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SALA DE LECTURA B.T.M.

BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

HISTORIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.

La Iglesia en la España contemporánea (1808-1975).

 

CUARTA PARTE.

EL CATOLICISMO ESPAÑOL EN LA RESTAURACION (1875-1931)

Por José Manuel Cuenca Toribio

 

Capítulo I

CLERICALISMO Y ANTICLERICALISMO

1.

Un nuevo «modus vivendi»: la monarquía de Sagunto

 

La restauración de la monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII fue recibida por las masas católicas de la nación —salvo las que militaban en la causa carlista— con enorme júbilo y esperanza. Se deseaba que el joven rey volviese a poner en concordia el trono con la Iglesia, después de aquellos turbulentos años de la Interinidad en que España había conocido todas las formas de gobierno que figuran en los tratados de derecho político.

La circular en la que se trazaba el futuro programa religioso de la monarquía canovista, dirigida por el ministro de Gracia y Justicia en 2-1-1875 a los prelados y vicarios capitulares participándoles el advenimiento de Alfonso XII, reforzó la confianza y alegría despertadas en el clero y fieles por su instauración: «En las relaciones de los Estados católicos con la Iglesia —escribía aquél— lo que para aquéllos es próspero suceso, para ésta no puede menos de ser feliz augurio de bienandanza... La proclamación de nuestro Rey Don Alfonso XII, siendo el verdadero término de aquellos disturbios, será por lo mismo el principio de una nueva era, en la cual se verán restablecidas nuestras buenas relaciones con el Padre común de los fieles, desgraciadamente interrumpidas por los excesos de estos últimos tiempos; se procederá en todo lo que pueda afectar a estas recíprocas relaciones con el consejo de sabios prelados y de acuerdo con la Santa Sede, y se dará a la Iglesia y a sus miembros toda la protección que se les debe en una nación como la nuestra eminentemente católica...»

Sin pérdida de tiempo, el espíritu y las promesas contenidas en el texto señalado se materializaron en la promulgación de diversas órdenes por las que, principalmente, se derogaban las medidas sancionadas por los regímenes anteriores que causaron mayor escándalo y repudio en la jerarquía, en especial, la libertad de cátedra y el matrimonio civil. Por negarse a aceptar la supresión de la primera, varios renombrados profesores serían expulsados de la Universidad, con rigor lindante, en algunos casos, con la arbitrariedad.

Sin embargo, las esperanzas de que la monarquía alfonsina consagrase, a la manera de los moderados en 1845, la unidad religiosa de la nación, haciendo caso omiso de la tolerancia propugnada por algunas voces desde la tribuna y la prensa, quedaron defraudadas. Las leyes y fórmulas legales por las que se regirían las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante la Restauración se inspirarían en el mismo clima espiritual que informaría toda la obra de Cánovas del Castillo: la ausencia de cualquier exclusivismo y la solución de la vía media para todos los problemas. El artículo —en el que se recogían y amalgamaban los términos de los textos constitucionales de 1854 y 1869, y que fue uno de los más discutidos de la Constitución dada al país en 1876— sancionaba de manera explícita la tolerancia.

Como los restantes del código constitucional canovista, estaba redactado con gran flexibilidad, facilitando así toda clase de interpretaciones y aplicaciones concretas . Pese a ello, el papa Mastai, que ya había dirigido un breve a la jerarquía española (4-3-1876), al tener noticia del texto presentado a las Cortes como base de discusión, exponiendo su flagrante contradicción con el artículo 1° del Concordato vigente, mostró una gran renuencia en aceptar su promulgación definitiva. Sólo la hábil y precisa puntualización del concepto católico de la tolerancia —imposición de un principio de equidad que el legislador-gobernante se limita a aplicar—, formulado, paradójicamente, por el ministro de Estado español, logró disipar algunos de los numerosos temores y escrúpulos del anciano Pontífice. Con todo, el Vaticano expresó su confianza en que las futuras interpretaciones del controvertido artículo no infringiesen la literalidad de sus cláusulas.

Emprendida por cuarta vez a lo largo del siglo una vasta obra restauradora por la jerarquía y clero —primordialmente, el regular y las congregaciones, que conocerían durante este período su mayor auge del ochocientos—, los años del reinado de Alfonso XII, el «Pacificador», y los de la regencia de su segunda mujer fueron, en líneas generales, de paz en las relaciones entre la Iglesia y la Corona. Pequeños incidentes, causados de ordinario por la propia —y aguda— división de los católicos españoles y de su clero, no alteraron, sustancialmente, este panorama de concordia. León XIII expresó repetidas veces su afecto por España y su régimen, al que se esforzó por consolidar.

2.

La polémica anticlerical

 

No obstante, pese al afianzamiento de la obra canovista, al término del quinquenio glorioso comenzaron a amontonarse en el horizonte de las relaciones entre la Iglesia y el Estado algunas nubes, que ensombrecerían algún tiempo después su dinámica. Dentro de la gran labor legisladora llevada a cabo por el Parlamento largo, en 1887 se promulgaba la célebre ley de asociaciones, que disponía taxativamente: «... quedan sometidas a las disposiciones de la misma las asociaciones para fines religiosos, políticos, científicos, artísticos, benéficos y de recreo, o cualesquiera otros lícitos que no tengan por único y exclusivo objeto el lucro o la ganancia». Respecto a las asociaciones religiosas, el artículo segundo puntualizaba que quedaban exceptuadas «las asociaciones de la religión católica autorizadas en España por el Concordato. Las demás asociaciones religiosas se regirán por esta ley, aunque debiendo acomodarse en sus actos las no católicas a los límites señalados por el artículo 11 de la Constitución del Estado».

Aunque la concordia entonces existente entre ambas potestades hizo pasar desapercibido el profundo alcance de dicha ley para el ordenamiento y regulación de las numerosas congregaciones y órdenes establecidas en la España de la Restauración, en el marco de otra coyuntura socio-política podía convertirse, como el tiempo probó, en caballo de batalla y fuente de abundantes situaciones conflictivas.

Un año después, la derogación, a instancias de varios prelados senadores, en el Código Civil del canon del concilio de Trento que prohibía a los religiosos profesos la facultad de adquirir bienes para sí, se mostraría igualmente en el futuro grávida de importantes consecuencias. Un nuevo y fundamental elemento, el rebrote del anticlericalismo en la España finisecular, vendría a poner término al remanso por el que discurrieron las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante la primera fase del sistema canovista.

El ancho caudal adquirido en aquella hora por un sentimiento y una actitud siempre reverdecidos en los cuadrantes hispánicos se debió a la confluencia en el cruce de uno y otro siglo de una serie de fenómenos presididos todos por la común nota del anticlericalismo. Dentro de las esferas dirigentes, su recrudecimiento fue, en amplia parte, artificial.

Clausurado el ciclo de las grandes reformas políticas durante el gabinete Sagasta de 1885-90, los años sucesivos destacaron una realidad que cada día se evidenciaba con más claridad: las escasa diferencia en el ideario de las fuerzas que entraban en la noria del turnismo. De aquí la necesidad sentida por los partidos gobernantes de establecer artificialmente fronteras y antagonismos entre sus programas.

Las diferencias respecto a la «cuestión religiosa» —meramente tácticas en el sentir de las grandes figuras de la Restauración, con la excepción de Canalejas— se erigieron así en uno de los principales límites de sus respectivos idearios. Junto con el fenómeno apuntado, la pujanza del positivismo en el mundo del pensamiento y en el de las realidades políticas, la del movimiento republicano, asimismo como las medidas adoptadas en Francia y Portugal en materia eclesiástica, vinieron, entre otros factores y corrientes, a colocar al anticlericalismo en el primer plano de la actualidad nacional en la España de los años iniciales del siglo XX.

Como ocurre a menudo en trances semejantes, la chispa que hizo estallar el polvorín fue el encadenamiento de una serie de sucesos —individualmente de escasa entidad— acaecidos en la bisagra de una centuria a otra. La actitud proclerical del ministro Silvela —explicitada, sobre todo, en la adopción por el ministro de Fomento, marqués de Pidal, de medidas tendentes al desarrollo de la enseñanza religiosa en los centros estatales—, estimuló la reacción de sus oponentes, que tacharían su política de «vaticanista».

No obstante, fue en el breve gabinete del general Azcárraga (23-12-1900 a 25-11-1901) cuando eclosionó realmente la mayor y más grave crisis de las acontecidas en las relaciones Iglesia-Estado durante todo el régimen canovista. El estreno de la obra de Pérez Galdós, Electra, simultáneo con la difusión por los medios de información del caso de la señorita Ubao, muy semejante al tema que el gran novelista escenificaba, junto con las frecuentes alteraciones del orden público a que daban lugar las procesiones organizadas en cumplimiento del Jubileo en honor de Cristo Redentor, concedido por León XIII por la entrada del nuevo siglo, convirtió la «cuestión religiosa» en el más importante de los problemas (junto al matrimonio de la Princesa de Asturias) con que en aquellos momentos se enfrentaba el mundo gobernante.

Conocedor de la gran fuerza que capitalizaría para su partido con el izamiento a tambor batiente de la bandera del anticlericalismo, Sagasta la enarbolaría ahora más alto que nunca. Sus primeras medidas al frente del último gabinete de la Regencia estuvieron dictadas por el propósito de satisfacer las reivindicaciones antieclesiásticas mediante unas leyes destinadas a la galería, que traducían su interna posición frente a tal tendencia, instrumentalizada como arma política de ocasión, pero sin vivenciarla con autenticidad ideológica personal.

Escasas semanas después de la llegada de su gabinete al poder, en medio de una gran tensión que algunas voces apocalípticas profetizaban que conduciría a un nuevo duelo fratricida, se celebraron elecciones parlamentarias (mayo de 1901), en las que las campañas preparatorias giraron, con casi exclusividad, en torno al tema religioso. Aunque pertrechado con una fuerte mayoría en las nuevas Cortes, Sagasta no mostró interés alguno en llevar más adelante su anticlericalismo. Sólo la presión de algunos grupos parlamentarios y de cierto sector de la prensa le obligaron a plantear en las cámaras la cuestión del estatuto jurídico de las órdenes y congregaciones religiosas, cuyos efectivos se engrosaban espectacularmente debido a la afluencia a tierras españolas de nutridos contingentes de clérigos y monjas franceses expulsados de su país por el ministerio de Waldeck-Rousseau.

En tanto que los diputados conservadores defendían la tesis de la legalidad de las múltiples órdenes e institutos religiosos establecidos en el territorio nacional por acomodarse su existencia al famoso y controvertido artículo 29 del Concordato de Bravo Murillo, sus adversarios mantenían su inclusión dentro de la «Ley de Asociaciones» de 1887. Estas posiciones antitéticas (pese a que la argumentación de los diputados liberales mostró su espectro más amplio que la de los conservadores) suscitaron en el Parlamento un verdadero derroche de casuismo y habilidad dialéctica, al paso que algunos oradores, particularmente Canalejas, plantearon la cuestión de las relaciones Iglesia-Estado sobre los ejes que habrían de encauzarlas tiempo adelante. Tras producirse una tan inútil como resonante intervención de ciertos prelados senadores en protesta del giro estatalista que proyectaba dar, en su opinión, el Gobierno Sagasta al tema en disputa, y escindido el partido liberal con el abandono por Canalejas del gabinete de coalición liberal-demócrata salido del reajuste ministerial de mediados de marzo de 1902, la Santa Sede y el Estado español lograron un modus vivendi —tan extendido en las prácticas y usos jurídicos de la época—. Hasta tanto se llegaba a una revisión del Concordato, se reconocería la legalidad de todas las asociaciones religiosas que se inscribieran en los gobiernos civiles, sin que las autoridades gubernativas pudieran negarle la inscripción. Conforme los acontecimientos posteriores demostrarían, la habilidad de Sagasta encontró así una ingeniosa, aunque inconsciente, solución a un problema que desazonaba sus últimos días.

3.

El fin de la controversia anticlerical

 

A partir de este momento y hasta la fecha en que Canalejas sube al poder en 1910, la «cuestión religiosa» estuvo sujeta al pendularismo crónico de la vida parlamentaria española. Los repetidos intentos de Maura para hacer extensivos a todas las congregaciones los privilegios de las asociaciones religiosas reconocidas en el Concordato no alcanzaron nunca buen puerto; mientras que en los períodos en que el país era dirigido por los liberales, el anticlericalismo reverdecía una y otra vez, llegando a trazar el gabinete general López Domínguez en 1906 un programa de laicismo en el que se seguían dócilmente las directrices puestas en práctica por los políticos radicales en la nación francesa. En tanto que el Pontífice y Merry del Val alentaban sin reservas a la Solidaridad catalana y la adhesión a ella de los católicos del Principado con el objeto de crear dificultades a los gobernantes madrileños.

El 9 de febrero de 1910 José Canalejas y Méndez fue encargado por Alfonso XIII de formar un gabinete cuyas riendas detentaría brillante e inteligentemente hasta su trágica muerte en noviembre de 1912. Punto axial de su política era el problema religioso, de cuya favorable solución sobre la base de la supremacía civil dependía en gran parte la duración y viabilidad de su ministerio. En la persecución de tal objetivo, Canalejas llevó las negociaciones con el Vaticano —reanudadas e interrumpidas a compás de los avatares de la política nacional desde comienzos de la centuria— a un punto muerto, ante la irreductible defensa realizada por Pío X y su secretario de Estado, el joven cardenal español Merry del Val, de la soberanía total de la Santa Sede en punto a materia disciplinaria.

Poco después Canalejas decidía pasar de manera resuelta a la ofensiva por medio de un decreto (junio de 1910) en el que reconocía —o, más exacto, se aplicaba el artículo 11 de la Constitución del Estado— a las religiones disidentes el derecho a exhibir externamente los emblemas y signos de su culto. Medida complementada con la publicación (24-12-1910) de la famosa «Ley del Candado», por la que se prohibía la residencia en el país de nuevas órdenes religiosas, por espacio de dos años, sin autorización del ministerio de Gracia y Justicia, que, expresada por real decreto, se publicaría forzosamente en la Gaceta. La denegación del permiso sería automática cuando más de un tercio de la orden o congregación en cuestión estuviera compuesto de extranjeros.

El triunfo del Gobierno, como sabía y tal vez quiso el propio Canalejas —objeto de incalificables ataques desde las páginas de ciertas publicaciones católicas y en los mítines y manifestaciones organizadas como protesta a su política por algunos prelados y entidades confesionales—, fue más aparente que real, pues el número de institutos religiosos establecidos entonces en la nación era muy crecido (hasta el extremo de no faltar en él ninguna de las órdenes o congregaciones reconocidas por la Santa Sede) y bastaban para subvenir las necesidades docentes de los católicos...

Una enmienda del senador barón del Sacro Lirio vino igualmente a quitar mordiente a la disposición, al admitirse por el Gobierno que, si en el transcurso de los dos próximos años no era aprobada otra ley de Asociaciones distinta a la de 30-6-1887, la del «Candado» quedaría anulada. Dada la inestabilidad de la vida parlamentaria española, podían abrigarse fundadas esperanzas de que con dicha solución todo quedase en aguas de borrajas.

Rotas las relaciones con Roma, la reacción de las masas católicas fue, según quedó indicado, unánime y clamorosa, organizándose en numerosas poblaciones tumultuosas manifestaciones de protesta contra la política del Gobierno, respaldado en todo momento por el monarca. Merced, sin embargo, a las dotes políticas de Canalejas y a los buenos oficios del obispo de Madrid, J. M. Salvador y Barrera —gran amigo del presidente del Consejo de Ministros— y de Cambó, la reanudación de las relaciones estaba a punto de materializarse en realidad tangible cuando una de esas muertes que presiden con trágico ritmo la trayectoria de la España contemporánea segó una vida quemada en su servicio. En enero de 1913, el restablecimiento de dichas relaciones era un hecho, sobre la base de que en el plazo de dos años todo nuevo establecimiento debería hacerse previa solicitud de permiso de la Santa Sede en Madrid.

4.

Un corto remanso de paz

 

Calmadas las pasiones con el estallido de la Gran Guerra y el advenimiento al solio romano de un Papa «diplomático», se relegó a un plano secundario, en el horizonte de las preocupaciones nacionales, la exacerbada, tiempo atrás, «cuestión religiosa». En el pontificado de Benedicto XV, el sector más prometedor de la cristiandad española atravesaría una hora decisiva en torno a la organización de las formaciones sindicales, en tanto que el sistema se enfrentaba con unos problemas a los que su momentánea guadianización durante ciertas fases de la contienda mundial había agravado sus perfiles.

Sin embargo, analizada de forma apresurada, esta polarización de parte de las fuerzas profundas del país en temas relativamente alejados de la arena religiosa puede inducir a falsear las perspectivas de las relaciones Iglesia-Estado en los años que precedieron a la dictadura primorriverista. En realidad, al no operarse ninguna mutación en la composición y mentalidad de los principales factores en juego, el sereno diálogo entre ambas potestades seguía dependiendo de elementos contingentes. En otros términos: mientras los moldes jurídicos que encauzaban sus contactos, no habían sufrido variación respecto a los del reinado de Alfonso XII y de la Regencia, el espíritu difería en gran medida del vigente en la era canovista. Diversos eventos vendrían a subrayar, en el desarbolamiento final de la Restauración, el extremo apuntado.

A manera de prueba concluyente, baste la alusión a uno singularmente ejemplarizador. Los comentarios y glosas que en las capas mayoritarias del sentimiento ortodoxo y en las del anticlerical suscitara la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús —mayo de 1919—, patentizaron que los rescoldos de la controversia religiosa estaban prontos a encenderse y que las lecciones de una historia reciente no habían sido aprovechadas. Las posiciones extremistas continuaban imponiendo su estéril tiranía en la opinión pública.

Pese a la presencia de estas coordenadas generales pacificadoras de que se ha hecho mención, la madurez lograda por algunos fenómenos apuntados al filo de la guerra europea sometería a dura prueba el mortecino statu quo alcanzado tras las ruidosas polémicas de la «ley del Candado». Conforme a la nota isocrónica tan repetidamente ofrecida por el pasado español, la descomposición del régimen canovista coincidió con la entrada en el escenario nacional de dos sugestivos movimientos confesionales. De diverso caudal numérico e inspiración, su actuación simultánea en frentes neurálgicos de la realidad del país tuvo como más sobresaliente resultado el destacar con creciente vigor la necesidad de superar sin retraso las ambigüedades que envolvían las relaciones entre el poder civil y el espiritual.

La enorme cantidad de energía movilizada por la famosa «Gran Campaña Social» vino a demostrar, no obstante su fracaso final, la espesa muralla de recelos que separaba de las instituciones a los grupos mayoritarios de la jerarquía, clero y fieles del país. De forma en extremo sintomática, el mencionado episodio devolvió vigencia a la situación religiosa de los albores de la Restauración cuando Cánovas se enfrentó con éxito a las vacilaciones del sector pidalista.

Saldadas negativamente las tímidas aperturas a la izquierda proletaria y radical, un gesto de buena voluntad del sistema hacia las esferas de catolicismo tradicional se presentaba como ineludible para un régimen sacudido hasta las raíces por la crisis marroquí. El gesto no llegó a producirse por el desagrado con que el rey observaba la marcha de dicha campaña, precisamente en el momento en que cristalizaba «el bloque nacional» y uno de sus más conspicuos portavoces, Sánchez Guerra, era llamado al poder en medio de los aplausos de la prensa burguesa más distanciada de la Monarquía.

El naufragio de la «Gran Campaña» no disipó, sin embargo, los temores de algunos círculos ante un catolicismo anclado en posiciones de privilegio. Pero, como ya se ha dejado constancia, la aparición de una segunda fuerza en el haz de la cristiandad hispánica puso un momento de tregua en el sentir de tales sectores.

El entusiasmo suscitado entre ciertos intelectuales y políticos por la actitud de los popolari en la Italia de la posguerra, configuró una reducida pero animosa agrupación de católicos dispuestos a trasplantar a España el modelo creado por Luigi Sturzo, en una nación de características y problemas tan similares a los hispánicos como la de la Monarquía Unitaria. De contornos imprecisos y fluctuantes, el partido social popular fue siempre fiel al deseo de revisar en profundidad el marco jurídico de la iglesia española. Muy relacionados con las figuras del bloque nacional, sus adeptos alentaron los propósitos manifestados por el ministro Manuel Pedregal de llevar adelante la modificación sustancial del artículo 11 de la Constitución de 1876. Empero, la omnipresencia de la cuestión marroquí en los trabajos del gabinete García Prieto arrumbó en dique seco dicho intento, severamente condenado por la jerarquía.

5.

La dictadura de Primo de Rivera

 

Al igual que casi la totalidad del país, la Iglesia recibió a la dictadura con indisimulable zalagarda. Sus sectores tradicionales y otros igualmente poco palatinos, como los orientados por El Debate, depositaron todas sus esperanzas de una «resurrección nacional» en la figura del general jerezano, al que mantuvieron numantina lealtad.

La amorfa fisonomía que en su vertiente ideológica presentó la dictadura y las diferentes corrientes confesionales que se aquistó, explican la variedad de imágenes de la reconstrucción religiosa. Variedad que, lejos de infirmar al régimen primorriverista, redundó en su beneficio. En todo momento, aquél dispuso de abundantes piezas, dóciles a ser utilizadas con discrecionalidad en el tablero de su interés. Así, en sus difíciles relaciones con gran parte de la clerecía catalana a propósito del empleo litúrgico de la lengua vernácula, en el Principado la dictadura encontró respaldada su posición por el coro unánime de los restantes sectores católicos; lo que le permitiría adoptar una posición de fuerza en sus contactos con Roma para resolver la espinosa cuestión.

En los postreros meses de la dictadura, un resonante suceso volvía a proyectar «la cuestión religiosa» a los primeros planos de la atención nacional.

Esperanzados tal vez en la imposibilidad de una movilización anticlerical comparable a la de los años 10, debido a la incorporación al sistema de las masas socialistas, algunos componentes de la Unión Patriótica pensaron reformar el estatuto universitario vigente en beneficio de los alumnos de las universidades eclesiásticas de María Cristina de El Escorial y de Deusto. En adelante, sus tribunales examinadores en los centros estatales estarían integrados por dos profesores de sus respectivas facultades y un catedrático. Sin tardanza, un viento de fronda recorrió claustros y aulas de la Universidad oficial. El volumen e intensidad de las protestas movieron a los agustinos a renunciar a las normas programadas por el Gobierno, quien, a su vez, acabaría también por enterrar el proyecto —marzo de 1929.

Aunque no faltan indicios para presumir de algún sector de la jerarquía en tal plano, no se conoce, sin embargo, el grado real de su participación, y de si ésta fue aceptada por la dictadura como contrapartida a su apoyo en otros cuadrantes. De ser cierta, descubriría la permanencia de arraigadas costumbres clericales, propensas a servirse de los recursos del poder, aun en perjuicio de la paz social y del recíproco respeto entre la Iglesia y el Estado.

Antes de que la separación de ambos se viese consagrada por la Constitución republicana de 1931, el último parlamento de la España alfonsina registraría una vez más la invocación de una armoniosa y fecunda independencia entre ambas potestades. La voz del profesor Pérez Bueno no encontró eco.

 

Capítulo II

EL PONTIFICADO DE LEON XIII

1.

Un catolicismo renovado

 

A grandes rasgos, el pontificado de León XIII coincide en la península Ibérica con el reflujo de la oleada anticlerical desatada desde las esferas rectoras, en los decenios precedentes. Más visible en España que en Portugal —donde la influencia de las sociedades secretas será siempre preponderante—, el fenómeno es común a ambos países. Tanto los años epilógales del reinado de Luis II de Portugal (1861-89) como los del de Alfonso XII (1875-85) y de la regencia de María Cristina (18851902), se caracterizaron en el plano religioso por el entendimiento entre la Iglesia y el Estado, cuyas relaciones se deslizaron por cauces de relativa concordia. En tierras lusitanas, la firma de un concordato—encaminado principalmente a resolver algunos problemas del litigioso Padroado—, la reorganización diocesana establecida a instancias de la Corona en 1881 o la cancelación por Carlos I (1889-1908) de la visita (1895) a su tío Humberto I de Italia para no contrariar al anciano Pontífice, pusieron de relieve el clima de armonía reinante entre ambas potestades. En tanto que en España la efusiva y cordial adhesión del «Pacificador» y de su segunda esposa «doña Virtudes» hacia el Vaticano se encontró correspondida con igual intensidad por la Santa Sede, León XIII expresaría en repetidas ocasiones —arbitraje en la fricción hispano-germana por el dominio de las Carolinas, concesión de la Rosa de Oro a la regente, apadrinamiento del futuro Alfonso XIII, etc.— su afecto por España y su régimen, al que se esforzó por consolidar a contrapelo del sentir de extensos e importantes sectores de la opinión católica.

Durante el período aludido, la Iglesia hispánica, instalada ya sólidamente en el marco institucional de la monarquía de Sagunto, pudo centrar sus esfuerzos en un amplio despliegue renovador, sin abdicar por ello de su posición antiliberal. (Las indisimulables simpatías procarlistas de un extenso sector del episcopado y clero de la Regencia constituyen sólo un exponente llamativo de tal actitud. La defensa que de la Comunión Tradicionalista llevó a cabo desde la sede toledana A. Manescillo a las presiones de otro destacado prelado de fines del XIX, el ovetense Martínez Vigil, para implantar por la fuerza en el trono a Carlos VII, dibujan, sin duda, las posiciones más avanzadas de dicha postura). Bajo su impulso, las congregaciones y órdenes religiosas conocieron un desarrollo espectacular, que traducía la pujanza de las energías espirituales de anchos estratos sociales. Al mismo tiempo que el testimonio público de la fe experimentaba notables transformaciones, se innovaban, junto a directrices catequísticas y métodos apologéticos, sistemas para potenciar la prensa confesional y la enseñanza impartida en los seminarios, más porosos ahora a la cultura moderna 23. En igual marco, algunos prelados colocaban como meta principal de su actividad la elevación del nivel científico de su clero, para cuya consecución no regatearían afanes 24. Un estudio estadístico de las pastorales de la Iglesia canovista tal vez revelara la primacía otorgada por los prelados a dicho tema. Alentada por el ejemplo de un Papa intelectual y presionada por la madurez alcanzada por la pedagogía laica —Escuelas Normales de Magisterio, jardines de Infancia, «japonización» de la docencia en los centros de la Institución Libre de Enseñanza, etc.—, parte de los círculos eclesiásticos tuvo conciencia de que en las aulas se librarían las batallas del porvenir. Nunca como entonces fue tan intenso en los miembros del clero secular el deseo de cursar diversas licenciaturas. Mero afán coleccionista en ciertos casos o —con mayor frecuencia— huida de una existencia tediosa, la fiebre de «grados» que aquejó al sacerdocio leoniano reflejó múltiples veces la noble intención de perfeccionar el utillaje de su misión. El apostolado cultural de este clero secular se ejerció de ordinario dentro de los ámbitos parroquiales, aunque ejemplos como las Escuelas del Ave María testimonian el eco nacional que hallaron algunas de las creaciones surgidas al calor de un más estrecho compromiso de los católicos con el mundo de la inteligencia.

A su vez, el clero regular participó del movimiento de renovación cultural, en cuya vanguardia cabe situar a jesuítas, dominicos y agustinos. A sus esfuerzos se debieron realizaciones tan sobresalientes como el Seminario Pontificio de Comillas —que en 1904 pasaría a convertirse en Universidad—, la revitalización del tomismo —obra en particular del cardenal Zeferino González y otros teólogos de la Orden de Predicadores—, la aparición de revistas llamadas a conocer una prolongada trayectoria —como «La Ciudad de Dios» (1891), editada por los Padres Agustinos—, etc., etc.

El pueblo fue también protagonista destacado de este capítulo de la historia del catolicismo hispánico decimonónico. Sus elementos nutrieron las filas de los institutos religiosos nacidos de la explosión fundacional del decenio (1875-1885); especialmente los consagrados al testimonio de la caridad cristiana más exigente, como las Hermanas de la Cruz, fundadas por una zapatera sevillana. La religiosidad popular, vertida a través de los tradicionales moldes barrocos, fecundó igualmente otros campos de la práctica y sentimiento religiosos, en particular aquellos más concordes con su idiosincrasia —peregrinaciones, cultos sacramentales, procesiones, romerías...

Finalmente, en el movimiento misionero desembocó una porción muy valiosa de las energías liberadas por la ebullición espiritual que conmovió las fibras más dinámicas del catolicismo español de la Restauración. Antes de emanciparse, los territorios ultramarinos de Filipinas, Antillas y, en menor escala, los africanos pertenecientes a la Corona hispana recibieron el aporte de numerosos eclesiásticos metropolitanos, que, en general, ejercieron sus deberes con abnegado sacrificio y entrega. Incluso en el archipiélago filipino, donde la «teocracia dominica» fuera objeto de toda clase de condenas, el concurso de la Orden de Predicadores a la obra civilizadora de aquellas regiones no puede negarse sin incurrir en la inexactitud o el sectarismo.

2.

Las sombras del cuadro

 

El remozamiento de que dio muestras la Iglesia española del último tercio del ochocientos no debe conducir, sin embargo, a exagerar su densidad. Como las anteriores, la cuarta restauración, religiosa acometida por los cuadros dirigentes del catolicismo hispano a lo largo de dicha centuria se resintió, en gran medida, de un indudable desfase con alguna de las más agobiantes exigencias de la coyuntura histórica.

La intervención del pueblo en la ola renovadora estuvo lastrada por la permanencia de los factores negativos de un gran legado. La trivialización y mundanización de lo sagrado distaron de hallarse ausentes de las prácticas religiosas de las masas, a menudo ribeteadas de superstición y paganismo. Por otra parte, su elevado índice de analfabetismo debía viciar de raíz la incorporación al programa de sus pastores. Cara a la catequesis, éstos se encontrarían, como en otros trances semejantes, frente al hecho desconsolador (pero evidente) de que aquélla debería ir precedida de una evangelización erizada de dificultades, entre las que ocupaba un lugar no secundario la intangibilidad de ciertos prejuicios de un catolicismo triunfalista, propenso a rasgarse las vestiduras ante cualquier problematización de estereotipos. Debido sobre todo a sus extensas ramificaciones populares en una comarca como Cataluña, de un alto e ilustrado índice de religiosidad, el turbio asunto de las relaciones satánicas de Jacinto Verdaguer —que tan grande escándalo levantara en su época— puede servir de símbolo de la espiritualidad prevalente en las capas mayoritarias de la opinión católica.

Por lo demás, las reservas tradicionales del catolicismo peninsular —las masas agrarias— se mostrarían menos unánimes y diligentes a la hora de ser movilizadas por el clero rural. Sin infravalorar el esfuerzo de gran parte de éste y de misioneros como el célebre P. Tarín, la población masculina del campo levantino y meridional basculó progresivamente hacia posturas marginadas de la fe. En la Andalucía finisecular, la presencia de pegujaleros y pastores en la Iglesia llegó a ser un espectáculo casi insólito en numerosas localidades. La religión se transformaba en barrera social.

En el plano a que se acaba de aludir con más énfasis líneas arriba —el cultural—, las limitaciones de la labor acometida por clero y seglares se patentizan con nitidez. Aunque superior a la de los períodos precedentes, la formación impartida en las aulas de los seminarios fue casi exclusivamente humanística, sin sobrepasar, sino rara vez, la mediocridad característica hasta fechas muy cercanas. Salvo muy aisladas excepciones, el episcopado no comprendió la necesidad de establecer un gran organismo docente que impidiese la esterilidad o la atomización de los esfuerzos de las diferentes diócesis. El magno proyecto del P. Cámara de un Centro Eclesiástico de Estudios Superiores —primer paso hacia una futura Universidad Católica—no encontró apoyo entre sus compañeros de episcopado y defraudó, al materializarse en una institución de medianos vuelos, las esperanzas que en un principio despertara en los círculos más progresivos del sacerdocio . Debido también al predominio de una mentalidad corraleña en la jerarquía, el Colegio Romano, fundado por Manuel Domingo y Sol en la Ciudad Eterna como vivero de hornadas dirigentes del clero español, tardó largo tiempo en granjearse la confianza de considerables núcleos episcopales .

Asimismo, el catálogo de la producción bibliográfica de autores católicos de una discreta calidad intelectual se muestra sobremanera reducido. En sus obras resulta fácil percibir el eco de la inspiración extranjera, mayoritariamente francesa aún en la década 1875-85, para dejar paso, a partir de la última fecha, a los influjos venidos de los cuadrantes italianos. Si bien algunos publicistas echaron su cuarto a espadas en la encendida polémica de las relaciones entre ciencia y fe, la cuestión modernista no levantó salpicadura alguna en el calmoso mar de la cultura católica de la España de la Regencia.

Las relaciones entre los componentes del ordo clericalis no rebasaron los niveles de tiempos anteriores. El trato de sacerdotes y obispos no sufrió modificaciones sensibles, siguiendo hormado bajo los protocolarios cuando no rígidos moldes de la etapa isabelina. La extremada politización de unos y otros con sus secuelas escisionistas paralizó parte de las mejores energías y repercutió negativamente en la acción pastoral. Entrambos se resintieron también de la conducta privada de algunos eclesiásticos, cabezas de hogares a veces muy prolíficos. No obstante, pese a que ensayistas y novelistas hayan visto en el pernicioso ejemplo dado en pueblos y aldeas por los curas amancebados una de las causas fundamentales del proceso descristianizador de las esferas campesinas encuadradas en movimientos radicales, es éste un terreno todavía sin roturar por las necesarias investigaciones. A pesar de ello, se puede conjeturar que la falta de principios éticos de ciertos sacerdotes fue un ingrediente esencial del anticlericalismo del proletariado urbano e industrial.

Por vía de excepción, la inserción en el texto de la presente monografía de un pasaje de las vividas y nobles memorias de A. Pestaña nos pone en escalofriante contacto con dicha realidad: «Hombre práctico, quería “que su hijo no fuese un burro de trabajo como lo había sido él” —eran sus palabras—, y concibió la idea de hacerme estudiar para cura. Cierto que mi padre era deísta, naturalmente, como todo buen español de aquel tiempo; pero no creía en los curas, en la Iglesia, ni en los ritos que ésta imponía. Era un perfecto “volteriano”. Y si me quería hacer estudiar, era porque, como él solía decir, el cura era un oficio como el ser minero, albañil o carpintero. Aunque bastante más lucrativo. “Yo trabajo doce o trece horas para ganar catorce reales —sentenciaba—, y un cura, echando una bendición y diciendo unas palabras que nadie entiende, gana cinco duros. Esto es todo”»

Los numerosos eclesiásticos dedicados en las ciudades a actividades muy ajenas a su ministerio se convirtieron en inflamable recurso propagandístico, hábilmente explotado por demagogos, sin que la labor ejemplar de otros muchos acertara a contrarrestar esta crítica adversa.

Defectos semejantes a los citados se manifestarían los derivados de un fenómeno llamado a imprimir su huella sobre los destinos del catolicismo posterior. Las tormentas revolucionarias de la Interinidad introdujeron en la psicología colectiva del estamento eclesiástico un rasgo ya alumbrado tras la desamortización: la obsesión por el porvenir material. A lo largo del dilatado pontificado de León XIII, varias comunidades y órdenes desencadenaron una ofensiva en toda regla con el fin de asentar su existencia sobre firmes cimientos. Al tiempo que comercializaban preciadas confituras, refinados licores y acreditados fármacos y perfumes, producidos de tiempo inmemorial por ciertas congregaciones, diversas funciones desempeñadas en gran escala por el clero —como las docentes—, presentaban una notoria vertiente crematística. Sin duda, esta preocupación económica obedecía, en ancha medida, a un impulso de —a veces—comprensible defensa, surgido —no será ocioso repetir— del despojo de que los bienes eclesiásticos fueran víctima en el agitado sexenio 1868-1874. Empero, resulta también incuestionable que su frecuente hipertrofia desvirtuó el carácter más genuino de órdenes y comunidades y polarizó sobre ellas ásperas y lógicas críticas.

Guiados de un ostensible elitismo, los cuadros eclesiásticos se encaminaron, ante todo, a la reconquista espiritual de los núcleos dirigentes, cuya militancia católica devolvería al país el clima de otras épocas. Dicha táctica —cuya fácil crítica desde las perspectivas actuales adolecería en parte de evidente anacronismo— sustrajo a la Iglesia la adhesión de los incipientes sectores del obrerismo y del campesinado volcado a la acción revolucionaria.

Así, en el terreno de la pastoral urbana, el ejemplo de los suburbios es particularmente revelador de tal mentalidad. Obligada a enfrentarse con insuficientes efectivos a un campo misional engrandecido a compás del cuantioso aumento demográfico, la jerarquía optó por atender a las parroquias tradicionales o situadas en el centro de las ciudades, en lugar de construir otras nuevas en los barrios del extrarradio. Con ello la Iglesia abandonaba unas masas —las campesinas, que secularmente le habían sido fieles— en el instante mismo en que las campiñas expelían sin cesar contingentes emigratorios hacia los núcleos fabriles, en los que se necesitaba más que nunca la ayuda de sus consejeros habituales. Muy pocos prelados y sacerdotes se mostraron sensibles a la mutación que tal fenómeno operaba en las capas más profundas de la sociedad española, cuyos efectos incidirían con especial fuerza en su religiosidad.

Obsesionado con el fecundo proselitismo de las sociedades secretas y de las corrientes heterodoxas encarnadas en la Institución Libre de Enseñanza —cuya labor fue a todas luces magnificada por sus adversarios para ocultar sus propias limitaciones—, el catolicismo español se afanó sin tregua por contrarrestar su siembra 48. Resulta indisputable que con ello atendía a una parcela de siempre prioritario interés en la vida contemporánea, al paso que sintonizaba con las más apremiantes llamadas del papa Pecci. Pero el balance de la empresa fue, con importantes salvedades, negativo.

Es cierto que la amplia constelación de institutos de perfección implantados en el suelo hispánico a socaire del nebuloso artículo 29 del Concordato de 1851 controló, casi en su integridad, la enseñanza primaria y secundaria —sobre todo femenina—, como lo es también que la cosmovisión de la gran mayoría de las clases dirigentes estuvo moldeada por principios cristianos. Sin embargo, en los horizontes más críticos y trascendentes de la vida ideológica, la presencia de los católicos fue, en gran número de ocasiones, irrelevante y, en todo momento, desproporcionada a la magnitud de los recursos a su alcance. Sólo entre muy escasos de los más importantes pensadores, artistas y escritores del primer tercio del siglo XX puede observarse una mentalidad operativamente cristiana. Incluso parte no insignificante de los formados en centros religiosos, como Ortega y Gasset o Pérez de Ayala, fulminaron, tiempo adelante, severas requisitorias contra sus educadores, indudablemente los de más esmerada y actualizada cultura en el mundo eclesiástico finisecular.

Pese a que no es propósito de estas páginas trazar el sucinto resumen de las lacras del catolicismo español decimonónico, parece obligada desde las cotas dibujadas por el concilio Vaticano II la alusión —siquiera sea muy breve y, por tanto, deformadora— a su cerrazón hacia toda corriente ecumenista. Mientras que la postura antiprotestante se erigió en común denominador de la conducta de los fieles de la época, grupos muy compactos y personalidades de primer orden no se resignaron a considerar como irreversible la tolerancia religiosa sancionada por la Constitución de 1876. Al término del IV Congreso Católico de Burgos (agosto-septiembre 1899), la solemne y meditada declaración de los prelados participantes —más de una treintena— afirmaba: «Una vez más que nuestra aspiración constante es el restablecimiento de la unidad católica, gloria antes de nuestra patria, y cuya ruptura es origen de muchos males; declaramos asimismo que deploramos todos los errores condenados por el Vicario de Jesucristo en sus constituciones, encíclicas y alocuciones, especialmente los comprendidos en el Syllabus y todas las libertades de perdición hijas del llamado derecho nuevo o liberalismo, cuya aplicación al gobierno en nuestra patria es ocasión de tantos pecados, y nos condujo al borde del abismo».

Meses atrás, uno de los más cultivados miembros de la jerarquía, el prelado oriolense Juan Maura y Gelabert, pronunció en el Senado, con motivo de la ruptura de hostilidades entre Madrid y Washington, un vibrante y bíblico discurso al que pertenecen los siguientes párrafos: «Una nación de ayer, sin precedentes, sin historia ni abolengo, en cuyo improvisado escudo no campean otros timbres que los del vil metal y la fuerza bruta, faltando a todas las leyes de la dignidad y el decoro, y contra toda justicia y razón, ha declarado la guerra a la noble y valerosa España... España acepta el reto. España no teme ni vacila, porque va a la guerra con armas que no se improvisan ni se compran. Va a la guerra con el valor heredado de cien generaciones de héroes que con proverbial hidalguía y su serenidad y arrojo legendario, escribieron las páginas más gloriosas de la historia. España va a combatir por la injusticia y el derecho villanamente escarnecidos y pisoteados; y, vencedora o vencida, probará una vez más que sabe defender su honor, y que no se deja ultrajar impunemente».

3.

Los católicos ante la obra de la restauración

 

En efecto, la extremada politización fue el elemento esencial de la facies de la Iglesia española en el cruce de una a otra centuria, la causa de que sus energías no se canalizaran hacia objetivos enclavados en la más candente problemática nacional. El proceso disgregador atravesado por la conciencia española a lo largo del ochocientos halló en las luchas internas de los católicos un nuevo y capital jalón.

Erigido sobre el triunfo en una guerra civil y como solución de compromiso entre el sentir tradicional y las corrientes que en la anterior etapa pugnaron por la democratización del país, el régimen canovista se debatió siempre en el plano eclesiástico entre contradictorios impulsos. De un lado, la herencia de la «Gloriosa» era irrenunciable, mientras que de otro el sentimiento religioso vivenciado por el pueblo carlista, así como por gran mayoría de las masas en que se sustentaba la monarquía alfonsina, no podía ser desechado por sus gobernantes. Dentro de la más pura línea canovista, éstos desplegaron durante largo tiempo titánicos esfuerzos para que no se produjera un violento desequilibrio entre ambas tendencias.

Tal actitud enajenó a la Restauración, en sus inicios, el concurso de importantes sectores conservadores no englobados por la disciplina carlista. Su portavoz en la política madrileña, Alejandro Pidal y Mon, condenó en resonantes intervenciones parlamentarias el atentado que suponía contra el legado espiritual del pasado la tolerancia explicitada en el texto constitucional de 1876. Influido, no obstante, por las ideas colaboracionistas difundidas por su coterráneo Zeferino González, dentro de un minoritario pero influyente círculo de personalidades, la intransigencia de Pidal y Mon dio paso, con el transcurso del tiempo, a una postura menos beligerante hacia la obra religiosa de la monarquía de Sagunto, aspirando a su modificación mediante el nacimiento de una poderosa asociación de fieles, destinada a la acción pública. Así surgió en 1881 la Unión Católica, en la que militaron diversas figuras de la aristocracia y de las letras. Aunque auspiciada en su primera singladura por un considerable número de prelados, tuvo que hacer frente a la ruda hostilidad que la prensa y los medios ultra le declararon sin vacilación. Con el fin de dar a su asociación un alcance comparable al de los partidos católicos de los Países Bajos y de Alemania proyectándola decididamente en el terreno de la actuación política, Pidal y Mon buscó en las altas esferas vaticanas un apoyo que, prodigado verbalmente, se le regateó en la práctica. Hecho que, unido al desgaste derivado de la participación de su líder en el tercer gabinete de Cánovas, hirió de muerte al movimiento, imantador en otros días de grandes esperanzas de la intelectualidad católica.

Como es lógico, el carlismo representó otra de las banderas izadas desde el campo católico contra el ordenamiento religioso del sistema cano vista S8. De un cisma en sus huestes surgiría, en 1888, la última de las tres grandes ramas en que se encuadra el catolicismo español de la época: el integrismo, cuyos adeptos aspiran al «gobierno de Cristo», buscado a través de la «absoluta intransigencia con el error». En cualquier caso, su aparición en el horizonte nacional presagió el enconamiento de la ya enrarecida convivencia religiosa y la polarización del catolicismo hispano en cuestiones políticas. Las vicisitudes ulteriores patentizaron la exactitud de tales pronósticos. El dicterio y la incomprensión se convirtieron en la única moneda circulante en las relaciones  entre los diversos ambientes católicos, hasta el extremo de que desde algunos púlpitos se predicaron cruzadas de exterminio... Las fuerzas de choque de los bandos enfrentados tuvieron en algunas de las más relevantes órdenes religiosas excelentes y afanados estrategas. Las frecuentes y angustiadas intervenciones pontificias, la periódica celebración de Congresos católicos —«maniobras de otoño del ejército de la fe» (A. Pidal)—, las apelaciones a la moderación por parte de aisladas voces, así como otros medios dirigidos a la coexistencia, no dieron fruto destacable hasta los comienzos del siglo XX.

Igual resultado halló en las postrimerías del XIX la más clara e importante prefiguración de la democracia cristiana fundada algún tiempo después por don Angel Herrera. El tenaz empeño del arzobispo vallisoletano, cardenal Cascajares, por superar la división de los católicos mediante la reagrupación de sus fuerzas en una ilusionada empresa colectiva, concluyó en el más estrepitoso de los fracasos. Proyectado en dos fases el acceso al poder de las hasta entonces neutras o marginadas masas católicas, la operación se saldó negativamente. La primera etapa, cifrada en la adhesión del carlismo, no se vio favorecida por el éxito, al rechazar aquél el integrarse en un movimiento cuyos últimos fines dinásticos no quedaban suficientemente delineados. La segunda tentativa, basada en la creación de un potente partido católico en torno al general Polavieja, desembocó también en el fracaso, al carecer de la masa de maniobras requerida por un sistema, en el que la ley del número ocupaba un lugar esencial

4.

Una nueva ocasión perdida: la coyuntura canovista

 

En efecto, las ideas que inspiraron al sistema canovista facilitaban —cuando menos en el terreno de los principios— la formación de una fuerza política movida por las tendencias del catolicismo liberal. No obstante, la virulencia que desde el primer momento rodeó al ordenamiento religioso establecido por la Constitución de los notables, frustró tan sugestiva posibilidad. Incluso los sectores de la opinión católica que militaban en zonas alejadas del campo integrista no alcanzaron a comprender el paso de gigante que, cara a una más justa convivencia nacional, representaba el artículo 11 del texto de 1876.

Sólo cuando el estado alfonsino hubo enraizado en la vida nacional, el grupo aglutinado por Pidal en torno a la Unión Católica aspiró a establecer un diálogo con el «espíritu del siglo», si bien tímidamente y con recelo. Hostilizados acremente desde las filas del maximalismo católico, los pidalistas no llegaron nunca a deponer por completo sus armas frente al «nefasto liberalismo», motor de la obra canovista. Su ideal fue siempre el trasplante a los cuadrantes hispánicos del Zentrum, aunque este partido alemán había nacido como respuesta a una situación abismalmente alejada de la existente en España durante la primera época de la Restauración.

Por lo demás, los «mestizos» —como fueron llamados los pidalistas— se mostraron siempre más propensos al empleo táctico y al usufructo oportunista de la libertad que a la realización de su inmenso potencial cristiano. No debe tampoco olvidarse otro poderoso factor que concurrió igualmente a la débil impregnación del catolicismo alfonsino por el grupo pidalista. El elitismo de sus cuadros y el escaso eco que despertara su ideario en la jerarquía, le impidieron conectar con los sectores mesocráticos y convertirse en un movimiento de masas.

Las diversas tentativas, surgidas en los ambientes católicos a socaire de las instigaciones de León XIII, de crear asociaciones y partidos dentro de la legalidad vigente, no cristalizaron de igual modo en empresas  de envergadura alentadas por el ideario del catolicismo liberal 69. En la mente de sus propugnadores —los cardenales Cascajares, Sancha, Spínola—, tales agrupaciones no pasaron de ser meros instrumentos con los que desarticular desde dentro la maquinaria estatal, vista en gran medida como intrínseca enemiga de la fe 70. Con amargo acento, la jerarquía se lamentó en múltiples ocasiones del «sectarismo» del parlamentarismo canovista al impedir la elección de los obispos como diputados.

La onda integrista aparecida en el catolicismo hispano en los días de Pío IX se prolongó en la clerecía y fieles hasta las postrimerías del XIX, sin que el pontificado de León XIII supusiera realmente una solución de continuidad. Cuando se vislumbraban los primeros frutos de la ampliación de horizontes que, pese a todo, entrañó para la Iglesia española el gobierno del papa Pecci, la muerte de éste volvió a condenar al ostracismo a las actitudes aperturistas. El penoso desenlace de las negociaciones que en torno a la «ley del Candado» acometieron algunos católicos de tal significación, refrendó de forma espectacular la inviabilidad de sus posiciones en el catolicismo español de la Restauración.

El paralelismo con el fin del movimiento del «Le Sillón» se impone obligadamente. Pero en tanto la corriente encabezada por Marc Sangnier conocería un breve eclipse, si no como agrupación —desaparecida definitivamente—, sí como tendencia, los núcleos aislados que podían atisbarse en la España del primer decenio del siglo XX, afanosos de arrojar la simiente evangélica en el torrente de la vida de su tiempo, no dejaron descendencia inmediata, conociendo una franca ruptura en su progreso. La evolución de su sucedáneo iba pronto a evidenciarlo.

 

Capítulo III

LA IGLESIA HISPANICA EN EL PONTIFICADO DE PIO X

1.

La impronta autoritaria

 

No obstante lo aventurado que resulta expresar afirmaciones generales en un terreno no roturado por las indispensables investigaciones monográficas, cabe señalar que, pese a su brevedad, el pontificado de Pío X fue decisivo en los destinos del catolicismo español contemporáneo. En efecto: cuando se vislumbraban los primeros frutos de la ampliación de horizontes que entrañó para la Iglesia hispánica el gobierno del papa Pecci, la muerte de éste volvió a condenar al ostracismo a las actitudes aperturistas. La onda integrista aparecida en los días de Pío IX volvería a aflorar, a comienzos del siglo XX, con renovada pujanza en los meridianos españoles.

A pesar, según creemos, de su validez global para caracterizar las líneas maestras de la Iglesia hispana en el primer decenio del novecientos, los anteriores juicios obligan a establecer ciertos matices y salvedades, si se aspira a tocar fondo en el subsuelo más profundo del catolicismo de la época.

Ante todo, conviene reparar en que, como en el resto de la Iglesia, el influjo de las tendencias autoritarias se dejó sentir en la española de manera más preponderante en los años finales del pontificado del papa Sarto. Hecho al que la propia evolución de los acontecimientos peninsulares, en particular los lusitanos, no fue ajena.

Por otra parte, merece igualmente subrayarse la circunstancia de que las mencionadas corrientes se transparentasen de manera especial en los fenómenos ideológicos y políticos, sin que otros planos de la actividad de los católicos se viesen afectados de modo determinante por su curso.

Por último, y aunque sin pretender enumerar todos los factores que contribuirían a abocetar con algún viso de exhaustividad el marco integrista que encuadró predominantemente la acción del catolicismo español a comienzos de la actual centuria, tal vez no deba olvidarse la peculiar personalidad de Pío X. Menos intelectualizado y elitista que el catolicismo francés, el hispano no se había sentido particularmente atraído por la obra y la figura aristocrática de León XIII. La fronda episcopal que obstaculizó las exhortaciones prorrestauracionistas del Pontífice, sintetiza reveladoramente tal estado de ánimo, sin necesidad de recurrir a otros muchos testimonios —algunos de ellos pintorescos—, refrendadores de la afirmación explicitada. Junto con su carácter, los orígenes familiares, formación y carrera de su sucesor, el antiguo Patriarca de Venecia, le crearon, espontánea y masivamente, en anchos estratos del clero y fieles españoles un cálido sentimiento de simpatía. (La simple lectura de los artículos aparecidos en las revistas eclesiásticas españolas con motivo de su canonización pantetiza la supervivencia de tal sentimiento en la cristiandad hispánica, media centuria después.) Lógicamente, el Vaticano no dejó de capitalizar la referida admiración en provecho de la centripetación de las fuerzas eclesiales a que aspiraba.

El robustecimiento de la autoridad pontificia operado a socaire de la progresiva centralización romana, se acrecentó en el caso hispano por la reagrupación de las fuerzas confesionales, impuesta en los albores del reinado de Alfonso XIII por los acuciantes problemas que, al margen de sus posiciones políticas, solicitaban la atención de los católicos españoles: libertad de enseñanza, status jurídico de las congregaciones religiosas, etc.

Tal conjunto de elementos explica en considerable medida que el autoritarismo informase el despliegue de múltiples facetas del catolicismo hispánico a lo largo del tan debatido actualmente pontificado de Pío X '. No obstante, algunos de los escasos autores que se han ocupado tangencialmente del tema apuntan todavía otra influencia que incidió en el mencionado proceso. Sin la necesaria apoyatura documental, sostienen que la hipertrofia del principio de jerarquización se debió, en gran parte, al redoblamiento de la campaña anticlerical desencadenada al despuntar la centuria. Empero, como en otros episodios anteriores y posteriores del catolicismo español contemporáneo —nacimiento del polaviejismo, persecución antirreligiosa en los orígenes de la segunda República—, se presenta arriesgado, hoy por hoy, delimitar con exactitud la relación causa-efecto entre ambos fenómenos. Acaso «la reconquista espiritual», ambicionada por algunas esferas eclesiales, de parcelas de soberanía cada día más controvertida pudo excitar el proselitismo de unos sectores prestos al radicalismo.

A contrarrestar los objetivos de estos últimos se dedicaron los esfuerzos de Pío X y de su secretario de Estado en sus negociaciones con la Corona española. Ya en las primeras horas del pontificado, la quebradiza solución dada por Sagasta a la enconada cuestión del asociacionismo religioso quedó amenazada por la muerte del «Viejo Pastor» y la fogosa subida de Antonio Maura al poder. Los vectores eclesiásticos de la gestión del político mallorquín tendieron prioritariamente a llevar a buen puerto los azarosos contactos emprendidos desde 1901 en orden a la firma de un convenio concordatario entre Roma y Madrid, que diese solución a sus principales puntos de fricción. Firmado en junio de 1904, la caída de Maura, un semestre más tarde, impediría su consagración como ley del Estado.

El abandono del poder por el líder conservador no arrió la bandera anticlerical en extensos núcleos del partido liberal y de las fuerzas no integradas en la maquinaria de la Restauración. Frente a ello, recelosos ante los violentos derroteros por los que discurrían los antagonismos sociales, la mayoría de los católicos cerró filas, postergando las viejas querellas de sabor escolástico de las tesis y las hipótesis.

En torno a las elecciones municipales del otoño de 1905 tuvieron lugar las últimas escaramuzas de la empeñada contienda entre «liberales e integristas». La intervención personal del Papa, en febrero de 1906, zanjaría definitivamente el largo pleito a favor de los primeros.

Aquel mismo año, el movimiento de la Solidaridad catalana vino a reforzar esta nueva posición, al agrupar en un solo haz a la casi totalidad de los sectores políticos del Principado, sin distinción de convicciones religiosas. Desprovista de sólidas bases ha sido expuesta alguna vez la sugestiva hipótesis de que la adhesión de los católicos a la Solidaridad obedeció al deseo del Vaticano de crear dificultades al partido liberal, entonces en el poder, a fin de inducirle a una atenuación de sus exigencias respecto al porvenir de las comunidades religiosas. Aun sin desechar tal interpretación, no ofrece duda que la señalada experiencia catalana supuso —al menos en sus inicios— la apertura de un eficaz cauce para que, con olvido de la encendida «cuestión clerical», la actividad de los fíeles se encaminase hacia la potencialización de una labor genuinamente evangélica. Sin embargo, el pronto desmoronamiento de la Solidaridad, así como la nueva politización de extensos círculos confesionales que sintieron la tentación del poder durante el «gobierno largo» de Maura, añadirían otra página más al amplio capítulo de las grandes ocasiones perdidas por la Iglesia española en su pasado más reciente.

2.

Una experiencia sugestiva: las Ligas católicas

 

En los grandes jalones de la evolución de la cristiandad hispana de principios del siglo XX, tuvo una destacada participación un organismo cuyo nacimiento despertó numerosas esperanzas en los medios más receptivos de la clerecía y el laicado: las Juntas Católicas más comúnmente denominadas Ligas.

Inspirador en buena medida de su pensamiento fue el cardenal Sancha, piedra de escándalo de no pocos sacerdotes y fieles por haberse convertido en el más avisado y diligente ejecutor de las directrices leonianas cara a España. En la mente de su creador, el ya citado primado Sancha, las Ligas respondían, tras el fracaso del polaviejismo, al deseo de encontrar con urgencia un instrumento para llevar a cabo «la unión de los católicos». Ello explica el entusiasmo con que, poco antes de morir, León XIII aplaudiera la iniciativa del cardenal de Toledo, fraguada en los primeros meses de 1903 9. Alentadas repetidamente por Pío X, que las consideraba como el instrumento más idóneo para asegurar la presencia de los fíeles en la vida pública, las Juntas tuvieron un brioso inicio. Su prometedora singladura se frenó, no obstante, algo más tarde, a causa fundamentalmente de la imprecisión de sus principios.

Orilladas sus diferencias políticas, las miras de sus afiliados deberían converger en la defensa de la Iglesia, atacada corporativamente por una sistemática campaña de descrédito, orquestada a veces desde las más encumbradas esferas oficiales. Prescindiendo del hecho, nada despreciable, de la actitud en general amistosa del Estado alfonsino frente a la potestad espiritual, es difícil descartar la sospecha de que una concepción tan vigorosa de su esencia comprometiera más que ayudase a la Iglesia a la hora concreta de tomar posiciones.

Con todo, resulta indudable que las Ligas revolucionaron en estimable proporción el horizonte de la cristiandad española, a la que remozaron con fecunda savia. Múltiples iniciativas dinamizaron su cuerpo, sacudido en casi todas sus fibras. Mas sin demérito para sus afanes, hay que reconocer que éstos carecieron con frecuencia de verdadero aliento creador. Como en otros momentos de la Iglesia española moderna, la defensiva fue también en éste la táctica preferentemente empleada por los estrategas de la batalla contra «el nefasto laicismo», principal bestia negra de sus ataques.

Un ejemplo paradigmático de la actitud señalada se encuentra en el talante con que los grupos más vanguardistas de las Juntas se enfrentaron con el «apostolado de la prensa». En la densa atmósfera que singularizó el testimonio público del catolicismo español durante el pontificado del papa Sarto, el campo de la prensa no fue descuidado. Tras el primer Congreso de la «Buena Prensa», celebrado en Sevilla en 1904, la llamada del infatigable prelado López Peláez acabó por fructificar en una serie de instituciones consagradas al fomento de la confesional 14. Tanto el citado obispo de Jaca como el primado Mons. Aguirre, así como la plana mayor de los miembros de las Ligas, se plantearon, al filo de los años 10, la necesidad de unos órganos informativos animados de espíritu de empresa y afán competitivo. La realidad, empero, no se acomodó a sus ideales. Ni técnica ni temáticamente, los diarios confesionales admitieron comparación con los periódicos rectores de la opinión nacional. La prensa oficialmente católica no llegó a convertirse nunca en instrumento de presión ni influyó de manera decisiva en la marcha de las grandes formaciones políticas.

Por lo demás, sin negar la permeabilidad que ciertos estratos mesocráticos pudieran haber ofrecido al influjo de sus páginas, tal vez no sea temerario suponer que las ideas motoras de los rotativos católicos no encontraron ningún eco en los sectores marginados de la religión tradicional. La proliferación de la prensa anticlerical en los principales núcleos proletarios parece así atestiguarlo.

«Es dolorosísimo —confesaba el profesor barcelonés Nabot y Tomás, tal vez el seglar más concienciado en su época de la trascendencia apostólica del vehículo hemerográfico— que nuestros periódicos no puedan hacer más que ir pasando, siempre con pocos lectores y con modestísima información, y constantemente tengan que luchar con la falta de dinero, que no permite ni ediciones de propaganda, ni recompensar en lo más justo a los redactores y colaboradores, los más de los cuales apenas pueden vivir con el trabajo de su producto intelectual». El mismo publicista expresaba en otro lugar: «Decía muy elocuentemente el insigne polígrafo doctor López Peláez, obispo de Jaca, en una carta abierta a una merítisima revista, por desgracia desaparecida hace ya tiempo del estadio de la publicidad, que la prensa no ha de escribirse para sacerdotes, y el docto publicista Sr. Arboleya Martínez, presbítero, en su bien pensado libro El Clero y la Prensa, manifiesta que la prensa católica parece escrita sólo para el clero. A la prensa católica le falta el aspecto social, esto es, necesita ser eminentemente social para así popularizarse, y de esto son causa los escritores unas veces por no reunir las adecuadas condiciones que requiere el cargo de periodista... y otras por no querer amoldarse a las instrucciones y normas pontificias y episcopales, que incesantemente nos están marcando el camino que debemos seguir para adelantar en la acción católica, mostrándonos nosotros siempre reacios a sus exhortaciones y, naturalmente, resultando con tal proceder que nuestra acción jamás consigue extender su radio más allá del círculo de unos pocos millares de sacerdotes y gentes piadosas... «Aquí nos bastará consignar que no hace muchos meses un redactor de El Imparcial, de Madrid, nos decía que dicho periódico tiene una tirada de 70 a 80.000 ejemplares; El Liberal, de 90.000, y El Heraldo, de más de 100.000. Dichos números ciertamente son inferiores a las tiradas que alcanzan periódicos de la misma índole de los citados en el extranjero; pero, comparados con el número de ejemplares de los periódicos católicos españoles, dichas cifras son para confundirnos, El Correo Español de la corte imprime unos 21.000 ejemplares, y algunos miles menos imprimen los restantes periódicos católicos de la capital del reino. No hay que decir que los periódicos netamente católicos de las principales capitales de provincia no exceden mucho en sus ejemplares de 8 ó 10.000. Ahora bien, ¡qué de daños, qué de perjuicios morales no producen los centenares de miles de ejemplares de la prensa enemiga, e indiferente en materias religiosas, que diariamente, como la sangre del corazón, afluyen a los pueblos y a los hogares de España! También producen sus óptimos correspondientes efectos los buenos periódicos, pero cuán cierto es que el número de almas, el número de hogares que los recibe es muy inferior al de almas y al de hogares que dan paso a los primeros. Los buenos periódicos tienen campo más limitado que los que posee la impiedad. Los periódicos indiferentes, los periódicos impíos son más astutos, tienen más medios, son más atrevidos, y por esto han plantado su bandera en pueblos y ciudades, por esto apenas hay risco que no hayan dominado, ni valle, ni monte, ni río que no hayan traspasado. En tanto, los nuestros sin recursos, con pocos apóstoles, con pocos soldados de combate, tienen que hacer esfuerzos inauditos para conquistar un palmo de tierra y tienen que desarrollar cruentos trabajos y sacrificios para defender las posiciones alcanzadas. ¡Cuánto debieran hacernos meditar las consideraciones escritas anteriormente! Meditemos serenamente sobre el poder de la prensa y apreciando la obra destructora de la mala, aprestémonos con decisión a desarrollar la netamente católica, para que con ella consigamos devolver a nuestra patria los laureles perdidos, y a las almas la fe decaída, impidiendo de paso que tan excelsa joya se arranque del corazón de cuantos aún la conservan intacta por la divina misericordia».

Cita inusual por su dimensión antipreceptiva, pero que transparenta meridianamente el escaso y desmañado empleo por los católicos del novecientos del instrumental de los mass media. Su fuera de juego en esta y en otras parcelas decisivas del tejido más vivo de su tiempo ahorran comentarios sobre su reducida efectividad a la hora de poner en marcha decisiones socialmente creadoras.

Aunque el ejemplo sea más limitado que el expuesto anteriormente, la Semana Trágica barcelonesa mostró, de igual modo, la estrechez de radio de gran parte del apostolado de las Juntas y comunidades religiosas. En la Ciudad Condal, su esfuerzo en pro de la elevación cultural de las clases obreras consiguió en la primera fase del reinado de Alfonso XIII un considerable nivel. No obstante, fue precisamente en los barrios populares en que dicha docencia era más pujante, donde las ráfagas de la revuelta adquirieron mayores proporciones.

Evidentemente, los lamentables eventos estuvieron lejos de simbolizar un «juicio de Dios», como alguna prensa anticlerical manifestó. En ésta, como en otras ocasiones parecidas, la vox populi no fue vox Dei; ni siquiera fue representativa de un sentir unánime. Pero tan claro como ello, resulta, sin duda, lo mucho que de acusación desgarradora tuvo el acontecimiento para la conciencia cristiana del país y, sobre todo, para sus cuadros dirigentes. Su catequesis, sus métodos de apostolado, los canales de transmisión de sus energías y afanes, su visión de la sociedad que le circundaba, todo quedaba sometido a un severo entredicho. Tan clamorosa como la reacción primera, fue luego la debilidad de la respuesta posterior.

3.

La «Ley del Candado»

 

Los sucesos barceloneses del verano de 1909, al tiempo que obligaban a los católicos más alertados a un hondo examen de conciencia sobre sus responsabilidades sociales, prestaron nuevas alas al prolongado litigio concordatario entre la Santa Sede y la Corona española. La más resuelta virulencia imperaba, al comenzar 1910, en la cuestión religiosa, a causa, sobre todo, de una opinión pública hiperestésica por los acontecimientos del otoño anterior.

En febrero del citado año, Canalejas se hacía cargo del poder. El problema religioso constituía el punto axial de su poética, de cuya favorable solución, sobre la base de la supremacía civil, dependía en gran parte la duración y viabilidad de su ministerio 21. En la prosecución de tal objetivo acometió sin tardanza unas prometedoras negociaciones con el Vaticano, que desembocarían poco después en un punto muerto, ante la irreductible defensa por Roma de su soberanía total en materia disciplinar.

Ante ello, el estadista ferrolano decidía pasar de manera resuelta a la ofensiva, con la publicación, entre otras, de la famosa «Ley del Candado» (24-12-1910). En virtud de su articulado se prohibía la residencia en el país de nuevas órdenes religiosas por espacio de dos años sin autorización del Ministerio de Gracia y Justicia. La denegación del permiso sería automática cuando más de un tercio de la orden o congregación en cuestión estuviera compuesto de extranjero.

El triunfo del gobierno, como sabía y tal vez quiso el propio Canalejas, fue más aparente que real, pues el número de institutos religiosos establecidos en la nación era muy crecido y bastaba para subvenir las necesidades docentes de los fíeles. Pese a todo, el primer ministro fue objeto de incalificables ataques desde las páginas de ciertas publicaciones católicas, así como en los mítines y manifestaciones organizados como protesta a su política por algunos prelados y entidades confesionales.

Rotas las relaciones con Roma, su restablecimiento era un hecho al iniciarse 1913, sobre la base de que en el plazo de dos años toda nueva fundación debería hacerse previa solicitud de permiso a Madrid por la Santa Sede.

La aspereza de la controversia religiosa levantada en torno a la «Ley del Candado» dejó ver las débiles bases culturales sobre las que descansaba la cristiandad hispánica. Anclada en unos parámetros ideológicos superados por las corrientes dominantes en la Europa de la «belle époque», sus esfuerzos por ser fiel a su tiempo fueron, en conjunto, dispersos y esporádicos.

Quizá, como a fines del XIX, la raíz más honda de tal desfasamiento deba buscarse en la mediocridad de la formación del clero. A despecho de ciertas modificaciones en el plan de estudio de algunos seminarios, ni su bagaje doctrinal ni su extracción social variaron respecto a los del pontificado precedente. Un solo ejemplo, aunque significativo, acaso ahorre un detallado catálogo de pruebas. La batahola provocada por la condenación del modernismo apenas si despertó comentario alguno en las publicaciones eclesiásticas españolas 27. La ostensible expansión cuantitativa de estas últimas careció en términos sumarios, de la necesaria adaptación de su temática, tipografía y lenguaje para difundir, con fidelidad a su época, el mensaje de Cristo. Los índices de las revistas más prestigiosas siguieron, de ordinario, conservando el aire intemporal y abstractizante que las ha distinguido hasta fechas muy cercanas 28. A su vez, las necesidades y gustos del hombre moderno tampoco lograban romper en los órganos informativos destinados al gran público la costra de una retórica empedrada de adjetivos nostálgicos o denigratorios.

No faltaron, también en este área, afanes por desatascar la cultura eclesiástica del empantanamiento en que, en no pocos aspectos, se hallaba sumida. Pero tardarían en imprimir su ritmo renovador sobre algunas dimensiones del pensamiento católico, alejado en su proyección estrictamente clerical de brisas renovadoras.

En una España en la que, en contraste con su retraso socioeconómico, las letras conocían momentos cenitales —el «siglo de plata» de que hablaba Gregorio Marañón—, los tonos grisáceos de la cultura católica resaltaban aún más la brillantez de la labor de los hombres del 58 y de la generación de 1913.

4.

 Los últimos ecos: la democracia cristiana

 

Desprendida en parte del tronco del catolicismo liberal, la democracia cristiana en su encarnación hispana presentó en su itinerario inicial escasas huellas de su primitiva filiación. La apelación a la protección de la autoridad civil para el ejercicio del credo y culto católicos, la clericalización más o menos velada del apostolado laical, la añoranza del tiempo ido, predominaron de una forma u otra en su teoría y en su praxis.

Es decir, su hipoteca conservadora y su reducida ambición le impidieron remover a fondo las aguas estancadas del catolicismo de la época. Sus líderes tuvieron en todo momento un santo horror a los excesos, plausible en sí, pero tal vez desacertado en un movimiento naciente y urgido con cierto aire mesiánico. Sin encontrar su ubicación exacta en el conglomerado de las fuerzas confesionales, sin insuflar a los sectores adormecidos una «mística» como la que pretendiera Sangnier en Francia y sin una teoría política agresiva y con mordiente a la manera de los «popolari» italianos, la versión hispana de la democracia cristiana no pasó de ser en su primera navegación una ejemplar cruzada de ciudadanía cristiana, alejada de los característicos extremismos ibéricos, y a merced muchas veces de inconfesables manipulaciones oligárquicas, como lo fuera también su homónima belga. Sin duda, su indefinición doctrinal y la angostura de horizontes de sus disciplinados cuadros contribuyeron a ello en amplia, pero no exclusiva medida. El alanceamiento de su etapa inaugural frisaría, empero, en la injusticia si no se recordara las múltiples limitaciones de la materia prima sobre la que se depositó su siembra, siempre ilusionada. Factor que debió coadyugar decisivamente a que sus militantes cultivasen con preferencia el campo social no exento de peligros y escándalo para algunos estamentos, pero, a fin de cuentas, menos comprometido que el ideológico. Sólo clarificando definitivamente la postura del catolicismo hispano ante la cultura vivificadora de la contemporaneidad, la acción de sus miembros podía alcanzar auténtica virtualidad operativa. Tema planteado desde las primeras tentativas por aclimatar en España el catolicismo liberal, y al que la democracia cristiana siguió sin dar respuesta válida.

En tiempos de la segunda República, la democracia cristiana se revistió de formas más en sintonía con las necesidades de la hora histórica. El yunque de un zafio y energuménico anticlericalismo obligó a subrayar en su acción aspectos hasta entonces larvados de su doctrina, y ahora fundamentales para el encauzamiento de la convivencia nacional y el dinamismo de su fe. Merced en parte al influjo de Maritain, la accidentalidad de las formas de gobierno, la aceptación sin reservas de la tolerancia religiosa, así como del sindicalismo único, se abrieron paso entre un no muy extenso, pero sí activo sector de los católicos españoles.

Pese a ello, el lastre de indisimulables prevenciones hacia «el mundo moderno» que acompañara al movimiento desde su gestación, su inclinación a la teoría del «mal menor», la ganga regresiva acumulada por sus contactos y alianzas con sectores de clara filiación ultra, maniató sus mejores energías y obstruyó el fermento de su levadura en las masas confesionales. Su decidida —y destacada— participación política en el bienio gilrroblista acumuló mayor peso muerto en su andadura, sin que ni por un instante quepa aceptar las tesis desprovistas de fundamento que sobre la CEDA mantienen los apresurados historiadores que la sitúan en la cima más profunda del reaccionarismo, no puede ocultarse que jugó a todo trapo la carta del más craso posibilismo; distanciándose así, por ejemplo, de su espejo y modelo italiano, sometido entonces al catacumbismo por preservar las esencias genuinas de su credo 36. Todo lo cual matiza —a veces incluso hasta la delicuescencia— la consideración de la democracia cristiana española como un epígono del catolicismo liberal o una fuerza análoga o equiparable.

Poco después, la guerra civil trazó nuevas rutas a los destinos del catolicismo nacional. Por ellas discurrirían hasta el pontificado de Juan XXIII afanes llenos de empuje e ilusión, pero en general anacrónicos en sus planteamientos pastorales. El pasado despertó en ellos más preocupación que el fortalecimiento de las semillas del futuro.

Tras este apresurado y asaz incompleto recorrido por la trayectoria de la religiosidad hispana contemporánea, una constatación se impone sin esfuerzo: la hora del catolicismo liberal no llegó a sonar nunca con plenitud en el reloj de la Iglesia española.

 

Capítulo IV

PANORAMICA DE LA IGLESIA ESPAÑOLA DESDE 1914 HASTA 1931

1.

El advenimiento de Benedicto XV: simpatía y esperanza

 

Comparado con los anteriores, el breve pontificado de Benedicto XV se singulariza en la historia del catolicismo español contemporáneo por dos notas: la acusada distensión en las relaciones Iglesia-Estado y la proyección de la temática social a un plano destacado en las preocupaciones de considerables sectores del clero y fieles. Sin duda, estos rasgos —de manera especial el último— acusan un perfil de modernidad que, por desdicha, no llegó a consolidarse.

«... En esta disposición de ánimo siguió viviendo la Iglesia española los años que van de 1914 al advenimiento de la segunda República. Ni en su actuación pastoral ni en la reflexión doctrinal sobre sí misma aparecen cambios con suficiente calado nacional como para decir que la Iglesia evolucionaba. Hoy era una huelga general revolucionaria y mañana se consagraba el país al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles. Ahora se tributa un homenaje popular fervoroso al prelado de la diócesis y a continuación se lanzaban contra él los más graves insultos desde las páginas de la prensa enemiga, o incluso se le hacía víctima de un atentado criminal, como sucedió en Zaragoza» .

No obstante la extremada popularidad de su predecesor, el advenimiento del papa Della Chiesa fue saludado con aplausos por círculos cualificados de la jerarquía y el laicado. Tanto los políticos, afanados en la búsqueda de cauces de armónica convivencia entre las dos potestades, como los prelados y seglares, atraídos por el afianzamiento de los atisbos sociales despuntados en los años anteriores en esferas reducidas, encontraron robustecidas sus opciones con dicho acontecimiento. También la masa de los fieles se sintió halagada en sus sentimientos con la elección del primer y único pontífice de la Edad Contemporánea con parte de su carrera transcurrida en España, por la que sentía fuerte simpatía.

Pronto los raviones de la Gran Guerra pondrían a prueba esta actitud de la opinión pública católica hacia el Papa. En pleno clímax de la contienda, cuando Italia adoptaba la beligerancia en contra de sus antiguos aliados, el episcopado hispano, con respaldo de sus fieles, ofrecería su cordial hospitalidad a Benedicto XV en caso de que los eventos le obligasen a abandonar Roma: «... La católica España se consideraría feliz con poderos proporcionar un asilo, modesto si se quiere, pero hidalgo y generoso. Si vuestros ojos se volviesen a la patria de Recaredo y San Fernando, aceptando estos ofrecimientos, España recibiría de rodillas al Padre amadísimo y venerado y en la devoción y alegría de vuestros hijos, al prestaros sus obsequios, hallaría por ventura algún consuelo el pecho atribulado de Vuestra Santidad» .

2.

Las insuficiencias del catolicismo militante

 

El texto citado ofrece un testimonio revelador de los obstáculos que debía superar el catolicismo hispano cara a un programa de actualización en mentalidades y posturas. Bajo el patrocinio y, seguramente, la inspiración directa del prelado más avanzado e innovador de todo el cuerpo episcopal, el primado Guisasola, el desfase de su contenido corre parejo con el anacronismo de su lenguaje. Al presentarse sobremanera fácil una antología de igual índole, no cabe atribuir su valor testimonial a mero azar.

En efecto, hombres, instituciones y conductas no podían transmutarse por arte de encantamiento. El poder real, los auténticos centros de decisión del catolicismo español estuvieron ocupados a lo largo de 1914-1922 por idénticas fuerzas que a comienzos de siglo. Los seminarios conservaron sus directrices pedagógicas; las órdenes y congregaciones prevalentes al inaugurarse la centuria mantuvieron su prestigio; el escaso sostén financiero de sus actividades —sería más exacto decir que el único: el del marqués de Comillas y, en menor medida, el del núcleo alto burgués bilbaíno— no experimentó tampoco variación, y, en fin, los medios de expresión con que se operaba su presencia en la sociedad civil continuaron anclados en actitudes no diferenciadas sustancialmente a las de años atrás. He aquí, verbi gracia, lo que escribe respecto a una región clave en la marcha del catolicismo hispano del novecientos: «Junto a estas fuerzas, etiquetables con facilidad por hallarse encuadradas en organizaciones políticas bien definidas o por simpatizar abiertamente con ellas, apoyándolas con más o menos constancia, surge otra, cada vez más importante, nacida del integrismo pero que no tarda en seguir rumbos propios sin atenerse a disciplina política alguna, y dispensando sus favores a uno u otro partido, a uno u otro candidato, según la coyuntura. Llamar a esta fuerza «los católicos independientes», quizá sea poco exacto, pero servirá al menos para entendernos, lector, y para identificarnos. Su peso, importantísimo en Vasconia, se debe a diversos factores, entre los cuales citaré: la fuerza de la tradición carlista en ciudadanos que, negándose a optar por una tendencia política de las que se repartían la herencia del carlismo, seguían dando prioridad a los principios básicos del ideario tradicionalista (entendido este adjetivo en su más amplia acepción, de modo que venía en la práctica a ser un tradicionalismo en revisión incesante); el prestigio y el ascendiente del clero, muy grande en la burguesía pequeña y media, y —por supuesto— en los ambientes rurales; el extraordinario florecimiento de la enseñanza católica, que constituye una de las características más llamativas de la España de la Restauración, y gracias al cual el viejo catolicismo se robusteció al dejar de ser rutinario, formalista y supersticioso y al ceder el puesto a una religiosidad más ilustrada, más consciente y mejor preparada para enfrentarse con la sociedad moderna. El papel desempeñado en este punto por los jesuítas, grande en todos los países, fue enorme en la Vasconia española, a través de las universidades de Deusto, los colegios secundarios de Bilbao, San Sebastián, Orduña, Tudela; los conventos y las casas de ejercicios de Bilbao, San Sebastián, Pamplona, Vitoria, Durango, Javier y, sobre todo, Loyola...»

Es manifiesto que en años de relativa aceleración del ritmo del país los factores favorables al cambio actuaron sobre este cuerpo social proclive al predominio de los elementos inerciales, pero la decantación de su labor fue escasa. Contribuyó a ello de modo particular la conservación arriscada de las posiciones de privilegio mantenidas por extensos núcleos católicos en la actividad nacional. Como sucede con frecuencia inusitada en la historia de la iglesia española contemporánea, el mundo de la enseñanza presenta al respecto un ejemplo elocuente. Una red inextricable de intereses opondría invencible resistencia a todos los intentos reformistas desplegados desde el Ministerio de Educación en las etapas en que su cartera estuvo regida por los liberales. Campañas tenebrosas de logias y sectas, criminal pasividad de las autoridades y olvido de las tradiciones patrias por minorías desarraigadas siguieron siendo cómodos recursos, para ocultar lacras propias.

Con un ascendiente y presencia aún muy poderosos en la cultura y vida nacionales, servida por unos cuadros eclesiásticos no del todo insuficientes —un sacerdote por cada 613 almas en 1920— y dueña de considerables recursos económicos y sociales, la Iglesia podía aspirar a un liderazgo efectivo de no pocas facetas de la España del momento. No fue así. Apenas se profundiza en manifestaciones claves de su existencia, se contrasta la ausencia de vitalidad y el predominio de fórmulas y factores convencionales. Los juicios de los más renombrados misioneros delatan la existencia de verdaderas zonas de misión en el campo, pretendido baluarte de la religión tradicional. A su vez, el espectacular desarrollo cuantitativo de la «buena prensa» no logra nunca el lógico correlato de convertir a la publicística profesional en influyente medio de información; el vasto aparato pedagógico eclesial no conseguirá frutos proporcionados a su extensión. Las formaciones laicales —en primer término, la Acción Católica— no consiguen traspasar las fronteras del elitismo. La piedad popular discurre por roderas tradicionales, sin abrirse a nuevas perspectivas. En numerosos ámbitos, la levadura cristiana parece más alejada que nunca de poder aspirar a transformar evangélicamente unas estructuras en las que la secularización adquiere siempre un tinte de franco distanciamiento de las corrientes espirituales representadas por la Iglesia.

Por ser la parcela menos desconocida del muy ignorado catolicismo de la época, la referencia a la toma de posiciones de su opinión pública —tan exigua e imprecisamente caracterizada aún desde todos los ángulos— frente a las cuestiones de mayor eco en la España del entonces proporcionará acaso algunas pruebas de lo acabado de exponer. En un período tan colmado de sucesos de larga onda, esta opinión mostró escasas dimensiones. En tanto que su radio de interés fue a menudo exclusivamente nacional e incluso corraleño, su talante se tiñó con frecuencia de puro negativismo. No quisiéramos forzar la argumentación para cimentar la tesis subyacente a toda esta escueta panorámica, pero documentos y posturas rivalizan en testimoniar a su favor. Como es obvio, dicha tónica conoció su más sobresaliente excepción respecto a la posición adoptada cara a los bandos enfrentados en la «Gran Guerra».

Juicio confirmado —aparte de numerosos otros de igual género—,por el de un sacerdote intelectual muy representativo de la clerecía española: «Altrament, en aquells temps, trobar un capellá que no fos germanófil era cosa més rara que trobar una ermita de Sant Jordi. La clerecía ha tingut en tots temps una debilitat per Alemania». A su vez el testimonio de un filólogo germanófilo es el corroborado por otro aliadófilo: «Era aquella una época en la que España estaba dividida entre aliadófilos y germanófilos, y Aguilar y yo [Marcel Bataillón] mirábamos irónicamente a los sacerdotes que entraban con aires misteriosos en el edificio de El Correo de Andalucía, el periódico conservador y germanófilo de Sevilla». Simpatizante, como queda dicho, en general de la causa germana —recordemos, empero, la excepción de Maura—, la opinión católica se compactó cara al triunfo de los soviets en el otoño del 17. En el primer punto, esto es, en su actitud hacia los imperios centrales, la reducida información acerca del tema muestra que tal postura respondió más al arraigo de un difuso credo autoritario antiliberal que a una precisa formulación doctrinal y, sobre todo, a la defensa de intereses reales de la comunidad española. En plena escisión jaimista, el ejemplo del carlismo es bien claro al respecto. La permanencia de los prejuicios sobre los regímenes «masónicos» de Francia e Italia primó a la hora de mostrar las simpatías hacia los contendientes, con flagrante olvido de que naciones como Bélgica eran arrolladas por un país protestante, con un esquema de valores muy diferente en el plano teórico al de la catolicidad española. En todo caso, el tema requiere un análisis detallado, atento a una multitud de aspectos dignos de atención y hasta el momento desconocidos. Así, por ejemplo, sería dé suma importancia reconstruir la línea trazada o aconsejada al episcopado por el nuncio Rangonesi. De todos modos, el episcopado como bloque no adoptó nunca una militancia en pro de uno de los beligerantes y se manifestó partidario a todo trance de conservar la neutralidad adoptada por el primer gobierno Dato y continuada después por los ulteriores gabinetes.

Igualmente y a pesar de la enorme trascendencia de la materia, no se ha publicado aún ningún trabajo acerca del reflejo de la caída del zarismo en la prensa confesional. De una manera tangencial, el trabajo de Alfonso Lazo sobre el impacto de la Revolución rusa en ciertos sectores de la sociedad española señala cómo el portavoz de una gran parte del catolicismo de temple burgués —el diario madrileño ABC— puso particular cuidado en extrapolar el revisionismo social de los bolcheviques al plano netamente ideológico, identificando la resistencia al comunismo con la permanencia de la civilización cristiana y otros tópicos de la misma índole. (Datos ulteriores comprueban la ancha audiencia adquirida por la versión del diario madrileño en la prensa confesional, cuyo planteamiento antileninista tal vez ayudó a conformar.)

De entre las anchas y angustiosas problemáticas cernidas sobre el catolicismo europeo al abrirse el capítulo de la posguerra, la que imantó con mayor fijeza la preocupación de los círculos hispanos más cualificados fue la italiana; planteada en términos de decidido abandono de las viejas posiciones cimentadas en el non possumus cuarteadas ahora irremisiblemente. En especial los esfuerzos de Luigi Sturzo para hacer de los popolari el eje de la política de aquella península, convirtiendo su partido en un movimiento de masas, seduciría, como veremos, a los miembros de la naciente democracia cristiana, con indisimulables miras de trasplantar un día a España su triunfante estrategia.

Fuera del Viejo Continente, el curso de la primera gran revolución del siglo xx, la mejicana, fue seguido con atención relativamente pormenorizada por la prensa y los órganos de opinión católica, aunque el interés despertado por su primera fase decaería ahora, sin que la misma Constitución de 1917 reforzase la expectación, centrada a menudo en detalles anecdóticos.

3.

Los problemas nacionales. Marruecos y la crisis de la monarquía alfonsina. El regionalismo

 

En una vertiente nacional, junto con la agonía del parlamentarismo canovista y la escalada de los antagonismos clasistas, fue sin duda el problema marroquí el que movilizó con más hondura la conciencia y las fuerzas católicas. En todas estas cuestiones, la inexistencia de un sólido pluralismo no se compensó con la potencia que suele acompañar a las actitudes polarizadas. Un comentarista de la época actual, R. La Cierva, ha observado la ausencia de cualquier referencia eclesial en la crisis del 17, índice significativo y sorprendente del marginamiento del catolicismo de las grandes conturbaciones del país, imprevisible un lustro atrás 16. No obstante, la formación del grupo inicial de la democracia cristiana en julio de 1919 obedeció en buena medida a la clara visión que del irremediable desmoronamiento del Estado restauracionista tuvieron algunos de sus integrantes. Estos intentaron así coronar de modo efectivo la naufragada empresa del polaviejismo, conscientes del papel que podía representar en el juego político de la nación un gran partido confesional de corte moderno. La reactivación de la lucha marroquí en 1920 y sus inmediatos efectos ralentizaron la plasmación de dichos afanes, que volverían, sin embargo, a cobrar nuevos vuelos poco más tarde.

Respecto a la cuestión africana, la historiografía eclesiástica carece de cualquier monografía acerca de la actuación de los católicos en este terreno. El reducido material acervado por el autor de las presentes páginas testimonia que la jerarquía procuró restañar las heridas provocadas por la contienda, sin olvidar el reforzamiento del edificio monárquico, resquebrajado por las sacudidas de Annual. En algunos de sus componentes sorprende incluso el enfoque de las motivaciones bélicas de su patria, en todo semejante al del chauvinismo a ultranza expresado por varios prelados a raíz del desencadenamiento de la lucha hispano-norteamericana en 1898. El tiempo y la actitud del Pontífice reinante no ejercieron, pues, un positivo ejemplo en el talante del episcopado, tan proclive siempre a las cruzadas de fe.

En un área casi exclusivamente eclesiástica, la crecida del regionalismo adquirió muy altas notas. Bien que en 1917 lograra ocupar los primeros escaños en el Congreso, el nacionalismo vasco no contaba aún con el decidido apoyo de sectores eclesiásticos poderosos e influyentes. De ahí que fuera Cataluña donde las corrientes moderadas de su regionalismo siguieran el impulso ascendente entre el clero, ensanchando notablemente su caudal entre 1914-1922. A socaire del peso casi hegemónico detentado por el Principado en la vida socioeconómica del país y de la teoría de las nacionalidades mantenida por los vencedores de la Gran Guerra, la clerecía catalana afianzó su crédito ideológico en dicha región, convirtiéndose de paso en el más importante grupo de presión dentro de la Iglesia nacional. Sólo como elemento táctico ante los débiles gobiernos madrileños puede interpretarse la queja expresada por Prat de la Riba en el famoso manifiesto de la España Grande: «Nosaltres, des d’aquei xa Catalunya que no pot teñir ministres ni generáis i quasi ni bisbes...» Tras la muerte de Antolín López Peláez, la archidiócesis tarraconense volvía a ser ocupada por un coterráneo, al tiempo que numerosas diócesis en todo el territorio español estaban regidas por catalanes. Ni siquiera con la muerte de Torras i Bagés —1916— perdió fuerza el movimiento, ante el cual la única victoria conseguida por Madrid sería el envío a Cataluña de buen número de prelados valencianos. En 1921, con la elevación al cardenalato del primer arzobispo de Tarragona que alcanzó tal dignidad en los tiempos modernos, el catalanismo eclesiástico llegaba a su vértice. Con una política bien dosificada y mejor servida, la jerarquía y sacerdocio del Principado conservaron, en parte, en su redil a un movimiento del que tan decisivos parteros fueran medio siglo atrás. El camino abierto por su conducta ¿constituía un ejemplo a imitar o un modelo negativo, de clericalismo más o menos disfrazado? Su control de algunas orientaciones del catalanismo, ¿era el resultado de una positiva asunción de los valores temporales o un abandono del mensaje universalista del cristianismo, del que las oleadas crecientes del proletariado emigrado a la región se apartaba de forma cada día más ostensible? Dilema difícil que la Iglesia catalana, pese a la lección de la Semana Trágica, no acertó nunca a resolver en las escasas ocasiones en que sus más caracterizados miembros se lo formularon. Sin embargo, la paradoja era demasiado llamativa como para poder ocultarla. En la porción del país más descristianizada a nivel de masas populares, el ascendiente de una iglesia dotada de los mejores cuadros peninsulares se eregía en guía de la empresa más sentida por la población autóctona. Una generación posterior pondría al descubierto la artificialidad de un nacionalismo alimentado en buena medida por una ideología pararreligiosa.

 

 

 

 

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