HISTORIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.La Iglesia en la España contemporánea (1808-1975).
QUINTA PARTELA IGLESIA DURANTE LA II REPUBLICA Y LA GUERRA CIVIL (1931-39)Por Vicente Cárcel Ortí
Capítulo I
LA SEGUNDA REPUBLICA
(1931-36)
1.
La Iglesia española en
1931
Difícilmente pueden entenderse la política religiosa
de la II República y la actitud del catolicismo español ante el nuevo régimen
sin algunas consideraciones sobre la importancia de la Iglesia en España en
1931. Hay que comenzar con algunos datos estadísticos, que deben
ser tomados con gran reserva, ya que las fuentes no ofrecen mucha garantía.
Los cuadros que siguen los he preparado teniendo en cuenta los datos que
proporciona la colección del Anuario eclesiástico, editada en Barcelona
por E. Subirana. Son datos bastante aproximados, ya que Subirana tenía
corresponsales en todas las diócesis. Según esta fuente, al ser proclamada
la República, la Iglesia española mantenía la organización establecida en el
concordato de 1851 por cuanto se refiere a la distribución de arzobispados
y obispados.
Sobre una población nacional que se calcula en 22.949.452
habitantes, los clérigos eran 111.092, distribuidos del siguiente modo: 34.176
sacerdotes diocesanos, 14.035 seminaristas diocesanos, 12.903 religiosos y
47.942 religiosas.
Con respecto a la organización parroquial, había
3.713 arciprestazgos, 1.297 parroquias de término, 3.846 parroquias de ascenso,
8.541 parroquias de entrada, 3.276 parroquias rurales y 3.771 parroquias
filiales o ayudas. En estas cifras quedan incluidas las parroquias llamadas
de «patronato», que en algunas diócesis eran muy numerosas. Las
capillas, santuarios y oratorios ascendían a 18.118. Las casas religiosas
de varones eran 1.067, y las de mujeres, 3.764.
Repito que no garantizo la autenticidad de estos
datos, porque durante la Monarquía no se hizo en España un censo oficial sobre
personas y propiedades eclesiásticas. El primer ministro de Gracia y Justicia
de la República, el socialista Fernando de los Ríos, lo intentó, pero no
El ministro de Gracia y Justicia presentó algunas
cifras incompletas a las Cortes el 8 de octubre de 1931, según las cuales el
presupuesto del culto y clero ascendía a 52 millones de pesetas. La
distribución de esta cantidad se hacía teniendo en cuenta lo establecido
en el concordato de 1851. El cardenal primado tenía 40.000 pesetas de
dotación anual, mientras el sueldo de los obispos oscilaba entre 20 y
22.000 pesetas. Los canónigos percibían cerca de 5.000 los de
metropolitanas y 4.000 los de sufragáneas. A los párrocos urbanos
correspondían cerca de 2.500 y a los rurales entre 1.500 y 2.000, según
sus categorías.
Las propiedades de la Iglesia se calculaban en
11.921 fincas rurales, 7.828 urbanas y 4.129 censos. El valor total de estos
bienes se calculaba en 129 millones.
Estas cifras se prestan, evidentemente, a la
distorsión y a la falsa interpretación, ya que se debe distinguir entre el
valor que teóricamente podían tener los bienes eclesiásticos puestos en venta y
el de la rentabilidad que de hecho tenían. No hay que silenciar tampoco
la enorme carga económica que comportaba la conservación y restauración de
muchas de las propiedades, así como el destino que, en particular las órdenes
religiosas, daban a muchas de sus casas, conventos y monasterios,
especialmente los dedicados a enseñanza, situados por lo general en
centros urbanos. Si se hubiesen vendido, el dinero, bien invertido, hubiera
rentado mucho más, y sin ningún trabajo, del que dejaba su dedicación a la
docencia.
Anticlericalismo
Con ser importante, el aspecto económico no es el
que más nos interesa resaltar ahora, ya que la Iglesia española al llegar la
República tuvo que pagar numerosos errores cometidos durante la Monarquía, y
en concreto durante la dictadura de Primo de Rivera, por su
estrecha unión con el poder político y por su apoyo incondicional a un
régimen injusto y desprestigiado.
Por otra parte, hay que reconocer que la Iglesia
española de 1931 estaba muy retrasada con respecto al progreso alcanzado por la
sociedad civil y al panorama eclesiástico de otros países europeos.
Buscar ahora las raíces de una situación tan compleja, excede los límites
impuestos a este capítulo. Es cierto que el apostolado del clero en el
campo social era muy deficiente. Cuando el catolicismo moderno planteaba
en otras naciones grandes problemas e intentaba resolverlos con nuevas organizaciones
y estructuras, en España se seguía actuando con criterios un tanto superados. Y
aunque no faltaron ejemplos de buena voluntad, quizá en la masa del clero
prevaleció una postura pasiva, agravada en algunos casos por la conducta
menos digna de sacerdotes y religiosos poco observantes.
Resulta muy significativo el juicio que Gil Robles
hace sobre la Iglesia española de 1931. Reconoce abiertamente «que había
comenzado a brotar en esos años, con innegable retraso, un cierto sentido
social, traducido en obras positivas, que no llegó a dar sus frutos por el
indiferentismo de la mayoría de las gentes y en ciertos casos —sobre todo
en el orden del sindicalismo industrial—por una concepción
radicalmente equivocada. Por otra parte, no había conseguido liberarse la
Iglesia del sello que le imprimieran varios siglos de lucha por la unidad
de la creencia, lo que contribuía a mantener abierta una profunda sima
entre la jerarquía y el pueblo, que procuraba ahondar el obtuso anticlericalismo
de muchos de los que se llamaban librepensadores. Alejada cada vez más de
las realidades vivas del país, la Iglesia se presentó al advenimiento de la
República, injustamente, como una aliada de las clases burguesas. El
esfuerzo denodado de muchos sacerdotes y religiosos que dedicaron su vida
entera a los humildes, naufragó en la ola de incomprensiones y rencores, en
cuyo lomo cabalgaban las masas, que se disponían al asalto del poder».
«El diputado católico de más valor y capacidad
política», como Vidal y Barraquer definió a Gil Robles, ofrece un
cuadro sintético, pero perfecto, de la auténtica situación de la Iglesia
española en 1931. Es cierto que estaba «alejada de las realidades vivas
del país». Si esto lo afirmaba un político creyente y practicante,
exponente de la derecha democrática, aunque siempre fue más derechista que
demócrata, no es necesario reproducir textos de otros autores que desde el
laicismo, la indiferencia religiosa o el anticlericalismo atacaron
duramente a la Iglesia por estas y otras muchas razones. Sin embargo, no quiero
silenciar otro testimonio, que me parece muy elocuente por ser su autor, Madariaga, representante típico del intelectual avanzado,
anticlerical, hijo de la Institución Libre de Enseñanza, donde surgieron
tantos padres de la República. Decía Madariaga que a la hora de hacer
política religiosa en España había que tener en cuenta dos hechos: «el
primero es que la descatolización de España es casi nula en las mujeres y
sólo superficial y escasa en los hombres, de modo que todavía durante
mucho tiempo España seguirá siendo una nación católica; quizá, la más
católica del mundo; el segundo, que los defectos de la Iglesia española, y
en particular la incultura de la masa que bajo su manto se cobija, se deben no
a ser católica, sino a ser española, es decir, a que la Iglesia católica
[...] ha acompañado al resto de España en su decadencia e incultura» . Madariaga
hace dos reproches fundamentales a la Iglesia española: «su incultura y su
sentido reaccionario en cuestiones económicas y sociales». Se trata, evidentemente,
de afirmaciones un tanto radicales hechas en el lejano 1935. Ciertamente
deben ser matizadas, porque no siempre la Iglesia española fue así, pero
para 1931 la imagen vale.
Creo que este aspecto es el más grave y el más
interesante, ya que se trata del mayor reproche que se le ha hecho a la Iglesia
española, prescindiendo de su poder económico y de su influjo político. Desde
el siglo XIX es verdad que a la Iglesia católica, en general, se le acusó,
muchas veces injustamente, de impedir el acercamiento de los católicos a
la cultura y a los movimientos intelectuales más avanzados. No entro en
polémica, sino que me limito a constatar un hecho. La reacción ante
esta idea tuvo infinitas manifestaciones anticlericales en todos los
campos culturales, especialmente en el literario. El anticlericalismo en
España tuvo una doble raíz, intelectual y popular, que ahondó sus bases en
las estériles diatribas del ochocientos. El anticlericalismo intelectual
despreció y atacó a la Iglesia por ser enemiga del progreso. Era el fruto
del subjetivismo liberal y del positivismo científico. Mientras el popular
era un anticlericalismo más emotivo y violento. El primero planteó su
política partiendo de la escuela y de la universidad, luchando en defensa
de una libertad de enseñanza, que la Iglesia había impedido durante
siglos amparada en la Monarquía absoluta y liberal. El segundo había
manifestado en España su virulencia y sus características desde la
semana trágica de Barcelona.
Nótese que ambos anticlericalismos estuvieron
siempre muy unidos, de forma que cuando el pueblo saqueaba, incendiaba y
destruía edificios sagrados, e incluso cuando asesinaba a los sacerdotes, ponía
en práctica las consignas recibidas de los líderes políticos en sus
demagógicos discursos callejeros y parlamentarios. En 1906, Lerroux había
dicho a sus «jóvenes bárbaros» de Barcelona que había que destruir la
Iglesia. «Entrad a saco —les gritaba— en la civilización decadente y
miserable de este país sin ventura; destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad
el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres
para virilizar la especie. No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante
los altares. No hay nada sagrado en la tierra. El pueblo es esclavo de
la Iglesia. Hay que destruir la Iglesia»
En 1931, el ambiente general del país era
fuertemente anticlerical, y ello se explica también porque durante los primeros
años de la dictadura el gran periódico católico El Debate fue de los que mayor
propaganda hicieron en favor del régimen del general Primo de Rivera. Después, Angel Herrera, futuro cardenal-obispo de Málaga, por
influjo jesuítico del P. Ayala, cambió la línea política del periódico. Pero la
gran masa de los católicos no tuvo conciencia de sus deberes y
responsabilidades en el orden político-social. Solamente pequeños grupos
demostraron una mentalidad realmente abierta y sensible a los problemas de
la nación, como la primera democracia cristiana; si bien en el fondo
todos sus militantes eran aristócratas y de derechas, aunque durante la
dictadura sufrieron divisiones internas, pues mientras unos colaboraron
con ella, otros, más liberales y demócratas, se mantuvieron al margen.
Por eso, este grupo apareció ante la naciente República con una gran
dualidad, como demostró la conducta política de tres católicos
democráticos tan distintos como Gil Robles, el menos democrático; Martínez
de Velasco, más, y Giménez Fernández, republicano, aunque católico.
El laicismo, pues, y el anticlericalismo subieron
al poder con la República, y la política religiosa que instauraron entroncó
perfectamente con las dos corrientes anteriormente indicadas. Por una parte, se
cuidó exquisitamente una legislación laicista, y, por otra, se toleró la
manifestación callejera y violenta del pueblo. Teniendo en cuenta estas
consideraciones, ciertamente muy sumarias, no debe sorprender una serie
de hechos hasta entonces inéditos en la historia de España, que afectaron directamente
a la Iglesia, porque buena parte de ellos se prepararon y permitieron
pensando precisamente en las instituciones eclesiásticas y clericales Dfel sentimiento anticlerical teórico de los intelectuales
se bajó al más burdo y simple de la masa popular, y de aquí se pasó al
antirreligioso en muchas ocasiones.
2.
La JERARQUÍA ECLESIÁSTICA
Los metropolitanos
Durante la dictadura del general Primo de Rivera
(13 septiembre 1923-28 enero 1930), la Monarquía de Alfonso XIII se desautorizó
par completo. El monarca fue responsable, por su actuación personal,
del descrédito de la institución, ya que al colaborar con el dictador
violó la Constitución de 1876, que había jurado cumplir. Por ello, tras la
caída del general dictador, la situación política era muy compleja, y el
rey, ante la imposibilidad de seguir gobernando, no tenía más solución
que dimitir. ¿Cómo podía retirarse Alfonso XIII en aquellos
momentos? Abdicar le era muy difícil, ya que su hijo mayor, Alfonso,
estaba enfermo; el segundo, Jaime, era mudo, y el tercero, Juan, muy joven.
En aquellos momentos era prácticamente imposible que tomara la
regencia alguien que no fuese un militar. Al mismo tiempo, el pueblo no
podía aceptar un nuevo régimen militar, aunque hubiese tenido carácter
interino. Las elecciones del 12 de abril de 1931 dieron la victoria a
las candidaturas republicanas en 41 capitales de provincia. Los
monárquicos ganaron solamente en nueve (Avila,
Burgos, Cádiz, Gerona, Lugo, Palma de Mallorca, Pamplona, Soria y Vitoria).
En Madrid, los republicanos y los socialistas obtuvieron un triunfo
impresionante. Sin embargo, los datos globales oficiales, facilitados
inmediatamente, eran favorables a los monárquicos. Las elecciones municipales,
pues, las ganaron los candidatos monárquicos frente a la oposición republicana.
Y, sin embargo, dos días después fue proclamada la II República española.
¿Por qué? Muchas explicaciones podemos encontrar
entre cuantos intervinieron directamente en los acontecimientos. García
Escudero las sintetiza en el segundo volumen de su Historia política de
las dos Españas, a donde remito al lector. Basta decir que las elecciones
municipales no dieron el poder a los republicanos, sino que la debilidad
del Poder permitió el advenimiento de la República. Miguel de Unamuno
repetía con frecuencia que «la República no la trajimos nosotros... fue
Don Alfonso de Borbón». Lerroux decía que «la monarquía se hundió, no
la derribó nadie. Lo que hicieron los republicanos fue poner en su lugar, ya
vacío, la República». Por último, Miguel Maura, declaraba abiertamente: «Nos
regalaron el poder».
Tras una monarquía desacreditada e impotente
llegó, pues, pacíficamente, la II República, aceptada por la gran mayoría de
los españoles como el régimen que debía sucederle naturalmente y consolidarse
en España.
¿Cómo reaccionó la Iglesia tras el 14 de abril de
1931? Resulta peligroso hablar de Iglesia si no se distingue oportunamente
entre el pueblo creyente y el clero. Incluso este segundo hay que dividirlo
entre clero alto (cardenales, arzobispos y obispos) 12 y clero bajo
(sacerdotes seculares y religiosos).
De momento interesa destacar la actitud del clero
alto, porque fue el primer responsable de la postura que la Iglesia española
adoptó ante la naciente República. Conviene separar del resto del episcopado al
grupo de los metropolitanos, formado por tres cardenales —Segura
(Toledo), Ilundain (Sevilla), Vidal (Tarragona)—, cinco arzobispos:
Zacarías Martínez (Santiago), Remigio Gandásegui (Valladolid), Manuel de Castro (Burgos), Prudencio Meló (Valencia), Rigoberto
Doménech (Zaragoza), y el obispo de Jaén, Basulto, que, tras la muerte del
cardenal Casanova, arzobispo de Granada, representaba en la conferencia de
metropolitanos a los obispos de dicha provincia eclesiástica. Más tarde,
al ser expulsado el cardenal Segura, la provincia eclesiástica de
Toledo estuvo representada en la conferencia por el obispo de
Sigüenza, Eustaquio Nieto Martín.
Puede decirse que, en general, este reducido grupo
de prelados se dio cuenta inmediatamente del cambio radical que se había
verificado en el país. Se trata de una afirmación sujeta a revisión y matizaciones
porque el grupo de los metropolitanos estaba compuesto por personajes de muy
diverso origen y, por consiguiente, de categoría personal y mentalidad muy
desiguales.
Al ser expulsado Segura quedaron dos cardenales,
el navarro Ilun-dain y el catalán Vidal, que se
convirtieron automáticamente en jefes morales del episcopado español desde sus
respectivas sedes arzobispales de Sevilla y Tarragona. Dos personalidades
que podían parecer antitéticas, destinadas a enfrentarse, y que se entendieron
perfectamente gracias al sentido común y a la inteligencia de entrambos.
Ilundain era arzobispo de la inmensa metrópoli hispalense, que entonces
comprendía también la provincia de Huelva, donde había muchos católicos y
pocos cristianos, y se dio cuenta de la gravedad que revestía para
Andalucía el problema social. Resulta significativo que mientras en Roma
se hablaba constantemente de la España católica y la mayoría de los
católicos españoles ignoraba los verdaderos problemas del pueblo andaluz, el
cardenal de Sevilla insistía a su colega de Tarragona para que advirtiera a
la Santa Sede que la realidad del país, y en concreto la de su diócesis,
era muy distinta de lo que en Roma creían. Ilundain procedía
de una familia navarra carlista e integrista, y siguió la carrera
eclesiástica tradicional; pero, como hijo del pueblo, se dio cuenta de sus
exigencias y comprendió perfectamente el peligro que encerraba el
anarquismo andaluz. Demostró gran sensibilidad y sensatez al gobernar su diócesis
tan conflictiva, donde la masa del pueblo odiaba a los señoritos
burgueses, muy ricos y católicos, pero poco cristianos, y comprendió que
los tiempos habían cambiado.
Vidal era de extracción diversa. Procedía de una
familia acomodada, burguesa, con precedentes carlistas y liberales. Fue
vocación adulta; ejerció la abogacía antes de ser sacerdote. Al llegar la
República fue quizá el obispo más dispuesto a dialogar con el nuevo
sistema, porque su formación, menos eclesiástica y clerical que la de los
restantes prelados, le permitía reconocer sin dificultades que la soberanía del
Estado radicaba en las Cortes Constituyentes, cosa en aquellos momentos
difícil de admitir para la gran mayoría de eclesiásticos, porque desde los
principios del siglo XIX hasta los del XX había sido doctrina constante de
los papas la condena del liberalismo y de la expresión del voto
popular. Recuérdense de modo especial Gregorio XVI y Pío IX. Vidal no
era republicano, sino monárquico, como la gran mayoría de la
burguesía catalana, pero reconoció que la República era un régimen irreversible,
y junto con el cardenal de Sevilla, trató de sensibilizar a todo el
episcopado para que tomara conciencia de lo que significaba el cambio
de situación política.
Los obispos
Si bien de estos cardenales y del grupo de
metropolitanos podemos dar algunas características generales, más ardua es la
tarea con respecto a los demás obispos. En primer lugar porque resulta muy
difícil conocer todos sus escritos pastorales y su correspondencia
privada. Algo se puede decir de los más destacados, como el de Madrid-Alcalá, Eijo Garay, que había tenido sus dificultades
con el dictador Primo de Rivera, y debió de sentir en los primeros días de la
República su liberación personal.
Un sector fuerte y numeroso del episcopado estaba
compuesto por los integristas. Quizá el más duro en aquellos momentos era el
obispo de Tarazona, Isidro Gomá y Tomás, de quien hablaré más
adelante. Sus intervenciones y escritos contra la República pasaron en
aquellos momentos prácticamente desapercibidos, porque era obispo de una
pequeña diócesis. Buena parte de los obispos más intransigentes
procedían del grupo nombrado durante la dictadura, porque Primo de Rivera
se apoyó en el integrismo y en el carlismo. En Cataluña
concretamente trató de impedir, aunque no logró conseguirlo completamente,
que hubiese obispos catalanes. Para ello buscó valencianos, mallorquines e
incluso vascos y navarros que habían pasado por Valencia. Esto explica
los nombramientos de los canónigos valencianos Bilbao, Vila e Irurita
para las diócesis de Tortosa, Gerona y Lérida, respectivamente. Y la promoción
del religioso mallorquín Perelló Pou a Vich.
El grupo de obispos intransigentes hubiera tenido
un gran peso de haber existido la actual Conferencia episcopal. Pero su influjo
quedó neutralizado por el equilibrio y la moderación de los
metropolitanos, que impartían las directrices pastorales a los restantes
prelados.
Con todo, pese a la escasa documentación que
poseemos y teniendo solamente en cuenta algunos de sus escritos y la conducta
que observaron, se advierte inmediatamente la diferencia entre los obispos que
procedían de un régimen liberal y los que eran hijos de la dictadura. Mientras
los primeros mostraron mayor comprensión, no exenta de preocupación, ante el
nuevo régimen, los segundos desencadenaron inmediatamente el ataque a la
República. Este fue el caso de Gomá y el de Pérez Platero, obispo de Segovia.
3.
Las elecciones municipales
de 1931
Actitud de los obispos
Durante la campaña electoral para las municipales
de 1931, el episcopado mostró una cierta moderación, si bien no faltaron
excepciones, como el obispo Múgica, de Vitoria, que llamó la atención de los
católicos para que no votasen candidatos republicanos y socialistas. El prelado
vasco provocó un conflicto con el poder civil en momentos de tirantez política,
cuando crecía la tensión sorda y callada entre la Iglesia y el Estado.
El resultado electoral fue motivo de preocupación
para el episcopado y para la inmensa mayoría de los católicos practicantes.
«Hemos entrado ya en el vértice de la tormenta —escribía el obispo Gomá,
de Tarazona, al cardenal Vidal—... Soy absolutamente pesimista. Ni me cabe
en la cabeza la monstruosidad cometida». Y el cardenal
Segura comentaba: «Indudablemente que nuestra Patria ha sufrido un rudo
golpe con los sucesos de estos días».
Se podrán reproducir otros testimonios, que quedan
ampliamente recogidos en el Arxiu Vidal. Nótese, sin
embargo, que estos juicios negativos de los primeros momentos están contenidos
en correspondencia confidencial y privada, ya que los obispos mantuvieron
una prudente actitud de espera, y se abstuvieron de manifestaciones,
declaraciones o juicios hostiles hacia la recién estrenada República. En
la mayoría de los casos se limitaron a recomendar sensatez y cordura a los
sacerdotes, prohibiéndoles intervenir en asuntos políticos, sin ocultar un
cierto nerviosismo por el paso de la Monarquía a la República. «La
profunda conmoción que experimenta nuestra amada Patria con motivo del
cambio de régimen —escribía el obispo Luis Pérez, de Oviedo— exige
una extremada discreción de parte de todos los ciudadanos, y
especialmente de los sacerdotes, por la mayor transcendencia de sus actos
como directores y pastores de almas». Y, entre las normas dadas al clero y
fieles «en las presentes circunstancias de la nación», estableció el
prelado ovetense «que ningún sacerdote escriba en diarios, ni publique
cualquier género de escrito, ni de conferencias sobre asuntos políticos sin nuestra licencia
in scriptis».
Conducta de la Santa Sede
La Santa Sede, por su parte, recomendó a los
sacerdotes, religiosos y fieles el máximo respeto a los poderes constituidos y
la obediencia a ellos para el mantenimiento del orden y bien común.
Incluso el cardenal primado, Segura, mostró en los primeros días de la
República gran moderación, ya que —escribía— «por el momento parece no
hay peligro inminente respecto a personas, bienes y derechos económicos
de la Iglesia» , si bien a principios de mayo cometió la gran
imprudencia de publicar una pastoral donde elogiaba abiertamente al
destronado monarca, porque «durante su reinado supo conservar la antigua
tradición de fe y piedad de sus mayores. ¿Cómo olvidar su devoción a
la Santa Sede y que él fue quien consagró España al Sagrado Corazón
de Jesús?»
Fue un golpe tremendo, que los republicanos
acusaron inmediatamente. Las reacciones del Gobierno y de la prensa no se
hicieron esperar. Se le presionó al nuncio para que Segura marchara de España,
quien salió de Toledo el 10 de mayo y el 13 emprendió viaje a Roma.
El día 9 había tenido lugar en Toledo una reunión
de los metropolitanos, promovida por la Santa Sede, en la que se acordó la
adhesión incondicional al papa y al cardenal primado por la «persecución de
que era objeto por parte del Gobierno»; se aprobó una declaración
colectiva y una protesta dirigida al presidente del Gobierno provisional,
Alcalá Zamora, contra «la violación de diversos derechos de la Iglesia ya
llevada a cabo o anunciada oficialmente».
Dos días más tarde, el 11 de mayo, en Madrid,
Valencia, Alicante, Murcia, Sevilla, Málaga y Cádiz fueron incendiados y
saqueados durante tres días de desenfreno popular, que el Gobierno no quiso o
no pudo controlar, casi un centenar de edificios religiosos. La polémica
sobre las responsabilidades gubernativas sigue abierta, pero no deseo entrar
en ella, porque «al historiador no le quedan actas judiciales de este
proceso, que no llegó a iniciarse, contra los autores de tales desmanes. Ya
esta ausencia de formal intervención de la autoridad judicial denuncia de
por sí que el Gobierno rehuía aclaraciones excesivas de lo ocurrido».
Quema de conventos
La quema de conventos fue el primer incidente serio
que comenzó a enturbiar las relaciones Iglesia-Estado. Lerroux la definió
«crimen impune de la demagogia». Maura reconoció que se trató de un
bache que podía haber sido definitivo y crucial para el nuevo régimen, si
bien fue superado. Y Alcalá Zamora admitió que las consecuencias de estos
sucesos fueron desastrosas para la República, ya que le creó enemigos que hasta
entonces no tenía.
Tampoco por parte eclesiástica faltaron incidentes
que alteraron la normalidad en las relaciones con el Estado. A la salida del
cardenal Segura siguió su expulsión del territorio nacional el 15 de junio. Entre tanto, el 17 de mayo había sido exiliado el obispo de Vitoria,
Mágica, cuya belicosa hostilidad a la República se había manifestado
abiertamente antes de las elecciones. Durante el verano de 1931,
concretamente el 14 de agosto, fueron sustraídos al vicario general del prelado
vasco, Justo de Echeguren, unos documentos que comprometieron a la
Iglesia. Echeguren se encontraba en Irún de paso para Anglet, donde
residía el exiliado Mágica, cuando le descubrieron dicha documentación, que fue
transmitida al Consejo de Ministros y motivó el decreto del 20 de agosto, por
el que se prohibía la alienación de bienes eclesiásticos. En realidad, se
trató de un complemento de la legislación precedente en materia de
patrimonio artístico nacional, que provocó una fuerte reacción por parte
de los obispos citados, es decir, Segura y Mágica, a quienes con decreto
del 18 de agosto habían sido suprimidas las temporalidades.
La expulsión de los dos prelados fue obra personal
del ministro Maura, quien justificó su actitud diciendo que no se trataba de un
choque del Gobierno republicano contra la Iglesia, sino de «Miguel
Maura, católico, apostólico, romano pero a la vez ministro de la
Gobernación, con dos jerarcas de la Iglesia. Estoy seguro —concluía—,
segurísimo, de haber evitado con ello graves daños a la paz religiosa y a
los maldicientes católicos españoles».
4.
Las Cortes Constituyentes
de 1931
Los partidos de izquierda y la Iglesia
Proclamada la República, el nuevo Gobierno
provisional tuvo que iniciar inmediatamente la preparación de elecciones
políticas para las futuras Cortes Constituyentes. A nadie se le ocultaba
que a los complejos problemas que comportaba el cambio radical de régimen había
que añadir las dificultades que encerraba la cuestión religiosa. Pero
antes de entrar de lleno en el estudio de este tema es conveniente hacer
algunas consideraciones de carácter general.
En primer lugar, ¿eran las Cortes Constituyentes
una representación auténtica del pensamiento español de 1931? ¿Reflejaban la
mentalidad del pueblo español? Honestamente hay que decir que no, en
absoluto. Porque las Constituyentes de 1931 fueron el resultado de una ley
electoral injusta, preparada por el Gobierno provisional de cara a
dichas elecciones. La ley era mayoritaria; por tanto, a la hora de
repartirse los escaños, los partidos mayores alcanzaron en el Parlamento
una representación mucho mayor de los votos populares que realmente
habían conseguido; mientras que los partidos menores, por esta misma
distribución proporcional injusta, tuvieron menos representación a nivel
de diputados. Por ello, la composición del Parlamento no respondió a
las fuerzas auténticas del país. Sin embargo, hay que decir también
que, después de la dictadura de Primo de Rivera, la inmensa mayoría
del pueblo español reaccionó contra la Monarquía y apoyó cualquier
candidatura republicana, prescindiendo, en aquella primavera tan esperanzadora
de 1931, del contenido religioso que pudieran tener los distintos partidos
políticos.
La consecuencia de las elecciones de junio de 1931
con dicha ley electoral fue una rotunda victoria de los socialistas. Este
triunfo del gran partido de izquierdas se debió, en buena parte, al grave
error cometido por la Monarquía liberal durante largos años de considerar
al socialismo como un partido o un movimiento perturbador del
orden social y enemigo de la Iglesia, cuando es bien sabido que Alfonso
XIII, según afirmaba el cardenal Vidal, apoyaba a la Iglesia «no sólo por
lo que representa y significa, sino por considerarla como uno de los
puntales del trono».
Lo que menos preocupaba a los socialistas, y en
concreto a su patriarca Pablo Iglesias, era el problema religioso. Iglesias vio
el anticlericalismo más como un factor burgués que como una característica del
mundo proletario, ya que la obsesión del trabajador es buscar el pan y no
el ir a misa. Por otra parte, los socialistas españoles habían demostrado gran
moderación y sentido político al mantener las debidas distancias de los
comunistas. La Monarquía española no hizo nada por acercarse al
socialismo, que fue un elemento fundamental de la sociedad. La dictadura de
Primo de Rivera le sirvió para organizarse a través de los comités
paritarios, y, cuando llegó la hora de la verdad, el momento de las elecciones
libres, estuvieron en las mejores condiciones para afrontar la prueba y ganarla
limpiamente, con mayorías aplastantes en muchas capitales importantes,
como Madrid.
Sin embargo, hay que reconocer que el socialismo
salido de las elecciones políticas de junio de 1931 era rabiosamente anticlerical.
El cardenal de Tarragona decía abiertamente que la Iglesia no podía esperar
nada bueno de los socialistas, aunque algunos no eran partidarios de
la violencia, y criticaba el «marcado sabor radical» de las nuevas Cortes,
si bien, «contacto y buena voluntad en los dirigentes, podrían
disminuirse los estragos que se proponen causar en materia religiosa y
social». Los socialistas eran anticlericales rabiosos, pero
con una enorme carga social y económica, que les hacía ver en la Iglesia
una poderosa organización, perfectamente instalada en las áreas del poder, que durante
decenios había apoyado, directa o indirectamente, a los explotadores de
la clase trabajadora. Pero se trataba de un anticlericalismo diverso
del burgués, de corte decimonónico, de salón, reservado a clases
económicamente privilegiadas. Este anticlericalismo era anacrónico, pero
existía todavía en 1931. El anticlericalismo de los
socialistas no era, ni podía ser, tan refinado, sino más elemental y
popular.
Otro partido importante fue el republicano
radical, que había cambiado muy poco, aunque su principal exponente, Lerroux,
había evolucionado enormemente hacia la moderación y la burguesía. El cardenal
Vidal reconocía que era «el más político, gubernamental y enérgico de los
ministros del actual régimen». Lerroux se había moderado mucho, pero su partido
no. Tan anticlericales eran los radicales como los socialistas. Por eso
hay que tener en cuenta la actitud personal de Lerroux y distinguirla de su
partido, que se le había escapado de las manos.
Menor era la potencia de otros partidos, como
Acción Republicana, de Azaña; los radicalsocialistas,
de Albornoz y Marcelino Domingo; el grupo republicano conservador, de
Alcalá Zamora y Maura, y la Esquerra Catalana, con Nicolau d’Olwer.
A estos políticos fueron encomendadas las principales carteras ministeriales en
el primer Gobierno republicano.
Los católicos y la política republicana
¿Cómo podían hacer frente los católicos a estas
fuerzas políticas en el Parlamento?
En 1931 no podía hablarse de fuerzas católicas
organizadas políticamente. Entre otras cosas, porque había católicos practicantes
en los partidos de derechas y en los republicanos. Los dirigentes más
destacados entre estos segundos eran Alcalá Zamora y Maura, que representaban
lo poco que quedaba de los viejos «católicos liberales» del XIX y principios
del XX. Los grupos católicos homogéneos en las Constituyentes
eran solamente dos: los agrarios de Castilla y los vasco-navarros. Pero
mientras en la defensa de los intereses de la Iglesia se mostraban unidos,
políticamente eran muy distintos, y llegaron a tener incluso intereses
opuestos. Bastaba, sin embargo, que se uniesen en pro de la Iglesia para
que fuesen considerados de derechas por todos los otros partidos laicos o
de izquierdas. El grupo castellano de los agrarios era más republicano,
porque no sólo acató la República, sino que la aceptó. Tuvo un gran
dirigente, Martínez de Velasco, que contribuyó a darle gran seriedad y
responsabilidad. Contaba además con una base popular fuerte, aunque no era
un grupo proletario.
Los vasco-navarros no eran un partido, sino un
grupo muy heterogéneo, que tenían en común el problema de los fueros y de la
autonomía. Con todo, hay que reconocer que fueron acérrimos defensores de los
derechos de la Iglesia.
Varios sacerdotes diocesanos fueron elegidos
diputados por diversos grupos o partidos; pero, no obstante el prestigio
personal de la mayoría de ellos y sus brillantes intervenciones
parlamentarias, no puede decirse que su presencia en las Cortes tuviera
alguna repercusión favorable con respecto al problema religioso.
Ante este panorama político, no está de más insistir
de nuevo en que los metropolitanos tuvieron conciencia de que la República no
era un régimen transitorio, sino una institución estable con la que habría
que negociar en serio. Quizá otros obispos y la mayor parte del llamado clero
bajo creían que la República podía desaparecer con un golpe militar, y hasta es
probable que en el fondo lo deseasen. Cabía incluso la hipótesis de
cambiar el régimen con unas nuevas elecciones políticas, dado que el
sistema se desacreditaba por días a medida que crecía el caos social. Pero
lo que nadie podía esperar después de las elecciones de junio del 31 es
que volviera la Monarquía.
La República, escribía el cardenal Vidal, «representa
una fuerte sacudida en el orden político, ideológico, moral y religioso»; por
ello, los obispos, y más en concreto los metropolitanos, hicieron frente a
la nueva situación con gran realismo. Contaron además con el apoyo
externo, aunque a veces dudoso, del nuncio Tedeschini,
que no siempre actuó como los obispos hubieran querido, quizá porque
advertía el dualismo existente en Roma entre el papa Pío XI y su secretario de
Estado, Pacelli, al tratar los asuntos de España. Es posible que Vidal
aludiera suavemente a estas diferencias cuando escribía al futuro Pío XII que,
«si bien son diferentes la acción diplomática y la pastoral, deben completarse
mutuamente y nunca estorbarse».
Este dualismo se explica y se comprende porque Pío
XI había estado muy comprometido, y comprometió a la Iglesia española con la
política seguida durante la dictadura de Primo de Rivera, si bien gran
parte de responsabilidad caía sobre su antiguo secretario de Estado, Gasparri, el de la conciliazione con Mussolini. Después de haber pactado con los fascistas italianos, Pío XI
firmó un concordato con los nazis alemanes, y parece ser que en los
últimos años se arrepintió de lo que había hecho. En cambio, la
sustitución de Gasparri por Pacelli fue muy significativa, porque
el nuevo secretario de Estado venía de Alemania y era mucho más hábil que
Pío XI, que no era diplomático, sino hombre de estudio e investigación, a
quien su fracaso en la Nunciatura de Polonia le condicionó siempre. Además,
Pacelli en aquellos primeros momentos era mucho más sensible y abierto a los
problemas de España que el papa, quizá porque había traído de Alemania la
experiencia de los católicos, políticamente unidos. Ahora bien, esto tenía sus
inconvenientes, ya que Pacelli pretendía que en España se repitiera la
experiencia alemana, lo cual era utópico y además absurdo, porque los
católicos españoles eran completamente diferentes de los alemanes, hasta el
punto de que mientras en Alemania formaban un bloque monolítico, en España
había católicos fascistas, monárquicos, republicanos, liberales,
autonomistas, separatistas y carlistas. Pero como en Alemania la unidad
política de los católicos monárquicos con los republicanos había evitado
la victoria de los comunistas, el nuevo secretario de Estado quería repetir en
España el mismo experimento, sin darse cuenta de que era imposible, porque
existían en el catolicismo español diferencias muy profundas,
prácticamente insalvables, que el cardenal Pacelli no acabó de percibir pese a
su extraordinaria inteligencia. Y lo mismo les ocurría a sus más íntimos
colaboradores; en concreto, al futuro cardenal Pizzardo,
entonces secretario de Asuntos Extraordinarios, y, por tanto, brazo
derecho de Pacelli. Con todo, hay que reconocer que mostró mayor comprensión
que Pío XI hacía la República española.
5.
La cuestión religiosa
Azaña ante la Iglesia
Entiendo por cuestión religiosa el conjunto de
problemas relacionados con el status jurídico de la Iglesia católica en una
República que deseaba el máximo laicismo posible sin chocar con dicha Iglesia;
es decir, todo ese complejo mundo que afecta, directa o indirectamente,
a las relaciones Iglesia-Estado.
En el caso de la II República española, la cuestión
religiosa saltó al primer plano del interés nacional cuando en las Cortes
Constituyentes se discutió el proyecto de artículo que trataba este tema,
el artículo 24, que en el texto definitivo fue el 26.
Manuel Azaña, ministro del Ejército y exponente de
Acción Republicana, «muy radical y de malas costumbres», según el cardenal
Vidal, fue el protagonista de la discusión parlamentaria de dicho artículo, y a
él se le imputa la aprobación del mismo. No cabe duda de que Azaña era
profundamente laico y anticlerical, quizá por reacción a la formación
clerical-integrista que recibió de los agustinos en El Escorial, lo cual motivó
después una grave crisis religiosa cuando pasó a la Institución Libre de
Enseñanza. En sus obras, especialmente en El jardín de los frailes, demostró un
sentimiento religioso, que no puede silenciarse. Parece ser incluso que, a
pesar de su laicismo, sentía un gran respeto por la Iglesia. Pero al mismo
tiempo cometió errores gravísimos, típicos de un hombre que era más
intelectual que político, porque no se dio cuenta de la auténtica
situación del pueblo español. Le faltó inteligencia para tratar con la Iglesia,
y las consecuencias fueron funestas. En aquellos momentos no comprendió
que era una utopía querer un máximo de laicismo sin chocar con la Iglesia. Como
era también prácticamente imposible que una gran parte del episcopado,
procedente de la dictadura, pudiese entenderse con una República anticlerical y
laica.
El artículo 26
Sin embargo, al cargar sobre Azaña toda la
responsabilidad del artículo 26, no se tiene en cuenta que su famosa
intervención parlamentaria consiguió enmendar la formación de un proyecto mucho
peor del texto que luego resultó definitivamente aprobado.
En la Comisión dictaminadora hubo gran tensión
entre quienes propugnaban un texto moderado, que reconociera la separación de
la Iglesia del Estado, el respeto mutuo y el reconocimiento de la
Iglesia como sociedad de derecho público, y los socialistas, mucho más
radicales, que pidieron fundamentalmente tres cosas:
·
1a Considerar todas las confesiones religiosas como asociaciones sometidas a
las leyes generales del país.
·
2a Prohibir al Estado y a otras entidades u organismos cualquier tipo de
ayuda económica o auxilio a las iglesias, asociaciones e instituciones
religiosas.
·
3a No permitir en el territorio español el establecimiento de órdenes religiosas,
disolver las existentes y nacionalizar todos sus bienes.
Es evidente que en las Cortes Constituyentes
existía una mayoría aplastante dispuesta a aprobar las propuestas más
radicales, ya que las fuerzas políticas dominantes rechazaron cualquier
tipo de proyecto moderado y tolerante con la Iglesia. Azaña consiguió, a través
de una enmienda presentada por un diputado de su partido, que luego hizo
suya, cambiar completamente la situación. Y, pese al tono fuertemente
polémico e ingenuamente anticlerical de su brillante discurso,
suavizó enormemente el radicalismo de las propuestas socialistas. Habló
durante cinco horas en la tarde del 13 de octubre de 1931, y obtuvo una
mayoría limpia —178 votos a favor y 5 en contra— en favor de un
texto nuevo que minimizaba los tres puntos arriba indicados, y que sin
su intervención habrían sido ciertamente aprobados por un Parlamento
en el que —son palabras del cardenal de Tarragona— predominaba
el «bajo nivel intelectual y moral de'parte de
los diputados». Por consiguiente, en buena lógica hay que
concluir que la Iglesia española se salvó gracias a la intervención de Azaña,
inteligente y oportuna en aquella circunstancia, con la que evitó, de
momento, el choque frontal que poco después fue inevitable.
Su discurso fue muy criticado, incluso por sus
mismos compañeros de gobierno. Lerroux dijo que la intervención de Azaña era
una «obra maestra de la perfidia, que desautorizaba a su jefe de gobierno
y contentaba a la galería, menos atenta al interés de la República que al
interés sectario». Alcalá Zamora le acusó de haber frustrado todo
intento de paz religiosa al pronunciar un discurso que parecía
improvisado, cuando en realidad había sido cuidadosamente preparado y
concertado. El cardenal Vidal reconoció que la intervención de Azaña consiguió
una fórmula «no tan radical como el dictamen primitivo, pero gravemente empeoradora del segundo dictamen de la Comisión».
La aprobación del texto presentado por Jiménez de
Asúa hubiera sido fatal para la Iglesia española, porque en la práctica habría
significado su total desaparición. La maniobra de Azaña consiguió evitarlo.
En realidad se trató de un texto menos malo, que muchos diputados
católicos votaron por considerarlo un mal menor. Después vino la
crisis ministerial, con la dimisión de los exponentes más moderados, Maura
y Alcalá Zamora, que se retiraron de la política activa. El primero
quedó como simple diputado y al segundo se le ascendió más tarde a la
presidencia de la República, con lo cual se consiguió que, en lugar de un
laico, un católico llegase a la primera magistratura del Estado.
Los artículos 26 y 27
dicen textualmente:
«Art.26. Todas las confesiones religiosas serán
consideradas como asociaciones sometidas a una ley especial.
El Estado, las regiones, las provincias y los
municipios no mantendrán, favorecerán ni auxiliarán económicamente a las
iglesias, asociaciones e instituciones religiosas.
Una ley especial regulará la total extinción, en
un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero.
Quedan disueltas aquellas órdenes religiosas que
estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de
obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes
serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes.
Las demás órdenes religiosas se someterán a una
ley especial votada por estas Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes
bases:
1.a Disolución de las que por sus
actividades constituyan un peligro para la seguridad del Estado.
2.a Inscripción de las que deban
subsistir, en un registro especial, dependiente del Ministerio de Justicia.
3.a Incapacidad de adquirir y
conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que,
previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo
de sus fines privativos.
4 a Prohibición de ejercer la
industria, el comercio o la enseñanza.
5 .a Sumisión a todas las leyes
tributarias del país.
6.a Obligación de rendir anualmente
cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la
asociación.
Los bienes de las órdenes religiosas podrán ser
nacionalizados.
Art.27. La libertad de conciencia y el derecho de
profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el
territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral
pública. .
Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a
la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de recintos por
motivos religiosos.
Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos
privadamente. Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada
caso, autorizadas por el Gobierno.
Nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente
sus creencias religiosas.
La condición religiosa no constituirá circunstancia modificativa de la personalidad civil ni política, salvo lo dispuesto en esta Constitución para el nombramiento de presidente de la República y para ser presidente del Consejo de Ministros.» Legislación sectaria
La legislación que siguió a la aprobación de la
Constitución fue de un sectarismo impresionante. A golpes de leyes y decretos,
la República se fue desacreditando rápidamente y mostrando su odio a la
Iglesia, a sus personas e instituciones. El 23 de enero de 1932 fue
disuelta la Compañía de Jesús, ya que el artículo 26 de la Constitución
había declarado suprimidas las órdenes religiosas que, además de los tres
votos canónicos, imponían a sus miembros otro especial de obediencia a
una autoridad distinta de la legítima del Estado. Los bienes de los jesuitas fueron
nacionalizados. El 2 de febrero se dio la ley del divorcio y el 6 del
mismo mes apareció en la Gaceta el decreto de secularización de los
cementerios. Por esas fechas, los maestros nacionales
recibieron una circular del director general de Primera Enseñanza, Rodolfo
Llopis, que les obligaba a retirar de las escuelas todo signo religioso, porque
«la escuela ha de ser laica». Es decir, que el crucifijo fue
suprimido en aplicación del artículo 48 de la Constitución, y, aunque se
trataba de una medida legal, provocó gran irritación entre las
numerosas familias cristianas de la nación, que sintieron profanada su fe
y amenazada la educación de sus hijos por todo lo que detrás de tal medida
se encerraba.
Mucho más polémica fue la llamada ley de
Confesiones y asociaciones religiosas, del 2 de junio de 1933. Pocos días
antes, el 17 de mayo, habían aprobado las Cortes, con gran satisfacción de los
partidos de izquierdas, que seguían demostrando poco tacto y prudencia al
tratar las cuestiones de la Iglesia, el proyecto de ley de Congregaciones
religiosas. No faltó quien llegó a calificar esta ley como «la obra maestra
de la República». Alcalá Zamora, presidente, se resistió a
firmarla hasta el último momento por considerarla persecutoria, y apuró el
tiempo legal para su promulgación hasta el 2 de junio. Muchos diputados
católicos reprobaron la ley, y el catalán Carrasco Formiguera llegó a decir: «Los republicanos católicos nos sentimos engañados por no
haber respetado la República nuestros sentimientos y faltado a sus promesas».
Esta ley limitó el ejercicio del culto católico y
lo sometió en la práctica al consentimiento de las autoridades civiles, con
amplio margen para el arbitrio personal de los poderes municipales .
Protestas de la jerarquía
Por parte católica, la reacción fue durísima. El
episcopado publicó una carta colectiva el 25 de mayo, Pío XI dio a conocer la
encíclica Dilectissima nobis el 3 de junio y el nuevo arzobispo primado de
Toledo, Gomá, publicó su famosa y enérgica carta pastoral Horas graves
el 12 de junio. Se trata, pues, de tres documentos fundamentales
para entender la actitud de la Iglesia frente a una República que a los dos años
de su proclamación se había convertido en un régimen opresor y perseguidor
de la libertad religiosa, en una auténtica dictadura en nombre de una mal
entendida democracia, mientras en los textos constitucionales presumía
hipócritamente de libertad y tolerancia.
Las ideas de los tres documentos son
substancialmente idénticas. La categoría de sus autores demuestra la gravedad
del momento que vivía España. Se analizaba la política sectaria de los
republicanos desde los primeros días y se condenaban con juicios duros y
contundentes las medidas discriminatorias, injustas y violentas contra la
Iglesia.
Los obispos denunciaban en su documento colectivo
el «inmerecido trato durísimo que se da a la Iglesia en España. Se la considera
—decían— no como una persona moral y jurídica, reconocida y
respetada debidamente dentro de la legalidad constituida, sino como un
peligro cuya compresión y desarraigo se intenta con normas y urgencias
de orden público». Ponían de manifiesto la abierta contradicción entre
los principios constitucionales del Estado y la violación que dicha ley
infligía al libre ejercicio de la religión, coartando la autonomía
jurisdiccional de la Iglesia, abusando del veto del Estado en el nombramiento
de cargos eclesiásticos, sometiendo órdenes y congregaciones religiosas
a un fuerte régimen de excepción, entrometiéndose en la vida interna
de las mismas y atribuyéndose su administración. Dicha ley despojaba a
la Iglesia de su derecho a la formación integral de sus miembros,
ponía fuertes limitaciones a los centros vitales de enseñanza religiosa y
amenazaba con desterrar de la escuela toda enseñanza por parte de la Iglesia.
El Estado cometía un grave atropello contra el derecho de los padres a educar
libremente a sus hijos, sin respetar las creencias religiosas de cada uno de
ellos. «La ley de Confesiones y congregaciones —afirmaban
los prelados—implica una sacrílega expoliación del patrimonio histórico y
artístico eclesiástico, limita injustamente la propiedad de la Iglesia, a
la que convierte en un departamento administrativo del Estado».
El arzobispo Gomá condenó con tono enérgico «los
tentáculos del poder estatal, [que] han llegado a todas partes y han podido penetrarlo todo,
obedeciendo rápidamente al pensamiento único que le informa de anonadar a
la Iglesia, que se ha visto aprisionada en una red de disposiciones legales,
pérfidamente afinadas en la sombra por los proyectistas, sacadas a la luz luego
por el peso de una mayoría hostil y ejecutadas con frecuencia —testigos
cien veces de ello—según el criterio cerril o cicatero de las autoridades
lugareñas».
Pío XI repetía idénticos conceptos, sintetizaba
los atentados cometidos desde la legalidad por el Gobierno republicano y
condenaba igualmente la mencionada ley, «tan lesiva de los derechos y
libertades eclesiásticos, derechos que debemos defender y conservar en toda su
integridad». Por tanto —concluía el papa—, «Nos protestamos, solemnemente y con
todas nuestras fuerzas, contra la misma ley, declarando que ésta no podrá nunca
ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia». La protesta
pontificia terminaba con un llamamiento a los católicos españoles para
que, «subordinando al bien común de la patria y de la religión todo otro
ideal», se uniesen disciplinados con el fin de alejar «los peligros que
amenazan a la misma sociedad civil».
Si la legislación discriminatoria y persecutoria
que hemos visto provocó la justa repulsa de las más altas jerarquías
eclesiásticas, ni que decir tiene que la aplicación de las leyes a niveles
provinciales y municipales desencadenó nuevas protestas del pueblo cristiano,
ya por la torpeza de gobernadores y alcaldes en unos casos, ya por el
sectarismo demostrado en otros. Las anécdotas podrían multiplicarse a este
respecto, y no quiero perderme en detalles. Basta citar en nota alguno de
los casos más pintorescos.
Reacción de los católicos
Todas estas medidas tuvieron también sus
consecuencias positivas para la Iglesia. En efecto, gracias a ellas, la opinión
pública católica comenzó a despertar del largo letargo en que había estado
durante decenios de monarquía liberal y dictadura militar. Los católicos de los
años treinta comenzaron a darse cuenta de lo que significaba vivir en
un régimen que se declavaba laico. En las Cortes
dijo Azaña que España había dejado de ser católica. Con lo cual no
constataba un hecho real —ya que la inmensa mayoría de los españoles
seguían y seguirían siendo católicos—, sino que manifestaba la voluntad de
los nuevos gobernantes para que la nación dejara de ser católica. En este
sentido resulta significativa la opinión del socialista Largo Caballero,
que en un mitin celebrado en Madrid, en 1936, dijo que Jal tener un presidente
de la República católico se desvirtuaría el carácter laico del Estado.
Y Azaña había propugnado la implantación de un laicismo dirigido
desde el aparato del Estado, «con todas sus inevitables y rigurosas
consecuencias».
Es decir, que la política de Azaña desde la
jefatura del Gobierno favoreció el crecimiento de las derechas, o, mejor, de la
reacción católica de derechas. Nótese que el tono duro y contundente de los
escritos episcopales, y en particular del arzobispo de Toledo, respondía a
la violencia desatada por un régimen abiertamente sectario. Ello explica, pues,
la formación de numerosas organizaciones locales, que llegaron a cuajar en un
partido político de derechas —Acción Popular— que respondía a las
exigencias de los católicos en aquellos momentos.
6.
El bienio moderado
Negociaciones con la Santa Sede
La ley electoral injusta que había permitido en
1931 la victoria de las izquierdas sirvió para que en diciembre de 1933 ganasen
las derechas. Fueron las primeras elecciones políticas celebradas después de
las Cortes Constituyentes. Como había ocurrido dos años antes, el
resultado de las urnas no respondía al panorama político de la nación. Los escaños
en el Parlamento estaban mal repartidos. Pero ni los radicales (centro) ni
la C. E. D. A. (derecha), que tuvieron la responsabilidad del poder en un bienio
que los historiadores de izquierdas llaman «negro», cuando en realidad fue
moderado, no hicieron lo más mínimo por cambiar la ley que les había
favorecido. Así se llegó a febrero de 1936, con una victoria del Frente
Popular, que quizá se podría haber evitado si el Gobierno de
centro-derecha hubiese reformado la ley electoral. Por lo menos, las
consecuencias de dichas elecciones no hubieran sido tan graves para la
nación.
La legislación anticlerical no varió sensiblemente
durante este bienio. Los radicales laicos de Lerroux intentaron un acuerdo con
la Santa Sede, pero mientras permanezcan cerrados los archivos del Vaticano
no podremos saber lo que pasó entre el cardenal Pacelli y el
embajador republicano Pita Romero, católico creyente y practicante, que
lógicamente deseaba una solución de las tensiones religiosas en España. Parece
ser que una congregación de cardenales estudió la compleja situación española y
puso como condición previa a cualquier negociación un cambio de la Constitución
en aquello que afectase a la Iglesia católica, y, aunque se trataba de un
simple voto consultivo, Pío XI hizo suyo el parecer de dicha comisión, pero las
gestiones fracasaron. De todas formas, aunque se hubiese llegado a un acuerdo
con el Vaticano, la situación de la Iglesia española hubiera seguido un
camino incierto, ya que nadie podía garantizar la permanencia del centro o
de la derecha en el poder, cosa que se podría haber conseguido con un
cambio profundo de la ley electoral. Se trató, pues, de una grave omisión,
cuya responsabilidad cae sobre los gobernantes del bienio moderado.
El clima de tensión político-social en el país
había crecido sensiblemente ya antes de las elecciones de 1933. Desde el verano
de 1932, es decir, desde el fracaso de la famosa «sanjurjada»,
la coalición presidida por Azaña se deterioró no sólo por la oposición que
le venía de fuera, sino también por la descomposición interna. A la
represión que siguió a la «sanjurjada» se añadió
la matanza de Casas Viejas a principios de 1933 —personas inocentes fueron
asesinadas por guardias de Asalto republicanos—, lo cual sirvió para que el
centro y las derechas orquestaran a su favor el lamentable suceso,
convirtiéndolo en tragedia nacional . La victoria del centro-derecha puede
interpretarse, pues, como una reacción del electorado a los atropellos de
las izquierdas.
Revolución socialista
Durante el bienio moderado, la oposición
socialista intentó una auténtica revolución. Programada para toda España, tuvo
éxito solamente en Asturias, porque en Cataluña no llegó a triunfar. El presidente
de la Generalitat, Companys, proclamó en Barcelona el Estado Catalán
dentro de la República Federal Española. El Gobierno de Madrid impidió esta
sublevación; 500 soldados republicanos dominaron la situación en pocas
horas, con un total de 46 muertos y 11 heridos.
Lo de Asturias fue mucho más grave. Prescindiendo
de otras consideraciones y limitándonos a nuestro tema, hay que decir sin tapujos
que fue un auténtico ataque organizado contra la Iglesia: 58 iglesias
fueron destruidas y 34 sacerdotes asesinados.
Para interpretar el significado y la lección de la
revolución de Asturias y para entender igualmente el martirio y la persecución
de la Iglesia española en 1936, no bastan las explicaciones simplistas y
antihistóricas de que las matanzas eclesiásticas obedecieron a una represalia
bélica por las muertes ocurridas en la zona de Franco, donde la represión
fue terrible y despiadada en los primeros meses de la contienda. Nótese
que estamos en octubre de 1934 y no en el verano de 1936. Las
fuentes informativas que narran los sucesos de Asturias datan de 1934 y
1935, y, por consiguiente, no están influidas ni por una literatura bélica
ni por un clima de cruzada, aunque sí lo puedan estar por un ambiente
general de persecución o de guerra religiosa. Cabe entonces preguntarse con
Montero: ¿Hará falta insistir en qué, al margen de la propia guerra civil
y con antelación a la misma, estaba minuciosamente previsto el programa de
persecución a la Iglesia?
La revolución de Asturias fue una llamada de
atención. El Gobierno pudo controlar la situación con las fuerzas armadas y la
ulterior represión. Pero la política religiosa no cambió substancialmente.
Lerroux intentó consolidar una República que
estuviese abierta a todos los españoles, que no fuese «ni conservadora ni
revolucionaria, ni de derechas ni de izquierdas, sino equidistante de
todos los extremismos... Una República tolerante, progresista y reformadora sin
violencias».
La revolución de octubre sirvió para acercar a las
derechas al poder, ya que los radicales de Lerroux y la C. E. D. A. eran las dos
únicas fuerzas que quedaban «en el campo de la República». Lerroux tuvo
que colaborar con los católicos de derechas y Gil Robles con los
radicales para estabilizar la situación política. Es decir, que los
intereses del momento sirvieron para que los católicos tuvieran responsabilidades
de gobierno. Destacados políticos de la C. E. D. A. ocuparon carteras
ministeriales desde octubre de 1934 hasta fines de 1935. Entre ellos, el
propio Gil Robles (Guerra), Casanueva Gorjón (Justicia), Anguera de
Sojo (Trabajo, Sanidad y Previsión), Aizpún Santafé (Justicia, primero, y después, Industria y Comercio), Salmón
(Trabajo y Justicia), Giménez Fernández (Agricultura), y el dirigente de
la Derecha Regional Valenciana, partido que actuaba integrado en la C. E. D.
A., Luis Lucia (Obras Públicas y Comunicaciones).
Capítulo II
LA GUERRA CIVIL (1936-39) 1.
El Alzamiento Nacional
Polémica sobre la guerra y la paz
A los muchos interrogantes que plantea la guerra
civil española desde el punto de vista político, militar, diplomático y social,
hay que añadir el religioso. No cabe la menor duda de que la guerra desde
su inicio y durante todo su desarrollo tuvo un fondo religioso, que desencadenó
odios y pasiones en los dos bandos contendientes. No intento buscar ahora
razones o motivos que expliquen por qué se llegó al 18 de julio de 1936.
Históricamente, es un dato incontrovertible que la II República, mucho antes de
aquella fatídica fecha, había fracasado rotundamente y las esperanzas que los
españoles habían puesto en ella —por lo menos una gran mayoría de
españoles—el 14 de abril de 1931, pasados cinco años, habían desaparecido por
completo. La segunda experiencia republicana española ya no podía dar más de
sí. ¿Faltó inteligencia, faltó sentido común, faltó buena voluntad? Quizá faltó
todo. Los responsables fueron todos los españoles, y más en concreto, los
dirigentes políticos. Durante años ha corrido sin obstáculos el mito de que la guerra
civil fue provocada y desencadenada por la derecha. Además de que se trata
de un dato históricamente falso, a medida que se van analizando los precedentes
remotos y próximos y descubriendo las responsabilidades de los diversos
partidos y grupos políticos, aparece con más evidencia «que el movimiento
socialista fue el principal responsable del descrédito del sistema
democrático y de haber forzado a las derechas a elegir entre la extinción y la
resistencia violenta». Se trata de una polémica siempre
abierta y actualizada desde hace pocos años, cuando aparecieron las
memorias de dos personajes de primer plano como José María Gil Robles y
Joaquín Chapaprieta, con títulos tan polémicos
como No fue posible la paz y La paz fue posible. No voy a entrar en ella,
aunque creo que la guerra civil pudo haberse evitado, teniendo en cuenta
que las elecciones de febrero de 1936 no dieron una victoria absoluta
al Frente Popular. Sin embargo, la ley electoral injusta, a la que he aludido
varias veces, perjudicó a las derechas, favoreció a las izquierdas y dejó
al centro prácticamente como estaba. Prescindiendo, por tanto, de la
composición del Parlamento y limitándonos al examen de los votos, tenemos
a la izquierda ganadora, con 4.305.400 votos, seguida de la derecha, con
3.783.648 votos, y el centro, con 681.000 votos. Si los votos del centro y de
la derecha se hubiesen sumado, el resultado hubiera sido de 4.464.648,
frente a los 4.305.400 de las izquierdas. Por consiguiente, la paz hubiera sido
posible con una unión de centro-derecha, que no se pudo conseguir. De este
modo triunfaron las izquierdas. Después se llegó a una guerra civil, y con
ella, en sus primeros días, a la persecución más cruel que la Iglesia
española ha sufrido desde los tiempos del imperio romano.
La Iglesia y el golpe militar
¿En qué medida la Iglesia española colaboró o
estimuló el golpe militar del 18 de julio de 1936? Es quizá una pregunta
obligatoria cuando se estudia la actitud de la Iglesia durante la guerra civil.
Ciertamente es muy difícil dar una respuesta, porque los documentos de que
disponemos y los datos hasta ahora conocidos no permiten afirmar que la Iglesia
interviniera, ni directa ni indirectamente, en el «alzamiento» de los militares
frente al Gobierno de la República. Es cierto que el clima general de la
nación había cambiado radicalmente con respecto a la primavera de 1931. Incluso
los republicanos católicos se sintieron traicionados, maltratados y ofendidos
por una República que había querido esclavizar —e intentado suprimir— a la Iglesia en un Estado libre. Los atropellos de todo
género, las humillaciones, vejaciones y discriminaciones sufridas en silencio
por los católicos durante aquellos años serían una larga historia de violencias
morales y físicas desde el vértice del poder político hasta la base del pueblo,
que espera todavía ser escrita. Por otra parte la buena voluntad
demostrada por el episcopado, si se exceptúan los incidentes esporádicos provocados
por el cardenal Segura y el obispo Múgica; el buen sentido de los
metropolitanos y el tacto del representante pontificio en Madrid no
consiguieron gran cosa. La dureza de Pío XI o la intransigencia del
cardenal Goma no bastan para justificar actitudes gubernativas tan
violentas. Por eso, el choque que Azaña quiso siempre evitar—y quizá en el
fondo deseaba sinceramente esquivar—fue inevitable. También es cierto que
entre el clero bajo y gran parte de la población católica la única
esperanza, cuando los ánimos se habían exasperado, estaba centrada en
un golpe militar que acabara con la República. Incluso, aunque no
consta documentalmente, es aceptable la hipótesis de que un sector del
episcopado creyera que ésta era la única solución para resolver la
caótica situación en que se encontraba el país. Pero de esto no se puede
llegar a concluir que la Iglesia apoyase la sublevación. Además,
históricamente no puede afirmarse, porque no se puede demostrar. Es más,
en los primeros momentos, los eclesiásticos más responsables y el
episcopado como tal no lo apoyaron.
Otra cosa es que la situación cambiase
radicalmente después del «alzamiento», con una revolución tan brutal como la
que destruyó a España en pocos días, hasta el punto de que se llega a faltar
contra la historia al no recalcar e insistir debidamente en lo que fue esa
revolución y en las atrocidades que se cometieron durante los últimos días
de julio en la zona republicana que el mismo Gobierno no pudo
controlar. Lerroux, republicano de siempre, aunque muy moderado en sus
últimos tiempos, llegó a escribir que «el ejército no se sublevó contra el
pueblo, que ya no era pueblo, sino rebaño de fieras... no se sublevó
contra la ley, sino por la ley que todos habían jurado defender y que
aquéllos habían traicionado...»
«No puede negarse —es siempre Lerroux quien habla—
que el Alzamiento Nacional, movimiento fraternal del pueblo y del ejército,
vendrá a parar en una dictadura militar. Lo es ya. No podía ser otra cosa. Pero
si lo que hay enfrente hubiese sido una democracia como cualquiera
de las que rigen en tantos otros pueblos, ¿se habría podido producir
el Alzamiento Nacional?»
Tampoco se ha demostrado históricamente que el
Gobierno republicano fuese el principal promotor de la revolución, ya que ni
Azaña, como presidente de la República, ni Companys, de la Generalitat, ni
el presidente de Euzkadi querían una revolución de este tipo. Eran
personas demasiado inteligentes y moderadas para pensar en una
solución así, que precisamente por su virulencia y radicalismo iba en
contra de sus mismos intereses republicanos y autonomistas. Se vieron
sobrepasados por la revolución, cuya primera consecuencia fue la pérdida
total del escaso prestigio que le quedaba a la desacreditada República, a
pesar del constante apoyo que recibió de todas las naciones democráticas. Si no
hubiese sido por la revolución que siguió al 18 de julio, es muy probable
que la guerra civil hubiese tenido un desarrollo muy distinto. No
olvidemos además que algunos generales de la zona llamada nacional no eran
católicos. Cabanellas, en concreto, era masón. Mientras los dos mejores
generales de la zona roja, Miaja y Rojo, eran católicos. Miaja incluso tuvo un
jesuita en casa como preceptor de sus hijas, porque no quería que
frecuentaran las escuelas republicanas. Y de otros generales, como
Aranguren y Escobar, republicanos, consta que murieron cristianamente.
Es decir, que la situación era muy contrastante y
contradictoria. Y ante un panorama tan complejo hay que huir del maniqueísmo,
porque es la actitud más antihistórica.
En la famosa carta colectiva de 1937, los obispos
dijeron abiertamente que el 18 de julio en España ocurrieron dos cosas: 1a,
un alzamiento militar; 2a, estalló una guerra. Pero nótese que la sublevación
militar no se produjo sin colaboración del pueblo sano, que se incorporó en
grandes masas al Movimiento, «que por ello debe calificarse
de cívico-militar», y además «que este Movimiento y la revolución
comunista son dos hechos que no pueden separarse, si se quiere
enjuiciar debidamente la naturaleza de la guerra».
¿Por qué el 18 de julio?
Para comprender el 18 de julio no hay que olvidar
lo que había ocurrido en España desde las elecciones de febrero de 1936.
Solamente en los dos meses que van del 16 de febrero al 16 de abril de
dicho año sucedieron los siguientes hechos:
....................................................................Asaltos y saqueos ....Incendios
De círculos políticos ...........................
................58......................12
De establecimientos públicos y privados .............
72......................45
De domicilios particulares ..................................
33......................15
De iglesias ..........................................................
36.....................106
Hubo, además, 11 huelgas generales, 169 motines,
39 reyertas con fuego de fusilería, 85 agresiones personales, 76 muertos y 346
heridos.
Azaña, presidente de la República con el Frente Popular,
declaró en un discurso que consideraba estos desmanes «como un mal y una
tontería». Y Lerroux apostrofaba: «Azaña no se atrevió a declarar que
todo aquello eran 142 iglesias saqueadas e incendiadas en dos meses de Frente
Popular... Quemar una iglesia, para Azaña, creyente, no pasa de ser una
tontería».
Ante una situación tañí desesperada, agravada
después por la revolución de julio y la guerra civil, no deben sorprender las
palabras de los obispos en la pastoral colectiva: «La Iglesia nunca quiso la
guerra ni colaboró con ella, pero no podia permanecer indiferente en la lucha: se lo impedían su doctrina y su
espíritu, el sentido de conservación y la experiencia de Rusia».
Son ciertamente afirmaciones muy duras, que el
historiador ha de tratar de enmarcar y comprender en su contexto. Las pastoral
está escrita el 1° de julio de 1937 y no un año antes. Es evidente que tras
el 18 de julio de 1936 se vivieron momentos terribles en todo el
país; que la mayor parte de los católicos y del clero pensó en aquellos
momentos —y la opinión pública fue creciendo a medida que se conocían las
barbaridades cometidas por los «rojos»— que era mejor que ganasen los
«nacionales», aunque muchos ya veían los peligros del nacimiento de un
resentimiento de extrema derecha, en tiempos en que el nazismo y
el fascismo arrollaban a Europa, que luego acarrearía graves
consecuencias.
No hay que olvidar, pues, el cambio radical de los
españoles después del 18 de julio, teniendo en cuenta que los militares sublevados
no hablaban de religión en sus primeros manifiestos y proclamas. Además,
la revolución fue desencadenada por los anarquistas en Cataluña,
Levante y Andalucía y por buena parte de los socialistas, entonces muy
divididos, en Madrid y Asturias. Mientras que los comunistas en
aquellos primeros momentos tuvieron una intervención poco destacada, ya que su
influencia política era casi nula. Esta revolución provocó una alteración
profunda en la mentalidad de los católicos, hasta el extremo de que muchos gilroblistas y catalanes de la Lliga no sólo se pasaron al bloque nacional, sino incluso se convirtieron en
fanáticos del falangismo.
La inmensa mayoría de los españoles, y por
supuesto de los católicos, hubiera visto con buenos ojos, pasados los primeros
días de violenta revolución, un triunfo de los militares que hubiese restaurado
el orden y la paz.
Persecución brutal
Sin embargo, la entrada en escena de los
comunistas, por un lado, y de los falangistas, por otro, fue tremendamente
fatal, porque arrastraron al país a una absurda guerra civil que duró tres años.
Y aunque se trataba de dos partidos con insignificante influjo político,
ya que debían tener entre un 5 y un 7 por 100 de votos, consiguieron
hacerse dueños de la situación y monopolizar, respectivamente, las «dos
Españas», cuando es de todos sabido que la izquierda republicana española
estaba integrada por una variada gama de grupos y partidos con honda
raigambre histórica, que nada tenían que ver con la violencia y el integrismo
comunistas, y la derecha había ofrecido, igualmente, ejemplos de liberalismo y democratismo, exentos de los delirantes
extremismos falangistas.
Esta fue realmente la tragedia española. Este fue
el hecho monstruoso al que el historiador busca solución, sin conseguir
encontrarla. Y éste es, además, el grave problema de España, históricamente sin
resolver.
Se podrán dar, sí, todas las interpretaciones que
se quieran sobre la no-intervención extranjera; sobre la ayuda militar de
Alemania, Italia y Rusia a uno y otro bando; sobre la estéril polvareda
levantada por los intelectuales, católicos incluidos; sobre las divisiones
de la jerarquía eclesiástica mundial y de los católicos de otros países
acerca del desarrollo de la guerra; sobre el carácter de cruzada que se dio a
la contienda y las implicaciones del problema religioso en la misma;
pero la cuestión fundamental permanece sin solución. Por ello hay que estudiar,
explicar y comprender la terrible persecución sufrida por la Iglesia española a
la luz de ese conflicto armado, en el que «grupos militares y civiles
centralizaron la derecha» para enfrentarse a la izquierda, que se alzaba
en armas «improvisando nuevas autoridades revolucionarias y reclamando el
triunfo de la revolución». Para comprender el 18 de julio de 1936 y la
revolución que siguió, repito una vez más, hay que tener en cuenta todo lo
que ocurrió en España desde la victoria del Frente Popular en febrero de
1936 hasta julio del mismo año.
Lo que sucedió durante los tres años de la guerra
civil pertenece a la historia de la persecución religiosa, que espero tenga en
día no lejano historiadores más serenos y objetivos de los que hasta ahora
se han ocupado del tema. El material recogido es mucho, falta crítica,
elaboración metodológica y planteamiento actualizado. Con todo, hoy disponemos
de una serie de datos que históricamente no pueden ni deben silenciarse,
aunque estudios posteriores puedan introducir alguna rectificación.
Tributo de sangre de la Iglesia
El tributo en sangre rendido por la Iglesia
española alcanza cifras impresionantes. Se calcula un total de 6.832 muertos,
distribuidos en 4,184 pertenecientes al clero secular y seminaristas,
2.365 religiosos y 283 religiosas. No disponemos de una relación completa de
laicos católicos asesinados.
Con respecto a estos datos se impone una breve
reflexión. En primer lugar es evidente que hablo de persecución religiosa al
referirme a la desencadenada en la zona republicana, cuya responsabilidad cae
por completo sobre el Gobierno legítimo de Madrid, que repitió los errores
cometidos en mayo de 1931 cuando la quema de conventos. Es decir, aceptó,
incluso en manifestaciones públicas, la persecución como un desahogo
razonable de la ira del pueblo exaltado e incluso como una aplicación de
la llamada «justicia del pueblo». Las cifras anteriormente citadas se refieren
a muertos; nada digo de las torturas y de las violencias más refinadas, ni
de la destrucción del patrimonio histórico-artístico. No cabe duda de que
el Gobierno intentó la salvación de algunos tesoros, pero es innegable que
ardieron millares de obras de arte; numerosas iglesias, monasterios y
conventos fueron total o parcialmente destruidos; los robos y saqueos no pueden
contarse; innumerables archivos y bibliotecas perecieron en manos de los revolucionarios. Las
pretendidas explicaciones sobre el resentimiento social contra la Iglesia
por su alianza secular con las clases poderosas, no soporta la crítica más
elemental, porque «centenares de sacerdotes no tenían el menor contacto,
ni menos el menor contubernio, con esos círculos; murieron por ser sacerdotes;
por motivos primero religiosos; luego, políticos; luego, en ciertos casos,
sociales. Murieron, eso sí, a manos de otros católicos, porque sus
asesinos estaban, en su inmensa mayoría, bautizados. La causa de su muerte es
el odio de una España por la otra; de una España por la Iglesia. La
inmensa mayoría de los sacerdotes asesinados eran tan pobres —eran tan pueblo—
como sus asesinos». Y lo mismo puede decirse de la mayoría
de seglares, que fueron asesinados porque practicaban la religión
católica.
2.
La pastoral colectiva del 1°
de julio de 1937
Se trata del documento más polémico del episcopado
español. La polvareda que entonces levantó y la discusión que ha seguido
hasta nuestros días revelan la importancia que tuvo y el interés objetivo
que encierra. No puede ser estudiado con criterios de ahora y quizá
todavía es pronto para examinarlo con serenidad. Lo mismo debe decirse
con respecto a dos obispos —Vidal y Mágica— que no lo firmaron. ¿Lo
hicieron por razones políticas o pastorales? Tampoco lo firmaron Segura,
que entonces no podía considerarse miembro de la jerarquía española, ya
que no tenía algún cargo pastoral en España, pues era un cardenal de
Curia, que residía en Roma, e Irastorza, obispo de Orihuela, ausente de su
diócesis por enfermedad.
Podemos aproximarnos hacia una comprensión de este
texto fundamental del magisterio episcopal español analizando el contexto
histórico y la mentalidad de aquellos obispos y sin olvidar que se trata de la
respuesta que la Iglesia dio a la persecución religiosa desencadenada
en la zona republicana después de casi un año de guerra civil.
Podemos incluso prescindir de la persecución constante y uniforme que la
Iglesia española sufrió durante los tres años de lucha en dicha zona, si
bien en algunos momentos decreció la intensidad persecutoria, no porque
el Gobierno de Madrid —después pasó a Valencia— mostrase en momento alguno
intenciones sinceras de reformar su política religiosa, sino por efecto de
las repercusiones exteriores que las atrocidades cometidas por los «rojos»
tenían en el extranjero. También podemos prescindir de la larga serie de
atropellos, insultos, profanaciones, vejaciones y atentados de todo tipo
cometidos desde 1931 hasta 1936, fruto, según decían los obispos, «de la
Constitución y de las leyes laicas que desarrollaron su espíritu, [que]
fueron un ataque violento y continuado a la conciencia nacional».
Persecución religiosa
Limitémonos a los precedentes inmediatos de la
guerra. Desde la victoria del Frente Popular hasta el 18 de julio se cometieron
en España cerca de 3.000 atentados graves de carácter político y social,
entre los que se cuentan 411 iglesias destruidas o profanadas; 17 sacerdotes
fueron asesinados en diversos lugares y circunstancias desde el 1° de enero al
18 de julio de 1936. Durante los últimos días de dicho mes, otros 861
sacerdotes fueron asesinados por los «rojos». Solamente el 25 de julio,
festividad del Patrono de España, fueron torturados y asesinados 95 sacerdotes
y religiosos. A principios de agosto, concretamente el día 6, los obispos
de Pamplona (Olaechea) y Vitoria (Mágica) publicaron un documento conjunto
denunciando la muerte de más de 1.100 clérigos asesinados. Eran cifras un poco
exageradas, que en aquellos momentos y circunstancias no podían precisar. Hoy
los datos que poseemos son más fiables. Con todo, dicho documento encierra
un valor indiscutible, porque se trata de la primera condena episcopal del
crimen organizado contra la Iglesia y sus miembros.
Durante el mes de agosto de 1936 cayeron otros
2.077 eclesiásticos, es decir, casi 70 al día, después de haber sufrido
horribles torturas, y en algunos casos, mutilaciones de órganos
corporales. Entre las víctimas de ese trágico mes de agosto hay que citar
varios obispos: los de Sigüenza (Nieto Martín) y Lérida (Huix), asesinados el día 5; el de Cuenca (Laplana), el 8;
los de Barbastro (Asensio) y Segorbe (Serra), el 9; los de Jaén (Basulto)
y auxiliar de Tarragona (Borrás), el 12; el de Ciudad Real (Esténaga), el 22, y los de Almería (Ventaja) y Guadix
(Medina), que murieron juntos el día 30. Más tarde seguirían la misma
suerte el de Barcelona (Irurita), que parece ser que fue asesinado por
error al confundírsele con un sacerdote, y el de Teruel (Polanco), en
1939, cuando la guerra estaba acabando, mientras los comunistas lo
conducían a la frontera. Es decir, un total de 12 obispos, y además el
administrador apostólico, no obispo, de Orihuela, doctor Ponce.
A mediados de septiembre de 1936, las víctimas
eclesiásticas se aproximaban a 3.400. Fue por entonces cuando Pío XI, en la
audiencia concedida a un grupo de peregrinos españoles, cantó las glorias
de los mártires españoles. Cuando no había transcurrido un año de la
contienda, los asesinatos de eclesiásticos eran ya más de 6.500. La
matanza era evidente. La Iglesia española no había conocido cosa semejante
en su historia desde los tiempos primitivos. La cifra de muertos era impresionante
cuando los obispos se decidieron a hablar. Se trataba
además de un momento en el que España se hallaba totalmente dividida en
dos bandos, delimitados por las armas y por la ideología. El final de la guerra
no se podía prever. La victoria tenía que ser, inevitablemente, de
las armas y no fruto de una negociación político-diplomática, ya que
la ayuda militar que llegaba desde el exterior a los dos bandos era
cada vez más intensa y organizada. ¿Tiene algo de extraño que en
aquellas tremendas circunstancias los obispos temiesen una probable
aniquilación de la Iglesia en la zona roja? Basta repasar la prensa
republicana, y en particular el material gráfico de revistas y periódicos,
para descubrir el espíritu que animaba a los autores de incendios, robos,
saqueos, torturas y asesinatos. Se elogiaban y ensalzaban como auténticas
hazañas las mayores aberraciones. Quienes se sorprenden del tono usado por
los obispos en la pastoral colectiva, ignoran que por esas fechas casi
todos ellos habían dado a conocer en escritos personales su parecer sobre
la guerra.
Situación religiosa en la España Nacional
Nótese además que en toda la zona republicana no
se pudieron celebrar misas en público desde el domingo 19 de julio de 1936. Los
templos quedaron cerrados y la Iglesia vivió en la mayor clandestinidad, con
organizaciones y actividades que recordaban las catacumbas romanas. Por el
contrario, y éste es otro elemento que hay que tener en cuenta, la
normalidad religiosa era absoluta en la zona nacional y en los lugares que
iban ocupando las tropas rebeldes a la República, si bien la represión
política conocía también la tragedia, con matanzas, torturas y pillajes. A
medida que el nuevo Estado español fue organizando y perfeccionando sus
estructuras, la legislación de tipo eclesiástico tuvo primordial importancia,
hasta el punto de que la Iglesia —elemento indispensable para la victoria
definitiva de las armas— acaparó la atención de los nuevos gobernantes.
Comenzaron entonces a llover privilegios, que en parte restauraban la
posición perdida con la República y en parte aumentaban considerablemente
su protagonismo en la sociedad al amparo del ejército vencedor.
Si nos limitamos solamente al primer año de
guerra, antes de que apareciera la carta colectiva, hay que reseñar una serie
de hechos y disposiciones legales que ciertamente allanaron el camino y
facilitaron el acercamiento de la Iglesia hacia el nuevo Estado.
Legislación clerical
El terreno escogido en primer lugar fue el de la
educación. Una orden del 19 de agosto de 1936 exigía a los alcaldes informes
sobre la conducta observada por los maestros, para evitar que perturbasen
con sus ideas políticas «las conciencias infantiles» tanto en el aspecto
patriótico como en el moral. El 4 de septiembre se ordenó a los
gobernadores civiles, alcaldes y delegados gubernativos que procediesen
urgentemente a la incautación y destrucción de cuantas obras de matiz
socialista o comunista hallasen en bibliotecas ambulantes o escuelas, y a
los inspectores de enseñanza que usasen en las escuelas «solamente obras cuyo
contenido responda a los santos principios de la religión y de la moral
cristiana». Para evitar las posibles dudas creadas por esta orden, el 21 de
septiembre se dio otra en la que se declaraba textualmente que «la escuela
nacional ha dejado de ser laica» y que las enseñanzas de la religión e historia
sagrada era obligatoria y formaba parte de la labor escolar. Esta disposición se
amplió el 1° de marzo de 1937 al restaurar la costumbre inmemorial de
intensificar durante la cuaresma la enseñanza del catecismo de la doctrina
cristiana, permitiendo que los niños acudiesen a las iglesias para escuchar las
explicaciones de los párrocos y recibir los sacramentos. Al mismo
tiempo se restauró el culto y la devoción a la Inmaculada Concepción.
En materia castrense fue derogada una orden de la
República del 12 de septiembre de 1934, fundada en el artículo 3° de la
Constitución y se concedió de nuevo la exención del servicio militar a los
sacerdotes y religiosos. También se reorganizó el servicio religioso de
las fuerzas armadas.
El Ministerio de la Gobernación dio una serie de
disposiciones relativas a la presencia de los obispos en las Juntas de
Beneficencia, a la conservación del patrimonio artístico, a la prohibición de
libros pornográficos y fueron declarados fiestas nacionales el día de la
Inmaculada Concepción, el Jueves y Viernes Santos y el día del Corpus Christi.
El cardenal Goma
El 5 de junio de 1937, el diplomático Pablo de
Churruca fue nombrado ministro consejero y agente oficioso cerca de la Santa
Sede. Y aunque por parte de ésta todavía no se había producido el
reconocimiento oficial del nuevo régimen, el cardenal Gomá, desde el 19
de diciembre de 1936, actuaba como encargado pontificio de negocios ante la Junta
de Defensa Nacional.
Este último dato hay que tenerlo muy en cuenta,
porque la carta colectiva es criatura de Gomá. Hay que destacar la importancia
del cardenal primado en ese momento, porque estamos en 1937. Gomá
era prácticamente el único cardenal español, ya que Segura seguía
en Roma, Vidal había salvado la vida huyendo a Italia e Ilundain estaba
enfermo y moriría el 10 de agosto de dicho año. Era, por consiguiente, la
figura indiscutible del episcopado. La confianza puesta en él por Pío XI
era una garantía para los obispos. A estos títulos, Gomá unía una serie de
cualidades que todos reconocían y apreciaban. Catalán como Vidal, era más
inteligente, más culto y más eclesiástico que el cardenal de Tarragona, que
procedía de la universidad civil y era, más laico —Vidal fue abogado antes
de sacerdote—y menos dogmático. Quizá fue éste el gran defecto de Gomá: su
dogmatismo, su intransigencia y hasta su intolerancia al tratar temas políticos
y sociales. Era un antiliberal furibundo, y lo demostró en numerosos escritos
pastorales desde la proclamación de la República. Repetía sin titubear
la doctrina y las condenaciones de Gregorio XVI, de Pío IX y de Pío
X. La evolución y el aperturismo que se pudo constatar en otros
obispos durante la República, en particular en los cardenales Vidal e
Ilundain, y la moderación que siempre presidió las intervenciones de los
metropolitanos, no fueron características de Gomá. Su fulminante ascenso
desde Tarazona hasta Toledo en 1933 fue un gesto muy significativo de
la dirección que Pío XI quería dar a sus relaciones con la
República. Gomá era, ciertamente, la persona de mayor cultura y talento
para luchar con la República, pero en momentos en que hubiera sido necesario un
mínimo de espíritu abierto al diálogo y a la tolerancia, se buscó
la persona más incapaz de optar por esta línea. Quizá a Gomá le sobró inteligencia
teórica y le faltó habilidad política, con la que hubieran conseguido salvar
muchas situaciones difíciles y favorecer a la Iglesia. Pero Gomá carecía
de flexibilidad ante el liberalismo y el laicismo republicanos.
Nótese además que la carta colectiva se preparó
por iniciativa del general Franco y sabiéndolo la Santa Sede, que aprobó el
texto. Es un documento serio, bien pensado, redactado y construido, que
solamente pretendía mostrar hechos —aunque no decía toda la verdad—, sin
demostrar tesis, para que en el extranjero se tuviera una visión objetiva
y serena de los acontecimientos españoles, cosa que no se consiguió
plenamente. Tampoco influyó la colectiva de modo definitivo para que ganase la
guerra un bando u otro, ya que el conflicto armado duró dos años más. No
falta quien habla de sus importantes repercusiones dentro de España,
porque desde su publicación disminuyó sensiblemente la persecución
religiosa, lo cual es cierto en parte, ya que hasta el final de la guerra
sólo fueron asesinados otros 332 sacerdotes. Hoy puede decirse
abiertamente que la colectiva perjudicó a la Iglesia española, porque la
comprometió definitivamente con los vencedores. Este fue el aspecto más
negativo y funesto de tan importante documento. A la luz de él, se
comprende el silencio total y absoluto de la jerarquía católica ante las
muertes de católicos inocentes y las atrocidades cometidas por los «nacionales»
en la zona llamada «liberada». La actitud beligerante y partidista del episcopado,
del clero y de los católicos, que desde el 18 de julio celebraron con
manifiesta satisfacción la entrada victoriosa del ejército rebelde en
pueblos y ciudades, impidió que se condenasen o denunciasen las
represiones masivas que siguieron. No se oyó una sola palabra de reproche.
Los «nacionales» pudieron reprimir libremente la oposición política sin
temer interferencias de la jerarquía eclesiástica.
El clero vasco
Llegamos así a la polémica sobre los fusilamientos
de sacerdotes vascos por las tropas del general Franco y de otros muchos
católicos asesinados por motivos puramente políticos, como había ocurrido en la
mayoría de los casos señalados en la zona «roja». El historiador
no puede silenciar la tremenda responsabilidad de la Iglesia española en momentos
tan graves. Los obispos asesinados por los «rojos» ya no podían hablar; los exiliados
quizá tuvieron dificultades para hacerlo, porque las condiciones impuestas por
los países que les acogieron no debían permitirles manifestaciones
conflictivas. Pero los prelados que regían sus diócesis en la zona nacional
pudieron haber intervenido, y ciertamente con eficacia. Consta de algunos
obispos que llegaron a las más altas instancias militares del momento—incluso al general Franco—y consiguieron salvar la vida de algún
sacerdote o laico condenado a muerte. Quizá en aquellas circunstancias
resultaba difícil, comprometido y hasta peligroso defender la causa opuesta.
Los documentos nos dirán en su día hasta qué punto los obispos cumplieron
con su obligación pastoral. Una denuncia colectiva a la opinión pública mundial
de la represión brutal que seguía a la entrada victoriosa de las fuerzas
nacionales en cada lugar conquistado, ¿podían hacerla los obispos en plena
guerra civil? Es una primera pregunta que no me atrevo a contestar. Pero
hay más: ¿estaban los obispos en condiciones de hacerla visto el panorama
que ofrecía la zona «roja»? Prevaleció, a mi juicio, el instinto de
conservación, muy humano, pero poco cristiano. Acusar a la jerarquía
española y al clero en general de contubernio con las fuerzas vencedoras,
me parece exagerado e injusto. Ciertamente faltó coraje y valentía. La
Iglesia, que supo ser mártir en la persecución, no supo o no quiso ser
santa desde la victoria y el poder. ¿Por qué? En la zona «roja» lo había
perdido todo, mientras que en la «nacional» podía perderlo si denunciaba.
Un silencio prudente, pero comprometedor, podía conseguir algo. La lógica
de la guerra es terrible, y la Iglesia tenía que pagar de alguna forma al
vencedor el tributo de gratitud por su salvación. Se hizo esta última
opción, con todas las consecuencias negativas que esto supuso.
3.
Las relaciones del Vaticano con las«Dos Españas»
La Nunciatura de Madrid
Al ser proclamada la República, el nuncio
apostólico, Federico Tedeschini, continuó al frente
de la representación pontificia en Madrid. Ha sido praxis de la Santa Sede
trasladar a sus diplomáticos cuando en una nación hay un cambio radical de
régimen. En España se dio un caso único y raro en la historia de la
diplomacia pontificia. Tedeschini llegó como
nuncio en 1921, durante la monarquía liberal; siguió durante la dictadura de
Primo de Rivera y el período de transición de los generales Berenguer y Aznar y
permaneció durante la República hasta un mes antes de la guerra civil. Es
decir, que representó al papa durante un régimen liberal, dictatorial,
transitorio y republicano. Quizá el caso Tedeschini se explica por sus contrastes personales con Pío XI, que había fracasado
diplomáticamente en Polonia, donde fue el primer nuncio en 1919, y, al
regresar a Italia en 1921, Tedeschini, entonces sustituto
de la Secretaría de Estado, le tuvo que manifestar la conveniencia de cambiar
la diplomacia por la pastoral. Entonces Aquiles Ratti fue nombrado
arzobispo de Milán, mientras Tedeschini era destinado
a la Nunciatura de Madrid. Papa desde febrero de 1922, Pío XI
mantuvo a Tedeschini en España durante más de
quince años. En efecto, su nombramiento tuvo lugar el 31 de marzo de 1921,
y aunque fue creado cardenal en el consistorio del 13 de marzo de 1933, no
se hizo público, porque había sido reservado m pectore, hasta el 16 de
diciembre de 1935. En ese mismo consistorio fue creado cardenal Gomá. Pero Tedeschini aún siguió en Madrid otros seis meses y no
regresó a Roma hasta el 10 de junio de 1936. Desde esa fecha quedó en la
Nunciatura el encargado de Negocios, Silvio Sericano,
esperando al nuevo nuncio, Filippo Cortesi,
nombrado el 4 de junio de 1936. La revolución de julio impidió que Cortesi llegase a España. Sericano siguió al frente de los asuntos de la Nunciatura y el 4 de noviembre de
1936 abandonó Madrid.
Constituida el 29 de julio de 1936 la Junta de Defensa Nacional, los generales sublevados intentaron inmediatamente un reconocimiento por parte de la Santa Sede. El primer paso lo dio el papa nombrando al cardenal Gomá, el 19 de diciembre de 1936, representante pontificio oficioso ante dicha Junta. El cardenal primado mantuvo este encargo hasta la llegada del joven arzobispo Ildebrando Antoniutti, que durante el verano de 1937 había visitado España para interesarse por las víctimas de la guerra. El 21 de septiembre de dicho año, Antoniutti fue nombrado encargado de Negocios de la Santa Sede ante el Gobierno nacional, presidido por el general Franco, con sede en Burgos. Permaneció pocos meses en la zona nacional, porque el 16 de mayo de 1938 tras el establecimiento de relaciones diplomáticas normales, se produjo el nombramiento del primer nuncio apostólico ante el Gobierno de Franco en la persona de Gaetano Cicognani
La Embajada en Roma
Con respecto a la Embajada española en Roma, con
la proclamación de la República cesó el último embajador de la Monarquía,
Emilio de Palacio y Fare, que había presentado
sus cartas credenciales a Pío XI el 2 de junio de 1930. La Embajada quedó
provisionalmente confiada al ministro plenipotenciario, Eduardo García
Comín, encargado de Negocios hasta la llegada del embajador Leandro Pita
Lorenzo, republicano, católico, el 11 de junio de 1934, a quien sucedió Luis de
Zulueta Esco-lano el 9 de mayo de 1936. Dicho
diplomático apareció en el Annuario Pontificio de
1937 como representante oficial del Gobierno republicano español de
Valencia, «ausente». Al mismo tiempo figuraba Antonio de Magaz como encargado oficioso del Gobierno nacional de
Franco. El 5 de junio de 1937, Pablo de Churruca y Dotrés,
ministro plenipotenciario de segunda clase, fue nombrado ministro consejero y
agente oficioso del nuevo Estado español cerca de la Santa Sede. Desaparecida
la representación diplomática del Gobierno republicano y reconocido
oficialmente como Gobierno legítimo de España el que presidía el
general Franco, fue nombrado embajador extraordinario y ministro
plenipotenciario ante la Santa Sede José de Yanguas Messía, vizconde de
Santa Clara de Avedilla, quien presentó sus
credenciales a Pío XI el 30 de junio de 1938.
Por consiguiente, las relaciones diplomáticas con
la República no sufrieron alteración por parte de la Santa Sede hasta bien
entrada la guerra civil y cuando el desarrollo de los acontecimientos bélicos
hacía prever una victoria de «la España» del general Franco. Sin embargo, la
«otra España», la republicana, trató de mantener dichas relaciones durante la
contienda, pues aunque nunca hubo una ruptura oficial ni por una parte ni
por otra, las relaciones quedaron interrumpidas o suspendidas de hecho tras la
salida de Mons. Sericano en noviembre de 1936.
El ministro católico Irujo
Pasados los dos primeros meses de persecución
violenta, el 25 de septiembre de 1936 entró en el Gobierno republicano de Largo
Caballero el católico Manuel de Irujo, representante del partido
nacionalista vasco. Aunque era ministro sin cartera, Irujo trató por todos
los medios de contener las violencias e intentó convencer a sus colegas de
la necesidad de cambiar de política con respecto a la Iglesia. Irujo era persona de
reconocido prestigio por su catolicismo militante y su honradez personal,
aunque pudo obtener bien poco de sus compañeros de Gabinete, no obstante
las intensas gestiones realizadas para conseguir un acercamiento al Vaticano,
que mientras tanto buscaba la paz separada entre el Gobierno vasco
autónomo y el Gobierno de Franco. Estas gestiones también fracasaron.
Desde el 17 de mayo al 11 de diciembre de 1937
ocupó Irujo la Cartera de Justicia. El único éxito que tuvo durante su breve
permanencia en tan importante Ministerio fue el decreto del 7 de agosto
de 1937 autorizando el «culto privado». Coincidió prácticamente la
publicación de este documento con la difusión de la carta colectiva del
episcopado, y parece ser que dicho decreto fue dado a conocer en tal
circunstancia para contrarrestar los efectos del escrito de los obispos. Lo
cierto es que el Gobierno republicano buscaba un entendimiento con la
Santa Sede, y ésta fue la primera prueba de buena voluntad.
Siguieron gestiones diplomáticas a través, de la
Nunciatura en París, que llevó a cabo Luis Nicoláu d’Olwer con el nuncio Valeri. Intervinieron el cardenal Verdier, arzobispo de la capital francesa, y Mons. Fontenelle, que sirvió de enlace entre París y el Vaticano. Al
mismo tiempo, la Unión Democrática de Cataluña mantuvo contactos con católicos franceses
y con el cardenal Vidal. Pero en Roma pesaba negativamente la situación
religiosa de la zona republicana, a la vez que el Gobierno de Burgos
intensificaba las disposiciones legales en favor de la Iglesia y
la propaganda sobre el floreciente estado de la religión en su territorio.
A finales de diciembre de 1937 cesó Irujo en el
ministerio de Justicia, pero siguió, sin cartera, hasta agosto de 1938 en los
gobiernos presididos por Negrín. Su presencia en estos Gabinetes contribuyó a
que se dieran nuevas pruebas de buena voluntad, aunque insignificantes.
Un Consejo de Ministros celebrado el 24 de febrero de 1938 bajo la
presidencia de Azaña, presidente de la República, trató de la apertura
de una iglesia pública «como medio único de poder acreditar ante
el mundo que la República respeta la libertad de culto católico». Y el
Ministerio de Defensa Nacional, el 1° de mayo, permitió que los
religiosos prestasen su servicio en la Sanidad Militar. Se llegó incluso a
autorizar el viaje a España de Mons. Fontenelle, que no era prelado italiano;
pero dicho viaje nunca llegó a realizarse.
La situación se complicó con el asunto del obispo
de Teruel, Anselmo Polanco, que el Gobierno republicano tenía detenido e
intentaba manipular para sus fines. El 22 de febrero de 1938, las tropas
de Franco ocuparon Teruel, y el Gobierno de la República estaba
dispuesto a entregar tan importante rehén al Vaticano con tal de que no se
le permitiera volver a su diócesis. La Santa Sede no accedió. Se trataba
de un compromiso anticanónico. Al mismo tiempo, la situación militar
era cada vez menos favorable a los republicanos tras la batalla de Teruel
y la ofensiva de Aragón. Por parte republicana se buscó una paz negociada,
mientras el Vaticano reconocía oficialmente a Franco y designaba al nuncio Cicognani, primer representante pontificio oficial
ante el Gobierno nacionalista.
Los «Trece puntos» de Negrín
Trató entonces el Gobierno republicano, presidido
por Negrín, de dar una prueba mayor de buena voluntad, y el 30 de abril de 1938 publicó
los famosos «Trece puntos», uno de los cuales, el sexto, parece ser que
estuvo inspirado por Irujo. «El Estado español —decía— garantizará los derechos
de los ciudadanos en la vida civil y social, la libertad de conciencia y
el ejercicio de sus creencias y de sus prácticas religiosas». Los republicanos
habían comprendido demasiado tarde que la vuelta a la normalidad religiosa
era condición indispensable para negociar con la Santa Sede y para recobrar el
prestigio internacional que habían perdido. Irujo quería además que se
abriera alguna iglesia al culto público. Se pidió autorización al vicario
general de Barcelona, José María Torréns, que no
aceptó las condiciones puestas por el Gobierno y prohibió tajantemente la
apertura de templos. Se pensó entonces en el regreso del cardenal Vidal a
Tarragona, pero el purpurado no se prestó al juego político que encerraba su
viaje, mientras seguían las persecuciones contra sacerdotes y seglares, aunque
muy atenuadas. Irujo echó en cara al cardenal Vidal que los sacerdotes catalanes
no querían abandonar su clandestinidad en espera de ser liberados por Franco.
El ministro demostró una ingenuidad impresionante al exigir que la
Iglesia española olvidara, sin más, largos años de cruel persecución; sin
embargo, no cejó en su empeño, y, apoyado en el citado punto sexto, consiguió
que Negrín siguiera la negociación con el Vaticano.
Pero la situación política cambió radicalmente en
el verano de 1938. Irujo salió del Gobierno, y con él desapareció el único
ministro católico del Gabinete que había demostrado voluntad sincera de
acercamiento a la Iglesia. Negrín se echó en manos de los comunistas, los
catalanes fueron perdiendo parte de su autonomía, los tribunales especiales
republicanos intensificaron su actividad arbitraria. Comenzó un
auténtico régimen de terror, conocido como «la dictadura de Negrín».
Fue por entonces cuando Irujo pronunció un
durísimo ataque contra la política religiosa de la República. «Yo, que, además
de liberal y demócrata, soy ferviente religioso, soy cristiano y católico
—dijo—, siento tener que decir al Gobierno de la República que ya es
tiempo de que los cristianos, de que los católicos, podamos tener una
iglesia abierta. Lo he pedido muchas veces siendo ministro... todavía
tenemos que ir a capillas privadas aquellos católicos que queremos cumplir
con los preceptos de nuestra religión». Estas palabras, pronunciadas en
San Cugat del Vallés el 30 de septiembre de 1938, resumen la situación
de la Iglesia católica en la zona republicana cuando la persecución
más violenta había disminuido y los asesinatos eran muy esporádicos.
El 15 de octubre se celebró en Barcelona el
entierro del capitán vasco de milicias Vicente de Eguía. Presidió el ministro Alvarez del Vayo, representando a Negrín. La novedad
del hecho la constituyó la presencia, por vez primera en zona republicana
durante el período bélico, de un sacerdote católico oficiando en dicho acto.
Fue un caso aislado y único, que la propaganda republicana explotó para
demostrar una normalidad religiosa que no existía. Las fotografías dieron
la vuelta al mundo, pero no consiguieron el efecto que sus autores
pretendían. La persecución religiosa había calado hondamente en la opinión
pública mundial y para los republicanos era una pesadilla constante. El
desprestigio de la República era ya total. A finales de año comenzó la
ofensiva de Cataluña, y con la caída de Barcelona desaparecieron las
escasas esperanzas que podía abrigar un Gobierno republicano dividido,
desmoralizado y abandonado incluso por sus amigos del exterior.
El Vaticano y la «España de Franco»
Para esas fechas, además, la «España de Franco»
contaba ya con el apoyo total del Vaticano. El mismo cardenal Vidal, que
iniciaría entonces otro exilio, no había dudado en pedirle a Gomá que manifestara
al general Franco «mis saludos y homenajes de simpatía y afecto».
Por su parte, el nuevo Estado español ampliaba y
perfeccionaba la legislación en materias eclesiásticas con una imponente serie
de disposiciones que conviene reseñar y que sirven de complemento a las
anteriormente indicadas. Con ley de Jefatura del Estado de 10 de
diciembre de 1938 fue derogada la de 1932 relativa a la secularización de
cementerios y devuelta la propiedad de los mismos a las parroquias. El
ministerio de Educación Nacional completaba las normas relativas a la enseñanza
religiosa. Y el de la Gobernación imponía la depuración de bibliotecas y
la censura cinematográfica, reprimía la blasfemia y promovía la restauración y
reconstrucción de templos destruidos . Por el Ministerio de Justicia
quedaron suspendidos los pleitos de divorcio, derogada la ley sobre el
matrimonio civil y restablecida la Compañía de Jesús .
El 1° de abril de 1939 comenzó un nuevo capítulo
de la historia de la Iglesia en España.
4.
Nombramientos de obispos
Vacantes y provisiones durante la
República...
Sabido es que los reyes de España intervinieron
siempre de forma directa en los nombramientos de obispos en virtud del real
patronato. La legislación civil sobre este punto fue cambiando a lo largo
de los siglos, pero en realidad afectó solamente al procedimiento y no a
la substancia. Desde Felipe II, pasando por Carlos III e Isabel II, los
monarcas españoles regularon la presentación de candidatos al episcopado. Lo
mismo hizo Alfonso XIII apenas iniciada la dictadura de Primo de Rivera.
Tras la proclamación de la República, ni el
Gobierno ni la Santa Sede se plantearon el problema de las sedes episcopales
vacantes. Dado que hasta las elecciones de junio de 1931 se vivió un clima
de provisionalidad en espera del resultado de las urnas para las Constituyentes,
el Vaticano advirtió inmediatamente que lo más prudente en aquellos momentos
era no hablar del concordato de 1851, ni tratar con las nuevas autoridades
republicanas sobre el derecho regio de presentación. Es cierto que los
obispos, y en concreto el cardenal Vidal, protestaron por las continuas
violaciones del concordato vigente, pero nunca se llegó a una denuncia
oficial del mismo.
La situación cambió radicalmente tras la
aprobación de la Constitución republicana el 10 de diciembre de 1931. El concordato
quedó abrogado de hecho, y la Santa Sede tuvo completa libertad para nombrar
obispos, si bien dejó pasar dos años hasta que se produjeron las primeras
promociones episcopales.
El 19 de abril de 1931 tuvo lugar en Durango la
consagración episcopal del obispo auxiliar de Valencia, Francisco Javier
Lauzurica, preconizado titular de Siniando el 20 de
febrero del mismo año. Fue el único caso de obispo nombrado durante la
Monarquía y consagrado en plena República. Las diócesis vacantes al
advenimiento del nuevo régimen eran las siguientes: Lérida, desde el 13 de
marzo de 1930, por traslado a Barcelona del obispo Manuel Irurita, si bien
continuó gobernando la sede ilerdense en calidad de administrador apostólico
hasta el nombramiento del P. Huix en 1935; Plasencia,
desde el fallecimiento del obispo Rivas Fernández, ocurrido el 16 de julio
de 1930; Granada, por la muerte del cardenal Casanova, acaecida el 23 de
octubre de 1930 en Zaragoza, donde asistía a un congreso catequístico, y, finalmente,Mondoñedo, desde el 24 de febrero de 1931, por
muerte del obispo Solís Fernández.
Durante los dos primeros años republicanos fueron
vacando otras sedes por defunción de los respectivos prelados: Cartagena, el 6
de octubre de 1931 (obispo Salgado); Cádiz, el 15 de febrero de 1932
(obispo López Criado); Gerona, el 1° de septiembre de 1932 (obispo Vila),
y Salamanca, el 24 de enero de 1933 (obispo Frutos Valiente). La
importante silla primada de Toledo quedó también vacante a finales de
septiembre de 1931 tras la renuncia forzada del cardenal Segura, con
lo cual se consiguió resolver una cuestión que a los republicanos sirvió
de excelente pretexto para justificar las tensiones existentes entre la
Iglesia y el Estado y la creciente hostilidad hacia la primera por los
elementos más anticlericales. Pero se planteó el problema de la sucesión,
mucho más grave por las consecuencias que podría tener —y de hecho
tuvo— en el ulterior desarrollo de los acontecimientos político-religiosos.
Por eso causó gran sorpresa el traslado del obispo Gomá, de Tarazona
a Toledo, el 12 de abril de 1933. Aun reconociendo unánimemente
la valía intelectual de Isidro Gomá, su fulminante promoción resultó
muy significativa, pues desde hacía siglos no existía precedente del
traslado del obispo de una pequeña diócesis, como Tarazona, a Toledo,
primera sede arzobispal. El nombramiento de Gomá descubría la línea política
que la Santa Sede deseaba mantener con una República cada vez más
deteriorada en el orden interno y hostil a la Iglesia. La figura de Gomá,
ciertamente la mejor del episcopado en aquellos momentos, y su actuación
posterior confirmaron plenamente las previsiones de Pío XI.
El mismo 12 de abril de 1933 se hizo público
también el nombramiento del nuevo obispo de Cádiz en la persona de Ramón Pérez
Rodríguez, cesado en el cargo de vicario general castrense porque la República
lo había suprimido, si bien conservó el título de patriarca de las Indias
Occidentales. El 5 de septiembre de 1933, el administrador apostólico de
Sobona, Valentín Cornelias, fue nombrado obispo residencial de
la misma diócesis. Fue el primer obispo residencial de la sede celso-nense en la época contemporánea, ya que desde el
fallecimiento del obispo Tejadá, en 1838,
Solsona estuvo vacante durante muchos años; el concordato de 1851 la
suprimió, aunque fue regida por vicarios capitulares hasta 1891 y desde 1895
hasta 1933 tuvo obispos administradores apostólicos.
El 29 de diciembre de 1933 fue nombrado obispo de
Gerona el catalán José Cartañá, arcipreste de la
catedral de Tarragona. Con lo cual la Santa Sede volvía lentamente al sistema
tradicional, interrumpido por Primo de Rivera, de procurar obispos
catalanes para las diócesis de Cataluña.
Durante el año 1933 quedaron vacantes tres
diócesis: Tarazona, por el traslado de Gomá a Toledo, y Santiago de Compostela
y Huesca, por fallecimiento de sus respectivos prelados, los agustinos
Zacarías Martínez Núñez y Mateo Colóm Canals,
ocurridas el 7 de septiembre y el 16 de
diciembre. .
La metropolitana de Granada, que había estado
regida por el antiguo auxiliar del cardenal Casanova, Lino Rodrigo Ruesca, en calidad de administrador apostólico —quien tuvo
que afrontar situaciones de gran tensión, porque se dio la circunstancia
insólita de que el deán de la catedral, Luis López-Dóriga Meseguer,
sobrino del célebre arzobispo Meseguer y Costa (t 1920), fue elegido
diputado radicalsocialista en las Cortes
Constituyentes y llegó a votar leyes contrarias a la Iglesia—, quedó
cubierta el 4 de abril de 1934 por el obispo de Palencia, Agustín Parrado.
Este traslado provocó en 1934 la vacante de la
sede palentina. Vacaron además Segorbe, por muerte del obispo Amigó, ocurrida el
1° de octubre; Oviedo, por fallecimiento del obispo Luis Pérez, acaecida
en Madrid el 6 de noviembre, donde le sorprendió la revolución de
Asturias, en que fueron asesinados 35 sacerdotes; entre ellos, su provisor
y vicario general, Juan Puertes, y su secretario,
Aurelio Gago; Teruel, por renuncia del anciano obispo Juan Antón de la
Fuente, aceptada el 10 de noviembre; y Coria, el 11 de diciembre, por
muerte del obispo Dionisio Moreno Barrio.
Tras las elecciones de 1933 y la subida al poder
del Gobierno radical, apoyado por las derechas de Gil Robles, se suavizaron, en
parte, las relaciones con la Iglesia. El Vaticano aceptó como embajador al
católico Leandro Pita Romero, y lentamente se fueron cubriendo todas las
diócesis. Al cardenal Vidal se le dio el 19 de abril de 1934 un auxiliar en
la persona del deán de Tarragona, Manuel Borrás Ferre, asesinado
en 1936, y cuyo proceso de beatificación ha sido introducido en Roma.
Numerosos traslados se hicieron desde principios de
1935: Salamanca, Pía y Deniel, que era obispo de Avila; Lérida, Huix Miralpeix, que era administrador apostólico de Ibiza;
Ibiza, Cardona Riera, como administrador apostólico, que era coadjutor de
Menorca; Cartagena, Díaz Gomara, obispo de Osma;
Huesca, Rodrigo Ruesca, auxiliar de Granada;
Plasencia, Rocha Pizarro, auxiliar de Toledo; Taratana, Muti-loa Irurita, administrador apostólico de
Barbastro; Palencia, González García, obispo de Málaga; Santiago, Muñiz
Pablos, obispo de Pamplona.
Al mismo tiempo se nombraron nuevos obispos de
Oviedo (Justo Echeguren, canónigo de Vitoria), Almería (Diego Ventaja, canónigo
del Sacro Monte, de Granada), Mondoñedo (Benjamín de Arriba,
canónigo de Madrid), Osma (Tomás Gutiérrez, canónigo de Palencia) y Coria,
el dominico Francisco Barbado. También fue nombrado vicario
apostólico de Fernando Póo el claretiano Leoncio
Fernández Galilea. Dicho vicariato estaba vacante desde la muerte de su
anterior titular, Nicolás González Pérez.
Se cubrieron además las diócesis de Teruel (Anselmo
Polanco, agustino), Avila (Santos Moro, canónigo de
la misma), Málaga (Balbino Santos, canónigo lectoral de Sevilla) y Pamplona
(Marcelino Olaechea, sale-siano). El doctoral y
provisor de Guadix, Juan de Dios Ponce Pozo, fue nombrado administrador
apostólico de Orihuela, cuyo obispo, Irastorza Loinaz, residía enfermo en
San Sebastián con dispensa pontificia, por lo que la diócesis nunca estuvo
canónicamente vacante. El doctor Ponce Pozo no fue nombrado obispo.
A principios de 1936 falleció el obispo
dimisionario de Teruel, De la Fuente, pero su muerte no produjo vacante alguna.
Por esas fechas fue nombrado administrador apostólico de Barbastro, con
dignidad episcopal, Florentino Asensio, canónigo de Valladolid, que tomó
posesión de la diócesis el 14 de marzo, evitando toda publicidad, dada la
difícil situación política del país tras la victoria del Frente Popular en las
elecciones de febrero del mismo año. También por entonces fue
nombrado obispo de Segorbe el obispo de Canarias, Miguel Serra, que llegó
a su nueva diócesis el 25 de junio y moriría asesinado un mes más tarde.
Su vacante en Canarias fue cubierta el 18 de mayo
por el lectoral de Vitoria, Antonio Pildain, que no pudo ser consagrado hasta
el 14 de febrero de 1937. El lectoral de Mallorca, Bartolomé Pascual, fue
nombrado coadjutor de Menorca el 8 de mayo de 1936, pero tampoco
pudo consagrarse hasta el 2 de octubre de 1938 a causa de la guerra civil.
El 8 de junio, el cardenal Gomá recibió como auxiliar a su antiguo
secretario y lectoral de Tarazona, Gregorio Modrego, consagrado el 11 de octubre
del mismo año 1936.
...y durante la etapa bélica
Diez días después del alzamiento militar, el 27 de
julio de 1936 fue nombrado obispo coadjutor de Tortosa el vicerrector del
Colegio Español de Roma, Manuel Molí, consagrado el 30 de mayo de 1937 en
la capilla de dicho Colegio. Desde 1938 hasta 1943 fue también
administrador apostólico de Lérida.
El Vicariato General Castrense, suprimido en 1931,
fue restaurado el 28 de febrero de 1937, y el cardenal Gomá nombrado su primer titular.
Durante los tres años de guerra civil se
produjeron doce vacantes por asesinato de sus respectivos obispos, como se ha
dicho anteriormente, y además otras seis por fallecimiento de sus prelados:
Sevilla (Ilundain), Cádiz (Pérez Rodríguez), Valladolid (Gandásegui), Oviedo (Echeguren), Menorca (Torres
Rivas) y León (Alvarez Miranda).
Algunas de estas vacantes se fueron cubriendo
durante la contienda. Solamente las situadas en la zona ocupada por las fuerzas
del general Franco: Sevilla (cardenal Segura), Valladolid (Antonio García,
obispo de Tuy), Oviedo (Manuel Arce, obispo de Zamora) y León (Carmelo
Ballester, paúl). Tras la dimisión de Mágica fue nombrado
administrador apostólico de Vitoria el obispo auxiliar de Valencia,
Lauzurica. La vacante de Barbastro fue encomendada al obispo de Huesca.
Estos nombramientos se hicieron durante la misión
de Antoniutti (1937-38), sin consultar previamente al Gobierno nacional, el
cual insistió sobre la necesidad de llegar a un acuerdo. Antoniutti y el
general conde de Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, negociaron
una fórmula parecida a la italiana, consistente en la simple presentación
por parte de la Santa Sede de un candidato para conocer las
eventuales objeciones políticas que el Gobierno pudiera hacerle. El
general Franco estaba de acuerdo con esta fórmula, pero la situación cambió con
la llegada a Roma del embajador Yanguas Messía, que había sido
ministro de Alfonso XIII durante la dictadura de Primo de Rivera. El
nuevo representante diplomático presionó para que al jefe del nuevo
Estado español le fuesen reconocidos los antiguos privilegios de la Corona
sobre los nombramientos de obispos. El embajador estuvo apoyado
por numerosos juristas y políticos de la nueva situación, que
reivindicaban las antiguas prerrogativas de la Monarquía.
5.
Vicisitudes personales de
algunos obispos durante la guerra
Aproximadamente la mitad de los obispos regían
diócesis que estuvieron siempre en la zona llamada «nacional». Por
consiguiente, su actividad pastoral siguió el ritmo normal, dentro de las
limitaciones impuestas por el estado de guerra civil en el país. Hubo, sin embargo,
algún prelado que el 18 de julio de 1936 se encontraba en zona roja por
razones personales. Este fue el caso del obispo de Córdoba, Adolfo Pérez
Muñoz, que se hallaba veraneando con sus familiares en
Reinosa (Santander), de donde pudo escapar y llegar huyendo hasta
Palencia, donde le acogió su amigo el nuevo obispo Manuel González, que
anteriormente lo había sido de Málaga.
Entre los que estuvieron desde el principio de la
revolución en ciudades rojas que más tarde pasaron bajo el control de los nacionales,
figura el obispo de Badajoz, Alcaraz Alenda. No
obstante las violencias cometidas en dicha capital, el prelado fue
respetado. El de Ibiza, Antonio Cardona, fue perseguido por las fuerzas
rojas enviadas desde Cataluña para tomar las Baleares. Pudo esconderse
gracias a la ayuda de un republicano amigo, mientras que su padre y un
hermano fueron asesinados. Solamente pudo volver a la normalidad cuando el
ejército rojo huyó de la pequeña isla.
La suerte de los obispos cuyas diócesis estuvieron
desde el comienzo de la revolución en la zona republicana o roja fue muy
diversa. El de Santander, José Eguino, que era vasco, fue detenido el 16
de agosto de 1936 y llevado a la cárcel provincial de dicha ciudad, donde
permaneció hasta el 24 de octubre del mismo año. Después pudo huir
protegido por algún amigo, ya que al ser tomada la ciudad por las fuerzas
nacionales en agosto de 1937 regresó a su diócesis.
Apenas estalló la revolución, el cardenal Vidal y
Barraquer se refugió en el monasterio de Poblet, pero fue descubierto y detenido
por un grupo de militantes de la C. N. T., quienes le llevaron preso a Barcelona,
donde Ventura Gassols, consejero de la Generalitat,
consiguió liberarle y acompañarle a un barco, que le condujo a Italia, junto
con los obispos de Tortosa y Gerona, Félix Bilbao y José Cartañá respectivamente.
El de Urgel, Justino Guitart, pudo pasar a Francia
a través de su señorío de Andorra. Lo mismo hizo el de Solsona, Valentín Comellas, que estuvo protegido por un delegado gubernativo
de Lérida, quien consiguió salvar la vida a varios sacerdotes catalanes
llevándoles hasta Andorra. También el P. Perelló, obispo de Vich, escapó
a Francia, y desde allí marchó a Roma.
El de Cartagena, Díaz Gomara,
tomó un barco mercante en el puerto de esta ciudad acompañado de su secretario.
Ambos llegaron a Roma y se presentaron a los superiores del Colegio Español de
San José, del que habían sido alumnos, vestidos de paisano. Allí se les
facilitaron hábitos talares. En enero de 1939 dicho prelado fue nombrado administrador
apostólico de Barcelona, cargo que desempeñó hasta el nombramiento del obispo
Modrego en 1943.
También el de Málaga, Balbino Santos Olivera,
consiguió salvarse en el convento de franciscanos de Tánger, donde pudo llegar
gracias a una intervención del cónsul italiano en la capital malagueña.
Regresó a su diócesis en febrero de 1937, tras la ocupación de la misma
por las fuerzas nacionales, y se dedicó de lleno a su reorganización
material y espiritual, con especial atención a la reparación de los numerosos
templos destruidos.
El obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo Garay, pudo marchar a su Galicia natal poco después de
estallar la guerra, y allí consiguió salvar la vida. En cambio, habían
salido anteriormente el arzobispo de Valencia, Prudencio Meló, quien
transcurrió toda la contienda en Burgos, su tierra, y su auxiliar, Lauzurica,
que se hallaba casualmente en Vitoria, diócesis de la que fue nombrado
administrador apostólico al ser expulsado el obispo Múgica debido al apoyo
prestado al clero vasco, enfrentado con el general Franco. Esta situación se
agravó tras la victoria del 1° de abril de 1939. El obispo Múgica tuvo que
renunciar a la diócesis de Vitoria el 12 de octubre de 1937 y se le nombró
obispo titular de Cinna. Siguió en el exilio
durante mucho tiempo, pero se le permitió regresar a España, y transcurrió
los últimos años de su larga vida en Zarauz y San Sebastián hasta su
muerte, ocurrida el 29 de octubre del año 1968.
El cardenal Gomá había salido de Toledo el 13 de
julio de 1936 con dirección a Tarazona para consagrar a su obispo auxiliar,
Gregorio Modrego. Pero esta ceremonia se aplazó hasta el 11 de octubre
del mismo año. Gomá se trasladó al balneario de Belascoain, cerca de
Pamplona, donde residió durante toda la guerra. Sobradamente conocidas son
sus actividades durante los tres años de contienda, y, en concreto, la
confianza que la Santa Sede puso en su persona al acreditarle
como representante ante la Junta de Defensa Nacional y nombrarle
vicario general castrense de las fuerzas nacionales. Por el contrario, su
diócesis fue una de las más castigadas por la persecución religiosa, en que
fueron asesinados el vicario general, Agustín Rodríguez, y el deán,
Polo Benito. Salvó la vida el recién nombrado obispo auxiliar, Gregorio
Modrego, que se hallaba en Tarazona, su tierra natal. A Pamplona, junto
a Gomá, regresó desde Roma el obispo Cartañá, de
Gerona, gran amigo y antiguo compañero del cardenal primado en el cabildo
tarraconense.
En cambio, el cardenal Vidal y Barraquer, que junto
a Múgica no firmó la famosa pastoral colectiva de 1937, no pudo regresar a
España. El Gobierno del general Franco le condenó al exilio; pero la Santa
Sede no declaró vacante la sede ni la cubrió hasta el fallecimiento del
purpurado, ocurrido en Friburgo, en 1943. El gobierno diocesano, por delegación
expresa del cardenal, estuvo encomendado al canónigo penitenciario, Salvador
Rial Llovera.
El arzobispo de Valladolid, Gandásegui,
que era natural de Galdácano, se encontraba en tierras de Vizcaya cuando se
produjo el Movimiento. Se dijo que los «rojos» lo habían asesinado y en
Valladolid se le celebraron solemnes funerales; pero a principios de agosto de
1936 apareció sano y salvo en la capital de su diócesis. El prelado
desmintió las noticias falsas sobre malos tratos sufridos y aseguró que en
la zona republicana siempre le habían respetado. Quizá por esta razón los
grupos más reaccionarios y los falangistas vallisoletanos intransigentes le
llamaron «el obispo rojo».
Más insólito fue el caso del anciano obispo de
Menorca, Juan Torres Ribas, que contaba noventa y dos años de edad y llevaba
treinta y cuatro al frente de la diócesis menorquina. Fue respetado durante
toda la guerra por el comité militar local, uno de los más violentos,
formado por sargentos, que asesinaron al general, al almirante y a casi
todos los oficiales de la guarnición existente en dicha isla. Este prelado
falleció en Ciudadela el 6 de enero de 1939, pero su muerte pasó desapercibida, porque
coincidió con la gran ofensiva de las fuerzas nacionales sobre Cataluña,
que consiguió la rendición de Barcelona el 26 de enero de 1939 y motivó,
pocos días después, la caída de Menorca en la «España de Franco». Por
esto, el sucesor del obispo Torres Ribas, Bartolomé Pascual Marroig,
pudo tomar posesión de su sede el 2 de abril de 1939
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