BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOSHISTORIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.La Iglesia en la España contemporánea (1808-1975).CUARTA PARTE.EL CATOLICISMO ESPAÑOL EN LA RESTAURACION (1875-1931)Por José Manuel Cuenca
Toribio
Capítulo I
CLERICALISMO Y
ANTICLERICALISMO
1.
Un nuevo «modus vivendi»:
la monarquía de Sagunto
La restauración de la monarquía borbónica en la
persona de Alfonso XII fue recibida por las masas católicas de la nación —salvo
las que militaban en la causa carlista— con enorme júbilo y esperanza.
Se deseaba que el joven rey volviese a poner en concordia el trono con
la Iglesia, después de aquellos turbulentos años de la Interinidad en
que España había conocido todas las formas de gobierno que figuran en
los tratados de derecho político.
La circular en la que se trazaba el futuro
programa religioso de la monarquía canovista, dirigida por el ministro de
Gracia y Justicia en 2-1-1875 a los prelados y vicarios capitulares
participándoles el advenimiento de Alfonso XII, reforzó la confianza y alegría
despertadas en el clero y fieles por su instauración: «En las relaciones
de los Estados católicos con la Iglesia —escribía aquél— lo que para aquéllos
es próspero suceso, para ésta no puede menos de ser feliz augurio de
bienandanza... La proclamación de nuestro Rey Don Alfonso XII, siendo el
verdadero término de aquellos disturbios, será por lo mismo el principio
de una nueva era, en la cual se verán restablecidas nuestras buenas
relaciones con el Padre común de los fieles, desgraciadamente
interrumpidas por los excesos de estos últimos tiempos; se procederá en
todo lo que pueda afectar a estas recíprocas relaciones con el consejo de
sabios prelados y de acuerdo con la Santa Sede, y se dará a la Iglesia y a
sus miembros toda la protección que se les debe en una nación como la
nuestra eminentemente católica...»
Sin pérdida de tiempo, el espíritu y las promesas
contenidas en el texto señalado se materializaron en la promulgación de
diversas órdenes por las que, principalmente, se derogaban las medidas
sancionadas por los regímenes anteriores que causaron mayor escándalo y
repudio en la jerarquía, en especial, la libertad de cátedra y el
matrimonio civil. Por negarse a aceptar la supresión de la primera, varios
renombrados profesores serían expulsados de la Universidad, con rigor lindante,
en algunos casos, con la arbitrariedad.
Sin embargo, las esperanzas de que la monarquía
alfonsina consagrase, a la manera de los moderados en 1845, la unidad religiosa
de la nación, haciendo caso omiso de la tolerancia propugnada por
algunas voces desde la tribuna y la prensa, quedaron defraudadas. Las leyes
y fórmulas legales por las que se regirían las relaciones entre la Iglesia
y el Estado durante la Restauración se inspirarían en el mismo clima
espiritual que informaría toda la obra de Cánovas del Castillo: la
ausencia de cualquier exclusivismo y la solución de la vía media para
todos los problemas. El artículo —en el que se recogían y amalgamaban los
términos de los textos constitucionales de 1854 y 1869, y que fue uno
de los más discutidos de la Constitución dada al país en 1876—
sancionaba de manera explícita la tolerancia.
Como los restantes del código constitucional
canovista, estaba redactado con gran flexibilidad, facilitando así toda clase
de interpretaciones y aplicaciones concretas . Pese a ello, el papa Mastai, que ya había dirigido un breve a la jerarquía
española (4-3-1876), al tener noticia del texto presentado a las Cortes
como base de discusión, exponiendo su flagrante contradicción con el
artículo 1° del Concordato vigente, mostró una gran renuencia en aceptar su
promulgación definitiva. Sólo la hábil y precisa puntualización del
concepto católico de la tolerancia —imposición de un principio de equidad
que el legislador-gobernante se limita a aplicar—, formulado, paradójicamente,
por el ministro de Estado español, logró disipar algunos de los numerosos
temores y escrúpulos del anciano Pontífice. Con todo, el Vaticano expresó su
confianza en que las futuras interpretaciones del controvertido artículo
no infringiesen la literalidad de sus cláusulas.
Emprendida por cuarta vez a lo largo del siglo una
vasta obra restauradora por la jerarquía y clero —primordialmente, el regular y
las congregaciones, que conocerían durante este período su mayor auge del
ochocientos—, los años del reinado de Alfonso XII, el «Pacificador», y los
de la regencia de su segunda mujer fueron, en líneas generales, de paz en
las relaciones entre la Iglesia y la Corona. Pequeños incidentes, causados de
ordinario por la propia —y aguda— división de los católicos españoles y de
su clero, no alteraron, sustancialmente, este panorama de concordia. León XIII
expresó repetidas veces su afecto por España y su régimen, al que se
esforzó por consolidar.
2.
La polémica anticlerical
No obstante, pese al afianzamiento de la obra
canovista, al término del quinquenio glorioso comenzaron a amontonarse en el
horizonte de las relaciones entre la Iglesia y el Estado algunas nubes,
que ensombrecerían algún tiempo después su dinámica. Dentro de la gran labor
legisladora llevada a cabo por el Parlamento largo, en 1887 se promulgaba la célebre
ley de asociaciones, que disponía taxativamente: «... quedan sometidas a las
disposiciones de la misma las asociaciones para fines religiosos, políticos,
científicos, artísticos, benéficos y de recreo, o cualesquiera otros lícitos
que no tengan por único y exclusivo objeto el lucro o la ganancia».
Respecto a las asociaciones religiosas, el artículo segundo puntualizaba
que quedaban exceptuadas «las asociaciones de la religión católica
autorizadas en España por el Concordato. Las demás asociaciones religiosas se
regirán por esta ley, aunque debiendo acomodarse en sus actos las no
católicas a los límites señalados por el artículo 11 de la Constitución
del Estado».
Aunque la concordia entonces existente entre ambas
potestades hizo pasar desapercibido el profundo alcance de dicha ley para el
ordenamiento y regulación de las numerosas congregaciones y órdenes
establecidas en la España de la Restauración, en el marco de otra
coyuntura socio-política podía convertirse, como el tiempo probó, en
caballo de batalla y fuente de abundantes situaciones conflictivas.
Un año después, la derogación, a instancias de
varios prelados senadores, en el Código Civil del canon del concilio de Trento
que prohibía a los religiosos profesos la facultad de adquirir bienes para sí,
se mostraría igualmente en el futuro grávida de importantes
consecuencias. Un nuevo y fundamental elemento, el rebrote del anticlericalismo
en la España finisecular, vendría a poner término al remanso por el que
discurrieron las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante la
primera fase del sistema canovista.
El ancho caudal adquirido en aquella hora por un
sentimiento y una actitud siempre reverdecidos en los cuadrantes hispánicos se
debió a la confluencia en el cruce de uno y otro siglo de una serie de
fenómenos presididos todos por la común nota del anticlericalismo. Dentro
de las esferas dirigentes, su recrudecimiento fue, en amplia parte,
artificial.
Clausurado el ciclo de las grandes reformas
políticas durante el gabinete Sagasta de 1885-90, los años sucesivos destacaron
una realidad que cada día se evidenciaba con más claridad: las escasa
diferencia en el ideario de las fuerzas que entraban en la noria del
turnismo. De aquí la necesidad sentida por los partidos gobernantes de
establecer artificialmente fronteras y antagonismos entre sus programas.
Las diferencias respecto a la «cuestión religiosa»
—meramente tácticas en el sentir de las grandes figuras de la Restauración, con
la excepción de Canalejas— se erigieron así en uno de los principales límites
de sus respectivos idearios. Junto con el fenómeno apuntado, la
pujanza del positivismo en el mundo del pensamiento y en el de las
realidades políticas, la del movimiento republicano, asimismo como las
medidas adoptadas en Francia y Portugal en materia eclesiástica, vinieron,
entre otros factores y corrientes, a colocar al anticlericalismo en el
primer plano de la actualidad nacional en la España de los años iniciales
del siglo XX.
Como ocurre a menudo en trances semejantes, la
chispa que hizo estallar el polvorín fue el encadenamiento de una serie de
sucesos —individualmente de escasa entidad— acaecidos en la bisagra de una
centuria a otra. La actitud proclerical del ministro
Silvela —explicitada, sobre todo, en la adopción por el ministro de Fomento,
marqués de Pidal, de medidas tendentes al desarrollo de la enseñanza
religiosa en los centros estatales—, estimuló la reacción de sus oponentes, que
tacharían su política de «vaticanista».
No obstante, fue en el breve gabinete del general
Azcárraga (23-12-1900 a 25-11-1901) cuando eclosionó realmente la mayor y más
grave crisis de las acontecidas en las relaciones Iglesia-Estado
durante todo el régimen canovista. El estreno de la obra de Pérez Galdós,
Electra, simultáneo con la difusión por los medios de información del
caso de la señorita Ubao, muy semejante al tema
que el gran novelista escenificaba, junto con las frecuentes alteraciones del
orden público a que daban lugar las procesiones organizadas en
cumplimiento del Jubileo en honor de Cristo Redentor, concedido por León
XIII por la entrada del nuevo siglo, convirtió la «cuestión religiosa» en
el más importante de los problemas (junto al matrimonio de la Princesa de
Asturias) con que en aquellos momentos se enfrentaba el mundo gobernante.
Conocedor de la gran fuerza que capitalizaría para
su partido con el izamiento a tambor batiente de la bandera del
anticlericalismo, Sagasta la enarbolaría ahora más alto que nunca. Sus
primeras medidas al frente del último gabinete de la Regencia estuvieron
dictadas por el propósito de satisfacer las reivindicaciones antieclesiásticas mediante unas leyes destinadas a la
galería, que traducían su interna posición frente a tal tendencia,
instrumentalizada como arma política de ocasión, pero sin vivenciarla con
autenticidad ideológica personal.
Escasas semanas después de la llegada de su
gabinete al poder, en medio de una gran tensión que algunas voces apocalípticas
profetizaban que conduciría a un nuevo duelo fratricida, se celebraron
elecciones parlamentarias (mayo de 1901), en las que las campañas
preparatorias giraron, con casi exclusividad, en torno al tema religioso.
Aunque pertrechado con una fuerte mayoría en las nuevas Cortes, Sagasta no
mostró interés alguno en llevar más adelante su anticlericalismo. Sólo
la presión de algunos grupos parlamentarios y de cierto sector de
la prensa le obligaron a plantear en las cámaras la cuestión del
estatuto jurídico de las órdenes y congregaciones religiosas, cuyos
efectivos se engrosaban espectacularmente debido a la afluencia a tierras
españolas de nutridos contingentes de clérigos y monjas franceses
expulsados de su país por el ministerio de Waldeck-Rousseau.
En tanto que los diputados conservadores defendían
la tesis de la legalidad de las múltiples órdenes e institutos religiosos
establecidos en el territorio nacional por acomodarse su existencia al
famoso y controvertido artículo 29 del Concordato de Bravo Murillo, sus
adversarios mantenían su inclusión dentro de la «Ley de Asociaciones» de 1887. Estas
posiciones antitéticas (pese a que la argumentación de los diputados liberales
mostró su espectro más amplio que la de los conservadores) suscitaron en el
Parlamento un verdadero derroche de casuismo y habilidad dialéctica, al
paso que algunos oradores, particularmente Canalejas, plantearon la cuestión de
las relaciones Iglesia-Estado sobre los ejes que habrían de encauzarlas
tiempo adelante. Tras producirse una tan inútil como resonante
intervención de ciertos prelados senadores en protesta del giro estatalista que
proyectaba dar, en su opinión, el Gobierno Sagasta al tema en disputa, y
escindido el partido liberal con el abandono por Canalejas del gabinete de
coalición liberal-demócrata salido del reajuste ministerial de mediados de
marzo de 1902, la Santa Sede y el Estado español lograron un modus vivendi
—tan extendido en las prácticas y usos jurídicos de la época—. Hasta tanto
se llegaba a una revisión del Concordato, se reconocería la legalidad de
todas las asociaciones religiosas que se inscribieran en los gobiernos civiles,
sin que las autoridades gubernativas pudieran negarle la inscripción.
Conforme los acontecimientos posteriores demostrarían, la habilidad de
Sagasta encontró así una ingeniosa, aunque inconsciente, solución a un problema que
desazonaba sus últimos días.
3.
El fin de la controversia
anticlerical
A partir de este momento y hasta la fecha en que
Canalejas sube al poder en 1910, la «cuestión religiosa» estuvo sujeta al pendularismo crónico de la vida parlamentaria española. Los
repetidos intentos de Maura para hacer extensivos a todas las
congregaciones los privilegios de las asociaciones religiosas reconocidas
en el Concordato no alcanzaron nunca buen puerto; mientras que en los períodos
en que el país era dirigido por los liberales, el anticlericalismo
reverdecía una y otra vez, llegando a trazar el gabinete general López
Domínguez en 1906 un programa de laicismo en el que se seguían dócilmente
las directrices puestas en práctica por los políticos radicales en la
nación francesa. En tanto que el Pontífice y Merry del Val alentaban sin
reservas a la Solidaridad catalana y la adhesión a ella de los católicos del
Principado con el objeto de crear dificultades a los gobernantes
madrileños.
El 9 de febrero de 1910 José Canalejas y Méndez
fue encargado por Alfonso XIII de formar un gabinete cuyas riendas detentaría
brillante e inteligentemente hasta su trágica muerte en noviembre de 1912.
Punto axial de su política era el problema religioso, de cuya favorable
solución sobre la base de la supremacía civil dependía en gran parte la
duración y viabilidad de su ministerio. En la persecución de tal objetivo,
Canalejas llevó las negociaciones con el Vaticano —reanudadas e
interrumpidas a compás de los avatares de la política nacional desde
comienzos de la centuria— a un punto muerto, ante la irreductible defensa
realizada por Pío X y su secretario de Estado, el joven cardenal español
Merry del Val, de la soberanía total de la Santa Sede en punto a materia
disciplinaria.
Poco después Canalejas decidía pasar de manera
resuelta a la ofensiva por medio de un decreto (junio de 1910) en el que
reconocía —o, más exacto, se aplicaba el artículo 11 de la Constitución del
Estado— a las religiones disidentes el derecho a exhibir externamente los
emblemas y signos de su culto. Medida complementada con la
publicación (24-12-1910) de la famosa «Ley del Candado», por la que se
prohibía la residencia en el país de nuevas órdenes religiosas, por
espacio de dos años, sin autorización del ministerio de Gracia y Justicia,
que, expresada por real decreto, se publicaría forzosamente en la Gaceta.
La denegación del permiso sería automática cuando más de un tercio de la
orden o congregación en cuestión estuviera compuesto de extranjeros.
El triunfo del Gobierno, como sabía y tal vez
quiso el propio Canalejas —objeto de incalificables ataques desde las páginas
de ciertas publicaciones católicas y en los mítines y manifestaciones
organizadas como protesta a su política por algunos prelados y entidades
confesionales—, fue más aparente que real, pues el número de institutos
religiosos establecidos entonces en la nación era muy crecido (hasta el extremo
de no faltar en él ninguna de las órdenes o congregaciones reconocidas por
la Santa Sede) y bastaban para subvenir las necesidades docentes de
los católicos...
Una enmienda del senador barón del Sacro Lirio
vino igualmente a quitar mordiente a la disposición, al admitirse por el
Gobierno que, si en el transcurso de los dos próximos años no era aprobada
otra ley de Asociaciones distinta a la de 30-6-1887, la del «Candado»
quedaría anulada. Dada la inestabilidad de la vida parlamentaria española,
podían abrigarse fundadas esperanzas de que con dicha solución todo quedase en
aguas de borrajas.
Rotas las relaciones con Roma, la reacción de las
masas católicas fue, según quedó indicado, unánime y clamorosa, organizándose
en numerosas poblaciones tumultuosas manifestaciones de protesta contra la
política del Gobierno, respaldado en todo momento por el monarca. Merced,
sin embargo, a las dotes políticas de Canalejas y a los buenos oficios del
obispo de Madrid, J. M. Salvador y Barrera —gran amigo del presidente del
Consejo de Ministros— y de Cambó, la reanudación de las relaciones estaba
a punto de materializarse en realidad tangible cuando una de esas muertes
que presiden con trágico ritmo la trayectoria de la España contemporánea segó
una vida quemada en su servicio. En enero de 1913, el restablecimiento de
dichas relaciones era un hecho, sobre la base de que en el plazo de dos años
todo nuevo establecimiento debería hacerse previa solicitud de permiso de la
Santa Sede en Madrid.
4.
Un corto remanso de paz
Calmadas las pasiones con el estallido de la Gran
Guerra y el advenimiento al solio romano de un Papa «diplomático», se relegó a
un plano secundario, en el horizonte de las preocupaciones nacionales,
la exacerbada, tiempo atrás, «cuestión religiosa». En el pontificado de
Benedicto XV, el sector más prometedor de la cristiandad española atravesaría
una hora decisiva en torno a la organización de las
formaciones sindicales, en tanto que el sistema se enfrentaba con unos
problemas a los que su momentánea guadianización durante ciertas fases de la contienda mundial había agravado sus perfiles.
Sin embargo, analizada de forma apresurada, esta
polarización de parte de las fuerzas profundas del país en temas relativamente
alejados de la arena religiosa puede inducir a falsear las perspectivas de
las relaciones Iglesia-Estado en los años que precedieron a la dictadura primorriverista.
En realidad, al no operarse ninguna mutación en la composición y mentalidad de
los principales factores en juego, el sereno diálogo entre ambas potestades
seguía dependiendo de elementos contingentes. En otros términos: mientras
los moldes jurídicos que encauzaban sus contactos, no habían sufrido
variación respecto a los del reinado de Alfonso XII y de la Regencia, el
espíritu difería en gran medida del vigente en la era canovista. Diversos eventos
vendrían a subrayar, en el desarbolamiento final
de la Restauración, el extremo apuntado.
A manera de prueba concluyente, baste la alusión a
uno singularmente ejemplarizador. Los comentarios y glosas que en las capas
mayoritarias del sentimiento ortodoxo y en las del anticlerical suscitara la
consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús —mayo de 1919—,
patentizaron que los rescoldos de la controversia religiosa estaban prontos a
encenderse y que las lecciones de una historia reciente no habían sido
aprovechadas. Las posiciones extremistas continuaban imponiendo su estéril
tiranía en la opinión pública.
Pese a la presencia de estas coordenadas generales
pacificadoras de que se ha hecho mención, la madurez lograda por algunos
fenómenos apuntados al filo de la guerra europea sometería a dura prueba
el mortecino statu quo alcanzado tras las ruidosas polémicas de la «ley del
Candado». Conforme a la nota isocrónica tan
repetidamente ofrecida por el pasado español, la descomposición del
régimen canovista coincidió con la entrada en el escenario nacional de dos
sugestivos movimientos confesionales. De diverso caudal numérico e inspiración,
su actuación simultánea en frentes neurálgicos de la realidad del país tuvo
como más sobresaliente resultado el destacar con creciente vigor la
necesidad de superar sin retraso las ambigüedades que envolvían las
relaciones entre el poder civil y el espiritual.
La enorme cantidad de energía movilizada por la
famosa «Gran Campaña Social» vino a demostrar, no obstante su fracaso final, la
espesa muralla de recelos que separaba de las instituciones a los
grupos mayoritarios de la jerarquía, clero y fieles del país. De forma en
extremo sintomática, el mencionado episodio devolvió vigencia a la situación
religiosa de los albores de la Restauración cuando Cánovas se enfrentó con
éxito a las vacilaciones del sector pidalista.
Saldadas negativamente las tímidas aperturas a la
izquierda proletaria y radical, un gesto de buena voluntad del sistema hacia
las esferas de catolicismo tradicional se presentaba como ineludible para un
régimen sacudido hasta las raíces por la crisis marroquí. El gesto no llegó a
producirse por el desagrado con que el rey observaba la marcha de dicha
campaña, precisamente en el momento en que cristalizaba «el bloque nacional» y
uno de sus más conspicuos portavoces, Sánchez Guerra, era llamado al poder
en medio de los aplausos de la prensa burguesa más distanciada de la
Monarquía.
El naufragio de la «Gran Campaña» no disipó, sin
embargo, los temores de algunos círculos ante un catolicismo anclado en
posiciones de privilegio. Pero, como ya se ha dejado constancia, la aparición
de una segunda fuerza en el haz de la cristiandad hispánica puso un
momento de tregua en el sentir de tales sectores.
El entusiasmo suscitado entre ciertos
intelectuales y políticos por la actitud de los popolari en la Italia de la posguerra, configuró una reducida pero animosa agrupación de
católicos dispuestos a trasplantar a España el modelo creado por Luigi Sturzo, en una nación de características y problemas tan
similares a los hispánicos como la de la Monarquía Unitaria. De contornos
imprecisos y fluctuantes, el partido social popular fue siempre fiel al deseo
de revisar en profundidad el marco jurídico de la iglesia española. Muy
relacionados con las figuras del bloque nacional, sus adeptos alentaron los
propósitos manifestados por el ministro Manuel Pedregal de llevar adelante
la modificación sustancial del artículo 11 de la Constitución de 1876.
Empero, la omnipresencia de la cuestión marroquí en los trabajos del
gabinete García Prieto arrumbó en dique seco dicho intento, severamente
condenado por la jerarquía.
5.
La dictadura de Primo de
Rivera
Al igual que casi la totalidad del país, la Iglesia
recibió a la dictadura con indisimulable zalagarda. Sus sectores tradicionales
y otros igualmente poco palatinos, como los orientados por El Debate,
depositaron todas sus esperanzas de una «resurrección nacional» en la
figura del general jerezano, al que mantuvieron numantina lealtad.
La amorfa fisonomía que en su vertiente ideológica
presentó la dictadura y las diferentes corrientes confesionales que se aquistó,
explican la variedad de imágenes de la reconstrucción religiosa. Variedad
que, lejos de infirmar al régimen primorriverista, redundó en su beneficio.
En todo momento, aquél dispuso de abundantes piezas, dóciles a ser
utilizadas con discrecionalidad en el tablero de su interés. Así, en sus
difíciles relaciones con gran parte de la clerecía catalana a
propósito del empleo litúrgico de la lengua vernácula, en el Principado la
dictadura encontró respaldada su posición por el coro unánime de los restantes
sectores católicos; lo que le permitiría adoptar una posición de fuerza en
sus contactos con Roma para resolver la espinosa cuestión.
En los postreros meses de la dictadura, un
resonante suceso volvía a proyectar «la cuestión religiosa» a los primeros
planos de la atención nacional.
Esperanzados tal vez en la imposibilidad de una
movilización anticlerical comparable a la de los años 10, debido a la
incorporación al sistema de las masas socialistas, algunos componentes de la
Unión Patriótica pensaron reformar el estatuto universitario vigente en
beneficio de los alumnos de las universidades eclesiásticas de María Cristina
de El Escorial y de Deusto. En adelante, sus tribunales examinadores en
los centros estatales estarían integrados por dos profesores de sus
respectivas facultades y un catedrático. Sin tardanza, un viento de fronda
recorrió claustros y aulas de la Universidad oficial. El volumen e
intensidad de las protestas movieron a los agustinos a renunciar a las
normas programadas por el Gobierno, quien, a su vez, acabaría también por
enterrar el proyecto —marzo de 1929.
Aunque no faltan indicios para presumir de algún
sector de la jerarquía en tal plano, no se conoce, sin embargo, el grado real
de su participación, y de si ésta fue aceptada por la dictadura como
contrapartida a su apoyo en otros cuadrantes. De ser cierta, descubriría la
permanencia de arraigadas costumbres clericales, propensas a servirse de los
recursos del poder, aun en perjuicio de la paz social y del
recíproco respeto entre la Iglesia y el Estado.
Antes de que la separación de ambos se viese
consagrada por la Constitución republicana de 1931, el último parlamento de la
España alfonsina registraría una vez más la invocación de una armoniosa y
fecunda independencia entre ambas potestades. La voz del profesor
Pérez Bueno no encontró eco.
Capítulo II
EL PONTIFICADO DE LEON
XIII
1.
Un catolicismo renovado
A grandes rasgos, el pontificado de León XIII
coincide en la península Ibérica con el reflujo de la oleada anticlerical
desatada desde las esferas rectoras, en los decenios precedentes. Más visible
en España que en Portugal —donde la influencia de las sociedades secretas
será siempre preponderante—, el fenómeno es común a ambos países. Tanto
los años epilógales del reinado de Luis II de Portugal (1861-89) como
los del de Alfonso XII (1875-85) y de la regencia de María Cristina
(18851902), se caracterizaron en el plano religioso por el entendimiento
entre la Iglesia y el Estado, cuyas relaciones se deslizaron por cauces de
relativa concordia. En tierras lusitanas, la firma de un concordato—encaminado
principalmente a resolver algunos problemas del litigioso Padroado—,
la reorganización diocesana establecida a instancias de la Corona en 1881 o la
cancelación por Carlos I (1889-1908) de la visita (1895) a su tío Humberto
I de Italia para no contrariar al anciano Pontífice, pusieron de relieve el
clima de armonía reinante entre ambas potestades. En tanto que en España
la efusiva y cordial adhesión del «Pacificador» y de su segunda esposa
«doña Virtudes» hacia el Vaticano se encontró correspondida con igual
intensidad por la Santa Sede, León XIII expresaría en repetidas ocasiones
—arbitraje en la fricción hispano-germana por el dominio de las Carolinas,
concesión de la Rosa de Oro a la regente, apadrinamiento del futuro
Alfonso XIII, etc.— su afecto por España y su régimen, al que se esforzó
por consolidar a contrapelo del sentir de extensos e importantes sectores
de la opinión católica.
Durante el período aludido, la Iglesia hispánica,
instalada ya sólidamente en el marco institucional de la monarquía de Sagunto,
pudo centrar sus esfuerzos en un amplio despliegue renovador, sin abdicar por
ello de su posición antiliberal. (Las indisimulables simpatías procarlistas de un extenso sector del episcopado y clero de
la Regencia constituyen sólo un exponente llamativo de tal actitud. La defensa
que de la Comunión Tradicionalista llevó a cabo desde la sede toledana A. Manescillo a las presiones de otro destacado prelado de
fines del XIX, el ovetense Martínez Vigil, para
implantar por la fuerza en el trono a Carlos VII, dibujan, sin duda, las
posiciones más avanzadas de dicha postura). Bajo su impulso, las congregaciones
y órdenes religiosas conocieron un desarrollo espectacular, que traducía la
pujanza de las energías espirituales de anchos estratos sociales. Al mismo
tiempo que el testimonio público de la fe experimentaba notables
transformaciones, se innovaban, junto a directrices catequísticas y métodos
apologéticos, sistemas para potenciar la prensa confesional y la enseñanza
impartida en los seminarios, más porosos ahora a la cultura moderna 23.
En igual marco, algunos prelados colocaban como meta principal de su
actividad la elevación del nivel científico de su clero, para cuya
consecución no regatearían afanes 24. Un estudio estadístico de
las pastorales de la Iglesia canovista tal vez revelara la primacía otorgada
por los prelados a dicho tema. Alentada por el ejemplo de un Papa
intelectual y presionada por la madurez alcanzada por la pedagogía laica
—Escuelas Normales de Magisterio, jardines de Infancia, «japonización»
de la docencia en los centros de la Institución Libre de Enseñanza, etc.—,
parte de los círculos eclesiásticos tuvo conciencia de que en las aulas se
librarían las batallas del porvenir. Nunca como entonces fue tan intenso en
los miembros del clero secular el deseo de cursar diversas
licenciaturas. Mero afán coleccionista en ciertos casos o —con mayor
frecuencia— huida de una existencia tediosa, la fiebre de «grados» que
aquejó al sacerdocio leoniano reflejó múltiples
veces la noble intención de perfeccionar el utillaje de su misión. El
apostolado cultural de este clero secular se ejerció de ordinario dentro
de los ámbitos parroquiales, aunque ejemplos como las Escuelas del Ave María
testimonian el eco nacional que hallaron algunas de las creaciones surgidas al
calor de un más estrecho compromiso de los católicos con el mundo de la
inteligencia.
A su vez, el clero regular participó del
movimiento de renovación cultural, en cuya vanguardia cabe situar a jesuítas, dominicos y agustinos. A sus esfuerzos se
debieron realizaciones tan sobresalientes como el Seminario Pontificio de
Comillas —que en 1904 pasaría a convertirse en Universidad—, la
revitalización del tomismo —obra en particular del cardenal Zeferino
González y otros teólogos de la Orden de Predicadores—, la aparición de
revistas llamadas a conocer una prolongada trayectoria —como «La Ciudad de
Dios» (1891), editada por los Padres Agustinos—, etc., etc.
El pueblo fue también protagonista destacado de este
capítulo de la historia del catolicismo hispánico decimonónico. Sus elementos
nutrieron las filas de los institutos religiosos nacidos de la explosión
fundacional del decenio (1875-1885); especialmente los consagrados al
testimonio de la caridad cristiana más exigente, como las Hermanas de
la Cruz, fundadas por una zapatera sevillana. La religiosidad
popular, vertida a través de los tradicionales moldes barrocos, fecundó
igualmente otros campos de la práctica y sentimiento religiosos, en
particular aquellos más concordes con su idiosincrasia —peregrinaciones,
cultos sacramentales, procesiones, romerías...
Finalmente, en el movimiento misionero desembocó
una porción muy valiosa de las energías liberadas por la ebullición espiritual
que conmovió las fibras más dinámicas del catolicismo español de la
Restauración. Antes de emanciparse, los territorios ultramarinos de
Filipinas, Antillas y, en menor escala, los africanos pertenecientes a la
Corona hispana recibieron el aporte de numerosos eclesiásticos metropolitanos, que,
en general, ejercieron sus deberes con abnegado sacrificio y entrega. Incluso
en el archipiélago filipino, donde la «teocracia dominica» fuera objeto de
toda clase de condenas, el concurso de la Orden de Predicadores a la obra
civilizadora de aquellas regiones no puede negarse sin incurrir en la
inexactitud o el sectarismo.
2.
Las sombras del cuadro
El remozamiento de que dio muestras la Iglesia
española del último tercio del ochocientos no debe conducir, sin embargo, a
exagerar su densidad. Como las anteriores, la cuarta restauración,
religiosa acometida por los cuadros dirigentes del catolicismo hispano a lo
largo de dicha centuria se resintió, en gran medida, de un indudable
desfase con alguna de las más agobiantes exigencias de la coyuntura
histórica.
La intervención del pueblo en la ola renovadora
estuvo lastrada por la permanencia de los factores negativos de un gran legado.
La trivialización y mundanización de lo sagrado
distaron de hallarse ausentes de las prácticas religiosas de las masas, a
menudo ribeteadas de superstición y paganismo. Por otra parte, su elevado
índice de analfabetismo debía viciar de raíz la incorporación al programa
de sus pastores. Cara a la catequesis, éstos se encontrarían, como en
otros trances semejantes, frente al hecho desconsolador (pero evidente) de
que aquélla debería ir precedida de una evangelización erizada de dificultades,
entre las que ocupaba un lugar no secundario la intangibilidad de ciertos
prejuicios de un catolicismo triunfalista, propenso a rasgarse las
vestiduras ante cualquier problematización de estereotipos. Debido sobre
todo a sus extensas ramificaciones populares en una comarca como Cataluña, de
un alto e ilustrado índice de religiosidad, el turbio asunto de las
relaciones satánicas de Jacinto Verdaguer —que tan grande escándalo
levantara en su época— puede servir de símbolo de la espiritualidad prevalente en
las capas mayoritarias de la opinión católica.
Por lo demás, las reservas tradicionales del
catolicismo peninsular —las masas agrarias— se mostrarían menos unánimes y
diligentes a la hora de ser movilizadas por el clero rural. Sin infravalorar
el esfuerzo de gran parte de éste y de misioneros como el célebre P.
Tarín, la población masculina del campo levantino y meridional basculó
progresivamente hacia posturas marginadas de la fe. En la Andalucía
finisecular, la presencia de pegujaleros y pastores en la Iglesia llegó a ser
un espectáculo casi insólito en numerosas localidades. La religión se
transformaba en barrera social.
En el plano a que se acaba de aludir con más
énfasis líneas arriba —el cultural—, las limitaciones de la labor acometida por
clero y seglares se patentizan con nitidez. Aunque superior a la de los
períodos precedentes, la formación impartida en las aulas de los seminarios
fue casi exclusivamente humanística, sin sobrepasar, sino rara vez, la
mediocridad característica hasta fechas muy cercanas. Salvo muy
aisladas excepciones, el episcopado no comprendió la necesidad de
establecer un gran organismo docente que impidiese la esterilidad o la
atomización de los esfuerzos de las diferentes diócesis. El magno proyecto
del P. Cámara de un Centro Eclesiástico de Estudios Superiores —primer
paso hacia una futura Universidad Católica—no encontró apoyo entre
sus compañeros de episcopado y defraudó, al materializarse en una
institución de medianos vuelos, las esperanzas que en un principio
despertara en los círculos más progresivos del sacerdocio . Debido también
al predominio de una mentalidad corraleña en la
jerarquía, el Colegio Romano, fundado por Manuel Domingo y Sol en la
Ciudad Eterna como vivero de hornadas dirigentes del clero español, tardó
largo tiempo en granjearse la confianza de considerables núcleos
episcopales .
Asimismo, el catálogo de la producción
bibliográfica de autores católicos de una discreta calidad intelectual se
muestra sobremanera reducido. En sus obras resulta fácil percibir el eco de la
inspiración extranjera, mayoritariamente francesa aún en la década 1875-85,
para dejar paso, a partir de la última fecha, a los influjos venidos de los
cuadrantes italianos. Si bien algunos publicistas echaron su cuarto a
espadas en la encendida polémica de las relaciones entre ciencia y fe, la
cuestión modernista no levantó salpicadura alguna en el calmoso mar de la
cultura católica de la España de la Regencia.
Las relaciones entre los componentes del ordo clericalis no rebasaron los niveles de tiempos
anteriores. El trato de sacerdotes y obispos no sufrió modificaciones
sensibles, siguiendo hormado bajo los protocolarios cuando no rígidos moldes de
la etapa isabelina. La extremada politización de unos y otros con sus secuelas escisionistas paralizó parte de las mejores energías y
repercutió negativamente en la acción pastoral. Entrambos se resintieron
también de la conducta privada de algunos eclesiásticos, cabezas de
hogares a veces muy prolíficos. No obstante, pese a que ensayistas y novelistas
hayan visto en el pernicioso ejemplo dado en pueblos y aldeas por los
curas amancebados una de las causas fundamentales del proceso descristianizador de las esferas
campesinas encuadradas en movimientos radicales, es éste un terreno
todavía sin roturar por las necesarias investigaciones. A pesar de ello,
se puede conjeturar que la falta de principios éticos de ciertos
sacerdotes fue un ingrediente esencial del anticlericalismo del
proletariado urbano e industrial.
Por vía de excepción, la inserción en el texto de
la presente monografía de un pasaje de las vividas y nobles memorias de A.
Pestaña nos pone en escalofriante contacto con dicha realidad: «Hombre
práctico, quería “que su hijo no fuese un burro de trabajo como lo había
sido él” —eran sus palabras—, y concibió la idea de hacerme estudiar para
cura. Cierto que mi padre era deísta, naturalmente, como todo buen español de
aquel tiempo; pero no creía en los curas, en la Iglesia, ni en los
ritos que ésta imponía. Era un perfecto “volteriano”. Y si me quería
hacer estudiar, era porque, como él solía decir, el cura era un oficio
como el ser minero, albañil o carpintero. Aunque bastante más lucrativo.
“Yo trabajo doce o trece horas para ganar catorce reales —sentenciaba—,
y un cura, echando una bendición y diciendo unas palabras que nadie entiende,
gana cinco duros. Esto es todo”»
Los numerosos eclesiásticos dedicados en las
ciudades a actividades muy ajenas a su ministerio se convirtieron en inflamable
recurso propagandístico, hábilmente explotado por demagogos, sin que la
labor ejemplar de otros muchos acertara a contrarrestar esta crítica
adversa.
Defectos semejantes a los citados se manifestarían
los derivados de un fenómeno llamado a imprimir su huella sobre los destinos
del catolicismo posterior. Las tormentas revolucionarias de la Interinidad introdujeron
en la psicología colectiva del estamento eclesiástico un rasgo
ya alumbrado tras la desamortización: la obsesión por el porvenir
material. A lo largo del dilatado pontificado de León XIII, varias
comunidades y órdenes desencadenaron una ofensiva en toda regla con el fin
de asentar su existencia sobre firmes cimientos. Al tiempo que
comercializaban preciadas confituras, refinados licores y acreditados
fármacos y perfumes, producidos de tiempo inmemorial por ciertas
congregaciones, diversas funciones desempeñadas en gran escala por el clero
—como las docentes—, presentaban una notoria vertiente crematística. Sin
duda, esta preocupación económica obedecía, en ancha medida, a un
impulso de —a veces—comprensible defensa, surgido —no será ocioso repetir— del
despojo de que los bienes eclesiásticos fueran víctima en el
agitado sexenio 1868-1874. Empero, resulta también incuestionable que su
frecuente hipertrofia desvirtuó el carácter más genuino de órdenes y
comunidades y polarizó sobre ellas ásperas y lógicas críticas.
Guiados de un ostensible elitismo, los cuadros
eclesiásticos se encaminaron, ante todo, a la reconquista espiritual de los
núcleos dirigentes, cuya militancia católica devolvería al país el clima de
otras épocas. Dicha táctica —cuya fácil crítica desde las perspectivas actuales
adolecería en parte de evidente anacronismo— sustrajo a la Iglesia la adhesión
de los incipientes sectores del obrerismo y del campesinado volcado a la
acción revolucionaria.
Así, en el terreno de la pastoral urbana, el
ejemplo de los suburbios es particularmente revelador de tal mentalidad.
Obligada a enfrentarse con insuficientes efectivos a un campo misional
engrandecido a compás del cuantioso aumento demográfico, la jerarquía optó
por atender a las parroquias tradicionales o situadas en el centro de las
ciudades, en lugar de construir otras nuevas en los barrios del extrarradio.
Con ello la Iglesia abandonaba unas masas —las campesinas, que
secularmente le habían sido fieles— en el instante mismo en que las
campiñas expelían sin cesar contingentes emigratorios hacia los núcleos
fabriles, en los que se necesitaba más que nunca la ayuda de sus
consejeros habituales. Muy pocos prelados y sacerdotes se mostraron
sensibles a la mutación que tal fenómeno operaba en las capas más
profundas de la sociedad española, cuyos efectos incidirían con especial
fuerza en su religiosidad.
Obsesionado con el fecundo proselitismo de las
sociedades secretas y de las corrientes heterodoxas encarnadas en la
Institución Libre de Enseñanza —cuya labor fue a todas luces magnificada por
sus adversarios para ocultar sus propias limitaciones—, el catolicismo
español se afanó sin tregua por contrarrestar su siembra 48.
Resulta indisputable que con ello atendía a una parcela de siempre
prioritario interés en la vida contemporánea, al paso que sintonizaba con las
más apremiantes llamadas del papa Pecci. Pero el balance de la empresa
fue, con importantes salvedades, negativo.
Es cierto que la amplia constelación de institutos
de perfección implantados en el suelo hispánico a socaire del nebuloso artículo
29 del Concordato de 1851 controló, casi en su integridad, la enseñanza
primaria y secundaria —sobre todo femenina—, como lo es también que
la cosmovisión de la gran mayoría de las clases dirigentes estuvo
moldeada por principios cristianos. Sin embargo, en los horizontes más
críticos y trascendentes de la vida ideológica, la presencia de los
católicos fue, en gran número de ocasiones, irrelevante y, en todo
momento, desproporcionada a la magnitud de los recursos a su alcance. Sólo
entre muy escasos de los más importantes pensadores, artistas y escritores del
primer tercio del siglo XX puede observarse una mentalidad operativamente
cristiana. Incluso parte no insignificante de los formados en centros
religiosos, como Ortega y Gasset o Pérez de Ayala, fulminaron, tiempo
adelante, severas requisitorias contra sus educadores, indudablemente los de
más esmerada y actualizada cultura en el mundo eclesiástico finisecular.
Pese a que no es propósito de estas páginas trazar
el sucinto resumen de las lacras del catolicismo español decimonónico, parece
obligada desde las cotas dibujadas por el concilio Vaticano II la alusión
—siquiera sea muy breve y, por tanto, deformadora— a su cerrazón
hacia toda corriente ecumenista. Mientras que la postura antiprotestante
se erigió en común denominador de la conducta de los fieles de la
época, grupos muy compactos y personalidades de primer orden no se
resignaron a considerar como irreversible la tolerancia religiosa sancionada
por la Constitución de 1876. Al término del IV Congreso Católico
de Burgos (agosto-septiembre 1899), la solemne y meditada declaración
de los prelados participantes —más de una treintena— afirmaba: «Una
vez más que nuestra aspiración constante es el restablecimiento de la
unidad católica, gloria antes de nuestra patria, y cuya ruptura es origen
de muchos males; declaramos asimismo que deploramos todos los
errores condenados por el Vicario de Jesucristo en sus constituciones,
encíclicas y alocuciones, especialmente los comprendidos en el Syllabus y
todas las libertades de perdición hijas del llamado derecho nuevo o
liberalismo, cuya aplicación al gobierno en nuestra patria es ocasión de
tantos pecados, y nos condujo al borde del abismo».
Meses atrás, uno de los más cultivados miembros de
la jerarquía, el prelado oriolense Juan Maura y
Gelabert, pronunció en el Senado, con motivo de la ruptura de hostilidades
entre Madrid y Washington, un vibrante y bíblico discurso al que
pertenecen los siguientes párrafos: «Una nación de ayer, sin precedentes,
sin historia ni abolengo, en cuyo improvisado escudo no campean otros
timbres que los del vil metal y la fuerza bruta, faltando a todas las
leyes de la dignidad y el decoro, y contra toda justicia y razón, ha
declarado la guerra a la noble y valerosa España... España acepta el reto.
España no teme ni vacila, porque va a la guerra con armas que no se improvisan
ni se compran. Va a la guerra con el valor heredado de cien generaciones
de héroes que con proverbial hidalguía y su serenidad y arrojo legendario,
escribieron las páginas más gloriosas de la historia. España va a combatir
por la injusticia y el derecho villanamente escarnecidos y pisoteados; y,
vencedora o vencida, probará una vez más que sabe defender su honor, y que
no se deja ultrajar impunemente».
3.
Los católicos ante la obra
de la restauración
En efecto, la extremada politización fue el
elemento esencial de la facies de la Iglesia española en el cruce de una a otra
centuria, la causa de que sus energías no se canalizaran hacia objetivos
enclavados en la más candente problemática nacional. El proceso
disgregador atravesado por la conciencia española a lo largo del ochocientos
halló en las luchas internas de los católicos un nuevo y capital jalón.
Erigido sobre el triunfo en una guerra civil y
como solución de compromiso entre el sentir tradicional y las corrientes que en
la anterior etapa pugnaron por la democratización del país, el régimen canovista
se debatió siempre en el plano eclesiástico entre
contradictorios impulsos. De un lado, la herencia de la «Gloriosa» era
irrenunciable, mientras que de otro el sentimiento religioso vivenciado
por el pueblo carlista, así como por gran mayoría de las masas en que se
sustentaba la monarquía alfonsina, no podía ser desechado por sus
gobernantes. Dentro de la más pura línea canovista, éstos desplegaron durante
largo tiempo titánicos esfuerzos para que no se produjera un violento desequilibrio
entre ambas tendencias.
Tal actitud enajenó a la Restauración, en sus
inicios, el concurso de importantes sectores conservadores no englobados por la
disciplina carlista. Su portavoz en la política madrileña, Alejandro Pidal y Mon, condenó en resonantes intervenciones parlamentarias el
atentado que suponía contra el legado espiritual del pasado la tolerancia
explicitada en el texto constitucional de 1876. Influido, no obstante, por
las ideas colaboracionistas difundidas por su coterráneo Zeferino González,
dentro de un minoritario pero influyente círculo de personalidades, la
intransigencia de Pidal y Mon dio paso, con el
transcurso del tiempo, a una postura menos beligerante hacia la obra
religiosa de la monarquía de Sagunto, aspirando a su modificación mediante
el nacimiento de una poderosa asociación de fieles, destinada a la acción
pública. Así surgió en 1881 la Unión Católica, en la que militaron
diversas figuras de la aristocracia y de las letras. Aunque auspiciada en su
primera singladura por un considerable número de prelados, tuvo que hacer
frente a la ruda hostilidad que la prensa y los medios ultra le declararon
sin vacilación. Con el fin de dar a su asociación un alcance comparable al de
los partidos católicos de los Países Bajos y de Alemania proyectándola decididamente
en el terreno de la actuación política, Pidal y Mon buscó en las altas esferas vaticanas un apoyo que, prodigado verbalmente,
se le regateó en la práctica. Hecho que, unido al desgaste derivado de
la participación de su líder en el tercer gabinete de Cánovas, hirió
de muerte al movimiento, imantador en otros días
de grandes esperanzas de la intelectualidad católica.
Como es lógico, el carlismo representó otra de las
banderas izadas desde el campo católico contra el ordenamiento religioso del
sistema cano vista S8. De un cisma en sus huestes surgiría, en
1888, la última de las tres grandes ramas en que se encuadra el catolicismo
español de la época: el integrismo, cuyos adeptos aspiran al «gobierno de
Cristo», buscado a través de la «absoluta intransigencia con el error». En
cualquier caso, su aparición en el horizonte nacional presagió el enconamiento
de la ya enrarecida convivencia religiosa y la polarización
del catolicismo hispano en cuestiones políticas. Las vicisitudes
ulteriores patentizaron la exactitud de tales pronósticos. El dicterio y
la incomprensión se convirtieron en la única moneda circulante en las
relaciones entre los diversos ambientes católicos, hasta el extremo de
que desde algunos púlpitos se predicaron cruzadas de exterminio... Las
fuerzas de choque de los bandos enfrentados tuvieron en algunas de las
más relevantes órdenes religiosas excelentes y afanados estrategas.
Las frecuentes y angustiadas intervenciones pontificias, la periódica
celebración de Congresos católicos —«maniobras de otoño del ejército de la
fe» (A. Pidal)—, las apelaciones a la moderación por parte de aisladas
voces, así como otros medios dirigidos a la coexistencia, no dieron fruto
destacable hasta los comienzos del siglo XX.
Igual resultado halló en las postrimerías del XIX
la más clara e importante prefiguración de la democracia cristiana fundada
algún tiempo después por don Angel Herrera. El tenaz
empeño del arzobispo vallisoletano, cardenal Cascajares, por superar la
división de los católicos mediante la reagrupación de sus fuerzas en una
ilusionada empresa colectiva, concluyó en el más estrepitoso de los fracasos.
Proyectado en dos fases el acceso al poder de las hasta entonces neutras o
marginadas masas católicas, la operación se saldó negativamente. La
primera etapa, cifrada en la adhesión del carlismo, no se vio favorecida
por el éxito, al rechazar aquél el integrarse en un movimiento cuyos
últimos fines dinásticos no quedaban suficientemente delineados. La segunda
tentativa, basada en la creación de un potente partido católico en torno
al general Polavieja, desembocó también en el fracaso, al carecer de la
masa de maniobras requerida por un sistema, en el que la ley del número
ocupaba un lugar esencial
4.
Una nueva ocasión perdida:
la coyuntura canovista
En efecto, las ideas que inspiraron al sistema
canovista facilitaban —cuando menos en el terreno de los principios— la
formación de una fuerza política movida por las tendencias del catolicismo
liberal. No obstante, la virulencia que desde el primer momento rodeó al
ordenamiento religioso establecido por la Constitución de los notables, frustró
tan sugestiva posibilidad. Incluso los sectores de la opinión católica
que militaban en zonas alejadas del campo integrista no alcanzaron a
comprender el paso de gigante que, cara a una más justa convivencia nacional,
representaba el artículo 11 del texto de 1876.
Sólo cuando el estado alfonsino hubo enraizado en
la vida nacional, el grupo aglutinado por Pidal en torno a la Unión Católica
aspiró a establecer un diálogo con el «espíritu del siglo», si bien tímidamente
y con recelo. Hostilizados acremente desde las filas del maximalismo
católico, los pidalistas no llegaron nunca a deponer
por completo sus armas frente al «nefasto liberalismo», motor de la obra
canovista. Su ideal fue siempre el trasplante a los cuadrantes hispánicos
del Zentrum, aunque este partido alemán había
nacido como respuesta a una situación abismalmente alejada de la existente en
España durante la primera época de la Restauración.
Por lo demás, los «mestizos» —como fueron llamados
los pidalistas— se mostraron siempre más propensos al
empleo táctico y al usufructo oportunista de la libertad que a la
realización de su inmenso potencial cristiano. No debe tampoco olvidarse
otro poderoso factor que concurrió igualmente a la débil impregnación del
catolicismo alfonsino por el grupo pidalista. El
elitismo de sus cuadros y el escaso eco que despertara su ideario en la
jerarquía, le impidieron conectar con los sectores mesocráticos y
convertirse en un movimiento de masas.
Las diversas tentativas, surgidas en los ambientes
católicos a socaire de las instigaciones de León XIII, de crear asociaciones y
partidos dentro de la legalidad vigente, no cristalizaron de igual modo en
empresas de envergadura alentadas por el ideario del catolicismo liberal 69.
En la mente de sus propugnadores —los cardenales Cascajares, Sancha, Spínola—,
tales agrupaciones no pasaron de ser meros instrumentos con los que
desarticular desde dentro la maquinaria estatal, vista en gran medida como
intrínseca enemiga de la fe 70. Con amargo acento, la jerarquía
se lamentó en múltiples ocasiones del «sectarismo» del parlamentarismo
canovista al impedir la elección de los obispos como diputados.
La onda integrista aparecida en el catolicismo
hispano en los días de Pío IX se prolongó en la clerecía y fieles hasta las
postrimerías del XIX, sin que el pontificado de León XIII supusiera realmente
una solución de continuidad. Cuando se vislumbraban los primeros frutos de la
ampliación de horizontes que, pese a todo, entrañó para la Iglesia
española el gobierno del papa Pecci, la muerte de éste volvió a condenar
al ostracismo a las actitudes aperturistas. El penoso desenlace de las
negociaciones que en torno a la «ley del Candado» acometieron algunos católicos
de tal significación, refrendó de forma espectacular la inviabilidad de
sus posiciones en el catolicismo español de la Restauración.
El paralelismo con el fin del movimiento del «Le
Sillón» se impone obligadamente. Pero en tanto la corriente encabezada por
Marc Sangnier conocería un breve eclipse, si no
como agrupación —desaparecida definitivamente—, sí como tendencia, los núcleos
aislados que podían atisbarse en la España del primer decenio del siglo XX,
afanosos de arrojar la simiente evangélica en el torrente de la vida de su
tiempo, no dejaron descendencia inmediata, conociendo una franca ruptura
en su progreso. La evolución de su sucedáneo iba pronto a evidenciarlo.
Capítulo III
LA IGLESIA HISPANICA EN EL
PONTIFICADO DE PIO X
1.
La impronta autoritaria
No obstante lo aventurado que resulta expresar
afirmaciones generales en un terreno no roturado por las indispensables
investigaciones monográficas, cabe señalar que, pese a su brevedad, el
pontificado de Pío X fue decisivo en los destinos del catolicismo español
contemporáneo. En efecto: cuando se vislumbraban los primeros frutos de la
ampliación de horizontes que entrañó para la Iglesia hispánica el gobierno del
papa Pecci, la muerte de éste volvió a condenar al ostracismo a las
actitudes aperturistas. La onda integrista aparecida en los días de Pío IX
volvería a aflorar, a comienzos del siglo XX, con renovada pujanza en los
meridianos españoles.
A pesar, según creemos, de su validez global para
caracterizar las líneas maestras de la Iglesia hispana en el primer decenio del
novecientos, los anteriores juicios obligan a establecer ciertos matices y
salvedades, si se aspira a tocar fondo en el subsuelo más profundo del
catolicismo de la época.
Ante todo, conviene reparar en que, como en el
resto de la Iglesia, el influjo de las tendencias autoritarias se dejó sentir
en la española de manera más preponderante en los años finales del
pontificado del papa Sarto. Hecho al que la propia evolución de los
acontecimientos peninsulares, en particular los lusitanos, no fue ajena.
Por otra parte, merece igualmente subrayarse la
circunstancia de que las mencionadas corrientes se transparentasen de manera
especial en los fenómenos ideológicos y políticos, sin que otros planos de
la actividad de los católicos se viesen afectados de modo determinante por
su curso.
Por último, y aunque sin pretender enumerar todos
los factores que contribuirían a abocetar con algún viso de exhaustividad el
marco integrista que encuadró predominantemente la acción del catolicismo
español a comienzos de la actual centuria, tal vez no deba olvidarse la
peculiar personalidad de Pío X. Menos intelectualizado y elitista que el
catolicismo francés, el hispano no se había sentido particularmente
atraído por la obra y la figura aristocrática de León XIII. La fronda
episcopal que obstaculizó las exhortaciones prorrestauracionistas del Pontífice, sintetiza reveladoramente tal estado de ánimo, sin
necesidad de recurrir a otros muchos testimonios —algunos de ellos
pintorescos—, refrendadores de la afirmación explicitada. Junto con su
carácter, los orígenes familiares, formación y carrera de su sucesor, el
antiguo Patriarca de Venecia, le crearon, espontánea y masivamente, en anchos
estratos del clero y fieles españoles un cálido sentimiento de simpatía.
(La simple lectura de los artículos aparecidos en las revistas
eclesiásticas españolas con motivo de su canonización pantetiza la supervivencia de tal sentimiento en la cristiandad hispánica, media centuria
después.) Lógicamente, el Vaticano no dejó de capitalizar la referida
admiración en provecho de la centripetación de las
fuerzas eclesiales a que aspiraba.
El robustecimiento de la autoridad pontificia
operado a socaire de la progresiva centralización romana, se acrecentó en el
caso hispano por la reagrupación de las fuerzas confesionales, impuesta en
los albores del reinado de Alfonso XIII por los acuciantes problemas que,
al margen de sus posiciones políticas, solicitaban la atención de los
católicos españoles: libertad de enseñanza, status jurídico de las
congregaciones religiosas, etc.
Tal conjunto de elementos explica en considerable
medida que el autoritarismo informase el despliegue de múltiples facetas del
catolicismo hispánico a lo largo del tan debatido actualmente pontificado
de Pío X '. No obstante, algunos de los escasos autores que se han
ocupado tangencialmente del tema apuntan todavía otra influencia que
incidió en el mencionado proceso. Sin la necesaria apoyatura documental,
sostienen que la hipertrofia del principio de jerarquización se debió,
en gran parte, al redoblamiento de la campaña anticlerical
desencadenada al despuntar la centuria. Empero, como en otros episodios
anteriores y posteriores del catolicismo español contemporáneo —nacimiento
del polaviejismo, persecución antirreligiosa en los
orígenes de la segunda República—, se presenta arriesgado, hoy por hoy,
delimitar con exactitud la relación causa-efecto entre ambos fenómenos.
Acaso «la reconquista espiritual», ambicionada por algunas esferas
eclesiales, de parcelas de soberanía cada día más controvertida pudo excitar
el proselitismo de unos sectores prestos al radicalismo.
A contrarrestar los objetivos de estos últimos se
dedicaron los esfuerzos de Pío X y de su secretario de Estado en sus
negociaciones con la Corona española. Ya en las primeras horas del pontificado,
la quebradiza solución dada por Sagasta a la enconada cuestión del asociacionismo
religioso quedó amenazada por la muerte del «Viejo Pastor» y la fogosa subida
de Antonio Maura al poder. Los vectores eclesiásticos de la gestión del
político mallorquín tendieron prioritariamente a llevar a buen puerto los
azarosos contactos emprendidos desde 1901 en orden a la firma de un
convenio concordatario entre Roma y Madrid, que diese solución a sus
principales puntos de fricción. Firmado en junio de 1904, la caída de
Maura, un semestre más tarde, impediría su consagración como ley del Estado.
El abandono del poder por el líder conservador no
arrió la bandera anticlerical en extensos núcleos del partido liberal y de las
fuerzas no integradas en la maquinaria de la Restauración. Frente a ello,
recelosos ante los violentos derroteros por los que discurrían los
antagonismos sociales, la mayoría de los católicos cerró filas,
postergando las viejas querellas de sabor escolástico de las tesis y las
hipótesis.
En torno a las elecciones municipales del otoño de
1905 tuvieron lugar las últimas escaramuzas de la empeñada contienda entre
«liberales e integristas». La intervención personal del Papa, en febrero
de 1906, zanjaría definitivamente el largo pleito a favor de los primeros.
Aquel mismo año, el movimiento de la Solidaridad
catalana vino a reforzar esta nueva posición, al agrupar en un solo haz a la
casi totalidad de los sectores políticos del Principado, sin distinción de
convicciones religiosas. Desprovista de sólidas bases ha sido expuesta alguna
vez la sugestiva hipótesis de que la adhesión de los católicos a la
Solidaridad obedeció al deseo del Vaticano de crear dificultades al
partido liberal, entonces en el poder, a fin de inducirle a una atenuación
de sus exigencias respecto al porvenir de las comunidades religiosas. Aun
sin desechar tal interpretación, no ofrece duda que la señalada
experiencia catalana supuso —al menos en sus inicios— la apertura de un
eficaz cauce para que, con olvido de la encendida «cuestión clerical», la
actividad de los fíeles se encaminase hacia la potencialización de una labor genuinamente
evangélica. Sin embargo, el pronto desmoronamiento de la Solidaridad, así
como la nueva politización de extensos círculos confesionales que sintieron la
tentación del poder durante el «gobierno largo» de Maura, añadirían otra
página más al amplio capítulo de las grandes ocasiones perdidas por la
Iglesia española en su pasado más reciente.
2.
Una experiencia sugestiva:
las Ligas católicas
En los grandes jalones de la evolución de la
cristiandad hispana de principios del siglo XX, tuvo una destacada
participación un organismo cuyo nacimiento despertó numerosas esperanzas
en los medios más receptivos de la clerecía y el laicado: las Juntas Católicas
más comúnmente denominadas Ligas.
Inspirador en buena medida de su pensamiento fue
el cardenal Sancha, piedra de escándalo de no pocos sacerdotes y fieles por
haberse convertido en el más avisado y diligente ejecutor de las
directrices leonianas cara a España. En la mente de
su creador, el ya citado primado Sancha, las Ligas respondían, tras el
fracaso del polaviejismo, al deseo de encontrar
con urgencia un instrumento para llevar a cabo «la unión de los
católicos». Ello explica el entusiasmo con que, poco antes de morir, León XIII
aplaudiera la iniciativa del cardenal de Toledo, fraguada en los primeros
meses de 1903 9. Alentadas repetidamente por Pío X, que las
consideraba como el instrumento más idóneo para asegurar la presencia de
los fíeles en la vida pública, las Juntas tuvieron un brioso inicio. Su
prometedora singladura se frenó, no obstante, algo más tarde, a causa
fundamentalmente de la imprecisión de sus principios.
Orilladas sus diferencias políticas, las miras de
sus afiliados deberían converger en la defensa de la Iglesia, atacada
corporativamente por una sistemática campaña de descrédito, orquestada a
veces desde las más encumbradas esferas oficiales. Prescindiendo del
hecho, nada despreciable, de la actitud en general amistosa del Estado
alfonsino frente a la potestad espiritual, es difícil descartar la
sospecha de que una concepción tan vigorosa de su esencia comprometiera más que
ayudase a la Iglesia a la hora concreta de tomar posiciones.
Con todo, resulta indudable que las Ligas
revolucionaron en estimable proporción el horizonte de la cristiandad española,
a la que remozaron con fecunda savia. Múltiples iniciativas dinamizaron su
cuerpo, sacudido en casi todas sus fibras. Mas sin demérito para sus afanes,
hay que reconocer que éstos carecieron con frecuencia de verdadero
aliento creador. Como en otros momentos de la Iglesia española moderna,
la defensiva fue también en éste la táctica preferentemente empleada
por los estrategas de la batalla contra «el nefasto laicismo», principal
bestia negra de sus ataques.
Un ejemplo paradigmático de la actitud señalada se
encuentra en el talante con que los grupos más vanguardistas de las Juntas se
enfrentaron con el «apostolado de la prensa». En la densa atmósfera que
singularizó el testimonio público del catolicismo español durante el
pontificado del papa Sarto, el campo de la prensa no fue descuidado. Tras
el primer Congreso de la «Buena Prensa», celebrado en Sevilla en 1904,
la llamada del infatigable prelado López Peláez acabó por fructificar
en una serie de instituciones consagradas al fomento de la confesional 14.
Tanto el citado obispo de Jaca como el primado Mons. Aguirre, así como la
plana mayor de los miembros de las Ligas, se plantearon, al filo de los
años 10, la necesidad de unos órganos informativos animados de espíritu de
empresa y afán competitivo. La realidad, empero, no se acomodó a sus ideales.
Ni técnica ni temáticamente, los diarios confesionales admitieron comparación
con los periódicos rectores de la opinión nacional. La prensa oficialmente
católica no llegó a convertirse nunca en instrumento de presión ni influyó
de manera decisiva en la marcha de las grandes formaciones políticas.
Por lo demás, sin negar la permeabilidad que
ciertos estratos mesocráticos pudieran haber ofrecido al influjo de sus
páginas, tal vez no sea temerario suponer que las ideas motoras de los
rotativos católicos no encontraron ningún eco en los sectores marginados
de la religión tradicional. La proliferación de la prensa anticlerical en los
principales núcleos proletarios parece así atestiguarlo.
«Es dolorosísimo —confesaba el profesor barcelonés Nabot y Tomás, tal vez el seglar más concienciado en
su época de la trascendencia apostólica del vehículo hemerográfico— que
nuestros periódicos no puedan hacer más que ir pasando, siempre con pocos
lectores y con modestísima información, y constantemente tengan que luchar con
la falta de dinero, que no permite ni ediciones de propaganda, ni
recompensar en lo más justo a los redactores y colaboradores, los más de
los cuales apenas pueden vivir con el trabajo de su producto intelectual». El
mismo publicista expresaba en otro lugar: «Decía muy elocuentemente el
insigne polígrafo doctor López Peláez, obispo de Jaca, en una
carta abierta a una merítisima revista, por
desgracia desaparecida hace ya tiempo del estadio de la publicidad, que la
prensa no ha de escribirse para sacerdotes, y el docto publicista Sr. Arboleya Martínez, presbítero, en su bien pensado libro El
Clero y la Prensa, manifiesta que la prensa católica parece escrita sólo
para el clero. A la prensa católica le falta el aspecto social, esto es,
necesita ser eminentemente social para así popularizarse, y de esto son
causa los escritores unas veces por no reunir las adecuadas condiciones que
requiere el cargo de periodista... y otras por no querer amoldarse a las
instrucciones y normas pontificias y episcopales, que incesantemente nos
están marcando el camino que debemos seguir para adelantar en la acción
católica, mostrándonos nosotros siempre reacios a sus exhortaciones y,
naturalmente, resultando con tal proceder que nuestra acción jamás
consigue extender su radio más allá del círculo de unos pocos millares de
sacerdotes y gentes piadosas... «Aquí nos bastará consignar que no hace muchos
meses un redactor de El Imparcial, de Madrid, nos decía que dicho periódico
tiene una tirada de 70 a 80.000 ejemplares; El Liberal, de 90.000, y El
Heraldo, de más de 100.000. Dichos números ciertamente son inferiores
a las tiradas que alcanzan periódicos de la misma índole de los citados
en el extranjero; pero, comparados con el número de ejemplares de
los periódicos católicos españoles, dichas cifras son para confundirnos,
El Correo Español de la corte imprime unos 21.000 ejemplares, y
algunos miles menos imprimen los restantes periódicos católicos de la
capital del reino. No hay que decir que los periódicos netamente católicos
de las principales capitales de provincia no exceden mucho en sus
ejemplares de 8 ó 10.000. Ahora bien, ¡qué de
daños, qué de perjuicios morales no producen los centenares de miles de
ejemplares de la prensa enemiga, e indiferente en materias religiosas, que diariamente,
como la sangre del corazón, afluyen a los pueblos y a los hogares de
España! También producen sus óptimos correspondientes efectos los buenos
periódicos, pero cuán cierto es que el número de almas, el número
de hogares que los recibe es muy inferior al de almas y al de hogares
que dan paso a los primeros. Los buenos periódicos tienen campo más limitado
que los que posee la impiedad. Los periódicos indiferentes, los periódicos impíos
son más astutos, tienen más medios, son más atrevidos, y por esto han plantado
su bandera en pueblos y ciudades, por esto apenas hay risco que no hayan
dominado, ni valle, ni monte, ni río que no hayan traspasado. En tanto,
los nuestros sin recursos, con pocos apóstoles, con pocos soldados de
combate, tienen que hacer esfuerzos inauditos para conquistar un palmo de
tierra y tienen que desarrollar cruentos trabajos y sacrificios para
defender las posiciones alcanzadas. ¡Cuánto debieran hacernos meditar las
consideraciones escritas anteriormente! Meditemos serenamente sobre el poder de
la prensa y apreciando la obra destructora de la mala, aprestémonos con
decisión a desarrollar la netamente católica, para que con ella consigamos
devolver a nuestra patria los laureles perdidos, y a las almas la fe
decaída, impidiendo de paso que tan excelsa joya se arranque del corazón de
cuantos aún la conservan intacta por la divina misericordia».
Cita inusual por su dimensión antipreceptiva,
pero que transparenta meridianamente el escaso y desmañado empleo por los
católicos del novecientos del instrumental de los mass media. Su fuera de juego en esta y en otras parcelas decisivas del tejido
más vivo de su tiempo ahorran comentarios sobre su reducida efectividad a
la hora de poner en marcha decisiones socialmente creadoras.
Aunque el ejemplo sea más limitado que el expuesto
anteriormente, la Semana Trágica barcelonesa mostró, de igual modo, la
estrechez de radio de gran parte del apostolado de las Juntas y comunidades
religiosas. En la Ciudad Condal, su esfuerzo en pro de la elevación cultural
de las clases obreras consiguió en la primera fase del reinado de Alfonso
XIII un considerable nivel. No obstante, fue precisamente en los barrios
populares en que dicha docencia era más pujante, donde las ráfagas de la
revuelta adquirieron mayores proporciones.
Evidentemente, los lamentables eventos estuvieron
lejos de simbolizar un «juicio de Dios», como alguna prensa anticlerical
manifestó. En ésta, como en otras ocasiones parecidas, la vox populi no fue vox
Dei; ni siquiera fue representativa de un sentir unánime. Pero tan claro
como ello, resulta, sin duda, lo mucho que de acusación desgarradora tuvo
el acontecimiento para la conciencia cristiana del país y, sobre todo,
para sus cuadros dirigentes. Su catequesis, sus métodos de apostolado,
los canales de transmisión de sus energías y afanes, su visión de la
sociedad que le circundaba, todo quedaba sometido a un severo entredicho.
Tan clamorosa como la reacción primera, fue luego la debilidad de la
respuesta posterior.
3.
La «Ley del Candado»
Los sucesos barceloneses del verano de 1909, al
tiempo que obligaban a los católicos más alertados a un hondo examen de
conciencia sobre sus responsabilidades sociales, prestaron nuevas alas al
prolongado litigio concordatario entre la Santa Sede y la Corona española.
La más resuelta virulencia imperaba, al comenzar 1910, en la cuestión
religiosa, a causa, sobre todo, de una opinión pública hiperestésica por
los acontecimientos del otoño anterior.
En febrero del citado año, Canalejas se hacía
cargo del poder. El problema religioso constituía el punto axial de su poética,
de cuya favorable solución, sobre la base de la supremacía civil, dependía en
gran parte la duración y viabilidad de su ministerio 21. En la
prosecución de tal objetivo acometió sin tardanza unas prometedoras
negociaciones con el Vaticano, que desembocarían poco después en un punto
muerto, ante la irreductible defensa por Roma de su soberanía total en
materia disciplinar.
Ante ello, el estadista ferrolano decidía pasar de
manera resuelta a la ofensiva, con la publicación, entre otras, de la famosa
«Ley del Candado» (24-12-1910). En virtud de su articulado se prohibía la
residencia en el país de nuevas órdenes religiosas por espacio de dos años
sin autorización del Ministerio de Gracia y Justicia. La denegación del permiso
sería automática cuando más de un tercio de la orden o congregación en cuestión
estuviera compuesto de extranjero.
El triunfo del gobierno, como sabía y tal vez
quiso el propio Canalejas, fue más aparente que real, pues el número de
institutos religiosos establecidos en la nación era muy crecido y bastaba para
subvenir las necesidades docentes de los fíeles. Pese a todo, el primer
ministro fue objeto de incalificables ataques desde las páginas de ciertas
publicaciones católicas, así como en los mítines y manifestaciones
organizados como protesta a su política por algunos prelados y entidades
confesionales.
Rotas las relaciones con Roma, su restablecimiento
era un hecho al iniciarse 1913, sobre la base de que en el plazo de dos años
toda nueva fundación debería hacerse previa solicitud de permiso a Madrid
por la Santa Sede.
La aspereza de la controversia religiosa levantada
en torno a la «Ley del Candado» dejó ver las débiles bases culturales sobre las
que descansaba la cristiandad hispánica. Anclada en unos parámetros
ideológicos superados por las corrientes dominantes en la Europa de la
«belle époque», sus esfuerzos por ser fiel a su tiempo fueron, en conjunto,
dispersos y esporádicos.
Quizá, como a fines del XIX, la raíz más honda de
tal desfasamiento deba buscarse en la mediocridad de la formación del clero. A
despecho de ciertas modificaciones en el plan de estudio de algunos seminarios,
ni su bagaje doctrinal ni su extracción social variaron respecto a los del
pontificado precedente. Un solo ejemplo, aunque significativo, acaso
ahorre un detallado catálogo de pruebas. La batahola provocada por la
condenación del modernismo apenas si despertó comentario alguno en las
publicaciones eclesiásticas españolas 27. La ostensible expansión
cuantitativa de estas últimas careció en términos sumarios, de la necesaria
adaptación de su temática, tipografía y lenguaje para difundir, con
fidelidad a su época, el mensaje de Cristo. Los índices de las revistas más
prestigiosas siguieron, de ordinario, conservando el aire intemporal y abstractizante que las ha distinguido hasta fechas muy
cercanas 28. A su vez, las necesidades y gustos del hombre moderno
tampoco lograban romper en los órganos informativos destinados al
gran público la costra de una retórica empedrada de adjetivos nostálgicos
o denigratorios.
No faltaron, también en este área, afanes por
desatascar la cultura eclesiástica del empantanamiento en que, en no pocos
aspectos, se hallaba sumida. Pero tardarían en imprimir su ritmo renovador
sobre algunas dimensiones del pensamiento católico, alejado en su
proyección estrictamente clerical de brisas renovadoras.
En una España en la que, en contraste con su
retraso socioeconómico, las letras conocían momentos cenitales —el «siglo de
plata» de que hablaba Gregorio Marañón—, los tonos grisáceos de la cultura
católica resaltaban aún más la brillantez de la labor de los hombres del
58 y de la generación de 1913.
4.
Los últimos ecos: la democracia cristiana
Desprendida en parte del tronco del catolicismo
liberal, la democracia cristiana en su encarnación hispana presentó en su
itinerario inicial escasas huellas de su primitiva filiación. La apelación a la
protección de la autoridad civil para el ejercicio del credo y culto católicos,
la clericalización más o menos velada del apostolado
laical, la añoranza del tiempo ido, predominaron de una forma u otra en su
teoría y en su praxis.
Es decir, su hipoteca conservadora y su reducida
ambición le impidieron remover a fondo las aguas estancadas del catolicismo de
la época. Sus líderes tuvieron en todo momento un santo horror a
los excesos, plausible en sí, pero tal vez desacertado en un
movimiento naciente y urgido con cierto aire mesiánico. Sin encontrar su
ubicación exacta en el conglomerado de las fuerzas confesionales, sin
insuflar a los sectores adormecidos una «mística» como la que pretendiera Sangnier en Francia y sin una teoría política agresiva y
con mordiente a la manera de los «popolari»
italianos, la versión hispana de la democracia cristiana no pasó de ser en
su primera navegación una ejemplar cruzada de ciudadanía cristiana,
alejada de los característicos extremismos ibéricos, y a merced muchas veces de
inconfesables manipulaciones oligárquicas, como lo fuera también su homónima
belga. Sin duda, su indefinición doctrinal y la angostura de horizontes de sus
disciplinados cuadros contribuyeron a ello en amplia, pero no exclusiva
medida. El alanceamiento de su etapa inaugural frisaría, empero, en la
injusticia si no se recordara las múltiples limitaciones de la materia
prima sobre la que se depositó su siembra, siempre ilusionada. Factor que
debió coadyugar decisivamente a que sus militantes
cultivasen con preferencia el campo social no exento de peligros y escándalo
para algunos estamentos, pero, a fin de cuentas, menos comprometido que el
ideológico. Sólo clarificando definitivamente la postura del catolicismo
hispano ante la cultura vivificadora de la contemporaneidad, la acción de
sus miembros podía alcanzar auténtica virtualidad operativa. Tema
planteado desde las primeras tentativas por aclimatar en España el
catolicismo liberal, y al que la democracia cristiana siguió sin dar respuesta
válida.
En tiempos de la segunda República, la democracia
cristiana se revistió de formas más en sintonía con las necesidades de la hora
histórica. El yunque de un zafio y energuménico anticlericalismo obligó a subrayar en su acción aspectos hasta entonces
larvados de su doctrina, y ahora fundamentales para el encauzamiento de la
convivencia nacional y el dinamismo de su fe. Merced en parte al influjo
de Maritain, la accidentalidad de las formas de
gobierno, la aceptación sin reservas de la tolerancia religiosa, así como
del sindicalismo único, se abrieron paso entre un no muy extenso, pero sí
activo sector de los católicos españoles.
Pese a ello, el lastre de indisimulables
prevenciones hacia «el mundo moderno» que acompañara al movimiento desde su
gestación, su inclinación a la teoría del «mal menor», la ganga regresiva
acumulada por sus contactos y alianzas con sectores de clara filiación
ultra, maniató sus mejores energías y obstruyó el fermento de su levadura
en las masas confesionales. Su decidida —y destacada— participación
política en el bienio gilrroblista acumuló mayor
peso muerto en su andadura, sin que ni por un instante quepa aceptar las
tesis desprovistas de fundamento que sobre la CEDA mantienen los
apresurados historiadores que la sitúan en la cima más profunda del
reaccionarismo, no puede ocultarse que jugó a todo trapo la carta del más
craso posibilismo; distanciándose así, por ejemplo, de su espejo y modelo
italiano, sometido entonces al catacumbismo por
preservar las esencias genuinas de su credo 36. Todo lo cual
matiza —a veces incluso hasta la delicuescencia— la consideración de la
democracia cristiana española como un epígono del catolicismo liberal o una
fuerza análoga o equiparable.
Poco después, la guerra civil trazó nuevas rutas a
los destinos del catolicismo nacional. Por ellas discurrirían hasta el
pontificado de Juan XXIII afanes llenos de empuje e ilusión, pero en
general anacrónicos en sus planteamientos pastorales. El pasado despertó en
ellos más preocupación que el fortalecimiento de las semillas del futuro.
Tras este apresurado y asaz incompleto recorrido
por la trayectoria de la religiosidad hispana contemporánea, una constatación
se impone sin esfuerzo: la hora del catolicismo liberal no llegó a sonar
nunca con plenitud en el reloj de la Iglesia española.
Capítulo IV
PANORAMICA DE LA IGLESIA
ESPAÑOLA DESDE 1914 HASTA 1931
1.
El advenimiento de
Benedicto XV: simpatía y esperanza
Comparado con los anteriores, el breve pontificado
de Benedicto XV se singulariza en la historia del catolicismo español
contemporáneo por dos notas: la acusada distensión en las relaciones
Iglesia-Estado y la proyección de la temática social a un plano destacado
en las preocupaciones de considerables sectores del clero y fieles. Sin duda,
estos rasgos —de manera especial el último— acusan un perfil de modernidad
que, por desdicha, no llegó a consolidarse.
«... En esta disposición de ánimo siguió viviendo
la Iglesia española los años que van de 1914 al advenimiento de la segunda
República. Ni en su actuación pastoral ni en la reflexión doctrinal sobre
sí misma aparecen cambios con suficiente calado nacional como para decir que
la Iglesia evolucionaba. Hoy era una huelga general revolucionaria y
mañana se consagraba el país al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro
de los Ángeles. Ahora se tributa un homenaje popular fervoroso al
prelado de la diócesis y a continuación se lanzaban contra él los más
graves insultos desde las páginas de la prensa enemiga, o incluso se le hacía
víctima de un atentado criminal, como sucedió en Zaragoza» .
No obstante la extremada popularidad de su
predecesor, el advenimiento del papa Della Chiesa fue saludado con aplausos por
círculos cualificados de la jerarquía y el laicado. Tanto los políticos,
afanados en la búsqueda de cauces de armónica convivencia entre las dos
potestades, como los prelados y seglares, atraídos por el afianzamiento de
los atisbos sociales despuntados en los años anteriores en esferas
reducidas, encontraron robustecidas sus opciones con dicho acontecimiento.
También la masa de los fieles se sintió halagada en sus sentimientos con
la elección del primer y único pontífice de la Edad Contemporánea
con parte de su carrera transcurrida en España, por la que sentía
fuerte simpatía.
Pronto los raviones de
la Gran Guerra pondrían a prueba esta actitud de la opinión pública católica
hacia el Papa. En pleno clímax de la contienda, cuando Italia adoptaba la
beligerancia en contra de sus antiguos aliados, el episcopado hispano, con
respaldo de sus fieles, ofrecería su cordial hospitalidad a Benedicto XV
en caso de que los eventos le obligasen a abandonar Roma: «... La católica
España se consideraría feliz con poderos proporcionar un asilo, modesto si se
quiere, pero hidalgo y generoso. Si vuestros ojos se volviesen a la patria de
Recaredo y San Fernando, aceptando estos ofrecimientos, España recibiría
de rodillas al Padre amadísimo y venerado y en la devoción y alegría de
vuestros hijos, al prestaros sus obsequios, hallaría por ventura algún consuelo
el pecho atribulado de Vuestra Santidad» .
2.
Las insuficiencias del
catolicismo militante
El texto citado ofrece un testimonio revelador de
los obstáculos que debía superar el catolicismo hispano cara a un programa de
actualización en mentalidades y posturas. Bajo el patrocinio y, seguramente,
la inspiración directa del prelado más avanzado e innovador de todo
el cuerpo episcopal, el primado Guisasola, el desfase de su contenido
corre parejo con el anacronismo de su lenguaje. Al presentarse sobremanera fácil
una antología de igual índole, no cabe atribuir su valor testimonial a
mero azar.
En efecto, hombres, instituciones y conductas no
podían transmutarse por arte de encantamiento. El poder real, los auténticos
centros de decisión del catolicismo español estuvieron ocupados a lo largo
de 1914-1922 por idénticas fuerzas que a comienzos de siglo. Los
seminarios conservaron sus directrices pedagógicas; las órdenes y
congregaciones prevalentes al inaugurarse la centuria mantuvieron su prestigio;
el escaso sostén financiero de sus actividades —sería más exacto decir
que el único: el del marqués de Comillas y, en menor medida, el del
núcleo alto burgués bilbaíno— no experimentó tampoco variación, y, en fin,
los medios de expresión con que se operaba su presencia en la sociedad civil
continuaron anclados en actitudes no diferenciadas sustancialmente a las
de años atrás. He aquí, verbi gracia, lo que escribe respecto a una región
clave en la marcha del catolicismo hispano del novecientos: «Junto a estas
fuerzas, etiquetables con facilidad por hallarse encuadradas en organizaciones
políticas bien definidas o por simpatizar abiertamente con ellas, apoyándolas
con más o menos constancia, surge otra, cada vez más importante, nacida
del integrismo pero que no tarda en seguir rumbos propios sin atenerse a
disciplina política alguna, y dispensando sus favores a uno u otro partido, a
uno u otro candidato, según la coyuntura. Llamar a esta fuerza «los
católicos independientes», quizá sea poco exacto, pero servirá al menos
para entendernos, lector, y para identificarnos. Su peso, importantísimo
en Vasconia, se debe a diversos factores, entre los cuales citaré: la
fuerza de la tradición carlista en ciudadanos que, negándose a optar por una
tendencia política de las que se repartían la herencia del carlismo,
seguían dando prioridad a los principios básicos del ideario
tradicionalista (entendido este adjetivo en su más amplia acepción, de
modo que venía en la práctica a ser un tradicionalismo en revisión
incesante); el prestigio y el ascendiente del clero, muy grande en la
burguesía pequeña y media, y —por supuesto— en los ambientes rurales; el
extraordinario florecimiento de la enseñanza católica, que constituye una
de las características más llamativas de la España de la Restauración, y
gracias al cual el viejo catolicismo se robusteció al dejar de ser
rutinario, formalista y supersticioso y al ceder el puesto a una
religiosidad más ilustrada, más consciente y mejor preparada para
enfrentarse con la sociedad moderna. El papel desempeñado en este punto por los jesuítas, grande en todos los países, fue enorme
en la Vasconia española, a través de las universidades de Deusto, los
colegios secundarios de Bilbao, San Sebastián, Orduña, Tudela; los conventos y
las casas de ejercicios de Bilbao, San Sebastián, Pamplona, Vitoria,
Durango, Javier y, sobre todo, Loyola...»
Es manifiesto que en años de relativa aceleración
del ritmo del país los factores favorables al cambio actuaron sobre este cuerpo
social proclive al predominio de los elementos inerciales, pero la decantación
de su labor fue escasa. Contribuyó a ello de modo particular la
conservación arriscada de las posiciones de privilegio mantenidas por
extensos núcleos católicos en la actividad nacional. Como sucede con
frecuencia inusitada en la historia de la iglesia española contemporánea,
el mundo de la enseñanza presenta al respecto un ejemplo elocuente. Una
red inextricable de intereses opondría invencible resistencia a todos los
intentos reformistas desplegados desde el Ministerio de Educación en
las etapas en que su cartera estuvo regida por los liberales.
Campañas tenebrosas de logias y sectas, criminal pasividad de las autoridades
y olvido de las tradiciones patrias por minorías desarraigadas
siguieron siendo cómodos recursos, para ocultar lacras propias.
Con un ascendiente y presencia aún muy poderosos
en la cultura y vida nacionales, servida por unos cuadros eclesiásticos no del
todo insuficientes —un sacerdote por cada 613 almas en 1920— y dueña
de considerables recursos económicos y sociales, la Iglesia podía aspirar
a un liderazgo efectivo de no pocas facetas de la España del momento. No
fue así. Apenas se profundiza en manifestaciones claves de su existencia, se
contrasta la ausencia de vitalidad y el predominio de fórmulas y factores
convencionales. Los juicios de los más renombrados misioneros delatan la
existencia de verdaderas zonas de misión en el campo, pretendido baluarte de la
religión tradicional. A su vez, el espectacular desarrollo cuantitativo de la
«buena prensa» no logra nunca el lógico correlato de convertir a la publicística profesional en influyente medio de
información; el vasto aparato pedagógico eclesial no conseguirá frutos
proporcionados a su extensión. Las formaciones laicales —en primer
término, la Acción Católica— no consiguen traspasar las fronteras del
elitismo. La piedad popular discurre por roderas tradicionales, sin abrirse a
nuevas perspectivas. En numerosos ámbitos, la levadura cristiana parece más
alejada que nunca de poder aspirar a transformar evangélicamente unas
estructuras en las que la secularización adquiere siempre un tinte de
franco distanciamiento de las corrientes espirituales representadas por la
Iglesia.
Por ser la parcela menos desconocida del muy
ignorado catolicismo de la época, la referencia a la toma de posiciones de su
opinión pública —tan exigua e imprecisamente caracterizada aún desde todos
los ángulos— frente a las cuestiones de mayor eco en la España del
entonces proporcionará acaso algunas pruebas de lo acabado de exponer. En
un período tan colmado de sucesos de larga onda, esta opinión mostró
escasas dimensiones. En tanto que su radio de interés fue a menudo
exclusivamente nacional e incluso corraleño, su
talante se tiñó con frecuencia de puro negativismo. No quisiéramos forzar la
argumentación para cimentar la tesis subyacente a toda esta escueta
panorámica, pero documentos y posturas rivalizan en testimoniar a su
favor. Como es obvio, dicha tónica conoció su más sobresaliente excepción
respecto a la posición adoptada cara a los bandos enfrentados en la «Gran
Guerra».
Juicio confirmado —aparte de numerosos otros de
igual género—,por el de un sacerdote intelectual muy representativo de la
clerecía española: «Altrament, en aquells temps, trobar un capellá que no fos germanófil era cosa més rara que trobar una ermita de Sant Jordi. La clerecía ha tingut en tots temps una debilitat per
Alemania». A su vez el testimonio de un filólogo germanófilo es el
corroborado por otro aliadófilo: «Era aquella una época en la que España
estaba dividida entre aliadófilos y germanófilos, y Aguilar y yo [Marcel Bataillón] mirábamos irónicamente a los sacerdotes que
entraban con aires misteriosos en el edificio de El Correo de Andalucía,
el periódico conservador y germanófilo de Sevilla». Simpatizante, como queda
dicho, en general de la causa germana —recordemos, empero, la excepción de
Maura—, la opinión católica se compactó cara al triunfo de los soviets en
el otoño del 17. En el primer punto, esto es, en su actitud hacia los
imperios centrales, la reducida información acerca del tema muestra que
tal postura respondió más al arraigo de un difuso credo autoritario
antiliberal que a una precisa formulación doctrinal y, sobre todo, a la
defensa de intereses reales de la comunidad española. En plena escisión
jaimista, el ejemplo del carlismo es bien claro al respecto. La
permanencia de los prejuicios sobre los regímenes «masónicos» de Francia e
Italia primó a la hora de mostrar las simpatías hacia los contendientes,
con flagrante olvido de que naciones como Bélgica eran arrolladas por un
país protestante, con un esquema de valores muy diferente en el plano teórico
al de la catolicidad española. En todo caso, el tema requiere un
análisis detallado, atento a una multitud de aspectos dignos de atención y
hasta el momento desconocidos. Así, por ejemplo, sería dé suma
importancia reconstruir la línea trazada o aconsejada al episcopado por el
nuncio Rangonesi. De todos modos, el episcopado
como bloque no adoptó nunca una militancia en pro de uno de los
beligerantes y se manifestó partidario a todo trance de conservar la
neutralidad adoptada por el primer gobierno Dato y continuada después por
los ulteriores gabinetes.
Igualmente y a pesar de la enorme trascendencia de
la materia, no se ha publicado aún ningún trabajo acerca del reflejo de la
caída del zarismo en la prensa confesional. De una manera tangencial, el
trabajo de Alfonso Lazo sobre el impacto de la Revolución rusa en ciertos
sectores de la sociedad española señala cómo el portavoz de una gran
parte del catolicismo de temple burgués —el diario madrileño ABC—
puso particular cuidado en extrapolar el revisionismo social de los
bolcheviques al plano netamente ideológico, identificando la resistencia al
comunismo con la permanencia de la civilización cristiana y otros tópicos de
la misma índole. (Datos ulteriores comprueban la ancha audiencia adquirida
por la versión del diario madrileño en la prensa confesional, cuyo
planteamiento antileninista tal vez ayudó a
conformar.)
De entre las anchas y angustiosas problemáticas
cernidas sobre el catolicismo europeo al abrirse el capítulo de la posguerra,
la que imantó con mayor fijeza la preocupación de los círculos hispanos
más cualificados fue la italiana; planteada en términos de decidido abandono de
las viejas posiciones cimentadas en el non possumus cuarteadas ahora irremisiblemente. En especial los esfuerzos de Luigi Sturzo para hacer de los popolari el eje de la política de aquella península, convirtiendo su partido en un
movimiento de masas, seduciría, como veremos, a los miembros de la naciente
democracia cristiana, con indisimulables miras de trasplantar un día a
España su triunfante estrategia.
Fuera del Viejo Continente, el curso de la primera
gran revolución del siglo xx, la mejicana, fue
seguido con atención relativamente pormenorizada por la prensa y los órganos de
opinión católica, aunque el interés despertado por su primera fase
decaería ahora, sin que la misma Constitución de 1917 reforzase la
expectación, centrada a menudo en detalles anecdóticos.
3.
Los problemas nacionales.
Marruecos y la crisis de la monarquía alfonsina. El regionalismo
En una vertiente nacional, junto con la agonía del
parlamentarismo canovista y la escalada de los antagonismos clasistas, fue sin
duda el problema marroquí el que movilizó con más hondura la conciencia y
las fuerzas católicas. En todas estas cuestiones, la inexistencia de un
sólido pluralismo no se compensó con la potencia que suele acompañar a
las actitudes polarizadas. Un comentarista de la época actual, R. La
Cierva, ha observado la ausencia de cualquier referencia eclesial en la
crisis del 17, índice significativo y sorprendente del marginamiento del
catolicismo de las grandes conturbaciones del país, imprevisible un
lustro atrás 16. No obstante, la formación del grupo inicial de
la democracia cristiana en julio de 1919 obedeció en buena medida a la
clara visión que del irremediable desmoronamiento del Estado
restauracionista tuvieron algunos de sus integrantes. Estos intentaron así
coronar de modo efectivo la naufragada empresa del polaviejismo,
conscientes del papel que podía representar en el juego político de la
nación un gran partido confesional de corte moderno. La reactivación de la
lucha marroquí en 1920 y sus inmediatos efectos ralentizaron la plasmación
de dichos afanes, que volverían, sin embargo, a cobrar nuevos vuelos
poco más tarde.
Respecto a la cuestión africana, la historiografía
eclesiástica carece de cualquier monografía acerca de la actuación de los
católicos en este terreno. El reducido material acervado por el autor de
las presentes páginas testimonia que la jerarquía procuró restañar las heridas
provocadas por la contienda, sin olvidar el reforzamiento del edificio
monárquico, resquebrajado por las sacudidas de Annual.
En algunos de sus componentes sorprende incluso el enfoque de las motivaciones
bélicas de su patria, en todo semejante al del chauvinismo a ultranza
expresado por varios prelados a raíz del desencadenamiento de la lucha
hispano-norteamericana en 1898. El tiempo y la actitud del Pontífice
reinante no ejercieron, pues, un positivo ejemplo en el talante del
episcopado, tan proclive siempre a las cruzadas de fe.
En un área casi exclusivamente eclesiástica, la
crecida del regionalismo adquirió muy altas notas. Bien que en 1917 lograra
ocupar los primeros escaños en el Congreso, el nacionalismo vasco no contaba
aún con el decidido apoyo de sectores eclesiásticos poderosos e
influyentes. De ahí que fuera Cataluña donde las corrientes moderadas de
su regionalismo siguieran el impulso ascendente entre el clero, ensanchando notablemente
su caudal entre 1914-1922. A socaire del peso casi hegemónico detentado por el
Principado en la vida socioeconómica del país y de la teoría de las
nacionalidades mantenida por los vencedores de la Gran Guerra, la clerecía
catalana afianzó su crédito ideológico en dicha región, convirtiéndose de paso
en el más importante grupo de presión dentro de la Iglesia nacional. Sólo como
elemento táctico ante los débiles gobiernos madrileños puede interpretarse la
queja expresada por Prat de la Riba en el famoso manifiesto de la España
Grande: «Nosaltres, des d’aquei xa Catalunya que no pot teñir ministres ni generáis i quasi ni bisbes...» Tras la muerte de Antolín López Peláez, la
archidiócesis tarraconense volvía a ser ocupada por un coterráneo, al tiempo
que numerosas diócesis en todo el territorio español estaban regidas por
catalanes. Ni siquiera con la muerte de Torras i Bagés —1916— perdió fuerza el movimiento, ante el cual la única victoria
conseguida por Madrid sería el envío a Cataluña de buen número de prelados
valencianos. En 1921, con la elevación al cardenalato del primer arzobispo
de Tarragona que alcanzó tal dignidad en los tiempos modernos, el catalanismo
eclesiástico llegaba a su vértice. Con una política bien dosificada
y mejor servida, la jerarquía y sacerdocio del Principado conservaron,
en parte, en su redil a un movimiento del que tan decisivos parteros
fueran medio siglo atrás. El camino abierto por su conducta ¿constituía
un ejemplo a imitar o un modelo negativo, de clericalismo más o
menos disfrazado? Su control de algunas orientaciones del catalanismo,
¿era el resultado de una positiva asunción de los valores temporales o
un abandono del mensaje universalista del cristianismo, del que las
oleadas crecientes del proletariado emigrado a la región se apartaba de
forma cada día más ostensible? Dilema difícil que la Iglesia catalana,
pese a la lección de la Semana Trágica, no acertó nunca a resolver en las
escasas ocasiones en que sus más caracterizados miembros se lo
formularon. Sin embargo, la paradoja era demasiado llamativa como para
poder ocultarla. En la porción del país más descristianizada a nivel de
masas populares, el ascendiente de una iglesia dotada de los mejores
cuadros peninsulares se eregía en guía de la
empresa más sentida por la población autóctona. Una generación posterior
pondría al descubierto la artificialidad de un nacionalismo alimentado en buena
medida por una ideología pararreligiosa.
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