HISTORIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.La Iglesia en la España contemporánea (1808-1975).
TERCERA PARTE. LA REVOLUCIÓN BURGUESA
(1868-74)
Por Vicente Cárcel Ortí
Capítulo I
LA «GLORIOSA» DE 1868
1.
La Santa Sede y la revolución
La revolución de 1868 sometió a la Iglesia
española a una dura prueba, ya que por vez primera tuvo que enfrentarse con
movimientos nuevos como el socialismo y el republicanismo, que pudieron
organizarse y consolidarse gracias a la estabilidad del sistema liberal
burgués. La revolución era deseada por unos y temida por otros. Los
últimos años del reinado de Isabel II mostraron la incapacidad del
régimen para mantener una política que resolviera las crecientes
exigencias de la nueva sociedad española, que seguía con sensible retraso
los esquemas socio-económicos de los países europeos más avanzados. La funesta
conducta de los últimos gabinetes isabelinos contribuyó a precipitar
la situación, que se había agravado desde 1865 con motivo de los
sucesos madrileños de la noche de San Daniel. Los tumultos ocurridos en
Granada y Barcelona durante la primavera de 1868 y el malestar general que
reinaba en el país indican el clima social en las postrimerías de Isabel II.
A estos sucesos hay que añadir la desaparición de los dos políticos más
eminentes del momento. O’Donnell falleció el 5 de noviembre de 1867 en su
destierro voluntario de Biarritz, Narváez murió en Madrid el 23 de abril
de 1868. En Roma fue particularmente sentida la muerte del general
moderado, porque había sido uno de los defensores de la «buena causa». La
presencia de Barili en los funerales de Narváez fue
el postrer homenaje que la Iglesia rindió al hombre que había sentado las
bases para su reconciliación con el Estado. Pero el nombramiento de González
Bravo para la jefatura del Gobierno fue desacertado, y el mismo nuncio Barili, cuyas tendencias conservadoras y simpatías por
actitudes inmovilistas habían quedado ampliamente demostradas en numerosas
ocasiones, trazó perfectamente las características del nuevo equipo
ministerial.
«Será —decía el nuncio— un Gobierno de fuerza y de
justa represión contra los conatos revolucionarios, será defensor constante y
enérgico de los grandes intereses que constituyen la esencia de la
nacionalidad española; tratará de unir a cuantos manifiesten sinceramente su
adhesión al trono, a las tradiciones religiosas y a las instituciones fundamentales
del Estado. Sin embargo —concluía Barili—, los
hechos demostrarán hasta qué punto pueden cumplirse estas promesas, porque
todos dudan de la estabilidad de este Gabinete, que tiene minada su base por el
grave problema económico».
Los historiadores reconocen unánimemente que la
designación de González Bravo fue un error. Sus métodos policíacos, el
recrudecimiento de la censura y de la represión a todos los niveles, crearon
entre el pueblo y el ejército una antipatía general hacia el Gobierno. En
estas circunstancias llegó a Madrid, en mayo de 1868, el nuevo nuncio Alessandro Franchi (1819-78), que sucedía a Barili,
creado cardenal dos meses antes. Las relaciones de la Iglesia con el
Estado español eran en ese momento tan normales, que al nuevo representante
pontificio no se le dieron instrucciones particulares. Se le encomendó
sencillamente, usando una fórmula vaga, que «sostuviese y promoviese con
habilidad y con celo los intereses de la Iglesia», ya que tras el bienio
progresista (1854-56) no había habido conflictos de relieve gracias a la
moderación de los gobiernos liberales presididos por Narváez y por
O’Donnell. El incidente del Syllabus no llegó a turbar la armonía
existente entre la corte de Madrid y la curia romana. El concordato de
1851 seguía aplicándose con gran lentitud, y aunque el nuevo nuncio debía
conseguir su ejecución completa, sin embargo, la complejidad de la
situación política y la inminencia de un cambio radical no dejaron espacio para
negociaciones de otro tipo. Franchi pudo constatar en
sus primeros contactos con los ministros de González Bravo la buena
voluntad que les animaba a varios de ellos, y en concreto a Carlos María
Coronado, titular de Gracia y Justicia, quien se mostró totalmente
dispuesto a resolver las cuestiones religiosas pendientes. Pero el nuncio
se dio cuenta de la inutilidad de las gestiones, porque el Gobierno tenía los
días contados. Esta impresión se deduce de una atenta lectura de los
despachos que el nuncio envió a Roma durante el verano de 1868.
Nadie podía esperar que la revolución triunfara en
tan pocos días, y cuando el general Concha tuvo que hacer frente a los
insurrectos de la «Gloriosa» en septiembre de 1868, se llegó incluso a
creer que la moderación se impondría a la exaltación. Pero, cuando la victoria
de los revolucionarios se había consolidado y la salida de Isabel II había
dejado el poder en manos del Gobierno provisional, Franchi lloró en tonos dramáticos «la funesta catástrofe ocurrida a esta desgraciada
nación». Quizá el nuncio exageró ante los nuevos acontecimientos
—«vivimos momentos de luto y de dolor», decía— y es posible que no le
faltaran motivos de preocupación ante los desmanes cometidos por algunas
juntas revolucionarias. También fue significativo el cambio de actitud
por parte de la Santa Sede ante el nuevo régimen. La tremenda
impresión producida por la caída de Isabel II quedó reflejada en un
despacho del cardenal Antonelli, secretario de Estado de Pío IX, que no llegó a
ser transmitido al nuncio Franchi por miedo a
represalias. En él se decía textualmente: «Hago votos para que los
extraviados vuelvan a su deber y sean vencidos». Este despacho es del 30
de septiembre de 1868. Los extraviados eran ya en ese momento los dueños
de la nueva situación. Un año antes, con motivo de los movimientos
revolucionarios ocurridos en varias provincias catalanas, el cardenal
Antonelli había celebrado el triunfo de la represión y pedido a Dios que
«confundiera a los malvados e impidiera que la católica España pudiera
sufrir cambios». En nombre del papa, Barili felicitó personalmente a Isabel II por el éxito de sus tropas, «que
valerosamente vencieron a las hordas», y por «la visible protección con que el
Señor defiende su reino de los peligros». Apenas un año después, quien
había escrito estas palabras no se atrevía a repetir que el reino de
Isabel II gozaba de la «divina asistencia» ni, por supuesto, bendecía a nadie.
El silencio de Roma fue total cuando se tuvo
conciencia del triunfo rotundo de la revolución. En los despachos de la
Secretaría de Estado, brevísimos todos ellos y muy lacónicos, se evitó
cualquier frase o comentario que pudiera llevar implícitos juicios sobre la nueva
situación política. Se alabó la prudente actitud del nuncio, quien fue
discretísimo desde el primer momento, y se le recomendó que evitara
cualquier comunicación escrita con el nuevo Gobierno, para no prejuzgar las
decisiones que el papa pudiera adoptar con respecto al nuevo régimen
ante otros acontecimientos. Franchi permaneció
en Madrid hasta el verano de 1869 como persona privada, limitándose a
comunicaciones verbales con los dirigentes políticos y militares, si bien
pudo ejercer libremente las facultades espirituales que le correspondían
como delegado de la Santa Sede, con el título de nuncio apostólico.
2.
Los obispos y las juntas revolucionarias
Las primeras semanas de la revolución estuvieron
caracterizadas por la actividad incontrolada de las juntas revolucionarias, que
se establecieron rápidamente en las capitales de provincia y en casi todas las
poblaciones importantes, lanzando manifiestos y proclamas en favor de
libertades tan fundamentales como las de reunión y asociación, cultos,
enseñanza, prensa, etc., algunas de las cuales eran completamente desconocidas
en España. Sin embargo, los programas de estas juntas, que en teoría eran
altamente positivos, tuvieron una realización muy negativa porque su
gestión del poder estuvo tan impregnada de fanatismo, virulencia e incluso
violencia física, que el Gobierno central de la nación decidió disolverlas a
finales de octubre de 1868 con el fin de evitar las graves consecuencias
que su autonomía provocaba, y, por consiguiente, no sólo para evitar
duplicidad de funciones en la Administración pública.
No se puede hacer un juicio global sobre la actitud
de estas juntas con respecto a la Iglesia, porque en algunas diócesis no
ocurrieron los incidentes lamentables que se verificaron en otras. El
nuncio Franchi las juzgó negativamente por los
atropellos cometidos especialmente en Andalucía, donde desencadenaron
auténticas persecuciones. En Sevilla, tras haber proclamado la libertad de
cultos, de enseñanza y de prensa, la Junta expulsó a los jesuítas y a los oratorianos, que fueron exiliados
a Gibraltar y se les confiscaron los bienes. Fueron suprimidos
nueve conventos de religiosas, once parroquias quedaron cerradas y 49
iglesias destruidas. Esta situación era la consecuencia lógica del
contraste existente entre las autoridades centrales y los miembros de las
juntas, que con su ideología anarcodemocrática intentaban destruir todas las instituciones religiosas, perseguir al clero y
cometer toda clase de excesos. Algunas juntas llegaron a violar los más
elementales derechos de la jurisdicción e inmunidad eclesiásticas, suprimiendo
territorios exentos, decretando divisiones parroquiales, destruyendo
templos, privando a párrocos y obispos de su jurisdicción, obligando a los
prelados a dispensar todos los impedimentos matrimoniales, destituyendo
canónigos y nombrando eclesiásticos gratos al movimiento revolucionario
para puestos de gobierno. El obispo de Huesca, Gil Bueno, fue expulsado de
su diócesis el 6 de octubre de 1868 por decreto de la Junta local. El
de Barcelona, Monserrat, tuvo que enfrentarse no sólo con la Junta de
la capital catalana, sino también con otras de poblaciones menores.
En Cuenca fueron más moderadas, y en algunos pueblos llegaron incluso
a ponerse decididamente a favor de la Iglesia, según testimonio
del obispo Payá. En Lérida destruyeron el templo
de San Juan y cerraron el seminario. Lo mismo hicieron en Málaga.
Problemas con los revolucionarios por las
usurpaciones de las juntas ocurrieron en Valladolid, Salamanca y Tortosa. El
prelado salmantino, Lluch Garriga, consiguió salvar el colegio de
Calatrava gracias a sus gestiones amistosas con el jefe de la Junta local.
Pero en Tortosa, el obispo Vilamitjana no
consiguió impedir la ocupación de los seminarios. Quizá el obispo de
Astorga, Argüelles, fue uno de los pocos que se mostró satisfecho de la
Junta de aquella ciudad, porque fue «juiciosa y pacífica, sin hacer alteración
alguna, no siendo en algún desatinillo civil». Con todo, el balance de la
actividad desplegada por muchas juntas en materia eclesiástica fue
bastante negativo. La revista La Cruz publicó una «Crónica de los sacrilegios,
profanaciones y atentados cometidos en España contra la religión y las
inmunidades eclesiásticas desde septiembre de 1868», que recogía en buena parte
las actuaciones violentas de numerosas juntas revolucionarias.
3.
Manifiestos a la nación
Desde su exilio de Pau (Francia) Isabel II dirigió
a los españoles, el 30 de septiembre de 1868, un manifiesto, que tuvo escasa
repercusión, porque muy pocos lloraban a la reina desaparecida. Un
ejemplar del mismo fue enviado por Isabel II a Pío IX y otras copias
fueron transmitidas por el nuncio a la Secretaría de Estado. El papa manifestó
a la soberana que haría lo posible para que recuperase el trono; pero
era una promesa huera en aquellos momentos, ya que el anciano
pontífice estaba a punto de perder sus ya reducidos Estados. Fue un modo
de guardar las formas ante la llegada a Roma de Severo Catalina,
representante oficioso de Isabel II, cuando nadie en la corte pontificia
confiaba en un regreso de la reina a Madrid.
El Gobierno revolucionario se planteó la cuestión
religiosa en una circular que el ministro de Estado, Lorenzana (1818-83), dirigió
el 19 de octubre de 1868 a los diplomáticos españoles. Se trata de un
texto apologético de la revolución, redentora de pasadas humillaciones, donde
se reconocía que España «ha sido y es una nación esencial y eminentemente
católica». Pero esta afirmación no desvaneció el recelo del episcopado y de la
Santa Sede, ya que —decía Franchi— «es cierto que en
la circular el Gobierno proclama abiertamente que España fue siempre, y lo
es todavía, una nación eminentemente católica; pero se hacen algunas
consideraciones sobre este espíritu católico de España que ofenden no sólo
a la misma religión, sino también al sentimiento pío y noble de esta
generosa nación».
La cuestión religiosa fue tratada en dicha
circular con tal amplitud, que merece ser leída detenidamente:
«El Gobierno provisional no puede menos de tocar
con toda la circunspección y delicadeza que la materia exige, una cuestión de
transcendencia suma; la cuestión de la libertad religiosa. Nadie hay que
ignore, y el Gobierno tiene una verdadera satisfacción en proclamarlo así, que
España ha sido y es una nación esencial y eminentemente católica.
Su historia nos lo enseña; las sangrientas y dilatadas guerras religiosas
que sostuvo y el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio, a cuyo brazo
poderoso y temible confió durante algunos siglos el sagrado depósito de
sus arraigadas creencias, demuestran claramente que el celo exagerado y el
ardor de la fe que no razona salvan sin dificultad los límites que dividen
la verdadera religión del fanatismo. Las constituciones de la España moderna,
aún las más liberales, rindieron todas escrupulosamente el homenaje de su
respeto a esta viva y constante preocupación de nuestra Patria; y si
alguna vez, como en 1856, se intentó arriesgar tímidamente un paso en
dirección opuesta, el efecto causado en los corazones sencillos por el grito
que, con una sinceridad más que dudosa, dieron ciertos partidos, vino a
probar que la opinión no estaba madura todavía y que era
indispensable aguardar más propicia ocasión para reformar el estado legal de
las cosas en asunto tan grave.
Afortunadamente, desde entonces han experimentado
modificación profunda las ideas, y lo que no hace mucho era considerado como
una eventualidad lisonjera, pero sólo realizable a largo plazo, vemos hoy
que se anuncia como un hecho inmediato, sin que las conciencias se alarmen
y sin que una voz discordante venga a turbar el general concierto. Mucho ha
contribuido, en verdad, a este importante resultado el grandioso espectáculo de
los insignes triunfos que en todas partes va reportando el espíritu
moderno, ante cuya pujanza arrolladora desaparecen los diques más robustos
y no hay resistencia tan fuerte que no ceda; pero relativamente a España,
media, además, una circunstancia que es triste, pero necesario recordar.
Si por aquiescencia o tolerancia de quienes pudieran evitarlo, lo ignoramos;
pero ello es que el nombre de la religión ha venido, de algún tiempo a
esta parte, constantemente unido, en extraño y poco digno maridaje, a los
actos más depresivos y arbitrarios, en que tan rico ha sido el régimen que
acaba de sucumbir con uniforme y entusiasta aplauso.
En la errónea creencia de que un manto sagrado
podría servir para ocultar la desapacible desnudez de ciertas profanidades, se
hizo intervenir en las ardientes luchas de la política lo que jamás debe
exponerse al contacto peligroso y con frecuencia impuro de las pasiones
mundanales. De aquí, no la tibieza del sentimiento católico, que por dicha
se mantiene siempre vivo entre nosotros, sino la opinión universalmente
difundida de que la concurrencia en la esfera religiosa, suscitada por una
prudente libertad, es necesaria para suministrar a la ilustrada actividad
del clero un pasto digno de ella y proporcionarle temas de discusión en armonía
con lo elevado de su sólida ciencia y con la sagrada respetabilidad de su
carácter.”
Un tercer documento nos interesa todavía conocer.
Es el manifiesto que el Gobierno provisional dirigió a la nación el 25 de
octubre para exponer los objetivos fundamentales de la revolución. Visto a
un siglo largo de distancia, resulta extremadamente abierto, pero
substancialmente moderado y equilibrado. Los principios que defendía
—libertad religiosa, enseñanza, imprenta, reunión y asociación— resumían
los programas lanzados durante las primeras semanas de octubre por
las juntas revolucionarias. Reconocía que la libertad religiosa era la
manifestación del espíritu público más importante que se introducía en
la secular organización del Estado español. Esta afirmación, junto
con otros párrafos dedicados a la exclusión del trono de la dinastía
caída, llamaron la atención del nuncio, que se apresuró a transmitirlos
a Roma. El manifiesto, aunque revolucionario, mantenía la
monarquía como institución y excluía la alternativa republicana, si bien
cerraba cualquier posibilidad de retorno a Isabel II y a sus
descendientes. Para el nuncio, la libertad religiosa era una violación del
primer artículo del concordato, ya que alteraba sensiblemente el sistema
de exclusión de otros cultos existentes en España, desde antiguo.
4.
Anticlericalismo popular
La primera reacción popular al consolidarse la
revolución fue marcadamente anticlerical. Parece además lógico que así fuera,
porque si el objetivo fundamental de la sublevación había sido acabar
definitivamente con la dinastía borbónica, responsable de los males que el
pueblo español había sufrido durante casi dos siglos, igual suerte debía
tocar a una de las instituciones que con mayor fidelidad, constancia y
energía había apoyado a la desacreditada monarquía y predicado al pueblo
sumisión y acatamiento sin reservas a los soberanos; es decir, la
Iglesia. Conviene, sin embargo, matizar algunos conceptos para comprender
los ataques anticlericales. Mientras el vértice político del Estado
declaraba, por la voz autorizadísima de sus más altas instancias, «que España
ha sido y es una nación esencial y eminentemente católica», la masa
popular desencadenaba un torbellino de violencias desde sus más
ínfimos estratos, que en realidad eran nuevas ediciones —sensiblemente
aumentadas en unos casos, levemente corregidas en otros—de sucesos muy
lamentables, que, por una compleja serie de factores políticos
sociales, económicos y culturales, había conocido generaciones pasadas y
verían generaciones futuras —piénsese en 1931-36—, con un frente
común que atacar y, posiblemente, destruir por completo—aunque esto
nunca se ha conseguido—, es decir, el clero con sus templos, monasterios
y conventos. Y es que gran parte de los habitantes de la «católica»
España sabía demostrar, una vez más —como habían hecho sus antepasados
y harían sus descendientes—, la compatibilidad entre un extraño espíritu religioso,
mezcla de fanatismo, superstición y paganismo, con el más desenfrenado
anticlericalismo. Se atacaba, por consiguiente, no al objeto de «fe» o de
«creencia» del pueblo simple e ignorante, sino a los representantes de las
estructuras clericales, e incluso a éstas mismas, porque durante años
habían sostenido incondicionalmente el sistema político derrumbado y
gracias al mismo habían conseguido restaurar, en parte, antiguas
situaciones de privilegio.
Se comprende que la Iglesia pagara seculares
errores y omisiones colectivas derivadas de su excesiva compenetración con los
poderes civiles. En España, nunca ha desaparecido por completo el fenómeno de
la unión Trono-Altar, si bien ha tenido mil variantes y tonos más o
menos velados, porque aun los regímenes más
radicales, excluida la II República, han comprendido las dificultades de un
ataque frontal a la Iglesia, y por ello no ha sido difícil llegar a un
compromiso que colmara las ambiciones de ambas partes. Resulta
significativo observar que la Iglesia, enemiga del liberalismo que gobernó
durante la minoría de edad de Isabel II en los años treinta y cuarenta, se
convirtiera en el apoyo más decidido de la monarquía isabelina y de los
gobiernos liberales —pero moderados— en las décadas de los cincuenta y
sesenta, hasta el punto de comprometerse históricamente con la firma de un
concordato que fue un quebradero continuo de cabezas y una fuente
inagotable de conflictos y tensiones a lo largo de la segunda mitad del XIX
y de los primeros treinta años del XX.
Por ello se explica la desorientación de Franchi cuando en los primeros días de la revolución vio
llegar a las puertas de su palacio, en la madrileña calle del Nuncio, una
impresionante manifestación popular con las más descabelladas
pretensiones. Se pedía la libertad de cultos y la del pueblo romano,
sometido al yugo del papa. Se pedía el concordato de 1851 para quemarlo y que
el representante pontificio fuese expulsado de España.
Cabe preguntarse qué sentido tenía en esos
momentos un concordato firmado con la soberana destronada, cuyo primer artículo
había sido elegantemente superado con la declaración de principios que el
Gobierno había hecho en favor de la libertad religiosa. El pueblo
manifestado veía en el nuncio el representante y el garante de ese
concordato, que ya no tenía razón de ser en una España diversa. Por ello
no debe sorprender que el pueblo protestara con insistencia y que la prensa
colaborase con gusto, aireando e instrumentalizando noticias relativas a las dificultades
que el nuevo embajador ante la Santa Sede, Posada Herrera, encontraba para su
reconocimiento. La correspondencia entre el nuncio y la Secretaría de
Estado confirma que si en los primeros momentos de la revolución no se llegó a
una ruptura total con el Gobierno español, fue precisamente porque éste
trató de impedirlo asegurando la incolumidad personal del representante
pontificio en Madrid. Sin embargo, la permanencia de Franchi en España quedó muy comprometida tras las manifestaciones populares, y su
salida sería cuestión de pocos meses, en espera de una ocasión propicia
que la justificara plenamente.
5.
Política religiosa del
Gobierno provisional
La política religiosa del Gobierno revolucionario
provisional quedó sintetizada en las medidas adoptadas por el ministro de
Gracia y Justicia, el abogado gallego Antonio Romero Ortiz (1822-84), quien a
los cuatro días de su llegada al Ministerio suprimió la Compañía de
Jesús por decreto del 12 de octubre de 1868. No era la primera vez que
esto ocurría en la historia de España, ni sería la última. Desconocemos
las razones de esta decisión, digna de otro ministro de Gracia y
Justicia —García Herreros— en un fugaz Gabinete, presidido por el conde
de Toreno, durante la regencia Cristina, porque el laconismo del texto
no permite descubrir los motivos del decreto. Los jesuítas tuvieron que cerrar sus colegios e institutos en el plazo de tres días,
mientras el Estado ocupó sus temporalidades, es decir, todos los bienes de
la orden, así muebles como raíces, edificios y rentas, que pasaron a
engrosar el caudal nacional. A estos religiosos se les prohibió igualmente
reunirse en comunidad, en contra de los principios revolucionarios, que
habían proclamado la libertad de reunión y de asociación pacífica. No consta
que las reuniones de los jesuítas fuesen
violentas; de lo contrario, el Gobierno habría adoptado otras medidas contra
ellos. También se les impidió vestir el traje talar y se les sometió a la
autoridad de los ordinarios diocesanos, mientras los no ordenados in
sacris quedaron sujetos a los poderes civiles.
El 15 de octubre fue derogado el decreto de 25 de
junio de 1868, que autorizaba a las comunidades religiosas a poseer y adquirir
bienes. Y el 18 de octubre fueron extinguidos todos los monasterios,
conventos, colegios, congregaciones y demás casas de religiosos de ambos
sexos fundados en la Península e islas adyacentes desde el 29 de julio
de 1837. Pasaron a propiedad del Estado todos los edificios, bienes,
rentas, derechos y acciones de las casas suprimidas, cuyos moradores
—frailes y monjas— quedaron sujetos a la autoridad de los ordinarios
diocesanos y sin derecho alguno a percibir la pensión concedida a cuantos
habían ingresado en los conventos antes del 29 de julio de 1837. A las
religiosas de los conventos suprimidos se les dio dos posibilidades: o ingresar en
otras casas religiosas de su misma orden dé las subsistentes, o pedir la
exclaustración, pudiendo reclamar para ello la dote que llevaron al entrar
en religión. Todos los conventos abiertos en virtud de la ley de 29 de julio de
1837 deberían reducirse a la mitad.
Este fue un verdadero golpe de gracia contra los
regulares, ya que sólo se salvaron de la supresión las Hermanas de la Caridad,
las de San Vicente de Paúl, Santa Isabel, la Doctrina Cristiana y todas
las dedicadas a enseñanza o beneficencia. También fueron suprimidas las
Congregaciones de San Vicente de Paúl y San Felipe Neri, que el concordato de
1851 había restablecido; los redentoristas y los misioneros fundados por el
arzobispo Claret. Con decreto del 19 de octubre fueron suprimidas también
las Conferencias de San Vicente de Paúl, que entonces desarrollaban en España
intensa actividad caritativa y propagandística. A los seminarios se les quitó
la dotación estatal, que ascendía a 5.990.000 reales. Fue suprimida la
Comisión de Arreglo Parroquial y fueron sustituidas las frases del
juramento que los obispos preconizados pronunciaban antes de su
consagración, Erga catholicam nostram Hispaniarum Reginam Elisabeth por Erga rectores Hispaniae curiasque generales.
Todas estas disposiciones las dio el Gobierno
provisional bajo la presión y las amenazas de las juntas revolucionarias, que
dominaron la situación hasta el 20 de octubre de 1868, en que fueron suprimidas.
Los ministros del Gabinete no andaban muy de acuerdo sobre política eclesiástica,
pues mientras el de Gracia y Justicia trataba de podar el árbol de la
Iglesia a golpes de decretos, el de Estado, Lorenzana, confesaba al nuncio Franchi, cándidamente y con la mayor reserva que el
propio Romero Ortiz se mostraba arrepentido de las disposiciones tomadas,
en particular contra los seminarios y las religiosas, y que restauraría
la Asociación de San Vicente de Paúl, como efectivamente hizo al
poco tiempo. El ministro de Justicia ordenó a los gobernadores civiles que
no fuesen rigurosos al ejecutar las disposiciones gubernativas sobre
supresión de conventos femeninos y a los jesuítas se
les permitió regresar a sus colegios, pero sin usar el hábito talar. Ciertamente,
las numerosas protestas del episcopado y del laicado católico debieron de
influir en esta marcha atrás del ministro, cuyos contrastes personales con
el general Serrano, presidente del Gobierno, eran conocidos públicamente.
Por eso, aunque no se dieron por parte de otros ministerios disposiciones
contrarias a las emanadas por el de Gracia y Justicia, sin embargo, se
procuró moderarlas con varias medidas que suavizaron la política
del Gobierno provisional tras la supresión de las juntas. En este marco
hay que situar el decreto del ministro de la Gobernación, Sagasta
(18271903) sancionando el derecho de asociación, como consecuencia
lógica de otro precedente que había reconocido el de reunión pacífica
para objetos no reprobados por las leyes.
Con respecto a la enseñanza, desapareció de los
planes de estudio la obligatoriedad de la religión como asignatura, tanto en
los institutos como en las facultades universitarias, y quedó suprimida la
facultad de teología en las universidades. Sin embargo, esta última
decisión no puede considerarse medida antieclesiástica,
como dieron a entender La Fuente y Menéndez Pelayo, porque los obispos
habían pedido ya en tiempos de Isabel II, siendo ministro de Fomento
Severo Catalina, dicha supresión, pues el régimen académico y las continuas interferencias
del Estado en la enseñanza fundamental de la Iglesia no satisfacían
al episcopado.
Ruiz Zorrilla (1833-95), ministro de Fomento, dio
otro decreto relativo a la incautación por el Estado de todos los archivos,
bibliotecas, gabinetes y demás colecciones de objetos de ciencia, arte o
literatura que poseían los monasterios, conventos, catedrales y órdenes
militares, con excepción de las bibliotecas de los seminarios. Esta
decisión encajó perfectamente en el plan general de desamortizaciones y quedó
justificada por el estado de abandono, descuido y hasta peligro en que
se hallaban muchas obras de arte, «ocultas, cubiertas de polvo, envueltas
en telarañas y comidas por el tiempo». También fue suprimido el tribunal
de las órdenes militares y el fuero eclesiástico.
Entre tanto, las relaciones con la Santa Sede se
fueron enfriando, y mientras el nuncio Franchi trataba por todos los medios de frenar la política revolucionaria del
Gobierno provisional e impedir la promulgación de nuevas disposiciones antieclesiásticas, en Roma se prohibía el acceso al
embajador de la revolución, José Posada Herrera (1815-85), que no era un
revolucionario, sino un político hábil, liberal moderado, a quien la Santa
Sede no podía rechazar en principio. Vivía retirado de la política cuando
el ministro Lorenzana le llamó para confiarle la Embajada en Roma. El cardenal
Antonelli estaba dispuesto a mantener relaciones oficiosas con Posada Herrera,
pero no a reconocerle como embajador. Sin embargo, la baza de la Embajada era
decisiva para el Gobierno de Madrid, ya que implicaba el reconocimiento del
nuevo sistema político, cosa que nunca se consiguió. Influyó también en esta
decisión la presencia en Roma del enviado personal de Isabel II,
Severo Catalina, quien hacía ver a los prelados vaticanos las enormes
ventajas que comportaría a la Iglesia un retorno de la reina. Por ello, lo
más prudente era no comprometerse con la revolución. Posada estuvo
en Roma pocas semanas. Al no ser reconocido como embajador y dado que
fue elegido diputado de las Constituyentes de 1869, regresó a España en febrero
de dicho año para asistir a las Cortes. La Embajada en Roma quedó vacante
hasta la Restauración, mientras que Franchi mantuvo
siempre el título de nuncio, aunque se ausentó definitivamente de España en
junio de 1869 y dejó los negocios de la Nunciatura en manos de su
secretario, Mons. Bianchi.
6.
Los obispos y el gobierno provisional
La primera impresión que produce la actitud de los
obispos ante los sucesos políticos de finales de septiembre y primeros de
octubre de 1868 es de gran desconcierto ante un cambio que, si bien muchos
de ellos esperaban y temían, sin embargo, no lo imaginaron tan radical.
La desaparición de la monarquía reinante y la explosión de libertad,
que en muchos lugares llegó a convertirse en auténtico libertinaje por
el desenfreno de las juntas revolucionarias y la inercia del poder central
y del ejército, desorientaron a los obispos, que pasaron del miedo al
terror. «La tormenta de las circunstancias —decía el arzobispo de Valencia,
Mariano Barrio—crece y arrecia de una manera horripilante, y no sé
humanamente a dónde iremos a parar. Me parece que no hay cabezas que sepan y
puedan contener el torrente desbordado».
Varios prelados advirtieron la necesidad de organizarse
para hacer frente con serenidad a las provocaciones de los nuevos dirigentes
políticos. Por esas fechas al episcopado le faltaba una cabeza moral, ya que
el anciano cardenal primado, Cirilo Alameda, permaneció totalmente
inactivo. Los arzobispos de Granada y Zaragoza promovieron las
reuniones de metropolitanos con el fin de estudiar la nueva situación y
adoptar medidas ante la política religiosa del Gobierno. El cardenal
García Cuesta, de Santiago, era partidario de elevar escritos al poder
supremo de la nación firmados por todos los arzobispos, previo el acuerdo
de los obispos sufragáneos, de forma que se tratase de auténticos escritos
colectivos de todo el episcopado español.
No obstante los titubeos iniciales y la
desorientación lógica, los obispos observaron una línea de conducta que fue
aprobada por el nuncio, a quien pidieron constantemente instrucciones.
La acción del episcopado coincidió con la ofensiva
general lanzada por los periódicos católicos y conservadores frente a las
violencias de la revolución. Al Gobierno provisional llegaron numerosas
protestas de hombres y mujeres católicos contra la legislación
anticlerical anteriormente reseñada. El episcopado se unió a estos escritos con
«santo coraje y pastoral solicitud, unidos a una firmeza y constancia
tales, que espero —decía el nuncio Franchi—consigan detener los excesos de la revolución, contribuyendo a calmar las
pasiones populares y ahorrar a la Iglesia nuevas heridas».
El mismo nuncio sugirió a varios obispos los
puntos fundamentales que debían tratarse en los escritos colectivos, ya que no
bastaba la simple protesta, sino que era necesario condenar con energía los
principios proclamados por la revolución, rebatir las calumnias proferidas
contra el clero por la prensa impía, exigir la observancia del concordato,
advertir a los fieles de los peligros que corrían en aquellos momentos e
invitar a las autoridades civiles para que salvasen y protegiesen a la
Iglesia, base fundamental de la sociedad humana. La actitud del nuncio
estaba en la línea de la doctrina pontificia, manifestada por Pío IX en
numerosos documentos y alocuciones. Pero aunque algunos obispos escribieron personalmente
al general Serrano, presidente del Gobierno, y al ministro de Gracia y
Justicia, prevaleció la idea de los documentos colectivos, que comenzaron
a hacerse por provincias eclesiásticas, habida cuenta de las dificultades
técnicas que suponía en tales circunstancias la redacción de un documento
de todo el episcopado, ya que ni los obispos podrían reunirse en asamblea
plenaria ni era posible transmitirles un proyecto de texto para su
estudio.
Empezaron los obispos de la provincia eclesiástica
de Burgos (29 octubre 1868), y les siguieron pocos días más tarde los de
Zaragoza, Santiago de Compostela, Granada y Valladolid.
Se trató, por lo general, de documentos preparados
por el respectivo metropolitano y firmados por todos los sufragáneos. Las
protestas iban dirigidas contra la supresión del fuero eclesiástico y
contra la incautación de los archivos, bibliotecas, gabinetes y demás
colecciones de objetos de ciencia, arte y literatura que estaban a cargo de los
cabildos catedralicios, monasterios u órdenes militares, ya que éstas fueron
las disposiciones más importantes adoptadas por el Gobierno provisional en
materias eclesiásticas antes de las Cortes Constituyentes. A mediados
de enero de 1869, cuando prácticamente todo el episcopado había
dejado oír su voz contra los abusos de la revolución, solamente el
cardenal primado guardaba silencio. La documentación conservada en el
archivo de la Nunciatura de Madrid nos dice que el cardenal Alameda
escribió en varias ocasiones al ministro Romero Ortiz, pero nunca se supo el contenido
de estas cartas. También consta que el cardenal Alameda se opuso a los
documentos colectivos, porque consideraba inútil cualquier tipo de
protesta dirigida al Gobierno provisional. El primado era partidario de
dirigirse a las Cortes Constituyentes cuando comenzase la discusión de la
cuestión religiosa.
En el capítulo de las relaciones entre los obispos
y el Gobierno provisional hay que reseñar también algunos asuntos relativos al
juramento, consagración y toma de posesión de los últimos obispos presentados
en tiempos de Isabel II y preconizados por Pío IX antes de la
revolución. En el consistorio del 22 de junio de 1868, el obispo Montagut,
de Oviedo, fue trasladado a Segorbe, y a la sede ovetense fue
destinado el sacerdote valenciano Benito Sanz y Forés,
abreviador de la Nunciatura. A Málaga fue trasladado el obispo de Coria, Pérez
Fernández, mientras el canónigo arcipreste de Cádiz, José María
Urquinaona, fue nombrado obispo de Canarias. En el consistorio del 24 de
septiembre del mismo año, la vacante de Coria quedó cubierta con el
nombramiento del arcediano de Toledo, Pedro Núñez Pernía. La única
sede vacante al estallar la revolución era Mondoñedo, cuyo obispo,
Ponciano de Arciniega, había fallecido el 9 de septiembre de 1868, es
decir, quince días antes del último consistorio celebrado por Pío IX
durante la monarquía de Isabel II. Otros obispados seguían vacantes, pero
eran los que el concordato de 1851 había decidido suprimir: Albarracín,
Barbas-tro, Ceuta, Ciudad Rodrigo, Ibiza, Sólsona, Tenerife y Tudela.
El nuevo obispo de Málaga, Pérez Fernández, consultó
al nuncio cómo debía comportarse al tomar posesión de su diócesis, habida
cuenta de la caótica situación que reinaba en ella por las violencias de la
Junta revolucionaria. Franchi le aconsejó que se
pusiese de acuerdo con las autoridades nacionales para evitar conflictos.
Con respecto al juramento impuesto por el Gobierno, no hubo dificultad
alguna, ya que la Santa Sede había aceptado la nueva fórmula, que no afectaba
a la substancia y salvaba los principios mantenidos secularmente por la
Iglesia. El obispo Pérez Fernández entró en Málaga tras la disolución de
las juntas revolucionarias y a principios de 1869 informó al papa sobre el
estado de su diócesis.
Más complejo fue el caso del obispo Urquinaona, de
Canarias, porque no se trataba de un simple traslado, sino de un nombramiento
que requería la consagración del candidato antes de su entrada en la diócesis.
Urquinaona no quería ser obispo. Renunció tres veces a la presentación de
Isabel II, pero el nuncio Barili le obligó a aceptar
la mitra de Canarias, y, aunque fue preconizado en el consistorio del 22
de junio de 1868, retrasó su consagración, porque consideraba el
episcopado una carga superior a sus fuerzas. Llegó la revolución, y, ante
la gravedad de la nueva situación, escribió personalmente al papa
presentando su renuncia, que no fue aceptada. Pío IX le llamó a Roma para que
participase en los trabajos preparatorios del concilio Vaticano I.
Tampoco quiso Urquinaona este cargo, y, tras vencer mil dificultades,
aceptó el episcopado a principios de 1869. Surgieron entonces
complicaciones por parte del Gobierno, que le obligó a jurar antes de
recibir las bulas pontificias con el exequátur, mientras que el nuevo obispo
las exigía para recibir la consagración, durante la cual emitiría el juramento.
Por su parte, el nuncio hizo las gestiones
necesarias para conocer la verdadera actitud del Gobierno sobre el caso Urquinaona.
Se llegó incluso a confrontar el texto del juramento preparado para el
nuevo obispo de Canarias con otro usado anteriormente, y se llegó a la
conclusión de que eran iguales en la substancia.
Urquinaona fue consagrado en la catedral de Cádiz
el 7 de marzo de 1869 por el obispo Arríete.
Inmediatamente dirigió a Pío IX una extensa carta, que era una auténtica
profesión de fe católica y un testimonio de veneración al pontífice. Después
marchó a su diócesis y puso fin a los escándalos provocados por la pésima
conducta del vicario capitular que había administrado la sede vacante.
El nuevo obispo de Coria, Núñez Pernía, fue
consagrado por el nuncio Franchi en la iglesia
parroquial de San Martín, de Madrid, el 28 de febrero de 1869, mientras en
las Cortes se debatía la nueva Constitución. Después tomó posesión de su
diócesis con toda normalidad, lo mismo que el obispo Montagut en Segorbe y
Sanz y Forés en Oviedo, que tampoco encontraron
obstáculo alguno para iniciar su misión pastoral.
7.
Los obisopos en las cortes constituyentes
La presencia de eclesiásticos en las Cortes
Constituyentes de 1869 no creó serios problemas al episcopado ni a la Santa
Sede. Dos obispos fueron diputados por sus provincias de origen: Antolín
Monescillo, obispo de Jaén, elegido por Ciudad Real, y el cardenal
García Cuesta, arzobispo de Santiago, elegido por Salamanca. También
fueron diputados otros dos sacerdotes, elegidos uno por el grupo
tradicionalista católico (Vicente Manterola), y otro, por el progresista
(Luis Alcalá Zamora). Este último fue presentado para el obispado de Cebú
durante la monarquía de Amadeo de Saboya, pero la Santa Sede no lo aceptó.
A los dos obispos diputados se les dejó entera
libertad para ocupar su escaño en las Cortes, ya que por parte de Roma no se
quiso interferir en este asunto, con el fin de que los interesados adoptasen la
decisión que creyesen más conveniente, habida cuenta de las
circunstancias excepcionales del momento. Sin embargo, el nuncio Franchi les indicó que su presencia en la asamblea
constituyente podía redundar en beneficio de la unidad católica de España y en
contra de la libertad religiosa. Tanto Monescillo como García Cuesta se trasladaron a Madrid y siguieron muy de cerca los
trabajos preparatorios de la Constitución. Mantuvieron contactos con algunos
miembros del Gobierno provisional y con varios componentes de la comisión
encargada de redactar la nueva carta de la nación; pero resultaron
infructuosos, ya que la mayoría parlamentaria era abiertamente favorable a la
libertad de cultos. Los dos prelados y el canónigo Manterola tuvieron
intervenciones públicas muy brillantes, que despertaron la conciencia de
los católicos en momentos en que, al perderse la unidad religiosa, se
creía perder la esencia de España. Es evidente que la prensa católica y
los partidos conservadores difundieron e instrumentalizaron para fines
estrictamente políticos los discursos de estos eclesiásticos, pero al
mismo tiempo no puede negarse que fueron auténticas piezas de la ampulosa
oratoria decimonónica, digna de otros exponentes políticos del momento.
Para hacer frente al anticlericalismo desbordado en dichas Cortes y a los
furibundos ataques de algunos diputados como Castelar, Suñer Capdevila y
otros, la Iglesia española contó con figuras tan prestigiosas e intelectualmente
preparadas como el obispo de Jaén, el cardenal de Santiago de Compostela y
el canónigo Manterola. Sin embargo, sus palabras cayeron por
completo en el vacío. Y, ante el fracaso total, los dos prelados
regresaron a sus respectivas diócesis, mientras Manterola siguió los debates
junto al grupo tradicionalista católico, que siempre defendió con energía
los intereses de la Iglesia. En cambio, el sacerdote Alcalá Zamora, que
militaba en las filas progresistas, votó en favor de la libertad de cultos y
en contra de la unidad católica de España.
Me he referido a los eclesiásticos presentes en
las Cortes como beligerantes porque éste fue el espíritu que les animó desde el
primer momento y porque la situación parlamentaria, tal como la habían
planteado los partidos de la revolución, exigía una respuesta de la Iglesia
a tono con dichas circunstancias. Hablar de negociación, comprensión
o diálogo en dichas Cortes era pura utopía. El anticlericalismo de
los políticos alcanzó niveles nunca conocidos en España. Petschen ha escrito que «el punto culminante de las
manifestaciones anticlericales lo marcó la discusión de los artículos 20 y
21 del proyecto de Constitución. Con ellos se quiso quitar al clero el
amplio poder de jurisdicción que tenía en el régimen anterior». Es cierto
que dicho anticlericalismo era una respuesta lógica al excesivo
clericalismo de la época anterior, pero hay que reconocer que hubo
exageraciones, ya que la revolución, que había proclamado todas las
libertades imaginables, oprimía a la Iglesia no sólo con duros ataques y
críticas a las más elementales formas de expresión religiosa, sino también
impidiendo o limitando libertades que estaban en contradicción abierta con
el espíritu liberal que había inspirado la revuelta burguesa. Por tanto,
si una explicación encuentra el anticlericalismo como reacción a la situación
anterior, comprensión encuentra igualmente la actitud enérgica y cerrada
del clero y de los católicos españoles ante una revolución que todavía estaba
en sus comienzos y ya había puesto fin a seculares tradiciones religiosas
y a principios fundamentales de respeto y convivencia entre la Iglesia y el
Estado.
8.
Asociacionismo católico
En este marco hay que situar el origen de las
Asociaciones de Católicos y comprender las razones de su rotundo éxito y de su
amplia y rápida difusión por toda la geografía nacional. El nacimiento de
dichas asociaciones fue legal, ya que surgieron amparadas por los decretos
del ministro de la Gobernación, Sagasta (1827-1903), de 1.° y 20 de noviembre de 1868, que sancionaban el derecho
de reunión pacífica para objetos no reprobados por las leyes y el de
asociación. Este último carecía de precedentes en España y nació como «una de
las necesidades más profundas de nuestro país y una de las reclamaciones más
claras, justas y enérgicas de nuestra gloriosa revolución», según decía el
propio ministro en el preámbulo del decreto.
El derecho de asociación benefició a la Iglesia,
pues mientras en otros campos vio reducidas, controladas y suprimidas muchas de
sus actividades, en éste encontró enormes posibilidades para organizarse,
ya que —son palabras de Sagasta—, «si el Estado tiene siempre
grandes fines que llenar, a la Iglesia esperan todavía maravillosos
destinos; pero ni el Estado ni la Iglesia pueden pretender ni les sería
dado en todo caso alcanzar a mantenerse en su antigua situación, es decir,
como las dos únicas formas sociales posibles y legales de la vida y de la
historia». A principios de diciembre del año 68 aparecieron en la Gaceta
de Madrid dos circulares del ministro Sagasta, dirigidas a los
gobernadores civiles, por las que se les prohibía intervenir en las
reuniones pacíficas y se les encomendaba la adopción de medidas oportunas
con el fin de que fuera respetado el derecho de reunión y de asociación
pacífica y de libre emisión de ideas.
En este clima de legalidad comenzó el marqués de Viluma, en noviembre de 1868, a organizar a los católicos
españoles. Manuel de la Pezuela y Ceballos —éste era el nombre del marqués—
había sido destacada figura política del liberalismo moderado. Exponente de
primer orden de la nobleza «restaurada» en 1843, frecuentaba las fiestas
cortesanas y era gran amigo de la condesa de Merlín. Conciliador con
los carlistas, propuso, de acuerdo con Balmes, un gran pacto nacional
que superara la división provocada por la primera guerra carlista. Fue
ministro de Estado con Narváez en 1844 y presidente del Senado en 1848. Su
acentuada moderación y su figura casi absolutista le impidieron seguir
activamente en el primer plano de la política nacional. Pero no por ello
perdió su influjo a otros niveles, y cuando en los primeros meses de la
revolución llamó a los católicos para organizarse, su convocatoria fue aceptada
en muchos sectores, especialmente de la aristocracia y de la alta burguesía,
que eran, junto al clero, quienes más podían temer de los desmanes
revolucionarios.
Los primeros en acudir a la cita de Viluma fueron el conde de Or-gaz (1834-94), adicto a la causa tradicionalista, que en 1870 figuraría en la
minoría carlista y sería presidente del Centro Católico-Monárquico;
el abogado catalán Ramón Vinader (1833-96),
político carlista, que había sido diputado en 1867 y lo fue de nuevo en
las Constituyentes de 1869, elegido por el distrito de Vich, su ciudad
natal, y el catedrático de árabe de la Universidad de Sevilla, León
Carbonero y Sol (1812-1902), fundador, director, redactor y propietario de La
Cruz, la revista católica de mayor difusión, que por aquellas fechas se
trasladó de Sevilla a Madrid. Completaban este primer grupo el célebre
jurisconsulto valenciano, orador y poeta, Antonio Aparisi Guijarro
(1815-72), que fundó la revista La Restauración y colaboró en La Regeneración
desde 1862 hasta 1870; el también jurisconsulto y político catalán León
Galindo y Vera (1819-89); los gallegos Cándido Nocedal (1821-85), eminente
orador y polemista, y su hijo Ramón Nocedal y Romea (f. 1907), director de
El Siglo Futuro, ambos destacadas figuras del carlismo y del integrismo,
así como el periodista y político Luis Trelles Noguerol (1819-71),
también gallego, colaborador de El Oriente; el abogado Manuel González
Riaño (1844-79), director de La Libertad Cristiana, y otros personajes de
la alta sociedad madrileña, como el conde de Vigo y los abogados Luis
Echeverría, Manuel María Herreros, Francisco de Paula Lobo, Cruz
Ochoa, Enrique Pérez Hernández, Nicolás María Serrano y Francisco José Garvia.
La estructura de la Asociación de Católicos
comenzó a perfilarse a principios de diciembre de 1868. Cuando fue aprobado su
programa y elegida la Junta directiva, puso inmediatamente en conocimiento
de las autoridades civiles tanto las bases fundamentales como los
objetivos de su institución, para actuar libremente desde la legalidad. Viluma se entrevistó con el nuncio Franchi para informarle de esta iniciativa, que había nacido de los católicos, sin
influjo ni apoyo de la jerarquía nacional. Al representante pontificio le
faltaron palabras para elogiar al marqués, «personaje superior a cualquier
alabanza, que goza gran reputación e influjo por sus principios religiosos y
morales», y a los componentes de la Junta directiva, «personas todas religiosas
y respetables».
La primera Junta directiva de la Asociación de
Católicos quedó integrada por el marqués de Viluma,
presidente; el conde de Orgaz, tesorero; el conde de Vigo y León Carbonero,
miembros, y Francisco José Garvia, Ramón Vinader y Enrique Pérez Hernández, secretarios.
Sus objetivos quedaron sintentizados en el
manifiesto fundacional, en el cual se decía que aunque la asociación se
llamaba católica, «no solamente esquiva, sino que rechaza cuanto pueda dar
ni aun sombra de pretexto para que se la confunda con ningún partido
político; o lo que es igual, lo que se llama política en el sentido
concreto y usual de la palabra, está formalmente excluido del espíritu y
letra del objeto y del fin de la «asociación». Las bases quedaron fijadas en
nueve puntos, e inmediatamente comenzó la propaganda y difusión de la naciente
Asociación, que a finales de diciembre de 1868 se había extendido por casi
todas las provincias, consiguiendo la adhesión de numerosas personas.
El 8 de diciembre de 1868, la Junta directiva
envió una carta a Pío IX, que le fue entregada al nuncio para que la hiciera
llegar al pontífice. Franchi transmitió este escrito
al cardenal Antonelli, pidiéndole que el papa diese una commovente risposta,
que podría publicarse en los periódicos antes de la apertura de las Cortes
Constituyentes, ya que la voz del pontífice, dirigida de esta forma y en
momentos tan angustiosos a los católicos españoles, infundiría nuevo vigor
en los defensores de la unidad católica y frenaría los «inicuos proyectos de
sus adversarios». En otro despacho posterior insistió Franchi para que el papa respondiera a los católicos españoles con el fin de organizar
adecuadamente y con la aprobación pontificia la reacción católica frente a
los abusos de la revolución.
Antonelli entregó la carta a Pío IX, quien ordenó
se preparara la respuesta en el sentido indicado por el nuncio. Hubo un pequeño
retraso en el envío, ya que, aunque la carta de Pío IX está fechada el 7
de enero de 1869, Antonelli no la remitió a Franchi hasta el día 15. Pasaron las elecciones y comenzaron las Cortes Constituyentes
sus debates sin que se diera a conocer el contenido de la carta pontificia,
quizá porque se consideraba innecesario en aquellos momentos,
habida cuenta de la presencia activa en las mismas de los diputados tradicionaistas y de las famosas intervenciones de Monescillo, García Cuesta y Manterola. Al finalizar el
primer semestre de 1869, la carta de Pío IX a los católicos españoles
apareció en La Cruz en su versión latina original y traducida al
castellano. Para entonces había sido ya aprobada la nueva Constitución,
que introducía el principio de libertad religiosa. Se evitó al mismo
tiempo una interferencia directa en asuntos políticos, que hubiera
provocado la justa reacción de la oposición anticlerical. A la ingenuidad
inicial del nuncio y a sus manifiestos deseos de inmiscuirse en asuntos internos
del país, aunque de una forma que él consideraba indirecta, siguió un
criterio de prudencia y moderación por parte de Roma primero, al retrasar
el envío del escrito, y por parte de los católicos españoles después, al
posponer su publicación.
El primer gran éxito de la Asociación de Católicos
a nivel popular fue la campaña promovida en favor de la unidad católica con el
apoyo de los párrocos, que organizaron centros de propaganda,
mentalización y recogida de firmas. A los católicos españoles se les pidió
que firmasen un escrito dirigido a las Constituyentes en los siguientes
términos:
«Los que suscriben piden a las Cortes
Constituyentes se sirvan decretar que la religión católica, apostólica, romana,
única verdadera, continúa siendo y será perpetuamente la religión de la
nación española, con exclusión de todo otro culto, y gozando de todos los
derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo
dispuesto en los sagrados cánones».
La Asociación impartió normas concretas para
garantizar la seriedad y rapidez en la recogida de las firmas. El nuncio alabó
esta iniciativa, porque servía para manifestar las aspiraciones de la
mayoría de los católicos españoles en favor de la unidad religiosa y daría al
mundo «un sublime espectáculo de amor sincero y verdadero a la religión de
sus padres».
Pese a la legalidad oficial existente en España en
materia de asociaciones, no fue tarea fácil reunir las firmas, ya que no
faltaron dificultades y amenazas por parte de las autoridades locales, así como
campañas denigratorias de la prensa anticlerical y persecuciones
desencadenadas por «turbas frenéticas, por autoridades indignas, por
hombres sin fe y sin patriotismo», como la misma Asociación denunció. Con
todo, se recogieron casi tres millones de firmas en 8.604 pueblos, que fueron
entregadas en las Cortes el 6 de marzo de 1869. Este gesto provocó
una vivaz polémica en la asamblea constituyente, ya que mientras el
obispo de Jaén esgrimía como arma en favor de la unidad católica los casi
tres millones de firmas, el diputado Montero Ríos, contestando al discurso de Monescillo, afirmó «que los 13 millones de españoles
que no habían firmado la petición en defensa de la unidad católica, declaraban
implícitamente que querían la libertad de cultos».
Otra de las iniciativas de la Asociación de
Católicos fue la difusión de libros y folletos en defensa del catolicismo y en
contra de los errores doctrinales y políticos del momento. La propaganda
empezó con el Catecismo sobre el protestantismo, del cardenal García Cuesta,
del que se tiraron en los primeros meses de 1869 cuarenta mil ejemplares, ya
que se trataba del «libro mejor y más útil para contrarrestar la propaganda
protestante y para pulverizar los errores de las sectas». Se vendía a precio de
coste —medio real por ejemplar— con el fin de que pudiera llegar «a todos los
buenos católicos». Mucha difusión tuvieron también las
famosísimas Respuestas breves y familiares a las objeciones contra la religión,
de Mons. Gastón de Ségur, el fecundísimo prelado
francés, que no pudo llegar al episcopado por causa de la ceguera, y cuya
obra, traducida en muchas lenguas, tuvo casi 200 ediciones en los últimos
años del siglo XIX. Lo mismo se hizo con los escritos del integrista
Martínez Sáez, obispo de La Habana, en particular los relacionados con el
concilio Vaticano I.
Pero la obra de mayor envergadura que emprendió la
Asociación de Católicos fue la creación en Madrid de los llamados Estudios
Católicos. Se perseguía con ellos la integridad, la perfección y la pureza
de la enseñanza. La primera de estas cualidades, según la Asociación,
se echaba de menos en España, en especial con respecto a las humanidades y
a la filosofía. Por ello se organizó un programa de estudios que seguía el
de la segunda enseñanza oficial, si bien insistía en el latín y
la religión «considerada en sí misma, o sea, en sus enseñanzas
dogmáticas y en su moral y en las pruebas y fundamentos que hacen
razonable el obsequio que prestamos a la fe».
La Asociación promovió también otras iniciativas
de tipo económico para ayudar al papa y al clero español. En este sentido se
intentó revitalizar la asociación llamada del Dinero de San Pedro, de la que ya
he hablado precedentemente, y se organizaron colectas en todas las
diócesis y parroquias.
A la Asociación de Católicos, extendida por toda
España, se unieron, a principios de 1869, las asociaciones de jóvenes y las de
mujeres católicos. Fueron un primer conato de lo que ya en pleno siglo XX sería
la Acción Católica, con sus ramas de hombres, mujeres y jóvenes.
9.
La cuestión religiosa
Cuando se habla de cuestión religiosa en las
Constituyentes de 1869, se alude directamente a la discusión parlamentaria
sobre los artículos 20 y 21 del proyecto, que en el texto definitivo de la
Constitución quedaron fundidos en el artículo 21.
«La nación se obliga a mantener el culto y los
ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquier
otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin
más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. Si
algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a
los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior».
La nueva Constitución fue aprobada el 1° de junio
de 1869 por 214 votos favorables y 55 contrarios. En ella se plasmaba el
programa revolucionario, se sancionaban las conquistas políticas y sociales
conseguidas desde septiembre de 1868 y se sintetizaban las ideas del
liberalismo democrático, ya que era obra de los intelectuales de la revolución,
los llamados «demócratas de la cátedra».
La promulgación solemne del nuevo texto
constitucional debía celebrarse el domingo 6 de junio de 1869 durante una
ceremonia grandiosa que tendría lugar en el palacio de las Cortes. Estaba
previsto un acto religioso. La prensa anunció que el Gobierno invitaría a los
obispos para que asistiesen al mismo y ratificasen con su presencia el
apoyo de la Iglesia a la nueva orientación política del Estado. Sin embargo,
ni la Santa Sede ni la jerarquía española aceptaron la invitación. El
nuncio Franchi consiguió del ministro Lorenzana
que no fuesen cursadas invitaciones a los obispos y que se suprimiese el
previsto acto religioso, con el fin de evitar el escándalo de los
católicos por la presencia de los obispos en el acto de promulgación de
una Constitución contraria a los intereses de la Iglesia.
El Gobierno cedió en este punto, pero fue
inflexible al exigir a los obispos y al clero el juramento de fidelidad a la
nueva Constitución, que prestaron todos los funcionarios civiles del
Estado. El juramento del clero planteó serios problemas, porque no podía
decidirse con un simple decreto del Ministerio de Gracia y Justicia, sino
que era necesario oír el parecer de la Santa Sede. Cuando el nuncio Franchi preparaba su regreso a Roma a finales de junio de
1869, tuvo que retrasar el viaje para llegar a un acuerdo con el Gobierno
sobre el citado juramento. El ministro de la Guerra, general Prim, amenazó con
el exilio y la ocupación de temporalidades a los eclesiásticos que no
jurasen, mientras el general Serrano era partidario de suspenderlo para
estudiar detenidamente las implicaciones de un gesto que podía ser perjudicial
no sólo para la Iglesia, sino también para el Estado. Franchi advirtió al ministro Lorenzana que todos los obispos y la inmensa mayoría
del clero se negarían a prestar un juramento contrario a sus conciencias,
a la vez que prohibido por la legislación eclesiástica.
Las gestiones del nuncio fueron infructuosas, y
las tensiones entre la Iglesia y el Estado se agravaron. Franchi no había asistido a la promulgación de la nueva Constitución ni a la entronización
del general Serrano como regente del reino. Tampoco estuvieron presentes en
estos actos el personal de la Nunciatura y los funcionarios del Tribunal
de la Rota. El 18 de junio hubo una reestructuración ministerial, con
dos cambios importantes para el futuro desarrollo de las relaciones con
la Iglesia, ya que cesaron los ministros Lorenzana (Estado) y Romero Ortiz
(Gracia y Justicia), que fueron sustituidos por Silvela y Martín
de Herrera. Sin embargo, el nuevo Gabinete insistió en el juramento de los obispos,
advirtiendo que no se les exigiría nada contrario a las leyes de Dios y de
la Iglesia. Pero el mismo Gobierno comprendió que era prudente esperar una
respuesta de la Santa Sede, habida cuenta de las reticencias y escrúpulos
de muchos obispos y sacerdotes ante el juramento.
Tras la salida del nuncio Franchi,
el asunto fue encomendado al cardenal Moreno, arzobispo de Valladolid, que se
convirtió desde ese momento en la cabeza moral del episcopado, ya que el
primado, Alameda, se hallaba totalmente apartado de las actividades pastorales
y políticas por su edad avanzada y estado de salud. El ministro de Gracia
y Justicia, Martín de Herrera, mantuvo conversaciones con el
cardenal Moreno para conseguir el juramento. Hizo un llamamiento al
patriotismo del clero español, que en otros importantes momentos
históricos —1812, 1837, 1845— había jurado sin dificultad las constituciones
políticas del Estado. En Roma se abrió un doble expediente; por una
parte, el aspecto canónico del juramento fue encomendado a la
Penitenciaría Apostólica, y sus implicaciones políticas pasaron al estudio
de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios. La Penitenciaría
declaró que el juramento de la nueva Constitución era ilícito, pero que
el clero podría jurar solamente si fuese obligado por el Gobierno por
medidas violentas y con las reservas debidas. La respuesta del
dicasterio romano no satisfizo al Gobierno, pero el ministro Silvela
aplazó el asunto hasta el 20 de septiembre de 1869, y aprovechó sus
vacaciones en Vichy (Francia) para mantener contactos con la Santa Sede a
través del nuncio en París, con el fin de obtener la autorización
definitiva para que el clero jurase, con la reserva de que no se le exigía
nada contrario a las leyes de Dios ni de la Iglesia. En Madrid había
quedado encargado interinamente del Ministerio de Estado Manuel Becerra,
quien envió una nota al agente español en Roma, Jiménez Fernández, para
que la entregase personalmente al cardenal Antonelli.
Vista la gravedad y la urgencia del asunto, el
secretario de Estado trató personalmente la cuestión con Pío IX, y el 17 de septiembre
comunicó a Mons. Bianchi, encargado de Negocios en Madrid, que por parte
de la Santa Sede no había obstáculo alguno para que el clero jurara la
nueva Constitución, habida cuenta de las promesas hechas por el Gobierno
al poner las reservas ya conocidas. Parece ser que esta decisión la tomó el
papa personalmente el 16 de septiembre de 1869, y fue una auténtica
victoria para el Gobierno revolucionario, que había obtenido cuanto deseaba, ya
que el juramento del clero era una valiosa arma política para hacer frente
a los principales enemigos del momento —los carlistas—, promotores de una
guerra civil, que contaban con la simpatía y el apoyo de amplios sectores
del clero. En efecto, si el papa autorizaba el juramento, quedaba
desarticulado uno de los argumentos que los carlistas aducían con mayor
vigor contra el nuevo texto constitucional, es decir, su oposición a las leyes
divinas y eclesiásticas.
Pese a esta aparente victoria, no todas las
dificultades quedaron superadas, pues buena parte del episcopado, que no
compartía la decisión tomada por el pontífice, aprovechó su presencia en Roma
para asistir al concilio Vaticano I y consiguió con sus presiones que se
revisara de nuevo todo el asunto a la luz de otros principios y
observaciones que hasta ese momento habían pasado desapercibidos.
10.
Los obispos contra el juramento de la constitución
Hemos aludido anteriormente al doble aspecto,
pastoral y político, que presentaba el juramento de la Constitución por el
clero. Si bien el político quedó superado con la resolución adoptada por
Pío IX de autorizar el juramento con las reservas aceptadas por el Gobierno, el
pastoral, que implicaba un grave problema de conciencia, nunca fue
resuelto, ya que los obispos se opusieron tenazmente a cualquier tipo de
compromiso con las autoridades civiles, y, no obstante el acuerdo
político-diplomático entre los Gobiernos madrileño y pontificio, ni juraron
ni permitieron que el clero jurase.
La actitud del episcopado comenzó a manifestarse a
medida que avanzaban las discusiones parlamentarias sobre la cuestión religiosa
aun antes de ser aprobada la Constitución. Cuando ésta quedó proclamada,
no solamente los obispos, sino la casi totalidad del clero y grandes
sectores de la población católica practicante, se opusieron a la nueva ley
fundamental del Estado, porque el artículo 21 violaba los tradicionales
principios de la unidad católica española y los privilegios reconocidos a
la Iglesia en el concordato de 1851, con lesión evidente de otros
derechos y prerrogativas de las personas e instituciones eclesiásticas.
Deben tenerse en cuenta estas consideraciones para comprender la intransigencia
del episcopado ante el juramento, incluso después de la autorización de la
Santa Sede, porque, en realidad, el caballo de batalla fue el gravísimo
problema de conciencia que el clero y los católicos plantearon al negarse
a jurar, mientras en otros países europeos, concretamente en Francia y Bélgica,
los católicos habían jurado constituciones tan liberales y tolerantes en
materia religiosa como la española. La actitud de los obispos fue tan
negativa, que llegaron a ser más papistas que el papa.
La batalla del episcopado contra el juramento se
desarrolló en tres tiempos. El primero, durante el mes de junio de 1869. El
segundo, en septiembre-octubre del mismo año, y la tercera, en
marzo-mayo de 1870.
La correspondencia mantenida entre los obispos y
el nuncio en junio de 1869 fue muy intensa, lo cual demuestra la importancia
del argumento y la preocupación de la jerarquía. Franchi retrasó su viaje a Italia, pero no consiguió calmar a los obispos, que
comenzaron a publicar en los boletines eclesiásticos notas pastorales
prohibiendo el juramento en espera de la decisión pontificia. Pero
mientras la respuesta de la Penitenciaría Apostólica fue para muchos
obispos de una claridad meridiana, la nota que el cardenal Antonelli envió en
septiembre a Mons. Bianchi fue interpretada como una interferencia
política en un asunto de conciencia que había quedado ya resuelto por la
primera. La nota del cardenal Antonelli, que el encargado de Negocios de
la Santa Sede transmitió solícitamente a los obispos, llegó en un momento
inoportuno, a finales de septiembre y principios de octubre, cuando la
mayoría de los prelados preparaba el viaje para asistir en Roma al
concilio Vaticano I. Algunos se limitaron a acusar recibo, sin más comentarios.
Cuando llegó la primavera de 1870, el Gobierno
decidió aplicar los acuerdos adoptados con Roma, y publicó el 17 de marzo un
decreto, firmado por el ministro de Gracia y Justicia, Montero Ríos, que
obligaba a los eclesiásticos a jurar. La reacción de los obispos fue
inmediata, y la negativa, total. Los gobernadores eclesiásticos y vicarios
generales de los obispos ausentes tenían órdenes tajantes de impedir el
juramento hasta que recibiesen instrucciones precisas de los respectivos
prelados. Apenas publicado el decreto ministerial, el encargado pontificio
Bianchi lo envió al nuncio Franchi, residente en
Roma, advirtiéndole que en el preámbulo del mismo el ministro hablaba de
los acuerdos con Roma en términos tan ambiguos, que podían crear confusión
entre los católicos. Por ello sugería la publicación de cartas pastorales ad
vitanda scandala.
Sin embargo, los obispos preparaban en Roma el
ataque final y definitivo al juramento. Hubo presiones insistentes para que la
Santa Sede retirara el acuerdo anterior, ya que las promesas del Gobierno no
merecían crédito y lo que se quería conseguir con el juramento era la adhesión
incondicional de la Iglesia a la nueva situación política. Las reservas
pedidas por los obispos tenían una importancia relativa para el Gobierno,
ya que, si el clero prestaba el juramento aun con restricciones, el
impacto que produciría ante la opinión pública quedaba asegurado, y nadie
podría dudar de la actitud favorable de la Iglesia al nuevo régimen. Y como la
preocupación del Gobierno era eminentemente política, los obispos adoptaron
una conducta en el mismo sentido, si bien cubierta con pretendidas razones de
orden pastoral o espiritual. Los prelados, que en principio pudieron estar
divididos sobre la oportunidad y conveniencia del juramento, tras varios meses
de permanencia en Roma, adoptaron el acuerdo unánime y definitivo de
oponerse al juramento. Así lo demuestran las gestiones que realizaron durante
el invierno de 1869-70 y el documento colectivo firmado por todos
ellos, con la sola excepción del obispo de Almería, Pérez Minayo.
Los obispos consiguieron que la cuestión del
juramento, ya estudiada por la Penitenciaría, pasase al Santo Oficio, quien
examinó todo el problema a la luz del decreto ministerial de 17 de marzo de
1870, donde se afirmaba que el Gobierno no exigía del clero nada contrario
a las leyes de Dios y de la Iglesia. El voto del Santo Oficio fue
negativo. El juramento no se podía prestar ni siquiera con las reservas
aceptadas por el Gobierno, ya que tendría repercusiones muy negativas para
la vida religiosa del pueblo católico.
Mientras en Roma se hacían estas gestiones, en
España surgían protestas del clero y de los obispos que no habían podido
asistir al concilio. Los canónigos de Osma se negaron corporativamente a jurar,
con el apoyo del obispo Lagüera. El cardenal García Cuesta, otro de los
ausentes del concilio, criticó duramente el acuerdo entre la Santa Sede y
el Gobierno español con respecto al juramento. Varios obispos se
adhirieron al documento colectivo de Roma. Así los de Segorbe («No es
digno ni decoroso el juramento que se exige»), Cádiz («Mi primer propósito
es negarme abiertamente a jurar la nueva Constitución») y Córdoba
(«El obispo no puede prestar el juramento de la Constitución, ni asentir
a que su clero lo preste en los términos que le precisa el
mencionado decreto»).
El 27 de abril de 1870, el cardenal Antonelli
comunicó al nuncio Franchi la decisión de la Santa
Sede favorable al juramento para que la transmitiera a los obispos
residentes en Roma. Para entonces ya era público el documento colectivo.
Sin embargo, no hubo unanimidad entre los prelados a la hora de interpretar la
última decisión de la Santa Sede, ni mucho menos a la hora de ejecutarla.
La mayoría se opuso, pero el obispo de Almería prefirió «seguir las
huellas expresamente trazadas por Su Santidad», y autorizó el juramento, aunque
en su diócesis lo hicieron solamente una minoría: 11 canónigos sobre 38 y
24 sacerdotes sobre 189. También juraron el cardenal primado, Alameda, y
el auditor-asesor de la nunciatura, José María Ferrer, con el personal
de la Rota. La Fuente asegura que los juramentados fueron muy
pocos. Por parte de la Santa Sede no hubo otras intervenciones, y los
obispos tampoco volvieron a hablar, si bien el Gobierno mantuvo la
obligatoriedad del juramento y privó al clero de ayuda económica. La
polémica sobre el juramento estuvo coleando durante el sexenio hasta los
primeros años de la Restauración.
11.
Clero y carlismo
Los estudios sobre la conducta política del clero
español en el siglo XIX son tan escasos y someros, que resulta muy aventurado
sacar conclusiones. Con respecto al sexenio revolucionario, la investigación es
muy deficiente; por ello, cualquier afirmación o comentario puede
ser susceptible de revisión. Desde 1868 hasta la Restauración no puede
decirse que el clero en general fuese ni revolucionario ni antirrevolucionario.
No mostró simpatías carlistas ni liberales. Fue simplemente clero, y se limitó
a cumplir sus actividades pastorales en la medida en que las
circunstancias político-militares del país lo permitieron. Esta primera
impresión, muy sumaria, se deduce tras una lectura atenta de los numerosos
informes presentados por los obispos a la Santa Sede con motivo de la
visita ad limina así como de la intensa
correspondencia mantenida por los mismos con el nuncio y con el ministro de
Gracia y Justicia. Sin embargo, hubo excepciones, que ya han sido
indicadas. En las Cortes Constituyentes, dos sacerdotes militaron por el
grupo progresista (Alcalá Zamora) y por los tradicionalistas católicos
(Manterola). Otros clérigos que no llegaron a los escaños parlamentarios
tuvieron intervenciones destacadas en la guerra civil desde las filas
carlistas, y al proclamarse la I República no faltaron eclesiásticos
activísimos en las barricadas y revueltas cantonales. Pero se trató siempre de
excepciones tan aisladas, que no justifican calificativos aplicados al clero en
su conjunto.
Los sacerdotes que tenían cargos parroquiales permanecieron
en sus puestos durante todo el sexenio, y, pese a las graves dificultades de
tipo económico, no abandonaron el ministerio, siendo ayudados por los
fieles en la medida de sus posibilidades. La tentación política no sedujo
al clero, y aunque una gran mayoría defendió la monarquía
borbónica, que le había asegurado una posición acomodada y tras el
concordato de 1851 le había devuelto una serie de privilegios, ante la
experiencia revolucionaria adoptó una actitud de observación y espera,
ciertamente con el deseo de ver restaurada cuanto antes la situación
perdida.
El Gobierno provisional temió desde un principio
que el clero pasara a la oposición carlista. Cuando comenzó la campaña
electoral para las Constituyentes, los obispos indicaron al clero que debía
orientar a los fíeles sobre la necesidad de concurrir al bien común por
todos los medios posibles, pero sin aludir al partido concreto que debían
votar. En algunas diócesis, en particular Toledo y Pamplona, algunos
sacerdotes intervinieron en los colegios electorales. Cuando las Cortes
discutieron la cuestión religiosa, el clero en masa, unido a los obispos,
defendió la unidad católica de España, y, a raíz de las blasfemias
proferidas por algunos diputados, los sacerdotes no dudaron en atacar y
condenar públicamente a los blasfemos, aunque el Gobierno interpretó estas
intervenciones como «altamente ofensivas y enteramente contrarias a las máximas
sagradas del Evangelio». Las autoridades civiles no toleraron interferencias de
los eclesiásticos, en particular de los párrocos rurales, contra la tarea
legislativa de la asamblea constituyente. Con este motivo no faltaron
frecuentes conflictos entre los obispos y los gobernadores civiles.
Cuando avanzaba el verano de 1869, y con él la
insurrección carlista, algunos eclesiásticos —desconozco cifras exactas, pero
debieron de ser muy pocos— tomaron las armas contra el Gobierno legítimo
de Madrid, con la reacción consiguiente del ministro de Gracia y Justicia, Ruiz
Zorrilla, que a principios de agosto lanzó un furibundo manifiesto contra
el clero con el intento de mostrar la rebeldía de los eclesiásticos a las
autoridades constituidas. Calumnias, ofensas y amenazas sirvieron
al ministro para invadir la jurisdicción episcopal y ordenar a los
obispos que predicasen a sus sacerdotes obediencia al Gobierno,
obligándoles a retirar las licencias ministeriales a cuantos se declarasen
enemigos del régimen.
Difícilmente pudo ocultar Ruiz Zorrilla su
anticlericalismo integral y su fanatismo, digno de los políticos más regalistas
del siglo XVIII. Mientras en España se hablaba de separación Iglesia-Estado y
se concedían todas las libertades, un ministro del Gobierno revolucionario
lanzaba un decreto que violaba la autonomía e independencia de la
jerarquía eclesiástica. Dado el término perentorio impuesto por el ministro, la
respuesta de los obispos fue inmediata. No tuvieron tiempo los
prelados para consultar a la Nunciatura ni para ponerse de acuerdo entre
sí; por ello no debe sorprender la multiplicidad de pareceres ante la
iniciativa ministerial. Tras la lectura de las respuestas, salta a la
vista un primer dato importantísimo: que los sacerdotes habían permanecido
en sus parroquias desde el comienzo de la revolución, sin abandonar sus
puestos —salvo casos muy raros y aislados, sin participar en modo alguno
en actividades políticas y, por supuesto, sin financiar a las tropas
carlistas, como insolentemente insinuaba el ministro, entre otras cosas
porque la situación económica del clero era tan grave y desesperada, que
cualquier denuncia en este sentido resultaba a todas luces
completamente falsa y además ridícula.
Las únicas ausencias registradas por los obispos
fueron dos sacerdotes de Badajoz, «que están en ausencia injustificada hace
algún tiempo, tienen instruidos expedientes canónicos y notificado mandato de
residencia»; otros dos en Málaga, Enrique Romero y Esteban de Rivas, «que
se han consagrado única y exclusivamente a hacer propaganda de la
república federal, y que, por lo tanto, se hallan comprendidos en
el artículo 3.° del citado decreto»; cinco de Menorca, ausentes por
motivos legítimos; uno de Toledo y otro perteneciente a las órdenes militares,
que se unieron a las partidas rebeldes de Castilla la Vieja. El obispo de Jaén
declaró que casi todos sus sacerdotes residían en la diócesis, sin precisar el
número de ausentes, y el de León pidió indulto de la pena capital para el
beneficiado de su catedral, Agustín Milla, no sabemos si condenado por
delitos comunes o políticos. Por último, el obispo de Gerona comunicó al
ministro que los párrocos de Figueras, Agullana, Rabos
de Ampurdá, Cabanas y Santa
Leocadia de Algama estaban ausentes de sus parroquias
porque habían sido desterrados en octubre de 1868 por las juntas revolucionarias,
sin autorización del prelado. Es decir, que el número de los sacerdotes
rebeldes era insignificante, y aunque es muy probable que hubiese alguno más no
señalado por los obispos, la cifra no era tan representativa como para provocar
un decreto ministerial que comprometía la credibilidad de todo el clero
español.
Las respuestas que los obispos y vicarios
capitulares dieron al decreto del ministro Ruiz Zorrilla fueron divididas en
tres categorías. En la primera estaban los que «habían contribuido al
restablecimiento del orden público, cumpliendo con lo dispuesto en mi
decreto», a los cuales se manifestó el agrado y la complacencia del
Gobierno. Fueron éstos los arzobispos de Toledo (Alameda), Burgos (Rodrigo Yusto), Granada (Monzón), Sevilla (Lastra),
Valencia (Barrio) y Valladolid (Moreno), y los obispos y vicarios capitulares
de Albarracín, Almería, Badajoz, Barbastro, Barcelona, Cádiz, Calahorra, Ceuta,
Córdoba, Coria, Cuenca, Gerona, Huesca, Ibiza, Jaca, León, Lugo, Málaga,
Menorca, Mondoñedo, Orense, Orihuela, Oviedo, Palencia, Pamplona, Plasencia,
Salamanca, Segovia, Sigüenza, Solsona, Teruel, Tortosa, Tuy, Vich y Vitoria. Formaban
la segunda categoría los prelados que no cumplieron las órdenes del
ministro, cuyos escritos fueron remitidos al Consejo de Estado, por si, «dada
la nueva situación de la Iglesia en España, por resultado de la Constitución
promulgada por las Cortes Constituyentes, procede o no su denuncia criminal
ante el Tribunal Supremo de Justicia». Estos eran los arzobispos de Tarragona
(Flix) y Zaragoza (García Gil), y los obispos de
Astorga, Ávila, Cartagena, Guadix, Jaén, Lérida, Mallorca, Santander, Segorbe,
Tarazona y Zamora. Por último, las respuestas del cardenal García Cuesta,
arzobispo de Santiago, y de los obispos de Osma (Lagüera) y Urgel (Caixal) fueron transmitidas al fiscal del Tribunal
Supremo para que procediese de acuerdo con las leyes comunes y disposiciones
vigentes. A estos tres obispos se les sometió a proceso regular, y por esta
razón se les negó el pasaporte para asistir al concilio Vaticano I, si
bien el de Urgel escapó por Andorra y estuvo presente en las sesiones
conciliares.
El clero sufrió también las arbitrariedades
cometidas por las autoridades locales y provinciales. Por simples sospechas, en
la mayoría de los casos carentes de fundamento, fueron registrados domicilios
de sacerdotes, muchos de los cuales padecieron arresto y encarcelamiento
después de haber desfilado por las calles de sus pueblos o ciudades
entre burlas e insultos. Escenas de este tipo ocurrieron en Madrid,
Valladolid y otras capitales. La prensa madrileña anunció para el 15 de
agosto de 869 una gran manifestación anticlerical, con el apoyo de todos los
partidos revolucionarios y con la anuencia del Gobierno. Pero tanto los
republicanos como el alcalde de Madrid, Nicolás María Rivero, se opusieron
enérgicamente, y la manifestación no se celebró. Entre tanto, el ministro
Ruiz Zorrilla, irritado por las respuestas que los obispos habían dado a
su decreto, provocó un grave conflicto en el Consejo de Ministros, ya que
algunos de sus colegas —en concreto, Topete, Silvela y Ardanaz,
que pertenecían a la Unión Liberal— amenazaron con dimitir si el titular
de Gracia y Justicia adoptaba medidas severas contra los prelados. La crisis
política quedó superada gracias a las intervenciones personales del general
Serrano y del presidente de las Cortes, y se adoptó el sistema de dividir
las respuestas de los obispos en tres categorías, como he dicho anteriormente.
La insurrección carlista fue dominada a finales de
agosto, pero entonces la posición del clero había quedado definitivamente comprometida
por el Gobierno, que le siguió acusando de colaboracionismo con los rebeldes.
El obispo de Málaga pidió al Ministerio que se tomasen medidas no
solamente contra los sacerdotes pro carlistas, sino también «contra todos
aquellos que tratan de subvertir el orden y que, olvidándose de su ministerio,
trafican con la política, pues a todos los creo igualmente responsables y
dignos de severísimos castigos». No ocultaba este prelado que muchos
clérigos se lanzaban por el camino de la política, adulando a las autoridades
del momento para conseguir prebendas, beneficios e incluso el episcopado, como
ocurrió con Luis Alcalá Zamora, presentado para Cebú, «cosa —concluía el
obispo Pérez Fernández— que difícilmente podrían obtener con sus méritos,
instrucción y virtudes». A propósito de los sacerdotes comprometidos con
los liberales, el obispo de Cuenca había dicho que eran «sólo unos poquitos
hacia la parte más próxima al arzobispado de Valencia (las zonas de
Requena y Utiel, que entonces pertenecían a la diócesis conquense)...
más bien por ignorancia que por malicia, pues los que se han
señalado uniéndose a las juntas son de los más ignorantes y atrasados».
12.
El matrimonio civil
Mientras los Gobiernos español y pontificio
negociaban la cuestión del juramento de la Constitución, el ministro de Gracia
y Justicia, Montero Ríos, presentó a las Cortes un proyecto de ley relativo al
matrimonio civil, que fue aprobado por las Cortes el 18 de junio de 1870.
Dicha ley establecía que el matrimonio civil era el único capaz de
producir efectos jurídicos en el ámbito del Estado, lo reconocía como
perpetuo e indisoluble y prescribía que se celebrara ante el juez
municipal, no pudiendo oficiarlo quienes estuviesen ordenados in sacris o
hubiesen profesado 'fen una orden religiosa hasta tanto en uno u otro caso se
obtuviesen las licencias canónicas necesarias.
La introducción del matrimonio civil fue una
consecuencia lógica de la libertad religiosa aprobada en las Constituyentes, y
en concreto del artículo 27 de la nueva Constitución, que había declarado
que «la adquisición y el ejercicio de los derechos civiles y políticos son
independientes de la religión que profesen los españoles». Un año antes, en la
sesión del 20 de noviembre de 1869 celebrada en las Cortes, el
entonces ministro de Gracia y Justicia, Ruiz Zorrilla, había manifestado
el propósito del Gobierno de presentar dicho proyecto de ley «como complemento
del artículo que se refiere a la libertad de cultos».
El impacto de la opinión pública fue tremendo,
porque el matrimonio civil rompía la tradición secular española en esta
materia, y para la gran masa del pueblo fue una novedad difícil de aceptar. Por
ello no debe sorprender que la mayoría de los españoles siguiesen
casándose por la Iglesia. «Durante la vigencia de la ley del matrimonio
civil —señala un autor— hubo personas que se casaron canónica y
civilmente, cumpliendo con su religión y con la ley; pero también es
cierto que hubo otros, aunque pocos, que sólo se casaron civilmente;
otros, en su mayor número, que sólo contrajeron matrimonio ante la
Iglesia; y no faltó algún caso excepcional y lamentable de individuos que
se casaron dos veces con diferentes mujeres, canónicamente con una y
civilmente con otra» 21.
La Santa Sede y la jerarquía española condenaron
esta ley, porque atacaba los principios del sacramento del matrimonio y porque
la Iglesia reivindicaba el derecho único y exclusivo a regular
jurídicamente el matrimonio entre los cristianos, dejando solamente al Estado
la facultad de legislar sobre los efectos civiles del mismo. Llovieron
pastorales y escritos de obispos contra la nueva normativa, que La Cruz
publicó puntualmente. Esta revista presentó el nuevo texto con el siguiente
significativo título: «Proyecto de ley de matrimonio civil o de mancebía,
hablando en castellano».
En 1874, el Gobierno resolvió que no pudiesen
contraer matrimonio civil quienes estuviesen ligados por uniones canónicas. Con
esta disposición se le comenzó a quitar fuerza a una ley que nunca arraigó
entre el pueblo. Ya en plena Restauración, el ministro Cárdenas mandó
inscribir como legítimos los hijos nacidos de matrimonios canónicos
celebrados a partir de 1870 y el 9 de febrero del mismo año quedó derogada
la ley del matrimonio civil y establecida la nueva legislación, que
preveía tanto la forma religiosa canónica como la civil. Influyeron en
esta decisión las gestiones del nuevo nuncio, Simeoni,
quien había recibido instrucciones precisas al respecto con el fin de
evitar una de las «más funestas consecuencias de la libertad religiosa».
13.
El concilio Vaticano I
Me refiero a la participación española en la
asamblea ecuménica de 1869-70, prescindiendo de la historia general de la misma.
La presencia de obispos en Roma fue numerosa, pero su actuación en el Vaticano
I produce una cierta impresión de frustración. Nos faltan monografías sobre
este aspecto de la historia eclesiástica española; pero siguiendo las
investigaciones de Martín Tejedor, el único que se ha aproximado hasta ahora
con acierto al tema, trataré de sintetizar las cuestiones fundamentales.
En las tareas preparatorias del concilio
participaron varios teólogos españoles por invitación del cardenal Caterini, prefecto de la Congregación del Concilio; pero su
aportación resulta muy difícil de precisar dado el estado sumario de los
estudios. En la Comisión Teológico-Dogmática intervino el canónigo chantre de
Cádiz, Esteban Moreno Labrador (1813-85); en la de Regulares, el jesuíta Fermín Costa, rector del seminario de
Barcelona, y el arcipreste de la catedral de Sevilla, Victoriano Guisasola
Rodríguez, que murió en 1888 siendo arzobispo de Santiago de Compostela, y
no debe confundirse con su sobrino, Victoriano Guisasola Menéndez (t 1920),
cardenal arzobispo de Valencia y Toledo. En la Comisión de Disciplina
participó José de Torres Padilla, profesor de historia eclesiástica en el
seminario de Sevilla, y en la Comisión Político-eclesiástica intervinieron otro
profesor del seminario hispalense, Juan Campelo, y el
sacerdote guatemalteco, de familia española, avecindado en Sevilla,
Antonio Ortiz Orruela. Todos estos
eclesiásticos fueron escogidos por el nuncio Barili.
Faltó una representación más amplia de otros centros de estudios
prestigiosos, como eran ya entonces los seminarios centrales de Granada,
Salamanca, Toledo y Valencia.
Pío IX consultó a seis obispos —García Cuesta, Moreno Maisonave, Rodrigo Yusto,
De la Puente, García Gil y Blanco Lorenzo— sobre los temas que deberían
tratarse en el concilio. Los prelados españoles mostraron predilección por la
amplia temática del Syllabus, y hubieran deseado un pronunciamiento solemne del
concilio sobre algunas cuestiones vivas del momento, como las limitaciones
impuestas por el poder civil a la autoridad eclesiástica.
Aunque la mayoría del episcopado pudo viajar a
Roma sin dificultades, hubo algunos prelados que tuvieron que permanecer en
España por motivos políticos. El cardenal García Cuesta y el obispo Lagüera,
de Osma, no recibieron pasaporte del Gobierno por el procesamiento a
que se ha aludido en las páginas anteriores. Otros obispos no pudieron
asistir por motivos de salud.
Apenas llegaron a Roma los prelados españoles,
unidos en torno al cardenal Moreno, arzobispo de Valladolid, se mostraron
favorables a la infalibilidad, y comenzaron las gestiones para que se
definiese como dogma. «Esta adhesión de España al intento infalibilista —observa Martín Tejedor— es el coronamiento
del romanismo nuevo que aparece en la Iglesia española tras la muerte de
Fernando VII y como consecuencia de la revolución». En esta línea
trabajaron abiertamente Moreno, Barrio, Monescillo,
García Gil, Blanco Lorenzo y Lluch Garriga. Y en esta línea hay que situar
el discurso del obispo Payá, de Cuenca, que registró
«el momento culminante de la intervención española en el aula conciliar». El
discurso de Payá no fue una síntesis teológica, sino
una pieza oratoria que impresionó y convenció por la brillantez y
amplitud. Payá regresó a España como el
triunfador del concilio, entre el entusiasmo de los católicos, cuando en
realidad su discurso, que fue improvisado, no hizo más que repetir cuanto
otros Padres conciliares habían dicho en el aula vaticana. Se trató de una
intervención discutida, pues mientras, para unos autores, el obispo de
Cuenca dijo la última palabra sobre la infalibilidad, que fue definida a
los pocos días, para otros pasó totalmente inadvertido.
Ciertamente, los obispos españoles no brillaron en
el Vaticano I como sus hermanos del siglo XVI en el Tridentino. Quizá faltó la
mayor figura del momento —el cardenal García Cuesta—, que podía
haber tenido intervenciones memorables. También hay que tener en cuenta
el impacto de la revolución española en el ánimo de los obispos a la
hora de proponer o defender posturas avanzadas en el campo de las
ideas. Martín Tejedor alude además al caudillaje del cardenal Moreno
como uno de los factores que contribuyeron a crear una impresión
negativa de la participación española. El arzobispo vallisoletano era
«serio, competente, de gran precisión de juicio y notable sentido común, de
mente más urbana que peyorativamente curial, y tuvo que sentirse muy
extraño en aquella asamblea, cuya fracción más vistosa estaba dispuesta
a eternizarse, disputando al papa unos derechos cuya proclamación
era apremiante de cara a una Iglesia que ardía por los cuatro costados».
Con respecto a las repercusiones del Vaticano I en
España, hay que decir que tanto el anuncio del concilio como su celebración
fueron seguidos con atención por la prensa confesional. Periódicos como El
Pensamiento Español, La Esperanza y el moderado La Epoca dieron a la asamblea ecuménica el relieve que se merecía. Desde la prensa
liberal ocurrió en España lo que en otros países europeos: se atacó al concilio como
instrumento político del pontífice para defender su poder temporal. El que
luego sería ministro de Estado tras la revolución del 68, Alvarez de Lorenzana, publicó en la primavera de dicho año
varios artículos, en los que interpretaba la celebración del Vaticano I desde
un planteamiento político, sometiendo «la historia de la Iglesia a un ensayo
de lo que hoy llamaríamos morfología y evolución de la sociedad, sin escandalizarnos
de que tales esquemas mentales se aplicasen a la sociedad visible y humana y
fundada por Cristo». La prensa católica reaccionó contra estas interpretaciones.»
En las Cortes Constituyentes se afirmó el deseo de
que la Iglesia no se inmiscuyera en los asuntos internos del Estado y el
Gobierno advirtió que se tomarían medidas para impedir que surtieran
efecto eventuales decisiones conciliares contrarias a la nueva política
instaurada con la revolución. El diputado Suñer y Capdevila, tristemente
célebre por las blasfemias que profirió en dichas Cortes, asistió al anticoncilio celebrado en Nápoles, organizado por el
diputado italiano Ricciardi para tratar de la libertad religiosa, la
separación Iglesia-Estado y adopción de una moral independiente.
Capítulo II
LA MONARQUÍA DE DON AMADEO
1.
Pío IX y Amadeo de Saboya
La revolución de 1868 no fue republicana, sino
monárquica. Pasados los primeros fervores de exaltación, la actividad política
se centró en la búsqueda de un monarca que ciñera la corona española, ya
que Isabel II y su dinastía habían quedado excluidas para siempre
del trono. No fue tarea fácil encontrar un rey. Desde octubre de
1868 hasta diciembre de 1870, las gestiones y negociaciones en las cancillerías europeas
fueron muy intensas, pues todas las naciones tenían intereses en la
sucesión al trono de España. La Santa Sede no mostró inclinación especial
hacia candidato alguno. Es evidente que no veía con simpatía a varios
pretendientes y que Pío IX en concreto no ocultaba su predilección por el
príncipe Alfonso, hijo de Isabel II, aunque en aquellos momentos no tenía
posibilidades de ceñir la corona. El nuncio Franchi fue
más explícito, y dejó constancia de su antipatía hacia el duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, candidato que llegó a
tener fundadas probabilidades de ser escogido.
La designación recayó sobre Amadeo de Saboya, hijo
de Víctor Manuel II, rey de Italia. Para la Santa Sede se había elegido al
peor, porque su padre había sido el usurpador de los Estados Pontificios, y
aunque el Gobierno español trató de conseguir el reconocimiento del nuevo
monarca, Pío IX nunca accedió. En diciembre de 1870, Amadeo comunicó al papa su
elección, y el pontífice aprovechó esta circunstancia para advertirle que
en España encontraría muchos peligros por culpa de los hombres de la
revolución, «que prefieren la materia al espíritu, y para obtener el
triunfo de aquélla tratan de vilipendiar la religión, oprimir a sus
ministros y fomentar, especialmente entre los jóvenes, las pasiones más
abominables, con el fin de borrarles la fe en Dios».
Amadeo llegó a Madrid el 2 de enero de 1871.
Comenzaba un nuevo reinado, a la vez que se instauraba una nueva dinastía. La
preocupación principal del nuevo monarca fueron las relaciones con el
papa, pues D. Amadeo era consciente de lo que significaba en una
nación tradicionalmente católica la presencia de un rey perteneciente a la
casa de Saboya y cuánto podía favorecer a sus adversarios políticos la
ruptura con la Santa Sede. Por ello intentó demostrar a los católicos españoles
que él también era católico, como católicos eran igualmente los sentimientos de
cuantos formaban su primer gobierno, presidido por el general Serrano.
Sólo en este contexto pueden entenderse tres documentos políticos de principios
de 1871: la carta del rey al papa, la circular del ministro de Estado a los
agentes diplomáticos y el manifiesto del Gobierno a la nación.
Con respecto al primero de ellos, La Civiltá Cattolica insinuó que
Don Amadeo había firmado con sumo gusto la carta dirigida al papa que el
Gobierno español le había preparado, pues aunque se trataba de un texto
inspirado en los principios liberales y contenía un verdadero programa de
indiferencia religiosa, sin embargo, estaba redactado con tal habilidad,
que podía satisfacer a la población católica. El hecho, además, de que
antes de llegar a manos del papa fuese dada a conocer por la prensa, tanto
española como extranjera, demostraba que se trataba más bien de un manifiesto
político que de un acto de homenaje al pontífice. Amadeo hacía profesión
de fe católica, pero declaraba que había sido elegido rey de una nación
eminentemente católica, cuyos ciudadanos «son libres de practicar el culto
que prefieren», y se manifestaba dispuesto a incrementar las cordiales
relaciones con la Santa Sede, testimoniando «filial amor y profunda
veneración» al papa.
El 20 de enero de 1871, Cristino Martos (1830-93),
ministro de Estado, envió una circular a los agentes diplomáticos de España en
el extranjero para manifestarles los propósitos y las aspiraciones del primer
Gobierno de la nueva monarquía, después de haber concluido el período
constituyente de la revolución española. Con respecto a la política exterior,
y tras afirmar que «España deseaba vivir en paz con todas las naciones»,
el ministro afrontaba el tema de las relaciones con la Santa Sede,
diciendo que esperaba llegasen a ser tan cordiales «como lo son las que el
Santo Padre mantiene muchos años hace con naciones donde se han planteado
las mismas reformas civiles que entre nosotros, sin menoscabo de los lazos
religiosos que unen a todos los católicos con el jefe de la Iglesia .
En el manifiesto dirigido a la nación el 16 de
febrero, el Gobierno repitió substancialmente las mismas ideas. Estas
manifestaciones políticas coincidieron con las gestiones que el encargado
español en Roma hizo ante la Santa Sede; pero el papa mantuvo una
intransigencia total frente al nuevo monarca, cuyo reconocimiento oficial
no era posible en esos momentos para el Vaticano, si bien la situación
española exigía un detenido análisis para decidir lo que fuese más
conveniente al bien de la Iglesia.
El reconocimiento del nuevo monarca por parte de
la Santa Sede presentaba dificultades de tipo político y religioso. La primera
dificultad política se limitaba a la persona de Amadeo, hijo de Víctor
Manuel II, ya que el pontífice sentía profundamente la ofensa provocada por
la comunicación que el ministro de Estado, Sagasta, había dirigido
en otros tiempos al Gobierno de Florencia sobre el reconocimiento
del reino de Italia y la ocupación de Roma. Dicha comunicación había
sido publicada en el libro verde editado por el Parlamento florentino.
Desde el punto de vista religioso las dificultades eran mayores, porque
la Santa Sede consideraba que el concordato de 1851 había sido
violado en varios de sus artículos con la introducción de la libertad
religiosa y otras innovaciones que la Iglesia consideraba ofensas graves.
2.
Los «agravios» de la revolución a la Iglesia
En el expediente previo al reconocimiento de
Amadeo de Saboya, Pío IX dio prioridad al aspecto religioso, y, en lugar de
entrar en consideraciones políticas, ordenó que se preparase una relación
completa de las violaciones cometidas por la revolución —los «agravios»—,
para presentarlas al Gobierno y exigir la reparación completa de las
mismas. La lista fue redactada entre Mons. Bianchi, desde Madrid, y el
nuncio Franchi, en Roma. El cardenal Antonelli
entregó una nota al encargado español, Jiménez Fernández, para que fuese
transmitida al Gobierno madrileño.
Los «agravios» eran 16: 1.°, libertad religiosa;
2.°, libertad de enseñanza; 3.°, matrimonio civil; 4.°, reducción de conventos;
5.°, supresión de las congregaciones de San Vicente de Paúl y San Felipe Neri;
6.°, supresión de las Conferencias de San Vicente de Paúl; 7.°,
supresión del tribunal de las Ordenes Militares; 8.°, supresión del
procapellán mayor de palacio; 9.°, violación de la jurisdicción del
vicario general castrense; 10.°, supresión de la dotación económica de los
seminarios; 11.°, retraso en el pago de los haberes del clero; 12.°,
incautación de los archivos, bibliotecas y objetos de arte y estudios
eclesiásticos; 13.°, supresión de los jesuítas; 14.°,
expulsión del obispo de La Habana y cisma de dicha diócesis; 15.°,
procesamiento del arzobispo de Santiago de Compostela y de los obispos de
Osma y Urgel, y 16.°, supresión del fuero eclesiástico.
La Santa Sede expuso las razones concretas por las
que se consideraba ofendida en cada uno de estos «agravios»; el Gobierno
español contestó puntualmente, y desde Roma se replicó a dichas respuestas.
La polémica fue muy dura, ya que ni el Gobierno estaba dispuesto a
ceder lo más mínimo en las cuestiones fundamentales, ni la Santa Sede
a aceptar con un reconocimiento oficial de la nueva monarquía los ultrajes
cometidos contra la Iglesia desde el comienzo de la revolución. Además,
algunos obispos que fueron interpelados al respecto ampliaron la lista de
«agravios», exigiendo la reparación de otras violaciones de los derechos
de la Iglesia, como la prohibición a las religiosas de admitir novicias y
de recibir la profesión solemne de las ya existentes, la supresión de la
enseñanza religiosa en las escuelas primarias, la venta anticanónica de los
bienes\eclesiásticos, la profanación de algunos cementerios por las autoridades
municipales, la destrucción de varios templos, el descuento del 10 por 100
impuesto arbitrariamente sobre las escasas mensualidades pagadas al clero
y la clausura y destino a usos profanos de algunos seminarios viejos, de
los que se habían apoderado las autoridades civiles y militares al comienzo de
la revolución. La Santa Sede no llegó a tomar en consideración esta
relación preparada por los obispos, y por ello no fue pasada al Gobierno.
3.
Política económica
El primer Gobierno de la nueva monarquía,
presidido por el general Serrano, consiguió mantenerse, salvando mil
dificultades, durante el primer semestre de 1871. Uno de los hechos que
quizá contribuyeron a derribarlo fue la celebración del XXV aniversario de
la elección de Pío IX, si bien para entonces la crisis política era ya
inevitable por otros motivos. El 16 de junio, el diputado carlista Ramón
Nocedal, hijo del conocido D. Cándido, que había sido ministro de Isabel
II, presentó a las Cortes una propuesta en la que decía textualmente:
«Pedimos al Congreso se sirva declarar que, uniéndose al sentimiento
general del católico pueblo español y de toda la cristiandad, ve con
indecible satisfacción y vivísima alegría que haya llegado al XXV aniversario de
su glorioso pontificado nuestro Santo Padre Pío IX, a pesar de la
persecución inaudita que sufre, víctima inocente y propiciatoria de los
extravíos, errores y crímenes que afligen en la época presente al género humano
y pervierten al orden social, el cual solamente puede
restaurarse siguiendo la palabra infalible del augusto vicario de
Jesucristo en la tierra.»
La imprudencia de los carlistas era evidente, pues
dicha proposición no podía ser aceptada por las Cortes, ya que suponía una
condena de la mayoría parlamentaria, cosa que no hubiera ocurrido si la
propuesta hubiese concluido con la palabra «Pío IX». El encargado
pontificio en Madrid denunció «la manía de los carlistas de mezclar siempre
la política con la religión», que provocó violencias en las Cortes y en las
calles madrileñas, hasta el punto de tener que defender la fuerza pública
el palacio de la Nunciatura para impedir atentados. Los homenajes se
desarrollaron con normalidad en las provincias, entre el entusiasmo general de
la población, «y donde se ha conseguido impedir que la política
se mezclara con la religión —comentaba Mons. Bianchi—, se ha visto
que todos los partidos, incluido el republicano, han participado en las
manifestaciones de adhesión al papa».
La crisis minis erial concluyó el 24 de julio con
la formación de un Gabinete presidido por el anticlerical Ruiz Zorrilla, con
Montero Ríos en Gracia y Justicia. Volvieron al Gobierno los ministros del
juramento de la Constitución y del matrimonio civil, que afrontaron inmediatamente
el problema económico del país. Con decreto del 17 de septiembre de 1871,
Montero Ríos redujo sensiblemente el presupuesto de gastos de su Ministerio,
suprimiendo varias partidas por un total de 3.133.408 pesetas. Las economías
afectaron a la dotación de culto y clero. Fueron suprimidas las
asignaciones de los coadjutores amovibles ad nuturn y las de las diócesis vacantes. Quedaron reducidas a la mitad las
cantidades destinadas a la reparación de templos y palacios episcopales.
Desaparecieron del presupuesto general las partidas relativas a
las fábricas de San Pedro y San Juan de Letrán y la dotación del
nuncio apostólico, las del instituto de las Hijas de la Caridad, del
santuario de Montserrat y de la casa de Santa Teresa de Jesús en Ávila,
pero sus gastos fueron cargados a la Obra Pía de los Santos Lugares de
Jerusalén, que disponía de cuantiosos fondos procedentes de limosnas, que
no eran controladas por el Estado. Suspendió la provisión de piezas
eclesiásticas sin cura de almas y pidió a los obispos que hiciesen lo
mismo evitando cubrir las prebendas de gracia. Muchas de estas
disposiciones eran razonables y justas en momentos de estrechez económica
para el Estado; pero no sólo faltó el consentimiento de la Santa Sede,
sino que se actuó unilateralmente sin informar a las autoridades
eclesiásticas.
Por ello, el sucesor de Montero Ríos, Alonso
Colmenares, mostró deseos de reconciliación con la Iglesia, y el 11 de
diciembre de 1871 publicó un decreto que atenuaba las disposiciones
emanadas de su predecesor y autorizó los nombramientos de deanes en las
catedrales y de abades en las colegiatas, a la vez que restableció la suprimida
dotación del nuncio. No se trataba, sin embargo, de medidas plenamente
conciliadoras, ya que se adoptaron otras medidas, como la secularización
de los cementerios, que ofendieron el sentimiento de los católicos, y la
real orden de 11 de enero de 1872 por la que se prescribía que los hijos
de matrimonio solamente canónico fuesen inscritos en el registro
civil como hijos naturales.
Se comprende que el Gobierno incluyera la
reducción del presupuesto eclesiástico en el paquete de reformas económicas que
la revolución debía promover, habida cuenta además de que el proceso
revolucionario había tenido en su origen, junto con la crisis política y
social, razones de carácter económico, debido a la incapacidad mostrada
por los españoles de seguir al ritmo necesario el desarrollo industrial y
mercantil de una sociedad en vías de industrialización. La deuda
pública fue el mayor problema que los gobiernos revolucionarios
encontraron. Problema que se agravó a medida que fue creciendo la
anarquía, el desorden y la guerra civil. Tortella lanza la hipótesis de que la incapacidad del régimen anterior para
resolver estos problemas hizo que muchos políticos conservadores y centristas y
mucha gente acaudalada oscilaran hacia la revolución y facilitaran su
venida. La situación económica era desastrosa desde 1867, porque ese año y el
68 las cosechas fueron pésimas. En Andalucía, por ejemplo, el pan subió a un
índice de 166 con respecto a 1864. Se unieron depresión y carestía, que
dieron como resultado una crisis espantosa, cuyas repercusiones más graves
cayeron sobre los grupos de población más necesitados. El nuncio Barili, que seguía atentamente el desarrollo de la
situación económica española, informó ampliamente a la Santa Sede sobre muchos
de estos aspectos.
Al consolidarse la revolución, el presupuesto
eclesiástico fue uno de los temas que ocupó la atención del Gobierno. El
ministro Ruiz Zorrilla intentó en 1869 suprimir varios obispados y
arzobispados, pero encontró la oposición de los ministros de la Unión Liberal,
y esta iniciativa no prosperó. El primer Gobierno de la monarquía de D.
Amadeo recortó 67 millones del presupuesto eclesiástico, de modo que los
169.956.000 reales que el clero había percibido hasta entonces quedaron
limitados a 102.956.000. Esto se consiguió en teoría con las medidas
adoptadas por el ministro Montero Ríos, anteriormente citadas. Digo sólo
en teoría porque las Cortes no llegaron a aprobar esta reducción del
presupuesto, al ser disueltas el 24 de enero de 1872. Montero Ríos, de
nuevo en el Ministerio, presentó otro proyecto en junio de dicho año, en
el que anunció la reducción del presupuesto eclesiástico a 31.147.065,65
pesetas, en lugar de las 41.611.676 que pagaba el Ministerio de Gracia
y Justicia, más el de 1.827.962,50 que satisfacía el de Hacienda a los
religiosos exclaustrados en concepto de alimentos.
Los altibajos políticos que caracterizaron los
últimos meses de D. Amadeo en España y la proclamación de la I República en
1873 impidieron que la situación económica del clero encontrase una solución satisfactoria.
La Iglesia siguió sometida al arbitrio de los políticos del momento, sin
recibir las asignaciones establecidas para el culto y para el clero,
porque los Gobiernos condicionaron la dotación económica al juramento de la
Constitución. Pero ni siquiera los juramentados recibieron un tratamiento
especial, sino que sufrieron las consecuencias de todos los demás, aunque
no faltaron pequeñas excepciones, fruto de intereses particulares de tal o cual
ministro y no de una política económica coherente.
4.
Los nombramientos de obispos
Si algunos aspectos de la política religiosa
seguida por los gobiernos de la monarquía de D. Amadeo, y en concreto los
proyectos de reducción del presupuesto económico del clero, pueden
explicarse con cierta benevolencia, sin embargo, hay otros que no admiten
justificación, en particular los relativos a nombramientos de obispos,
decididos unilateralmente sin consultar a la Santa Sede. En este punto, los
políticos de la monarquía saboyana demostraron torpeza e ignorancia, porque se
trataba de una cuestión fundamental, en la que la Iglesia nunca ha
cedido a lo largo de su existencia. Además, la historia española más
reciente había conocido situaciones semejantes durante el trienio
constitucional (1820-23) y durante las regencias Cristina (1833-40) y esparterista (1840-43). El poder civil nunca obtuvo la
aprobación pontificia para los candidatos que propuso a sillas
episcopales. La violación de la inmunidad eclesiástica en este asunto fue
siempre tan evidente, que la Santa Sede no toleró injerencias externas.
Aunque existían en la Península varias diócesis
vacantes, ya que desde octubre de 1868 no se habían hecho nombramientos
episcopales en España, el Gobierno prefirió nombrar obispos para las
colonias de Ultramar, donde faltaban tres obispos en Santiago de Cuba
(sede metropolitana), Puerto Rico y Cebú. Quizá el Gobierno comenzó por
estas lejanas circunscripciones eclesiásticas con el fin de pulsar la
opinión de la jerarquía y proseguir con el mismo sistema en la Península.
Puerto Rico había quedado vacante a finales de
1871 por fallecimiento del obispo Pablo Benigno Carrión, que la había regido
desde 1857. El franciscano mallorquín Juan Antonio Puig Montserrat,
párroco de la catedral de Puerto Rico, fue designado por el Gobierno para
ocupar dicha vacante. En Roma estaban a oscuras de todo cuando el encargado
pontificio en Madrid comunicó la noticia. La Santa Sede se apresuró a impartir
instrucciones al vicario capitular de la sede puertorriqueña, Bernardo Molerá,
para que defendiese el ejercicio legítimo de la , jurisdicción
eclesiástica hasta la llegada del nuevo obispo, nombrado canónicamente por el
papa. El candidato Puig, hombre instruido, de buena conducta, no mostró el
menor interés por la mitra; pero el Gobierno le presionó para que aceptara el
nombramiento y marchase a su diócesis, pues por entonces se encontraba en
Madrid. Puig retrasó el viaje de regreso a Puerto Rico, y en 1874 fue
preconizado obispo de dicha sede por Pío IX, ya que reunía las condiciones
canónicas.
Más compleja fue la situación de Cebú, vacante
desde el 17 de marzo de 1872 por fallecimiento del obispo Romualdo Jimeno, que
la había gobernado desde 1846. El candidato gubernamental era el sacerdote
Luis Alcalá Zamora y Caracuel, que había nacido en Priego (Córdoba) el 3 de
agosto de 1833. Era diputado progresista, elegido por el colegio de su
pueblo natal, y en las Constituyentes del 69 había votado contra la unidad
católica. En Cebú no había cabildo; por ello, muerto el obispo, la jurisdicción
pasaba automáticamente al arzobispo de Manila, quien nombraba un delegado
eclesiástico para el gobierno de la sede vacante. El obispo de Nueva
Cáceres, sufragánea de Manila, Francisco Gaínza,
se encontraba en Madrid cuando se produjo este nombramiento, y se entrevistó
con el ministro de Ultramar, Mosquera (182390), para advertirle que la decisión
del Gobierno era irregular y produciría consecuencias graves. El ministro hizo
saber que el Gobierno estaba dispuesto a imponer con la fuerza el nombramiento
de Alcalá Zamora, no obstante la oposición de la Santa Sede, y el 20 de agosto
de 1872 se comunicó al arzobispo de Manila la designación del nuevo obispo
de Cebú. Alcalá Zamora era un indeseable para la Santa Sede, porque
se había prestado al juego del Gobierno; pero no llegó a su diócesis,
porque falleció en 1873. (Entre tanto hubo tensiones con este motivo
entre el capitán general de Filipinas y el arzobispo de Manila, que defendió los
derechos de la Iglesia frente a las pretensiones del Gobierno de Madrid.
La situación del arzobispado de Santiago de Cuba
fue mucho más grave, porque la actitud absurda y obstinada del Gobierno provocó
un cisma, que tuvo fatales consecuencias. Dicha sede estaba vacante
desde 1869 por defunción del arzobispo, Calvo. Vicario capitular fue
elegido el canónigo doctoral, José María Orberá,
cuyo secretario fue, durante el largo período de sede vacante, el
penitenciario, Ciríaco María Sancha. Ambos sufrieron
persecución, encarcelamiento y destierro por parte de las autoridades
civiles y militares de la isla, al no reconocer como arzobispo al sacerdote
Pedro Llorente y Miguel, nombrado por Amadeo, sin aprobación pontificia. Llorente
tomó posesión de la sede metropolitana cubana, y provocó un cisma entre el
clero y los fieles, que apasionó a la prensa católica y dio origen a
numerosos escritos contra la jurisdicción eclesiástica ejercida por el
cismático arzobispo. En 1874, el ministro Sagasta, de acuerdo con su colega de
Ultramar, accedió a retirar a Llorente; pero la situación del arzobispado no se
normalizó hasta la Restauración, cuando fue nombrado arzobispo el futuro
cardenal José María Martín de Herrera y de la Iglesia.
Amadeo de Saboya renunció al trono el 11 de
febrero de 1873, y ese mismo día fue proclamada la I República. Desde su retiro
de Turín, D. Amadeo se reconcilió con la Iglesia. En carta dirigida a Pío
IX, pidió la absolución de todas las faltas de las que se reconocía
culpable tanto por «haber prometido con juramento la actual Constitución
de España, que contiene no pocas ofensas a los derechos de nuestra santa
religión, como por haber sancionado varias leyes y permitido que en mi
nombre, como rey de España, se dieran disposiciones contrarias a la
doctrina y a los derechos de la Iglesia». Este gesto del ex monarca
provocó una intensa campaña de prensa contra su persona. Pío IX le
concedió la absolución tras haberle exigido retractación formal y solemne
de los errores cometidos. Se repetía en D. Amadeo la historia de María
Cristina de Borbón, madre de Isabel II, reconciliada también con la
Iglesia en 1840.
Capítulo III
LA Iª REPUBLICA
1.
Política religiosa
El poder ejecutivo de la Iª República quedó constituido el 12 de febrero de 1873. Tanto el primer Gobierno
como los que le siguieron durante su efímera existencia no inspiraron la menor
confianza a la Iglesia. La política religiosa de la República se manifestó
al intentar la separación Iglesia-Estado. Fue, sin duda alguna, la
iniciativa de mayor envergadura que tomaron los gobiernos republicanos, y
hubiera sido la de mayor transcendencia de haberse aprobado, pero quedó en
simple proyecto. Desde la introducción de la libertad religiosa en las
Constituyentes del 69, la legislación civil en materias eclesiásticas había avanzado por
el camino lógico de las reformas. En el proyecto de Constitución Federal
de la República Española estaba prevista la separación de las dos
instituciones, Iglesia y Estado. Dicho proyecto, presentado en las Cortes
republicanas el 17 de julio de 1873, aludía a los principios democráticos que
la Constitución revolucionaria había negado: «La libertad de cultos —decía—,
allí tímida y aún vergonzantemente apuntada, es
aquí un principio claro y concreto. La Iglesia queda en nuestra Constitución
definitivamente separada del Estado. Un artículo constitucional prohíbe a
los poderes públicos en todos sus grados subvencionar ningún género de
culto. Se exige que el nacimiento, el matrimonio y la muerte, sin perjuicio
de las ceremonias religiosas con que la piedad de los individuos y de las familias
quieran rodearlos, tengan siempre alguna sanción civil».
Estos principios, expuestos en el preámbulo del
proyecto, quedaron escuetamente formulados en los artículos 34-37, con
satisfacción evidente de los progresistas y de los católicos liberales, que
habían soñado la independencia total de ambas potestades. Pero la Santa
Sede juzgó el proyecto como el más inicuo que se podía aprobar. A la vez
que se discutía el texto constitucional, el ministro de Gracia y Justicia,
Pedro Moreno Rodríguez presentó a las Cortes un proyecto de ley sobre separación
Iglesia-Estado, que reconocía, por parte de éste, el derecho de la Iglesia
católica a regirse con plena independencia y a ejercer libremente su
culto, con derecho a la asociación, manifestación y enseñanza, garantizados por
la legislación republicana. También se le reconocía a la Iglesia el derecho de
adquirir y poseer bienes. El Estado renunciaba al ejercicio del privilegio del
presentación para los cargos eclesiásticos vacantes o que vacaren en lo
sucesivo, pero sin perjuicio de los derechos de patronato laical; renunciaba
igualmente a la jurisdicción y prerrogativas de toda clase relativas a las
exenciones señaladas y reconocidas en el artículo 11 del concordato de
1851; al pase o exequátur de las bulas, breves, rescriptos pontificios,
dispensas y otros documentos procedentes de la autoridad eclesiástica,
correspondiendo al fuero común la persecución y castigo de los delitos que
pudieran cometerse por parte de los clérigos; a las gracias de la Cruzada
e indulto cuaresmal y a sus productos; a toda intervención en la publicación de
libros litúrgicos y en las dispensas que se tramitaban por la Agencia de
Preces; a todas las facultades, derechos, regalías, prerrogativas y concesiones
pontificias, ya procedentes del antiguo Patronato Real, ya de cualquier otro
origen, mediante las cuales el Estado intervenía en el régimen interior de la
Iglesia, reservándose, sin embargo, el derecho adquirido por título oneroso, a
percibir las resultantes de espolio anteriores al concordato del año 1851.
Por parte del Estado se reconocía el derecho de
las religiosas de clausura a percibir las pensiones que disfrutaban según las
disposiciones vigentes, cuya nómina pasaría al presupuesto del Ministerio
de Hacienda, amortizándose las pensiones de las que fallecieran. Los miembros
de la Iglesia católica quedarían sometidos al derecho común, como todos
los ciudadanos.
Este proyecto de ley era una consecuencia lógica
del artículo 35 del proyecto de Constitución Federal, cuya discusión
parlamentaria comenzó a principios de agosto. Pero la situación política se
agravó por aquellas fechas, y el día 13, Castelar, autor del proyecto, se
vio obligado a pedir un aplazamiento del debate hasta después de «la
victoria sobre los carlistas». Estallaron en seguida las insurrecciones
cantonales, y las Cortes fueron disueltas por el general Pavía a
principios de 1874. De esta forma, el proyecto de Constitución no llegó a
ser votado.
Los gobiernos republicanos adoptaron varias
disposiciones con respecto a la Iglesia, aunque de escaso relieve. Siendo
Castelar ministro de Estado, fueron extinguidas las órdenes militares y las
reales maestranzas de Sevilla, Granada, Ronda, Valencia y Zaragoza, y suprimida
la Comisaría de los Santos Lugares. El ministro de la Guerra,
Estévanez, suprimió las plazas de capellanes párrocos de los cuerpos
armados, hospitales, fortalezas y demás dependencias de su Ministerio, así como
el Vicariato Castrense y las subdelegaciones del mismo. El titular de
la Gobernación, Pi y Margall, abolió las plazas
de capellanes de los establecimientos penales, que fueron sustituidos por maestros
de escuela, y el de Gracia y Justicia, Luis del Río, suspendió en todas
las diócesis la ejecución de la ley de 24 de junio de 1867 y la
instrucción del 25 del mismo mes y año sobre permutación de los bienes de
capellanías.
En Roma fueron particularmente sensibles a la supresión
de las órdenes militares, porque planteó problemas de jurisdicción eclesiástica
en los territorios sometidos a dichas órdenes. También se alarmaron
ante el proyecto del ministro de Estado, Muro, relativo a la supresión de
la Legación española ante la Santa Sede, proyecto que no cuajó, porque
el sucesor de Muro, Eleuterio Maisonnave (1840-90), no urgió la aprobación de dicho proyecto, y la representación
española en Roma no llegó a suprimirse.
2.
Nombramientos de obispos
No puede hablarse de relaciones entre la Santa
Sede y la I República, ya que éstas fueron prácticamente inexistentes durante
los primeros meses de 1873. La legislación republicana en materia religiosa no
tuvo repercusión alguna sobre dichas relaciones ya que el nuevo sistema político
español no fue aceptado por las potencias europeas, y, por tanto, la
ausencia de relaciones normales con el papa no fue una excepción aislada, sino
que respondía al esquema de la actitud política de las principales
naciones de Europa con respecto a España.
El 21 de febrero de 1873 dimitió el encargado
español ante la Santa Sede, José Fernández Jiménez, y los asuntos de la
Embajada fueron confiados al secretario de la misma, Santiago Alonso
Cordero. Tanto éste como los encargados interinos que le sucedieron,
Silverio Baguer de Corsí y Luis de Llanos,
mantuvieron relaciones protocolarias con las autoridades pontificias, sin
provocar conflictos ni tensiones; hasta el punto de que entre el Vaticano
y la nueva República no existió la tirantez de relaciones habida entre aquél y
la monarquía de D. Amadeo. Sin embargo, no faltaron motivos de
preocupación para la Iglesia, en particular cuando fue presentado el proyecto
de supresión de la Legación española ante la Santa Sede, aunque nunca
llegó a realizarse, porque hirió profundamente los sentimientos católicos de la
mayoría de los españoles. Otro asunto que pudo haber turbado esta situación de
mutua independencia y autonomía entre la Iglesia y el Estado fue el nombramiento de
obispos, que el papa intentó hacer directamente, sin intervención
del poder civil.
En efecto, apenas la Santa Sede tuvo seguridad de
que el Gobierno republicano presentaría a las Cortes el proyecto de separación
Iglesia-Estado, se iniciaron gestiones para cubrir las numerosas diócesis vacantes, algunas
de las cuales estaban sin pastores desde los primeros meses de la
revolución. Pío IX deseaba hacer cuanto antes los nombramientos episcopales,
pero eta prudente esperar la aprobación del proyecto de separación
Iglesia-Estado para actuar libremente. Por otra parte, se desconocía la
reacción del Gobierno republicano ante una iniciativa unilateral del papa, ya
que algunos ministros presionaban para que los futuros obispos fuesen adictos a
la causa republicana. Pi y Margall tenía
un candidato para Cebú, que era el sacerdote Benito Isbert y Cuyás,
recomendado al nuncio Franchi por el ministro de
Estado, Soler y Pía, como hombre de ciencia y virtud, ajeno a la política.
El nuncio llegó a creer en las cualidades de este candidato, y su
correspondencia nos descubre que hizo lo posible para que el nombramiento cuajase.
Pero Mons. Blanchi desde Madrid deshizo los planes al enviar amplísimos informes
que descubrían la verdadera identidad de Isbert, sujeto de pésima
conducta, cuya promoción al episcopado hubiera sido funesta para la
Iglesia. La Santa Sede rechazó al candidato; pero como Pío IX deseaba
complacer al Gobierno y cubrir las diócesis vacantes, se aprovechó el cambio
ministerial, que llevó a Castelar a la presidencia de la República, y a
Carvajal, a la Cartera de Estado, para tratar confidencialmente sobre unas
bases presentadas por este ministro y aceptadas por el Vaticano.
Las bases eran cinco:«1a, el Gobierno
presentará confidencialmente a la aprobación preliminar de Su Santidad
sacerdotes ilustrados y ajenos a toda pasión política para las diócesis de
Tarragona, Toledo, Santiago de Compostela, Mondoñedo, León, Lérida,
Huesca, Barcelona, Pamplona, Jaca, Vich, Murcia y Mallorca. Para las sedes
arzobispales se propondrán obispos, y las vacantes se cubrirán,
simultáneamente, por el mismo procedimiento; 2.a, la Santa Sede
dará confidencialmente su aceptación a las personas que reúnan dichas
circunstancias; 3.a el Gobierno español hará entonces los
nombramientos con las reservas que considere necesarias; 4.a, la
Santa Sede preconizará también con las reservas que considere necesarias; 5.a,
los ministros de Estado y Ultramar se pondrán de acuerdo para retirar del arzobispado
de Santiago de Cuba al señor Llorente».
Estas bases fueron aceptadas por la Santa Sede
como punto de partida para una negociación más amplia. Mientras el Gobierno
iniciaba gestiones directas con los prelados que deseaba trasladar a las sedes metropolitanas,
y en concreto con el obispo de Cuenca, candidato para Santiago, y con el
de Málaga, para Tarragona, Pío IX quiso dar una muestra evidente de buena
voluntad hacia la República Española, y en el consistorio del 22 de
diciembre de 1873 creó cardenales al arzobispo de Valencia, Mariano
Barrio, y al nuncio Franchi. Podía haber sido creado
cardenal otro español, porque de los cuatro que España tenía tradicionalmente
desde 1861, dos habían fallecido Alameda (Toledo) y García Cuesta
(Santiago)—, y quedaban, por consiguiente, otros dos: Lastra (Sevilla) y
Moreno (Valladolid). Pero quizá Pío IX con este gesto quiso no solamente
premiar con el cardenalato al miembro jerárquicamente más antiguo del
episcopado español, sino también calmar la impaciencia del anciano arzobispo de
Valencia, que antes de la revolución, cuando había sido creado cardenal el
arzobispo de Valladolid (Moreno), había mostrado cierto disgusto porque se
consideraba con méritos superiores para la púrpura.
Con respecto al nombramiento del nuncio Franchi, a la vez que se le premiaba una larga carrera al
servicio de la Santa Sede tanto en la nunciatura de Madrid como en otros
cargos de la curia romana, se conseguía dejar vacante la representación
pontificia en España y se abría la posibilidad de comenzar un nuevo estilo
en las relaciones diplomáticas con la designación de otro nuncio que no hubiera
tenido relación con los sucesos de los últimos años; cosa que se consiguió
en 1875 con el nombramiento del nuncio Simeoni.
Cuando Franchi fue creado cardenal, conservaba
todavía el título de nuncio en España, si bien residía en Roma desde julio
de 1869.
Tanto la promoción de Barrio como la de Franchi fueron satisfactoriamente recibidas por las
autoridades españolas, que en las postrimerías del primer año republicano
vieron con optimismo que la Santa Sede había manifestado deseos sinceros de
concluir la negociación sobre obispados vacantes, como primer paso para
normalizar los asuntos religiosos pendientes. Las cinco bases anteriormente
indicadas fueron revisadas en Roma y formuladas de nuevo con algunas variantes:
1º, el Gobierno español propondrá confidencialmente los candidatos; 2°,
el papa dirá confidencialmente quiénes le convienen; 3°, el Gobierno
presentará oficialmente al papa directamente, por pliego abierto o
cerrado, los nombres de los candidatos ya aceptados; 4° el papa
preconizará motu proprio, sin aludir al patronato, y contestará
oficialmente a la presentación del Gobierno español.
El encargado Llanos transmitió estas bases, pero
en Madrid se observó que existían diferencias importantes con respecto a los puntos
fijados anteriormente. Sin embargo, esta segunda propuesta fue aceptada, quizá
para responder con un gesto de buena voluntad a las manifestaciones de
conciliación mostradas por el papa. Castelar prefirió quitar importancia a la
cuestión del patronato, y por ello permitió que el papa nombrase los obispos motu
proprio.
Entre tanto, la Santa Sede había comenzado a
preparar listas de candidatos para las diócesis vacantes. Monseñor Bianchi, siguiendo
las instrucciones recibidas de Roma, redactó en junio de 1873 un
amplio informe sobre la situación religiosa de España y sobre el estado de
las diócesis y transmitió una relación de candidatos al episcopado, con
profusión de noticias y observaciones para asegurar la restauración de
una jerarquía adicta a la Santa Sede y ajena a los partidos políticos
fautores de la revolución.
Las vacantes en la Península eran 16, tres
metropolitanas (Toledo, Santiago de Compostela y Tarragona) y 13 sufragáneas
(Almería, Astorga, Barcelona, Huesca, Jaca, León, Lérida, Mondoñedo,
Orense, Pamplona, Plasencia, Teruel y Vich). En Ultramar, las vacantes
eran 4, el arzobispado de Santiago de Cuba y los obispados de Puerto
Rico, Cebú y Nueva Segovia.
Bianchi propuso para Toledo al cardenal Moreno,
arzobispo de Valladolid, cuya vacante podía ser
cubierta por los obispos de Sigüenza, Benavides, o de Jaén, Monescillo.
Las cualidades de este cardenal eran conocidas de sobra, y por eso su
propuesta cuajó; como también la del obispo de Cuenca, Payá,
para Santiago de Compostela. Para la vacante de Cuenca se propuso al
vicario capitular de Toledo, Santos Arciniega; pero este candidato no
pasó. En Tarragona se quiso colocar al obispo Martínez, de La Habana, que tenía
dificultades para regresar a su diócesis; pero tampoco este traslado pudo
realizarse.
Para los obispados, Bianchi presentó los
siguientes candidatos: Almería, el chantre de Granada, Antonio Sánchez Arce y Peñuelos; Astorga, el P. Ceferino González, dominico, y el
canónigo de Santander Saturnino Fernández de Castro; Barcelona, el obispo de
Oviedo, Sanz y Forés (para la vacante de Oviedo
propuso al tesorero de Valladolid, Cesáreo Rodrigo); Huesca, el vicario
general de Zaragoza, Francisco Barta; Jaca, el
abreviador de la Nunciatura, Raimundo de Ezenarro, y
el vicario capitular de Huesca, Vicente Cardedera;
León, el obispo auxiliar de Madrid, Crespo; Lérida, el vicario capitular
de Tarragona, Juan Bautista Grau Vallespinós;
Mondoñedo, el magistral de Burgos, Manuel González Peña; Orense, José de
Torres Padilla, profesor del seminario de Sevilla; Pamplona, el deán de
Vitoria, Pablo Yurre, y el vicario capitular de
allí, Luis María Elío: Plasencia, el arcipreste de Sevilla, Victoriano
Guisasola; Teruel, el lectoral de Valencia, Carlos Máximo Navarro
Martínez; Vich, el canónigo de Pamplona Manuel Mercader Arroyo.
Para Santiago de Cuba propuso al P. Puig, que
había sido designado obispo de Puerto Rico, y al obispo de Salamanca, Joaquín
Lluch; Puerto Rico, al vicario capitular de Cuba, José Orberá Carrión, y al auditor de la Rota española, Dionisio González; Cebú, al P.
Nicolás López, ex provincial de los agustinos; Nueva Segovia, al P.
Mariano Cuartera, dominico, que era obispo dejara desde 1867.
Finalmente, para las vacantes de Sigüenza y La
Habana, si se trasladaban los respectivos obispos a Valladolid y a Tarragona,
propuso al canónigo de Cádiz, Vicente Calvo Valero, para la primera, y para
la segunda, al arcipreste de Granada, Narciso Martínez Izquierdo, y al
teólogo del concilio Vaticano, Antonio Ortiz Orruela.
El Gobierno, por su parte, presentó también
candidatos dignos, como el P. Ceferino González, Payá, Monescillo, Oliver y Hurtado, Barrio y Martínez
Izquierdo. Pero, cuando las negociaciones estaban llegando a puerto y la
preconización de algunos obispos era inminente, cayó el Gobierno de Castelar, y
mientras las Cortes se disponían a nombrar un Gabinete radical, presidido por
Palanca, el general Pavía las disolvió y con un golpe de Estado puso
prácticamente fin a la primera experiencia republicana española.
Sin embargo, estos acontecimientos no impidieron
que la Santa Sede llevara adelante sus proyectos con respecto a las diócesis
vacantes, y en el consistorio del 16 de enero de 1874, Pío IX preconizó los
nuevos arzobispos de Santiago de Compostela (Miguel Payá,
obispo de Cuenca) y Tarragona (Esteban José Pérez, obispo de Málaga) y los
nuevos obispos de Barcelona (Joaquín Lluch, obispo de Salamanca),
Salamanca (Narciso Martínez Izquierdo), Teruel (Victoriano Guisasola
Rodríguez), Jaca (Ramón Fernández Lafita), Málaga (Ceferino González,
O.P.), Nueva Segovia (Mariano Cuartero, O.P.) y Puerto Rico (Juan
Antonio Puig Montserrat, O.F.M.).
Estos nombramientos fueron contestados tanto por
el Gobierno de Madrid, como se verá inmediatamente, como por el
pretendiente D. Carlos, que pocos días antes del consistoria había enviado a Roma al canónigo Manterola para que protestara
oficialmente «contra el acto de la presentación de obispos hecha por
Castelar». Pío IX no contestó a la carta que le dirigió D. Carlos; se
limitó a notar que los obispos habían sido preconizados nomine Sanctae Sedis tantum,
y, por consiguiente, sin tener en cuenta la presentación hecha por el
Gobierno republicano, a quien no se le reconocía tal derecho. «En España
—añadió el papa—, el regalismo es una gran plaga».
3.
Intentos de restauración
El golpe de Estado del general Pavía abrió el paso
a una serie de gobiernos reaccionarios, que a lo largo del año 1874 liquidaron
los últimos residuos de la fracasada República y favorecieron la
restauración monárquica en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II,
con gran satisfacción por parte de la Santa Sede. Particular interés encierra,
en el clima que caracterizó la política prerrestauradora de dicho año, el cambio de actitud recíproco entre la Iglesia y el Estado,
que se manifestó durante las conversaciones mantenidas entre el encargado pontificio
en España y el ministro de Gracia y Justicia. Durante doce meses —desde el
3 de enero de 1874, caída de la República, hasta el 29 de diciembre del
mismo año, proclamación de Alfonso XII— se sucedieron tres gobiernos,
presididos por los generales Serrano y Zavaia y por
el político Sagasta, que estuvieron en el poder cuatro meses cada uno.
El interlocutor director de Mons. Bianchi fue el ministro Manuel
Alonso Martínez (1827-91), titular de Gracia y Justicia en el Gabinete que
el general Zavaia formó el 13 de mayo de 1874.
Aunque Bianchi no podía negociar oficialmente,
porque carecía de representación diplomática y de instrucciones precisas,
escuchó al ministro en vía confidencial, y el cardenal Antonelli le autorizó a
proseguir los contactos. La Santa Sede cambió de actitud, porque le
inspiraba mayor confianza la composición de un Gobierno integrado en buena
parte por elementos moderados que habían contribuido al golpe de
Estado del general Pavía. Sin embargo, no faltaron obstáculos difíciles de
superar, ya que el nuevo Gobierno no admitió el sistema de
nombramientos episcopales adoptado por Pío IX en el consistorio del 16 de
enero de 1874, porque violaba los derechos del patronato al haber sido
hechos motu proprio, sin referencia en el acta de preconización a
la presentación de las autoridades republicanas. En consecuencia, negó el
exequátur a las bulas de los nuevos obispos, y las diócesis siguieron vacantes
de hecho durante todo el año 1874. El nuevo arzobispo de Tarragona
aprovechó esta circunstancia para renunciar a su traslado y siguió en
Málaga. La Santa Sede aceptó esta renuncia no sólo por las razones
objetivas expuestas por el interesado, sino también porque su traslado a la
sede tarraconense había suscitado comentarios negativos por parte de
la prensa y de amplios sectores de la opinión pública, que lanzaron
acusaciones, no infundadas, contra el obispo Pérez Fernández.
La Santa Sede deseaba llegar a un acuerdo
provisional con el nuevo Gobierno, sin tocar la cuestión del patronato hasta
que se aclarase la situación política española y el nuevo régimen militar
fuese reconocido por las potencias extranjeras, ya que no se podía admitir
el ejercicio de un privilegio pontificio de tanta importancia, concedido a
la Corona española, a un Gobierno sin definir, como era el de 1874, pues ni
podía considerarse republicano, aunque en los papeles de la
Administración pública figurase todavía el membrete «República Española»,
ni tampoco monárquico, ya que la proclamación de Alfonso XII aún estaba
lejana y el desarrollo de la guerra carlista no dejaba ver con claridad el
horizonte político. Siguió un intenso intercambio de proyectos entre el
Gobierno español y la Santa Sede, pero sin llegar a conclusión
alguna, aunque por ambas partes se mostró siempre buena voluntad y
deseos de llegar a la total normalización de los asuntos eclesiásticos. El
Gobierno Sagasta cayó pocos días antes de finalizar el año 1874, tras
haber concedido el exequátur a las bulas de los obispos que las esperaban
desde enero de dicho año.
La proclamación de Alfonso XII abrió un nuevo
período en la historia de España. La Santa Sede siguió negociando con los
gobiernos presididos por Cánovas del Castillo, bajo el signo de la moderación
restauradora .
|
![]() |
![]() |
![]() |