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SALA DE LECTURA B.T.M.

BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

HISTORIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.

La Iglesia en la España contemporánea (1808-1975).

 

TERCERA PARTE.

LA REVOLUCIÓN BURGUESA (1868-74)

 

Por Vicente Cárcel Ortí

 

Capítulo I

LA «GLORIOSA» DE 1868

1.

La Santa Sede y la revolución

La revolución de 1868 sometió a la Iglesia española a una dura prueba, ya que por vez primera tuvo que enfrentarse con movimientos nuevos como el socialismo y el republicanismo, que pudieron organizarse y consolidarse gracias a la estabilidad del sistema liberal burgués. La revolución era deseada por unos y temida por otros. Los últimos años del reinado de Isabel II mostraron la incapacidad del régimen para mantener una política que resolviera las crecientes exigencias de la nueva sociedad española, que seguía con sensible retraso los esquemas socio-económicos de los países europeos más avanzados. La funesta conducta de los últimos gabinetes isabelinos contribuyó a precipitar la situación, que se había agravado desde 1865 con motivo de los sucesos madrileños de la noche de San Daniel. Los tumultos ocurridos en Granada y Barcelona durante la primavera de 1868 y el malestar general que reinaba en el país indican el clima social en las postrimerías de Isabel II. A estos sucesos hay que añadir la desaparición de los dos políticos más eminentes del momento. O’Donnell falleció el 5 de noviembre de 1867 en su destierro voluntario de Biarritz, Narváez murió en Madrid el 23 de abril de 1868. En Roma fue particularmente sentida la muerte del general moderado, porque había sido uno de los defensores de la «buena causa». La presencia de Barili en los funerales de Narváez fue el postrer homenaje que la Iglesia rindió al hombre que había sentado las bases para su reconciliación con el Estado. Pero el nombramiento de González Bravo para la jefatura del Gobierno fue desacertado, y el mismo nuncio Barili, cuyas tendencias conservadoras y simpatías por actitudes inmovilistas habían quedado ampliamente demostradas en numerosas ocasiones, trazó perfectamente las características del nuevo equipo ministerial.

«Será —decía el nuncio— un Gobierno de fuerza y de justa represión contra los conatos revolucionarios, será defensor constante y enérgico de los grandes intereses que constituyen la esencia de la nacionalidad española; tratará de unir a cuantos manifiesten sinceramente su adhesión al trono, a las tradiciones religiosas y a las instituciones fundamentales del Estado. Sin embargo —concluía Barili—, los hechos demostrarán hasta qué punto pueden cumplirse estas promesas, porque todos dudan de la estabilidad de este Gabinete, que tiene minada su base por el grave problema económico».

Los historiadores reconocen unánimemente que la designación de González Bravo fue un error. Sus métodos policíacos, el recrudecimiento de la censura y de la represión a todos los niveles, crearon entre el pueblo y el ejército una antipatía general hacia el Gobierno. En estas circunstancias llegó a Madrid, en mayo de 1868, el nuevo nuncio Alessandro Franchi (1819-78), que sucedía a Barili, creado cardenal dos meses antes. Las relaciones de la Iglesia con el Estado español eran en ese momento tan normales, que al nuevo representante pontificio no se le dieron instrucciones particulares. Se le encomendó sencillamente, usando una fórmula vaga, que «sostuviese y promoviese con habilidad y con celo los intereses de la Iglesia», ya que tras el bienio progresista (1854-56) no había habido conflictos de relieve gracias a la moderación de los gobiernos liberales presididos por Narváez y por O’Donnell. El incidente del Syllabus no llegó a turbar la armonía existente entre la corte de Madrid y la curia romana. El concordato de 1851 seguía aplicándose con gran lentitud, y aunque el nuevo nuncio debía conseguir su ejecución completa, sin embargo, la complejidad de la situación política y la inminencia de un cambio radical no dejaron espacio para negociaciones de otro tipo. Franchi pudo constatar en sus primeros contactos con los ministros de González Bravo la buena voluntad que les animaba a varios de ellos, y en concreto a Carlos María Coronado, titular de Gracia y Justicia, quien se mostró totalmente dispuesto a resolver las cuestiones religiosas pendientes. Pero el nuncio se dio cuenta de la inutilidad de las gestiones, porque el Gobierno tenía los días contados. Esta impresión se deduce de una atenta lectura de los despachos que el nuncio envió a Roma durante el verano de 1868.

Nadie podía esperar que la revolución triunfara en tan pocos días, y cuando el general Concha tuvo que hacer frente a los insurrectos de la «Gloriosa» en septiembre de 1868, se llegó incluso a creer que la moderación se impondría a la exaltación. Pero, cuando la victoria de los revolucionarios se había consolidado y la salida de Isabel II había dejado el poder en manos del Gobierno provisional, Franchi lloró en tonos dramáticos «la funesta catástrofe ocurrida a esta desgraciada nación». Quizá el nuncio exageró ante los nuevos acontecimientos —«vivimos momentos de luto y de dolor», decía— y es posible que no le faltaran motivos de preocupación ante los desmanes cometidos por algunas juntas revolucionarias. También fue significativo el cambio de actitud por parte de la Santa Sede ante el nuevo régimen. La tremenda impresión producida por la caída de Isabel II quedó reflejada en un despacho del cardenal Antonelli, secretario de Estado de Pío IX, que no llegó a ser transmitido al nuncio Franchi por miedo a represalias. En él se decía textualmente: «Hago votos para que los extraviados vuelvan a su deber y sean vencidos». Este despacho es del 30 de septiembre de 1868. Los extraviados eran ya en ese momento los dueños de la nueva situación. Un año antes, con motivo de los movimientos revolucionarios ocurridos en varias provincias catalanas, el cardenal Antonelli había celebrado el triunfo de la represión y pedido a Dios que «confundiera a los malvados e impidiera que la católica España pudiera sufrir cambios». En nombre del papa, Barili felicitó personalmente a Isabel II por el éxito de sus tropas, «que valerosamente vencieron a las hordas», y por «la visible protección con que el Señor defiende su reino de los peligros». Apenas un año después, quien había escrito estas palabras no se atrevía a repetir que el reino de Isabel II gozaba de la «divina asistencia» ni, por supuesto, bendecía a nadie.

El silencio de Roma fue total cuando se tuvo conciencia del triunfo rotundo de la revolución. En los despachos de la Secretaría de Estado, brevísimos todos ellos y muy lacónicos, se evitó cualquier frase o comentario que pudiera llevar implícitos juicios sobre la nueva situación política. Se alabó la prudente actitud del nuncio, quien fue discretísimo desde el primer momento, y se le recomendó que evitara cualquier comunicación escrita con el nuevo Gobierno, para no prejuzgar las decisiones que el papa pudiera adoptar con respecto al nuevo régimen ante otros acontecimientos. Franchi permaneció en Madrid hasta el verano de 1869 como persona privada, limitándose a comunicaciones verbales con los dirigentes políticos y militares, si bien pudo ejercer libremente las facultades espirituales que le correspondían como delegado de la Santa Sede, con el título de nuncio apostólico.

 

2.

Los obispos y las juntas revolucionarias

 

Las primeras semanas de la revolución estuvieron caracterizadas por la actividad incontrolada de las juntas revolucionarias, que se establecieron rápidamente en las capitales de provincia y en casi todas las poblaciones importantes, lanzando manifiestos y proclamas en favor de libertades tan fundamentales como las de reunión y asociación, cultos, enseñanza, prensa, etc., algunas de las cuales eran completamente desconocidas en España. Sin embargo, los programas de estas juntas, que en teoría eran altamente positivos, tuvieron una realización muy negativa porque su gestión del poder estuvo tan impregnada de fanatismo, virulencia e incluso violencia física, que el Gobierno central de la nación decidió disolverlas a finales de octubre de 1868 con el fin de evitar las graves consecuencias que su autonomía provocaba, y, por consiguiente, no sólo para evitar duplicidad de funciones en la Administración pública.

No se puede hacer un juicio global sobre la actitud de estas juntas con respecto a la Iglesia, porque en algunas diócesis no ocurrieron los incidentes lamentables que se verificaron en otras. El nuncio Franchi las juzgó negativamente por los atropellos cometidos especialmente en Andalucía, donde desencadenaron auténticas persecuciones. En Sevilla, tras haber proclamado la libertad de cultos, de enseñanza y de prensa, la Junta expulsó a los jesuítas y a los oratorianos, que fueron exiliados a Gibraltar y se les confiscaron los bienes. Fueron suprimidos nueve conventos de religiosas, once parroquias quedaron cerradas y 49 iglesias destruidas. Esta situación era la consecuencia lógica del contraste existente entre las autoridades centrales y los miembros de las juntas, que con su ideología anarcodemocrática intentaban destruir todas las instituciones religiosas, perseguir al clero y cometer toda clase de excesos. Algunas juntas llegaron a violar los más elementales derechos de la jurisdicción e inmunidad eclesiásticas, suprimiendo territorios exentos, decretando divisiones parroquiales, destruyendo templos, privando a párrocos y obispos de su jurisdicción, obligando a los prelados a dispensar todos los impedimentos matrimoniales, destituyendo canónigos y nombrando eclesiásticos gratos al movimiento revolucionario para puestos de gobierno. El obispo de Huesca, Gil Bueno, fue expulsado de su diócesis el 6 de octubre de 1868 por decreto de la Junta local. El de Barcelona, Monserrat, tuvo que enfrentarse no sólo con la Junta de la capital catalana, sino también con otras de poblaciones menores. En Cuenca fueron más moderadas, y en algunos pueblos llegaron incluso a ponerse decididamente a favor de la Iglesia, según testimonio del obispo Payá. En Lérida destruyeron el templo de San Juan y cerraron el seminario. Lo mismo hicieron en Málaga.

Problemas con los revolucionarios por las usurpaciones de las juntas ocurrieron en Valladolid, Salamanca y Tortosa. El prelado salmantino, Lluch Garriga, consiguió salvar el colegio de Calatrava gracias a sus gestiones amistosas con el jefe de la Junta local. Pero en Tortosa, el obispo Vilamitjana no consiguió impedir la ocupación de los seminarios. Quizá el obispo de Astorga, Argüelles, fue uno de los pocos que se mostró satisfecho de la Junta de aquella ciudad, porque fue «juiciosa y pacífica, sin hacer alteración alguna, no siendo en algún desatinillo civil». Con todo, el balance de la actividad desplegada por muchas juntas en materia eclesiástica fue bastante negativo. La revista La Cruz publicó una «Crónica de los sacrilegios, profanaciones y atentados cometidos en España contra la religión y las inmunidades eclesiásticas desde septiembre de 1868», que recogía en buena parte las actuaciones violentas de numerosas juntas revolucionarias.

3.

Manifiestos a la nación

 

Desde su exilio de Pau (Francia) Isabel II dirigió a los españoles, el 30 de septiembre de 1868, un manifiesto, que tuvo escasa repercusión, porque muy pocos lloraban a la reina desaparecida. Un ejemplar del mismo fue enviado por Isabel II a Pío IX y otras copias fueron transmitidas por el nuncio a la Secretaría de Estado. El papa manifestó a la soberana que haría lo posible para que recuperase el trono; pero era una promesa huera en aquellos momentos, ya que el anciano pontífice estaba a punto de perder sus ya reducidos Estados. Fue un modo de guardar las formas ante la llegada a Roma de Severo Catalina, representante oficioso de Isabel II, cuando nadie en la corte pontificia confiaba en un regreso de la reina a Madrid.

El Gobierno revolucionario se planteó la cuestión religiosa en una circular que el ministro de Estado, Lorenzana (1818-83), dirigió el 19 de octubre de 1868 a los diplomáticos españoles. Se trata de un texto apologético de la revolución, redentora de pasadas humillaciones, donde se reconocía que España «ha sido y es una nación esencial y eminentemente católica». Pero esta afirmación no desvaneció el recelo del episcopado y de la Santa Sede, ya que —decía Franchi— «es cierto que en la circular el Gobierno proclama abiertamente que España fue siempre, y lo es todavía, una nación eminentemente católica; pero se hacen algunas consideraciones sobre este espíritu católico de España que ofenden no sólo a la misma religión, sino también al sentimiento pío y noble de esta generosa nación».

La cuestión religiosa fue tratada en dicha circular con tal amplitud, que merece ser leída detenidamente:

«El Gobierno provisional no puede menos de tocar con toda la circunspección y delicadeza que la materia exige, una cuestión de transcendencia suma; la cuestión de la libertad religiosa. Nadie hay que ignore, y el Gobierno tiene una verdadera satisfacción en proclamarlo así, que España ha sido y es una nación esencial y eminentemente católica. Su historia nos lo enseña; las sangrientas y dilatadas guerras religiosas que sostuvo y el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio, a cuyo brazo poderoso y temible confió durante algunos siglos el sagrado depósito de sus arraigadas creencias, demuestran claramente que el celo exagerado y el ardor de la fe que no razona salvan sin dificultad los límites que dividen la verdadera religión del fanatismo. Las constituciones de la España moderna, aún las más liberales, rindieron todas escrupulosamente el homenaje de su respeto a esta viva y constante preocupación de nuestra Patria; y si alguna vez, como en 1856, se intentó arriesgar tímidamente un paso en dirección opuesta, el efecto causado en los corazones sencillos por el grito que, con una sinceridad más que dudosa, dieron ciertos partidos, vino a probar que la opinión no estaba madura todavía y que era indispensable aguardar más propicia ocasión para reformar el estado legal de las cosas en asunto tan grave.

Afortunadamente, desde entonces han experimentado modificación profunda las ideas, y lo que no hace mucho era considerado como una eventualidad lisonjera, pero sólo realizable a largo plazo, vemos hoy que se anuncia como un hecho inmediato, sin que las conciencias se alarmen y sin que una voz discordante venga a turbar el general concierto. Mucho ha contribuido, en verdad, a este importante resultado el grandioso espectáculo de los insignes triunfos que en todas partes va reportando el espíritu moderno, ante cuya pujanza arrolladora desaparecen los diques más robustos y no hay resistencia tan fuerte que no ceda; pero relativamente a España, media, además, una circunstancia que es triste, pero necesario recordar. Si por aquiescencia o tolerancia de quienes pudieran evitarlo, lo ignoramos; pero ello es que el nombre de la religión ha venido, de algún tiempo a esta parte, constantemente unido, en extraño y poco digno maridaje, a los actos más depresivos y arbitrarios, en que tan rico ha sido el régimen que acaba de sucumbir con uniforme y entusiasta aplauso.

En la errónea creencia de que un manto sagrado podría servir para ocultar la desapacible desnudez de ciertas profanidades, se hizo intervenir en las ardientes luchas de la política lo que jamás debe exponerse al contacto peligroso y con frecuencia impuro de las pasiones mundanales. De aquí, no la tibieza del sentimiento católico, que por dicha se mantiene siempre vivo entre nosotros, sino la opinión universalmente difundida de que la concurrencia en la esfera religiosa, suscitada por una prudente libertad, es necesaria para suministrar a la ilustrada actividad del clero un pasto digno de ella y proporcionarle temas de discusión en armonía con lo elevado de su sólida ciencia y con la sagrada respetabilidad de su carácter.”

Un tercer documento nos interesa todavía conocer. Es el manifiesto que el Gobierno provisional dirigió a la nación el 25 de octubre para exponer los objetivos fundamentales de la revolución. Visto a un siglo largo de distancia, resulta extremadamente abierto, pero substancialmente moderado y equilibrado. Los principios que defendía —libertad religiosa, enseñanza, imprenta, reunión y asociación— resumían los programas lanzados durante las primeras semanas de octubre por las juntas revolucionarias. Reconocía que la libertad religiosa era la manifestación del espíritu público más importante que se introducía en la secular organización del Estado español. Esta afirmación, junto con otros párrafos dedicados a la exclusión del trono de la dinastía caída, llamaron la atención del nuncio, que se apresuró a transmitirlos a Roma. El manifiesto, aunque revolucionario, mantenía la monarquía como institución y excluía la alternativa republicana, si bien cerraba cualquier posibilidad de retorno a Isabel II y a sus descendientes. Para el nuncio, la libertad religiosa era una violación del primer artículo del concordato, ya que alteraba sensiblemente el sistema de exclusión de otros cultos existentes en España, desde antiguo.

 

4.

Anticlericalismo popular

 

La primera reacción popular al consolidarse la revolución fue marcadamente anticlerical. Parece además lógico que así fuera, porque si el objetivo fundamental de la sublevación había sido acabar definitivamente con la dinastía borbónica, responsable de los males que el pueblo español había sufrido durante casi dos siglos, igual suerte debía tocar a una de las instituciones que con mayor fidelidad, constancia y energía había apoyado a la desacreditada monarquía y predicado al pueblo sumisión y acatamiento sin reservas a los soberanos; es decir, la Iglesia. Conviene, sin embargo, matizar algunos conceptos para comprender los ataques anticlericales. Mientras el vértice político del Estado declaraba, por la voz autorizadísima de sus más altas instancias, «que España ha sido y es una nación esencial y eminentemente católica», la masa popular desencadenaba un torbellino de violencias desde sus más ínfimos estratos, que en realidad eran nuevas ediciones —sensiblemente aumentadas en unos casos, levemente corregidas en otros—de sucesos muy lamentables, que, por una compleja serie de factores políticos sociales, económicos y culturales, había conocido generaciones pasadas y verían generaciones futuras —piénsese en 1931-36—, con un frente común que atacar y, posiblemente, destruir por completo—aunque esto nunca se ha conseguido—, es decir, el clero con sus templos, monasterios y conventos. Y es que gran parte de los habitantes de la «católica» España sabía demostrar, una vez más —como habían hecho sus antepasados y harían sus descendientes—, la compatibilidad entre un extraño espíritu religioso, mezcla de fanatismo, superstición y paganismo, con el más desenfrenado anticlericalismo. Se atacaba, por consiguiente, no al objeto de «fe» o de «creencia» del pueblo simple e ignorante, sino a los representantes de las estructuras clericales, e incluso a éstas mismas, porque durante años habían sostenido incondicionalmente el sistema político derrumbado y gracias al mismo habían conseguido restaurar, en parte, antiguas situaciones de privilegio.

Se comprende que la Iglesia pagara seculares errores y omisiones colectivas derivadas de su excesiva compenetración con los poderes civiles. En España, nunca ha desaparecido por completo el fenómeno de la unión Trono-Altar, si bien ha tenido mil variantes y tonos más o menos velados, porque aun los regímenes más radicales, excluida la II República, han comprendido las dificultades de un ataque frontal a la Iglesia, y por ello no ha sido difícil llegar a un compromiso que colmara las ambiciones de ambas partes. Resulta significativo observar que la Iglesia, enemiga del liberalismo que gobernó durante la minoría de edad de Isabel II en los años treinta y cuarenta, se convirtiera en el apoyo más decidido de la monarquía isabelina y de los gobiernos liberales —pero moderados— en las décadas de los cincuenta y sesenta, hasta el punto de comprometerse históricamente con la firma de un concordato que fue un quebradero continuo de cabezas y una fuente inagotable de conflictos y tensiones a lo largo de la segunda mitad del XIX y de los primeros treinta años del XX.

Por ello se explica la desorientación de Franchi cuando en los primeros días de la revolución vio llegar a las puertas de su palacio, en la madrileña calle del Nuncio, una impresionante manifestación popular con las más descabelladas pretensiones. Se pedía la libertad de cultos y la del pueblo romano, sometido al yugo del papa. Se pedía el concordato de 1851 para quemarlo y que el representante pontificio fuese expulsado de España.

Cabe preguntarse qué sentido tenía en esos momentos un concordato firmado con la soberana destronada, cuyo primer artículo había sido elegantemente superado con la declaración de principios que el Gobierno había hecho en favor de la libertad religiosa. El pueblo manifestado veía en el nuncio el representante y el garante de ese concordato, que ya no tenía razón de ser en una España diversa. Por ello no debe sorprender que el pueblo protestara con insistencia y que la prensa colaborase con gusto, aireando e instrumentalizando noticias relativas a las dificultades que el nuevo embajador ante la Santa Sede, Posada Herrera, encontraba para su reconocimiento. La correspondencia entre el nuncio y la Secretaría de Estado confirma que si en los primeros momentos de la revolución no se llegó a una ruptura total con el Gobierno español, fue precisamente porque éste trató de impedirlo asegurando la incolumidad personal del representante pontificio en Madrid. Sin embargo, la permanencia de Franchi en España quedó muy comprometida tras las manifestaciones populares, y su salida sería cuestión de pocos meses, en espera de una ocasión propicia que la justificara plenamente.

 

5.

Política religiosa del Gobierno provisional

 

La política religiosa del Gobierno revolucionario provisional quedó sintetizada en las medidas adoptadas por el ministro de Gracia y Justicia, el abogado gallego Antonio Romero Ortiz (1822-84), quien a los cuatro días de su llegada al Ministerio suprimió la Compañía de Jesús por decreto del 12 de octubre de 1868. No era la primera vez que esto ocurría en la historia de España, ni sería la última. Desconocemos las razones de esta decisión, digna de otro ministro de Gracia y Justicia —García Herreros— en un fugaz Gabinete, presidido por el conde de Toreno, durante la regencia Cristina, porque el laconismo del texto no permite descubrir los motivos del decreto. Los jesuítas tuvieron que cerrar sus colegios e institutos en el plazo de tres días, mientras el Estado ocupó sus temporalidades, es decir, todos los bienes de la orden, así muebles como raíces, edificios y rentas, que pasaron a engrosar el caudal nacional. A estos religiosos se les prohibió igualmente reunirse en comunidad, en contra de los principios revolucionarios, que habían proclamado la libertad de reunión y de asociación pacífica. No consta que las reuniones de los jesuítas fuesen violentas; de lo contrario, el Gobierno habría adoptado otras medidas contra ellos. También se les impidió vestir el traje talar y se les sometió a la autoridad de los ordinarios diocesanos, mientras los no ordenados in sacris quedaron sujetos a los poderes civiles.

El 15 de octubre fue derogado el decreto de 25 de junio de 1868, que autorizaba a las comunidades religiosas a poseer y adquirir bienes. Y el 18 de octubre fueron extinguidos todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones y demás casas de religiosos de ambos sexos fundados en la Península e islas adyacentes desde el 29 de julio de 1837. Pasaron a propiedad del Estado todos los edificios, bienes, rentas, derechos y acciones de las casas suprimidas, cuyos moradores —frailes y monjas— quedaron sujetos a la autoridad de los ordinarios diocesanos y sin derecho alguno a percibir la pensión concedida a cuantos habían ingresado en los conventos antes del 29 de julio de 1837. A las religiosas de los conventos suprimidos se les dio dos posibilidades: o ingresar en otras casas religiosas de su misma orden dé las subsistentes, o pedir la exclaustración, pudiendo reclamar para ello la dote que llevaron al entrar en religión. Todos los conventos abiertos en virtud de la ley de 29 de julio de 1837 deberían reducirse a la mitad.

Este fue un verdadero golpe de gracia contra los regulares, ya que sólo se salvaron de la supresión las Hermanas de la Caridad, las de San Vicente de Paúl, Santa Isabel, la Doctrina Cristiana y todas las dedicadas a enseñanza o beneficencia. También fueron suprimidas las Congregaciones de San Vicente de Paúl y San Felipe Neri, que el concordato de 1851 había restablecido; los redentoristas y los misioneros fundados por el arzobispo Claret. Con decreto del 19 de octubre fueron suprimidas también las Conferencias de San Vicente de Paúl, que entonces desarrollaban en España intensa actividad caritativa y propagandística. A los seminarios se les quitó la dotación estatal, que ascendía a 5.990.000 reales. Fue suprimida la Comisión de Arreglo Parroquial y fueron sustituidas las frases del juramento que los obispos preconizados pronunciaban antes de su consagración, Erga catholicam nostram Hispaniarum Reginam Elisabeth por Erga rectores Hispaniae curiasque generales.

Todas estas disposiciones las dio el Gobierno provisional bajo la presión y las amenazas de las juntas revolucionarias, que dominaron la situación hasta el 20 de octubre de 1868, en que fueron suprimidas. Los ministros del Gabinete no andaban muy de acuerdo sobre política eclesiástica, pues mientras el de Gracia y Justicia trataba de podar el árbol de la Iglesia a golpes de decretos, el de Estado, Lorenzana, confesaba al nuncio Franchi, cándidamente y con la mayor reserva que el propio Romero Ortiz se mostraba arrepentido de las disposiciones tomadas, en particular contra los seminarios y las religiosas, y que restauraría la Asociación de San Vicente de Paúl, como efectivamente hizo al poco tiempo. El ministro de Justicia ordenó a los gobernadores civiles que no fuesen rigurosos al ejecutar las disposiciones gubernativas sobre supresión de conventos femeninos y a los jesuítas se les permitió regresar a sus colegios, pero sin usar el hábito talar. Ciertamente, las numerosas protestas del episcopado y del laicado católico debieron de influir en esta marcha atrás del ministro, cuyos contrastes personales con el general Serrano, presidente del Gobierno, eran conocidos públicamente. Por eso, aunque no se dieron por parte de otros ministerios disposiciones contrarias a las emanadas por el de Gracia y Justicia, sin embargo, se procuró moderarlas con varias medidas que suavizaron la política del Gobierno provisional tras la supresión de las juntas. En este marco hay que situar el decreto del ministro de la Gobernación, Sagasta (18271903) sancionando el derecho de asociación, como consecuencia lógica de otro precedente que había reconocido el de reunión pacífica para objetos no reprobados por las leyes.

Con respecto a la enseñanza, desapareció de los planes de estudio la obligatoriedad de la religión como asignatura, tanto en los institutos como en las facultades universitarias, y quedó suprimida la facultad de teología en las universidades. Sin embargo, esta última decisión no puede considerarse medida antieclesiástica, como dieron a entender La Fuente y Menéndez Pelayo, porque los obispos habían pedido ya en tiempos de Isabel II, siendo ministro de Fomento Severo Catalina, dicha supresión, pues el régimen académico y las continuas interferencias del Estado en la enseñanza fundamental de la Iglesia no satisfacían al episcopado.

Ruiz Zorrilla (1833-95), ministro de Fomento, dio otro decreto relativo a la incautación por el Estado de todos los archivos, bibliotecas, gabinetes y demás colecciones de objetos de ciencia, arte o literatura que poseían los monasterios, conventos, catedrales y órdenes militares, con excepción de las bibliotecas de los seminarios. Esta decisión encajó perfectamente en el plan general de desamortizaciones y quedó justificada por el estado de abandono, descuido y hasta peligro en que se hallaban muchas obras de arte, «ocultas, cubiertas de polvo, envueltas en telarañas y comidas por el tiempo». También fue suprimido el tribunal de las órdenes militares y el fuero eclesiástico.

Entre tanto, las relaciones con la Santa Sede se fueron enfriando, y mientras el nuncio Franchi trataba por todos los medios de frenar la política revolucionaria del Gobierno provisional e impedir la promulgación de nuevas disposiciones antieclesiásticas, en Roma se prohibía el acceso al embajador de la revolución, José Posada Herrera (1815-85), que no era un revolucionario, sino un político hábil, liberal moderado, a quien la Santa Sede no podía rechazar en principio. Vivía retirado de la política cuando el ministro Lorenzana le llamó para confiarle la Embajada en Roma. El cardenal Antonelli estaba dispuesto a mantener relaciones oficiosas con Posada Herrera, pero no a reconocerle como embajador. Sin embargo, la baza de la Embajada era decisiva para el Gobierno de Madrid, ya que implicaba el reconocimiento del nuevo sistema político, cosa que nunca se consiguió. Influyó también en esta decisión la presencia en Roma del enviado personal de Isabel II, Severo Catalina, quien hacía ver a los prelados vaticanos las enormes ventajas que comportaría a la Iglesia un retorno de la reina. Por ello, lo más prudente era no comprometerse con la revolución. Posada estuvo en Roma pocas semanas. Al no ser reconocido como embajador y dado que fue elegido diputado de las Constituyentes de 1869, regresó a España en febrero de dicho año para asistir a las Cortes. La Embajada en Roma quedó vacante hasta la Restauración, mientras que Franchi mantuvo siempre el título de nuncio, aunque se ausentó definitivamente de España en junio de 1869 y dejó los negocios de la Nunciatura en manos de su secretario, Mons. Bianchi.

 

6.

Los obispos y el gobierno provisional

 

La primera impresión que produce la actitud de los obispos ante los sucesos políticos de finales de septiembre y primeros de octubre de 1868 es de gran desconcierto ante un cambio que, si bien muchos de ellos esperaban y temían, sin embargo, no lo imaginaron tan radical. La desaparición de la monarquía reinante y la explosión de libertad, que en muchos lugares llegó a convertirse en auténtico libertinaje por el desenfreno de las juntas revolucionarias y la inercia del poder central y del ejército, desorientaron a los obispos, que pasaron del miedo al terror. «La tormenta de las circunstancias —decía el arzobispo de Valencia, Mariano Barrio—crece y arrecia de una manera horripilante, y no sé humanamente a dónde iremos a parar. Me parece que no hay cabezas que sepan y puedan contener el torrente desbordado».

Varios prelados advirtieron la necesidad de organizarse para hacer frente con serenidad a las provocaciones de los nuevos dirigentes políticos. Por esas fechas al episcopado le faltaba una cabeza moral, ya que el anciano cardenal primado, Cirilo Alameda, permaneció totalmente inactivo. Los arzobispos de Granada y Zaragoza promovieron las reuniones de metropolitanos con el fin de estudiar la nueva situación y adoptar medidas ante la política religiosa del Gobierno. El cardenal García Cuesta, de Santiago, era partidario de elevar escritos al poder supremo de la nación firmados por todos los arzobispos, previo el acuerdo de los obispos sufragáneos, de forma que se tratase de auténticos escritos colectivos de todo el episcopado español.

No obstante los titubeos iniciales y la desorientación lógica, los obispos observaron una línea de conducta que fue aprobada por el nuncio, a quien pidieron constantemente instrucciones.

La acción del episcopado coincidió con la ofensiva general lanzada por los periódicos católicos y conservadores frente a las violencias de la revolución. Al Gobierno provisional llegaron numerosas protestas de hombres y mujeres católicos contra la legislación anticlerical anteriormente reseñada. El episcopado se unió a estos escritos con «santo coraje y pastoral solicitud, unidos a una firmeza y constancia tales, que espero —decía el nuncio Franchi—consigan detener los excesos de la revolución, contribuyendo a calmar las pasiones populares y ahorrar a la Iglesia nuevas heridas».

El mismo nuncio sugirió a varios obispos los puntos fundamentales que debían tratarse en los escritos colectivos, ya que no bastaba la simple protesta, sino que era necesario condenar con energía los principios proclamados por la revolución, rebatir las calumnias proferidas contra el clero por la prensa impía, exigir la observancia del concordato, advertir a los fieles de los peligros que corrían en aquellos momentos e invitar a las autoridades civiles para que salvasen y protegiesen a la Iglesia, base fundamental de la sociedad humana. La actitud del nuncio estaba en la línea de la doctrina pontificia, manifestada por Pío IX en numerosos documentos y alocuciones. Pero aunque algunos obispos escribieron personalmente al general Serrano, presidente del Gobierno, y al ministro de Gracia y Justicia, prevaleció la idea de los documentos colectivos, que comenzaron a hacerse por provincias eclesiásticas, habida cuenta de las dificultades técnicas que suponía en tales circunstancias la redacción de un documento de todo el episcopado, ya que ni los obispos podrían reunirse en asamblea plenaria ni era posible transmitirles un proyecto de texto para su estudio.

Empezaron los obispos de la provincia eclesiástica de Burgos (29 octubre 1868), y les siguieron pocos días más tarde los de Zaragoza, Santiago de Compostela, Granada y Valladolid.

Se trató, por lo general, de documentos preparados por el respectivo metropolitano y firmados por todos los sufragáneos. Las protestas iban dirigidas contra la supresión del fuero eclesiástico y contra la incautación de los archivos, bibliotecas, gabinetes y demás colecciones de objetos de ciencia, arte y literatura que estaban a cargo de los cabildos catedralicios, monasterios u órdenes militares, ya que éstas fueron las disposiciones más importantes adoptadas por el Gobierno provisional en materias eclesiásticas antes de las Cortes Constituyentes. A mediados de enero de 1869, cuando prácticamente todo el episcopado había dejado oír su voz contra los abusos de la revolución, solamente el cardenal primado guardaba silencio. La documentación conservada en el archivo de la Nunciatura de Madrid nos dice que el cardenal Alameda escribió en varias ocasiones al ministro Romero Ortiz, pero nunca se supo el contenido de estas cartas. También consta que el cardenal Alameda se opuso a los documentos colectivos, porque consideraba inútil cualquier tipo de protesta dirigida al Gobierno provisional. El primado era partidario de dirigirse a las Cortes Constituyentes cuando comenzase la discusión de la cuestión religiosa.

En el capítulo de las relaciones entre los obispos y el Gobierno provisional hay que reseñar también algunos asuntos relativos al juramento, consagración y toma de posesión de los últimos obispos presentados en tiempos de Isabel II y preconizados por Pío IX antes de la revolución. En el consistorio del 22 de junio de 1868, el obispo Montagut, de Oviedo, fue trasladado a Segorbe, y a la sede ovetense fue destinado el sacerdote valenciano Benito Sanz y Forés, abreviador de la Nunciatura. A Málaga fue trasladado el obispo de Coria, Pérez Fernández, mientras el canónigo arcipreste de Cádiz, José María Urquinaona, fue nombrado obispo de Canarias. En el consistorio del 24 de septiembre del mismo año, la vacante de Coria quedó cubierta con el nombramiento del arcediano de Toledo, Pedro Núñez Pernía. La única sede vacante al estallar la revolución era Mondoñedo, cuyo obispo, Ponciano de Arciniega, había fallecido el 9 de septiembre de 1868, es decir, quince días antes del último consistorio celebrado por Pío IX durante la monarquía de Isabel II. Otros obispados seguían vacantes, pero eran los que el concordato de 1851 había decidido suprimir: Albarracín, Barbas-tro, Ceuta, Ciudad Rodrigo, Ibiza, Sólsona, Tenerife y Tudela.

El nuevo obispo de Málaga, Pérez Fernández, consultó al nuncio cómo debía comportarse al tomar posesión de su diócesis, habida cuenta de la caótica situación que reinaba en ella por las violencias de la Junta revolucionaria. Franchi le aconsejó que se pusiese de acuerdo con las autoridades nacionales para evitar conflictos. Con respecto al juramento impuesto por el Gobierno, no hubo dificultad alguna, ya que la Santa Sede había aceptado la nueva fórmula, que no afectaba a la substancia y salvaba los principios mantenidos secularmente por la Iglesia. El obispo Pérez Fernández entró en Málaga tras la disolución de las juntas revolucionarias y a principios de 1869 informó al papa sobre el estado de su diócesis.

Más complejo fue el caso del obispo Urquinaona, de Canarias, porque no se trataba de un simple traslado, sino de un nombramiento que requería la consagración del candidato antes de su entrada en la diócesis. Urquinaona no quería ser obispo. Renunció tres veces a la presentación de Isabel II, pero el nuncio Barili le obligó a aceptar la mitra de Canarias, y, aunque fue preconizado en el consistorio del 22 de junio de 1868, retrasó su consagración, porque consideraba el episcopado una carga superior a sus fuerzas. Llegó la revolución, y, ante la gravedad de la nueva situación, escribió personalmente al papa presentando su renuncia, que no fue aceptada. Pío IX le llamó a Roma para que participase en los trabajos preparatorios del concilio Vaticano I. Tampoco quiso Urquinaona este cargo, y, tras vencer mil dificultades, aceptó el episcopado a principios de 1869. Surgieron entonces complicaciones por parte del Gobierno, que le obligó a jurar antes de recibir las bulas pontificias con el exequátur, mientras que el nuevo obispo las exigía para recibir la consagración, durante la cual emitiría el juramento.

Por su parte, el nuncio hizo las gestiones necesarias para conocer la verdadera actitud del Gobierno sobre el caso Urquinaona. Se llegó incluso a confrontar el texto del juramento preparado para el nuevo obispo de Canarias con otro usado anteriormente, y se llegó a la conclusión de que eran iguales en la substancia.

Urquinaona fue consagrado en la catedral de Cádiz el 7 de marzo de 1869 por el obispo Arríete. Inmediatamente dirigió a Pío IX una extensa carta, que era una auténtica profesión de fe católica y un testimonio de veneración al pontífice. Después marchó a su diócesis y puso fin a los escándalos provocados por la pésima conducta del vicario capitular que había administrado la sede vacante.

El nuevo obispo de Coria, Núñez Pernía, fue consagrado por el nuncio Franchi en la iglesia parroquial de San Martín, de Madrid, el 28 de febrero de 1869, mientras en las Cortes se debatía la nueva Constitución. Después tomó posesión de su diócesis con toda normalidad, lo mismo que el obispo Montagut en Segorbe y Sanz y Forés en Oviedo, que tampoco encontraron obstáculo alguno para iniciar su misión pastoral.

 

7.

Los obisopos en las cortes constituyentes

 

La presencia de eclesiásticos en las Cortes Constituyentes de 1869 no creó serios problemas al episcopado ni a la Santa Sede. Dos obispos fueron diputados por sus provincias de origen: Antolín Monescillo, obispo de Jaén, elegido por Ciudad Real, y el cardenal García Cuesta, arzobispo de Santiago, elegido por Salamanca. También fueron diputados otros dos sacerdotes, elegidos uno por el grupo tradicionalista católico (Vicente Manterola), y otro, por el progresista (Luis Alcalá Zamora). Este último fue presentado para el obispado de Cebú durante la monarquía de Amadeo de Saboya, pero la Santa Sede no lo aceptó.

A los dos obispos diputados se les dejó entera libertad para ocupar su escaño en las Cortes, ya que por parte de Roma no se quiso interferir en este asunto, con el fin de que los interesados adoptasen la decisión que creyesen más conveniente, habida cuenta de las circunstancias excepcionales del momento. Sin embargo, el nuncio Franchi les indicó que su presencia en la asamblea constituyente podía redundar en beneficio de la unidad católica de España y en contra de la libertad religiosa. Tanto Monescillo como García Cuesta se trasladaron a Madrid y siguieron muy de cerca los trabajos preparatorios de la Constitución. Mantuvieron contactos con algunos miembros del Gobierno provisional y con varios componentes de la comisión encargada de redactar la nueva carta de la nación; pero resultaron infructuosos, ya que la mayoría parlamentaria era abiertamente favorable a la libertad de cultos. Los dos prelados y el canónigo Manterola tuvieron intervenciones públicas muy brillantes, que despertaron la conciencia de los católicos en momentos en que, al perderse la unidad religiosa, se creía perder la esencia de España. Es evidente que la prensa católica y los partidos conservadores difundieron e instrumentalizaron para fines estrictamente políticos los discursos de estos eclesiásticos, pero al mismo tiempo no puede negarse que fueron auténticas piezas de la ampulosa oratoria decimonónica, digna de otros exponentes políticos del momento. Para hacer frente al anticlericalismo desbordado en dichas Cortes y a los furibundos ataques de algunos diputados como Castelar, Suñer Capdevila y otros, la Iglesia española contó con figuras tan prestigiosas e intelectualmente preparadas como el obispo de Jaén, el cardenal de Santiago de Compostela y el canónigo Manterola. Sin embargo, sus palabras cayeron por completo en el vacío. Y, ante el fracaso total, los dos prelados regresaron a sus respectivas diócesis, mientras Manterola siguió los debates junto al grupo tradicionalista católico, que siempre defendió con energía los intereses de la Iglesia. En cambio, el sacerdote Alcalá Zamora, que militaba en las filas progresistas, votó en favor de la libertad de cultos y en contra de la unidad católica de España.

Me he referido a los eclesiásticos presentes en las Cortes como beligerantes porque éste fue el espíritu que les animó desde el primer momento y porque la situación parlamentaria, tal como la habían planteado los partidos de la revolución, exigía una respuesta de la Iglesia a tono con dichas circunstancias. Hablar de negociación, comprensión o diálogo en dichas Cortes era pura utopía. El anticlericalismo de los políticos alcanzó niveles nunca conocidos en España. Petschen ha escrito que «el punto culminante de las manifestaciones anticlericales lo marcó la discusión de los artículos 20 y 21 del proyecto de Constitución. Con ellos se quiso quitar al clero el amplio poder de jurisdicción que tenía en el régimen anterior». Es cierto que dicho anticlericalismo era una respuesta lógica al excesivo clericalismo de la época anterior, pero hay que reconocer que hubo exageraciones, ya que la revolución, que había proclamado todas las libertades imaginables, oprimía a la Iglesia no sólo con duros ataques y críticas a las más elementales formas de expresión religiosa, sino también impidiendo o limitando libertades que estaban en contradicción abierta con el espíritu liberal que había inspirado la revuelta burguesa. Por tanto, si una explicación encuentra el anticlericalismo como reacción a la situación anterior, comprensión encuentra igualmente la actitud enérgica y cerrada del clero y de los católicos españoles ante una revolución que todavía estaba en sus comienzos y ya había puesto fin a seculares tradiciones religiosas y a principios fundamentales de respeto y convivencia entre la Iglesia y el Estado.

8.

Asociacionismo católico

 

En este marco hay que situar el origen de las Asociaciones de Católicos y comprender las razones de su rotundo éxito y de su amplia y rápida difusión por toda la geografía nacional. El nacimiento de dichas asociaciones fue legal, ya que surgieron amparadas por los decretos del ministro de la Gobernación, Sagasta (1827-1903), de 1.° y 20 de noviembre de 1868, que sancionaban el derecho de reunión pacífica para objetos no reprobados por las leyes y el de asociación. Este último carecía de precedentes en España y nació como «una de las necesidades más profundas de nuestro país y una de las reclamaciones más claras, justas y enérgicas de nuestra gloriosa revolución», según decía el propio ministro en el preámbulo del decreto.

El derecho de asociación benefició a la Iglesia, pues mientras en otros campos vio reducidas, controladas y suprimidas muchas de sus actividades, en éste encontró enormes posibilidades para organizarse, ya que —son palabras de Sagasta—, «si el Estado tiene siempre grandes fines que llenar, a la Iglesia esperan todavía maravillosos destinos; pero ni el Estado ni la Iglesia pueden pretender ni les sería dado en todo caso alcanzar a mantenerse en su antigua situación, es decir, como las dos únicas formas sociales posibles y legales de la vida y de la historia». A principios de diciembre del año 68 aparecieron en la Gaceta de Madrid dos circulares del ministro Sagasta, dirigidas a los gobernadores civiles, por las que se les prohibía intervenir en las reuniones pacíficas y se les encomendaba la adopción de medidas oportunas con el fin de que fuera respetado el derecho de reunión y de asociación pacífica y de libre emisión de ideas.

En este clima de legalidad comenzó el marqués de Viluma, en noviembre de 1868, a organizar a los católicos españoles. Manuel de la Pezuela y Ceballos —éste era el nombre del marqués— había sido destacada figura política del liberalismo moderado. Exponente de primer orden de la nobleza «restaurada» en 1843, frecuentaba las fiestas cortesanas y era gran amigo de la condesa de Merlín. Conciliador con los carlistas, propuso, de acuerdo con Balmes, un gran pacto nacional que superara la división provocada por la primera guerra carlista. Fue ministro de Estado con Narváez en 1844 y presidente del Senado en 1848. Su acentuada moderación y su figura casi absolutista le impidieron seguir activamente en el primer plano de la política nacional. Pero no por ello perdió su influjo a otros niveles, y cuando en los primeros meses de la revolución llamó a los católicos para organizarse, su convocatoria fue aceptada en muchos sectores, especialmente de la aristocracia y de la alta burguesía, que eran, junto al clero, quienes más podían temer de los desmanes revolucionarios.

Los primeros en acudir a la cita de Viluma fueron el conde de Or-gaz (1834-94), adicto a la causa tradicionalista, que en 1870 figuraría en la minoría carlista y sería presidente del Centro Católico-Monárquico; el abogado catalán Ramón Vinader (1833-96), político carlista, que había sido diputado en 1867 y lo fue de nuevo en las Constituyentes de 1869, elegido por el distrito de Vich, su ciudad natal, y el catedrático de árabe de la Universidad de Sevilla, León Carbonero y Sol (1812-1902), fundador, director, redactor y propietario de La Cruz, la revista católica de mayor difusión, que por aquellas fechas se trasladó de Sevilla a Madrid. Completaban este primer grupo el célebre jurisconsulto valenciano, orador y poeta, Antonio Aparisi Guijarro (1815-72), que fundó la revista La Restauración y colaboró en La Regeneración desde 1862 hasta 1870; el también jurisconsulto y político catalán León Galindo y Vera (1819-89); los gallegos Cándido Nocedal (1821-85), eminente orador y polemista, y su hijo Ramón Nocedal y Romea (f. 1907), director de El Siglo Futuro, ambos destacadas figuras del carlismo y del integrismo, así como el periodista y político Luis Trelles Noguerol (1819-71), también gallego, colaborador de El Oriente; el abogado Manuel González Riaño (1844-79), director de La Libertad Cristiana, y otros personajes de la alta sociedad madrileña, como el conde de Vigo y los abogados Luis Echeverría, Manuel María Herreros, Francisco de Paula Lobo, Cruz Ochoa, Enrique Pérez Hernández, Nicolás María Serrano y Francisco José Garvia.

La estructura de la Asociación de Católicos comenzó a perfilarse a principios de diciembre de 1868. Cuando fue aprobado su programa y elegida la Junta directiva, puso inmediatamente en conocimiento de las autoridades civiles tanto las bases fundamentales como los objetivos de su institución, para actuar libremente desde la legalidad. Viluma se entrevistó con el nuncio Franchi para informarle de esta iniciativa, que había nacido de los católicos, sin influjo ni apoyo de la jerarquía nacional. Al representante pontificio le faltaron palabras para elogiar al marqués, «personaje superior a cualquier alabanza, que goza gran reputación e influjo por sus principios religiosos y morales», y a los componentes de la Junta directiva, «personas todas religiosas y respetables».

La primera Junta directiva de la Asociación de Católicos quedó integrada por el marqués de Viluma, presidente; el conde de Orgaz, tesorero; el conde de Vigo y León Carbonero, miembros, y Francisco José Garvia, Ramón Vinader y Enrique Pérez Hernández, secretarios. Sus objetivos quedaron sintentizados en el manifiesto fundacional, en el cual se decía que aunque la asociación se llamaba católica, «no solamente esquiva, sino que rechaza cuanto pueda dar ni aun sombra de pretexto para que se la confunda con ningún partido político; o lo que es igual, lo que se llama política en el sentido concreto y usual de la palabra, está formalmente excluido del espíritu y letra del objeto y del fin de la «asociación». Las bases quedaron fijadas en nueve puntos, e inmediatamente comenzó la propaganda y difusión de la naciente Asociación, que a finales de diciembre de 1868 se había extendido por casi todas las provincias, consiguiendo la adhesión de numerosas personas.

El 8 de diciembre de 1868, la Junta directiva envió una carta a Pío IX, que le fue entregada al nuncio para que la hiciera llegar al pontífice. Franchi transmitió este escrito al cardenal Antonelli, pidiéndole que el papa diese una commovente risposta, que podría publicarse en los periódicos antes de la apertura de las Cortes Constituyentes, ya que la voz del pontífice, dirigida de esta forma y en momentos tan angustiosos a los católicos españoles, infundiría nuevo vigor en los defensores de la unidad católica y frenaría los «inicuos proyectos de sus adversarios». En otro despacho posterior insistió Franchi para que el papa respondiera a los católicos españoles con el fin de organizar adecuadamente y con la aprobación pontificia la reacción católica frente a los abusos de la revolución.

Antonelli entregó la carta a Pío IX, quien ordenó se preparara la respuesta en el sentido indicado por el nuncio. Hubo un pequeño retraso en el envío, ya que, aunque la carta de Pío IX está fechada el 7 de enero de 1869, Antonelli no la remitió a Franchi hasta el día 15. Pasaron las elecciones y comenzaron las Cortes Constituyentes sus debates sin que se diera a conocer el contenido de la carta pontificia, quizá porque se consideraba innecesario en aquellos momentos, habida cuenta de la presencia activa en las mismas de los diputados tradicionaistas y de las famosas intervenciones de Monescillo, García Cuesta y Manterola. Al finalizar el primer semestre de 1869, la carta de Pío IX a los católicos españoles apareció en La Cruz en su versión latina original y traducida al castellano. Para entonces había sido ya aprobada la nueva Constitución, que introducía el principio de libertad religiosa. Se evitó al mismo tiempo una interferencia directa en asuntos políticos, que hubiera provocado la justa reacción de la oposición anticlerical. A la ingenuidad inicial del nuncio y a sus manifiestos deseos de inmiscuirse en asuntos internos del país, aunque de una forma que él consideraba indirecta, siguió un criterio de prudencia y moderación por parte de Roma primero, al retrasar el envío del escrito, y por parte de los católicos españoles después, al posponer su publicación.

El primer gran éxito de la Asociación de Católicos a nivel popular fue la campaña promovida en favor de la unidad católica con el apoyo de los párrocos, que organizaron centros de propaganda, mentalización y recogida de firmas. A los católicos españoles se les pidió que firmasen un escrito dirigido a las Constituyentes en los siguientes términos:

«Los que suscriben piden a las Cortes Constituyentes se sirvan decretar que la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, continúa siendo y será perpetuamente la religión de la nación española, con exclusión de todo otro culto, y gozando de todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto en los sagrados cánones».

La Asociación impartió normas concretas para garantizar la seriedad y rapidez en la recogida de las firmas. El nuncio alabó esta iniciativa, porque servía para manifestar las aspiraciones de la mayoría de los católicos españoles en favor de la unidad religiosa y daría al mundo «un sublime espectáculo de amor sincero y verdadero a la religión de sus padres».

Pese a la legalidad oficial existente en España en materia de asociaciones, no fue tarea fácil reunir las firmas, ya que no faltaron dificultades y amenazas por parte de las autoridades locales, así como campañas denigratorias de la prensa anticlerical y persecuciones desencadenadas por «turbas frenéticas, por autoridades indignas, por hombres sin fe y sin patriotismo», como la misma Asociación denunció. Con todo, se recogieron casi tres millones de firmas en 8.604 pueblos, que fueron entregadas en las Cortes el 6 de marzo de 1869. Este gesto provocó una vivaz polémica en la asamblea constituyente, ya que mientras el obispo de Jaén esgrimía como arma en favor de la unidad católica los casi tres millones de firmas, el diputado Montero Ríos, contestando al discurso de Monescillo, afirmó «que los 13 millones de españoles que no habían firmado la petición en defensa de la unidad católica, declaraban implícitamente que querían la libertad de cultos».

Otra de las iniciativas de la Asociación de Católicos fue la difusión de libros y folletos en defensa del catolicismo y en contra de los errores doctrinales y políticos del momento. La propaganda empezó con el Catecismo sobre el protestantismo, del cardenal García Cuesta, del que se tiraron en los primeros meses de 1869 cuarenta mil ejemplares, ya que se trataba del «libro mejor y más útil para contrarrestar la propaganda protestante y para pulverizar los errores de las sectas». Se vendía a precio de coste —medio real por ejemplar— con el fin de que pudiera llegar «a todos los buenos católicos». Mucha difusión tuvieron también las famosísimas Respuestas breves y familiares a las objeciones contra la religión, de Mons. Gastón de Ségur, el fecundísimo prelado francés, que no pudo llegar al episcopado por causa de la ceguera, y cuya obra, traducida en muchas lenguas, tuvo casi 200 ediciones en los últimos años del siglo XIX. Lo mismo se hizo con los escritos del integrista Martínez Sáez, obispo de La Habana, en particular los relacionados con el concilio Vaticano I.

Pero la obra de mayor envergadura que emprendió la Asociación de Católicos fue la creación en Madrid de los llamados Estudios Católicos. Se perseguía con ellos la integridad, la perfección y la pureza de la enseñanza. La primera de estas cualidades, según la Asociación, se echaba de menos en España, en especial con respecto a las humanidades y a la filosofía. Por ello se organizó un programa de estudios que seguía el de la segunda enseñanza oficial, si bien insistía en el latín y la religión «considerada en sí misma, o sea, en sus enseñanzas dogmáticas y en su moral y en las pruebas y fundamentos que hacen razonable el obsequio que prestamos a la fe».

La Asociación promovió también otras iniciativas de tipo económico para ayudar al papa y al clero español. En este sentido se intentó revitalizar la asociación llamada del Dinero de San Pedro, de la que ya he hablado precedentemente, y se organizaron colectas en todas las diócesis y parroquias.

A la Asociación de Católicos, extendida por toda España, se unieron, a principios de 1869, las asociaciones de jóvenes y las de mujeres católicos. Fueron un primer conato de lo que ya en pleno siglo XX sería la Acción Católica, con sus ramas de hombres, mujeres y jóvenes.

9.

 La cuestión religiosa

 

Cuando se habla de cuestión religiosa en las Constituyentes de 1869, se alude directamente a la discusión parlamentaria sobre los artículos 20 y 21 del proyecto, que en el texto definitivo de la Constitución quedaron fundidos en el artículo 21.

«La nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquier otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior».

La nueva Constitución fue aprobada el 1° de junio de 1869 por 214 votos favorables y 55 contrarios. En ella se plasmaba el programa revolucionario, se sancionaban las conquistas políticas y sociales conseguidas desde septiembre de 1868 y se sintetizaban las ideas del liberalismo democrático, ya que era obra de los intelectuales de la revolución, los llamados «demócratas de la cátedra».

La promulgación solemne del nuevo texto constitucional debía celebrarse el domingo 6 de junio de 1869 durante una ceremonia grandiosa que tendría lugar en el palacio de las Cortes. Estaba previsto un acto religioso. La prensa anunció que el Gobierno invitaría a los obispos para que asistiesen al mismo y ratificasen con su presencia el apoyo de la Iglesia a la nueva orientación política del Estado. Sin embargo, ni la Santa Sede ni la jerarquía española aceptaron la invitación. El nuncio Franchi consiguió del ministro Lorenzana que no fuesen cursadas invitaciones a los obispos y que se suprimiese el previsto acto religioso, con el fin de evitar el escándalo de los católicos por la presencia de los obispos en el acto de promulgación de una Constitución contraria a los intereses de la Iglesia.

El Gobierno cedió en este punto, pero fue inflexible al exigir a los obispos y al clero el juramento de fidelidad a la nueva Constitución, que prestaron todos los funcionarios civiles del Estado. El juramento del clero planteó serios problemas, porque no podía decidirse con un simple decreto del Ministerio de Gracia y Justicia, sino que era necesario oír el parecer de la Santa Sede. Cuando el nuncio Franchi preparaba su regreso a Roma a finales de junio de 1869, tuvo que retrasar el viaje para llegar a un acuerdo con el Gobierno sobre el citado juramento. El ministro de la Guerra, general Prim, amenazó con el exilio y la ocupación de temporalidades a los eclesiásticos que no jurasen, mientras el general Serrano era partidario de suspenderlo para estudiar detenidamente las implicaciones de un gesto que podía ser perjudicial no sólo para la Iglesia, sino también para el Estado. Franchi advirtió al ministro Lorenzana que todos los obispos y la inmensa mayoría del clero se negarían a prestar un juramento contrario a sus conciencias, a la vez que prohibido por la legislación eclesiástica.

Las gestiones del nuncio fueron infructuosas, y las tensiones entre la Iglesia y el Estado se agravaron. Franchi no había asistido a la promulgación de la nueva Constitución ni a la entronización del general Serrano como regente del reino. Tampoco estuvieron presentes en estos actos el personal de la Nunciatura y los funcionarios del Tribunal de la Rota. El 18 de junio hubo una reestructuración ministerial, con dos cambios importantes para el futuro desarrollo de las relaciones con la Iglesia, ya que cesaron los ministros Lorenzana (Estado) y Romero Ortiz (Gracia y Justicia), que fueron sustituidos por Silvela y Martín de Herrera. Sin embargo, el nuevo Gabinete insistió en el juramento de los obispos, advirtiendo que no se les exigiría nada contrario a las leyes de Dios y de la Iglesia. Pero el mismo Gobierno comprendió que era prudente esperar una respuesta de la Santa Sede, habida cuenta de las reticencias y escrúpulos de muchos obispos y sacerdotes ante el juramento.

Tras la salida del nuncio Franchi, el asunto fue encomendado al cardenal Moreno, arzobispo de Valladolid, que se convirtió desde ese momento en la cabeza moral del episcopado, ya que el primado, Alameda, se hallaba totalmente apartado de las actividades pastorales y políticas por su edad avanzada y estado de salud. El ministro de Gracia y Justicia, Martín de Herrera, mantuvo conversaciones con el cardenal Moreno para conseguir el juramento. Hizo un llamamiento al patriotismo del clero español, que en otros importantes momentos históricos —1812, 1837, 1845— había jurado sin dificultad las constituciones políticas del Estado. En Roma se abrió un doble expediente; por una parte, el aspecto canónico del juramento fue encomendado a la Penitenciaría Apostólica, y sus implicaciones políticas pasaron al estudio de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios. La Penitenciaría declaró que el juramento de la nueva Constitución era ilícito, pero que el clero podría jurar solamente si fuese obligado por el Gobierno por medidas violentas y con las reservas debidas. La respuesta del dicasterio romano no satisfizo al Gobierno, pero el ministro Silvela aplazó el asunto hasta el 20 de septiembre de 1869, y aprovechó sus vacaciones en Vichy (Francia) para mantener contactos con la Santa Sede a través del nuncio en París, con el fin de obtener la autorización definitiva para que el clero jurase, con la reserva de que no se le exigía nada contrario a las leyes de Dios ni de la Iglesia. En Madrid había quedado encargado interinamente del Ministerio de Estado Manuel Becerra, quien envió una nota al agente español en Roma, Jiménez Fernández, para que la entregase personalmente al cardenal Antonelli.

Vista la gravedad y la urgencia del asunto, el secretario de Estado trató personalmente la cuestión con Pío IX, y el 17 de septiembre comunicó a Mons. Bianchi, encargado de Negocios en Madrid, que por parte de la Santa Sede no había obstáculo alguno para que el clero jurara la nueva Constitución, habida cuenta de las promesas hechas por el Gobierno al poner las reservas ya conocidas. Parece ser que esta decisión la tomó el papa personalmente el 16 de septiembre de 1869, y fue una auténtica victoria para el Gobierno revolucionario, que había obtenido cuanto deseaba, ya que el juramento del clero era una valiosa arma política para hacer frente a los principales enemigos del momento —los carlistas—, promotores de una guerra civil, que contaban con la simpatía y el apoyo de amplios sectores del clero. En efecto, si el papa autorizaba el juramento, quedaba desarticulado uno de los argumentos que los carlistas aducían con mayor vigor contra el nuevo texto constitucional, es decir, su oposición a las leyes divinas y eclesiásticas.

Pese a esta aparente victoria, no todas las dificultades quedaron superadas, pues buena parte del episcopado, que no compartía la decisión tomada por el pontífice, aprovechó su presencia en Roma para asistir al concilio Vaticano I y consiguió con sus presiones que se revisara de nuevo todo el asunto a la luz de otros principios y observaciones que hasta ese momento habían pasado desapercibidos.

 

10.

Los obispos contra el juramento de la constitución

 

 

Hemos aludido anteriormente al doble aspecto, pastoral y político, que presentaba el juramento de la Constitución por el clero. Si bien el político quedó superado con la resolución adoptada por Pío IX de autorizar el juramento con las reservas aceptadas por el Gobierno, el pastoral, que implicaba un grave problema de conciencia, nunca fue resuelto, ya que los obispos se opusieron tenazmente a cualquier tipo de compromiso con las autoridades civiles, y, no obstante el acuerdo político-diplomático entre los Gobiernos madrileño y pontificio, ni juraron ni permitieron que el clero jurase.

La actitud del episcopado comenzó a manifestarse a medida que avanzaban las discusiones parlamentarias sobre la cuestión religiosa aun antes de ser aprobada la Constitución. Cuando ésta quedó proclamada, no solamente los obispos, sino la casi totalidad del clero y grandes sectores de la población católica practicante, se opusieron a la nueva ley fundamental del Estado, porque el artículo 21 violaba los tradicionales principios de la unidad católica española y los privilegios reconocidos a la Iglesia en el concordato de 1851, con lesión evidente de otros derechos y prerrogativas de las personas e instituciones eclesiásticas. Deben tenerse en cuenta estas consideraciones para comprender la intransigencia del episcopado ante el juramento, incluso después de la autorización de la Santa Sede, porque, en realidad, el caballo de batalla fue el gravísimo problema de conciencia que el clero y los católicos plantearon al negarse a jurar, mientras en otros países europeos, concretamente en Francia y Bélgica, los católicos habían jurado constituciones tan liberales y tolerantes en materia religiosa como la española. La actitud de los obispos fue tan negativa, que llegaron a ser más papistas que el papa.

La batalla del episcopado contra el juramento se desarrolló en tres tiempos. El primero, durante el mes de junio de 1869. El segundo, en septiembre-octubre del mismo año, y la tercera, en marzo-mayo de 1870.

La correspondencia mantenida entre los obispos y el nuncio en junio de 1869 fue muy intensa, lo cual demuestra la importancia del argumento y la preocupación de la jerarquía. Franchi retrasó su viaje a Italia, pero no consiguió calmar a los obispos, que comenzaron a publicar en los boletines eclesiásticos notas pastorales prohibiendo el juramento en espera de la decisión pontificia. Pero mientras la respuesta de la Penitenciaría Apostólica fue para muchos obispos de una claridad meridiana, la nota que el cardenal Antonelli envió en septiembre a Mons. Bianchi fue interpretada como una interferencia política en un asunto de conciencia que había quedado ya resuelto por la primera. La nota del cardenal Antonelli, que el encargado de Negocios de la Santa Sede transmitió solícitamente a los obispos, llegó en un momento inoportuno, a finales de septiembre y principios de octubre, cuando la mayoría de los prelados preparaba el viaje para asistir en Roma al concilio Vaticano I. Algunos se limitaron a acusar recibo, sin más comentarios.

Cuando llegó la primavera de 1870, el Gobierno decidió aplicar los acuerdos adoptados con Roma, y publicó el 17 de marzo un decreto, firmado por el ministro de Gracia y Justicia, Montero Ríos, que obligaba a los eclesiásticos a jurar. La reacción de los obispos fue inmediata, y la negativa, total. Los gobernadores eclesiásticos y vicarios generales de los obispos ausentes tenían órdenes tajantes de impedir el juramento hasta que recibiesen instrucciones precisas de los respectivos prelados. Apenas publicado el decreto ministerial, el encargado pontificio Bianchi lo envió al nuncio Franchi, residente en Roma, advirtiéndole que en el preámbulo del mismo el ministro hablaba de los acuerdos con Roma en términos tan ambiguos, que podían crear confusión entre los católicos. Por ello sugería la publicación de cartas pastorales ad vitanda scandala.

Sin embargo, los obispos preparaban en Roma el ataque final y definitivo al juramento. Hubo presiones insistentes para que la Santa Sede retirara el acuerdo anterior, ya que las promesas del Gobierno no merecían crédito y lo que se quería conseguir con el juramento era la adhesión incondicional de la Iglesia a la nueva situación política. Las reservas pedidas por los obispos tenían una importancia relativa para el Gobierno, ya que, si el clero prestaba el juramento aun con restricciones, el impacto que produciría ante la opinión pública quedaba asegurado, y nadie podría dudar de la actitud favorable de la Iglesia al nuevo régimen. Y como la preocupación del Gobierno era eminentemente política, los obispos adoptaron una conducta en el mismo sentido, si bien cubierta con pretendidas razones de orden pastoral o espiritual. Los prelados, que en principio pudieron estar divididos sobre la oportunidad y conveniencia del juramento, tras varios meses de permanencia en Roma, adoptaron el acuerdo unánime y definitivo de oponerse al juramento. Así lo demuestran las gestiones que realizaron durante el invierno de 1869-70 y el documento colectivo firmado por todos ellos, con la sola excepción del obispo de Almería, Pérez Minayo.

Los obispos consiguieron que la cuestión del juramento, ya estudiada por la Penitenciaría, pasase al Santo Oficio, quien examinó todo el problema a la luz del decreto ministerial de 17 de marzo de 1870, donde se afirmaba que el Gobierno no exigía del clero nada contrario a las leyes de Dios y de la Iglesia. El voto del Santo Oficio fue negativo. El juramento no se podía prestar ni siquiera con las reservas aceptadas por el Gobierno, ya que tendría repercusiones muy negativas para la vida religiosa del pueblo católico.

Mientras en Roma se hacían estas gestiones, en España surgían protestas del clero y de los obispos que no habían podido asistir al concilio. Los canónigos de Osma se negaron corporativamente a jurar, con el apoyo del obispo Lagüera. El cardenal García Cuesta, otro de los ausentes del concilio, criticó duramente el acuerdo entre la Santa Sede y el Gobierno español con respecto al juramento. Varios obispos se adhirieron al documento colectivo de Roma. Así los de Segorbe («No es digno ni decoroso el juramento que se exige»), Cádiz («Mi primer propósito es negarme abiertamente a jurar la nueva Constitución») y Córdoba («El obispo no puede prestar el juramento de la Constitución, ni asentir a que su clero lo preste en los términos que le precisa el mencionado decreto»).

El 27 de abril de 1870, el cardenal Antonelli comunicó al nuncio Franchi la decisión de la Santa Sede favorable al juramento para que la transmitiera a los obispos residentes en Roma. Para entonces ya era público el documento colectivo. Sin embargo, no hubo unanimidad entre los prelados a la hora de interpretar la última decisión de la Santa Sede, ni mucho menos a la hora de ejecutarla. La mayoría se opuso, pero el obispo de Almería prefirió «seguir las huellas expresamente trazadas por Su Santidad», y autorizó el juramento, aunque en su diócesis lo hicieron solamente una minoría: 11 canónigos sobre 38 y 24 sacerdotes sobre 189. También juraron el cardenal primado, Alameda, y el auditor-asesor de la nunciatura, José María Ferrer, con el personal de la Rota. La Fuente asegura que los juramentados fueron muy pocos. Por parte de la Santa Sede no hubo otras intervenciones, y los obispos tampoco volvieron a hablar, si bien el Gobierno mantuvo la obligatoriedad del juramento y privó al clero de ayuda económica. La polémica sobre el juramento estuvo coleando durante el sexenio hasta los primeros años de la Restauración.

11.

Clero y carlismo

 

Los estudios sobre la conducta política del clero español en el siglo XIX son tan escasos y someros, que resulta muy aventurado sacar conclusiones. Con respecto al sexenio revolucionario, la investigación es muy deficiente; por ello, cualquier afirmación o comentario puede ser susceptible de revisión. Desde 1868 hasta la Restauración no puede decirse que el clero en general fuese ni revolucionario ni antirrevolucionario. No mostró simpatías carlistas ni liberales. Fue simplemente clero, y se limitó a cumplir sus actividades pastorales en la medida en que las circunstancias político-militares del país lo permitieron. Esta primera impresión, muy sumaria, se deduce tras una lectura atenta de los numerosos informes presentados por los obispos a la Santa Sede con motivo de la visita ad limina así como de la intensa correspondencia mantenida por los mismos con el nuncio y con el ministro de Gracia y Justicia. Sin embargo, hubo excepciones, que ya han sido indicadas. En las Cortes Constituyentes, dos sacerdotes militaron por el grupo progresista (Alcalá Zamora) y por los tradicionalistas católicos (Manterola). Otros clérigos que no llegaron a los escaños parlamentarios tuvieron intervenciones destacadas en la guerra civil desde las filas carlistas, y al proclamarse la I República no faltaron eclesiásticos activísimos en las barricadas y revueltas cantonales. Pero se trató siempre de excepciones tan aisladas, que no justifican calificativos aplicados al clero en su conjunto.

Los sacerdotes que tenían cargos parroquiales permanecieron en sus puestos durante todo el sexenio, y, pese a las graves dificultades de tipo económico, no abandonaron el ministerio, siendo ayudados por los fieles en la medida de sus posibilidades. La tentación política no sedujo al clero, y aunque una gran mayoría defendió la monarquía borbónica, que le había asegurado una posición acomodada y tras el concordato de 1851 le había devuelto una serie de privilegios, ante la experiencia revolucionaria adoptó una actitud de observación y espera, ciertamente con el deseo de ver restaurada cuanto antes la situación perdida.

El Gobierno provisional temió desde un principio que el clero pasara a la oposición carlista. Cuando comenzó la campaña electoral para las Constituyentes, los obispos indicaron al clero que debía orientar a los fíeles sobre la necesidad de concurrir al bien común por todos los medios posibles, pero sin aludir al partido concreto que debían votar. En algunas diócesis, en particular Toledo y Pamplona, algunos sacerdotes intervinieron en los colegios electorales. Cuando las Cortes discutieron la cuestión religiosa, el clero en masa, unido a los obispos, defendió la unidad católica de España, y, a raíz de las blasfemias proferidas por algunos diputados, los sacerdotes no dudaron en atacar y condenar públicamente a los blasfemos, aunque el Gobierno interpretó estas intervenciones como «altamente ofensivas y enteramente contrarias a las máximas sagradas del Evangelio». Las autoridades civiles no toleraron interferencias de los eclesiásticos, en particular de los párrocos rurales, contra la tarea legislativa de la asamblea constituyente. Con este motivo no faltaron frecuentes conflictos entre los obispos y los gobernadores civiles.

Cuando avanzaba el verano de 1869, y con él la insurrección carlista, algunos eclesiásticos —desconozco cifras exactas, pero debieron de ser muy pocos— tomaron las armas contra el Gobierno legítimo de Madrid, con la reacción consiguiente del ministro de Gracia y Justicia, Ruiz Zorrilla, que a principios de agosto lanzó un furibundo manifiesto contra el clero con el intento de mostrar la rebeldía de los eclesiásticos a las autoridades constituidas. Calumnias, ofensas y amenazas sirvieron al ministro para invadir la jurisdicción episcopal y ordenar a los obispos que predicasen a sus sacerdotes obediencia al Gobierno, obligándoles a retirar las licencias ministeriales a cuantos se declarasen enemigos del régimen.

Difícilmente pudo ocultar Ruiz Zorrilla su anticlericalismo integral y su fanatismo, digno de los políticos más regalistas del siglo XVIII. Mientras en España se hablaba de separación Iglesia-Estado y se concedían todas las libertades, un ministro del Gobierno revolucionario lanzaba un decreto que violaba la autonomía e independencia de la jerarquía eclesiástica. Dado el término perentorio impuesto por el ministro, la respuesta de los obispos fue inmediata. No tuvieron tiempo los prelados para consultar a la Nunciatura ni para ponerse de acuerdo entre sí; por ello no debe sorprender la multiplicidad de pareceres ante la iniciativa ministerial. Tras la lectura de las respuestas, salta a la vista un primer dato importantísimo: que los sacerdotes habían permanecido en sus parroquias desde el comienzo de la revolución, sin abandonar sus puestos —salvo casos muy raros y aislados, sin participar en modo alguno en actividades políticas y, por supuesto, sin financiar a las tropas carlistas, como insolentemente insinuaba el ministro, entre otras cosas porque la situación económica del clero era tan grave y desesperada, que cualquier denuncia en este sentido resultaba a todas luces completamente falsa y además ridícula.

Las únicas ausencias registradas por los obispos fueron dos sacerdotes de Badajoz, «que están en ausencia injustificada hace algún tiempo, tienen instruidos expedientes canónicos y notificado mandato de residencia»; otros dos en Málaga, Enrique Romero y Esteban de Rivas, «que se han consagrado única y exclusivamente a hacer propaganda de la república federal, y que, por lo tanto, se hallan comprendidos en el artículo 3.° del citado decreto»; cinco de Menorca, ausentes por motivos legítimos; uno de Toledo y otro perteneciente a las órdenes militares, que se unieron a las partidas rebeldes de Castilla la Vieja. El obispo de Jaén declaró que casi todos sus sacerdotes residían en la diócesis, sin precisar el número de ausentes, y el de León pidió indulto de la pena capital para el beneficiado de su catedral, Agustín Milla, no sabemos si condenado por delitos comunes o políticos. Por último, el obispo de Gerona comunicó al ministro que los párrocos de Figueras, Agullana, Rabos de Ampurdá, Cabanas y Santa Leocadia de Algama estaban ausentes de sus parroquias porque habían sido desterrados en octubre de 1868 por las juntas revolucionarias, sin autorización del prelado. Es decir, que el número de los sacerdotes rebeldes era insignificante, y aunque es muy probable que hubiese alguno más no señalado por los obispos, la cifra no era tan representativa como para provocar un decreto ministerial que comprometía la credibilidad de todo el clero español.

Las respuestas que los obispos y vicarios capitulares dieron al decreto del ministro Ruiz Zorrilla fueron divididas en tres categorías. En la primera estaban los que «habían contribuido al restablecimiento del orden público, cumpliendo con lo dispuesto en mi decreto», a los cuales se manifestó el agrado y la complacencia del Gobierno. Fueron éstos los arzobispos de Toledo (Alameda), Burgos (Rodrigo Yusto), Granada (Monzón), Sevilla (Lastra), Valencia (Barrio) y Valladolid (Moreno), y los obispos y vicarios capitulares de Albarracín, Almería, Badajoz, Barbastro, Barcelona, Cádiz, Calahorra, Ceuta, Córdoba, Coria, Cuenca, Gerona, Huesca, Ibiza, Jaca, León, Lugo, Málaga, Menorca, Mondoñedo, Orense, Orihuela, Oviedo, Palencia, Pamplona, Plasencia, Salamanca, Segovia, Sigüenza, Solsona, Teruel, Tortosa, Tuy, Vich y Vitoria. Formaban la segunda categoría los prelados que no cumplieron las órdenes del ministro, cuyos escritos fueron remitidos al Consejo de Estado, por si, «dada la nueva situación de la Iglesia en España, por resultado de la Constitución promulgada por las Cortes Constituyentes, procede o no su denuncia criminal ante el Tribunal Supremo de Justicia». Estos eran los arzobispos de Tarragona (Flix) y Zaragoza (García Gil), y los obispos de Astorga, Ávila, Cartagena, Guadix, Jaén, Lérida, Mallorca, Santander, Segorbe, Tarazona y Zamora. Por último, las respuestas del cardenal García Cuesta, arzobispo de Santiago, y de los obispos de Osma (Lagüera) y Urgel (Caixal) fueron transmitidas al fiscal del Tribunal Supremo para que procediese de acuerdo con las leyes comunes y disposiciones vigentes. A estos tres obispos se les sometió a proceso regular, y por esta razón se les negó el pasaporte para asistir al concilio Vaticano I, si bien el de Urgel escapó por Andorra y estuvo presente en las sesiones conciliares.

El clero sufrió también las arbitrariedades cometidas por las autoridades locales y provinciales. Por simples sospechas, en la mayoría de los casos carentes de fundamento, fueron registrados domicilios de sacerdotes, muchos de los cuales padecieron arresto y encarcelamiento después de haber desfilado por las calles de sus pueblos o ciudades entre burlas e insultos. Escenas de este tipo ocurrieron en Madrid, Valladolid y otras capitales. La prensa madrileña anunció para el 15 de agosto de 869 una gran manifestación anticlerical, con el apoyo de todos los partidos revolucionarios y con la anuencia del Gobierno. Pero tanto los republicanos como el alcalde de Madrid, Nicolás María Rivero, se opusieron enérgicamente, y la manifestación no se celebró. Entre tanto, el ministro Ruiz Zorrilla, irritado por las respuestas que los obispos habían dado a su decreto, provocó un grave conflicto en el Consejo de Ministros, ya que algunos de sus colegas —en concreto, Topete, Silvela y Ardanaz, que pertenecían a la Unión Liberal— amenazaron con dimitir si el titular de Gracia y Justicia adoptaba medidas severas contra los prelados. La crisis política quedó superada gracias a las intervenciones personales del general Serrano y del presidente de las Cortes, y se adoptó el sistema de dividir las respuestas de los obispos en tres categorías, como he dicho anteriormente.

La insurrección carlista fue dominada a finales de agosto, pero entonces la posición del clero había quedado definitivamente comprometida por el Gobierno, que le siguió acusando de colaboracionismo con los rebeldes. El obispo de Málaga pidió al Ministerio que se tomasen medidas no solamente contra los sacerdotes pro carlistas, sino también «contra todos aquellos que tratan de subvertir el orden y que, olvidándose de su ministerio, trafican con la política, pues a todos los creo igualmente responsables y dignos de severísimos castigos». No ocultaba este prelado que muchos clérigos se lanzaban por el camino de la política, adulando a las autoridades del momento para conseguir prebendas, beneficios e incluso el episcopado, como ocurrió con Luis Alcalá Zamora, presentado para Cebú, «cosa —concluía el obispo Pérez Fernández— que difícilmente podrían obtener con sus méritos, instrucción y virtudes». A propósito de los sacerdotes comprometidos con los liberales, el obispo de Cuenca había dicho que eran «sólo unos poquitos hacia la parte más próxima al arzobispado de Valencia (las zonas de Requena y Utiel, que entonces pertenecían a la diócesis conquense)... más bien por ignorancia que por malicia, pues los que se han señalado uniéndose a las juntas son de los más ignorantes y atrasados».

12.

El matrimonio civil

 

Mientras los Gobiernos español y pontificio negociaban la cuestión del juramento de la Constitución, el ministro de Gracia y Justicia, Montero Ríos, presentó a las Cortes un proyecto de ley relativo al matrimonio civil, que fue aprobado por las Cortes el 18 de junio de 1870. Dicha ley establecía que el matrimonio civil era el único capaz de producir efectos jurídicos en el ámbito del Estado, lo reconocía como perpetuo e indisoluble y prescribía que se celebrara ante el juez municipal, no pudiendo oficiarlo quienes estuviesen ordenados in sacris o hubiesen profesado 'fen una orden religiosa hasta tanto en uno u otro caso se obtuviesen las licencias canónicas necesarias.

La introducción del matrimonio civil fue una consecuencia lógica de la libertad religiosa aprobada en las Constituyentes, y en concreto del artículo 27 de la nueva Constitución, que había declarado que «la adquisición y el ejercicio de los derechos civiles y políticos son independientes de la religión que profesen los españoles». Un año antes, en la sesión del 20 de noviembre de 1869 celebrada en las Cortes, el entonces ministro de Gracia y Justicia, Ruiz Zorrilla, había manifestado el propósito del Gobierno de presentar dicho proyecto de ley «como complemento del artículo que se refiere a la libertad de cultos».

El impacto de la opinión pública fue tremendo, porque el matrimonio civil rompía la tradición secular española en esta materia, y para la gran masa del pueblo fue una novedad difícil de aceptar. Por ello no debe sorprender que la mayoría de los españoles siguiesen casándose por la Iglesia. «Durante la vigencia de la ley del matrimonio civil —señala un autor— hubo personas que se casaron canónica y civilmente, cumpliendo con su religión y con la ley; pero también es cierto que hubo otros, aunque pocos, que sólo se casaron civilmente; otros, en su mayor número, que sólo contrajeron matrimonio ante la Iglesia; y no faltó algún caso excepcional y lamentable de individuos que se casaron dos veces con diferentes mujeres, canónicamente con una y civilmente con otra» 21.

La Santa Sede y la jerarquía española condenaron esta ley, porque atacaba los principios del sacramento del matrimonio y porque la Iglesia reivindicaba el derecho único y exclusivo a regular jurídicamente el matrimonio entre los cristianos, dejando solamente al Estado la facultad de legislar sobre los efectos civiles del mismo. Llovieron pastorales y escritos de obispos contra la nueva normativa, que La Cruz publicó puntualmente. Esta revista presentó el nuevo texto con el siguiente significativo título: «Proyecto de ley de matrimonio civil o de mancebía, hablando en castellano».

En 1874, el Gobierno resolvió que no pudiesen contraer matrimonio civil quienes estuviesen ligados por uniones canónicas. Con esta disposición se le comenzó a quitar fuerza a una ley que nunca arraigó entre el pueblo. Ya en plena Restauración, el ministro Cárdenas mandó inscribir como legítimos los hijos nacidos de matrimonios canónicos celebrados a partir de 1870 y el 9 de febrero del mismo año quedó derogada la ley del matrimonio civil y establecida la nueva legislación, que preveía tanto la forma religiosa canónica como la civil. Influyeron en esta decisión las gestiones del nuevo nuncio, Simeoni, quien había recibido instrucciones precisas al respecto con el fin de evitar una de las «más funestas consecuencias de la libertad religiosa».

 

13.

El concilio Vaticano I

 

Me refiero a la participación española en la asamblea ecuménica de 1869-70, prescindiendo de la historia general de la misma. La presencia de obispos en Roma fue numerosa, pero su actuación en el Vaticano I produce una cierta impresión de frustración. Nos faltan monografías sobre este aspecto de la historia eclesiástica española; pero siguiendo las investigaciones de Martín Tejedor, el único que se ha aproximado hasta ahora con acierto al tema, trataré de sintetizar las cuestiones fundamentales.

En las tareas preparatorias del concilio participaron varios teólogos españoles por invitación del cardenal Caterini, prefecto de la Congregación del Concilio; pero su aportación resulta muy difícil de precisar dado el estado sumario de los estudios. En la Comisión Teológico-Dogmática intervino el canónigo chantre de Cádiz, Esteban Moreno Labrador (1813-85); en la de Regulares, el jesuíta Fermín Costa, rector del seminario de Barcelona, y el arcipreste de la catedral de Sevilla, Victoriano Guisasola Rodríguez, que murió en 1888 siendo arzobispo de Santiago de Compostela, y no debe confundirse con su sobrino, Victoriano Guisasola Menéndez (t 1920), cardenal arzobispo de Valencia y Toledo. En la Comisión de Disciplina participó José de Torres Padilla, profesor de historia eclesiástica en el seminario de Sevilla, y en la Comisión Político-eclesiástica intervinieron otro profesor del seminario hispalense, Juan Campelo, y el sacerdote guatemalteco, de familia española, avecindado en Sevilla, Antonio Ortiz Orruela. Todos estos eclesiásticos fueron escogidos por el nuncio Barili. Faltó una representación más amplia de otros centros de estudios prestigiosos, como eran ya entonces los seminarios centrales de Granada, Salamanca, Toledo y Valencia.

Pío IX consultó a seis obispos —García Cuesta, Moreno Maisonave, Rodrigo Yusto, De la Puente, García Gil y Blanco Lorenzo— sobre los temas que deberían tratarse en el concilio. Los prelados españoles mostraron predilección por la amplia temática del Syllabus, y hubieran deseado un pronunciamiento solemne del concilio sobre algunas cuestiones vivas del momento, como las limitaciones impuestas por el poder civil a la autoridad eclesiástica.

Aunque la mayoría del episcopado pudo viajar a Roma sin dificultades, hubo algunos prelados que tuvieron que permanecer en España por motivos políticos. El cardenal García Cuesta y el obispo Lagüera, de Osma, no recibieron pasaporte del Gobierno por el procesamiento a que se ha aludido en las páginas anteriores. Otros obispos no pudieron asistir por motivos de salud.

Apenas llegaron a Roma los prelados españoles, unidos en torno al cardenal Moreno, arzobispo de Valladolid, se mostraron favorables a la infalibilidad, y comenzaron las gestiones para que se definiese como dogma. «Esta adhesión de España al intento infalibilista —observa Martín Tejedor— es el coronamiento del romanismo nuevo que aparece en la Iglesia española tras la muerte de Fernando VII y como consecuencia de la revolución». En esta línea trabajaron abiertamente Moreno, Barrio, Monescillo, García Gil, Blanco Lorenzo y Lluch Garriga. Y en esta línea hay que situar el discurso del obispo Payá, de Cuenca, que registró «el momento culminante de la intervención española en el aula conciliar». El discurso de Payá no fue una síntesis teológica, sino una pieza oratoria que impresionó y convenció por la brillantez y amplitud. Payá regresó a España como el triunfador del concilio, entre el entusiasmo de los católicos, cuando en realidad su discurso, que fue improvisado, no hizo más que repetir cuanto otros Padres conciliares habían dicho en el aula vaticana. Se trató de una intervención discutida, pues mientras, para unos autores, el obispo de Cuenca dijo la última palabra sobre la infalibilidad, que fue definida a los pocos días, para otros pasó totalmente inadvertido.

Ciertamente, los obispos españoles no brillaron en el Vaticano I como sus hermanos del siglo XVI en el Tridentino. Quizá faltó la mayor figura del momento —el cardenal García Cuesta—, que podía haber tenido intervenciones memorables. También hay que tener en cuenta el impacto de la revolución española en el ánimo de los obispos a la hora de proponer o defender posturas avanzadas en el campo de las ideas. Martín Tejedor alude además al caudillaje del cardenal Moreno como uno de los factores que contribuyeron a crear una impresión negativa de la participación española. El arzobispo vallisoletano era «serio, competente, de gran precisión de juicio y notable sentido común, de mente más urbana que peyorativamente curial, y tuvo que sentirse muy extraño en aquella asamblea, cuya fracción más vistosa estaba dispuesta a eternizarse, disputando al papa unos derechos cuya proclamación era apremiante de cara a una Iglesia que ardía por los cuatro costados».

Con respecto a las repercusiones del Vaticano I en España, hay que decir que tanto el anuncio del concilio como su celebración fueron seguidos con atención por la prensa confesional. Periódicos como El Pensamiento Español, La Esperanza y el moderado La Epoca dieron a la asamblea ecuménica el relieve que se merecía. Desde la prensa liberal ocurrió en España lo que en otros países europeos: se atacó al concilio como instrumento político del pontífice para defender su poder temporal. El que luego sería ministro de Estado tras la revolución del 68, Alvarez de Lorenzana, publicó en la primavera de dicho año varios artículos, en los que interpretaba la celebración del Vaticano I desde un planteamiento político, sometiendo «la historia de la Iglesia a un ensayo de lo que hoy llamaríamos morfología y evolución de la sociedad, sin escandalizarnos de que tales esquemas mentales se aplicasen a la sociedad visible y humana y fundada por Cristo». La prensa católica reaccionó contra estas interpretaciones.»

En las Cortes Constituyentes se afirmó el deseo de que la Iglesia no se inmiscuyera en los asuntos internos del Estado y el Gobierno advirtió que se tomarían medidas para impedir que surtieran efecto eventuales decisiones conciliares contrarias a la nueva política instaurada con la revolución. El diputado Suñer y Capdevila, tristemente célebre por las blasfemias que profirió en dichas Cortes, asistió al anticoncilio celebrado en Nápoles, organizado por el diputado italiano Ricciardi para tratar de la libertad religiosa, la separación Iglesia-Estado y adopción de una moral independiente.

 

 

Capítulo II

LA MONARQUÍA DE DON AMADEO

1.

Pío IX y Amadeo de Saboya

 

La revolución de 1868 no fue republicana, sino monárquica. Pasados los primeros fervores de exaltación, la actividad política se centró en la búsqueda de un monarca que ciñera la corona española, ya que Isabel II y su dinastía habían quedado excluidas para siempre del trono. No fue tarea fácil encontrar un rey. Desde octubre de 1868 hasta diciembre de 1870, las gestiones y negociaciones en las cancillerías europeas fueron muy intensas, pues todas las naciones tenían intereses en la sucesión al trono de España. La Santa Sede no mostró inclinación especial hacia candidato alguno. Es evidente que no veía con simpatía a varios pretendientes y que Pío IX en concreto no ocultaba su predilección por el príncipe Alfonso, hijo de Isabel II, aunque en aquellos momentos no tenía posibilidades de ceñir la corona. El nuncio Franchi fue más explícito, y dejó constancia de su antipatía hacia el duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, candidato que llegó a tener fundadas probabilidades de ser escogido.

La designación recayó sobre Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel II, rey de Italia. Para la Santa Sede se había elegido al peor, porque su padre había sido el usurpador de los Estados Pontificios, y aunque el Gobierno español trató de conseguir el reconocimiento del nuevo monarca, Pío IX nunca accedió. En diciembre de 1870, Amadeo comunicó al papa su elección, y el pontífice aprovechó esta circunstancia para advertirle que en España encontraría muchos peligros por culpa de los hombres de la revolución, «que prefieren la materia al espíritu, y para obtener el triunfo de aquélla tratan de vilipendiar la religión, oprimir a sus ministros y fomentar, especialmente entre los jóvenes, las pasiones más abominables, con el fin de borrarles la fe en Dios».

Amadeo llegó a Madrid el 2 de enero de 1871. Comenzaba un nuevo reinado, a la vez que se instauraba una nueva dinastía. La preocupación principal del nuevo monarca fueron las relaciones con el papa, pues D. Amadeo era consciente de lo que significaba en una nación tradicionalmente católica la presencia de un rey perteneciente a la casa de Saboya y cuánto podía favorecer a sus adversarios políticos la ruptura con la Santa Sede. Por ello intentó demostrar a los católicos españoles que él también era católico, como católicos eran igualmente los sentimientos de cuantos formaban su primer gobierno, presidido por el general Serrano. Sólo en este contexto pueden entenderse tres documentos políticos de principios de 1871: la carta del rey al papa, la circular del ministro de Estado a los agentes diplomáticos y el manifiesto del Gobierno a la nación.

Con respecto al primero de ellos, La Civiltá Cattolica insinuó que Don Amadeo había firmado con sumo gusto la carta dirigida al papa que el Gobierno español le había preparado, pues aunque se trataba de un texto inspirado en los principios liberales y contenía un verdadero programa de indiferencia religiosa, sin embargo, estaba redactado con tal habilidad, que podía satisfacer a la población católica. El hecho, además, de que antes de llegar a manos del papa fuese dada a conocer por la prensa, tanto española como extranjera, demostraba que se trataba más bien de un manifiesto político que de un acto de homenaje al pontífice. Amadeo hacía profesión de fe católica, pero declaraba que había sido elegido rey de una nación eminentemente católica, cuyos ciudadanos «son libres de practicar el culto que prefieren», y se manifestaba dispuesto a incrementar las cordiales relaciones con la Santa Sede, testimoniando «filial amor y profunda veneración» al papa.

El 20 de enero de 1871, Cristino Martos (1830-93), ministro de Estado, envió una circular a los agentes diplomáticos de España en el extranjero para manifestarles los propósitos y las aspiraciones del primer Gobierno de la nueva monarquía, después de haber concluido el período constituyente de la revolución española. Con respecto a la política exterior, y tras afirmar que «España deseaba vivir en paz con todas las naciones», el ministro afrontaba el tema de las relaciones con la Santa Sede, diciendo que esperaba llegasen a ser tan cordiales «como lo son las que el Santo Padre mantiene muchos años hace con naciones donde se han planteado las mismas reformas civiles que entre nosotros, sin menoscabo de los lazos religiosos que unen a todos los católicos con el jefe de la Iglesia .

En el manifiesto dirigido a la nación el 16 de febrero, el Gobierno repitió substancialmente las mismas ideas. Estas manifestaciones políticas coincidieron con las gestiones que el encargado español en Roma hizo ante la Santa Sede; pero el papa mantuvo una intransigencia total frente al nuevo monarca, cuyo reconocimiento oficial no era posible en esos momentos para el Vaticano, si bien la situación española exigía un detenido análisis para decidir lo que fuese más conveniente al bien de la Iglesia.

El reconocimiento del nuevo monarca por parte de la Santa Sede presentaba dificultades de tipo político y religioso. La primera dificultad política se limitaba a la persona de Amadeo, hijo de Víctor Manuel II, ya que el pontífice sentía profundamente la ofensa provocada por la comunicación que el ministro de Estado, Sagasta, había dirigido en otros tiempos al Gobierno de Florencia sobre el reconocimiento del reino de Italia y la ocupación de Roma. Dicha comunicación había sido publicada en el libro verde editado por el Parlamento florentino. Desde el punto de vista religioso las dificultades eran mayores, porque la Santa Sede consideraba que el concordato de 1851 había sido violado en varios de sus artículos con la introducción de la libertad religiosa y otras innovaciones que la Iglesia consideraba ofensas graves.

2.

Los «agravios» de la revolución a la Iglesia

 

En el expediente previo al reconocimiento de Amadeo de Saboya, Pío IX dio prioridad al aspecto religioso, y, en lugar de entrar en consideraciones políticas, ordenó que se preparase una relación completa de las violaciones cometidas por la revolución —los «agravios»—, para presentarlas al Gobierno y exigir la reparación completa de las mismas. La lista fue redactada entre Mons. Bianchi, desde Madrid, y el nuncio Franchi, en Roma. El cardenal Antonelli entregó una nota al encargado español, Jiménez Fernández, para que fuese transmitida al Gobierno madrileño.

Los «agravios» eran 16: 1.°, libertad religiosa; 2.°, libertad de enseñanza; 3.°, matrimonio civil; 4.°, reducción de conventos; 5.°, supresión de las congregaciones de San Vicente de Paúl y San Felipe Neri; 6.°, supresión de las Conferencias de San Vicente de Paúl; 7.°, supresión del tribunal de las Ordenes Militares; 8.°, supresión del procapellán mayor de palacio; 9.°, violación de la jurisdicción del vicario general castrense; 10.°, supresión de la dotación económica de los seminarios; 11.°, retraso en el pago de los haberes del clero; 12.°, incautación de los archivos, bibliotecas y objetos de arte y estudios eclesiásticos; 13.°, supresión de los jesuítas; 14.°, expulsión del obispo de La Habana y cisma de dicha diócesis; 15.°, procesamiento del arzobispo de Santiago de Compostela y de los obispos de Osma y Urgel, y 16.°, supresión del fuero eclesiástico.

La Santa Sede expuso las razones concretas por las que se consideraba ofendida en cada uno de estos «agravios»; el Gobierno español contestó puntualmente, y desde Roma se replicó a dichas respuestas. La polémica fue muy dura, ya que ni el Gobierno estaba dispuesto a ceder lo más mínimo en las cuestiones fundamentales, ni la Santa Sede a aceptar con un reconocimiento oficial de la nueva monarquía los ultrajes cometidos contra la Iglesia desde el comienzo de la revolución. Además, algunos obispos que fueron interpelados al respecto ampliaron la lista de «agravios», exigiendo la reparación de otras violaciones de los derechos de la Iglesia, como la prohibición a las religiosas de admitir novicias y de recibir la profesión solemne de las ya existentes, la supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas primarias, la venta anticanónica de los bienes\eclesiásticos, la profanación de algunos cementerios por las autoridades municipales, la destrucción de varios templos, el descuento del 10 por 100 impuesto arbitrariamente sobre las escasas mensualidades pagadas al clero y la clausura y destino a usos profanos de algunos seminarios viejos, de los que se habían apoderado las autoridades civiles y militares al comienzo de la revolución. La Santa Sede no llegó a tomar en consideración esta relación preparada por los obispos, y por ello no fue pasada al Gobierno.

3.

Política económica

 

El primer Gobierno de la nueva monarquía, presidido por el general Serrano, consiguió mantenerse, salvando mil dificultades, durante el primer semestre de 1871. Uno de los hechos que quizá contribuyeron a derribarlo fue la celebración del XXV aniversario de la elección de Pío IX, si bien para entonces la crisis política era ya inevitable por otros motivos. El 16 de junio, el diputado carlista Ramón Nocedal, hijo del conocido D. Cándido, que había sido ministro de Isabel II, presentó a las Cortes una propuesta en la que decía textualmente: «Pedimos al Congreso se sirva declarar que, uniéndose al sentimiento general del católico pueblo español y de toda la cristiandad, ve con indecible satisfacción y vivísima alegría que haya llegado al XXV aniversario de su glorioso pontificado nuestro Santo Padre Pío IX, a pesar de la persecución inaudita que sufre, víctima inocente y propiciatoria de los extravíos, errores y crímenes que afligen en la época presente al género humano y pervierten al orden social, el cual solamente puede restaurarse siguiendo la palabra infalible del augusto vicario de Jesucristo en la tierra.»

La imprudencia de los carlistas era evidente, pues dicha proposición no podía ser aceptada por las Cortes, ya que suponía una condena de la mayoría parlamentaria, cosa que no hubiera ocurrido si la propuesta hubiese concluido con la palabra «Pío IX». El encargado pontificio en Madrid denunció «la manía de los carlistas de mezclar siempre la política con la religión», que provocó violencias en las Cortes y en las calles madrileñas, hasta el punto de tener que defender la fuerza pública el palacio de la Nunciatura para impedir atentados. Los homenajes se desarrollaron con normalidad en las provincias, entre el entusiasmo general de la población, «y donde se ha conseguido impedir que la política se mezclara con la religión —comentaba Mons. Bianchi—, se ha visto que todos los partidos, incluido el republicano, han participado en las manifestaciones de adhesión al papa».

La crisis minis erial concluyó el 24 de julio con la formación de un Gabinete presidido por el anticlerical Ruiz Zorrilla, con Montero Ríos en Gracia y Justicia. Volvieron al Gobierno los ministros del juramento de la Constitución y del matrimonio civil, que afrontaron inmediatamente el problema económico del país. Con decreto del 17 de septiembre de 1871, Montero Ríos redujo sensiblemente el presupuesto de gastos de su Ministerio, suprimiendo varias partidas por un total de 3.133.408 pesetas. Las economías afectaron a la dotación de culto y clero. Fueron suprimidas las asignaciones de los coadjutores amovibles ad nuturn y las de las diócesis vacantes. Quedaron reducidas a la mitad las cantidades destinadas a la reparación de templos y palacios episcopales. Desaparecieron del presupuesto general las partidas relativas a las fábricas de San Pedro y San Juan de Letrán y la dotación del nuncio apostólico, las del instituto de las Hijas de la Caridad, del santuario de Montserrat y de la casa de Santa Teresa de Jesús en Ávila, pero sus gastos fueron cargados a la Obra Pía de los Santos Lugares de Jerusalén, que disponía de cuantiosos fondos procedentes de limosnas, que no eran controladas por el Estado. Suspendió la provisión de piezas eclesiásticas sin cura de almas y pidió a los obispos que hiciesen lo mismo evitando cubrir las prebendas de gracia. Muchas de estas disposiciones eran razonables y justas en momentos de estrechez económica para el Estado; pero no sólo faltó el consentimiento de la Santa Sede, sino que se actuó unilateralmente sin informar a las autoridades eclesiásticas.

Por ello, el sucesor de Montero Ríos, Alonso Colmenares, mostró deseos de reconciliación con la Iglesia, y el 11 de diciembre de 1871 publicó un decreto que atenuaba las disposiciones emanadas de su predecesor y autorizó los nombramientos de deanes en las catedrales y de abades en las colegiatas, a la vez que restableció la suprimida dotación del nuncio. No se trataba, sin embargo, de medidas plenamente conciliadoras, ya que se adoptaron otras medidas, como la secularización de los cementerios, que ofendieron el sentimiento de los católicos, y la real orden de 11 de enero de 1872 por la que se prescribía que los hijos de matrimonio solamente canónico fuesen inscritos en el registro civil como hijos naturales.

Se comprende que el Gobierno incluyera la reducción del presupuesto eclesiástico en el paquete de reformas económicas que la revolución debía promover, habida cuenta además de que el proceso revolucionario había tenido en su origen, junto con la crisis política y social, razones de carácter económico, debido a la incapacidad mostrada por los españoles de seguir al ritmo necesario el desarrollo industrial y mercantil de una sociedad en vías de industrialización. La deuda pública fue el mayor problema que los gobiernos revolucionarios encontraron. Problema que se agravó a medida que fue creciendo la anarquía, el desorden y la guerra civil. Tortella lanza la hipótesis de que la incapacidad del régimen anterior para resolver estos problemas hizo que muchos políticos conservadores y centristas y mucha gente acaudalada oscilaran hacia la revolución y facilitaran su venida. La situación económica era desastrosa desde 1867, porque ese año y el 68 las cosechas fueron pésimas. En Andalucía, por ejemplo, el pan subió a un índice de 166 con respecto a 1864. Se unieron depresión y carestía, que dieron como resultado una crisis espantosa, cuyas repercusiones más graves cayeron sobre los grupos de población más necesitados. El nuncio Barili, que seguía atentamente el desarrollo de la situación económica española, informó ampliamente a la Santa Sede sobre muchos de estos aspectos.

Al consolidarse la revolución, el presupuesto eclesiástico fue uno de los temas que ocupó la atención del Gobierno. El ministro Ruiz Zorrilla intentó en 1869 suprimir varios obispados y arzobispados, pero encontró la oposición de los ministros de la Unión Liberal, y esta iniciativa no prosperó. El primer Gobierno de la monarquía de D. Amadeo recortó 67 millones del presupuesto eclesiástico, de modo que los 169.956.000 reales que el clero había percibido hasta entonces quedaron limitados a 102.956.000. Esto se consiguió en teoría con las medidas adoptadas por el ministro Montero Ríos, anteriormente citadas. Digo sólo en teoría porque las Cortes no llegaron a aprobar esta reducción del presupuesto, al ser disueltas el 24 de enero de 1872. Montero Ríos, de nuevo en el Ministerio, presentó otro proyecto en junio de dicho año, en el que anunció la reducción del presupuesto eclesiástico a 31.147.065,65 pesetas, en lugar de las 41.611.676 que pagaba el Ministerio de Gracia y Justicia, más el de 1.827.962,50 que satisfacía el de Hacienda a los religiosos exclaustrados en concepto de alimentos.

Los altibajos políticos que caracterizaron los últimos meses de D. Amadeo en España y la proclamación de la I República en 1873 impidieron que la situación económica del clero encontrase una solución satisfactoria. La Iglesia siguió sometida al arbitrio de los políticos del momento, sin recibir las asignaciones establecidas para el culto y para el clero, porque los Gobiernos condicionaron la dotación económica al juramento de la Constitución. Pero ni siquiera los juramentados recibieron un tratamiento especial, sino que sufrieron las consecuencias de todos los demás, aunque no faltaron pequeñas excepciones, fruto de intereses particulares de tal o cual ministro y no de una política económica coherente.

4.

Los nombramientos de obispos

 

Si algunos aspectos de la política religiosa seguida por los gobiernos de la monarquía de D. Amadeo, y en concreto los proyectos de reducción del presupuesto económico del clero, pueden explicarse con cierta benevolencia, sin embargo, hay otros que no admiten justificación, en particular los relativos a nombramientos de obispos, decididos unilateralmente sin consultar a la Santa Sede. En este punto, los políticos de la monarquía saboyana demostraron torpeza e ignorancia, porque se trataba de una cuestión fundamental, en la que la Iglesia nunca ha cedido a lo largo de su existencia. Además, la historia española más reciente había conocido situaciones semejantes durante el trienio constitucional (1820-23) y durante las regencias Cristina (1833-40) y esparterista (1840-43). El poder civil nunca obtuvo la aprobación pontificia para los candidatos que propuso a sillas episcopales. La violación de la inmunidad eclesiástica en este asunto fue siempre tan evidente, que la Santa Sede no toleró injerencias externas.

Aunque existían en la Península varias diócesis vacantes, ya que desde octubre de 1868 no se habían hecho nombramientos episcopales en España, el Gobierno prefirió nombrar obispos para las colonias de Ultramar, donde faltaban tres obispos en Santiago de Cuba (sede metropolitana), Puerto Rico y Cebú. Quizá el Gobierno comenzó por estas lejanas circunscripciones eclesiásticas con el fin de pulsar la opinión de la jerarquía y proseguir con el mismo sistema en la Península.

Puerto Rico había quedado vacante a finales de 1871 por fallecimiento del obispo Pablo Benigno Carrión, que la había regido desde 1857. El franciscano mallorquín Juan Antonio Puig Montserrat, párroco de la catedral de Puerto Rico, fue designado por el Gobierno para ocupar dicha vacante. En Roma estaban a oscuras de todo cuando el encargado pontificio en Madrid comunicó la noticia. La Santa Sede se apresuró a impartir instrucciones al vicario capitular de la sede puertorriqueña, Bernardo Molerá, para que defendiese el ejercicio legítimo de la , jurisdicción eclesiástica hasta la llegada del nuevo obispo, nombrado canónicamente por el papa. El candidato Puig, hombre instruido, de buena conducta, no mostró el menor interés por la mitra; pero el Gobierno le presionó para que aceptara el nombramiento y marchase a su diócesis, pues por entonces se encontraba en Madrid. Puig retrasó el viaje de regreso a Puerto Rico, y en 1874 fue preconizado obispo de dicha sede por Pío IX, ya que reunía las condiciones canónicas.

Más compleja fue la situación de Cebú, vacante desde el 17 de marzo de 1872 por fallecimiento del obispo Romualdo Jimeno, que la había gobernado desde 1846. El candidato gubernamental era el sacerdote Luis Alcalá Zamora y Caracuel, que había nacido en Priego (Córdoba) el 3 de agosto de 1833. Era diputado progresista, elegido por el colegio de su pueblo natal, y en las Constituyentes del 69 había votado contra la unidad católica. En Cebú no había cabildo; por ello, muerto el obispo, la jurisdicción pasaba automáticamente al arzobispo de Manila, quien nombraba un delegado eclesiástico para el gobierno de la sede vacante. El obispo de Nueva Cáceres, sufragánea de Manila, Francisco Gaínza, se encontraba en Madrid cuando se produjo este nombramiento, y se entrevistó con el ministro de Ultramar, Mosquera (182390), para advertirle que la decisión del Gobierno era irregular y produciría consecuencias graves. El ministro hizo saber que el Gobierno estaba dispuesto a imponer con la fuerza el nombramiento de Alcalá Zamora, no obstante la oposición de la Santa Sede, y el 20 de agosto de 1872 se comunicó al arzobispo de Manila la designación del nuevo obispo de Cebú. Alcalá Zamora era un indeseable para la Santa Sede, porque se había prestado al juego del Gobierno; pero no llegó a su diócesis, porque falleció en 1873. (Entre tanto hubo tensiones con este motivo entre el capitán general de Filipinas y el arzobispo de Manila, que defendió los derechos de la Iglesia frente a las pretensiones del Gobierno de Madrid.

La situación del arzobispado de Santiago de Cuba fue mucho más grave, porque la actitud absurda y obstinada del Gobierno provocó un cisma, que tuvo fatales consecuencias. Dicha sede estaba vacante desde 1869 por defunción del arzobispo, Calvo. Vicario capitular fue elegido el canónigo doctoral, José María Orberá, cuyo secretario fue, durante el largo período de sede vacante, el penitenciario, Ciríaco María Sancha. Ambos sufrieron persecución, encarcelamiento y destierro por parte de las autoridades civiles y militares de la isla, al no reconocer como arzobispo al sacerdote Pedro Llorente y Miguel, nombrado por Amadeo, sin aprobación pontificia. Llorente tomó posesión de la sede metropolitana cubana, y provocó un cisma entre el clero y los fieles, que apasionó a la prensa católica y dio origen a numerosos escritos contra la jurisdicción eclesiástica ejercida por el cismático arzobispo. En 1874, el ministro Sagasta, de acuerdo con su colega de Ultramar, accedió a retirar a Llorente; pero la situación del arzobispado no se normalizó hasta la Restauración, cuando fue nombrado arzobispo el futuro cardenal José María Martín de Herrera y de la Iglesia.

Amadeo de Saboya renunció al trono el 11 de febrero de 1873, y ese mismo día fue proclamada la I República. Desde su retiro de Turín, D. Amadeo se reconcilió con la Iglesia. En carta dirigida a Pío IX, pidió la absolución de todas las faltas de las que se reconocía culpable tanto por «haber prometido con juramento la actual Constitución de España, que contiene no pocas ofensas a los derechos de nuestra santa religión, como por haber sancionado varias leyes y permitido que en mi nombre, como rey de España, se dieran disposiciones contrarias a la doctrina y a los derechos de la Iglesia». Este gesto del ex monarca provocó una intensa campaña de prensa contra su persona. Pío IX le concedió la absolución tras haberle exigido retractación formal y solemne de los errores cometidos. Se repetía en D. Amadeo la historia de María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, reconciliada también con la Iglesia en 1840.

 

 

Capítulo III

LA REPUBLICA

1.

Política religiosa

 

El poder ejecutivo de la República quedó constituido el 12 de febrero de 1873. Tanto el primer Gobierno como los que le siguieron durante su efímera existencia no inspiraron la menor confianza a la Iglesia. La política religiosa de la República se manifestó al intentar la separación Iglesia-Estado. Fue, sin duda alguna, la iniciativa de mayor envergadura que tomaron los gobiernos republicanos, y hubiera sido la de mayor transcendencia de haberse aprobado, pero quedó en simple proyecto. Desde la introducción de la libertad religiosa en las Constituyentes del 69, la legislación civil en materias eclesiásticas había avanzado por el camino lógico de las reformas. En el proyecto de Constitución Federal de la República Española estaba prevista la separación de las dos instituciones, Iglesia y Estado. Dicho proyecto, presentado en las Cortes republicanas el 17 de julio de 1873, aludía a los principios democráticos que la Constitución revolucionaria había negado: «La libertad de cultos —decía—, allí tímida y aún vergonzantemente apuntada, es aquí un principio claro y concreto. La Iglesia queda en nuestra Constitución definitivamente separada del Estado. Un artículo constitucional prohíbe a los poderes públicos en todos sus grados subvencionar ningún género de culto. Se exige que el nacimiento, el matrimonio y la muerte, sin perjuicio de las ceremonias religiosas con que la piedad de los individuos y de las familias quieran rodearlos, tengan siempre alguna sanción civil».

Estos principios, expuestos en el preámbulo del proyecto, quedaron escuetamente formulados en los artículos 34-37, con satisfacción evidente de los progresistas y de los católicos liberales, que habían soñado la independencia total de ambas potestades. Pero la Santa Sede juzgó el proyecto como el más inicuo que se podía aprobar. A la vez que se discutía el texto constitucional, el ministro de Gracia y Justicia, Pedro Moreno Rodríguez presentó a las Cortes un proyecto de ley sobre separación Iglesia-Estado, que reconocía, por parte de éste, el derecho de la Iglesia católica a regirse con plena independencia y a ejercer libremente su culto, con derecho a la asociación, manifestación y enseñanza, garantizados por la legislación republicana. También se le reconocía a la Iglesia el derecho de adquirir y poseer bienes. El Estado renunciaba al ejercicio del privilegio del presentación para los cargos eclesiásticos vacantes o que vacaren en lo sucesivo, pero sin perjuicio de los derechos de patronato laical; renunciaba igualmente a la jurisdicción y prerrogativas de toda clase relativas a las exenciones señaladas y reconocidas en el artículo 11 del concordato de 1851; al pase o exequátur de las bulas, breves, rescriptos pontificios, dispensas y otros documentos procedentes de la autoridad eclesiástica, correspondiendo al fuero común la persecución y castigo de los delitos que pudieran cometerse por parte de los clérigos; a las gracias de la Cruzada e indulto cuaresmal y a sus productos; a toda intervención en la publicación de libros litúrgicos y en las dispensas que se tramitaban por la Agencia de Preces; a todas las facultades, derechos, regalías, prerrogativas y concesiones pontificias, ya procedentes del antiguo Patronato Real, ya de cualquier otro origen, mediante las cuales el Estado intervenía en el régimen interior de la Iglesia, reservándose, sin embargo, el derecho adquirido por título oneroso, a percibir las resultantes de espolio anteriores al concordato del año 1851.

Por parte del Estado se reconocía el derecho de las religiosas de clausura a percibir las pensiones que disfrutaban según las disposiciones vigentes, cuya nómina pasaría al presupuesto del Ministerio de Hacienda, amortizándose las pensiones de las que fallecieran. Los miembros de la Iglesia católica quedarían sometidos al derecho común, como todos los ciudadanos.

Este proyecto de ley era una consecuencia lógica del artículo 35 del proyecto de Constitución Federal, cuya discusión parlamentaria comenzó a principios de agosto. Pero la situación política se agravó por aquellas fechas, y el día 13, Castelar, autor del proyecto, se vio obligado a pedir un aplazamiento del debate hasta después de «la victoria sobre los carlistas». Estallaron en seguida las insurrecciones cantonales, y las Cortes fueron disueltas por el general Pavía a principios de 1874. De esta forma, el proyecto de Constitución no llegó a ser votado.

Los gobiernos republicanos adoptaron varias disposiciones con respecto a la Iglesia, aunque de escaso relieve. Siendo Castelar ministro de Estado, fueron extinguidas las órdenes militares y las reales maestranzas de Sevilla, Granada, Ronda, Valencia y Zaragoza, y suprimida la Comisaría de los Santos Lugares. El ministro de la Guerra, Estévanez, suprimió las plazas de capellanes párrocos de los cuerpos armados, hospitales, fortalezas y demás dependencias de su Ministerio, así como el Vicariato Castrense y las subdelegaciones del mismo. El titular de la Gobernación, Pi y Margall, abolió las plazas de capellanes de los establecimientos penales, que fueron sustituidos por maestros de escuela, y el de Gracia y Justicia, Luis del Río, suspendió en todas las diócesis la ejecución de la ley de 24 de junio de 1867 y la instrucción del 25 del mismo mes y año sobre permutación de los bienes de capellanías.

En Roma fueron particularmente sensibles a la supresión de las órdenes militares, porque planteó problemas de jurisdicción eclesiástica en los territorios sometidos a dichas órdenes. También se alarmaron ante el proyecto del ministro de Estado, Muro, relativo a la supresión de la Legación española ante la Santa Sede, proyecto que no cuajó, porque el sucesor de Muro, Eleuterio Maisonnave (1840-90), no urgió la aprobación de dicho proyecto, y la representación española en Roma no llegó a suprimirse.

 

2.

Nombramientos de obispos

 

No puede hablarse de relaciones entre la Santa Sede y la I República, ya que éstas fueron prácticamente inexistentes durante los primeros meses de 1873. La legislación republicana en materia religiosa no tuvo repercusión alguna sobre dichas relaciones ya que el nuevo sistema político español no fue aceptado por las potencias europeas, y, por tanto, la ausencia de relaciones normales con el papa no fue una excepción aislada, sino que respondía al esquema de la actitud política de las principales naciones de Europa con respecto a España.

El 21 de febrero de 1873 dimitió el encargado español ante la Santa Sede, José Fernández Jiménez, y los asuntos de la Embajada fueron confiados al secretario de la misma, Santiago Alonso Cordero. Tanto éste como los encargados interinos que le sucedieron, Silverio Baguer de Corsí y Luis de Llanos, mantuvieron relaciones protocolarias con las autoridades pontificias, sin provocar conflictos ni tensiones; hasta el punto de que entre el Vaticano y la nueva República no existió la tirantez de relaciones habida entre aquél y la monarquía de D. Amadeo. Sin embargo, no faltaron motivos de preocupación para la Iglesia, en particular cuando fue presentado el proyecto de supresión de la Legación española ante la Santa Sede, aunque nunca llegó a realizarse, porque hirió profundamente los sentimientos católicos de la mayoría de los españoles. Otro asunto que pudo haber turbado esta situación de mutua independencia y autonomía entre la Iglesia y el Estado fue el nombramiento de obispos, que el papa intentó hacer directamente, sin intervención del poder civil.

En efecto, apenas la Santa Sede tuvo seguridad de que el Gobierno republicano presentaría a las Cortes el proyecto de separación Iglesia-Estado, se iniciaron gestiones para cubrir las numerosas diócesis vacantes, algunas de las cuales estaban sin pastores desde los primeros meses de la revolución. Pío IX deseaba hacer cuanto antes los nombramientos episcopales, pero eta prudente esperar la aprobación del proyecto de separación Iglesia-Estado para actuar libremente. Por otra parte, se desconocía la reacción del Gobierno republicano ante una iniciativa unilateral del papa, ya que algunos ministros presionaban para que los futuros obispos fuesen adictos a la causa republicana. Pi y Margall tenía un candidato para Cebú, que era el sacerdote Benito Isbert y Cuyás, recomendado al nuncio Franchi por el ministro de Estado, Soler y Pía, como hombre de ciencia y virtud, ajeno a la política. El nuncio llegó a creer en las cualidades de este candidato, y su correspondencia nos descubre que hizo lo posible para que el nombramiento cuajase. Pero Mons. Blanchi desde Madrid deshizo los planes al enviar amplísimos informes que descubrían la verdadera identidad de Isbert, sujeto de pésima conducta, cuya promoción al episcopado hubiera sido funesta para la Iglesia. La Santa Sede rechazó al candidato; pero como Pío IX deseaba complacer al Gobierno y cubrir las diócesis vacantes, se aprovechó el cambio ministerial, que llevó a Castelar a la presidencia de la República, y a Carvajal, a la Cartera de Estado, para tratar confidencialmente sobre unas bases presentadas por este ministro y aceptadas por el Vaticano.

Las bases eran cinco:«1a, el Gobierno presentará confidencialmente a la aprobación preliminar de Su Santidad sacerdotes ilustrados y ajenos a toda pasión política para las diócesis de Tarragona, Toledo, Santiago de Compostela, Mondoñedo, León, Lérida, Huesca, Barcelona, Pamplona, Jaca, Vich, Murcia y Mallorca. Para las sedes arzobispales se propondrán obispos, y las vacantes se cubrirán, simultáneamente, por el mismo procedimiento; 2.a, la Santa Sede dará confidencialmente su aceptación a las personas que reúnan dichas circunstancias; 3.a el Gobierno español hará entonces los nombramientos con las reservas que considere necesarias; 4.a, la Santa Sede preconizará también con las reservas que considere necesarias; 5.a, los ministros de Estado y Ultramar se pondrán de acuerdo para retirar del arzobispado de Santiago de Cuba al señor Llorente».

Estas bases fueron aceptadas por la Santa Sede como punto de partida para una negociación más amplia. Mientras el Gobierno iniciaba gestiones directas con los prelados que deseaba trasladar a las sedes metropolitanas, y en concreto con el obispo de Cuenca, candidato para Santiago, y con el de Málaga, para Tarragona, Pío IX quiso dar una muestra evidente de buena voluntad hacia la República Española, y en el consistorio del 22 de diciembre de 1873 creó cardenales al arzobispo de Valencia, Mariano Barrio, y al nuncio Franchi. Podía haber sido creado cardenal otro español, porque de los cuatro que España tenía tradicionalmente desde 1861, dos habían fallecido Alameda (Toledo) y García Cuesta (Santiago)—, y quedaban, por consiguiente, otros dos: Lastra (Sevilla) y Moreno (Valladolid). Pero quizá Pío IX con este gesto quiso no solamente premiar con el cardenalato al miembro jerárquicamente más antiguo del episcopado español, sino también calmar la impaciencia del anciano arzobispo de Valencia, que antes de la revolución, cuando había sido creado cardenal el arzobispo de Valladolid (Moreno), había mostrado cierto disgusto porque se consideraba con méritos superiores para la púrpura.

Con respecto al nombramiento del nuncio Franchi, a la vez que se le premiaba una larga carrera al servicio de la Santa Sede tanto en la nunciatura de Madrid como en otros cargos de la curia romana, se conseguía dejar vacante la representación pontificia en España y se abría la posibilidad de comenzar un nuevo estilo en las relaciones diplomáticas con la designación de otro nuncio que no hubiera tenido relación con los sucesos de los últimos años; cosa que se consiguió en 1875 con el nombramiento del nuncio Simeoni. Cuando Franchi fue creado cardenal, conservaba todavía el título de nuncio en España, si bien residía en Roma desde julio de 1869.

Tanto la promoción de Barrio como la de Franchi fueron satisfactoriamente recibidas por las autoridades españolas, que en las postrimerías del primer año republicano vieron con optimismo que la Santa Sede había manifestado deseos sinceros de concluir la negociación sobre obispados vacantes, como primer paso para normalizar los asuntos religiosos pendientes. Las cinco bases anteriormente indicadas fueron revisadas en Roma y formuladas de nuevo con algunas variantes: 1º, el Gobierno español propondrá confidencialmente los candidatos; 2°, el papa dirá confidencialmente quiénes le convienen; 3°, el Gobierno presentará oficialmente al papa directamente, por pliego abierto o cerrado, los nombres de los candidatos ya aceptados; 4° el papa preconizará motu proprio, sin aludir al patronato, y contestará oficialmente a la presentación del Gobierno español.

El encargado Llanos transmitió estas bases, pero en Madrid se observó que existían diferencias importantes con respecto a los puntos fijados anteriormente. Sin embargo, esta segunda propuesta fue aceptada, quizá para responder con un gesto de buena voluntad a las manifestaciones de conciliación mostradas por el papa. Castelar prefirió quitar importancia a la cuestión del patronato, y por ello permitió que el papa nombrase los obispos motu proprio.

Entre tanto, la Santa Sede había comenzado a preparar listas de candidatos para las diócesis vacantes. Monseñor Bianchi, siguiendo las instrucciones recibidas de Roma, redactó en junio de 1873 un amplio informe sobre la situación religiosa de España y sobre el estado de las diócesis y transmitió una relación de candidatos al episcopado, con profusión de noticias y observaciones para asegurar la restauración de una jerarquía adicta a la Santa Sede y ajena a los partidos políticos fautores de la revolución.

Las vacantes en la Península eran 16, tres metropolitanas (Toledo, Santiago de Compostela y Tarragona) y 13 sufragáneas (Almería, Astorga, Barcelona, Huesca, Jaca, León, Lérida, Mondoñedo, Orense, Pamplona, Plasencia, Teruel y Vich). En Ultramar, las vacantes eran 4, el arzobispado de Santiago de Cuba y los obispados de Puerto Rico, Cebú y Nueva Segovia.

Bianchi propuso para Toledo al cardenal Moreno, arzobispo de Valladolid, cuya vacante podía ser cubierta por los obispos de Sigüenza, Benavides, o de Jaén, Monescillo. Las cualidades de este cardenal eran conocidas de sobra, y por eso su propuesta cuajó; como también la del obispo de Cuenca, Payá, para Santiago de Compostela. Para la vacante de Cuenca se propuso al vicario capitular de Toledo, Santos Arciniega; pero este candidato no pasó. En Tarragona se quiso colocar al obispo Martínez, de La Habana, que tenía dificultades para regresar a su diócesis; pero tampoco este traslado pudo realizarse.

Para los obispados, Bianchi presentó los siguientes candidatos: Almería, el chantre de Granada, Antonio Sánchez Arce y Peñuelos; Astorga, el P. Ceferino González, dominico, y el canónigo de Santander Saturnino Fernández de Castro; Barcelona, el obispo de Oviedo, Sanz y Forés (para la vacante de Oviedo propuso al tesorero de Valladolid, Cesáreo Rodrigo); Huesca, el vicario general de Zaragoza, Francisco Barta; Jaca, el abreviador de la Nunciatura, Raimundo de Ezenarro, y el vicario capitular de Huesca, Vicente Cardedera; León, el obispo auxiliar de Madrid, Crespo; Lérida, el vicario capitular de Tarragona, Juan Bautista Grau Vallespinós; Mondoñedo, el magistral de Burgos, Manuel González Peña; Orense, José de Torres Padilla, profesor del seminario de Sevilla; Pamplona, el deán de Vitoria, Pablo Yurre, y el vicario capitular de allí, Luis María Elío: Plasencia, el arcipreste de Sevilla, Victoriano Guisasola; Teruel, el lectoral de Valencia, Carlos Máximo Navarro Martínez; Vich, el canónigo de Pamplona Manuel Mercader Arroyo.

Para Santiago de Cuba propuso al P. Puig, que había sido designado obispo de Puerto Rico, y al obispo de Salamanca, Joaquín Lluch; Puerto Rico, al vicario capitular de Cuba, José Orberá Carrión, y al auditor de la Rota española, Dionisio González; Cebú, al P. Nicolás López, ex provincial de los agustinos; Nueva Segovia, al P. Mariano Cuartera, dominico, que era obispo dejara desde 1867.

Finalmente, para las vacantes de Sigüenza y La Habana, si se trasladaban los respectivos obispos a Valladolid y a Tarragona, propuso al canónigo de Cádiz, Vicente Calvo Valero, para la primera, y para la segunda, al arcipreste de Granada, Narciso Martínez Izquierdo, y al teólogo del concilio Vaticano, Antonio Ortiz Orruela.

El Gobierno, por su parte, presentó también candidatos dignos, como el P. Ceferino González, Payá, Monescillo, Oliver y Hurtado, Barrio y Martínez Izquierdo. Pero, cuando las negociaciones estaban llegando a puerto y la preconización de algunos obispos era inminente, cayó el Gobierno de Castelar, y mientras las Cortes se disponían a nombrar un Gabinete radical, presidido por Palanca, el general Pavía las disolvió y con un golpe de Estado puso prácticamente fin a la primera experiencia republicana española.

Sin embargo, estos acontecimientos no impidieron que la Santa Sede llevara adelante sus proyectos con respecto a las diócesis vacantes, y en el consistorio del 16 de enero de 1874, Pío IX preconizó los nuevos arzobispos de Santiago de Compostela (Miguel Payá, obispo de Cuenca) y Tarragona (Esteban José Pérez, obispo de Málaga) y los nuevos obispos de Barcelona (Joaquín Lluch, obispo de Salamanca), Salamanca (Narciso Martínez Izquierdo), Teruel (Victoriano Guisasola Rodríguez), Jaca (Ramón Fernández Lafita), Málaga (Ceferino González, O.P.), Nueva Segovia (Mariano Cuartero, O.P.) y Puerto Rico (Juan Antonio Puig Montserrat, O.F.M.).

Estos nombramientos fueron contestados tanto por el Gobierno de Madrid, como se verá inmediatamente, como por el pretendiente D. Carlos, que pocos días antes del consistoria había enviado a Roma al canónigo Manterola para que protestara oficialmente «contra el acto de la presentación de obispos hecha por Castelar». Pío IX no contestó a la carta que le dirigió D. Carlos; se limitó a notar que los obispos habían sido preconizados nomine Sanctae Sedis tantum, y, por consiguiente, sin tener en cuenta la presentación hecha por el Gobierno republicano, a quien no se le reconocía tal derecho. «En España —añadió el papa—, el regalismo es una gran plaga».

 

3.

Intentos de restauración

 

El golpe de Estado del general Pavía abrió el paso a una serie de gobiernos reaccionarios, que a lo largo del año 1874 liquidaron los últimos residuos de la fracasada República y favorecieron la restauración monárquica en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II, con gran satisfacción por parte de la Santa Sede. Particular interés encierra, en el clima que caracterizó la política prerrestauradora de dicho año, el cambio de actitud recíproco entre la Iglesia y el Estado, que se manifestó durante las conversaciones mantenidas entre el encargado pontificio en España y el ministro de Gracia y Justicia. Durante doce meses —desde el 3 de enero de 1874, caída de la República, hasta el 29 de diciembre del mismo año, proclamación de Alfonso XII— se sucedieron tres gobiernos, presididos por los generales Serrano y Zavaia y por el político Sagasta, que estuvieron en el poder cuatro meses cada uno. El interlocutor director de Mons. Bianchi fue el ministro Manuel Alonso Martínez (1827-91), titular de Gracia y Justicia en el Gabinete que el general Zavaia formó el 13 de mayo de 1874.

Aunque Bianchi no podía negociar oficialmente, porque carecía de representación diplomática y de instrucciones precisas, escuchó al ministro en vía confidencial, y el cardenal Antonelli le autorizó a proseguir los contactos. La Santa Sede cambió de actitud, porque le inspiraba mayor confianza la composición de un Gobierno integrado en buena parte por elementos moderados que habían contribuido al golpe de Estado del general Pavía. Sin embargo, no faltaron obstáculos difíciles de superar, ya que el nuevo Gobierno no admitió el sistema de nombramientos episcopales adoptado por Pío IX en el consistorio del 16 de enero de 1874, porque violaba los derechos del patronato al haber sido hechos motu proprio, sin referencia en el acta de preconización a la presentación de las autoridades republicanas. En consecuencia, negó el exequátur a las bulas de los nuevos obispos, y las diócesis siguieron vacantes de hecho durante todo el año 1874. El nuevo arzobispo de Tarragona aprovechó esta circunstancia para renunciar a su traslado y siguió en Málaga. La Santa Sede aceptó esta renuncia no sólo por las razones objetivas expuestas por el interesado, sino también porque su traslado a la sede tarraconense había suscitado comentarios negativos por parte de la prensa y de amplios sectores de la opinión pública, que lanzaron acusaciones, no infundadas, contra el obispo Pérez Fernández.

La Santa Sede deseaba llegar a un acuerdo provisional con el nuevo Gobierno, sin tocar la cuestión del patronato hasta que se aclarase la situación política española y el nuevo régimen militar fuese reconocido por las potencias extranjeras, ya que no se podía admitir el ejercicio de un privilegio pontificio de tanta importancia, concedido a la Corona española, a un Gobierno sin definir, como era el de 1874, pues ni podía considerarse republicano, aunque en los papeles de la Administración pública figurase todavía el membrete «República Española», ni tampoco monárquico, ya que la proclamación de Alfonso XII aún estaba lejana y el desarrollo de la guerra carlista no dejaba ver con claridad el horizonte político. Siguió un intenso intercambio de proyectos entre el Gobierno español y la Santa Sede, pero sin llegar a conclusión alguna, aunque por ambas partes se mostró siempre buena voluntad y deseos de llegar a la total normalización de los asuntos eclesiásticos. El Gobierno Sagasta cayó pocos días antes de finalizar el año 1874, tras haber concedido el exequátur a las bulas de los obispos que las esperaban desde enero de dicho año.

La proclamación de Alfonso XII abrió un nuevo período en la historia de España. La Santa Sede siguió negociando con los gobiernos presididos por Cánovas del Castillo, bajo el signo de la moderación restauradora .

 

 

 

 

 

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