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SALA DE LECTURA B.T.M.

BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

El Cristianismo en la Hispania Preconstantiniana.

Ensayo de Interpretación Sociológica

POR

ANTONINO GONZÁLEZ BLANCO

1. RAZONES PARA UN REPLANTEAMIENTO DEL TEMA

 

En la «Introducción historiográfica» al nuevo Diccionario de Historia Eclesiástica de España, el P. R. García Villoslada se detiene prácticamente con su referencia a la Historia del P. García Villada, por lo menos para la historia de la Iglesia en la Edad Antigua. Quizá no le falta razón. Esta obra fue un hito, y cuantos trabajos se han llevado a cabo después de ella, aparte de ser incompletos, la toman siempre como punto obligado de referencia. Probablemente aún no ha llegado la hora de tratar de escribir una obra que la sustituya, pero de lo que no hay duda es de que se van abriendo horizontes nuevos, que los trabajos futuros no podrán pasar por alto. ¿Qué ha cambiado desde el año 1929?

 

A) DA TOS

 

El problema crónico para la Historia del mundo antiguo, de la falta de información, en relación con la historia de la Iglesia es agudo durante largos períodos y, en particular, respecto a la Iglesia de España es sobrecogedor para estos primeros siglos.

Hasta la paz de la Iglesia sólo tenemos las alusiones de Ireneo y de Tertuliano, la famosa carta de San Cipriano, el concilio de Elvira y algunas actas de mártires (2). Y, además, la luz que se pueda sacar de documentos muy posteriores, como son los calendarios y libros litúrgicos u otras obras por el estilo.

Pero si los documentos materialmente siguen siendo los mismos, su sentido ha sido notoriamente profundizado y en algún sentido se puede decir que las fuentes se han enriquecido. He aquí algunos ejemplos:

1. Datos que se pueden considerar nuevos porque ha sido una nueva valoración de las fuentes la que ha permitido verlos:

a) F. Cumont revalorizó la historicidad de la pasión de las santas Justa y Rufina, comprobando que contiene muchos rasgos típicos de los ritos de las fiestas de Adonis, dato que garantiza la escritura original del documento por testigos contemporáneos o no muy distantes de los hechos. Es claro que, tras de tal constatación el documento adquiere nuevo valor para el estudio del problema de la confrontación paganismo-cristianismo.

b) El lenguaje empleado en las actas del martirio de San Fructuoso y su relación con el lenguaje de la iglesia africana ha sido puesto de relieve por Franchi de Cavalieri y otros.

c) El P. A. Custodio Vega ha notado que la liturgia hispana primitiva coincidía en sus fórmulas sacramentales eucarísticas con las cartas de San Pablo, sacando de ello argumento para el tema de la relación del Apóstol con España.

d) Se ha dedicado más atención que antaño a los datos de la arqueología, como consecuencia de los cuales se han replanteado interpretaciones de antiguos cánones con un sentido completamente nuevo. Así, en el caso de los cánones XXVII del Concilio de Elvira o el VI del Concilio de Zaragoza, que han sido interpretados en el sentido de ver en ellos muestras de una tendencia clara hacia un monacato fervoroso por lo menos en sus comienzos.

2. Datos señalados hacía tiempo, pero que vuelven a ser puestos de relieve para el estudio de problemas nuevos:

a) La existencia de comunidades regidas por diáconos solos o por presbíteros solos y el paralelismo con África.

b) El hecho de que la traducción de los Salmos que se usaba en España, probablemente dependa de la que estaba en uso en África.

c) Igual dependencia constatada en los cánticos bíblicos empleados en la liturgia hispana.

3. Datos conocidos desde siempre, pero que adquieren nuevo interés en planteamientos nuevos de los problemas:

a) El número de obispados conocidos y su distribución geográfica, de gran interés en el estudio de la sociología de la difusión del cristianismo.

b) Relación entre hechos militares y evangelización, constatada en el elevado número de militares mártires, pero vuelta a poner de relieve en relación con el posible papel evangelizador de la gente de tropa.

c) La apelación de las iglesias españolas a San Cipriano, que se interpreta como un probable indicio de dependencia en cuanto al origen del cristianismo español.

d) Las relaciones de determinadas prácticas o costumbres constatadas en la Iglesia española y estudiadas modernamente en su relación con iguales o similares usos en otros puntos de la geografía del mundo romano.

e) El recalcar el posible origen africano de mártires como San Cucufate, que orienta en problemas como el de la movilidad del elemento cristiano de la época.

 

B) PRESUPUESTOS

 

Pero si los datos puestos de relieve en los últimos cincuenta años tienen interés, mayor aún lo tienen los presupuestos bajo los que todo este conjunto de problemas comienza a ser estudiado.

Siendo la Historia de la Iglesia el campo de lucha más importante entre las distintas confesiones religiosas, que se auto justifican y legitiman sus posiciones precisamente con razones históricas, los estudios sobre la misma necesaria e inevitablemente han padecido de los intentos de acomodar los hechos históricos a las concepciones personales de las historiadores.

Las posiciones han ido acercándose, y las ideologías van tratando más de «entender» que de «defender».

En el campo católico, por poner sólo algunos ejemplos, teólogos como Rahner han abierto la posibilidad a una consideración mucho más fluida de la primitiva historia de la Iglesia, hablando de un período constituyente en el que se habría ido tomando conciencia de los distintos elementos que formaban parte de sí misma.

De igual manera, aclarado el problema de la no existencia de la confesión en los primeros siglos, los teólogos han orientado la teología hacia una revalorización del papel de la comunidad y de la pertenencia a la misma en la dimensión sacramental de la obra salvífica.

A partir de cambios de perspectiva como los citados y muchos otros que podrían traerse a colación, el planteamiento de los problemas se puede decir que, en la actualidad, es libre, es flexible y permite un diálogo con otras ramas de la ciencia positiva o filosófica que en tiempos pasados fue más difícil.

 

C) ENFOQUES

 

Al hablar de nuevas valoraciones de los datos ya conocidos, hemos hablado de planteamientos nuevos. Y acabamos de indicar la mayor posibilidad de diálogo con otras ciencias. Es probablemente por la presión de estas otras ciencias, que sin duda responden a exigencias de la antropología actual, por lo que el estudio de la historia del Cristianismo ha adquirido una actualidad y un interés muy grandes, en su dimensión de elemento sociológico de las diversas culturas en las que ha penetrado.

Se discute con seriedad y con pasión sobre el número de cristianos, sobre los factores de su influencia, sobre el papel de la sociología en la configuración de la ideología, se estudia el papel de la Iglesia en la transformación de las estructuras sociales, como puede ser el matrimonio, se consideran las dimensiones antropológicas del culto litúrgico, en general, y del culto a los santos, en particular. En el campo de las tradiciones legendarias, se ha superado la época de la defensa o combate a ultranza del contenido de las mismas para afrontarlas indirectamente a través del estudio de su significación.

Todos los estudiosos que se han ocupado del tema de la historia primitiva de la Iglesia española han dedicado líneas y páginas enteras a ponderar o vituperar elementos que creían encontrar más o menos peculiares en la vida de las comunidades hispanas. Los estudios modernos van dejando claro que tales «peculiaridades» no eran tales, sino comunes con muchas otras zonas de la geografía del Imperio. En cualquier caso no es el folklore lo que nos interesa aquí, sino la consideración de las líneas de fuerza por las que discurre la vida de las comunidades. Es mediante su inserción en los estudios de sociología del cristianismo, como la historia de la Iglesia puede adquirir una importancia grande. Y es por aquí por donde queremos afrontar el tema.

 

2. EL PROBLEMA DE LOS ORÍGENES

 

San Ireneo y Tertuliano nos indican que en España había cristianos. ¿Cómo se formaron estas cristiandades? ¿Cuáles fueron, históricamente, los caminos de la difusión y establecimiento de la fe en Hispania?

Los modos ordinarios como se fue propagando la fe los conocemos por las narraciones del Nuevo Testamento: viajeros creyentes que recorrían los caminos del Imperio iban extendiendo la Buena Nueva a su paso. Y a España los caminos venían desde el Oriente, desde Roma y, por supuesto, desde África y desde las Galias. Que de todas estas tierras, el Oriente fue la parte más cristianizada es algo que no admite discusión; pero de todas ellas pudo venir la fe, ya que en este asunto no valen los argumentos estadísticos. La difusión de movimientos espirituales o sociales, en tiempos de falta de organización suele ser fruto de personas emprendedoras y celosas, que no suponen necesariamente su procedencia de la comunidad más poderosa. Y los actos de esta índole no siempre dejan huella constatable históricamente, porque no siempre son recogidos en documentos o se reflejan en restos de una u otra especie.

Pero si los orígenes absolutos de la evangelización hispana es algo que no se sabe y que probablemente no pueda saberse nunca, parece claro que desde el primer momento las comunidades de estas provincias mantuvieron relaciones más intensas con África y Roma que con las otras partes del Imperio. Y a pesar de que, desde muy pronto, parece haber habido un interés especial por parte de Roma en vincular la comunidad hispana con aquella sede, los estudiosos ven mucho más profundas las relaciones de Hispania con África y a partir de tal constatación hilvanan con verosimilitud el argumento de una dependencia de origen.

 

3. LA VIDA DE LAS COMUNIDADES HISPANAS

 

Entre los argumentos de las relaciones entre el cristianismo español y el africano, el más visible es el apoyado en la carta LXVII de San Cipriano.

Las comunidades de León-Astorga y Mérida habían acudido a la iglesia africana ante el problema planteado por la conducta de los obispos Basílides y Marcial, quienes, durante la persecución de Decio, habrían conseguido los libelos de haber sacrificado, y a pesar de ello seguían al frente de sus diócesis, tras de haber conseguido para ello el visto bueno de la sede romana. En respuesta a la demanda de las comunidades, el obispo africano escribe la citada carta.

A juzgar por este documento, además del asunto de los libelos, Basílides, estando enfermo en cama, habría «blasfemado de Dios» y Marcial pertenecería o habría pertenecido a un colegio funerario y habría participado en sus banquetes e incluso enterrado algún hijo de acuerdo con las normas de esa agrupación. No parece que hubiera otros crímenes porque, dado el tono de la carta, sin duda hubieran sido enumerados.

Comencemos por notar que no es fácil saber a qué se refiere tal «blasfemia». Desde luego es poco probable que fuera una palabra pronunciada contra Dios. El hecho de haber sido realizada «estando enfermo en cama», con precisión de la circunstancia nos hace pensar que sería algún acto relacionado con intentos de curación por medios idolátricos.

Respecto al crimen de Marcial hay que notar que no es calificado de idolátrico.

Y de un modo general podemos suponer que tales crímenes sólo se ponen de relieve tras el problema de los libeláticos. Antes podía haber problema pero todavía no había solución clara. Podían ser acciones más o menos mal vistas, pero no habían provocado reacción violenta de rechazo por parte de la comunidad ni por parte de otros grupos u obispos.

El problema no debió ser meramente local, ya que todos los estudiosos del período en cuestión señalan el gran número de libeláticos que se dan por todo el Occidente. De igual modo que se ha puesto de relieve la situación de degeneración, aparente al menos, en que se encuentra la Iglesia. Pero ¿se puede entender la situación en categorías meramente morales? ¿No será necesario profundizar en los pre supuestos del estudio de tales problemas?

 

3.2. PRESUPUESTOS PARA EL ESTUDIO DE TALES PROBLEMAS

 

Quizá la mejor manera de entender el planteamiento del problema es contraponer las posiciones de dos estudiosos actuales que se han ocupado de este período a niveles más generales.

Mientras que Mr. de Sante Croix nota que ciertamente hubo abundancia de libeláticos, pero que no parece que las iglesias de Occidente considerasen la cuestión como apostasía, en otro lugar señala que la tendencia al martirio voluntario es algo que probablemente proviene del mundo judío y es algo atestiguado en el mundo cristiano por lo menos desde mitad del siglo II, dando así la impresión de que su visión de la evolución de los problemas ha de ser juzgada en categorías de filosofía moral, muy otra es la postura de W. H. C. Frend.

El ilustre profesor de Cambridge contrapone la situación de la Iglesia en los años de la persecución de Decio con la de los años de Diocleciano y defiende que a comienzos del siglo IV se ha dado una reviviscencia de la mentalidad intransigente por efecto de la conversión de las masas rurales.

Son posiciones contrarias, que dependen no de la evidencia de los datos sino de los presupuestos en los que los datos son engarzados.

Si tuviéramos más elementos de juicio probablemente podríamos aplicar métodos de estudio estadístico y analítico más precisos, pero dada la carencia, apuntada, de información eremos que el único modo de hacer comprensible toda la evolución y la problemática de estas décadas es considerarlas a la luz de la sociología de contraste entre grupos de cultura inferior, que viven en el interior de sociedades más avanzadas y la cultura de estas mismas sociedades evolucionadas, al modo como lo estudió O. Lewis. Es precisamente la evolución del Cristianismo de una situación sociológica de «subcultura» a una situación de «cultura inferior» y, finalmente, a una de «cultura equivalente» la que nos permite comprender la problemática expuesta. Más adelante diremos por qué consideramos este tipo de categorías preferible a las otras posibilidades.

 

3.3. EL CRISTIANISMO, SOCIEDAD ESCATOLÓGICA

 

Para quien se haya asomado a la problemática del Nuevo Testamento no es ningún misterio la tensión en que se situaron los primeros cristianos en relación con la esperanza escatológica, y al margen de los problemas terrenos. La comunidad de bienes que atestiguan los Hechos de los Apóstoles, la ética de «interim» que a veces parece predicar San Pablo, la espera en la venida del Señor son botones de muestra de tal situación que por lo demás está muy estudiada.

 

3.4. LOS PRIMEROS CONTACTOS CULTURALES

 

Pero la situación de completo aislamiento era más una utopía que una posibilidad, en el supuesto de que la venida del Señor se retrasase. Y ya a finales del siglo I comienzan a surgir los primeros intentos de diálogo entre el grupo cristiano y las categorías filosófico-políticas del mundo ambiental. En el siglo II, los apologistas constituyen toda una literatura del género.

Pero probablemente las apologías eran más un examen de conciencia de los cristianos, frente a la postura de la sociedad pagana, que un intento real de tomar contacto con la vida de la época. De hecho la disciplina del arcano, las polémicas de los pensadores paganos y el clima de grupo mal visto y perseguido de tanto en tanto, hace pensar que el grupo cristiano se mantuvo, en cuanto tal, aislado de las formas de vida del mundo pagano.

La situación debió cambiar en el siglo III. De hecho, en Oriente se ha forjado toda una cultura cristiana, por obra, sobre todo, de Clemente de Alejandría y de Orígenes. Y en Occidente figuras como Tertuliano dejan entender que el Cristianismo llevaba en alguna manera el mismo camino.

La primera mitad del siglo III debió ser tiempo de paz oficial para la Iglesia. Incluso las fuentes paganas recuerdan que emperadores como Alejandro Severo tuvo deferencias con los cristianos. Entran en la confesión cristiana muchas personas que tienen puestos y relaciones en la sociedad pagana. El conflicto que esto suponía había quedado sin resolver en la teología neotestamentaria, mediante la solución de que no importa porque el tiempo pasa rápido y el Señor viene pronto y no tarda. Pero el problema seguía vivo y había de surgir por necesidades lógicas de dialéctica expansiva.

 

3.5. EL CRISTIANISMO ESPAÑOL DE MITAD DEL SIGLO III

 

Así las primeras noticias constatables del cristianismo español son una manifestación de esta situación de incertidumbre doctrinal. Nos encontramos con obispos que viven insertos en las relaciones normales, y consideradas honorables, dentro del mundo pagano. Y no por necesidad idolátricas.

El problema era muy complejo, ya que no era sólo cuestión de tipo cultural, sino también de inserción en la vida económica y laboral. ¿Era aceptable el dedicarse a la vida comercial en las condiciones en que se realizaba ésta en el Imperio? San Cipriano en África se queja de que haya obispos que se dediquen a tales menesteres , pero con su queja está indicando la falta de legislación al respecto.

En el orden político el problema era mayor. San Pablo, en la carta a los Romanos había dejado escrito que había que obedecer a los poderes de la tierra. Esto parecía que no obligaba a un cristiano constituido en servicio a abandonar éste, pero en tal caso, ¿cómo se compaginaba el servir al emperador y no verse implicado en prácticas idolátricas?

Y en la cuestión de la compra o no de un «libelo» dado que la persecución era absolutamente injusta, ¿por qué no se iba a poder burlarla sirviéndose del subterfugio de la ley? Esta parece ser la interpretación de la situación que da Mr. de Ste. Croix, y estamos de acuerdo con él, puntualizando que el problema de la indefinición doctrinal está enraizado en el problema de la inserción sociológica de las comunidades cristianas en la vida del Imperio.

Es claro que en lugares apartados de la civilización y al margen de los actos oficiales de la vida urbana, el Cristianismo puede crear su propia cultura y en este sentido se puede hablar de una oposición entre comunidades urbanas y rurales, pero esto es accidental allí donde se dé, como vamos a ver al estudiar el concilio de Elvira.

 

4. EL CONCILIO DE ELVIRA, TESTIMONIO DE UNA «CULTURA CRISTIANA»

 

La interpretación del concilio de Elvira es uno de los capítulos más sugestivos de la Historia Eclesiástica. Durante siglos constituyó piedra de escándalo para propios y ajenos, hasta tal punto que su contenido fue la mayor razón para que se pusiera en cuestión su genuinidad. Hoy las aguas corren mansas en este sentido y todos los exégetas están de acuerdo en admitir tanto ésta como la fecha aproximada de su celebración.

La peculiaridad del Concilio de Elvira consiste en que rompe, con frecuencia, las categorías mentales históricas de los exegetas. Siendo un sínodo con multitud de cánones y con leyes e ideologías muy arcaicas pone en cuestión toda una serie de datos que la evolución ulterior de los hechos ha llevado a considerar como incontrovertibles. Y eso hace que se fuercen sus expresiones y que se trate de rellenar su contenido con elementos que allí no están. Muy raro es el estudio que hasta el último medio siglo ha enfocado el estudio con objetividad histórica. Añádase que a veces la formulación de los cánones es obscura y su sentido se busca con mucha dificultad.

 

4.2. EL CONCILIO DE ELVIRA EN LA EVOLUCIÓN DE LA IGLESIA

 

El sínodo de Elvira no sólo es el primero de la Historia de la Iglesia, del que se conservan suficientes cánones como para poder asomamos a la realidad jurídico-teológica de la vida cristiana, y por esto mismo tiene el interés de presentarnos en forma de ordenamientos, por vez primera, cuantas cosas nos dice, sino que, además, es el primer documento que nos habla de cuestiones de las que hasta entonces no consta que se hubiera hablado en la Iglesia.

Es el primer documento que aplica a herejes y cismáticos la doctrina paulina sobre el matrimonio.

Es el primer decreto que prohíbe contraer matrimonio con una hermana de la esposa.

Es el primer documento que habla del celibato eclesiástico.

Es el primer documento para el estudio de la segregación antijudía en España.

Es el único documento que condena la usura en el clérigo y en el laico.

Probablemente es el primer documento que ordena cuidar la extensión de la fe, mediante la opresión, al ordenar a los amos que impidan a los siervos adorar a los ídolos. Así podríamos considerar este canon como el primer documento «inquisitorial».

Y hay muchos otros puntos que quedan también recogidos por primera vez en una legislación canónica: relaciones con actividades de la vida ordinaria oficial, diversiones, moralidad de ciertos actos en concreto (juego, delatores, etc.).  

La visión podría extenderse a problemas dogmáticos, porque si es cierto que la legislación u orientación conciliar es más bien de tipo moral, hay problemas dogmáticos involucrados. Así, por ejemplo:

¿Cuál es la conciencia de la Iglesia en el tema del perdón de los pecados?

¿Quién puede ser el ministro de la penitencia?

¿Hay diferencia entre obispo y sacerdote?

Problema de la disolubilidad del matrimonio.

Todos estos aspectos indicados, y más que se podrían pormenorizar, sirven para que captemos el encanto y la dificultad en la interpretación del concilio. Estas primeras legislaciones canónicas ¿son la primera sanción legal de prácticas ya existentes antes? ¿Son innovaciones que pretenden regular exigencias nuevas? En este último caso, ¿son las nuevas exigencias mera explicitación o aplicación de viejos principios a casos particulares o más bien son la muestra de principios nuevos en la vida de la Iglesia? Por poner un solo ejemplo de los muchos que se pueden aducir: la obligación de los amos de coaccionar a sus siervos a apartarse del culto a los ídolos ¿es una interpretación nueva de las exigencias de la fe cristiana sobre principios no evangélicos?

Es claro que todos los problemas que pueden plantearse tienen una historia; pero no lo es menos que tal historia presenta posiciones contradictorias al principio y al final: en tiempos apostólicos los Apóstoles son casados. En el Concilio de Elvira se ordena que los sacerdotes sean célibes. En el siglo I los Apóstoles, primero, comienzan a evangelizar por las sinagogas de los judíos; en el sínodo que estamos comentado se prohíbe todo trato con judíos, etc.

Hay otros asuntos en los que el problema es de índole más bien ritual, pero en los que el sínodo aún no ha dado el cambio que la Iglesia dará con el paso del tiempo. Por ejemplo:

— Problema de las imágenes y su veneración.

— Problema de las velas a los difuntos.

— Problema de las diversiones.

— Problema de la magia.

Por todos estos datos, nos hemos planteado la cuestión: incluso en los casos en los que hay elementos suficientes para trazar toda la línea evolutiva de los problemas, pero mucho más en los que el sínodo marca una nueva inflexión, ¿cuál es el modo de interpretar rectamente éste?

Desde la época de la Reforma, las posiciones se dividieron: los reformadores usaron los datos sinodales de acuerdo con su visión de la pureza del Cristianismo primitivo, y los católicos de acuerdo con sus exigencias dogmáticas. Así durante siglos.

En el siglo XIX los estudios evolucionistas interpretaron el sínodo dentro de una concepción completamente evolucionista de la estructura eclesial; los «dogmáticos» clamaron por el absoluto fixismo .

Pero si los fixistas estaban en el error, no lo estaban menos los otros, por no haber atendido debidamente a elementos que eran esenciales en la vida de la Iglesia, y muy en particular, al factor «comunidad». Hoy, al poner de relieve esta dimensión, las posturas interpretativas se van acercando, aunque con diferencias, como veremos.

 

4.3. LA COMPRENSIÓN SOCIOLÓGICA DEL SÍNODO DE ELVIRA

 

Si tomamos como punto de referencia de nuestra interpretación a las comunidades cristianas, para las que el concilio legisló, y estudiamos las condiciones requeridas para pertenecer a las mismas, así como las diversas ordenaciones de la vida cristiana, vamos a situamos en un camino viable para comprender el concilio.

4.3.1. La admisión en la comunidad

Este punto, a primera vista, no ofrece problemas. La pertenencia a la comunidad es una posibilidad ofrecida a toda persona.

El catecumenado dura dos años y el rito es el mismo que en el Nuevo Testamento.

No hay delito que pueda impedir el ingreso, al menos al final de la vida.

Pero es interesante notar algunas disposiciones peculiares que se establecen en determinados casos, con el fin de garantizar la seriedad de la conversión o la pureza de la comunidad. Así el catecumenado de los flamines debe durar tres años , el de los delatores en cuestiones leves, cinco; a los energúmenos y a la catecúmena adúltera y asesina, sólo se les admitirá al final de la vida.

Se impone, pues, una primera constatación: no basta la honestidad pagana unida a la fe. En los últimos casos indicados se puede ver una presión de las exigencias de la vida de la comunidad. A nivel de principio, parece que no debería haber óbice en que un pecador, por muy grande que fuese, o un energúmeno, reciba el perdón y el bautismo tan pronto como lo desee sinceramente, pero el concilio impone condiciones especiales según los casos.

Antes de profundizar más en el tema:, estudiemos lo que excluye de la comunidad. Es materia que nos ayudará a comprender mejor el problema de la pertenencia a la confesión cristiana.

4.3.2. La exclusión de la comunidad

Los comentarios del concilio se han solido enredar en el estudio del significado de la palabra «comunión» y otras relacionadas con ella. Para nuestro fin, sólo queremos considerar las expresiones del concilio en las que positivamente se afirma que ni siquiera «al final» se admitirá al pecador o las otras en las que se habla de «abstenerse» o formulaciones más generales. Son 19 los cánones que hablan de que ni siquiera «in fine» se admitirá al pecador, 6 más los que de un modo más general hablan de «ser apartado de la Iglesia», y otros 4 de «impedirle la comunión» o abstenerse de la comunión. Para nuestra consideración.

De todos estos cánones unos hablan de idolatría, otros de faltas contra la castidad en una u otra forma, otros aluden al asesinato; algunos que suelen interpretarse como relacionados con la idolatría (merecen revisión, ya que no está del todo claro y pudiera ser que la razón, por ejemplo, de prohibir la relación con los espectáculos no fuera de tipo teológico-dogmático sino de otro tipo moral o, simplemente, de tabú, por considerar malos a los espectáculos. Nos interesa atender a estos cánones que no son tan claros, pues eremos que nos permiten captar algunos de los rasgos distintivos de la sensibilidad de las comunidades. Podemos agruparlos en cinco secciones:

 

4.3.2.1. Problemas relacionados con el sexo

 

Canon LXVI: A los que se casan con hermanastras, por ser incesto, ni al final se les dará la comunión.

Canon LXXII: La viuda que fornica, si se casa con ese mismo hombre podrá ser admitida a la vida de comunidad tras cinco años de penitencia; si se casa con otro, no se la admitirá ni al final. Y si fuere fiel el que se casa con ella no recibirá la comunión sino tras diez años de penitencia, a menos que la enfermedad obligara a darla antes la comunión.

Y ya hemos recordado al canon que prohíbe casarse con hermanas de la esposa.

Estas disposiciones, con la peculiaridad de ser en parte innovaciones respecto a la ley romana, y probablemente incluso respecto a los usos cristianos primitivos, están denunciando que el sexo desempeña un papel esencialmente distinto en la comunidad cristiana que en la sociedad pagana.

Si añadimos lo que más adelante diremos, sobre el papel del sexo, o mejor dicho, de su represión en la vida de la jerarquía de la Iglesia, nos encontramos con que esta dimensión de la vida ha tomado carácter numinoso. Las modificaciones, que semejante cambio impondrán en la moral cristiana, podemos imaginarlas. De momento constatamos por parte de las comunidades cristianas una autodefinición en este aspecto que las contrapone, en algo muy sensible, a la forma de vida y a los valores de la sociedad pagana e incluso judía.

4.3.2.2. Problemas relacionados con la «seriedad» de las comunidades

Agrupamos, conscientemente, una serie de cánones que no se refieren a lo mismo, pero que tienen un común denominador: todos parecen vigilar porque en la vida de los cristianos no haya nada que pueda ser empleado para escarnecerles. O si se quiere expresar de otra manera: todos eliminan de la sociedad cristiana la ligereza, el ruido y las apariencias de mal.

Canon XXXIV: Se prohíbe encender velas en los cementerios, para no inquietar a los difuntos.

Canon XXXVII: Se prohíbe que los aquejados de «posesión de mal espíritu» enciendan velas públicamente, lo que parece significar que se les prohíbe servir en la liturgia.

Canon LII: Se prohíbe poner en las iglesias pasquines difamatorios.

Canon LXII: Se prohíbe la profesión de auriga o comediante.

Canon LXVII: Se prohíbe tener esclavos lascivos y disolutos.

En los primeros años y décadas de la expansión cristiana, un cristiano no se distinguía externamente de un pagano. Para que se le conociera había de ser denunciado. Ahora las cosas han cambiado. Las «exigencias» de la «fe» se hacen cada vez más exteriores. Podríamos decir que la comunidad cristiana está adquiriendo un «porte» diverso del pagano. El Cristianismo es algo «serio». Y en cierto modo se comprende: tiene iglesias, tiene cementerios, hay amos cristianos que tienen esclavos, hay una liturgia en la que participan grupos numerosos. Da la impresión de que estas determinaciones de la vida cristiana no son derivadas directamente de las exigencias de la fe, sino de la realización de la fe en unas determinadas circunstancias históricas y en una determinada cultura y sólo se pueden entender y justificar en la hipótesis de que se parta de ese presupuesto: la aceptación de esa cultura como campo de vida.

Lo curioso es que constatamos que esta «seriedad» es algo que debe ser anhelo de los espíritus mejores de la época. El arte del Bajo Imperio está denunciando las mismas aspiraciones, la vida pública se ordena según estos moldes de hieratismo y seriedad. El Cristianismo parece haber canalizado en su estimación de los valores de la vida las corrientes de sensibilidad que fluían en aquella época. Y lo ha hecho con rigidez, bajo pena de exclusión de la comunidad.

Creemos que se pueden buscar las razones particulares para cada prohibición, pero hay que interpretar cada caso concreto dentro de este espíritu de época, sin el que difícilmente se comprenderán por lo menos algunas de ellas. Y, por supuesto, dentro de las exigencias de la vida de comunidad, que se enfrenta a un mundo que la está mirando.

4.3.2.3. La configuración de la jerarquía eclesiástica

No nos interesa tocar aquí el tema de la definición teológica de cada grado de la jerarquía. Otros lo han estudiado ya y nos llevaría demasiado lejos. Lo que aquí queremos recoger son aquellas disposiciones que dan al clero una apariencia externa, lo configuran de cara a la comunidad y al mundo gentil y como consecuencia crean las líneas madres de una antropología especial.

Los cánones que queremos traer a colación son:

Canon XVIII: Los obispos, presbíteros y diáconos, si se descubre que han fornicado, por razón del escándalo y por razón del crimen, no reciban la comunión ni siquiera al final.

Canon LXV: Si la esposa de un clérigo adultera, y al enterarse éste no la arroja de casa, que ni al final reciba la comunión no sea que aparezcan como maestros de crímenes los que deben ser ejemplo de una conducta buena.

Canon LXXV: Si alguien acusa de crímenes falsos al obispo, presbítero o diácono, sin poder probarlos, ni al final se le debe dar la comunión.

Añadamos el canon referente al estado de las vírgenes.

Canon XIII: Las vírgenes consagradas a Dios si se dedican luego a servir a la lujuria, ni al fin reciban la comunión. Si fue por debilidad y hacen penitencia toda la vida, déseles la comunión al final .

Y, por supuesto, tendríamos que recordar el ya citado canon XXXIII en el que se impone el celibato al clero.

La jerarquía cristiana, a imitación de la pagana o independientemente de ella, pero contemporáneamente, se ha visto en la necesidad de ser «ejemplar». Es una muestra más de la «seriedad» de que hemos hablado, pero que por su trascendencia merece ser puesta de relieve con especial empeño.

Podemos constatar de nuevo, también aquí la sublimación del sexo, que de nuevo aparece con especial carácter numinoso. Aplicada a la jerarquía de la Iglesia, se nos aparece llena del mismo sentido sacral de que se va llenando el universo. Y la misma Iglesia se sacraliza, no sólo en su liturgia sino también y, socialmente, de manera más visible en sus ministros.

Es en tomo a ellos como se organiza el grupo cristiano, y para que quede claro se les significa externamente con leyes graves y duras. Parece claro que si la ejemplaridad del clero, lo mismo o a mayor abundamiento que la de los cristianos es exigencia connatural de su fe, no lo es el tipo de ejemplaridad que aquí se les exige. Su unidad con el sexo es una imposición de la mentalidad de la época en la que tal imposición surge. Y parece claro que las razones de tal planteamiento hay que verlas en la necesidad de configurarse el grupo cristiano en contraste y competencia con los demás grupos que constituían la sociedad contemporánea. En la competencia por el prestigio que hay establecida, cada grupo aporta su espíritu presentándose con sus mejores galas. Y el Cristianismo escogió el camino más difícil. Y quizá más eficaz, como veremos.

4.3.2.4. El prestigio de la comunidad

Aparece un canon en el que se excluye de la comunidad por faltas que podemos clasificar aquí:

Canon XLIX: Los que tienen posesiones no lleven a que les bendigan los judíos los frutos que reciben de Dios con acción de gracias, no sea que la bendición de la Iglesia aparezca como inútil o poco eficaz. Los que a partir de ahora obren contra esta norma, sean arrojados de la Iglesia.

Las relaciones del grupo cristiano con los demás grupos sociales son sometidas a una seria legislación en el concilio: los paganos deben dejar toda sombra de paganismo si quieren entrar a formar parte de la comunidad cristiana. Los judíos comienzan a significarse como grupo rival peligroso y frente a ellos el concilio adopta posturas serias.

Se prohíbe el matrimonio con judíos, se prohíbe el trato con judíos, incluso bajo pena de excomunión, esta vez medicinal, se prohíbe la fornicación con judíos, pero sobre todo, y esta vez con excomunión sin paliativos, se prohíbe conceder beligerancia a los ritos judíos.

Es difícil ver una razón dogmática suficiente para justificar tales medidas. Y la única razón que las explica parece ser la rivalidad de grupos a nivel de prestigio de cara a unos fieles que se dejan arrastrar por esas razones de tipo exterior.

Una razón que confirma lo dicho es la «benevolencia» conciliar frente a los miembros de otros grupos que quieren venir a la fe. A los herejes se les recibe sin grave dificultad y a los paganos se les ponen sólo las restricciones exigidas por la garantía de su sinceridad. Incluso se guardan miramientos con aquellos cristianos que tienen que convivir con los paganos por razón de su posición social. Pero no así con los judíos. Toda la historia posterior del problema durante el siglo IV demuestra que los judíos nunca estaban frente a los cristianos como catecúmenos o como inferiores, y es precisamente esta postura rival lo que el grupo cristiano no puede tolerar.

4.3.2.5. La expansión de la fe

El Cristianismo se ha hecho combativo. El valor absoluto de la fe se proclama a propósito de los matrimonios mixtos, pero hay un canon en el que la combatividad no es mera defensa. Hay impulso de conquista. Y no es sólo como en el caso de la dignidad de la jerarquía, impulso de conquista por vía de ejemplo, sino de conquista por fuerza de opresión. Es el canon XLI: En las casas cristianas no debe haber ídolos. Los amos cristianos los deben prohibir. “Transijan sólo si temen la rebelión de los siervos, pero en tal caso ellos consérvense puros. Si no obran así, considérense como extraños a la Iglesia”.

Es cierto que el sínodo predica la paz sobre la intolerancia, pero también lo es que pone en marcha un principio cuya aplicación va a ser imposible de controlar: el empleo de la autoridad en la difusión de la fe.

La falta de matices, el sentido de la totalidad, la concepción antropológica unitaria sin atención a eventuales personalismos es una de las características de la cultura del Bajo Imperio. Y aquí la fe y la antropología cristiana se ve afectada de semejante situación.

El conjunto de situaciones o actuaciones que excluyen de la comunidad nos ha permitido captar la dinámica de un grupo que no es una subcultura sin relación sensible con el o los grupos culturales en los que se halla inserto. Es una «sociedad» que se está organizando sobre principios de convivencia y de lucha con las demás que funcionan en la vida pública. Y esto no por razones de propia connaturalidad, sino por exigencias de realización concreta.

Es apasionante estudiar en qué medida esa realización viene condicionada por los reflejos que recibe de la sociedad pagana, por lo menos de los espíritus cultivados del mundo grecorromano. La conjunción de escalas de valores procedentes de la mística evangélica y de la sensibilidad ambiental no siempre es fácil de llevar a cabo, pero es la misión del momento y está en la base de todo el proceso que estamos considerando.

Probablemente el contraste con el poder pagano padecido durante medio siglo de persecuciones ha sido factor decisivo en la aceleración de la estructuración del grupo cristiano, pero antes de hablar de esto vamos a intentar precisar más algunos aspectos de la vida interna de los cristianos. Sólo así podremos comprender la razón de su éxito en el conflicto y crisis a que se ve sometida.

4.4. Esplendor de la vida de la comunidad

Si hasta ahora hemos intentado descubrir algunas de las razones que llevan a establecer un catálogo de delitos sancionados con pérdida de la ciudadanía cristiana en caso de no cumplimiento de las exigencias conciliares, la atención a determinaciones positivas no penalizadas en absoluto o sancionadas con penas menores nos va a permitir captar mejor las razones del éxito del Cristianismo en la sociedad de su tiempo.

4.4.1. La liturgia

La liturgia es el punto de referencia y de justificación de la vida del grupo. Se podría decir que, en alguna manera, es una de las fuentes de la nueva moralidad. Es ella, con su sacralidad, la que explica tomas de posición que por la sola tradición o sola la Biblia no se comprenderían.

Frente a la sensibilidad pagana y a sus fiestas, el mundo cristiano reacciona sacralizando el tiempo. La semana es el eje del vivir cotidiano; la estructuración del año litúrgico permite a los creyentes puntos de referencia y de estimación diversos de los del mundo gentil; la reglamentación de las prácticas disciplinares, como el ayuno crea en los fieles la conciencia de lucha ininterrumpida.

Ni que decir tiene que es en las celebraciones litúrgicas donde el cristiano se hace consciente de su dignidad. Allí desaparecen las desigualdades sociales. Allí mandan otras leyes que en el mundo exterior. Allí hay otro sistema de valores y otra jerarquía.

Es en función de esa mística de contraste y de sublimación donde hay que situar determinadas tomas de posición que fuera de tal contexto no tendrían explicación, por ejemplo, las medidas que se establecen respecto a los energúmenos.

Y es la peculiaridad de esta liturgia, que busca sus fuentes de inspiración en la Biblia, y que hasta esta época ve como nefanda la liturgia y prácticas religiosas paganas donde hay que situar las prohibiciones de hacer representaciones en las paredes de las iglesias.

La liturgia es, sobre todo, el campo de acción de la jerarquía y su justificación más eximia.

4.4.2. La jerarquía

En el N. T. se puede constatar en la comunidad cristiana una posición jerárquica que pudiera calificarse de «antisacral». Se evita el término de «sacerdote» para calificar a los ministros del Cristianismo. Se utilizan los de «obispo», «presbítero» y «diácono» que originalmente designan funciones relacionadas con la vida de las comunidades, no principalmente la vida litúrgica.

En el siglo IV las cosas están cambiando. Más arriba hemos visto que el vocablo de «sacerdote» no se usa con toda nitidez de concepto, pero es claro que sí se aplica con plenitud de significación a los ministros cristianos. Y en su conjunto la jerarquía se define por relación al culto. La expresión «in ministerio positi» del canon XXXIII es definitiva.

Es cierto que ya en el N. T. se requerían cualidades de honorabilidad para los jerarcas de las comunidades cristianas, pero las nuevas precisiones que ahora se añaden piden más. No basta con la honradez u honorabilidad. Ahora se requiere la «sacralidad», que naturalmente se justifica en relación al culto como hemos visto.

La «seriedad» de que antes hemos hablado en la configuración de las comunidades es particularmente notable en la determinación de la jerarquía eclesiástica. Los ministros han de ser conocidos, de procedencia absolutamente intachable por ningún concepto, ni pecadores fornicarios , ni procedentes de la herejía, ni libertos que dependan de personas que les puedan pedir cuentas .

Su vida personal ha de ser eximia a nivel de moralidad sin que actuación alguna la empañe: no deben practicar la usura, no deben recibir regalos de los no bautizados, no deben recibir dinero por sus servicios litúrgicos, si trabajan que sea de manera no reprochable por nadie. Igualmente su «ejemplaridad» ha de ser total a nivel de «sacralidad»: no sólo han de ser célibes, sino que han de parecerlo no admitiendo mujeres extrañas a vivir en su casa.

Y, por supuesto, no deben ser señores de horca y cuchillo en la vida de la Iglesia. Son fundamentalmente servidores y por ello se determinan las leyes a que han de someterse y con las que han de conformar su actuación en el ejercicio de su autoridad comunitaria respecto a los pecadores, en la readmisión de los mismos a la comunidad, en eventuales casos de canonización, se determina su obligación de tomar parte en el bautismo y su deber de reglamentar la vida de relación entre las diversas comunidades.

Es claro que esta serie de disposiciones no podían ser aceptadas por la jerarquía sino por razones que eran, o se consideraban, superiores. Y parece claro que tales razones son un elemento ideológico o espiritual que condiciona absolutamente el devenir sociológico desde fuera, pero no es éste el punto en el que hoy queremos insistir . Quede por el momento constancia de que el grupo o grupos cristianos se constituyen en torno a una jerarquía que se autoexige sin límites.

4.4.3. Las personas consagradas a Dios

Plantear el tema del monacato, hablando de la Historia de la Iglesia española antes de Constantino puede parecer por lo menos extraño, si no demencial. Nos faltan documentos y de los que tenemos la interpretación ordinaria había sido justamente contraria a cualquier planteamiento, como indicamos más arriba.

Sin embargo, el Concilio de Elvira habla de que obispos o clérigos no tengan consigo más que hermana o hija virgen consagrada a Dios. ¿Qué tipo de consagración era ésa? ¿Presupone un cierto tipo de monacato elemental? Así lo ha entendido F. Iñiguez Almech, y aunque el problema no ha sido discutido a fondo todavía, creemos que es sumamente digno de consideración. Este autor, estudiando las iglesias rupestres españolas se ha encontrado con un florecimiento del monacato y una tipología arqueológica muy semejante a la que se encuentra en el oriente, y en concreto en Capadocia. Es difícil ver en la raíz de tal florecimiento una radical oposición por parte de la jerarquía, sobre todo teniendo en cuenta que el canon XXVII del Concilio de Elvira que acabamos de citar nos deja ver una realidad de visión sacral que parece pedir una visión «monacal» de la vida y teniendo en cuenta que las primitivas Iglesias españolas son en buena parte monasterios de hombres y mujeres que viven geográficamente juntos, si bien sus moradas son diversas y las Iglesias están divididas en dos, sin duda para ser utilizadas, una, por la comunidad de hombres, y otra, por la de mujeres .

La formulación del canon VI del Concilio de Zaragoza del año 380, dice así: «ítem legit: Si quis de clericis propter luxum vanitatemque praesumptan de officio sponte disceserit, ac se velut observationem legis in monaco videre voluerit esse quam clericum, ita de ecclesia repellendum erit nisi rogando atque observando plurimis temporibus satisfécerit, non recipiatur. Ab universis episcopis dictum est: Ita fiat».

Es difícil saber qué significa la palabra «luxum», pero el título del canon debió entenderla en el sentido de vivir con mayores medios de vida, ya que tal título reza así: Ut clericus qui propter licentiam monachus vult esse excomunicetur. Ese propter licentiam parece querer indicar una vida más decorosa.

Iñiguez Almech ha entendido el canon como un intento de la jerarquía para retener la corriente que arrastraba a muchos sacerdotes a hacerse monjes dejando abandonada su tarea pastoral y es probable que tenga razón, y que al final del siglo IV el monacato fuera una realidad con suficiente fuerza como para plantear un problema a la estructuración y equilibrio de las fuerzas vivas en la Iglesia.

Pero a fines del siglo IV la sociología de las fuerzas en la Iglesia es absolutamente distinta. Han cambiado muchas cosas y muy en particular han ocurrido el edicto de Milán, y luego toda la controversia arriana con sus implicaciones políticas y sociales en la vida de la Iglesia. Ha sido probablemente debido a ambas razones como el movimiento monacal ha tomado gran vigor en la Iglesia. Antes de tales acontecimientos no nos consta que tal movimiento se hubiera producido y las fuerzas sociológicas que estamos considerando más bien parecen excluirlo. Las personas consagradas a Dios de las que se habla en el sínodo de Elvira responden a otro contexto sociológico: viven en la vida urbana y responden a exigencias evangélicas perfectamente compaginables con una vida en la comunidad cristiana global. Más aún son precisamente una parte muy importante de tal comunidad.

Quizá no fuera impropio decir que durante los primeros siglos toda la Iglesia intentó vivir en un estado de cerrazón comunitaria que la hacía semejante a un cenobio. Las fuerzas que impulsan ahora a abrirse a la convivencia del mundo, quizá lleguen a crear la segregación de los consagrados en un tipo de vida distinto y monacal, pero esto será posterior. Antes es precisa la victoria del grupo cristiano. Sólo en este sentido germinal creemos que se pueda hablar de un monacato preconstantiniano. En España, como en todo el resto de la geografía del Imperio no hay monjes antes de la paz de la Iglesia, pero sí existen los presupuestos para que, sin mucho influjo externo, surjan reglas que configuren la nueva sociología.

4.4.4. El pueblo

Frente a una sociedad como es la del Imperio Romano, sobre todo en sus últimas fases históricas, en la que la riqueza se concentra cada vez más en manos de cada vez menos, quedando relegada la inmensa mayoría de la población a la miseria más negra, y constituyéndose así la minoría privilegiada en punto menos que omnipotente dueña y señora de vidas y haciendas, la Iglesia presenta su propio orden basado en una jerarquía que se autoexige sin medida. Unos dirigentes que fomentan la conciencia de la dignidad del pueblo, que le sirven sin pedir nada a cambio y que realizan en algún modo un ideal de unidad que está en las mentes de todos es algo que no podía menos de ser bien recibido.

Pero además toda la dinámica del grupo estaba orientada en función del servicio al grupo, que a su vez vivía en comunión de exigencia con su jerarquía. Y las necesidades más urgentes y graves son atendidas sin dilación y con eficiencia.

El grupo cristiano no se presenta como revolucionario. Para dialogar con el mundo circundante no podía serlo y por la misma razón no repara en admitir sus estructuras. Así ocurre con la esclavitud. El Cristianismo primitivo no la había abolido. Cierto que entre sus filas no se diferenciaban en nada el trato dispensado a esclavos y señores, y que San Pablo había dicho que no importaba ser esclavo o libre, pero la institución no fue condenada en mayor medida que lo fue toda la estructura mundana.

Al pasar el tiempo y comenzar el enfrentamiento con los problemas reales, el Cristianismo se mantiene en la misma tónica. En el Concilio de Elvira hay pocos cánones, pero bastan para captar la postura. El canon V condena a los amos que maltratan a los esclavos. Es cierto que se trata en concreto de un caso extremo y especial, pero no es menos cierto que la legislación para un caso así deja ver toda una postura y, sin duda, abarca en su óptica a una serie de casos menos graves pero enfocados y resueltos con los mismos principios.

Más importante es el canon que habla de la usura. El mal del dinero que producía sin trabajarlo era un cáncer en el mundo antiguo. Los pobres, aun trabajando al máximo, difícilmente podrían devolver nunca el dinero y pagar sus intereses. La postura de la Iglesia en este punto tuvo qué contribuir absolutamente en favor de su popularidad. El Concilio de Elvira no regula la vida positiva de la comunidad en el orden económico, pero todas las indicaciones que da respecto a la vida del clero y este canon contra la usura, que es condenada tanto en el clérigo como en el seglar, son una buena prueba de la absoluta diferencia frente a la sociedad pagana, en la que el capitalismo y la opresión más feroz eran la ley de la competitividad, con el agravante de que el poder político estaba sin excepción en manos de los ricos.

Es claro que el Concilio de Elvira ni el Cristianismo en general era, en esos años, capaz de resolver situaciones a nivel legal. Ni podía eliminar la esclavitud, aunque se lo hubiese propuesto ni implantar otro sistema económico que el vigente, por lo que los dos campos aludidos más que como triunfos de la sociología cristiana hay que verlos como banderas de esperanza y como soluciones parciales a nivel de vida interna del grupo. Y por igual razón todo lo que hasta este momento el Cristianismo puede ofrecer a sus adeptos es más constitutivo de una antropología que realidades palpables rentables en una economía contabilizable.

Pero siendo eso así, ya se ve la importancia de las aportaciones del Cristianismo a la conciencia y a la moral del grupo. Y la necesaria atención que hemos de prestar a tales dimensiones.

Así, en primer lugar, hay que notar que la moral cristiana es una moral de matices. Quien pretenda juzgar el Concilio de Elvira por los llamados «cánones novacianos» ni ha entendido estos cánones ni ha leído los cánones conciliares. Es éste otro de los caballos de batalla en la interpretación del sínodo, pero no podemos prescindir de revisar el problema precisamente en razón de la luz que arroja a nuestro planteamiento.

Como connotaciones de tipo general, advirtamos que hay una amplísima serie de cánones que no llevan aneja penalización alguna, y toda otra serie igualmente muy amplia cuyas penalizaciones varían en un año, dos, tres, cinco, siete, diez años y una penitencia no definida. E igualmente digno de mención es el motivo de la penitencia que se da expreso por lo menos en dos cánones; tanto tempore abstineat ut correptus esse videatur y placuit eum a communione abstineri, ut debeat emendari, textos éstos de los que muy verosímilmente podemos deducir que la penitencia prescrita por el concilio es un mero instrumento de la comunidad para garantizarse a sí misma la sinceridad de las posturas ante Dios. De igual modo que la exclusión absoluta de la comunidad no es más que el modo de garantizar una Iglesia que sea realmente un «espacio» de gracia, sin prejuzgar en nada el mundo interior del penitente ni sus relaciones personales con Dios.

Pero concretando las tomas de posición del concilio, el cristiano se ve atendido en sus problemas personales, sea cual sea la situación en que se encuentre. Si está encaramado en la vida civil, la moral cristiana le prohíbe la idolatría, pero no le obliga a posturas heroicas de ruptura; hay una exigencia de apartamiento y de eliminación de prácticas paganas y de creación de ritos nuevos, pero tal exigencia no ahoga. Y lo mismo ocurre si el que quiere aceptar la fe está en las filas de la herejía y hemos de pensar que de otros grupos o confesiones religiosas.

Si los avatares de la vida ponen el creyente en la ocasión de trastornar su recto vivir en las filas cristianas el sínodo ofrece una legislación muy matizada en la que pretende, por un lado, salvaguardar las normas de la convivencia y las instituciones pertinentes y, por otro, garantizar y garantizarse la sinceridad del «pecador» en su oportuna conversión.

Así ocurre en el tema sexual: es distinta la situación del joven soltero, la del esposo adúltero que cae una vez y la del que convierte el adulterio en algo habitual; es distinta la situación del catecúmeno y la del bautizado en relación con los diversos casos que pueden presentarse respecto a las obligaciones matrimoniales; tiene distinta gravedad la postura de los padres si dan sus hijas en matrimonio a herejes o judíos o si las dan a sacerdotes de ídolos o simplemente quebrantan los esponsales; es distinta la gravedad de la fornicación en una virgen consagrada o en una doncella sin especiales compromisos comunitarios o sacros; hay actos más o menos graves dentro de la misma materia, como se especifica para los casos de delaciones y falsos testimonios y aun dentro del mismo acto se distingue la intencionalidad que modifica al valor del hecho independientemente de las consecuencias y hay actos que si no se compaginan con la vida cristiana, su gravedad es mínima, y tras dejarlos, la admisión en la comunidad se verifica sin dificultad mayor, como en el caso del juego.

Pero sobre todo hemos de recalcar que el concilio con todas sus determinaciones tiende a promover el fervor en la fe, demostrado en una vida de comunidad seria, que acredite ante el mundo la fidelidad a Dios y sirva de estímulo y aliciente a los no creyentes para que vengan al único redil y bajo el cayado de Cristo, único pastor.

El grupo cristiano, pues, se nos ofrece a la luz del sínodo, como viviendo su vida aparte y con distintas categorías y escalas de valores que los que regían en la sociedad civil. Más aún, con espíritu de conquista y de exclusión respecto a los valores de esa sociedad civil que no podía menos de encender el conflicto, ya que si el Cristianismo no era tolerante, en igual medida o mayor era intolerante la religión y mentalidad pagana. Los tiempos de la convivencia y de la reducción de la religión a dimensiones únicamente personales, o habían pasado, o no habían llegado. El siglo iii era tiempo de crisis, y la crisis se manifestó en violenta persecución.

5. El conflicto

Parece claro que en España se dieron algunos conflictos entre ciudadanos cristianos y paganos, al margen de las persecuciones. Los casos de las pasiones de las santas Justa y Rufina y el canon LX del Concilio de Elvira son buena prueba de ello. Pero es claro que estas contraposiciones indígenas no hubieran sido objeto de mucha literatura si no hubiera sido por las persecuciones de cristianos decretadas por los emperadores, muy concretamente por Decio, Valeriano y Diocleciano.

El problema, pues, de las persecuciones ha de ser planteado a nivel global de la situación del Cristianismo en el Imperio Romano y de las estructuras mismas del Imperio.

Y no es fácil ni de plantear ni mucho menos de solucionar. ¿Por qué fueron perseguidos los cristianos?

P. B. Gams dedicó un capítulo de su Historia de la Iglesia de España a recensionar una serie de trabajos de mitad del siglo pasado que de algún modo se había ocupado del tema. Los autores que estudia son estudiosos de primera magnitud y de sus obras la impresión que se saca es que el problema no tiene solución a nivel documentarlo.

En los últimos años se ha vuelto a replantear el problema por enésima vez y la solución sigue estando poco clara.

En las fuentes, como nota M. de Ste. Croix, la razón que aparece es la negativa de los cristianos a adorar a los dioses paganos. Pero el problema estriba en juzgar por qué se puso a los cristianos en tal disyuntiva bajo pena de la vida, y esto con carácter general en todo el Imperio y por decreto positivo gubernamental. Y, sobre todo, hay que dar razón de por qué en la segunda mitad del siglo III y primeros años del siglo IV la persecución revistió caracteres distintos en cuanto a violencia y ensañamiento que lo que había ocurrido en los dos siglos anteriores. Esto no lo explica M. de Ste. Croix, o por lo menos no lo explícita.

Las fuentes de la Historia de la Iglesia en España no ofrecen documento alguno para plantear el problema de que hablamos hasta la época de Decio. Y aun en esta época, como hemos visto, no aportan nada propio. La situación en España es parecida a la del Occidente y nuestra interpretación de toda ella ha quedado expuesta arriba.

Pero quizá no hay, en la Historia de la Iglesia un documento más interesante para replantear el problema de las persecuciones que el Concilio de Elvira, en razón de la abundancia y pormenores de sus cánones.

Las actas de los mártires siempre apoyan la condena en la negativa cristiana a adorar las divinidades paganas. ¿Qué crimen era éste? No basta con acudir a la mentalidad pagana y antigua para creer explicadas todas las cosas. Ningún pueblo ha sido cruel por naturaleza ni por educación, y en el siglo IV los cristianos eran suficientemente conocidos en la opinión pública para que se viera la crueldad que suponía una persecución generalizada. Tiene que haber razones que hagan más clara la persecución.

Según nos permiten ver los cánones del sínodo iliberitano, la negativa de los cristianos a adorar a los dioses del Imperio iba acompañada de una serie de realizaciones en la vida práctica que efectivamente ponían al Cristianismo en conflicto total y absoluto con la vida cívica. De implantarse el Cristianismo como religión oficial del Imperio o como religión mayoritaria se habría acabado la vida cívica tal como la entendía el ciudadano romano: los cristianos no podían ser aurigas ni cómicos, como hemos visto, y mucho menos aún permitir juegos sangrientos. Era evidente que la faz de las ciudades habría de cambiar en la hipótesis de una «cristianización» del Imperio.

A mayor abundamiento habrían de cambiar los ritos de la vida oficial. El Cristianismo no pretende destruir tales ritos, según hemos visto, pero los excluye y, en el supuesto de un incremento de las filas cristianas, inevitablemente habrían de ser liquidados. Y ya se sabe del miedo instintivo de todas las sociedades al vacío institucional.

El Cristianismo, según el Concilio de Elvira, no aceptaba el orden económico vigente. Prohibiendo el préstamo a interés, aun con las medidas restrictivas que tal prohibición se pueda entender, sembraba el desconcierto entre los que no participaban de su mística fraternal. Y ya se sabe del interés puesto por los «possessores» en defensa de sus pretendidos derechos. 

Añadamos el problema de la libertad en sus múltiples aspectos. El mundo antiguo era amigo de vistosidad y el Cristianismo proclamaba y exigía la austeridad, que sin duda restringiría mucho, al menos potencialmente, las fiestas y desfiles populares (cf, canon LVII); el sexo en la religión cristiana se sublimaba, pero por lo mismo se eliminaba de la pública circulación, cosa que no creemos que fuera del agrado de las masas que amaban del teatro obsceno y de frecuentar las cortesanas; de igual modo el mundo antiguo era amigo de novedades incluso en cuestión religiosa: todos los dioses podían echar una mano en caso de necesidad, y frente a tal postura el Cristianismo exigía de los señores que recortasen la afición de los siervos hacia los ídolos (canon XLI) y lo mismo hemos constatado respecto a la exclusión de los grupos rivales en la vida religiosa, como es el caso del grupo judío.

En una palabra, el grupo cristiano, en la dialéctica de fuerzas, en que había llegado a situarse y tras de la modificación experimentada para constituirse en grupo social expansivo, era incompatible con la vida del Imperio, tal como históricamente se realizaba. Era incompatible con un Imperio compuesto fundamentalmente de «ciudades» y con ciudadanos dotados de mentalidad «urbana». Estamos tratando de un Imperio Romano tal como históricamente se realizó y de un Cristianismo tal como históricamente se fue configurando al expansionarse.

Los filósofos paganos posiblemente influyeron en el desatarse de la furia persecutoria, pero si adujeron razones «filosóficas» y sus razones fueron oídas, hay que leer u oír tales razones atendiendo a todo el trasfondo sobre el que se formulan y sólo en tal contexto adquieren el sentido y el relieve que las hizo eficaces. Y del mismo modo la negativa del fiel cristiano a adorar los dioses de Roma era algo más que cuestión «religiosa»: era combate a vida o muerte con la realización concreta de la vida romana y tales posturas en la época en que se dan, los contemporáneos las captan antes de confesarlas explícitamente los que las profieren e incluso aun sin que sean del todo conscientes o proferidas por los que las viven.

 

6. LA SOCIOLOGÍA DEL PRIMITIVO CRISTIANISMO ESPAÑOL

 

Hubo tula época en la que estuvo de moda la historia biológica y los historiadores que dedicaron su atención a los documentos que acabamos de considerar recalcaron las «peculiaridades» de la Iglesia española. Desde Gams hasta García Villada y aun más tarde no hay obra que omita una alusión al modo de ser español. Era la época del folklore.

El mejor conocimiento de la problemática socio-religiosa del Imperio Romano y el avance de las exigencias epistemológicas de la sociología ha hecho ir las investigaciones por otros caminos durante los últimos cincuenta años. Así los dos trabajos citados de Dólger han insertado otros tantos cánones del sínodo de Elvira dentro de una discusión fecunda que los hace mucho más importantes, aunque mucho menos «peculiares».

Es precisamente en esta problemática en la que creemos que hay que estudiar el contenido del concilio y es a esta forma de ver las cosas a la que creemos que aporta luz muy valiosa. Para ella queremos destacar algunos rasgos del Cristianismo que se refleja en el concilio.

En primer lugar es un Cristianismo urbano, en el sentido de que las comunidades se hallan realizadas en ciudades, siguiendo las calzadas romanas y, por decirlo de una vez surgido y crecido al calor de las instituciones romanizadoras..

Es un Cristianismo jerárquico y legalista. No hace falta que nos detengamos en ponderarlo después de todo cuanto hemos dicho más arriba.

Pero a la vez es fervoroso como lo acredita la exigencia de los cánones y el rigor de su penitencia. Y es eficaz socialmente como también hemos visto.

Y, finalmente, nos permite incluso entender el problema de las persecuciones por su forma de definir el Cristianismo.

Creemos que este conjunto de matizaciones son elementos a integrar en análisis tan precisos como los de Frend y que una vez integrados modificarían esencialmente sus conclusiones. El problema del Cristianismo en esta época no es la contraposición de mentalidad rural-mentalidad cultivada urbana. Ni es tampoco problema de grupos carismáticos-Iglesia jerárquica. Es problema de autodefinición en una dinámica evolutiva concreta, en la que, a falta de una fuerza central unificadora, los diversos grupos presentan asincronías en su evolución, muy frecuentemente en relación con las personalidades que formulan la teología al adaptarla al caso concreto y a las exigencias de las circunstancias, pero unos y otros grupos van cediendo a la misma presión para organizarse, en el caso de sobrevivir, de una manera no muy diferente.

La misma constatación hemos podido hacer en otro lugar al estudiar la figura y posición ideológica y social de San Juan Crisóstomo (165) y allí además, estudiamos un tema que el Concilio de Elvira, precisamente por su carácter conciso y legal no nos permite estudiar: el tema de la reducción de la teología a la intrasigencia de la letra (166). Afirmábamos allí, y creemos que de manera irrebatible, que todo ese proceso, que caracterizábamos con el nombre de «judaización» tiene que ver con el problema de la cultura del Bajo Imperio y con la mística del momento. Si a esto se le quiere llamar ruralización es cuestión de nombres, pero hay que hacer mucha violencia al vocabulario para incluir a un Juan Crisóstomo dentro de la cultura rural, como habría que hacerla para incluir a Osio, alma del Concilio del Elvira (167).

Así el primitivo Cristianismo español entra de lleno en la profundización de los problemas del mundo antiguo y España no se nos presenta más que como un episodio más, brillante e importante, dentro de una vida que trasciende toda la sociedad y toda la historia de la época. Esta es su pobreza y esta es su grandeza.

 

PARTE SEGUNDA

LEYENDAS DEL CRISTIANISMO ESPAÑOL PRIMITIVO

 

Con la metamorfosis de la cultura antigua que da lugar a la Edad Media acaece también en el orden religioso una transformación cuyas características sería prolijo enumerar, pero que podríamos calificar de «cosmicización» de la religión. El culto a las reliquias, el acercamiento a la magia, la vinculación a los lugares de culto cómo sagrados serían algunos de los rasgos más llamativos de la nueva situación. Se une la rudeza de los tiempos que por su falta de cultura no son exigentes en cuestiones críticas y aceptan con suma facilidad como verdaderas aquellas cosas o verdades que les son útiles.

El proceso de transformación y de aceptación es lento e inconsciente. La selección y elaboración de noticias funciona por mecanismos mentales y sociales que son conocidos. Al final, y como resultados tenemos las leyendas, la «mitología». La valoración de las mismas depende de la proporción entre elemento tradicional elaborado y añadiduras de la imaginación popular.

Tres de estas leyendas vamos a recordar aquí: la de los varones apostólicos, el «ciclo» de Santiago y la leyenda de la Virgen del Pilar.

 

1. LOS VARONES APOSTÓLICOS

 

Las pasiones de San Torcuato y compañeros, contenidas en manuscritos del siglo X, pero cuyo original probablemente se remonta al siglo VIII, el himno «Urbis romulae iam toga candida», probablemente del mismo autor de la pasión, el Martirologio Lionas, el Oracional de Silos y la misa del Sacramentarlo de Toledo son los documentos más antiguos que nos refieren la leyenda: siete varones, son consagrados en Roma por los Apóstoles y enviados a España a la que llegan por el Sur probablemente, ya que desde Guadix evangelizan una limitada zona de las provincias actuales de Granada y Almería. Su actividad evangelizadora es sumamente extraña a la luz de los criterios que regían al Cristianismo en el siglo IU: dejan sumergir en el río a una turba de gentiles, exigen aun antes de la conversión a la «senatrix Luparia» que construya una basílica y baptisterio dedicado a San Juan Bautista, etc.

El elemento de comprobación del contenido de esta tradición nos lo ofrecen por una parte el episcopologio de Ilíberis, transmitido por el Códice Emilianense en el que aparece Cecilio como primer obispo de la ciudad y el culto tributado a Eufrasio en Iliturgi a comienzos del siglo VII.

La leyenda parece excluir el probable viaje de San Pablo a España y tiene todo el aspecto de haber surgido por la pretensión de vincular alguna sede concreta con Roma en época posterior a Inocencio I, pero la posibilidad y aun probabilidad de un elemento inicial histórico ninguno de los comentaristas se atreve a negarla. Más aún, todos respetan la tradición que entre sus múltiples inverosimilitudes, tal como hoy se nos presenta redactada, encierra llamativos detalles de probable autenticidad, como es el hecho de que no se presente a ninguno de estos siete varones como mártires, se haya mantenido su memoria como confesores, a pesar de que no se tributaba culto a los mismos en los primeros siglos.

Por todo ello el problema sigue abierto a la investigación, si bien su importancia parece ser mayor para el estudio de los problemas de hagiografía del alto Medioevo que para la elucidación de los orígenes del Cristianismo en España (168).

 

II. EL «CICLO» DEL APÓSTOL SANTIAGO EL MAYOR (169)

 

Comprende dos partes fundamentales: la sepultura del apóstol Santiago en Galicia y la predicación del mismo en España durante su vida mortal. Son tradiciones distintas que no se funden hasta la mitad del siglo XI.

 

2. EL CULTO SEPULCRAL AL APÓSTOL EN COMPOSTELA

 

Los primeros documentos que lo acreditan son del siglo VII. La obra De ortu et obitu patrum atribuida a San Isidoro, que sin duda se inspiró en los Catálogos apostólicos y la noticia que recoge San Aldhelmo, abad de Malmesbury en su poema De aris beatae Mariae et duodecim Apostolorum dedicatis. Con anterioridad a estos documentos reina un silencio absoluto, que fue puesto muy de relieve por Duchesne.

Esta parte de la leyenda parece haber perdido beligerancia entre los investigadores que no ven la forma de salvar el más pequeño elemento de objetividad histórica en el origen de la tradición y, o bien dan razones que justifiquen ésta, a parte del hecho histórico a que se refiere, o, más modestamente, se limitan a poner el acento en otros aspectos o dimensiones de los orígenes del Cristianismo español.

 

2. EL CULTO SEPULCRAL AL APÓSTOL EN COMPOSTELA (171)

 

Surgió en el siglo IX como consecuencia del descubrimiento en tiempos del obispo Teodomiro y del rey Mauregato de un sepulcro que fue identificado como de Santiago el Mayor y dos de sus discípulos.

En la historia de la investigación, a la vez que ha decaído el interés por defender la predicación del Apóstol vivo en España, ha surgido el problema de explicar positivamente el hecho de su culto sepulcral en Compostela. Y las explicaciones surgidas han tomado dos caminos fundamentalmente; o bien suponen la no existencia del hecho de una traslación del cuerpo del Apóstol y buscan una razón que explique el origen de la creencia, o bien tratan de profundizar en aspectos no suficientemente estudiados del problema que permitan replantearlo en su día, sin excluir la posibilidad de la traslación del cuerpo ni si^ quiera su probabilidad.

 

3. EL SENTIDO DEL CULTO AL APÓSTOL

 

Por el interés y pasión que han suscitado, creemos que vale la pena de destacar aquí una famosa polémica más relacionada con la historia de la España Medieval que con el Cristianismo primitivo, pero centrada en el culto del apóstol Santiago: es la sostenida por Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz entre los años 1940-1960, principalmente. Ambos recogen un dato admitido por todos los estudiosos: el poderoso influjo ejercido por la figura del apóstol en la configuración de la historia de la España moderna, pero ponen el acento en dimensiones diversas del mismo, si bien, al parecer, no muy diferentes a juzgar por los dimes y diretes de la polémica.

 

III. EL TEMA DE LA VIRGEN DEL PILAR

 

Parece claro que en Zaragoza hay un culto a la Virgen en un templo extramuros de la ciudad, ya desde la alta Edad Media. Pero la relación de tal culto con los primitivos tiempos del cristianismo hispano no aparece documentada hasta la Edad Moderna. Ante tal hecho, parece que no vale la pena tratar del problema en este trabajo. Quede aludido.