesia mayor de Jaén oyendo Misa el día 21 de Marzo del año referido, varios labradores, sin respetar lo sagrado del lugar, ni la dignidad de su persona, le pasaron el pecho con varias puñaladas. Luego que cayó muerto en tierra alzóse el pueblo contra los judíos, y comenzó a meter a fuego y a saco algunas de las casas donde moraban los más principales, y que más nombre tenían de ricos entre los naturales de aquel reino. Este dañoso ejemplo fue luego imitado por alguna plebe en varias ciudades de Andalucía, tales como Andújar y Córdoba, y a más en otros lugares, donde, después de ser fieramente heridos los judíos y robados a más, y de haber sufrido en sus personas y en las de sus mujeres otros insultos de tan bárbara canalla, no recibieron la más pequeña reparación en sus agravios; puesto que la justicia se hizo sorda a sus quejas, prefiriendo al castigo de los culpados, dejar abierta la llaga con la impunidad de un ejemplo tan dañoso, y más llenos de soberbia y más codiciosos de nuevas riquezas con el cebo de lo robado a los autores de tales delitos. Es cierto también que en aquellos calamitosos tiempos del reinado de Enrique IV todo andaba sin concierto; porque el rey estaba sin fuerzas y vigor para mantener en quietud a los pueblos y sujetos a su obediencia.

Aunque estaba vedado a los judíos ejercer el oficio de jueces, todavía en el reinado de Enrique IV eran mantenidos en él algunos de los hombres más principales, entre los que a pesar de tantas persecuciones y de tantos tumultos populares contra sus personas y haberes, observaban el rito mosaico. En 1474 fue hecho el repartimiento a todas las aljamas del reino por lo que tocaba pagar a cada una en el servicio y medio servicio que rendían anualmente a la corona de Castilla. El repartidor fue un judío llamado Jacob Aben Nuñes, físico de Enrique IV y su juez mayor; y el repartimiento de lo que cada aljama había de dar es como sigue:

 

Las aljamas del obispado de Burgos                   30.800 

Las del de Calahorra                                            31.100

Las del de Palencia                                               54.500

Las del de Osma                                                    19.500

Las del de Sigüenza                                               15.600

Las del de Segovia                                                 19.500

Las del de Ávila                                                     39.590

Las del de Salamanca y Ciudad Rodrigo             12.700

Las del de Zamora                                                  9.600

Las del de León y Astorga                                    31.700

Las del arzobispado de Toledo                            64.400

Las del obispado de Plasencia                             56.900

Las del de Andalucía                                             59.800.

Total                                                                      451.000.

 

De estos cobraba mil por sus derechos el repartidor Jacob Aben Nuñez, y los cuatrocientos y cincuenta mil maravedís restantes pasaban al tesoro de la corona de estos reinos. El cual con las continuas guerras y con las revueltas de los pueblos andaba mui exhausto. España estaba entonces debilitadísima: echado por tierra su comercio, la labranza de los campos bastante frecuentada; pero por la general pobreza sin producir a los labradores buenas rentas, sino mezquinas cantidades. Lástima grande causa ver a un tan poderoso reino, afligido por la mayor pobreza en tiempos del infeliz monarca Enrique I y reducido al estreno de trocar los hombres sus mercaderías por vilísimos precios.

Los judíos en tanto por temor de la plebe ocultaban sus riquezas, y se presentaban los más poderosos como de mediana suerte, y los de mediana suerte como misérrimos: por lo cual miraban con sumo desdén el comercio, y sus tráficos eran tan solo en cosas de poco valor, y de ningún provecho. Y esto hacían recelosos y con razón, de que la fama de sus dineros no trajese sobre ellos nuevas persecuciones y nuevos tumultos de aquella bárbara y codiciosa plebe. A tal punto de miseria redujeron a estos reinos el temor de los judíos y el afán de esconder en las entrañas de la tierra sus haciendas; que por maravilla corrían monedas de oro y plata. Todas estaban encerradas en las arcas de los hebreos; y las que andaban de mano en mano habían sido compradas en las casas de algunos mercaderes cambistas o banqueros: los cuales o eran de los judíos convertidos a la fe, o de cristianos que estaban comerciando con el dinero que para el caso y para partir el lucro, les habían facilitado los judíos aun no venidos a la religión de Cristo. De haberse retraído de traficar los judíos, nació la ruina de todo el comercio que había antes en los reinos de Castilla. Todas las mercaderías quedaron reducidas al más mezquino aprecio. La vara del paño de Echillon valía sesenta maravedís, la del de Lombai y Bruselas cincuenta maravedís viejos: la escarlata de Gante, sesenta; y la de Ipre, ciento y diez: y por último, los paños de Montpellier, Bruselas, Londres y Valencia, sesenta maravedís viejos.

Todo lo demás andaba en esta forma. El reino sin fuerzas: el comercio sin brazos: la agricultura sin vigor: los judíos riquísimos y sin comunicar con ninguno sus riquezas: el pueblo miserable: la corona sin haberes: ardiendo España en tumultos contra la persona del rey Enrique: alborotados los ánimos con la presente miseria y buscando en la ruina de este monarca la causa y el modo de remediar todos los males que a todos afligían tan pesadamente; los cuales nacieron de los inconsiderados medios de que se sirvieron tan contra razón y justicia los monarcas y pueblos para convertir al cristianismo a los muchos judíos que en estas tierras moraban. Les fue vedado ejercer la medicina y cirugía, tener abiertas sus casas para comerciar con los cristianos, y en fin disponer de sus bienes y personas del modo más conveniente a sus intereses y al acrecentamiento de sus riquezas. Y de estas tan bárbaras disposiciones cogieron los cristianos el amargo fruto durante el infelicísimo reinado de don Enrique IV en Castilla: pues con ellas dejaron los judíos el comercio, que eran los únicos o los más que lo frecuentaban y mantenían, y como de esto naciese su destrucción, vino en pos de ella la ruina de la agricultura, quedando el reino sin los dos principales nervios que sustentan el cuerpo de los estados, reducida a la mayor debilidad y a la mayor pobreza.