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SALA DE LECTURA B.T.M.

BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

HISTORIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.

La Iglesia en la España contemporánea (1808-1975).

 

SEGUNDA PARTE

EL LIBERALISMO EN EL PODER (1833-68)

Por Vicente Cárcel Ortí

Capítulo I

DEL ANTIGUO AL NUEVO REGIMEN

1.

Panorama político

Las postrimerías del Antiguo Régimen coincidieron en España con el final del reinado de Fernando VII, fallecido en 1833, y el inicio del de su hija Isabel II, que durante su minoría de edad estuvo bajo las regencias de su madre María Cristina (1833-40) y del general Espartero (1840-43). Durante el decenio de las dos regencias se consolidó en España el sistema liberal, tras los conatos fallidos de 1812 y del trienio constitucional (1820-23).

La estrecha vinculación existente entre la Iglesia y el Estado en esos años cruciales, que marcaron el paso del viejo al nuevo régimen, obliga a prestar la debida atención tanto a la política religiosa de los gobiernos liberales españoles como a la actitud de la Santa Sede ante la nueva situación nacional cuando la pasada centuria iniciaba su segundo tercio.

En el complejo mundo de tales relaciones hay que destacar un primer problema, fundamental y decisivo, que acaparó la atención de los dos poderes —temporal y espiritual—, porque los intereses que en el mismo se ventilaban eran de capital importancia para ambos. Me refiero a la grave cuestión dinástico-política, aunque en realidad eran dos asuntos distintos, pero íntimamente relacionados, que turbaron la última enfermedad de Fernando VII y abrieron un expediente que en nuestros días sigue pendiente: la sucesión de Isabel II, hija del monarca difunto, y las pretensiones al trono de D. Carlos María Isidro de Borbón (17881855), hermano mayor del rey fallecido, y, por consiguiente, tío de la nueva reina, niña de apenas tres años.

Para comprender la actitud de la Santa Sede y la conducta de la Iglesia española ante esta compleja situación, es necesario remontarse hasta el año 1830, cuando ocurrieron los sucesos de La Granja  Tras el fallecimiento de la tercera esposa de Fernando VII, María Josefa Amalia de Sajonia (1801-29), el problema de la sucesión a la corona de España se planteó de forma inquietante, porque, si Fernando VII moría sin descendencia directa, su hermano D. Carlos heredaba legítimamente la corona, mientras que, si el monarca contraía nuevas nupcias y obtenía sucesión, D. Carlos quedaba excluido para siempre del trono.

Lo que preocupaba en aquellos momentos no era tanto la descendencia física de Fernando VII cuanto los intereses políticos que no ocultaban los dos grupos o tendencias identificados con los dos hermanos. Las «dos Españas», cuyas manifestaciones ideológicas irreconciliables habían quedado ampliamente demostradas durante las Cortes de Cádiz y en el trienio, contaban, al comenzar los años treinta, con los dos primeros personajes de la familia real como símbolos. El rey y su hermano no encabezaban sus reivindicaciones, pero sí las amparaban y justificaban.

La radiografía de los dos únicos partidos entonces existentes nos permite trazar, a grandes rasgos, el hilo conductor que les movía. Me refiero a los moderados y a los realistas. Es verdad que se trata de términos un tanto imprecisos, especialmente el primero, porque elementos moderados los hubo en todos los partidos políticos entonces y más tarde, es decir, en el constitucional, en el realista y después en el isabelino y en el carlista. Pero entendemos por moderados a cuantos defendían la soberanía real sin limitaciones institucionales y con un verdadero deseo de reforma administrativa y económica del país, que debería hacerse desde el vértice, siguiendo los cánones establecidos por el despotismo ilustrado o el sistema napoleónico. Lo formaban una minoría de intelectuales, militares y altos funcionarios, entre quienes abundaban los afrancesados. Era un grupo de «élite», sin base popular. Los realistas, llamados también entonces apostólicos o carlistas, tenían un arraigo popular mucho mayor, pero en sus filas militaba un conglomerado muy heterogéneo, cuyo elemento aglutinante era la defensa del monarca absoluto y de la religión católica, como fundamentos sólidos de la sociedad, si bien existían en su seno varias tendencias. Por una parte, los conservadores a ultranza, fieles a la estructura político-económica existente, y, por otra, os que simpatizaban con el despotismo ilustrado; y no faltaban incluso quienes soñaban con una reforma institucional, restaurando las antiguas Cortes estamentales. Entre los «realistas» había muchos eclesiásticos, enemigos del filosofismo, del jansenismo tardío y del regalismo, si bien en política religiosa estos elementos eran prácticamente comunes a los moderados y liberales. Aunque la corriente realista reformista se mostró muy pujante durante la guerra de la Independencia, sin embargo, tras la polémica anticonstitucionalista, quedó relegada a segundo plano, y en lo sucesivo dominó la corriente conservadora, enemiga de cualquier reforma.

A estas dos fuerzas políticas habría que añadir los «liberales», que actuaban solamente desde el extranjero, ya que tras la dura represión de 1824 vivían en el destierro.

Que el cuarto matrimonio de Fernando VII tenía repercusiones políticas decisivas, resultaba a todas luces evidente. Por ello, aunque la esposa elegida, María Cristina de Borbón, hija del rey de Nápoles —contrajo nupcias con el rey el 11 de diciembre de 1829—, ofrecía todas las garantías que ambos grupos podían exigir, sin embargo, los partidarios de D. Carlos se preocuparon inmediatamente por la descendencia de la joven reina, que pondría en peligro la candidatura del infante. A esto hay que añadir la publicación de la pragmática sanción en 1830 (sucesos de La Granja).

En 1713, Felipe V había implantado en España la ley sálica, que excluía a las mujeres del trono, mientras hubiese descendencia masculina en la rama directa o colateral. Con ello derogó la ley secular de la monarquía española contenida en las Partidas, que no hacía distinción de sexos. Pero Carlos IV en 1789 dio la pragmática sanción, que derogaba la ley sálica de Felipe V, y restableció el antiguo orden de sucesión a la corona. Dicha pragmática, aprobada por las Cortes, nunca fue sancionada ni promulgada por el rey. Fernando VII en 1830 no hizo más que sancionar y promulgar lo que su padre no había hecho. Pocos meses después, el 10 de octubre de 1830, nació la primera hija de Fernando VII, que fue declarada heredera al trono y recibió el nombre de María Isabel Luisa. En adelante se le llamará Isabel II.

2.

 La Iglesia ante la sucesión de Fernando VII

El problema sucesorio se planteó inmediatamente, y las implicaciones eclesiásticas del mismo no tardaron en aparecer. Muchos sacerdotes dudaron de la obligatoriedad de mencionar a la heredera en la oración Et fámulos, que por privilegio de los papas Pío V (1566-72) y Gregorio XIII (1572-85) se recitaba en las misas. Algún obispo fue acusado de negligencia, y el ministro de Gracia y Justicia, Calomarde (1773-1842), urgió el cumplimiento de dicha norma.

Al mismo tiempo comenzaron los primeros disturbios, que en las provincias del Norte se transformaron en violencias. La situación se agravó en 1832, tras el nacimiento de la infanta María Luisa Fernanda, segunda hija de Fernando VII, que acabó con las esperanzas de cuantos todavía confiaban en la descendencia masculina del monarca, enfermo de gravedad. La muerte inminente del rey podía complicar el ya confuso panorama político español; por ello María Cristina trató de comprometer a su cuñado D. Carlos a favor de su hija Isabel a cambio de su participación en el gobierno de la nación. D. Carlos no aceptó el compromiso, y por ello se restableció la ley sálica, derogando previamente la pragmática sanción de 1830. Pero dos años más tarde, el 31 de diciembre de 1832, Fernando VII firmó una declaración que anulaba cuanto había ocurrido en La Granja y restableció la pragmática sanción. De esta forma quedaron definitivamente consolidados los derechos de la sucesión femenina, que provocaron los primeros pronunciamientos carlistas.

Entre tanto habían comenzado a percibirse los síntomas de un inminente cambio político. La crisis ministerial de octubre de 1832 permitió la subida al poder de algunos liberales moderados. Durante la enfermedad del rey, su esposa María Cristina se hizo cargo del despacho de todos los asuntos, permitió la apertura de las universidades, dictó nuevas reformas económicas, introdujo rigor y vigilancia en la administración pública, concedió una amnistía general y autorizó el regreso de muchos liberales.

La enfermedad del rey creó un clima de inestabilidad política, y mientras el Antiguo Régimen consumía inútilmente sus últimas oportunidades, los nostálgicos del viejo sistema desencadenaban la primera guerra carlista, en la que algunos eclesiásticos tuvieron participación directa. Quejóse Fernando VII al papa Gregorio XVI de que muchos clérigos hubiesen adoptado actitudes abiertamente beligerantes durante su larga enfermedad, y pidió al pontífice que les exhortase a la obediencia y a la paz. Gregorio XVI dirigió el 7 de marzo de 1833 una carta encíclica a los obispos españoles, que no llegó a ser publicada porque el jefe del gobierno, Cea Bermúdez (1779-1850), temió las consecuencias negativas que podía provocar el documento pontificio entre el clero. En realidad, la encíclica iba dirigida a los obispos, y éstos en su mayoría se mantuvieron fieles al trono de Fernando VII y, salvo contadas excepciones, no mostraron veleidades carlistas.

3.

 El obispo de León, Joaquín Abarca

La excepción más significativa, aun antes de los sucesos de La Granja, fue la del obispo de León, Joaquín Abarca. Aragonés, paisano y amigo de Calomarde, el funesto ministro de Justicia de Fernando VII, cuando fue presentado para la mitra leonesa, Abarca era canónigo doctoral de Tarazona. Siempre demostró ser un eclesiástico en el sentido más puro de la palabra —sanos principios, sólida doctrina, ejemplar conducta y firmeza de carácter—, por lo que mereció grandes elogios. Proverbiales fueron su vigor y energía al defender los derechos de la Iglesia y su fidelidad incondicional al rey católico. Ello explica que el mismo monarca apreciase las cualidades del prelado y le confiase cargos de alta responsabilidad política, como miembro del Consejo de Estado. Entró también en relación con el conde Solaro della Margarita (1792-1869), embajador sardo en Madrid, por medio del cual trabó amistad con el nuncio Giustiniani (1769-1843), quien tenía del obispo de León un elevado concepto. Abarca, por su parte, nunca defraudó las esperanzas que la Santa Sede había puesto en su influjo político y la confianza que continuamente le demostraba. Cuando surgió el grave conflicto entre el Gobierno español y la corte pontificia por los nombramientos de obispos americanos, Abarca fue el único que defendió enérgicamente la decisión del papa, porque comprendía el alcance y las consecuencias del problema. Abarca completaba el cuadro de sus amistades con la relación personal, y también ideológica —en aquellos momentos—, que le unía al influyente franciscano Fr. Cirilo Alameda (1781-1872), quien treinta años después llegaría a ser cardenal-arzobispo de Toledo. Abarca, Solaro y Alameda simpatizaban abiertamente por D. Carlos cuando la cuestión carlista todavía no había explotado. La causa de D. Carlos era para ellos fundamental, porque el hermano del rey les parecía el único capaz de devolver a España la antigua grandeza y de mantener los principios católicos frente a los movimientos revolucionarios de inspiración liberal, que en España tuvieron gran repercusión no obstante la tremenda represión política.

Durante el verano de 1827, Abarca llegó a ser una figura clave de la jerarquía española, porque, al marchar en junio el nuncio Giustiniani, creado cardenal, e impedir el Gobierno de Madrid la entrada en territorio español al nuevo representante pontificio, el obispo de León quedó encargado de la tutela de los derechos de la Santa Sede y de otros asuntos eclesiásticos, a la vez que su amigo Solaro respondía de los súbditos pontificios y de la expedición de pasaportes. Cuando el nuncio Tiberi (1773-1839) entró en la plenitud de sus funciones en octubre de 1827, no ocultó su antipatía hacia Abarca, debido no tanto a la gestión interina del prelado cuanto a las pocas simpatías del nuevo nuncio por su predecesor y por el embajador sardo en Madrid.

Tras los sucesos de La Granja, la presencia de Abarca en la corte se hizo incómoda. La desaparición de su amigo y protector el ministro Calomarde y la subida al poder de algunos liberales moderados minaron la carrera política del obispo de León, que fue obligado a residir en su diócesis. A principios de 1833 escapó para esconderse en las montañas de Galicia, donde fue imposible localizarle, y nunca más regresó a su sede episcopal. Dejó de ser miembro del Consejo de Estado y se le quitó el sueldo que percibía y todos los privilegios que disfrutaba. En carta a su cabildo explicó los motivos de la fuga, fundamentalmente políticos.

Al mismo tiempo comenzó su actividad abiertamente favorable a D. Carlos. Cuando Fernando VII prescribió el juramento de fidelidad a Isabel II, Abarca escribió una carta pastoral exhortando a la rebeldía, defendiendo los derechos del infante y atacando la política del monarca. Fernando VII ordenó el arresto, proceso y secuestro de sus bienes, con el consiguiente conflicto diplomático, porque en virtud del concilio de Trento, que en España tenía fuerza de ley del Estado, sin el consentimiento de la Santa Sede no se podía procesar a un prelado.

No satisfecho de su primera intervención, dirigió Abarca a todos los obispos españoles un nuevo escrito contra el juramento de Isabel II. Muchos de ellos lo quemaron. Escribió también al rey, cuando faltaban cuatro meses escasos para su muerte, demostrándole con la historia y la legislación antigua que las mujeres no sucedían al trono en la corona de Aragón. Propuso una suspensión del juramento con el fin de examinar detenidamente la cuestión y que se le dispensase de prestarlo. Por último, escribió a su cabildo, recordándole que durante su voluntaria ausencia la mitra no estaba vacante, y que, por tanto, él conservaba la plenitud jurisdiccional, si bien delegaba en el mismo cabildo para que pudiese ejercer legítimamente los poderes en caso de muerte del vicario general o ante cualquier otra eventualidad, con el fin de evitar un cisma. El Gobierno de Madrid había presionado a los canónigos para que gobernasen la diócesis en ausencia del obispo, pero ellos se negaron, y el cisma se evitó. El nuncio Tiberi observaba que estas disposiciones eran tomadas por ministros regalistas que se entrometían en asuntos eclesiásticos sin comunicarlas al monarca.

La actividad posterior del obispo Abarca estuvo estrechamente relacionada con el desarrollo de la guerra carlista y con las andanzas de D. Carlos, a quien desde el fallecimiento de Fernando VII mantuvo absoluta fidelidad. Nótese que, mientras vivió el rey, Abarca le reconoció como soberano y respetó siempre su monarquía. Al subir al trono Isabel II, la ruptura fue total y definitiva.

He querido insistir en la actitud de este prelado porque fue la única excepción de relieve en el episcopado y porque refleja la mentalidad de un buen sector del clero en el período de transición del viejo al nuevo régimen. En su momento veremos que otros eclesiásticos —obispos y sacerdotes— pasaron a las filas carlistas. Ahora basta decir que la fidelidad de la Iglesia a Fernando VII y a su hija Isabel II fue casi total.

 

Capítulo II

REGENCIA DE MARIA CRISTINA (1833-40)

1.

La nueva situación político-religiosa

La situación comenzó a cambiar sensiblemente a medida que los gobiernos liberales de la regencia Cristina intensificaron las medidas anticlericales. Se ha dicho anteriormente que la reina gobernadora adoptó una serie de disposiciones tendentes a ganarse las simpatías liberales para fortalecer el trono de su hija Isabel II durante la enfermedad de Fernando VII. Por su parte, los liberales podían llegar al poder amparados en la legalidad institucional que representaba Isabel II —pese a las contestaciones carlistas—, y por ello no debe sorprender que, apenas fallecido el monarca (29 de septiembre de 1833), el Gabinete presidido por Cea Bermúdez hiciese pública manifestación de fidelidad a «la religión y la monarquía, primeros elementos de vida para la España». Se prometió solemnemente que ambas instituciones serían respetadas y protegidas «en todo su vigor y pureza» y que la religión, su doctrina, sus templos y ministros serían el primero y más grato cuidado del Gobierno. La demagogia era evidente, pero quizá en aquellos momentos de transición no se podía decir otra cosa para —como decía el famoso manifiesto— «disipar la incertidumbre y precaver la inquietud y extravío que produce en los ánimos la expectación ante un nuevo reinado».

Muerto Fernando VII, las fuerzas políticas se bipolarizaron, y mientras Isabel II agrupaba a cuantos deseaban reformas, aun prescindiendo de las razones que justificaban su legítima sucesión, D. Carlos reunía a cuantos se oponían a cualquier cambio, sin cuidarse mucho de examinar la validez de los títulos que presentaba para aspirar al trono.

Con respecto a D. Carlos hay que decir que, mientras vivió su hermano, nunca conspiró contra él ni manifestó pretensión dinástica alguna, con el fin de evitar conflictos. Pero al morir Fernando VII no juró fidelidad a Isabel II, y su actitud desencadenó la guerra civil.

La evolución política española fue seguida atentamente en Roma desde el observatorio inteligente y sereno del nuncio Tiberi, quien mostró durante su permanencia en España una cierta indiferencia por los asuntos políticos. Tiberi estaba enfermo en Madrid durante los sucesos de La Granja, y mientras el Cuerpo Diplomático intrigaba a la cabecera del monarca moribundo, el representante pontificio mostraba, una vez más, su línea de conducta, ajena a intrigas y partidos, ya que los intereses de las cortes europeas por la sucesión española nada tenían que ver con los de la Iglesia. Sin embargo, no ocultó el nuncio que algunos eclesiásticos españoles comenzaban a crear problemas al comprometerse políticamente, puesto que, si criticable era la actitud del obispo de León, no podía aprobarse que el de Valladolid, Rivadeneira (1774-1856), publicase una inoportuna homilía en favor de Isabel II, quizá porque esperaba ocupar en el Consejo de Estado la vacante producida por el cese de Abarca. Sin embargo, la preconizada independencia del nuncio tenía sus límites, ya que, antes o después, la Santa Sede debería definir política y diplomáticamente su postura.

El mismo día del fallecimiento de Fernando VII, Cea Bermúdez dirigió a los agentes diplomáticos españoles una nota que anunciaba la muerte del rey, la subida al trono de Isabel II, la regencia de la reina madre, María Cristina, durante la minoría de edad de la nueva reina y la confirmación del Gobierno, primer acto político de la reina gobernadora. Para comprender la actitud de la Santa Sede ante la nueva situación española, es necesario examinar detenidamente el impacto producido en las principales cortes europeas por los acontecimientos de España.

Mientras Francia e Inglaterra no sólo reconocieron inmediatamente a Isabel II, sino que se mostraron dispuestas a intervenir con las armas para consolidar el nuevo sistema —con lo cual ponían en evidencia el influjo de prestigiosos exiliados españoles que habían residido en ambos países durante la «década ominosa»—, Austria, Prusia y Rusia —las tres potencias del Norte— no se definieron. Si Francia desencadenaba una guerra en favor de la causa isabelina, las consecuencias para Europa serían gravísimas, ya que, si las potencias del Norte se le oponían, podía estallar un conflicto general, y si permanecían en actitud pasiva, Francia alcanzaría gran prestigio, con daño evidente de las potencias aliadas, que no tenían interés alguno por iniciar una guerra a nivel europeo.

El Gobierno español deseaba la amistad con todos los pueblos de Europa; pero, si las tres potencias del Norte no le prestaban ayuda, debería pedirla a Francia e Inglaterra, lo cual era mucho más peligroso para la estabilidad política del viejo continente.

Las tres cortes aliadas del Norte justificaron su actitud de espera con las consultas que mutuamente debían hacerse sobre la conveniencia y oportunidad de reconocer al nuevo Gobierno español.

Entre tanto, en Roma se observaba con atención la actividad de las cancillerías europeas, mientras el embajador español, Pedro Gómez Labrador (1755-1852), complicaba la situación con su conducta ambigua. En efecto, Labrador, en lugar de transmitir a la Santa Sede cuanto Cea Bermúdez le había dicho en la nota anteriormente citada, prefirió dividir su contenido en dos partes. El 13 de octubre de 1833 comunicó al secretario de Estado, Bernetti (1779-1852), la muerte de Fernando VII, sin más comentarios, y el día 14 le informó sobre los tres puntos restantes de la nota de Cea Bermúdez, es decir, la subida al trono de Isabel II, la regencia de María Cristina y la confirmación del Gabinete.

Esta doble comunicación permitió al cardenal secretario una doble respuesta. El mismo 13 de octubre Bernetti expresó el pésame del papa por la muerte del rey, prometiendo oraciones por su alma y augurando que no ocurrieran desórdenes en España. Pero a la segunda comunicación no contestó hasta el 19 de octubre. Cinco días fueron suficientes para estudiar atentamente una respuesta que no comprometiera las futuras relaciones entre la Santa Sede y España, aunque de hecho las comprometió, pues sucedió precisamente lo que se quiso evitar. Bernetti dijo a Labrador que mientras el papa deseaba que las relaciones diplomáticas existentes entre los dos gobiernos continuasen indefinidamente en el estado en que se encontraban aun después de los últimos acontecimientos, se reservaba proceder a ulteriores declaraciones tras haber conocido mejor las decisiones que tomaran al respecto otras cortes europeas, de las cuales la Santa Sede no podía separarse, sin descubrir las razones que les impedían el reconocimiento del nuevo orden de sucesión introducido en la monarquía española.

En realidad, era una declaración con la que el papa se reservaba el derecho a ulteriores manifestaciones y demostraba que, aunque la actitud de las potencias del Norte le impedía de momento reconocer a Isabel II, no por eso se sometía a lo que ellas determinaran, sino que antes de tomar una decisión definitiva examinaría si dichas potencias tenían o no razón.

Por su parte, el embajador Labrador, al transmitir esta respuesta a Cea, le advirtió que antes de la muerte de Fernando VII había oído personalmente al papa Gregorio XVI que la sucesión al trono de España presentaba muchas dudas y que el pontífice estaba muy condicionado por las insinuaciones y sugerencias de los embajadores de las tres potencias del Norte.

Los tres documentos citados —nota de Labrador a Bernetti, respuesta de Bernetti a Labrador y despacho de Labrador a Cea— son la clave para comprender el inicio de las tensiones entre España y la Santa Sede en este período.

El papa se hallaba en una situación política extremamente delicada, ya que las insurrecciones en los Estados Pontificios y las presiones del liberalismo europeo le obligaban a depender de Austria, potencia que le garantizaba una cierta seguridad. Por ello le resultó prácticamente imposible enfrentarse con Austria sobre el problema español. Y si bien teóricamente quiso separar los dos aspectos del pontificado —soberano temporal y espiritual—, en la práctica no lo consiguió, ya que la interdependencia de ambos y las implicaciones que las actitudes políticas del papado tenían en cuestiones religiosas eran tan graves y frecuentes, que obstaculizaban una acción pastoral limpia e independiente.

Limitándonos al aspecto político, comprendemos que hubiera sido imprudente, por parte del Gobierno pontificio, tomar una decisión precipitada, ya que la corte imperial de Austria veía la situación española de forma muy distinta a como la juzgaban Francia e Inglaterra, mientras Turín y Nápoles habían reconocido a D. Carlos sin titubeos. Gregorio XVI siguió una política de buena vecindad con esos Gobiernos, pues no tenía razón alguna para separarse de ellos en un problema que, como soberano temporal, le interesaba bien poco en esos momentos. Pero no llegó a tomar la decisión de las cortes piamontesa y napolitana, aunque consideraba a D. Carlos príncipe pío, religioso y fidelísimo de la Sede Apostólica, porque también de la reina gobernadora tenía excelentes informes y confiaba en el antiliberalismo del manifiesto hecho público por el Gabinete Cea Bermúdez. La situación cambió poco después, cuando el Gobierno de Madrid negó el reconocimiento al nuevo nuncio.

Quede, pues, claro que la Santa Sede adoptó una postura completamente neutral sobre el problema español durante los últimos meses de 1833 y evitó gestos o iniciativas que pudieran interpretarse en favor de una u otra parte.

2.

 Primeros conflictos entre la Iglesia y el Estado

Al conocer la nota dirigida por Bernetti al embajador Labrador el 19 de octubre, adquirió el Gobierno español conciencia de la gravedad de la situación, si bien confiaba que el papa no dudaría en reconocer a Isabel II. Sin embargo, surgieron nuevas complicaciones relacionadas con la llegada a Madrid, en septiembre de 1833, del nuevo nuncio, Luigi Amat (1796-1878), sucesor de Tiberi.

Según costumbre de la Santa Sede, los representantes pontificios llegaban a sus respectivos destinos con un nombramiento o breve que les acreditaba ante el respectivo monarca. Amat fue nombrado nuncio apostólico ante el «rey católico» Femando VII y llegó a Madrid pocos días antes de su fallecimiento. Para que el nuncio pudiera entrar en el ejercicio de sus funciones, debía entregar el texto original del breve pontificio al Gobierno, quien concedía el placet, exequátur o pase regio. Se trataba de una norma burocrática que no presentaba dificultad alguna cuando las relaciones eran normales. Al morir Fernando VII, tanto al nuncio como a los restantes diplomáticos residentes en Madrid les exigió el Gobierno nuevas credenciales que les acreditasen ante Isabel II. Amat las pidió inmediatamente a Roma, pero insinuó la conveniencia de examinar las pretensiones de D. Carlos antes de comprometerse definitivamente con el nuevo régimen. Fue la primera manifestación pro carlista del nuevo nuncio, que a lo largo de su corta misión diplomática no ocultó sus simpatías por el pretendiente.

Durante el otoño de 1833 comenzaron las tensiones Roma-Madrid por la restitución del breve de Amat. El Gobierno español no lo devolvía con el placet, porque el papa no reconocía a Isabel II. Y el papa no reconocía a la nueva reina porque en el fondo deseaba que triunfase la candidatura de D. Carlos, mientras la guerra civil destrozaba las provincias del Norte. Las notas de protesta entre la Nunciatura y el Gobierno, por una parte, y la Embajada en Roma y la Secretaría de Estado, por otra, sólo sirvieron para fomentar la tensión y desencadenar una campaña anticlerical, que tuvo manifestaciones violentas.

Al no ser reconocido Amat, Tiberi retrasó su regreso a Roma y siguió al frente de la Nunciatura hasta la primavera de 1834. Entre tanto, el embajador Labrador fue cesado, y la representación española en Roma quedó confiada al encargado de Negocios, Aparici, quien sintetizó las cuatro razones por las que el papa se oponía al reconocimiento de Isabel II: primera, por la oposición decidida de Austria y Prusia; segunda, por el temor de que en las próximas reuniones de las Cortes españolas surgiesen protestas contra el papa; tercera, por la firmeza de D. Carlos en sostener sus derechos, queriendo hacer ver que eran dos los pretendientes y que la nación se hallaba dividida en dos bandos, y, por tanto, que era necesario esperar el resultado de la guerra civil; y cuarta, porque se simpatizaba por los carlistas, no sólo por intereses particulares de la Iglesia, sino también por falsas noticias y cartas, verdaderas o apócrifas, en que se atacaba injustamente al sistema liberal español.

3.

Los nombramientos de Obispos

Otra dificultad se unió a las ya existentes: los nombramientos episcopales. En las bulas pontificias se hacía referencia al patronato del rey de España con las fórmulas ad nominationem regís catholici o iuris patronati regis catholici. Con el fin de evitar cualquier acto que significase reconocimiento del legítimo derecho de alguna de las dos partes contendientes —Isabel II o D. Carlos— y deseando proveer a las necesidades espirituales de la Iglesia española, el papa no tuvo inconveniente en conferir los beneficios de patronato regio a las personas presentadas por el Gobierno, siempre que reuniesen las condiciones exigidas por los sagrados cánones, pero sin mencionar tal patronato en los documentos pontificios, ya que se trataba de un derecho inherente al de soberanía de los reyes de España.

En principio, el Gobierno de Madrid no tuvo inconveniente en aceptar esta omisión, por no considerarla substancial, pero nuevas maniobras de D. Carlos agravaron la situación.

Presentó el Gobierno de Madrid para la diócesis de Puerto Rico al obispo Pedro de Alcántara Jiménez (1782-1843), y el papa se mostró dispuesto a preconizarlo en el primer consistorio, omitiendo en las bulas la fórmula citada anteriormente. Pero el representante personal que D. Carlos tenía en Roma, Ramírez de la Piscina —antiguo encargado de Negocios del Gobierno isabelino—, recordó al cardenal Bernetti una promesa verbal según la cual el papa no preconizaría en modo alguno obispos presentados por el Gobierno de Madrid, y declaró que, en virtud de instrucciones recibidas de D. Carlos, protestaría enérgicamente contra cualquier nombramiento de obispos españoles hecho en tales circunstancias. Alegaba el representante carlista que la preconización de obispos en esos momentos violaba el concordato vigente y perjudicaba gravemente a la causa de D. Carlos, rey legítimo, y a la Iglesia española. Añadió incluso que D. Carlos no solamente no aceptaría dichos nombramientos sin referencia al patronato, sino que desaprobaría igualmente que fuesen nombrados motu proprio, ya que de esta forma el papa violaría los derechos del monarca legítimo y las diócesis quedarían ilegalmente cubiertas.

La gravedad y complejidad de la situación movieron al papa a nombrar en diciembre de 1834 una comisión de cardenales que debía estudiar dos asuntos; primero, la conveniencia de nombrar obispos en España con las cautelas establecidas, y segundo, el camino a seguir después de las promesas hechas al Gobierno de Madrid y el caso del obispo Jiménez.

Mientras la comisión examinaba estas cuestiones, llegaban a Roma noticias sobre los progresos militares de los carlistas, que encontraban apoyo en los levantamientos populares del Norte y disponían de potente armada y elevado espíritu bélico. Por ello se juzgó imprudente cualquier paso precipitado que pudiera redundar en perjuicio de la Santa Sede, y se optó por esperar hasta que el Gobierno de Madrid redactase la nueva Constitución, que los obispos tendrían que jurar.

4.

El comisario de la Cruzada

Las dificultades para los nombramientos de obispos tuvieron también su reflejo en otros asuntos eclesiásticos de menor entidad, como el del comisario de la Cruzada. Nos detenemos en estos particulares no tanto por el interés objetivo que encierran cuanto para mostrar el clima de tensión creciente y de mutua desconfianza entre la Iglesia y el Estado a principios de 1835,es decir, cuando había transcurrido poco más de un año y medio de la muerte de Fernando VII. La ejecución del indulto llamado de la bula de la Cruzada corría a cargo de un comisario nombrado por el rey y aprobado por el papa. Dicho indulto solía concederse cada diez años. Sin embargo, tras la muerte de Fernando VII se limitó a un año, y se encargó su ejecución al cardenal Inguanzo, arzobispo de Toledo, en lugar del canónigo Liñán, comisario nombrado por el Gobierno. Lógicamente llovieron protestas por varias razones: primera, para salvar el derecho del Gobierno a designar el comisario, y después, porque la elección de Inguanzo no fue acertada, ya que, además de ser persona poco grata a la nueva situación política, era anciano y estaba enfermo, y difícilmente podría cumplir su tarea. La última concesión decenal de la bula de la Cruzada caducaba a finales de 1835; sin embargo, no faltaron quienes dijeron que el papa, al no reconocer a la nueva reina, había declarado inválido el uso de la misma. Se trató de evidente mala fe para crear confusión y malestar. Parece ser que el papa no confirmó a Liñán porque desconocía las cualidades del nuevo comisario y porque las autoridades civiles habían pedido algunas innovaciones en la administración de la Cruzada. Por ello, en espera de estudiar estos asuntos y para no interrumpir el uso del indulto, la Santa Sede se había limitado a prorrogarlo por un solo año y confiarlo interinamente al cardenal de Toledo. Lo mismo se había hecho, en circunstancias semejantes, en Portugal. Como la confirmación del comisario se hacía con bula pontificia y ésta presentaba las mismas dificultades que las de los obispos, se esperó durante algún tiempo antes de proceder al nombramiento definitivo.

5.

Legislación anticlerical

A la vez que iban surgiendo los problemas indicados y otros de menor entidad, el Gobierno comenzó a promulgar una serie de disposiciones que afectaban directamente a la Iglesia en sus personas e instituciones.

No obstante la aparente normalidad que caracterizó las relaciones Iglesia-Estado en la España del Antiguo-Régimen, no faltaron momentos de gran tensión, porque si bien los reyes dispensaron protección a la Iglesia y muchos eclesiásticos ejercieron notable influjo en el gobierno de la nación, sin embargo, fueron frecuentes las intromisiones del poder civil en asuntos religiosos, como puede verse a través de la correspondencia de los nuncios, y en concreto de la ya publicada de Tiberi. Este nuncio puso siempre de relieve que, bajo el pretexto de garantizar las prerrogativas reales, se buscaban todas las ocasiones propicias para limitar los derechos de la Santa Sede. Las interferencias aumentaron sensiblemente cuando evolucionó la situación política.

A los dos meses de la muerte de Fernando VII, ya sabían los dos nuncios —Tiberi y Amat— que se esperaban medidas anticlericales, porque algunos párrocos y canónigos que militaban en las bandas carlistas habían sido fusilados por el ejército isabelino, que mandaban los generales Valdés y Quesada.

Sabía también el Gobierno que un amplio sector del clero secular y regular simpatizaba con D. Carlos; por ello condenó el silencio de los obispos ante el compromiso político de muchos clérigos y por sus actividades hostiles a las autoridades de Madrid. Muchos prelados se justificaron diciendo que en momentos de tanta anarquía, impunidad de delitos y exaltación de pasiones debían limitarse a «llorar entre el atrio y el altar», sin lograr mucho más, y refutaban las acusaciones del Gobierno diciendo que si a eclesiásticos que habían tomado las armas en otras épocas en favor del rey se les había premiado con honores militares y canonicatos que no merecían, ¿por qué maravillarse si de nuevo olvidaban su pacífico ministerio? Por otra parte, el ejemplo de éstos movía a sacerdotes díscolos y frailes giróvagos a tentar fortuna con las armas. Y todos estos hechos no justificaban los ataques al clero. Era además absurdo pretender la colaboración política de los eclesiásticos cuando se permitía a la prensa que los ridiculizase y que por calles y plazas fuesen continuamente insultados sacerdotes y religiosos.

Nos faltan datos concretos sobre la presencia de eclesiásticos en las filas carlistas y en el ejército isabelino. La historia bélica de la España decimonónica está repleta de testimonios que demuestran la participación activa del clero en armas desde la guerra de la Independencia hasta las últimas carlistas. El «cura guerrillero» quedó mitificado en el sacerdote burgalés Jerónimo Merino (1769-1844). Sin embargo, una historia de la beligerancia clerical en los campos de batalla españoles está todavía por hacer.

En un principio, el Gobierno de Madrid no tomó medidas directas para impedir que los eclesiásticos pasasen a las filas carlistas. Trató de ganarse amigos, invitando secretamente a obispos y superiores religiosos a manifestar pública simpatía por la causa de Isabel II. Pero nada consiguió con esta táctica. A los tres meses de guerra civil podía suponerse con fundamento que los eclesiásticos pasados al bando carlista era bastante consistente, porque varios sacerdotes y religiosos habían sido fusilados por las tropas isabelinas. Se creó entre el clero un ambiente general favorable a la presencia de los clérigos en los campos de batalla, y se llegó incluso a decir que tomar las armas en favor de D. Carlos era un deber absoluto de conciencia. Mariano José de Larra ridiculizó la presencia de clérigos en las filas carlistas, porque, para el poeta romántico, el carlismo no era más que «un intento de retrogradar la historia»

Aunque es cierto que la revolución política de los gobiernos liberales tropezó con una guerra de religión, también hay que decir que muchos clérigos empuñaron las armas no por motivos espirituales, sino para abandonar el ministerio sagrado y conocer otras experiencias. Fueron individuos que se mancharon con las violencias inevitables en tales convulsiones.

No es fácil estudiar las causas que llevaron a esta situación, porque tiene raíces muy antiguas. Para comprender la creciente animosidad contra el clero, y en particular contra los frailes, por parte de amplios sectores populares, hay que tener en cuenta «razones de encrespado resentimiento social en la actitud de los campesinos, durante siglos vasallos, no siempre felices, de abades y priores; y también razones económicas en el deseo de los burgueses de adueñarse de las tierras de los monasterios y de los solares de los conventos», a todo lo cual hay que unir, evidentemente, «la pérdida de prestigio de comunidades regulares ante los embates ideológicos del momento». Una lectura atenta de los despachos del nuncio Tiberi nos dan una buena panorámica de la situación real existente en muchas órdenes religiosas. Las intrigas y ambiciones de muchos frailes y los continuos problemas que agustinos, capuchinos, dominicos, franciscanos, clérigos regulares menores y mercedarios, en particular, crearon al representante pontificio por los motivos más fútiles, son una muestra elocuente del espíritu que reinaba en muchas casas religiosas.

Hay que tener también en cuenta que desde la guerra de la Independencia comenzó a sentirse en España una crisis de vocaciones, que se agudizó durante el trienio constitucional. En sus relaciones con el pueblo hay que distinguir al clero secular del regular. Mientras el primero mantuvo un contacto más directo y personal a través de parroquias rurales o urbanas, entre los religiosos y el pueblo hubo ruptura, hasta el punto que la misma burguesía, «que poseía el aparato represivo suficiente para evitar los desmanes de la masa, dejaba actuar a ésta con ojos, si no complacientes, por lo menos escépticos». La legislación eclesiástica de los gobiernos liberales y las manifestaciones populares violentas de estos años, dirigidas de modo especial contra los frailes y sus propiedades, pueden comprenderse partiendo de estos presupuestos. Prescindo de la copiosa bibliografía anticlerical que proliferó entonces, y que no merece ser citada, porque se trata en gran parte de libros y folletos de mal gusto. Con todo, es un elemento que hay que tener en cuenta para entender el ambiente que reinaba entre la población.

La política religiosa comenzaron a planteársela los liberales cuando subió a la jefatura del Gobierno Martínez de la Rosa (1787-1862), «el más moderado de todos los liberales». Cea Bermúdez apenas tuvo tiempo para ocuparse de la materia, si se exceptúa el Reglamento de imprenta (4 enero 1834), que levantó protestas de algunos obispos, como el de Orihuela, Herrero Valverde, quien atacó los artículos referentes a la censura de libros, y el de Tarragona, Echánove, que pidió fuesen revocadas algunas disposiciones que podían perjudicar a la religión, a las buenas costumbres, al episcopado, al orden público e incluso al trono de Isabel II.

El Gobierno que formó Martínez de la Rosa estaba compuesto por antiguos afrancesados, como Francisco Javier de Burgos (1778-1849) y el jurisconsulto valenciano Garelli (1777-1850), ministro de Gracia y Justicia. Este, a finales de enero de 1834, dirigió una circular a los obispos y superiores religiosos para que tomasen medidas enérgicas con el fin de que «ni en el púlpito ni en el confesonario se extravíe la opinión de los fieles, ni se enerve el sagrado precepto de la obediencia y cordial sumisión al legítimo gobierno de S. M., que tan encarecidamente recomiendan las leyes divinas y humanas».

El Gobierno reconocía públicamente el pernicioso influjo del clero, principal obstáculo para el progreso de la causa isabelina, y, aprovechando la proximidad de la cuaresma, creyó que la intervención de los obispos podría ser eficaz. Sin embargo, se trató de una medida poco eficaz, porque quienes habían optado por D. Carlos ya no volverían y los restantes —apolíticos en su mayoría— seguirían fieles a la nueva reina. Pero el Gobierno quiso con esta primera toma de contacto con la jerarquía pulsar su opinión y ver las reacciones populares para organizar un amplio programa legislativo en materias eclesiásticas.

6.

El cardenal primado y el patriarca de las Indias

Un nuevo capítulo en la historia de las tensiones Iglesia-Estado vendría con la actitud ambigua y confusa del cardenal Inguanzo, arzobispo primado de Toledo. Este prelado se había opuesto en 1833 al juramento de fidelidad a Isabel II usando una estratagema, que justificó su ausencia en la solemne ceremonia celebrada en Madrid el 20 de junio de 1833. Escudándose en su edad avanzada, estado de salud y enfermedad de la vista, consiguió pasar desapercibido; pero el Gobierno le instó para que jurase a principios de 1834. El cardenal alegó el anacronismo de tal acto, cuando la persona a quien debía jurar fidelidad era de hecho reina de España y él le tributaba obediencia como soberana. Envió un largo escrito a la Cámara de Castilla manifestando las razones políticas de su actitud. La negativa de Inguanzo. se basaba en que el nuevo orden de sucesión establecido en España no contaba con el voto del pueblo, y, aunque este principio podía halagar a los liberales más avanzados del momento, el lenguaje usado por el purpurado no les satisfizo.

Se intentó arrancarle el juramento con la fuerza, a través del corregidor de Toledo. Pero no se consiguió. Consultóse a la Cámara de Castilla si era lícito, vista la obstinación del cardenal, secuestrarle los bienes y exiliarle. La respuesta fue unánimemente afirmativa; pero, cuando todo estaba dispuesto para que Inguanzo embarcase en Cartagena con destino a Roma, intervino el cardenal Tiberi ante la reina gobernadora y evitó la expulsión del primado alegando el estado de salud del anciano purpurado, que se agravaba cuando se le hablaba del juramento. Después de muchas presiones, el ministro Garelli, amigo personal del cardenal, consiguió sacarle el juramento. Inguanzo reconoció a Isabel II como reina de España de hecho y de derecho, sin perjuicio de quien tuviera meliora et potiora iura. Esto ocurría en marzo de 1834.

Otro conflicto se planteó con el patriarca de las Indias. Desde época remota, el arzobispo de Santiago de Compostela fue capellán mayor del rey de España y ejerció la más amplia jurisdicción eclesiástica sobre los monarcas, sus familiares y servidores, con autorización pontificia. Pero como este prelado no podía residir habitualmente en la corte, se nombró un vicecapellán. En 1762, la dignidad de patriarca de las Indias fue unida a la del vice o procapellán mayor de palacio, que también fue nombrado vicario castrense.

Durante los primeros meses de la regencia Cristina, los gobiernos liberales eliminaron del palacio real a todos aquellos individuos que, siendo funcionarios del Estado, no simpatizaban con la nueva situación. Entre los capellanes de palacio abundaban los procarlistas. Se sospechó incluso del patriarca de las Indias, Antonio Allué, que fue depuesto de su cargo el 17 de marzo de 1834, justificando esta medida con la jubilación. En su lugar fue nombrado el obispo de Sigüenza, Manuel Fraile. Se dijo que el patriarca cesado era poco celoso con la tropa y con el personal de la corte. Parece ser que se opuso al matrimonio morganático de la reina María Cristina con el guardia Agustín Muñoz. Lo cierto es que su fulminante cese provocó nuevas tensiones con Roma, ya que el patriarcado de las Indias no era un simple título honorífico, sino una dignidad eclesiástica que el papa confería en consistorio. El nombramiento de Fraile no podía aceptarse, porque el patriarcado no estaba canónicamente vacante.

La cuestión pudo resolverse gracias a la buena voluntad del obispo de Sigüenza, quien aceptó que el patriarca Allué le delegase sus funciones. Allué mantuvo el patriarcado de las Indias hasta su muerte en 1842, y el obispo de Sigüenza primero y otros prelados después ejercieron en su nombre todas las facultades.

7.

Otras novedades. La «junta eclesiástica»

La cautela por parte del Gobierno presidió la instauración de medidas eclesiásticas. Por ello, antes de iniciar la nueva política religiosa, el ministro Garelli, liberal moderado, espíritu religioso y hombre de recta intención, se entrevistó con el cardenal Tiberi, que ejercía de pronuncio, para comunicarle la necesidad que sentía el Gobierno de tomar algunas medidas sobre los bienes y conducta del clero. El representante pontificio manifestó que era inevitable la intervención de Roma, porque se trataba de cuestiones que excedían los límites impuestos a sus facultades. Mientras los Gobiernos español y pontificio discutían sobre dichas medidas, por parte española se comenzó a actuar unilateralmente. El 9 de marzo de 1834 se prohibió la provisión de prebendas eclesiásticas, exceptuando las que llevasen aneja cura de almas, las de oficio y las dignidades con presencia en los cabildos. Los motivos económicos de esta primera disposición eran evidentes, porque las rentas de dichas vacantes se aplicaron a la extinción de la deuda pública. El 24 de marzo se dieron seis reales decretos sobre arreglo de los tribunales supremos de la nación, que suprimieron los Consejos de Castilla e Indias, y en su lugar fue creado el Tribunal Supremo de España e Indias, con facultad para conocer los asuntos contenciosos del Real Patronato y los recursos de fuerza de la Nunciatura Apostólica.

A estas primeras medidas moderadas siguió el 26 de marzo un decreto sobre ocupación de temporalidades a los eclesiásticos que, abandonando sus iglesias, se unían a las filas de los carlistas o a sus juntas revolucionarias y emigraban del reino sin licencia de la autoridad civil.

Como puede verse, eran disposiciones que la nueva situación político-social permitía a los gobernantes aplicar sin graves dificultades, ya que era la ocasión más propicia en aquellos primeros momentos para intervenir en asuntos eclesiásticos no precisamente con espíritu cesaropapista, sino para contener el influjo del clero, nocivo, según la interpretación del Gobierno, a la causa isabelina.

Los regulares se vieron inmediatamente afectados por la política religiosa de los liberales, que en menos de quince días adoptaron tres «medidas correccionales». La primera suprimía los monasterios y conventos de donde hubiese escapado algún fraile para unirse a los carlistas (26 marzo 1834). La segunda obligaba a entrar en quintas a los novicios de las órdenes religiosas (3 abril 1834). Y la tercera regulaba los traslados de religiosos de los conventos suprimidos con la primera disposición (10 abril 1834).

Comenzaba el ataque organizado contra los regulares. Intervino Tiberi, quien reconoció la inutilidad de sus protestas, porque si bien entre el clero existían personas sensatas, no faltaban fanáticos e incautos que de palabra o por escrito, en público y en privado, instigaban a la subversión contra el Gobierno de Madrid. Pero era injusto que delitos de personas concretas perjudicasen a comunidades enteras de inocentes.

En abril de 1834 formó el Gobierno una Junta Eclesiástica para la reforma del clero secular y regular. Era un órgano consultivo que escondía los motivos políticos del momento. El Gobierno cuidó su composición con mucho esmero, buscando obispos de tendencias liberales o adictos a la causa isabelina. La presidió el arzobispo de México, Fonte, que residía en Madrid. Y la integraron los obispos de Sigüenza (Fraile), Lugo (Sánchez Rangel), Santander (González Abarca), Astorga (Torres Amat) y Huesca (Ramo de San Blas); los antiguos obispos de Cartagena (Posada) y Mallorca (González Vallejo) y los presentados para Almería (Ramos García) y Teruel (Liñán). Había, además, tres laicos: Pezuela, González Carvajal y San Miguel. De secretario actuó el canónigo José Alcántara Navarro, que lo era de la capilla real y del vicariato castrense.

Casi todos los prelados miembros de la Junta eran sospechosos o no gratos a la Santa Sede, y algunos considerados indignos del episcopado.

Torres Amat, quizá el obispo de mayor prestigio intelectual del momento, que mostró gran comprensión y tolerancia ante el cambio político, no merecía en Roma la mínima confianza, porque se le imputaba ser el instrumento del Gobierno para las novedades religiosas. De Posada, González Vallejo y Ramos García se tenían pésimos informes por su conducta durante el trienio constitucional al frente de las diócesis de Cartagena, Mallorca y Segorbe, que tuvieron que abandonar en 1824 porque el papa, de acuerdo con el rey, les obligó a dimitir. Fonte y Fraile eran sospechosos; el primero porque, sin ocupar cargos políticos de relieve, influía en el Gobierno y gozaba de la confianza de la reina, y el segundo porque se había prestado al juego de los liberales, intentando usurpar la jurisdicción al patriarca de las Indias, aunque nunca se llegó al cisma.

La Junta debía estudiar una nueva distribución geográfica de las diócesis españolas y todo lo relativo a la administración eclesiástica de las mismas. Algunos obispos protestaron inmediatamente, porque faltaba la aprobación pontificia; por consiguiente, no podía dicha Junta planear reformas. En realidad, su actividad fue casi nula, porque buena parte de sus miembros no asistió a las reuniones. Concluyó su trabajo en febrero de 1836 con un estéril dictamen, que la reina no aprobó.

En los ocho meses de su permanencia en el Ministerio de Gracia y Justicia, Garelli dio otras disposiciones de menor entidad en materias eclesiásticas.

Durante el Gobierno Martínez de la Rosa ocurrieron en Madrid, los días 15 al 17 de julio de 1834, las matanzas de frailes, con el fácil pretexto de haber envenenado las aguas potables y provocado una epidemia de cólera. El pueblo se amotinó e invadió el Colegio Imperial de los jesuítas, donde fueron asesinados cuatro religiosos. Después corrió la misma suerte el convento de San Francisco, y más tarde, los de carmelitas y dominicos. Las víctimas fueron cerca de un centenar. Martínez de la Rosa atribuyó la responsabilidad de estos sucesos a las sociedades secretas, cuyos miembros habían sido amnistiados el 26 de abril del mismo año. Pero el Gobierno fue responsable de hechos tan graves, no sólo por permitirlos, sino porque los dejó impunes.

8.

Intensificación de las medidas antieclesiásticas

A Martínez de la Rosa sucedió en la jefatura del Gobierno el conde de Toreno (1786-1843), quien formó un Gabinete con elementos tan exaltados como Mendizábal, Alvarez Guerra y García Herreros, y otros más moderados, como el marqués de las Amarillas y Alava. Inició una legislación eclesiástica, que fue continuada de forma sistemática y organizada por sus sucesores inmediatos —Mendizábal y Calatrava—, sin precedentes en la historia eclesiástica española.

El 1.° de julio de 1835 fueron suprimidas las juntas de fe o tribunales especiales, que habían sustituido a la desaparecida Inquisición, y que en realidad eran una continuación de la misma, ya que los obispos se valían de ellas para juzgar, con métodos inquisitoriales, los delitos contra la fe y castigarlos con penas espirituales y corporales. Toreno estableció que las causas de fe fuesen juzgadas según el derecho común. El 22 de julio fue decretada la supresión de los jesuítas y la ocupación de sus temporalidades, que se aplicaron a la extinción de la deuda pública. Parece ser, según informaba el nuncio Amat, que la reina María Cristina no aceptó esta medida, pero tuvo que ceder a las presiones del Gobierno, que le dominaba por completo. El 25 de julio fueron suprimidos los conventos y monasterios con menos de doce religiosos profesos. Esta disposición fue justificada por el aumento progresivo e inconsiderado de los mismos y por el excesivo número de individuos que los ocupaban, la relajación de las órdenes religiosas y «los males que de aquí se seguían a la religión y al Estado». Se calcula que existían entonces más de 1.900 conventos. Solamente fueron exceptuados los colegios de misioneros para las provincias de Asia y las casas de escolapios.

La intensa actividad legislativa del Gabinete Toreno, en lugar de aplacar a los anticlericales, aumentó la excitación popular, y durante los meses de julio y agosto de 1835 ocurrieron gravísimos desórdenes y atentados en varias ciudades. En Zaragoza fueron asesinados algunos religiosos, quemados los conventos y saqueadas las iglesias. Las autoridades locales y la milicia urbana de esta ciudad aprovecharon los tumultos callejeros para pedir a la reina la supresión de todas las órdenes religiosas, la libertad de prensa, la reforma del clero secular y la separación de sus cargos de los eclesiásticos no comprometidos políticamente con el nuevo régimen. El periódico La Abeja, portavoz de los revoltosos, publicó una nota gubernativa declarando que la reina estaba dispuesta a conceder cuanto se le pedía.

A los sucesos de Zaragoza siguieron los de Reus y Barcelona. En la primera población fueron quemados dos conventos de franciscanos y carmelitas y asesinados 29 frailes. Las víctimas en la capital catalana ascendieron a cerca de 200, con 25 conventos destruidos e incendiados. Otros sucesos parecidos ocurrieron en Tarragona, Alicante y Soria.

La primera repercusión de estos hechos, que el Gobierno o no podía reprimir o toleraba, afectó a las relaciones con la Santa Sede. A ellos hay que unir, por supuesto, el impacto producido en Roma por la legislación anticlerical, y, en concreto, la supresión de los jesuítas, que el papa interpretó como una declaración de guerra que se hacía a la Iglesia española. Al mismo tiempo, el nuncio Amat seguía en Madrid en posición muy incómoda, porque el Gobierno nunca le reconoció como tal en espera de recibir nuevas credenciales —que nunca se le enviaron desde Roma— para la reina Isabel II. Todas estas circunstancias influyeron en la decisión de retirar al representante pontificio, quien marchó de España a primeros de septiembre de 1835. Influyó también en la retirada del nuncio la gestión que el conde de Alcudia, representante de D. Carlos en Viena, hizo en favor del pretendiente a través del príncipe Metternich. Como se ve, a la hora de las decisiones importantes, la Santa Sede no actuaba con absoluta libertad, sino condicionada por la gran potencia protectora del momento, en este caso Austria, mientras el papa Gregorio XVI, enemigo de cualquier evolución política en sus Estados y de los movimientos liberales que agitaban Europa, aprovechaba la coyuntura para defender sus intereses temporales.

Un nuevo Gabinete, presidido por Juan Alvarez Mendizábal (17901853), llegó al poder el 14 de septiembre de 1935. Con él la revolución superó los límites impuestos por los más exaltados liberales. En materia religiosa siguió la política iniciada por Toreno, primero con medidas intranscendentes, pero luego con disposiciones más graves, hasta el punto de que mientras «Toreno se esforzó por podar el árbol de la Iglesia, Mendizábal le arrancará todos sus frutos».

Prohibió a los obispos que confiriesen órdenes sagradas hasta que las Cortes aprobasen el plan de reformas eclesiásticas. Completó la legislación relativa a conventos y monasterios suprimiendo todos los de órdenes monacales, los de canónigos regulares de San Benito, de la Congregación claustral tarraconense y cesaraugustana; los de San Agustín y los premonstratenses, cualquiera que fuese el número de monjes o religiosos que lo compusieren. Posteriormente suprimió las órdenes religiosas masculinas y redujo sensiblemente el número de religiosas. Todos los bienes de los regulares se aplicaron a la extinción de la deuda pública. Se dieron también oportunas medidas para combatir la hostilidad de muchos clérigos a la causa isabelina en momentos en que las tropas carlistas habían obtenido algunos éxitos militares de relieve. A los gobernadores civiles se les ordenó que impidiesen el ejercicio de la confesión y predicación a los sacerdotes que dieran pruebas de infidelidad al régimen.

En sus relaciones con Roma, el Gobierno Mendizábal se limitó a pedir la renovación anual del indulto de la Cruzada, que fue concedida. Desde la salida de Amat, la Santa Sede no se había pronunciado sobre la situación española. Pero Gregorio XVI en el consistorio del l.° de febrero de 1836 denunció públicamente la política anticlerical del Gobierno español, ya que un silencio más prolongado podía aumentar el escándalo provocado por una actitud de resignación.

Aprovechó D. Carlos esta circunstancia para felicitar al papa y al mismo tiempo para atacar duramente la política del Gobierno de Madrid, que no reaccionó oficialmente ante la alocución pontificia. El representante oficioso de D. Carlos en Roma hizo presente al cardenal Lambruschini, nuevo secretario de Estado, que las autoridades madrileñas deseaban la destrucción de la Iglesia española, empleando para ello medios tan aptos como la persecución y exilio de sacerdotes y obispos, la supresión de órdenes religiosas, derribo de conventos, expolio de los bienes eclesiásticos y depravación de las costumbres.

La política gubernativa no cambió lo más mínimo; es más, se intensificó la legislación anticlerical, apoyándose en los excesos cometidos por curas y frailes, pues, «con más o menos fundamento, se suponía que no sólo con sus excitaciones ayudaban a robustecer las filas enemigas, sino que contribuían a mantenerlas con buena parte de sus rentas».

9.

La desamortización

Mendizábal no podía dejar inacabada la obra fundamentalmente supresora iniciada por Toreno; por ello planeó la desamortización, para que la venta de los bienes eclesiásticos amortizase gran parte de la deuda pública, que había alcanzado niveles insoportables. Con esta medida creó nuevos intereses, y, por consiguiente, numerosos y decididos partidarios de las instituciones liberales, a la vez que asestaba un golpe definitivo a la potencia económica del clero, que había llegado a esta privilegiada situación gracias a la estructura estamental de la sociedad española del Antiguo Régimen. La Iglesia, como la nobleza y los municipios, poseía muchos bienes, que, al no poder enajenar ni vender, transmitía del mismo modo que los había recibido. Los bienes eclesiásticos, procedentes en su mayoría de donaciones diversas, transmitidos a lo largo de siglos, habían llegado a formar grandes haciendas, que sirvieron de sólida base económica para sostener al estamento clerical, uno de los más firmes del Antiguo Régimen.

En teoría, la desamortización tenía un planteamiento aceptable, ya que sus objetivos eran fundamentalmente tres: social, económico y político. Socialmente se privaría a los antiguos estamentos —clero, nobleza y municipios— de su fuerza económica propia, se prepararía el paso de la vieja sociedad estamental a la nueva sociedad clasista y se dotaría de tierra, mediante la oportuna intervención estatal, a la masa campesina que carecía de ella. La desamortización entrañaba económicamente la posibilidad de cultivar unas tierras que sus antiguos propietarios tenían prácticamente abandonadas. Y políticamente el Estado podría llevar adelante sus medidas revolucionarias, creando una nueva clase de propietarios, interesados en mantener el régimen, porque a su suerte iría unida la de su fortuna personal.

La obra desamortizadora, iniciada por las Cortes de Cádiz en 1812 y continuada durante el trienio, recibió con Mendizábal un impulso decisivo. En efecto, con decreto de 19 de febrero de 1836 fueron declarados en venta todos los bienes pertenecientes a las suprimidas corporaciones religiosas. Este texto legal es quizá el más famoso de los emitidos por la Administración española en la pasada centuria.

Sin embargo, la desamortización se ejecutó mal. Si técnicamente tenía su razón de ser y socialmente podía justificarse, prácticamente fue llevada de modo injusto y discriminatorio, llegando a convertirse en una dilapidación de bienes, sin provecho alguno para el Estado. Autores antiguos y recientes de ideologías opuestas atacan unánimemente la ejecución del programa desamortizador, porque, en lugar de ser una verdadera reforma agraria, se convirtió en una transferencia de bienes de la Iglesia a las clases económicamente fuertes. Es decir, que fue una especie de reforma agraria, pero al revés, pues vino a hacer más mísera la situación del campesinado meridional, creando, en cambio, una nueva oligarquía, —la de los «nuevos ricos», con su castillo roquero en los registros de la propiedad—, llamada a detentar por muchas décadas el poder político en España.

A la desamortización siguió la exclaustración. Con decreto del 8 de marzo de 1836 fueron suprimidos «todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones y demás casas de comunidad o de instituciones religiosas de varones, incluso las de clérigos regulares y las de las cuatro órdenes militares y San Juan de Jerusalén, existentes en la Península, islas adyacentes y posesiones de España en África». Los conventos de varones en España existentes en 1835 eran 1.940, cifra sensiblemente inferior a las de años anteriores. El número de religiosos, profesos, novicios y legos ascendía a 30.906, cifra inferior a las de años anteriores, pero «muy satisfactoria si tenemos en cuenta el golpe del trienio», según afirma Revuelta, quien ha publicado estos datos:

Número de religiosos (profesos, novicios y legos) ascendía a 30.906, cifra inferior a las de años anteriores, pero «muy satisfactoria si tenemos en cuenta el golpe del trienio», según afirma Revuelta.

La exclaustración planteó serios problemas a los religiosos. El Gobierno trató de paliar de algún modo esta situación permitiéndoles seguir estudios civiles y convalidar los cursos que tenían aprobados en sus respectivos colegios, aunque no se ajustasen al plan de estudios de las universidades del reino. Se ordenó a los obispos que diesen preferentemente los curatos a los exclaustrados, ya que su manutención constituyó una pesada carga para el Estado. Sin embargo, no fue posible inserir en la pastoral parroquial a miles de exclaustrados; por ello la gran mayoría pudo subsistir gracias a las ayudas estatales, que, según datos de 1837, arrojan un total de 23.935 exclaustrados.

La exclaustración afectó también a las religiosas, pero sólo en parte, porque fueron suprimidos los beateríos no dedicados a hospitalidad o a enseñanza primaria, mientras que los restantes conventos podían seguir abiertos si contaban con un mínimo de 20 religiosas. En 1836 se calcula que existían 15.130 monjas, pero no poseemos datos exactos sobre el número de conventos, que, según cálculos aproximados, debía ser superior a los 700.

10.

Ruptura de relaciones diplomáticas por parte de la Santa Sede

La política revolucionaria de Mendizábal provocó la reacción de sus antiguos compañeros exaltados, que le obligaron a dimitir. El poder pasó en mayo de 1836 a Francisco Javier de Istúriz (1790-1871), antiguo amigo de Mendizábal y conspirador con él en 1820, pero ahora su principal enemigo. Istúriz llegó a la jefatura del Gobierno con una carga de moderación, que se advirtió en sus relaciones con la Iglesia. La legislación eclesiástica de los tres meses que duró su gobierno se limitó a medidas de tipo administrativo, relacionadas con el pago de pensiones a los exclaustrados y a otras disposiciones previas al arreglo general del clero.

El 14 de agosto de 1836 le sucedió José María Calatrava (1781-1847), profundamente revolucionario, a quien Alcalá Galiano llamó «hombre violento y no muy instruido». Calatrava había tomado parte en el encarcelamiento de Fernando VII en Cádiz y en todos los acontecimientos políticos posteriores.

La grave situación militar del momento y la restauración de la Constitución de Cádiz favorecieron el ascenso de Calatrava al poder. Pero fue este segundo hecho el que decidió la ruptura de relaciones diplomáticas con el Gobierno español por parte de la Santa Sede. Fue un gesto —iniciativa personal del papa Gregorio XVI, ciertamente influido por su secretario de Estado, el intransigente cardenal Lambruschini—, que no puede comprenderse sin tener en cuenta, una vez más, la problemática interna de los Estados Pontificios y la debilidad del pontífice, condicionado por las potencias europeas del Norte. Por esas fechas, además, los despachos de los nuncios en París y Viena presentaban un cuadro cada vez más negativo de la situación española. La prensa antiliberal engrandecía y deformaba los hechos y la correspondencia privada que cardenales, obispos y funcionarios del Gobierno pontificio recibían en Roma, procedente en buena parte de sectores carlistas, era extremadamente crítica contra el Gabinete madrileño. También se puso de relieve el influjo adquirido por las sociedades secretas, que gobernaban prácticamente en España e influían directamente sobre la reina gobernadora, María Cristina, y sobre cuantos en la corte cuidaban de la educación de Isabel II.

Sin embargo, el golpe decisivo lo dio la restauración de la Constitución liberal de Cádiz. Al comunicar la ruptura de relaciones al encargado español en Roma el 27 de octubre de 1836, el cardenal Lambruschini escribía: «Visto que con la publicación de la Constitución de 1812 ha cambiado nuevamente la situación española, Su Santidad no puede abstenerse de declarar que no podría reconocer por más tiempo ante sí un representante diplomático del actual Gobierno de España». Cesó cualquier comunicación oficial, pero al encargado Aparici se le permitió residir en la Embajada española en Roma para llevar la Agencia de Preces, que no fue suprimida por el Gobierno de Madrid hasta el 7 de junio de 1837.

El Gabinete Calatrava fue el de mayor actividad legislativa durante la regencia Cristina, restaurando, tras el breve paréntesis moderado de Istúriz, la línea anticlerical de Toreno y Mendizábal. Sin embargo, la legislación fue poco original, ya que se limitó a sacar consecuencias de las disposiciones precedentes y trató de reprimir la obstinada resistencia del clero, cuya situación fue empeorando sensiblemente al ocuparse las temporalidades a cuantos habían abandonado su ministerio sin autorización del poder civil. Impidió a los obispos que confiriesen órdenes sagradas y que diesen letras dimisorias a los aspirantes, porque muchos jóvenes de diócesis limítrofes con Francia, protegidos por sus respectivos prelados, recibían órdenes de los obispos franceses de Bayona, Tarbes, Pamiers y Perpignan. Otros marchaban directamente a Roma y allí las conseguían. Se castigó con penas severas a cuantos conspiraban contra el Gobierno de Madrid o colaboraban con los carlistas y se intensificó la vigilancia gubernativa para que los párrocos hablasen en favor del nuevo régimen.

El 27 de julio de 1837 dio una disposición fatal para el clero regular, porque extinguió en la Península, islas adyacentes y posesiones de África todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones y demás casas religiosas de ambos sexos, a excepción de los colegios de misioneros de Asia existentes en Valladolid, Ocaña y Monteagudo; algunas casas de escolapios, varios conventos de hospitalarios y de monjas de la Caridad de San Vicente de Paúl.

No toda la legislación del Gabinete Calatrava fue negativa, ya que procuró salvar el inmenso patrimonio artístico y cultural de los suprimidos conventos y monasterios, que pasaron a enriquecer el patrimonio nacional.

La Constitución de 1837 fue mal recibida por la Iglesia, porque abrió las puertas a la tolerancia religiosa.

Durante los tres últimos años de la regencia Cristina desfilaron por el Gobierno varios ministerios de breve duración, presididos por políticos de escaso relieve, como Bardají, el conde de Ofalia, el duque de Frías y Pérez de Castro, que en materia religiosa se limitaron a ejecutar y completar la legislación precedente. Solamente Pérez de Castro, que había sido nombrado embajador ante la Santa Sede en 1834 al cesar Labrador, pero no llegó a marchar a Roma, trató de suavizar en lo posible las relaciones con la Iglesia, apoyado por su ministro de Gracia y Justicia, el moderado Arrazola. Quiso acercarse lentamente a la Santa Sede ganándose la confianza del episcopado y del clero con una nueva ley de dotación del culto y clero, que fue publicada el 16 de julio de 1840.

Sin embargo, la buena voluntad demostrada por el último Gabinete de la regencia Cristina no consiguió alterar el estado de las relaciones diplomáticas.

La revolución de Barcelona, consumada en Madrid en el verano de 1840, puso fin a la regencia de María Cristina, que dimitió el 12 de octubre. Comenzó entonces, bajo la regencia del general Espartero, un período más agitado y convulso para la Iglesia española, pues en muy pocos días se decretó la supresión del Tribunal de la Rota, el destierro del obispo de Canarias y la deposición de muchos párrocos en Granada, La Coruña y Ciudad Real. La Nunciatura fue cerrada por orden gubernativa del 29 de diciembre de 1840 y el vicegerente de la misma, Ramírez de Arellano, expulsado de España.

 

Capítulo III

REGENCIA DE ESPARTERO (1840-43)

1.

Conato de cisma

La tensión entre la Iglesia y el Estado había llegado a tal extremo, especialmente después del cierre de la Nunciatura y de la expulsión del vicegerente, que Gregorio XVI se vio obligado a intervenir solemnemente para denunciar los últimos atropellos del Gobierno. Durante la alocución pronunciada en el consistorio secreto del 1.° de marzo de 1841 condenó la «violación manifiesta de la jurisdicción sagrada y apostólica, ejercida sin contradicción en España desde los primeros siglos». El Gobierno replicó el 29 de junio con una exposición violenta, redactada por el ministro de Gracia y Justicia, José Alonso, que mostraba, una vez más, el antagonismo existente entre ambos poderes y la imposibilidad de reconciliación. Se llegó incluso, por parte del Estado español, a un intento de ruptura con Roma para formar una Iglesia española cismática more anglicano, y esto porque la influencia inglesa fue notable durante la regencia esparterista; pero «todo fue humo de pajas» y el cisma no se consumó. El Gobierno siguió las grandes líneas de la política religiosa anterior. El estado de los obispos y de las diócesis se fue agravando, porque aumentaban las sedes vacantes y la situación del clero se hacía insostenible, ya que el Gobierno no satisfacía sus haberes.

No obstante el clima de tensión que siguió a la ruptura de relaciones, los gabinetes madrileños no ocultaron su deseo de reanudar el diálogo con la Santa Sede, con la esperanza de normalizar un día las relaciones. Este fue el caballo de batalla de los últimos gobiernos de la regencia Cristina y de los del trienio esparterista. Y realmente éste era el nudo de la cuestión, ya que los políticos españoles comprendieron que un acercamiento moderado hacia la Iglesia podía favorecer la distensión. Sin embargo, se encontró la negativa total del papa Gregorio XVI y de su secretario de Estado, Lambruschini, que no permitieron la mínima apertura. En momentos en que el pontífice condenaba los errores del liberalismo teórico y práctico, porque minaba los fundamentos histórico-jurídicos de los Estados Pontificios, y mantenía conflictos abiertos con los Gobiernos inglés y alemán por cuestiones relacionadas con la independencia de la Iglesia, resultaba muy difícil iniciar contactos con Madrid, si se tiene en cuenta además que las heridas eran muy recientes y que la intransigencia del papa había alcanzado tonos verbales sin precedentes en sus últimas intervenciones públicas.

Sin embargo, no hay que silenciar las pruebas de buena voluntad dadas por el Gobierno de Madrid para acercarse a Roma. Se ha dicho anteriormente que, al producirse la ruptura de relaciones diplomáticas, en Roma quedó el encargado de Negocios español, Aparisi, que vivió como ciudadano privado, hasta que en la primavera de 1839 recibió instrucciones del Gobierno presidido por Pérez de Castro para que explorase las disposiciones de la corte pontificia con respecto a España. Estas gestiones deben situarse en el cuadro de las iniciativas tomadas por el último Gabinete de la regencia Cristina para conseguir el reconocimiento de Isabel II por parte de las potencias del Norte, y, por consiguiente, debe quedar bien claro que la finalidad que movía a los liberales a conectar con Roma era esencialmente política, aunque el aspecto religioso estuviese íntimamente unido al político. El ministro Arrazola dispuso por su parte que una comisión indicase los puntos principales que debían tratarse en eventuales negociaciones con la Santa Sede. Miembros de la misma fueron varios personajes apreciados por su historial político y eclesiástico y por sus conocimientos en dicha materia: Garelli, Ofalia, Martínez de la Rosa, Calatrava, el obispo Torres Amat y el auditor de la Rota, Tariego.

El Gobierno era consciente de la imposibilidad de conseguir a corto plazo la reanudación de relaciones diplomáticas, pero sí podía intentarse un acercamiento con el fin de cubrir las necesidades espirituales más urgentes. El dictamen emitido por esta comisión descubrió el espíritu que inspiraba a sus miembros y demostró cuán lejos se estaba de la solución, pues volvieron a aparecer las habituales acusaciones contra la curia romana por las ofensas inferidas a la Corona española. Es decir, se repitió el coro de protestas contra Roma, que la prensa, las Cortes y las reuniones ministeriales habían pronunciado hasta la saciedad desde 1834. Pero se acordó hacer presente al papa tres hechos fundamentales: la injusticia cometida por su Gobierno al no reconocer a Isabel II, su notoria parcialidad a favor de D. Carlos y su decidida hostilidad contra el Gobierno de Madrid a pesar de las declaraciones de neutralidad. Con respecto a los nombramientos de obispos, se pidió que antes de iniciar cualquier negociación quedasen bien claros dos puntos: primero, no tolerar que las bulas se expidiesen motu proprio o ex benignitate Seáis Apostolicae, o con otras cláusulas semejantes, ni que se omitiese en ellas la presentación real, en virtud del patronato, aunque se podría silenciar el nombre de la reina; segundo, que mientras no hubiese nuncio en España se encargase a los obispos la formación de los procesos canónicos para los electos. Pero esta iniciativa quedó sin efecto, así como las gestiones del encargado Aparici en Roma, ya que la posibilidad de una victoria carlista, gracias a la protección de las tres potencias del Norte sobre D. Carlos, y el deseo del papa de ver dicha victoria para que el clero recobrara su antiguo influjo impidieron que la Santa Sede se comprometiera. Además, la presión del emperador austríaco sobre el pontífice fue cada vez más insistente. Desde Viena se controlaban los Estados Pontificios, en momentos críticos en que el gobierno papal era incapaz de contener con sus propias fuerzas los movimientos revolucionarios que surgían en diversos lugares de sus dominios. La solución del conflicto español dependía solamente de las armas y no de negociaciones diplomáticas.

2.

Primeros intentos de reconciliación Iglesia-Estado

Tras el pacto de Vergara, el Gobierno de Madrid intensificó sus iniciativas, ya que las nuevas victorias de las fuerzas isabelinas y la huida de D. Carlos a Francia alteraron sensiblemente el equilibrio anterior. En Roma, a la vez que Aparici reiteraba sus instancias, la Embajada española en París —con el marqués de Miraflores al frente— establecía contactos con el nuncio Garibaldi. Como la situación político-militar había cambiado, pareció conveniente remover a Aparici de su cargo, y fue sustituido por Julián Villalba, antiguo subsecretario de Asuntos Exteriores, que en Roma fue mal recibido, ya que los informes sobre su persona procedían de ambientes carlistas; pero se le aceptó como negociador en misión exploratoria. Villalba pudo entrevistarse con Lambruschini y con Gregorio XVI, y sacó la impresión de que no se reconocería a Isabel II hasta que no lo hiciera el emperador de Austria. Las negociaciones se interrumpieron otra vez.

El 20 de julio de 1841, el político moderado Joaquín Francisco Pacheco (1808-65) pidió en las Cortes la inmediata apertura de negociaciones con Roma; pero Espartero, con ley del 2 de septiembre, declaró sujetos a venta los bienes nacionales consistentes en propiedades del clero secular, mientras el 14 de agosto se había dado una ley sobre la dotación del culto y clero, que debía seguir la línea trazada por la de 29 de julio de 1837. La posición rígida del Gobierno se mostraba con estos textos legales frente a la alternativa de los moderados. Ni que decir tiene que la política religiosa de Espartero se ganó los odios del clero y de la población católica. Solamente un cambio de régimen podía salvar la situación, y esto ocurrió tras el pronunciamiento popular de 1843 y la subida de los moderados, presididos por Narváez (1800-68), en mayo de 1844.

En diciembre de 1843 había fallecido en Roma Villalba. Para sucederle fue designado un antiguo secretario y confidente de la Reina María Cristina, José del Castillo y Ayensa, que tuvo un peso casi decisivo en las negociaciones preconcordatarias. Pero antes de su llegada a Roma fue encargado interinamente de sustituir al fallecido Villalba el subsecretario de Estado, Hipólito de Hoyos, a quien las autoridades pontificias acogieron con frialdad. Ni el papa ni su secretario de Estado le recibieron en audiencia. Pudo hablar solamente con el secretario del cardenal y trató de «rectificar la opinión respecto a las cosas de España,  opinión que no es de extrañar se halle extraviada en un país donde no se permite ningún periódico nacional ni extranjero, más que los puramente oficiales y científicos, y donde viven tantos españoles carlistas, que, obcecados todavía con la esperanza de que su partido ha de llegar a prevalecer algún día, se ocupan en propalar las noticias que reciben de sus corresponsales de ahí, comentándolas a su gusto e inventado a veces lo que les place».

 

Capítulo IV

LA DECADA MODERADA (1844-54)

1.

El convenio de 1845

La política religiosa comenzó a cambiar sensiblemente en sentido favorable a la Iglesia desde la subida de los moderados al poder. El Gabinete presidido por González Bravo (1811-71) autorizó el regreso de los obispos exiliados o huidos y la reapertura del Tribunal de la Rota. Sin embargo, estos gestos no bastaron para que la Santa Sede variase su línea de conducta, y los últimos años del pontificado de Gregorio XVI estuvieron caracterizados por una mayor intransigencia con los regímenes liberales, incluidos los más moderados, como era por aquellas fechas el de España. Desde Roma se exigió que el Gobierno español suspendiera la venta de los bienes eclesiásticos y el juramento de la Constitución de 1837 por parte del clero. Pero se trataba de dos cuestiones que un ministerio débil e inestable, como el de entonces, no podía resolver. La situación evolucionó con la llegada al poder del general Narváez, que inauguró un largo período de estabilidad política, llamado la «década moderada», desde 1844 hasta 1854.

En junio de 1844, Castillo y Ayensa, instalado ya en Roma, inició sus contactos con la corte pontificia. El 18 de agosto logró entrevistarse personalmente con Gregorio XVI, quien «no mencionó ni una sola vez el nombre de España ni nada que pudiera relacionarse con ella», según escribe el diplomático español. Pocos días antes de la audiencia pontificia a Castillo, el Gobierno había suspendido la venta de bienes del clero secular y de las monjas (decreto de 26 de julio de 1844). Era una primera prueba de buena voluntad del nuevo equipo ministerial moderado, que en Roma no podía pasar desapercibida; pero el cardenal Lambruschini mostró su extrañeza porque nada se decía en dicho decreto de los bienes del clero regular. La omisión había sido hecha intencionadamente por el Gobierno madrileño para provocar una discusión sobre este asunto e iniciar negociaciones bilaterales. Sin embargo, Lambruschini no accedió a esta insinuación.

Entre tanto, Martínez de la Rosa, embajador de España en París, cometió una grave imprudencia, que paralizó las gestiones apenas iniciadas en Roma. En nota entregada al nuncio Garibaldi, Martínez de la Rosa puntualizó la postura del Gobierno español, que deseaba pactar con la Santa Sede, pero que ante el servilismo de la corte pontificia hacia las potencias del Norte y las actividades de los carlistas residentes en Roma no se podía llegar a un acuerdo. Sin embargo, la Santa Sede no reaccionó polémicamente a la nota del embajador español en París. Se limitó a formular unas Observaciones que llegaron a manos de Martínez de la Rosa cuando acababa de hacerse público su nombramiento como nuevo ministro de Estado de Isabel II. Su llegada al Ministerio hizo pensar «que el dualismo ideológico aparecido en el partido moderado permanecería, aunque con diferentes matices, ya que, al representar el embajador en París la tendencia contraria a la reforma de la Constitución de 1837, se colocaba en una posición más liberal que la sostenida por Narváez. Pero éste poseía la capacidad necesaria para que el pretendido dualismo no crease ningún problema en las tareas del Gobierno. Por lo tanto, tal vez en contra de sus íntimas convicciones, Martínez de la Rosa tuvo que reconocer que el acoplamiento realizado por Narváez era, al menos por el momento, el único sistema viable en España».

La oposición parlamentaria quedó desconcertada cuando Martínez de la Rosa esquivó el tema de la venta de los bienes del clero en su discurso sobre las relaciones hispano-romanas. Cuando se examinó el proyecto de reforma de la Constitución de 1837, se intentó resolver el conflicto creado con motivo de la redacción de los artículos 4 y 11 de la misma. El primero se refería a la unidad de fueros y códigos y el segundo había definido la posición de la Iglesia en España. El problema quedó resuelto con el nuevo texto de la Constitución de 1845, que en su artículo 11 decía: «La religión católica, apostólica y romana es la de la nación española. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros». El segundo párrafo encerraba el problema pendiente con Roma sobre la dotación económica de la Iglesia.

Castillo y Ayensa, en su Historia crítica de las negociaciones con Roma desde la muerte del rey D. Fernando VII, narra con abundantes pormenores sus gestiones encaminadas a conseguir un acuerdo con la Santa Sede, gestiones que llevaron al «concordato de 1845». Las bases previas exigidas por la Santa Sede se referían al juramento de la Constitución, a los nombramientos de administradores apostólicos para las sedes vacantes y al derecho de propiedad de la Iglesia. La aceptación de estos tres puntos era fundamental para seguir negociando. Otras cuatro peticiones se referían a la sustentación del culto y clero, a los nombramientos de obispos, a la libertad de los mismos en el ejercicio de su jurisdicción y a la completa restauración de las órdenes religiosas.

La venta de los bienes eclesiásticos planteaba serios problemas, porque resultaba prácticamente imposible devolver al clero fincas que estaban ya en manos de nuevos propietarios al amparo de una complicada legislación del Ministerio de Hacienda. Si el papa hubiese sanado los bienes vendidos, buena parte de las dificultades habrían quedado superadas.

Las gestiones de Castillo en Roma coincidieron con la discusión parlamentaria del proyecto de ley sobre dotación del culto y clero. En realidad, no preocupaba tanto la cantidad —que en el texto del proyecto ascendía a 159 millones de reales— cuanto su significado, es decir, si debía ser considerada como retribución de los eclesiásticos por el servicio religioso que prestaban o como indemnización que el Estado debía hacer a la Iglesia. La primera hipótesis vinculaba la Iglesia al Estado y convertía a sus ministros en funcionarios del poder civil. La segunda permitía independencia y autonomía a la Iglesia. El l.° de junio de 1845 se aprobó la cantidad indicada en el proyecto para dotación del culto y clero, con cargo al capítulo de obligaciones del presupuesto general del Estado de dicho año.

Entre tanto había autorizado el Gobierno que volviesen a propiedad del clero secular, los bienes no enajenados, cuya venta había sido suspendida por el decreto del 26 de julio de 1844. También se suspendió la venta de los conventos y monasterios. Estos gestos de buena voluntad hicieron cambiar la actitud de la Santa Sede, que el 27 de abril de 1845 había firmado un convenio con España por el que se restablecían las relaciones diplomáticas, se reconocía a Isabel II y se renovaban todos los acuerdos anteriores a la muerte de Fernando VII.

Sin embargo, este convenio o concordato no fue ratificado por el Gobierno de Madrid. A Castillo y Ayensa se le felicitó por haber llegado a este acuerdo, que él había negociado y firmado, pero se le hizo ver que la situación política no permitía cumplir cuanto en Roma se había acordado. En efecto, los partidos y grupos de la oposición atacaron duramente la nueva línea del Gabinete Narváez y desencadenaron una intensa campaña de prensa para desacreditar el nuevo concordato. Narváez, además, iba perdiendo prestigio y poder a medida que aumentaba el influjo de personajes que frecuentaban la corte e influían en el ánimo de la joven reina y de su madre.

2.

Pontificado de Pío IX

El cese de Narváez y la sucesión de otros fugaces gabinetes coincidieron con la muerte del Gregorio XVI (l.° junio 1846) y la elección de Pío IX (16 junio 1846). En España fue recibido con general satisfacción el nuevo papa, porque eran conocidas sus tendencias pro liberales. Algunos obispos, como el célebre Torres Amat, entonces anciano, cantaron la llegada del joven pontífice con tono muy elocuente. Se esperaba que Pío IX, a sus cincuenta y cuatro años de edad, cambiara radicalmente la línea política de su predecesor con respecto a España, y así fue. Al papa de la intransigencia sucedía el de la comprensión y tolerancia. Una época nueva comenzaba para España tras el matrimonio de Isabel II con su primo Francisco de Asís y con la amplia amnistía, que permitió el regreso de liberales exaltados.

Aunque el concordato de 1845 quedó sin ratificar, el nuevo papa se mostró dispuesto a resolver las cuestiones religiosas pendientes. En marzo de 1847 llegó a Madrid el delegado apostólico Giovanni Brunelli, primer representante pontificio en España desde la salida de Amat en 1835. Sus primeros meses de estancia en la capital de la nación fueron difíciles, porque no siempre los ministros —y en particular los del Gabinete de García Goyena— mostraron comprensión por los asuntos de la Iglesia. Castillo y Ayensa fue destituido de su cargo en Roma, se ordenó de nuevo la venta de bienes eclesiásticos, que los gobiernos anteriores se habían reservado para poder cubrir el presupuesto de ayuda al culto y clero —se trataba de bienes pertenecientes a hermandades, ermitas, santuarios y cofradías— y fue nombrado embajador ante la Santa Sede Joaquín Francisco Pacheco. La vuelta de Narváez al poder a finales de 1847 facilitó la reanudación de las negociaciones. En el consistorio del 7 de diciembre de dicho año lamentó Pío IX que los asuntos de España procediesen tan lentamente.

El año 1848, caracterizado por los movimientos revolucionarios europeos, fue decisivo no sólo para la consolidación en el poder de los moderados españoles, sino también de los grandes partidos conservadores de otras naciones. En el campo de las relaciones Iglesia-Estado quedaba mucho todavía por hacer, y Narváez estaba dispuesto a ganarse el apoyo incondicional de los eclesiásticos restaurando su antigua posición económica y social en la España que entraba ya en la segunda mitad del siglo XIX. Para garantizar el orden público se preparó en 1848 un nuevo Código penal, que especificaba una serie de «delitos contra la religión». Quiso conseguir Narváez la benevolencia del nuevo papa, y ya que las negociaciones diplomáticas no daban buen resultado, por lo menos la represión policial podía producir algún efecto. Pero estas medidas escondían una realidad más trágica, que era el panorama económico español, agravado por la corrupción que reinaba en todos los ámbitos de la Administración pública. La situación político-económica creada por el régimen liberal había favorecido la acumulación de enormes capitales en manos de un reducido número de propietarios, quienes, evitando los riesgos de fluctuaciones, acaparaban dos tercios del capital productivo a expensas de la población nacional. La enajenación de los bienes raíces y derechos que habían pertenecido a las órdenes militares, así como los censos, rentas y derechos procedentes de ermitas, santuarios, hermandades y cofradías pertenecientes al Estado, podía resolver en parte esta situación. Pero las repercusiones fueron muy negativas en el campo eclesiástico, ya que las protestas de la Santa Sede y del clero no se hicieron esperar.

El 27 de mayo de 1848 fue constituida una Junta mixta, presidida por el obispo de Córdoba, Tarancón Morón, cuya finalidad era estudiar la situación del culto y clero y buscar soluciones. Durante el verano de 1848, las relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede se normalizaron completamente. Monseñor Brunelli, primer nuncio apostólico ante la reina Isabel II, presentó sus credenciales el 22 de julio, mientras el embajador Martínez de la Rosa llegaba el 3 de agosto al Vaticano en calidad de primer representante del Gobierno español. Entre tanto, varias naciones europeas, y en concreto Austria, Prusia y Nápoles, habían reconocido a Isabel II.

La situación de los Estados Pontificios tras la huida del papa a Gaeta en 1848 (24 noviembre) provocó una reacción de los gobiernos europeos en favor del pontífice con el fin de restaurarle en su trono. España mostró un singular empeño en esta empresa bélica, y se puso al frente de las naciones católicas, seguida con menor entusiasmo por Francia, Austria, Turín, Florencia, Nápoles y Munich. La expedición española, al mando del general Fernando Fernández de Córdoba, compuesta por 4.000 hombres, salió del puerto de Barcelona el 23 de mayo de 1849. Después siguieron las expediciones de otros países.

La lenta negociación del concordato de 1851 ha sido estudiada con mucha detención por F. Suárez, mientras que un buen trabajo de conjunto sobre el mismo sigue siendo el de Pérez Alhama. Las Observaciones del nuncio Brunelli al proyecto de concordato, dadas a conocer recientemente, descubren aspectos inéditos de la problemática preconcordataria y de las pretensiones de la Santa Sede al tratar con el Gobierno español. Por ello no es necesario detenerse en aspectos parciales, que pueden consultarse tanto en estas obras actuales como en otras anteriores.

El concordato se firmó el 16 de marzo de 1851, cuando acababa de subir a la jefatura del Gobierno el moderado Bravo Murillo, que representaba la extrema derecha del partido monárquico conservador. Pero no fue él quien negoció el texto concordado, como se ha visto anteriormente, sino quien recogió el fruto de las lentas gestiones llevadas a cabo durante el mandato de Narváez, debidas en buena parte a la intervención personal de ministros católicos practicantes como Pidal y Arrazola. Sin embargo, no debe sorprender que la historiografía liberal haya tildado «a aquellos ministros de beatos, tecnócratas y papistas; no porque tales términos resulten ni remotamente adecuados al caso, sino porque una actitud como la de Bravo Murillo y sus colaboradores podía resultar llamativa en su época».

Al concordato de 1851 puede decirse que se llegó fatalmente ante la imposibilidad, constatada por las dos altas partes, de conseguir una reconciliación total y sincera. Y aunque «ninguna de ambas potestades cedió en lo que consideraba su obligación mantener a toda costa», sin embargo, «cedieron al concederse recíprocamente lo que cada una de ellas pedía. Dentro de lo humanamente posible, se habían reparado daños inmensos y restañado heridas profundas. Hicieron falta siete años de gobiernos moderados para sacar adelante algo que, en tono mucho menor, no fue posible conseguir en 1845; pero fue también necesario que los gobiernos moderados no dejaran de ser por ello liberales para que se tardara siete años —con hartas vicisitudes— en lograr lo que se pudo haber conseguido en mucho menos tiempo».

Por ello, el concordato no puede considerarse una obra perfecta, si bien pudo acabar con casi veinte años de tensiones entre la Iglesia y el Estado en España. Y éste es quizás su mayor mérito. Aunque ahora no es posible hacer un análisis detallado de sus 46 artículos, sí podemos detenernos en los que han sido más significativos y transcendentales para la organización eclesiástica española hasta 1931, salvado el sexenio revolucionario (1868-74).

La unidad católica de España quedó solemnemente afirmada en el artículo l.°, con gran escándalo de los liberales progresistas, de los nacientes demócratas v de los fautores de la separación Iglesia-Estado, si bien la enunciación de dicho primer artículo no era más que la simple constatación de un hecho. La primera consecuencia de este principio era, lógicamente, la enseñanza de la doctrina católica, que debería impartirse en todas las universidades, colegios, seminarios y escuelas de cualquier clase, bajo la vigilancia de los obispos, «encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres y sobre la educación religiosa de la juventud (art.2.°). El Estado garantizó su protección a la Iglesia (art.3.°) y reconoció la plena libertad de los obispos en el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica (art.4.°).

Se estableció una nueva circunscripción de las diócesis, con la desaparición de ocho sedes sufragáneas —Albarracín, unida a Teruel; Barbastro, a Huesca; Ceuta, a Cádiz; Ciudad Rodrigo, a Salamanca; Ibiza, a Mallorca; Solsona, a Vich; Tenerife, a Canarias, y Tudela, a Pamplona— y la creación de tres nuevos obispados: Ciudad Real, Madrid y Vitoria (art.5.°).

La nueva geografía eclesiástica quedó de la siguiente forma:

Iglesia metropolitana de Burgos, con seis sufragáneas: Calahorra o Logroño, León, Osma, Palencia, Santander y Vitoria.

Iglesia metropolitana de Granada, con cinco sufragáneas: Almería, Cartagena o Murcia, Guadix, Jaén y Málaga.

Iglesia metropolitana de Santiago de Compostela, con cinco sufragáneas: Lugo, Mondoñedo, Orense, Oviedo y Tuy.

Iglesia metropolitana de Sevilla, con cuatro sufragáneas: Badajoz, Cádiz, Córdoba e Islas Canarias.

Iglesia metropolitana de Tarragona, con seis sufragáneas: Barcelona, Gerona, Lérida, Tortosa, Urgel y Vich.

Iglesia metropolitana de Toledo, con seis sufragáneas: Ciudad Real, Coria, Cuenca, Madrid, Plasencia y Sigüenza.

Iglesia metropolitana de Valencia, con cuatro sufragáneas: Mallorca, Menorca, Orihuela o Alicante y Segorbe o Castellón de la Plana.

Iglesia metropolitana de Valladolid, con cinco sufragáneas: Astorga, Avila, Salamanca, Segovia y Zamora.

Iglesia metropolitana de Zaragoza, con cinco sufragáneas: Huesca, Jaca, Pamplona, Tarazona y Teruel (art.6.°).

Fueron suprimidos los territorios exentos de los obispados de Oviedo y León (art.8.°). Y los territorios diseminados de las cuatro órdenes militares —Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa— quedaron agrupados en un priorato, con sede en Ciudad Real, cuyo prior tendría carácter episcopal (art.9.°).

Los obispos extendieron su jurisdicción a todas sus diócesis (art. 10) y fueron suprimidas todas las jurisdicciones privilegiadas y exentas (art.11), así como la Colectoría General de Espolios, Vacantes y Anualidades, que fue unida a la Comisaría de la Cruzada (art. 12).

Fueron reestructurados los cabildos catedralicios, bajo la presidencia del deán, primera silla post pontificalem, y se dio una nueva normativa para la provisión de beneficios (art. 13 a 23). Se urgió la redacción de un nuevo arreglo parroquial en todas las diócesis y se reguló la provisión de curatos (art.24 a 27).

Se reformó profundamente la organización de los seminarios (art.28) y se autorizó el establecimiento de casas y congregaciones religiosas de San Vicente de Paúl, San Felipe Neri y «otra orden de las aprobadas por la Santa Sede» (art.29). Se conservó el Instituto de las Hijas de la Caridad y las casas de religiosas dedicadas a la educación y enseñanza de niñas u otras obras de caridad (art.30).

A la Iglesia se le reconoció el derecho de adquirir por cualquier título legítimo y su propiedad en todo lo que poseía y adquiriese en lo sucesivo (art.41) y el papa levantó la condena pendiente sobre los compradores de los bienes eclesiásticos procedentes de la desamortización, si bien los no vendidos volverían a sus antiguos propietarios (art.42). Era una forma de solucionar un grave problema de conciencia que había turbado de algún modo a gobernantes y propietarios, que se enriquecieron gracias a la legislación relativa a la compra de los bienes desamortizados, que favorecía a los económicamente más poderosos.

El concordato de 1851 fue, ante todo, un acto político tanto por parte del Estado español como de la Santa Sede. Por parte de ésta se hicieron al primero dos grandes concesiones: la renovación del patronato regio en condiciones semejantes a las del concordato de 1753, que permitía la intervención directa de la Corona en los nombramientos de obispos y en la provisión de canonjías y parroquias, y el reconocimiento de la desamortización como hecho irreversible y consumado. Esto hizo que se volviera al regalismo del siglo XVIII y que todos los gobiernos de la monarquía española hasta 1931 manifestaran excesivamente sus injerencias en asuntos eclesiásticos, al amparo de la legalidad concordada, sobre todo en materia económica y patrimonial. Frente al poder político, la Iglesia intentó defenderse, buscando una independencia y autonomía que nunca consiguió plenamente. Para ello trató de salvar el ejercicio libre de la jurisdicción eclesiástica, que fue garantizado por el Estado, si bien tuvo que pedir una dotación para el culto y clero que entonces sólo podía venir del Estado. Por ello, la característica quizá más relevante de este concordato fue la económica. El propio nuncio reconoció las grandes implicaciones que llevaba consigo el problema económico.

No faltaron críticas al concordato, algunas exageradas, como la de Valera, para quien se firmó en la época «de la mayor reacción política en España y por un Gobierno despótico y sumamente piadoso».

El concordato fue promulgado con ley del 17 de octubre de 1851, y desde entonces comenzó su ejecución, que fue muy lenta y compleja, porque el Gobierno moderado multiplicó las disposiciones legales tendentes a cumplir los acuerdos con la Santa Sede hasta la revolución de 1854. El 21 de octubre fue suprimida la Colecturía General de Espolios, Vacantes y Anualidades y el tribunal de la gracia del excusado. El 21 de noviembre se ordenó el arreglo del personal de las catedrales y colegiatas y la organización de las parroquias. El 29 de noviembre se afrontó la dotación del culto y clero. El 8 de diciembre se adoptaron disposiciones para la entrega al clero de sus bienes, a la vez que se dictaban normas sobre la enajenación de los bienes eclesiásticos. El 8 de enero de 1852 se reguló la administración de los fondos de la Cruzada tras la supresión del comisario general de la misma. El 10 de abril se crearon comisiones investigadoras de memorias, aniversarios y obras pías. Y el 21 del mismo mes se dieron normas sobre edificación y reparación de los templos parroquiales. El 21 de mayo se decretaron varias disposiciones relativas al régimen y enseñanza de los seminarios conciliares y fueron suprimidas las facultades de teología de las universidades. El 28 de septiembre se publicó el nuevo plan de estudios para los seminarios conciliares.

El 23 de julio de 1852 fue restablecida la Congregación de San Vicente de Paúl, y el 3 de diciembre, la de San Felipe Neri.

El 15 de noviembre de 1852 se ordenó a los clérigos el uso del traje eclesiástico, consistente en hábito talar y alzacuello.

Más lenta fue la ejecución del concordato con respecto a la erección de las nuevas diócesis. La primera fue Vitoria, pero no se consiguió hasta el 26 de septiembre de 1861. Le siguió la prelatura nullius de Ciudad Real, formada con el llamado «coto redondo» de las órdenes militares, el 18 de noviembre de 1875, y Madrid, el 7 de marzo de 1884, a la que se unió el título de Compluto o Alcalá de Henares, el 7 de marzo de 1885.

 

 

Capítulo V

EL BIENIO PROGRESISTA (1854-56)

1.

Nuevos conflictos con la Iglesia

Con sensible retraso con respecto al movimiento revolucionario europeo de 1848, estalló en España, en junio de 1854, una revuelta militar llamada «la Vicalvarada», que ha querido compararse con otras sublevaciones de su tiempo, cuando en realidad no fue más que un pronunciamiento de generales conservadores y moderados, apoyados por algunos políticos y por manifestaciones populares que muy poco o nada tenía de revolución nacional, aunque el impacto que entonces produjo y el sentido que le dio la historiografía decimonónica ha hecho que pasara hasta nuestros días con el pretencioso título de «revolución de 1854». El general O’Donnell, que encabezó el alzamiento contra el Gobierno del conde de San Luis, inició una nueva gestión política ciertamente más avanzada que la de su predecesor. De ahí que el nuevo sistema que implantó este general con la ayuda de Espartero se haya llamado «bienio progresista» (28 junio 1854-14 julio 1856). Ya en 1852 había proyectado Bravo Murillo una Constitución de tipo autoritario, que no pudo prosperar debido a la fuerte oposición parlamentaria, que encabezó el general Narváez, quien se opuso a cualquier intento de política antiliberal. La situación interna fue muy inestable, y por el Gobierno pasaron rápidamente Roncali, Lersundi y el conde de San Luis. En marzo de 1854 se produjo en España la primera huelga general, y tres meses más tarde, O’Donnell dio el golpe militar para cortar los abusos del conde de San Luis, que habían llevado el país al desastre. La carestía aumentó el descontento del campesinado, especialmente en Andalucía, a la vez que la naciente industria, en concreto la catalana, comenzaba a organizarse corporativamente, y pronto surgieron las primeras asociaciones de trabajadores. El movimiento obrero, que en 1841 había hecho tímidamente su aparición en España, pudo organizarse libremente durante el bienio progresista. La guerra de Crimea favoreció las inversiones industriales y ferroviarias y la explotación minera. La política del bienio fue esencialmente burguesa, y su representante más genuino, el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, autor de las leyes de ferrocarriles, minas, bancaria y de la nueva desamortización.

La vuelta al Gobierno de algunos ministros que lo habían sido durante la regencia de Espartero (1840-43) hizo presagiar nuevos conflictos con la Iglesia. En concreto, el de Gracia y Justicia, José Alonso, recordaba los intentos de cisma en 1841, uno de los momentos más oscuros de la Iglesia española decimonónica. Apenas instalado en su dicasterio, comenzaron a llover sobre los obispos disposiciones emanadas por este ministro con el fin de contener el influjo de la Iglesia y limitar su campo de acción. En este sentido hay que entender una real orden del 19 de agosto de 1854 por la que se impedía a los prelados la condenación y prohibición de obras sin haber oído las explicaciones de su autor y obtenido el consentimiento de la reina. El Gobierno quería garantizar «la libertad que tienen los españoles de emitir sus ideas por medio de la imprenta», y ésta contrastaba con la praxis episcopal de condenar autores sin oírles y de calificar el sentido de sus escritos sin escuchar sus explicaciones, causándoles con este proceder daños materiales y morales. Otra real orden del mismo día pedía a los obispos que velasen sobre los predicadores para que no descendiesen a temas políticos y sociales, porque creaban confusión entre el pueblo y provocaban desobediencia a las autoridades constituidas. El ministro Alonso urgió la residencia de los eclesiásticos y mandó que salieran de Madrid en el plazo de quince días cuantos no justificasen un título legítimo para residir en la capital (R.O. 23 agosto 1854); autorizó el restablecimiento de las Facultades de Teología en las Universidades de Madrid, Santiago, Sevilla y Zaragoza (R.D. 25 agosto 1854); prohibió el alumnado externo de los seminarios conciliares, que podrían admitir solamente alumnos internos de gracia y pensionistas, mientras los externos podrían frecuentar los estudios eclesiásticos en las universidades civiles (R.O. 25 agosto 1854); dictó varias disposiciones para activar la formación y conclusión de los expedientes de arreglos parroquiales y suspendió la provisión de los curatos vacantes (R.O. 3 septiembre 1854); derogó el decreto de 3 de mayo de 1854 por el que se había establecido la comunidad de monjes jerónimos en el monasterio de El Escorial (11 septiembre 1854); suprimió la Cámara Eclesiástica, que fue reemplazada por un consejo llamado Cámara del Real Patronato. El organismo suprimido había sido creado el 2 de mayo de 1851 y tenía las atribuciones consultivas relacionadas con el ejercicio del patronato real, que antiguamente habían sido del Consejo de Castilla, exceptuadas las judiciales, asignadas al Tribunal Supremo de Justicia (R.D. 17 octubre 1854).

Su sucesor en el Ministerio, Joaquín Aguirre (1807-69), aprobó el reglamento orgánico para la administración de los efectos vacantes y bienes procedentes del ramo de Espolios (R.D. 19 enero 1855); declaró en su fuerza y vigor la ley de 19 de agosto de 1841 sobre capellanías de sangre, derogada por real decreto de 30 de abril de 1852 (R.D. 6 febrero 1855); dictó disposiciones para que los vicarios capitulares de las sedes vacantes, los provisores y vicarios generales mostrasen su adhesión a las instituciones del país como condición indispensable para su elección o nombramiento (R.O. 15 febrero 1855); insistió a los obispos para que recordasen las órdenes dadas por su predecesor Alonso en el sentido de que los predicadores no debían tratar temas políticos y sociales y autorizó a los gobernadores civiles y jueces que aplicasen severamente las leyes para reprimir y castigar los excesos cometidos por los eclesiásticos en esta materia (R.O. 21 febrero 1855); prohibió el conferimiento de órdenes sagradas (R.D. 1 abril 1855); urgió a los prelados la terminación de arreglo parroquial, previsto en el artículo 24 del concordato (R.O. 12 abril 1855); suspendió la admisión de novicias en todos los conventos y monasterios (R.O. 7 mayo 1855) y dispuso el cese de los ecónomos que habían luchado con los carlistas y que durante la guerra civil habían sido ordenados en el extranjero (R.O. 27 mayo de 1855).

Otro ministro de Gracia y Justicia, Fuente Andrés suprimió los conventos que no tuvieran doce religiosas profesas (R.O. 31 julio 1855) y ordenó a los gobernadores civiles que remitiesen relaciones completas de los eclesiásticos adictos al régimen, así como de los que se declaraban en abierta rebeldía y de los que dificultaban la acción de las autoridades civiles (R.O. 17 agosto 1855); prohibió a los obispos y al clero en general que imprimiesen o divulgasen escritos individuales o colectivos dirigidos a la reina o a las Cortes (R.O. 20 septiembre 1855); suprimió la segunda enseñanza en todos los seminarios (R.D. 29 septiembre 1855).

El 6 de febrero de 1856, otro titular de Gracia y Justicia, Arias Uría indicó a los obispos la línea de conducta que debía observar el clero en sus relaciones con el Estado, con el fin de evitar conflictos por motivos políticos. Y pocos días antes de la caída del último Gobierno revolucionario aprobó la instrucción para el cumplimiento de la ley de 27 de mayo de 1856 sobre redención de cargas espirituales y temporales (R.O. 8 julio 1856).

2.

Otra desamortización

He querido indicar de forma sumaria algunas de las disposiciones más significativas que se adoptaron en materia eclesiástica durante el bienio. Ciertamente, la legislación fue mucho más amplia y ocupó también a otros ministerios, especialmente al de Hacienda, por lo que se refiere a la desamortización de bienes eclesiásticos. El 7 de febrero de 1855, la Gaceta de Madrid publicó un real decreto del titular de este departamento que autorizaba a someter a discusión en las Cortes un proyecto de ley que declaraba en estado de venta todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes al Estado, a los pueblos, al clero y a los establecimientos y corporaciones de beneficencia e instrucción pública. El ministro Madoz defendió que dicho proyecto no violaba el concordato, y, aunque lo hubiese violado, las Cortes de la nación tenían suficiente autoridad para dar a las propiedades eclesiásticas el destino que estimasen conveniente. La protesta de los obispos fue inmediata, y el de Osma, en concreto, elevó un escrito que detuvo la discusión parlamentaria, porque las Cortes tuvieron que estudiar las razones expuestas por el prelado, quien exigió la intervención de la Santa Sede antes de legislar sobre esta materia, ya que no podía tolerarse una desamortización eclesiástica impuesta unilateralmente por el Estado sin contar con la Iglesia. El prelado oxomense amenazó con severas penas canónicas a los autores de la ley y a los compradores de dichos bienes. Por este motivo fue desterrado a Canarias, lo mismo que sus colegas de Urgel, José Caixal, conocido por sus abiertas simpatías carlistas, y de Barcelona, José Domingo Costa y Borrás, una de las figuras más preclaras del episcopado en aquellos momentos.

A finales de abril de 1855, la ley de desamortización eclesiástica y civil estaba aprobada por las Cortes, y cuando los generales Espartero y O’Donnell fueron el día 25 a pedir la aprobación de la reina, ésta se negó. Había intervenido Mons. Franchi, encargado de Negocios de la Santa Sede, quien, sin embargo, no pudo impedir que días más tarde Isabel II firmara la nueva ley. El Gobierno adoptó medidas persecutorias y restrictivas contra los obispos y eclesiásticos que mayor oposición mostraban al régimen y desterró a la célebre sor Patrocinio, la «monja de las llagas», acusada de intrigas palaciegas y de supersticiones y engaños, en los que caía la misma joven reina, cuya ignorancia en materia religiosa era de todos conocida.

Las repercusiones de la nueva ley para la Iglesia fueron enormes. De nada sirvieron las enérgicas protestas del episcopado y de la Santa Sede, que ordenó el retiro de su representante, Mons. Franchi, quien desde la salida del cardenal Brunelli en octubre de 1853 había estado al frente de la Nunciatura. Franchi salió de Madrid a mediados de julio de 1855 y la Nunciatura quedó cerrada hasta la llegada de Mons. Simeoni, nuevo encargado de Negocios, en mayo de 1857. Al mismo tiempo, el embajador Pacheco abandonó Roma, y las relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede quedaron interrumpidas. La ley desamortizadora afectó a todos los bienes del clero, a los de las cuatro órdenes militares, a los de cofradías, obras pías y santuarios. A diferencia de la de Mendizábal, la desamortización de Madoz careció de la virulencia que caracterizó aquélla, quizá porque encontró una resistencia mayor de la Iglesia. El Ministerio de Hacienda multiplicó las disposiciones legales con el fin de asegurar las incautaciones de bienes eclesiásticos. Las ventas comenzaron inmediatamente, de forma que en el mes de mayo de 1855 se vendieron cerca de 7.800 fincas por un valor de 90 millones de reales, mientras en agosto se llegaron a vender 11.140 fincas, por un total de 152.812.667 reales

Estos datos se refieren a las ventas, ya que Hacienda por su parte se incautó de 12.711 fincas del clero regular y otras 129.372 del secular. Nótese que existía una gran diferencia entre las propiedades de ambos cleros, porque mientras el regular había sido más castigado por la desamortización de Mendizábal, el secular había podido salvarse en buena parte. Se repitieron, además, los índices de intensidad registrados en la década de los treinta, es decir, las ventas mayores se produjeron en Sevilla, Cádiz, Valencia, Ávila y Burgos.

En materia constitucional, durante el bienio se intentó aprobar, sin éxito, una Constitución que en su artículo 14 toleraba las creencias religiosas privadas y los cultos. Pero por 103 votos contra 99 no se aprobó la libertad religiosa, mientras Ríos Rosas y Nocedal consiguieron, tras brillantes discursos, que fuese ampliamente reafirmada la unidad católica de España. Era, una vez más, «el tributo pagado a cambio de la desamortización eclesiástica, fiel demostración del pragmatismo de los progresistas, anticlericales en el terreno económico, ortodoxos en el campo estricto de la política religiosa».

 

Capítulo VI

ULTIMOS AÑOS DEL REINADO DE ISABEL II (1856-68)

1.

El «Syllabus» en España

El mayor conflicto entre la Iglesia y el Estado tras el bienio progresista fue provocado por la publicación en España del Syllabus cuando el reinado de Isabel II tocaba su final. El tema es tan amplio y complejo, que merece un detenido examen, ya que la documentación inédita es abundante. Aubert ha sabido dar una apretada síntesis del problema a la luz solamente de documentos franceses y belgas.

La situación política española a finales del 1864 era la más inestable que había conocido el reinado de Isabel II, hasta el punto que estaba ya en el aire el profundo cambio político, que llegaría apenas tres años después con la revolución «Gloriosa» de septiembre de 1868. Narváez, con tendencias cada vez más conservadoras y reaccionarias, enemigo abierto del liberalismo, había formado su enésimo Gobierno en septiembre de dicho año, mientras la oposición liberal, encabezada por O’Donnell, sacaba fuerza y prestigio de los fracasos de sus adversarios políticos. El nuevo Gabinete, presidido por Narváez, se ganó inmediatamente las antipatías del país por su política represiva, en particular contra la prensa.

El 8 de diciembre de 1864, Pío IX publicó la encíclica Quanta cura y el Syllabus, que condenaba las principales libertades modernas. Es el documento más discutido del papa Mastai Ferretti y el que mejor ha contribuido a dar una impronta negativa a su largo y fecundo pontificado. En principio, la actitud de Pío IX no podía desagradar al Gobierno español, ya que el contenido de ambos documentos y el tono duro y contundente de su redacción estaban en la línea de la política antiliberal del último Narváez. Sin embargo, su publicación planteó serios problemas, porque algunas de las proposiciones condenadas afectaban directamente al regalismo de la Corona española, heredado del siglo XVIII, y al derecho público español. Al mismo tiempo, el papa insistía excesivamente sobre su poder temporal, hasta el punto de poner de nuevo en tela de juicio la famosa «cuestión romana», que España había resuelto reconociendo al reino de Italia. Y aunque las relaciones amistosas entre el papa y la reina no habían sufrido menoscabo, una exhumación de reivindicaciones relativas a los Estados Pontificios era, cuando menos, inoportuna.

El nuncio en Madrid, Barili, recibió del cardenal Antonelli ejemplares de ambos documentos pontificios para que fuesen distribuidos a todos los obispos. Esto ocurría el 22 de diciembre de 1864. Hasta ese momento nadie conocía su contenido. Los periódicos franceses fueron los primeros en publicarlos el día de Navidad, mientras en Bruselas salieron el día 26. Barili cumplió inmediatamente las instrucciones de Roma, y a principios del nuevo año 1865 todos los obispos tenían los documentos en cuestión. Entre tanto, la prensa de Madrid recogió las noticias provenientes de otros países, y de esta forma la opinión pública tuvo conocimiento del Syllabus, aunque ignoraba con precisión su contenido. Periódicos progresistas como La Iberia y Las Novedades lamentaron las condenaciones del papa, mientras La Democracia, más radical en sus juicios, llegó a decir que la encíclica era un atentado y una blasfemia contra los sentimientos más nobles y hermosos de los pueblos libres, y en concreto contra el progreso intelectual y social de la humanidad. Según este periódico, Pío IX pretendía volver a las tinieblas y a la esclavitud del Medioevo, olvidando la existencia de Lutero y de la Revolución francesa. El órgano liberal El Reino también censuró la encíclica, porque atacaba el desarrollo de la sociedad moderna, y la prensa vinculada al poder, como El Contemporáneo (liberal moderado), El GobiernoLa Epoca, se limitaron a informar, sin manifestar opinión, aunque explicaron el significado de algunas condenaciones relativas a las relaciones Iglesia-Estado. El impacto, pues, que ambos documentos pontificios produjeron en la opinión pública general, representada por los periódicos laicos, fue tremendo, y la actitud hostil de los mismos o el estudiado silencio lo demuestran. En cambio, la prensa católica —El Pensamiento Español, La Esperanza y La Regeneración— los recibió con entusiasmo y alabó abiertamente la energía del pontífice, que se oponía valientemente con textos tan solemnes a los errores del liberalismo y del socialismo.

Sin embargo, la gran incógnita fue la actitud del Gobierno, que guardó silencio hasta pasadas las fiestas navideñas. Ciertamente no debían agradarle las condenas relativas al exequátur regio y a los recursos de fuerza. La primera indicación vino de las Cortes, que al abrir sus sesiones el 7 de enero interpelaron al Gobierno por medio del diputado Lasala, de la Unión Liberal. Preguntó dicho diputado si había sido prohibida, como en otros tiempos habían hecho monarcas católicos de la talla de Felipe II y Carlos III, la difusión de las cláusulas contrarias a la independencia del Estado; pero el ministro de Estado, Antonio Benavides, salió por la tangente, diciendo que como el Gobierno pontificio no había comunicado oficialmente el texto de los dos documentos, era conveniente esperar antes de tomar una decisión. En realidad se trataba de una respuesta evasiva, porque la documentación vaticana demuestra que, en sus contactos con el nuncio Barili, los miembros del Gabinete madrileño no ocultaron su preocupación por las consecuencias que podía tener la difusión de un documento pontificio sin autorización real, e incluso hubieran preferido dar largas al asunto con el fin de calmar los ánimos de la oposición política, pasado el furor de los primeros días. Pero éste era precisamente el problema: que los obispos estaban dispuestos a difundir los documentos y a publicar el jubileo anunciado por Pío IX, porque su finalidad principal era denunciar y condenar muchos abusos del poder civil en sus relaciones con la Iglesia, y en particular algunas interferencias concretas del Estado español que la Santa Sede no estaba dispuesta a tolerar por más tiempo. Los políticos moderados se encontraron en un callejón sin salida, porque el nuncio Barili llegó a amenazar al ministro de Gracia y Justicia, Arrazola, con un retiro total del apoyo que la Iglesia prestaba a su partido. La tesis del nuncio era que el Gobierno no sólo no debía impedir, sino favorecer la difusión de un documento, que era esencialmente político, ya que el papa buscaba la condena de todas las revoluciones para salvar a las naciones de sus excesos. Por otra parte, era evidente que el Gobierno deseaba mantener a toda costa las regalías y derechos de la Corona, entre los cuales figuraba el exequátur, tan reprobado por la Santa Sede. El conflicto además podía agravarse si los obispos difundían el documento sin autorización real, porque el Gobierno se vería obligado a aplicarles las penas previstas en el Código penal contra los que ejecutaban, difundían o publicaban documentos pontificios sin el pase o exequátur. En el fondo persistían los prejuicios regalistas que habían enrarecido la atmósfera de las relaciones con la Iglesia.

Con respecto a los obispos, Barili trató de conseguir inmediatamente la unidad de acción, evitando división de pareceres, omisiones lamentables o reticencias peligrosas. Casi todas las diócesis disponían ya por aquellas fechas de boletines eclesiásticos, con periodicidad semanal, aunque podían salir cuando el obispo lo desease. Se trataba de publicaciones que comenzaron a aparecer tímidamente pocos años antes del concordato, si bien alcanzaron mayor desarrollo entre 1852 y 1865. Desde 1862 tuvieron carácter oficial, reconocido por el Gobierno, y por ello estaban exentos de las formalidades previstas en la ley de 13 de julio de 1857, que imponía la obligatoriedad de presentar un editor responsable de cada publicación. Sin embargo, el Gobierno había advertido explícitamente que dichos boletines debían limitarse estrictamente a los actos del obispo, «no dando cabida a polémica ni a inserción de artículos que directa o indirectamente versen sobre política u otros objetos distintos de su especialidad, por los conflictos y dificultades que el hacer lo contrario puede engendrar, con detrimento de los verdaderos intereses de la Iglesia y el menoscabo del prestigio del episcopado, que tanto interesa conservar en una esfera superior al campo de las agitaciones de partido». Por consiguiente, el carácter oficial de los boletines se reducía al ámbito de los documentos del obispo respectivo. Sin embargo, todos los boletines solían publicar una segunda parte, no oficial, que generalmente trataba argumentos varios sobre la Iglesia y el clero.

Visto que la prensa diaria había difundido la encíclica y el Syllabus sin que el Gobierno lo hubiese impedido y ante la posibilidad que les ofrecía su órgano oficial diocesano, los obispos decidieron dar a conocer el texto íntegro de ambos documentos sin solicitar autorización del ministro de la Gobernación, competente para estos asuntos. El nuncio aprobó este sistema, y a lo largo del mes de enero de 1865 el clero y los fieles de casi todas las diócesis pudieron disponer de los discutidos documentos pontificios. La mayoría de los prelados los introdujo en la segunda parte de los boletines, la no oficial, sin comentarios. El obispo de Cuenca, Miguel Payá, advirtió expresamente que dicha publicación era oficial. Algunos obispos dieron a conocer sólo la encíclica Quanta cura y ocultaron de momento el Syllabus. Sin embargo, el arzobispo de Valladolid, Juan Ignacio Moreno, y el obispo de Córdoba, Juan Alfonso de Alburquerque, publicaron sendas cartas pastorales, que sirvieron de presentación a los documentos pontificios. La del prelado vallisoletano tuvo mucha resonancia, porque fue el primero que se lanzó a una iniciativa que mereció la aprobación unánime de los católicos y desencadenó las iras del Gobierno por su imprudencia y provocación. El escrito de Moreno estaba bien construido y era una defensa rigurosa de los derechos de la Iglesia. Justificó su gesto diciendo que prefería tener disgustos en lugar de remordimientos por no haber cumplido su deber. Al nuncio y a la Santa Sede les sorprendió la acción de Moreno, pero la aprobaron inmediatamente, porque era una prueba más de la talla moral e intelectual del prelado, uno de los más prestigiosos del momento, que sería elevado pocos años después a la púrpura cardenalicia y tras la primera república se convertiría en primado de la Restauración al ser nombrado arzobispo de Toledo.

Entre tanto, el Gobierno, a la vez que en las Cortes recibía furibundos ataques de la oposición liberal porque no sabía defender al Estado de las injerencias del papa, calificadas de «usurpación de la teocracia», negociaba con el nuncio la solución del conflicto. Se pasó el expediente al Consejo de Estado para que emitiese su parecer. Barili habló personalmente con varios miembros del mismo, y sacó la conclusión de que las dificultades mayores estaban en varias proposiciones del Syllabus, ya que a la encíclica se le daría el pase sin gran dificultad. Por su parte, el ministro Arrazola, buen católico, pero profundamente regalista, quería evitar nuevas tensiones, porque deseaba la concordia con la Iglesia y porque estaba en buenas relaciones con muchos obispos; por eso trataba de hacer comprender a sus interlocutores eclesiásticos, y en concreto al nuncio, su situación política, ya que los adversarios de partido instrumentalizaban el problema y le acusaban abiertamente de consentir la impunidad de obispos que violaban abiertamente las leyes del reino.

La discusión parlamentaria coincidió con el estudio del Consejo de Estado. La Santa Sede no transmitió oficialmente el texto de los documentos; por eso el embajador en Roma, Pacheco, tuvo que localizar dos ejemplares impresor, que fueron remitidos a Madrid. El primero era una edición auténtica de la encíclica Quanta cura. El segundo no estaba autorizado ni firmado y se titulaba simplemente Syllabus. Ambos documentos circulaban unidos. La no transmisión oficial de dichos documentos al Gobierno estaba justificada, porque se trataba de textos dirigidos a todos los obispos de la cristiandad y no sólo a los de España. Por ello, los obispos actuaron con mayor libertad, ya que para la difusión de otro tipo de documentos pontificios habrían esperado ciertamente el pase de las autoridades civiles.

El Consejo de Estado, como el nuncio había podido constatar, concedió el exequátur a la encíclica, poniendo alguna reserva a las cláusulas que limitaban la intervención del poder civil en asuntos eclesiásticos, al derecho de la Iglesia a reprimir con penas temporales a los transgresores de las leyes y a la obligación de observarlas, aunque hubiesen sido promulgadas sin consentimiento del soberano. Sin embargo, con respecto al Syllabus, se trató de impedir o retener la publicación de cuatro condenas y admitir con reservas otras nueve.

2.

Polémica regalista

La proposición 20 —«El poder eclesiástico no debe ejercer su autoridad sin permiso y consentimiento del gobierno civil»— formaba parte del grupo de errores condenados que afectaban a los derechos de la Iglesia, lo mismo que la 28 —«No es lícito a los obispos, sin permiso del Gobierno, promulgar ni aun las mismas letras apostólicas»— y la 29 —«Las gracias que concede el romano pontífice deben reputarse como nulas si no se han pedido por medio del Gobierno»—. En cambio, la proposición 41 condenaba un error acerca de la sociedad civil, tanto considerada en sí misma como en sus relaciones con la Iglesia, que decía textualmente: «Al poder civil, aun cuando lo ejerza un príncipe infiel, compete una potestad indirecta negativa sobre las cosas sagradas; le compete, por tanto, no sólo el derecho que llaman de exequátur, sino también el derecho denominado de apelación por abuso». Estas eran las cuatro proposiciones que ni el Consejo de Estado ni el Gobierno querían aceptar.

Las nueve restantes se referían, en parte, a los dos grupos de condenas indicados y además a los errores de ética natural y cristiana y al liberalismo. Sin embargo, no hubo dificultad en aprobar, y parece lógico que así fuera, las condenas de errores relativos al panteísmo, naturalismo, racionalismo absoluto y moderado, indiferentismo, latitudinarismo, socialismo, comunismo; sociedades secretas, bíblicas y clérico-liberales; otros derechos de la Iglesia; ni tampoco los relacionados con el matrimonio cristiano y con el principado temporal del papa.

Nuevas gestiones del nuncio con el Gobierno consiguieron salvar estos obstáculos, y el 6 de marzo de 1865 Isabel II firmó el real decreto que concedía el pase a la encíclica Quanta cura y al Syllabus, si bien en su breve articulado se dispuso la adopción de medidas legislativas conducentes a armonizar el derecho del placitum regium con la libertad de prensa y preconizó un acuerdo con la Santa Sede, que regulase la concesión del pase con el fin de evitar conflictos y tensiones. Por ello, a la concesión del pase se añadió la cláusula: «sin perjuicio de las regalías de la Corona y de los derechos y prerrogativas de la nación».

Puede decirse que fue una victoria para ambas potestades. La Iglesia vio con satisfacción que un documento tan comprometedor había obtenido la sanción real, mientras el Estado español ratificaba solemnemente su regalismo a pesar de la reciente condenación del mismo por parte del papa. Sin embargo, este gesto provocó nuevas polémicas, pues mientras los que alardeando de progresismo y preconizando una total separación entre la Iglesia y el Estado no perdían ocasión para someter a la primera al segundo, quienes eran tachados de ultramontanismo, integrismo o conservadurismo en el campo político buscaban el espacio vital que la Iglesia necesitaba, libre de las ataduras y vínculos que en tiempos pasados había tenido con el Estado. Por eso resultaba anacrónico que dirigentes liberales pretendiesen mantener los antiguos privilegios y regalías de la Corona. En el caso del Syllabus, se ha visto claramente que los motivos fueron esencialmente políticos, con el fin de derribar a los moderados de Narváez, y la ambigua conducta que éstos mostraron durante la gestión de este asunto puede comprenderse por su necesidad de supervivencia política y porque no disponían de otros medios para hacer frente a la oposición parlamentaria en una nación donde faltaba educación política, donde las crisis ministeriales estaban a la orden del día y el temor de un golpe militar era siempre creciente, como demostraron los sucesos posteriores.

En esta polémica entró de lleno Vicente de la Fuente (1817-89), profesor de disciplina eclesiástica en la Universidad de Madrid, laico, doctor en teología y derecho canónico, que siempre había mostrado la pureza de su doctrina en numerosos escritos y su adhesión incondicional a la Santa Sede, y por eso había sido clasificado como uno de los neocatólicos más íntegros. La Fuente redactó en pocos días un folleto titulado La retención de bulas en España ante la historia y el derecho (Madrid 1865), que refutaba los pretendidos derechos de los gobiernos que impedían la circulación de documentos pontificios con el exequátur, cuando en realidad se trataba de un abuso que los gobiernos católicos habían introducido lentamente y la Santa Sede había tolerado hasta que llegó la condena oficial de Pío IX. Sin entrar en el caso concreto de la encíclica del 8 de diciembre de 1864, La Fuente propugnó una total reforma de la legislación sobre esta materia, porque era contraria a la justicia y a la autoridad de la Iglesia, a la vez que impracticable en las condiciones políticas y sociales de España. El opúsculo fue bien recibido en Roma, porque precisamente era España una de las naciones donde los católicos tenían ideas falsas sobre los derechos atribuidos al poder civil en materias eclesiásticas.

La cuestión del Syllabus quedó, por tanto, resuelta al comenzar la primavera de 1865, cuando ya todos los obispos lo habían difundido ampliamente con escritos pastorales, con la sola excepción del de Orihuela, Cubero —una de las figuras más negativas del episcopado decimonónico—, por razones que desconozco, ya que el silencio del obispo Jaume, de Menorca, quedó justificado por su enfermedad. León Carbonero recogió en La Cruz el magisterio episcopal sobre el Syllabus y el nuncio alabó la labor de la jerarquía unida, que en poco tiempo, de una u otra forma, había hecho llegar al clero y al pueblo la enseñanza del papa.

Implicaciones religiosas tuvieron también por entonces los sucesos ocurridos en Madrid en abril de 1865. Me refiero a los incidentes de la llamada «noche de San Daniel», originados por una real orden del ministro de Fomento, Alcalá Galiano, que prohibió a los catedráticos, tanto en la cátedra como fuera de ella, expresar ideas contrarias a la religión y a la monarquía. La inmediata reacción del catedrático de historia de la Universidad Central, Emilio Castelar, que desde su periódico La Democracia combatía constantemente las instituciones de la Iglesia y del Estado, desencadenó el aparato represivo del Gobierno. Castelar fue destituido y el rector de la Universidad suspendido del cargo. La situación política precipitó. Cayó el Gobierno moderado de Narváez, a quien sucedió el centrista de la Unión liberal, O’Donnell, quien dio el paso decisivo para el reconocimiento del reino de Italia.

3.

La «Cuestión romana»

Este tema, más que a la historia estrictamente eclesiástica, pertenece al de la política exterior de España en sus relaciones con los Estados Pontificios; sin embargo, no debe silenciarse en el conjunto de una historia general de la Iglesia por las implicaciones que el peso del poder temporal tuvo en la acción espiritual del papado. La bibliografía es amplísima, y la documentación, inagotable; por ello hay que ir en busca de síntesis. Por lo que a España se refiere, debemos a Pabón la obra más conseguida, modelo de claridad y método.

La «cuestión romana» coleaba desde principios del XIX, pero se planteó de forma evidente a partir de 1848-49. Desde España se vivió en tres tiempos; el primero fue el reconocimiento del reino de Italia en 1865, durante el gobierno del general O’Donnell; el segundo, bajo el mandato de Narváez, con la ratificación de dicho reconocimiento; y el tercero, la anexión de Roma al nuevo reino en 1870, durante la presidencia del general Prim. Nótese que los tres generales capitaneaban los tres grupos políticos más poderosos de ese tiempo. Narváez, la derecha liberal moderada; O’Donnell, el centro liberal, y Prim, la izquierda progresista. La «cuestión romana» fue vivida y debatida en España «como algo que la afectaba muy especialmente, en tanto se tenía por nación esencial y excepcionalmente católica. La cuestión de Roma —o, mejor dicho, la unidad de Italia— concentró, durante un cierto tiempo, todo el debate religioso-político español del siglo XIX».

Este debate o polémica fue abierto en 1857 por el político moderado y jurisconsulto andaluz Joaquín Francisco Pacheco (1808-65), ministro de Estado, jefe de gobierno y dos veces embajador en Roma, que se planteó el problema de la capitalidad de Roma en su libro Italia. Ensayo descriptivo, artístico y político (Madrid 1857). Le siguió Víctor Balaguer (1842-1901), entonces joven político y escritor catalán, progresista, que mostró su entusiasmo por la unidad italiana en la historia que de la misma escribió bajo el título La guerra de la independencia. Los años sesenta ven aparecer una gran proliferación de escritos a favor y en contra del poder temporal del papa. Cánovas del Castillo, que llegará a ser el mayor estadista del XIX, al ingresar en la Real Academia de la Historia pronunció un discurso sobre Observaciones acerca de la dominación de los españoles en Italia (Madrid 1860), en defensa de la unidad del nuevo reino, que es «el ensueño común de las imaginaciones italianas desde hace medio siglo». Cánovas pertenecía a los liberales centristas, y su tío, Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), «el Solitario», moderado de Narváez, a1 contestarle en la Real Academia, auguró felicidad y prosperidad «a la Italia en su nueva navegación». El periodista madrileño y diputado progresista Fernando Corradi (1808-85) atacó desde El Clamor Público el poder temporal, «origen en todo tiempo, para los papas, de terribles conflictos y, más de una vez, de sacrílegos atentados», mientras el abogado tradicionalista valenciano Aparisi y Guijarro (1815-72), católico antiliberal y antiparlamentario, defendió, en su opúsculo El papa y Napoleón, los intereses de Pío IX. Sus tesis fueron las más exaltadas: «Nosotros podemos llamarnos ciudadanos romanos. El papa es nuestro rey espiritual, y Roma, la Roma que los siglos cristianos han levantado para que fuera la morada del Padre común de los fieles, está en Italia, pero pertenece al mundo católico». Aparisi y Guijarro acabó siendo el director espiritual del carlismo.

En la polémica intervinieron también poetas y escritores como Juan Valera (1827-1905), Patricio de la Escosura (1807-78) y Ramón de Campoamor (1817-1901). El primero respetó y defendió al papa, el segundo mostró admiración a Víctor Manuel y a Cavour y el tercero descubrió las incidencias religiosas en una cuestión que no era puramente política ni exclusiva de Italia. Por fin entró un eclesiástico, Miguel Sánchez, teólogo y moralista, que insistió en las relaciones de España con el catolicismo y del poder temporal con el espiritual del pontificado. Su obra El papa y los gobiernos populares (Madrid 1862), dedicada al clero español, iba dirigida a los que «creen romper el cetro del rey sin derribar la tiara».

El reconocimiento del reino de Italia por parte de España se produjo en 1865, con un cierto retraso con respecto a otras naciones europeas. Los progresistas lo habían propugnado constantemente, y Narváez a principios de 1865 estaba dispuesto a dar el paso, pues de lo contrario lo habría hecho su adversario político O’Donnell, como así fue. Las intensas relaciones epistolares entre Pío IX e Isabel II no pudieron impedir el reconocimiento. Pesaron más en el ánimo de la joven reina los intereses políticos de la nación defendidos por los generales que las razones opuestas del nuncio Barili, del arzobispo Claret, confesor de la soberana, y de todo el episcopado. España vivía un régimen militar, mientras en el Gobierno y en los grupos dirigentes de los partidos predominaban los civiles. Sin embargo, las jefaturas de dichos partidos y la presidencia del Gabinete estuvo prácticamente en manos de generales desde 1839 hasta la I República. Y fue un general centrista, O’Donnell, quien al reconocer el reino de Italia en agosto de 1865 intentó separar formalmente este acto de la actitud ante la Santa Sede. Se trató, pues, de abrir un doble expediente, deslindando la cuestión política de la religiosa; pero por parte de la jerarquía no se aceptó esta conducta, y los obispos, dirigidos por Barili, que a su vez recibía instrucciones del cardenal Antonelli, desencadenaron una tremenda campaña antigubernativa, que tuvo honda repercusión en las Cortes. Notables fueron las intervenciones parlamentarias de Seijas Lozano, Miraflores, Arrazola, Mon y Cándido Nocedal, que replicaron desde la oposición al discurso de la Corona. Los senadores católicos Manuel Bertrán de Lis y José María Huet tuvieron constantemente informado al nuncio Barili, quien recibió también noticias de los arzobispos senadores de Valladolid (Moreno), Santiago (García Cuesta), Burgos (La Puente), Granada (Monzón) y Valencia (Barrio) y del obispo de Salamanca (Rodrigo Yusto). La intervención más brillante fue del diputado tradicionalista Aparisi y Guijarro, que apostrofó a Isabel II con las dolorosas palabras de Shakespeare: «¡Reina de los tristes destinos!», viendo que la soberana perdía su autoridad ante las maniobras de los partidos.

La reacción católica fue unánime e inmediata. Los obispos llenaron sus boletines de pastorales protestando contra el reconocimiento y en los despachos de la presidencia del Gobierno se recibieron millares de escritos de la jerarquía, del clero y del laicado católico en el mismo sentido. Incluso desde las colonias ultramarinas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, obispos, sacerdotes y religiosos dejaron oír su voz de protesta.

Cuando Narváez sucedió a O’Donnell y se ratificó el reconocimiento, surgieron divisiones entre los moderados. Los más exaltados de la derecha, como Nocedal y otros, se separaron del partido y del régimen. Nació entonces La Constancia, periódico católico y antiliberal, que siguió instrumentalizando la «cuestión romana» para fines políticos nacionales. El arzobispo Claret abandonó palacio, marchando primero a Cataluña y después a Roma. Pío IX fue más comprensivo, porque conocía la gravedad de la situación y la inestabilidad política que caracterizó los últimos años de Isabel II. El nuncio Barili tuvo que asistir al desmoronamiento de los Estados Pontificios, que mantenían en España numerosos consulados encargados de las relaciones comerciales. Al mismo tiempo sostuvo viva la llama de la adhesión incondicional al papa ultrajado a través de su intensa correspondencia con los obispos. Cuando Pío IX pronunció su alocución del 29 de octubre de 1866 sobre la situación italiana, la jerarquía, el clero y el laicado mostró, una vez más, su afecto al pontífice, y en la diócesis de Orihuela se llegaron a recoger millares de firmas en una campaña promovida por el periódico El Poder Temporal para ofrecer hospitalidad al papa en España.

La evolución posterior de la «cuestión romana» en España estuvo condicionada por los acontecimientos políticos que caracterizaron el sexenio revolucionario (1868-74). La candidatura de Amadeo de Saboya al trono español y su breve e infeliz monarquía desencadenaron nuevas oleadas de protestas contra el hijo del monarca usurpador de los Estados Pontificios.

 

Capítulo VII

UN EPISCOPADO ENTRE DOS ÉPOCAS HISTÓRICAS

1.

Obispos y política

Resulta extremadamente difícil ofrecer un panorama aproximado de la actuación pastoral de la jerarquía eclesiástica, porque los obispos españoles del siglo XIX siguen siendo en gran parte desconocidos, aunque crecen por días las aportaciones parciales que ayudarán a descubrir la verdadera figura del prelado decimonónico español y su presencia en la sociedad. La documentación inédita es inmensa. Tanto en el Archivo Secreto Vaticano como en el Histórico Nacional de Madrid y en los archivos diocesanos y catedralicios se espera al investigador paciente, cuya tarea es imprescindible para poder, en un segundo tiempo, hacer la historia del episcopado español. Entre tanto, por desgracia, se vive de generalidades, de estudios superficiales, que ignoran los archivos, y de apresuradas síntesis carentes de base documental sólida.

Algunos historiadores prefieren detenerse en la función puramente política desempeñada en España por los jerarcas supremos de la Iglesia, considerados como estrato superior de la sociedad, como estamento privilegiado o como elite de poder. Se trata de un planteamiento discutible, ya que la figura del obispo en la Iglesia encierra un contenido teológico profunde, que escapa a quienes parten de tales presupuestos, y su actuación pastoral, e incluso política, en la sociedad es mucho más compleja de cuanto a primera vista pueda parecer.

Con todo, hay que aceptar como dato objetivo que la jerarquía católica ha tenido hasta nuestros días un peso y un influjo relevantes y a veces decisivos en la historia de España. Con respecto al período que nos ocupa, tanto los obispos procedentes de Fernando VII como la generación posterior —los llamados obispos de Isabel II— no ejercieron en el ánimo de los monarcas una incidencia tan eficaz como la de otros grupos influyentes del momento, por ejemplo, los políticos, los generales y los nobles. No quiere esto decir que para Isabel II la voz del episcopado no tuviera su importancia. Pero más que de jerarquía o de obispos en conjunto, habría que referirse a figuras concretas, y en el reinado de Isabel II la primera alusión cae sobre su confesor, el arzobispo Claret, y sobre algunos cardenales y obispos frecuentadores asiduos de los ambientes palaciegos y cortesanos.

Desde el punto de vista formal se han querido ver en la Iglesia española del segundo tercio del XIX algunos rasgos comunes con el ejército: una jerarquización rígida y disciplinada de sus efectivos, sólido elemento de cohesión; una movilidad interior, no escalonada, como en el caso de los militares, porque diversa era la extracción de los obispos; una autonomía jurisdiccional, «más o menos rotunda y contestada, pero evidente, que hará de la Iglesia, como del ejército, sendos organismos ‘privilegiados’, en el sentido clásico del vocablo». Indica estos rasgos Jover, quien enfoca «a la Iglesia y al ejército estrictamente como viveros de sendos grupos dirigentes a integrar en el estrato superior; no es necesario insistir en la diferencia radical que existe entre las respectivas posiciones ante el Estado de una y otra institución». El mismo autor advierte que mientras el ejército forma parte del Estado y se integra en el mismo con funciones que le son específicas, ya que dependen inmediatamente del poder soberano, la Iglesia se desliga lentamente del poder civil en busca de mayor autenticidad y autonomía, aunque a lo largo del XIX haya estado tremendamente condicionada por el regalismo.

La presencia de eclesiásticos en organismos políticos ha sido una tradición española hasta 1977, con orígenes muy remotos. Con respecto al período que nos ocupa, bastará decir que el Estatuto Real de Martínez de la Rosa (1834) restauró el «estamento de proceres del reino», del cual formaron parte, en primer lugar, los arzobispos y obispos, elegidos con carácter vitalicio por el monarca. La Constitución de 1837, compendio de la gaditana de 1812, no admitió la representación estamental ni dio cabida a los obispos. Sin embargo, algunos prelados fueron nombrados senadores del reino, como representantes de varias provincias, tras haber jurado la mencionada Constitución. Alguno llegó a ocupar la vicepresidencia del Senado y otros ejercieron notable influjo, por su prestigio personal, historial político y dotes intelectuales, en las discusiones y votaciones sobre temas eclesiásticos, tratando de impedir con su equilibrio que prosperasen proyectos e iniciativas de los más exaltados liberales.

La Constitución moderada de 1845 volvió a admitir obispos senadores, «por el sagrado carácter de que se hallan revestidos». Varios arzobispos y obispos fueron nombrados senadores por la reina, ya que para ser diputado se exigía el estado seglar. En 1857 se introdujo una reforma en el Senado que trató de unir la dignidad senatorial a los cargos más altos de la Iglesia y del Estado, de modo que el acceder a éstos llevase inherente la condición de senador. Según dicha reforma, los primeros puestos después de los hijos del rey y los del inmediato sucesor de la Corona eran los de los arzobispos y el del patriarca de las Indias, cargo que por vez primera aparecía en la Constitución. Pero además de éstos, que fueron senadores por derecho propio, Isabel II nombró un número ilimitado de obispos, senadores.

Otros eclesiásticos estuvieron presentes en el Consejo de Estado, importante organismo encargado de asesorar al rey en las decisiones más transcendentales, que la Constitución revolucionaria de Cádiz mantuvo. Las Cortes gaditanas, representación de la nación en un cuerpo unitario, reconocieron la existencia de dicho Consejo, formado por cuarenta miembros, cuatro de los cuales debían ser eclesiásticos, y dos de ellos necesariamente obispos. Esta tradición, con variantes y modificaciones, ha seguido hasta nuestros días.

Tras estas alusiones generales a la actividad política de la jerarquía española, pasemos a indicar algunos hitos fundamentales de su gestión pastoral.

2.

La jerarquía del Antiguo Régimen

Los obispos que al fallecer Fernando VII gobernaban sus respectivas diócesis, fueron durante casi tres lustros testigos excepcionales del derrumbamiento del Antiguo Régimen y de la agonía de las ancestrales estructuras eclesiásticas españolas. Por espacio de catorce años no hubo nombramientos episcopales en España, ya que el papa ni designó obispos motu proprio ni confirmó los presentados por la reina Isabel II, en virtud del concordato vigente de 1753.

Dos eran las diócesis vacantes cuando murió Fernando VII: Osma y Almería. Las últimas cubiertas durante el Antiguo Régimen fueron Astorga y Canarias, porque sus respectivos prelados —Torres Amat y Romo—, presentados por el monarca difunto en el verano de 1833, recibieron la confirmación canónica a principios de 1834.

La cuarta parte de los obispos procedía de órdenes religiosas: dominicos, benedictinos, mercedarios, capuchinos, cistercienses, premonstratenses, terciarios franciscanos, oratorianos y escolapios. Con respecto a la antigüedad en el episcopado, sólo un pequeño grupo de nueve prelados pertenecía a generaciones anteriores a 1820, ya que la inmensa mayoría surgió tras la restauración absolutista que siguió al trienio.

La documentación que poseemos permite trazar un cuadro aproximado del episcopado fernandino, si bien faltan estudios completos en este sentido. A través de la correspondencia del nuncio Tiberi, podemos descubrir algunos rasgos parciales de dichos obispos. Se procuró siempre que fuesen adictos al rey y devotos de la Sede Apostólica, cuidando de modo particular que mostrasen una conducta irreprensible. Los nombrados después de 1824 fueron, por lo general, personajes grises, enemigos de reformas y novedades en el campo político y en el eclesiástico. Reflejaban perfectamente la época en que fueron nombrados —la «década ominosa»—, porque fueron el fruto de la misma; por eso perdieron por completo el control de la nueva situación política y no comprendieron, ni quizá estaban en condiciones de hacerlo, el sentido profundo de la revolución liberal burguesa.

En esta línea hay que situar al arzobispo Echánove, de Tarragona, párroco ejemplar, enemigo de novedades peligrosas; al de Cuenca, Rodríguez Rico; al de Urgel, Guardiola, y al de Coria, Montero.

Las últimas presentaciones episcopales hechas por Fernando VII, cuando los liberales moderados volvieron al poder con Cea Bermúdez, recayeron en eclesiásticos que pocos años antes no habrían pasado, porque el nuncio Giustiniani, integrista en el terreno eclesiástico y absolutista en el político, nunca les habría concedido el beneplácito. En cambio, su sucesor, Tiberi, mucho más abierto a las nuevas exigencias políticas y sociales de la nación, aunque sin las cualidades políticas y diplomáticas de su predecesor, no tuvo inconveniente en recomendar vivamente las presentaciones de los nuevos obispos de Astorga (Torres Amat), Canarias (Romo), Córdoba (Bonel y Orbe), Huesca (Ramo de San Blas), Barcelona (Martínez San Martín) y Almería (Ramos García) —este último no fue aceptado en Roma—, que habían estado comprometidos, de algún modo y a niveles distintos, con los revolucionarios del trienio. Estos mismos obispos colaboraron de forma más o menos explícita con el nuevo régimen, y, desde luego, simpatizaron abiertamente con la ideología liberal menos radicalizada.

No sabemos hasta qué punto fue consciente el nuncio Tiberi del significado que encerraban estas presentaciones y de la transcendencia que hubieran tenido para España de haber seguido otras más. El fallido intento de episcopado liberal que el trienio no consiguió formar, pudo haber sido realidad durante la regencia Cristina de no haberse agravado la tensión entre la Iglesia y el Estado. Es cierto que el sucesor de Giustiniani no conoció las agitaciones del trienio y encontró en España una problemática político-social diversa; pero también es verdad que por antipatía o enemistad personal hacia su predecesor, o quizá también por su confianza en que los aires renovadores y la política moderada y sensiblemente más abierta de los liberales podía mejorar la situación social española, lo cierto es que Tiberi inició en 1833 una serie de nombramientos episcopales que, de haber continuado varios años en la misma línea, habría proporcionado a la jerarquía española un plantel de obispos con mentalidad nueva y probablemente se habrían evitado muchos de los excesos cometidos en este período por parte del Gobierno, llegando a un entendimiento satisfactorio para la Iglesia y el Estado. Cerróse cualquier posibilidad de diálogo porque el Estado provocó insolentemente, y la Iglesia reaccionó con su proverbial intransigencia y hostilidad a los aires nuevos que traía el liberalismo.

Algunos de estos últimos obispos —Torres Amat, Bonel, Romo— podrían haber sido buenos intermediarios entre las cortes pontificia y española, pero eran minoría, y sus propuestas no fueron escuchadas por el resto del episcopado. Además, tampoco jugaron limpio, porque, tras su aparente pureza de principios y rectitud de intención, se escondía el monstruo del regalismo más furibundo, que les movía a atacar duramente la conducta del papa para defender las prerrogativas de la Corona española.

3.

 La carta colectiva de 1839

Las relaciones o informes que los obispos enviaron a Roma sobre el estado de sus respectivas diócesis con sólo dos excepciones, coinciden en presentar una situación deplorable de la Iglesia española. La carta colectiva que 25 obispos dirigieron al papa el l.° de octubre de 1839 ofrece, igualmente, un cuadro desolador cuando faltaba un año para que terminase la regencia Cristina.

Había sido abolida por completo la inmunidad eclesiástica personal y real, perdidos los diezmos y primicias, reducido el número de los eclesiásticos, suprimidas las órdenes religiosas y cerrados todos los conventos y monasterios, secularizados 30.000 frailes y monjas, ocupados los bienes de las religiosas, impedida la administración de órdenes sagradas a los aspirantes a las mismas, decretado el expolio de todos los bienes del clero y de las religiosas, usurpadas las obras de arte y objetos preciosos que poseían las iglesias y los bienes de las fundaciones pías, autorizada la propaganda protestante y la impresión de libros impíos, obscenos e inmorales; castigados y perseguidos los obispos que se opusieron a estas novedades.

«Poco pueden hacer los obispos en las actuales circunstancias —decía el de Plasencia, Sánchez Varela, deportado a Cádiz—, pues unos están ausentes, otros encarcelados, otros exiliados y, lo que es peor, algunos que permanecen en sus sedes doblan la cabeza ante las disposiciones del Gobierno». El obispo de Cádiz, Domingo de Silos Moreno, que nunca salió de su diócesis, declaró que, a pesar de haber reclamado muchas veces contra los atropellos del poder civil, había encontrado siempre dificultades para el ejercicio de su ministerio pastoral.

Dieciocho obispos fueron perseguidos por el Gobierno, y tuvieron que ausentarse de sus respectivas diócesis. El cardenal Cienfuegos, arzobispo de Sevilla, estuvo desterrado en Alicante, donde pasó todo este período hasta su muerte en 1847. El obispo de Albarracín, José Talayero, vivió desterrado en Madrid. El de Barbastro, Jaime Fort, expulsado de la diócesis, marchó a Francia y se estableció en Pau. El de Calahorra, García Abella, fue confinado primero en Segovia y posteriormente desterrado a Mallorca hasta 1844. El de Cartagena, José Antonio de Azpeitia, consiguió escapar al asalto de su palacio episcopal, pero los revolucionarios no le permitieron regresar a la capital de la diócesis y tuvo que vivir hasta su muerte en Hellín. El de Coria, Raimundo Montero, estuvo encarcelado en Badajoz. El de León, Abarca, siguió a D. Carlos desde el comienzo de la guerra carlista. El de Lérida, Julián Alonso, fue expulsado de su diócesis, pasó a Francia y más tarde al Piamonte, donde murió. El de Menorca, Juan Antonio Díaz Merino, fue desterrado a Cádiz y expulsado posteriormente a Francia, murió en Marsella. El de Mondoñedo, López Borricón, pudo escapar de su diócesis, como el de León, para unirse al ejército carlista. La misma suerte siguió el de Orihuela, Herrero Valverde, que estuvo algún tiempo arrestado en Madrid y después se le expulsó a Francia. También estuvo encarcelado en Madrid el de Palencia, Carlos Laborda, y más tarde desterrado a Ibiza. El de Pamplona, Andriani, estuvo confinado en el domicilio de su hermana, en Ariza de Aragón. El de Plasencia, Sánchez Varela, desterrado a Cádiz, como se ha dicho anteriormente. El de Santiago de Compostela, Rafael de Vélez, procesado y deportado a Mahón. El de Tarragona, Echánove, pudo huir a Mahón y después se le expulsó a Francia. El de Urgel, Guardiola, fue perseguido en su diócesis, pero consiguió esconderse en Andorra y después huyó a Francia. El de Zaragoza, Francés Caballero, expulsado a Francia, murió en Burdeos. Otros siete obispos permanecieron siempre en sus diócesis, y, aunque no sufrieron violencias por parte del Gobierno, sí vieron limitadas sus actividades por disposición gubernativa. Estos fueron: el arzobispo de Burgos (Ignacio Rives) que renunció al cargo de prócer del reino, y los obispos de Cádiz (Moreno), Ceuta (Barragán), Cuenca (Rodríguez Rico), Ibiza (Carrasco), Mallorca (Pérez de Hiñas) y Valladolid (Rivadeneira).  

Este grupo de veinticinco obispos firmó la carta colectiva dirigida a Gregorio XVI en 1839. Documento que no fue signado por otros quince prelados, seis de los cuales pueden llamarse «colaboracionistas» o adictos al Gobierno liberal. Fueron los de Astorga (Torres Amat), Barcelona (Martínez San Martín), Córdoba (Bonel), Huesca (Ramo), Salamanca (Varela) y Santander (González Abarca). Parece ser que otros cinco no firmaron por motivos de salud y edad avanzada, pues fallecieron al poco tiempo —Adurriaga, de Avila; Delgado, de Badajoz; Vraga, de Guadix; Iglesias Lago, de Orense, y Azpeitia, de Tudela. Otros cuatro de los no firmantes fueron los de Jaca (Gómez Rivas) y Tuy (García Casarrubios), figuras grises y de escaso relieve, y los de Canarias (Romo) y Tenerife (Folgueras), que quizá no lo pudieron hacer por razón de su lejanía geográfica. Estos dos obispos residieron siempre en sus diócesis insulares y no consta que tuviesen actuaciones políticas de relieve, ni siquiera que visitaran la Península. Mantuvieron su adhesión a la Santa Sede y manifestaron decidida oposición a las novedades religiosas introducidas por el Gobierno. Romo publicó una obra sobre la Independencia constante de la Iglesia hispana y necesidad de un nuevo concordato, que provocó una vivaz polémica con el P. Magín Ferrer.

He dicho que hubo dos excepciones al presentar el estado deplorable de las diócesis españolas; fueron el obispo de Astorga, Torres Amat, y su colega de Barcelona, Pedro Martínez de San Martín. Torres Amat manifestó a Gregorio XVI su modo de pensar sobre «el remedio o alivio de los males de nuestra Iglesia de España, poco o quizá mal conocidos por causa de la exaltación de las pasiones dominantes, que ofuscan la razón aun de personas bien intencionadas». Este obispo declaró que nunca se le había impedido el ejercicio de su jurisdicción, y propuso algunas reformas, convenientes no sólo en su diócesis, sino también en todas las españolas, como las de los cabildos catedralicios, la supresión de exención a los regulares para someterlos a los obispos y la eliminación de varios impedimentos matrimoniales. Denunció el fanatismo, superstición e ignorancia de los españoles, causa y origen de los males que sufría la nación.

El de Barcelona hizo algo parecido, presentando una visión deformada de la realidad de su diócesis. En Roma se le llamó ignorante, débil, áulico, pupilo del Gobierno, indigno del episcopado, que había alcanzado por influencias y recomendaciones políticas, y se le echó en cara su amistad con Torres Amat, acusado de ser el principal jansenista del episcopado español.

Desde 1833 hasta 1847, numerosas diócesis fueron quedando vacantes por la muerte de sus prelados. En 1840, el número de obispos fallecidos ascendía a 25, cifra que se elevó a 40 en 1847, cuando llegó a Madrid el nuncio Brunelli.

4.

Obispos intrusos. Polémica González Vallejo-Andriani

Pero, sin duda alguna, el mayor atropello cometido por el Gobierno fue imponer a los cabildos catedralicios de las diócesis vacantes la elección de vicarios capitulares o gobernadores in spiritualibus en las personas que la reina había presentado para obispos de dichas diócesis y el papa no había confirmado. Fue una injerencia intolerable, si se considera que los vicarios capitulares elegidos legítimamente fueron obligados a dimitir por la violencia y tuvieron que ceder su jurisdicción canónica a los intrusos nombrados por el Gobierno.

De otros excesos gubernamentales fueron víctimas las diócesis cuyos obispos habían sido expulsados o desterrados, exigiendo que la administración eclesiástica fuese encomendada a personas adictas a la causa isabelina y no a quienes habían sido designados canónicamente por los obispos ausentes antes de su salida o desde el exilio. Algunos cabildos fueron obligados a considerar civilmente muertos a sus obispos, y, por tanto, coaccionados para que eligiesen vicarios capitulares o gobernadores de la mitra que administrasen la diócesis en nombre del propio cabildo, sin usar sellos de los prelados legítimos ni cláusulas o fórmulas que directa o indirectamente pudiesen dar a entender que ejercían la jurisdicción eclesiástica en su nombre.

A todos éstos se les llamó intrusos, porque nunca obtuvieron libremente los votos de los canónigos ni fueron aceptados por el clero y el pueblo. Los casos más escandalosos ocurrieron en Toledo, Zaragoza, Málaga, Oviedo y Tarazona. Puede imaginarse la confusión y el desconcierto que crearon los intrusos.

El problema de los gobernadores eclesiásticos ilegítimos, vicarios capitulares anticanónicos, obispos intrusos o como se les quiera llamar, se había planteado ya otras veces en España, tanto durante las Cortes de Cádiz como en el trienio. Pero fue durante las regencias Cristina y esparterista cuando saltó a la opinión pública con mayor apasionamiento, porque en periódicos, revistas y folletos se discutió, con una amplitud e interés sin precedentes, el derecho de la reina para efectuar tales nombramientos e imponerlos a los cabildos sin consultar con la Santa Sede.

Publicóse entonces la segunda edición del célebre Discurso sobre la confirmación de los obispos (Madrid 1836), que el cardenal Inguanzo había editado en Cádiz en 1813 cuando era diputado en aquellas Cortes, porque —se decía en la presentación de la obra— «ha sido tan doloroso leer en algunos periódicos la invitación que se hace al Gobierno para que tome medidas eficaces a fin de que sean ocupadas las sillas episcopales vacantes por los obispos electos, siendo éstos confirmados por los metropolitanos, que ha parecido conveniente y necesario dar publicidad a la citada disertación para fijar y poner en claro la doctrina de la Iglesia católica y evitar los funestos resultados que de la contraria se seguirían».

La polémica alcanzó su punto álgido, comprometiendo en ella el prestigio del Gobierno madrileño y la autoridad de la Santa Sede, cuando dos obispos de ideologías radicalmente opuestas —González Vallejo, intruso de Toledo, y Andriani, legítimo de Pamplona, protegido gubernamental el primero, perseguido el segundo— trataron la cuestión a nivel científico, con argumentos teológicos, canónicos e históricos.

En 1839, el antiguo obispo de Mallorca, Pedro González Vallejo, depuesto de su sede por liberal y después electo de Toledo, pero nunca reconocido por Roma, dio a la imprenta su Discurso canónico-legal sobre los nombramientos de gobernadores hechos por los cabildos en los presentados por S. M. para obispos de sus iglesias, para demostrar su misión legítima en la sede toledana, «y, aunque para mí está muy lejos de haberlo conseguido —escribía al cardenal Lambruschini el vicegerente de la Nunciatura, Ramírez de Arellano—, no dudo que tendrá secuaces, que también será impugnado, y se sostendrá probablemente una polémica cuyas consecuencias serán turbarse y agitarse más y más las conciencias de los fieles».

Defendía González Vallejo una tesis absurda, formulada substancialmente en estos términos: supuesta la suspensión indefinida del reconocimiento de Isabel II y de su patronato por el papa, y, por consiguiente, la confirmación de los obispos presentados por la reina, el único medio canónico y conveniente para cubrir las iglesias vacantes es que los cabildos nombren vicarios capitulares a los obispos electos y que éstos ejerzan como tales su jurisdicción capitular en las sedes vacantes.

Se trataba, según el autor, de una cuestión puramente disciplinar, que no afectaba a la esencia del dogma ni de la moral, ignorando, o, mejor dicho, silenciando, que la intrusión de la autoridad civil y su violenta usurpación de la potestad eclesiástica no es una cuestión indiferente, ya que la disciplina eclesiástica relativa a la jurisdicción legítima de los obispos está íntimamente vinculada con la concepción teológica de la Iglesia.

Iniciaba su escrito aludiendo a tres consultas del Consejo de Estado durante el trienio, precisamente cuando el Gobierno liberal intentó las mismas usurpaciones, imponiendo a los cabildos que nombrasen vicarios capitulares a los entonces electos, y a las vigorosas respuestas del nuncio Giustiniani rebatiendo las pretensiones del Gobierno.

Tras esta introducción alusiva al inmediato precedente español, entraba González Vallejo en materia, sosteniendo el derecho del Gobierno para nombrar vicarios capitulares de las sedes vacantes a los obispos designados por la reina, pues si bien la prudencia del Gobierno durante el trienio se limitó a defender teóricamente este derecho, sin insistir en el ejercicio del mismo, en las nuevas circunstancias políticas de la nación podía y debía servirse del mismo, ya que la invitación de la reina no coartaba la libertad de los cabildos. Era ésta una afirmación insolente, porque todos conocían las violencias y presiones ejercidas por las autoridades civiles y militares contra los obispos y sacerdotes que se oponían a los planes gubernamentales.

Seguía estudiando la posibilidad de los cabildos para revocar, por justos motivos, los nombramientos de vicarios capitulares hechos por ellos mismos y la capacidad de los electos para gobernar las diócesis antes de recibir la confirmación canónica de la Santa Sede. Y concluía apelando a la concordia, habida cuenta de la nueva situación política y de la materia disputada «y no dando ocasión a que, alterándose, sobrevengan tempestades de las que todos podríamos ser inocentes víctimas».

La obra de González Vallejo fue enviada al cardenal secretario de Estado, Lambruschini, por el vicegerente de la Nunciatura de Madrid. Se encomendó el estudio a los jesuítas, que pusieron de relieve la hipocresía y falsa devoción a la Sede Apostólica manifestadas por su autor. «Todo el libro —escribió el general de la Compañía de Jesús, P. Root-haan— es un modelo de hipocresía auténticamente jansenista, digna del autor, demasiado conocido desde hace años».

La réplica, como era de esperar, fue inmediata. A los pocos meses de la aparición del Discurso canónico-legal, el obispo de Pamplona, Andriani, publicó su Juicio analítico sobre el «Discurso canónico-legal» de González Vallejo, para demostrar que si bien la doctrina expuesta por el arzobispo electo de Toledo no podía contestarse en su conjunto, sin embargo, debía hacerse un examen analítico, con el fin de «suministrar luces y auxilios a los flacos y débiles ingenios que están a pique de ser seducidos». Andriani no quiso demostrar que su doctrina era cierta y la de González Vallejo falsa, sino fijar claramente los principios teológicos y canónicos en virtud de los cuales «es dudosa la jurisdicción que hoy ejercen los obispos nombrados con el título de vicarios capitulares por delegación del cabildo», para concluir que, siguiendo una doctrina insegura, «nacen males grandes y positivos, que reclaman eficazmente un remedio poderoso».

Andriani envió un ejemplar de su obra al papa con intención de someterla al juicio de la Santa Sede. Gregorio XVI no la leyó, porque desconocía el castellano, pero apreció la labor del prelado pamplonés. Gran parte de la jerarquía española se adhirió al obispo de Pamplona, porque había sabido refutar los argumentos falaces, las equivocaciones y las citas mal aplicadas contenidas en el Discurso canónico-legal. Sin embargo, esta réplica no produjo efecto alguno, ya que el regente Espartero siguió la misma política religiosa de los gobiernos precedentes y los nombramientos de vicarios capitulares y gobernadores eclesiásticos intrusos .continuaron hasta el año 1843.

5.

El Clero

Se habla frecuentemente de la potencia del clero español en la sociedad estamental del Antiguo Régimen. Potencia cuantitativa y económica, pero esencialmente moral por el profundo y decisivo influjo que los eclesiásticos ejercían en la nación, tanto intelectualmente, desde las cátedras universitarias y la enseñanza en colegios y escuelas, como pastoralmente, por medio de contacto personal a través de las parroquias y de las misiones populares. Aunque la gran masa de la población clerical siguió anclada a las tradicionales estructuras eclesiásticas, que el regalismo borbónico había conseguido mantener inmutables gracias a los concordatos del siglo XVIII, existían pequeños grupos, llamados comúnmente jansenistas, cuyas pretensiones eran la reforma substancial de la Iglesia, insistiendo especialmente en su organización externa, con un deseo de auténtico espíritu evangélico, estricta observancia de la disciplina canónica y mayor interés por las nuevas realidades sociales y políticas, tímidamente insinuadas en la segunda mitad del setecientos y violentamente impuestas por la Revolución francesa.

Coincidió este fenómeno con la explosión de un anticlericalismo, en cuyas filas militaron muchos eclesiásticos distinguidos que, al desear una Iglesia más pobre e independiente frente a las realidades temporales, hicieron oposición a cuanto significase clero o estructura eclesiástica. Esta actitud, cada vez más intensa y vivida, fue provocada unas veces por una oposición radical a la Iglesia, y otras, por el comportamiento individual de algunos eclesiásticos.

Por cuanto se refiere a la cuestión política de la época que nos ocupa, puede afirmarse que el clero español no se encontró preparado para afrontar los dos graves problemas que simultáneamente se le presentaron: la sucesión de Fernando VII y el nuevo régimen liberal. El Gobierno fue excesivamente duro con el clero, pues le consideró el principal enemigo de la causa isabelina y le hizo responsable del retraso en la actualización de reformas. Esta imputación alcanzó grados diversos de intensidad según la visión política de los grupos o tendencias que tuvieron el poder durante las dos regencias.

No podía pretenderse que el clero aceptase unánimemente cuanto se le proponía, habida cuenta de las discrepancias existentes a distintos niveles en la sociedad española. Con respecto al problema dinástico, es cierto que muy pocos eclesiásticos se opusieron al reconocimiento de Isabel II. Aceptóse el hecho sin más, salvo casos muy contados, que en un primer momento no tuvieron gran transcendencia y hubieran quedado olvidados, o al menos aislados, de no haberse desencadenado la guerra civil. Diversa fue la reacción ante las novedades eclesiásticas introducidas desde 1834, porque éstas en su casi totalidad remitían a los precedentes inmediatos del trienio. Entonces, la ignorancia, la falta de preparación, los recursos a épocas pasadas, al terror inspirado por funestos acontecimientos como la guerra, que coincidió fatalmente con su anuncio, exaltaron a unos, entibiaron a otros y llenó de desconfianza a la inmensa mayoría de los clérigos, precipitando a algunos en indiscreciones, compromisos e incluso auténticas defecciones, que fueron motivo de escándalo, porque reconocían en ello un punible extravío y porque no podían dejar de presagiar tristes consecuencias para la tranquilidad pública general y la del clero en particular.

Al extenderse el conflicto, principalmente en las provincias del Norte, estas actitudes se multiplicaron, derivando en imprudencias, temores, desgraciadas combinaciones y resoluciones inconsideradas, siendo muchas veces los eclesiásticos promotores, incitadores e incluso autores materiales de muchos atentados y desórdenes.

Con todo, habida cuenta del número de eclesiásticos —se calcula de 150 a 200.000, es decir, aproximadamente un 14 por 100 de la población nacional—, de los sucesos que en gran parte afectaron a su seguridad personal y a los intereses de sus instituciones, no fueron realmente muchos los comprometidos que dieron pruebas evidentes de desafección a la causa isabelina o que obstaculizaron las reformas constitucionales exigidas por el bien de la comunidad nacional. Pero no debe ocultarse que el grupo, inicialmente minoritario, que se adhirió incondicionalmente a D. Carlos y opuso tenaz resistencia al sistema político liberal fue aumentando a medida que las reformas gubernativas se fueron radicalizando. Influyó también en este fenómeno la incierta actitud de la Santa Sede, oficialmente neutral, pero a todas luces simpatizante con los carlistas, ya que su victoria era la única garantía para el mantenimiento de las viejas estructuras políticas, sociales y económicas, y, lógicamente, del secular influjo que la Iglesia había ejercido ininterrumpidamente en España desde tiempos remotos.

En la mayoría de las diócesis, el clero secular, pese al menosprecio, privaciones y peligros a que se vio expuesto, siguió ejerciendo el ministerio pastoral en la medida en que las circunstancias del país lo permitieron. Al iniciarse la guerra civil, algunos sacerdotes huyeron a Francia o se escondieron en diversos lugares de España por miedo a represalias, otros fueron encarcelados y otros varios fueron fusilados por colaborar con los carlistas.

Como los obispos no pudieron conferir órdenes sagradas ni celebrar conferencias morales disminuyó sensiblemente el número de sacerdotes, se empobreció su formación y se relajaron sus costumbres. La mayoría no usaba hábitos talares para evitar burlas e insultos. Ocupadas las temporalidades y abolidos los medios que por tantos siglos le sostuvieron económicamente, el clero quedó en situación tan apurada, que las exiguas rentas autorizadas no bastaron para cubrir las más elementales necesidades, porque el Gobierno retrasaba los pagos prometidos.

También los centros de formación sacerdotal sufrieron las consecuencias de esta situación. Por una parte, se filtraron en los seminarios las ideas político-sociales del momento, y, por otra, se relajó la disciplina. Las autoridades civiles se entrometieron también a nivel local, modificando demarcaciones parroquiales, reduciendo parroquias y destinando a usos profanos iglesias abiertas al culto.

El estado de los religiosos exclaustrados puede verse más ampliamente en la obra de Revuelta. Muchos marcharon con sus familias, otros se integraron en las diócesis, y buena parte consiguió pasar a la zona carlista, principalmente a Navarra, donde los conventos estaban abiertos.

La situación de las religiosas fue igualmente poco lisonjera, aunque no fueron víctimas de los excesos que hemos visto tanto en el clero secular como en el regular.

Muchos eclesiásticos emigrados a Francia se establecieron en las diócesis limítrofes con España, y, aunque en general fueron bien acogidos por los respectivos obispos franceses, no faltaron quejas contra algunos prelados. Protestas llegaron a Roma contra el de Perpignan, Mons. De Saunhac-Belcastel, porque despreciaba a los clérigos españoles refugiados en su diócesis, les negaba las licencias ministeriales y pedía a las autoridades civiles que los trasladasen a otros lugares. Parece ser que el obispo francés temía que la laxitud doctrinal de los españoles produjese estragos en su diócesis, y, no obstante la intervención de la Santa Sede, no se consiguió que el prelado elnense cambiase su actitud con respecto a los sacerdotes españoles huidos por motivos políticos.

6.

 El pueblo

La situación del pueblo cristiano, a falta de otros estudios más completos, puede conocerse aproximadamente a través de varios informes de los obispos.

«En mis visitas por la diócesis —escribía el de Solsona— nada encontré digno de corrección, sino, más bien, cosas que alabar, especialmente en los lugares más apartados y montañosos. Pero con la guerra civil, el pueblo ha sufrido malos ejemplos al verse obligado a recibir en sus casas hombres impíos, que desprecian las cosas más santas, blasfeman, persiguen a los sacerdotes, incendian las iglesias, destruyen las imágenes sagradas y se burlan de la religión. El obispo de Mallorca comentaba: «Las costumbres del pueblo van cada día peor, aunque se conserva cierta piedad. En general, los pueblos de mi diócesis se mantienen bien, pero en la ciudad de Palma es cada vez mayor la corrupción, originada por los muchos libros y revistas que se difunden, a pesar de estar prohibidos por la autoridad eclesiástica; por las sociedades secretas, que atacan la religión, sembrando errores, fomentando la lujuria y toda clase de vicios. Los sacerdotes, que, confesando y predicando, animaban a los buenos y combatían a los malos, han sido expulsados u obligados a esconderse; por ello falta el pasto a las ovejas, expuestas a la rapacidad de los lobos».

En Mahón, ciudad portuaria, abundaban las meretrices, los concubinos y alcahuetes, siendo abundantes toda clase de escándalos y comercios ilícitos. En toda la isla reinaba la usura. Para remediar tantos males envió el obispo misioneros apostólicos, dirigió amonestaciones privadas y pidió ayuda a las autoridades civiles para hacer cumplir algunas medidas correccionales. Encargó al párroco de Mahón que vigilase para evitar escándalos, y si los autores no se corregían, después de paternales amonestaciones, los denunciasen a la autoridad civil para que fuesen castigados. Pero el obispo confesaba que con todas estas disposiciones no había conseguido los frutos deseados.

El pueblo humilde, obediente e inclinado a la piedad, encontraba muchos obstáculos por culpa de los militares residentes en Ceuta —decía el obispo de aquella diócesis—, cuya vida licenciosa corrompía las costumbres. El mal ejemplo venía también de muchos delincuentes exiliados en dicha ciudad y del trato con los moros. Algunos obispos, como los de Mondoñedo y Santander, llegaron a pedir la restauración de la Inquisición, porque atribuían la decadencia moral a la falta de dicho tribunal, que en épocas pasadas había conservado la pureza de la fe y de las costumbres.

Si hubiera que hacer una síntesis apretada sobre la conducta del pueblo en este período tan agitado y convulso de la historia de la Iglesia en España, habría que decir que la adhesión a la fe y a las tradiciones de los antepasados se mantuvieron por lo general y la unión constante a los obispos legítimos fue, quizá, la característica más saliente. Nótese que durante estos años se intensificó la propaganda protestante. El obispo de Valladolid atacó duramente a los heterodoxos, que desprestigiaban el dogma, las buenas costumbres y el sacerdocio; pero sus campañas no llegaron a penetrar en el pueblo sencillo, como se demostró cuando la situación religiosa de la nación volvió a su normalidad.

7.

 Situación religiosa en los territorios carlistas

Pocos días después del fallecimiento de Fernando VII estalló la primera guerra carlista. A principios de octubre de 1833, Bilbao se sublevó en defensa de los fueros y privilegios, a la vez que proclamaba rey al infante D. Carlos, hermano del monarca fallecido. En Talavera de la Reina tenía lugar el primer levantamiento carlista. La guerra civil se extendería un año más tarde —durante el último trimestre de 1834— por el Maestrazgo, Cataluña y la Mancha, y no conocería su final hasta el tratado de Vergara (31 agosto 1839).

Don Carlos tuvo representantes no oficiales en Roma desde el comienzo de la guerra. A través de ellos, la Santa Sede conocía, parcialmente, la marcha del conflicto y las actividades de los gobiernos liberales de Madrid. A los enviados de D. Carlos se unieron otros personajes, eclesiásticos y laicos, adictos incondicionales a la causa del pretendiente, acogidos favorablemente en la corte pontificia.

Dos fueron los agentes de D. Carlos que llegaron a tener influjo decisivo en la conducta observada por la Santa Sede durante estos años con respecto a la situación española. El primero fue el antiguo secretario de la Embajada española, Paulino Ramírez de la Piscina, quien, al cesar el embajador Labrador, no quiso encargarse de los negocios pendientes y quedó en Roma como ciudadano privado, aunque la documentación existente en el Archivo Vaticano demuestra que estuvo en estrecho contacto con los secretarios de Estado de Gregorio XVI, los cardenales Bernetti y Lambruschini, y que defendió los intereses de D. Carlos.

El segundo agente carlista de relieve fue el capuchino Fermín de Alcaraz, en el siglo Fermín Sánchez Artesero (1784-1855). Es un personaje que ha pasado inadvertido, y, sin embargo, se trata de una figura clave para comprender la actitud de la Santa Sede en favor de D. Carlos, ya que influyó directamente sobre el papa, sobre el cardenal Lambruschini y sobre sus más directos colaboradores en la Secretaría de Estado: Capaccini, Brunelli y Vizzardelli. La documentación vaticana muestra la intensa actividad de este fraile, más intrigante que inteligente. Sus numerosas cartas, informes, noticias, escritos, etc., revelan gran capacidad de trabajo y descubren la red de información de que disponía, a la vez que ponen en evidencia su constante parcialidad y tendenciosidad al enjuiciar la situación española y las actuaciones del Gobierno de Madrid. Exageraba la importancia de las efímeras victorias carlistas con el fin de mantener el prestigio de D. Carlos. Muchos obispos exiliados dirigieron sus cartas personales al papa a través del P. Fermín, quien contestaba, en algunos casos, por mandato expreso del pontífice. La Congregación de Asuntos Extraordinarios le encargó varios estudios sobre las diócesis españolas y la del Concilio le confió la revisión de algunos informes presentados por los obispos con motivo de la visita ad limina. Particular interés encierran sus votos sobre las de Astorga y Barcelona, donde el capuchino descubrió su total aversión a las novedades eclesiásticas introducidas por los liberales de Madrid y atacó duramente a los dos obispos —Torres Amat y Martínez San Martín respectivamente—, que compartían en gran parte la política religiosa del Gobierno. Llegado a Roma en 1835 para asistir, como delegado de las provincias capuchinas de España, al capítulo de su Orden, el P. Fermín recibió de D. Carlos facultades extraordinarias para «tratar de importantes y delicados asuntos relativos a nuestra santa religión y al Estado». En la correspondencia personal entre D. Carlos y Gregorio XVI se confirma que el capuchino contaba con el apoyo incondicional del pretendiente y con la confianza del papa.

He querido insistir en la personalidad de este capuchino y en su estancia en Roma porque explican la política religiosa de D. Carlos y las concesiones pontificias para su territorio, donde otros obispos —Abarca, de León; Herrero Valverde, de Orihuela, y López Borricón, de Mondoñedo— desempeñaban el ejercicio legítimo de la jurisdicción eclesiástica. Nótese que en las zonas ocupadas por las tropas carlistas no existía sede episcopal alguna; por ello, la primera misión de los agentes de D. Carlos en Roma consistió en normalizar este asunto. Se explotó para ello el deplorable estado en que se hallaban las diócesis controladas por el Gobierno liberal de Madrid y el buen espíritu que reinaba en el territorio carlista gracias a la protección que el pretendiente dispensaba a la Iglesia. Ramírez de la Piscina no dudaba en declarar en 1835 que «las inauditas atrocidades cometidas hasta ahora por la revolución española contra la religión y sus ministros han amargado profundamente el ánimo del rey, mi augusto señor, el cual es más sensible a los daños que los revolucionarios españoles preparan contra nuestra sagrada religión que a la guerra desencadenada contra sus legítimos derechos al trono. El cuadro que hoy presenta España, desolada por el ciego furor de la irreligiosidad y el obstinado espíritu ateo, tortura el religioso corazón de S. M., que no puede consentir que la Iglesia española, tan floreciente hasta hace poco, se vea hoy destruida por los enemigos de Dios».

El obispo Abarca, por su parte, insistía por escrito al papa para que atendiera las peticiones de D. Carlos. Gregorio XVI accedió verbalmente —no consta documento escrito— y concedió al pretendiente todas las facultades necesarias para que pudiese conferir el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica en sus territorios a persona de su confianza. Dicha concesión verbal del pontífice llegó a D. Carlos a través del P. Altemir, franciscano, a quien el nuncio Amat calificó de ambicioso e intrigante. Pero D. Carlos exigía más, y a raíz de la alocución pontificia del l.° de febrero de 1836 comunicó a Gregorio XVI que había hecho propia la causa de la religión católica, declarando nulas todas las reformas introducidas por los liberales, nombrando protectora de sus ejércitos a la Virgen de los Dolores y permitiendo que se refugiasen en sus territorios todos los eclesiásticos huidos de la zona isabelina. Con el fin de evitar intromisiones en los asuntos estrictamente eclesiásticos, D. Carlos llegó a pedir el nombramiento de un representante pontificio, con facultades solamente espirituales.

Es cierto que existía un problema de vacío de jurisdicción eclesiástica, ya que muchos de los clérigos huidos desde la zona isabelina habían perdido toda comunicación con sus legítimos superiores. La Santa Sede se mostró favorable a la petición de D. Carlos, y el 10 de agosto de 1836 concedió al obispo Abarca todas las facultades ordinarias y extraordinarias para el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica sobre los sacerdotes y religiosos que no pudieran mantener comunicación son sus ordinarios. Sin embargo, el obispo de León no aceptó el encargo, porque era primer ministro de D. Carlos, y propuso en su lugar a los canónigos Velarde, de Santiago, y Estevan, magistral de Osma. La Santa Sede no accedió, y Abarca quedó como delegado espiritual.

Don Carlos planeó entre tanto un ambicioso proyecto de restauración religiosa que nunca llegó a realizar, pues la victoria de las armas no le fue favorable.

Las facultades concedidas al obispo Abarca se dividieron después con el de Mondoñedo, López Borricón, nombrado vicario castrense del ejército carlista. Durante la guerra, en territorio carlista se celebraron misiones populares y el pueblo pudo usar la bula de la Cruzada, con renovación anual del indulto. El Gobierno de Madrid reaccionó ante ciertos abusos cometidos por los subdelegados del obispo Abarca, que llegaban a entrometerse en territorios de la zona isabelina, creando confusión y desconcierto entre la población católica, donde no eran válidas las facultades concedidas por el papa para la zona carlista.

Don Carlos contrajo matrimonio en 1838 con la primogénita del rey de Portugal, María Teresa de Braganza, princesa de Beira. Por entonces escribió al papa proponiéndole la fundación de un instituto religioso para desagraviar al Santísimo Sacramento, ya que se consideraba sucesor de reyes católicos como San Fernando y San Luis. En Roma se advirtió que éstas no eran iniciativas del monarca, sino de sus más exaltados colaboradores; por ello Gregorio XVI le aconsejó personalmente la máxima prudencia y moderación, con el fin de evitar desviaciones peligrosas. Tras la firma del convenio de Vergara y la huida de D. Carlos a Francia, la Santa Sede siguió de cerca el destino del pretendiente, cuya causa perdió todo el interés y la simpatía que había despertado en la corte pontificia, si bien «la derrota y el alejamiento del poder le valieron recuperar su prestigio de incontaminado símbolo, hecho puro esquema platónico, solución inédita frente a los errores y excesos del campo contrario».

8.

 El episcopado isabelino

De la nueva generación de obispos que surgió a partir de 1847 salió buena parte de los protagonistas españoles del Vaticano I y de la revolución del 68. Martín Tejedor, que ha estudiado concienzudamente la documentación vaticana, nos ofrece los rasgos quizá más acertados sobre estos obispos, que él divide en dos generaciones: la desamortizada y la africana, pues la revolución desamortizadora y la guerra de África son dos puntos de referencia generacional para los obispos españoles del segundo tercio del XIX.

A raíz de la legislación desamortizadora y de la política religiosa de los gobiernos liberales de los años 30 y 40, nació en la Iglesia española un neorromanismo, caracterizado por una ostensible ortodoxia doctrinal y por un ultramontanismo cada vez más acentuado. Perdido el apoyo del Estado, la Iglesia española buscó el respaldo moral de la Santa Sede, que defendió los intereses económicos del clero español en las gestiones que precedieron al concordato de 1851 y en la legislación posterior. El pontificado se mitificó, y la persona del papa se convirtió en el centro de atención de los obispos españoles por devoción y por gratitud. Por eso, la jerarquía postrevolucionaria vio en el primado del pontífice un apoyo seguro frente a la hostilidad de un sistema liberal laico. La legislación desamortizadora hirió profundamente a la jerarquía y a toda la Iglesia española; de ahí que la actitud general de los obispos durante la segunda mitad del XIX fuera defensiva y cerrada a cualquier novedad o progreso que pudiera alterar el equilibrio existente en la sociedad eclesiástica y civil.

El concordato de 1851 permitió a la Iglesia reorganizar sus cuadros y actualizar actividades suspendidas durante muchos años. La política moderada que siguió al bienio progresista facilitó un nuevo acercamiento entre la Iglesia y el Estado, hasta el punto de que la primera se convirtió en un elemento indispensable de estabilización social ante la grave situación política del país. La guerra de África, afirma Martín Tejedor, «marca el punto culminante de esta simbiosis entre la Iglesia y el régimen político. La acción contra un enemigo exterior produjo una entusiasta unanimidad nacional; la cruz de los eclesiásticos se erguía junto a la espada de O’Donnell, jefe de la Unión liberal; las batallas fueron cantadas por sus cronistas (Pedro Antonio de Alarcón) como triunfo de Cristo sobre la Media Luna y en términos de cruzada. Las pastorales de los obispos con motivo de esta guerra abundan en síntesis históricas en las que el ser de España queda definido por la unión entre la cruz y la bandera; unión que desde Recaredo ha sido la causa de todas las glorias patrias, las cuales han quedado truncadas por el mal sueño de la Ilustración y el liberalismo. Tales consideraciones muestran hasta qué punto se añoraba en las aspiraciones de la jerarquía española la España tradicional y hasta qué punto se consideraba a las nuevas ideas como algo de todo punto inasimilable».

El mismo autor describe a la generación episcopal «desamortizada» como más esencialista y gruesa en sus apreciaciones, pronta a reaccionar con decisión ante los graves problemas que ponían en juego la existencia de alguna realidad fundamental de la Iglesia. Exceptuando sus relaciones con el liberalismo, los obispos de esta generación tenían «un tono patriarcal y lleno de bonhomía conciliadora». Por el contrario, los de la generación «africana» eran mucho más puntillosos y sutiles. Insistieron en el cumplimiento fiel del concordato de 1851, sin darse cuenta de las dificultades del país, que impedían al Gobierno cumplir cuanto se había concordado con la Santa Sede. Su característica fundamental fue el integrismo dogmático, que se puso de manifiesto en el largo decenio que corre desde el bienio progresista (1854-56) hasta la revolución de 1868, con un compromiso total e incondicionado con el trono de Isabel II. En este largo decenio, el arzobispo Claret fue una figura clave, porque desde su puesto de confesor de la reina ejerció gran influjo para la selección de candidatos al episcopado, hecha con tanta habilidad, que el nuncio Barili los aceptó sin dificultades en la mayoría de los casos. Pero hay que tener en cuenta que Claret actuó siempre de acuerdo con el nuncio, quien le transmitía fielmente las instrucciones recibidas de Roma. De esta forma se llegó a la deseada restauración de la unión Altar-Trono, muy semejante a la del Antiguo Régimen. La revolución del 68 rompió esta armonía, que no todos los prelados, en particular los de la generación «desamortizada», compartían.

Hay que reconocer que la estabilidad política de esos doce largos años y la presencia ininterrumpida de Claret en la corte y de Barili en la Nunciatura permitieron a la Santa Sede la formación de un cuadro episcopal al servicio de un pontífice empeñado en una estéril batalla contra el liberalismo y en defensa del poder temporal. La publicación del Syllabus en España y la participación de los obispos en el concilio Vaticano I mostraron el alto grado de fidelidad y total adhesión de la jerarquía española a la cátedra de Pedro.

Aunque las clasificaciones nunca son exactas, y en el presente caso pueden ser corregidas a medida que los estudios monográficos sobre los obispos del XIX vayan progresando, sin embargo, estimo que como orientación puede servir la división que Martín Tejedor hace entre las generaciones «desamortizada» y «africana». En la primera incluye a los obispos López Crespo (Santander), García Antón (Tuy), Carrión (Puerto Rico), Argüelles Miranda (Astorga), Uriz Labayru (Pamplona), Pérez Fernández (Málaga), García Gil (Zaragoza), Ríos Lamadrid (Lugo), Ma-rrodán (Tarazona), García Cuesta (Santiago), Caixal Estradé (Urgel), Iglesias Barcones (patriarca de las Indias), Landeira (Cartagena), Puigllat (Lérida), Félix (Tarragona), Lastra (Sevilla), Brezmes (Guadix), Barrio (Valencia), Cuesta (Orense), Monserrat (Barcelona), Rosales (Almería), Ramírez (Badajoz), Bonet (Gerona), Claret (titular de Trajanópolis), Benavides (Sigüenza), Núñez (Coria) y Cubero (Orihuela). En esta generación se dan algunas inserciones de elementos ajenos a la misma. Este es el caso de los carlistas Caixal y Marrodán y del obispo de Orihuela, Cubero, cuya ausencia de actitud eclesial fue evidente durante esos años y tras la Restauración. Las figuras más destacadas de este grupo fueron García Gil y Monserrat, competentes intelectualmente, cuya prudencia, madurez y discreción se pusieron de manifiesto durante el sexenio revolucionario.

En la generación «africana» se pueden incluir los obispos Gil Bueno (Huesca), Jaume (Menorca), Monescillo (Jaén), Payá (Cuenca), Crespo Bautista (auxiliar de Toledo), Blanco Lorenzo (Avila), Martínez Sáez (La Habana), Vilamitjana (Tortosa), Arenzana (Calahorra), Urquinaona (Canarias), Rodrigo Yusto (Burgos), Conde Corral (Zamora), Lozano (Palencia), Martínez Santa Cruz (Manila) Lluch (Salamanca), Moreno (Valladolid), Monzón (Granada), Jordá (Vich) y Sanz y Forés (Oviedo). Los más destacados fueron Monescillo y Moreno; ambos llegaron a ser, años más tarde, cardenales de Toledo. El primero brilló como escritor y orador. Payá se manifestó en el Vaticano I romanista exaltado y defensor de la infalibilidad, aunque con buena base doctrinal gracias a su formación sólida. Otro devoto del pontificado fue Vilamitjana, mientras Blanco Lorenzo trató de acercar la figura de Pío IX al pueblo. El carlista Martínez Sáez, obispo de La Habana, escritor fecundo y orador fogoso, cantó las glorias del Medioevo como ideal cristiano. Gran figura fue, igualmente, el obispo Sanz y Forés, cuya preparación intelectual y humana le convirtieron en uno de los protagonistas más destacados de la Iglesia española tras la Restauración.

9.

Iniciativas de carácter económico

Me detengo en esta materia porque su importancia y transcendencia superan los límites estrictamente económicos. Gran parte de la actividad pastoral de los obispos españoles del XIX, a partir de la normalización de las relaciones con la Santa Sede en 1848, estuvo centrada en la recuperación del poder económico perdido con las medidas desamortizadoras. Esto nunca pudo conseguirse, aunque el concordato del 51 garantizó la ayuda estatal a la Iglesia. Por eso prosperaron las iniciativas entre el pueblo, que fue tomando conciencia de la necesidad de sostener al clero. Nos faltan estudios sobre la entidad de las aportaciones económicas de los católicos españoles a la Iglesia cuando la naciente sociedad industrial sentaba las bases del capitalismo moderno. Podemos indicar solamente algunos jalones, los más representativos, los que la jerarquía organizó y fomentó en dirección a Roma, porque descubren el grado de adhesión del episcopado al pontífice.

Las ayudas económicas masivas al papa comenzaron a organizarse durante el pontificado de Pío IX, ya que no consta que existiese en épocas precedentes iniciativa alguna en este sentido. Al papa se le ayudó desde España con donativos en metálico y con regalos. El hito más significativo en esta larga historia que dura hasta nuestros días lo puso el episcopado en 1850 al ofrecer al pontífice la cantidad de 600.000 reales tras las insistencias del nuncio Brunelli, quien, siguiendo las sugerencias recibidas del cardenal Antonelli, consiguió reunir la suma indicada en momentos económicamente poco felices para la Iglesia española. Los arzobispos de Toledo (Bonel), Tarragona (Echánove) y Sevilla (Romo) entregaron 35.000 reales cada uno. Los cuatro restantes de Santiago (Vélez), Valencia (Garda Abella), Zaragoza (Gómez de las Rivas) y Granada (Folgueras) dieron 25.000. Las aportaciones individuales de los obispos fueron desde 20.000 hasta 6.000 reales, según las posibilidades de cada uno de ellos. El arzobispo de Burgos, Alameda, antes de salir de su antigua sede de Santiago de Cuba había entregado 10.000, y el de Orihuela, Herrero Valverde, parece ser que no colaboró en esta empresa, aunque se justificó diciendo que había hecho personalmente un donativo al papa.

A esto hay que añadir, durante la nunciatura de Brunelli (1847-53), el frecuente intercambio de objetos artísticos y preciosos entre Pío IX e Isabel II, tanto de carácter sagrado como de valor profano. Tras la firma del concordato de 1851 se intensificó este capítulo, y después del bienio progresista (1854-56), siendo nuncio Barili, las ayudas económicas de la Iglesia española no se limitaron a la persona del papa o a las necesidades de los Estados Pontificios, sino que se atendieron otras exigencias de la Iglesia universal por medio de colectas organizadas en todas las diócesis, cuyas recaudaciones eran enviadas a través de los dicasterios de la curia romana. Este fue el caso de las aportaciones para la misión católica de Trípoli en 1864, para la diócesis de Ginebra y para el clero de Polonia en 1865 y para la catedral de Londres en 1866. En estas iniciativas, el nuncio y los obispos contaron con la valiosa colaboración de la revista La Cruz y de su director, León Carbonero y Sol, que las fomentaba y difundía.

La situación económica de los Estados Pontificios se agravó sensiblemente tras el bienio 1859-60, cuando las regiones sublevadas de Emilia, Romagna, Toscana y Umbría quedaron anexionadas definitivamente al reino de Italia. Vino después, en mayo de 1860, la derrota de Castelfidardo, y al papa le quedó solamente Roma y una parte del Lazio situada entre Viterbo y Frosinone. Lógicamente disminuyeron los ingresos del Estado pontificio, y para resolver el apuro de Pío IX, se promovió entre las naciones católicas un Empréstito Pontificio al 5 por 100, si bien anteriormente se había intentado el mismo sistema sin conseguirlo. En Francia y Bélgica se obtuvieron buenos resultados, pero parece ser que el éxito mayor lo dio España, donde se llegaron a recaudar 4.253.700 francos franceses, equivalentes, aproximadamente, a 16 millones de reales. La banca A. Miranda Hermanos aseguró el pago de las rentas a los accionistas que cedieron sus acciones en beneficio del papa, y desde el primero de enero de 1867 la banca Rotschild se encargó de este asunto. El sistema era muy simple, ya que, tras la publicación del Empréstito por el papa, el nuncio lo circulaba a los obispos, quienes lo daban a conocer en sus boletines diocesanos. Contribuyeron notablemente a esta empresa periódicos y revistas católicos como El Pensamiento Español y La Cruz. Juntas diocesanas y parroquiales recaudaban los fondos. El dinero se transmitía a la Nunciatura, que remitía los títulos provisionales a las diócesis, las cuales los distribuían a los suscriptores. Pagados cuatro plazos, se canjeaban por títulos definitivos, tras lo cual las juntas hacían un nuevo llamamiento para que los suscriptores cediesen sus acciones o las rentas de las mismas en favor del papa; y esto ocasionó problemas en algunas ocasiones, ya que hubo accionistas que exigieron justamente los intereses.

Si el Empréstito Pontificio fue una iniciativa que partió de Roma, otras nacieron en España con el fin de ayudar al papa en su grave situación económica; y entre éstas hay que destacar la asociación del Dinero de San Pedro, que no debe confundirse con el óbolo de San Pedro. Desde su llegada a España, el nuncio Barili promovió la recaudación de fondos para ayudar a Pío IX. Su correspondencia epistolar con los obispos sobre este particular fue muy intensa, y estuvo encaminada, por una parte, a conseguir dinero para paliar los efectos de la desastrosa situación financiera de los Estados Pontificios, y, por otra, intensificar el ultramontanismo, ya floreciente en otros países, mitificando la figura del papa ultrajado, vilipendiado y abandonado, de forma que las adhesiones de veneración y afecto que el nuncio transmitía constantemente a la Secretaría de Estado constituían una inyección moral en el ánimo del pontífice. Desde 1860 comenzó la recaudación, y ya en 1861 fue aprobada la asociación del Dinero de San Pedro de Barcelona. En 1866, el 22 de noviembre, Barili reunió en el palacio de la Nunciatura a un grupo de católicos comprometidos, pertenecientes a la aristocracia, alta burguesía y exponentes políticos ultramoderados, que dieron vida a una asociación a escala nacional. Intervinieron en dicha reunión institucional algunos fundadores de la futura Asociación de Católicos, como el marqués de Viluma, Cándido Nocedal y Antonio Aparisi y Guijarro, y además los marqueses de Villafranca, de Baamonde, de Santa Cruz y de Albranja, los conde de Sástago y Superunda, el escritor y académico Santiago de Tejada, Manuel Beltrán de Lis y José Huet. Desde el comienzo se acordó que la asociación —que entonces comenzó a llamarse Obra Católica del Dinero de San Pedro— sería exclusivamente religiosa, caritativa y espontánea, estaría bajo la protección de los obispos y tendría una junta diocesana, encargada de controlar las actividades de las juntas parroquiales. En las gestiones fundacionales tuvieron también parte activa Ramón Vinader, que en 1868, sería secretario de la Asociación de Católicos, y el abogado valenciano Ramón de Ezenarro, después sacerdote, que fue provisor y vicario general del obispo Costa y Borrás en Lérida, Barcelona y Tarragona y más tarde editó sus escritos. Ezenarro fue desde 1869 abreviador de la Nunciatura.

La Obra del Dinero de San Pedro sufrió las consecuencias de la revolución del 68, ya que prácticamente quedó paralizada desde octubre de dicho año, a la vez que la situación económica del papa era cada vez más precaria. Por otra parte, cuando el clero sufría en España las restricciones impuestas por el Gobierno revolucionario y el culto no conseguía la mínima dotación estatal, parecía absurdo promover colectas entre los fieles para ayudar al pontífice. Por ello, cuando en 1871 la Asociación de Católicos intentó organizar de nuevo el Dinero de San Pedro, no lo hizo tanto para recaudar fondos cuanto para «excitar pacífica, legal y espontáneamente el espíritu católico». Sin embargo, el restablecimiento de las actividades que dicha obra comportaba encontró dificultades por parte de varios obispos, que, aunque en principio aprobaron la iniciativa y se mostraron favorables a la difusión de la obra, prefirieron que se trabajase en silencio y en espera del cambio político. En esta línea se situaron los cardenales De la Lastra y García Cuesta, de Sevilla y Santiago, y los arzobispos de Valencia, Barrio, y Granada, Monzón. En cambio, el arzobispo de Zaragoza, García Gil, se mostró abiertamente favorable a una inmediata restauración de la obra, porque decía: «Aunque no debemos, en verdad, prometernos esas grandes colectas que vienen realizándose en Alemania, Bélgica, Inglaterra, Estados Unidos, etc., ni tenemos las riquezas ni la libertad de esos países para obrar, pero llenaremos nuestros deberes filiales para con el mejor de los padres y haremos ver que el pueblo español, en su inmensa mayoría, no ha degenerado aún de su antigua fe ni de su acrisolada piedad». Pero fue solamente tras la Restauración cuando las colectas y ayudas al papa volvieron a su antiguo esplendor, e incluso se superaron con creces anualmente los cálculos más optimistas, debido, por una parte, a la pérdida total del poder temporal, y, por otra, a la edad avanzada del pontífice, que despertaba el entusiasmo y admiración de los católicos, porque Pío IX había sobrepasado los años de Pedro al frente de la Iglesia.

10.

Desarrollo del protestantismo

En una Historia de la Iglesia en la España contemporánea es oportuno detenerse, aunque brevemente, en la reaparición y desarrollo del protestantismo, que tuvo como punto de partida el año 1835, cuando el pastor metodista inglés Rule inició sus actividades en nuestra Península. La política religiosa de los gobiernos liberales que se alternaron en el poder durante la minoría de edad de Isabel II favorecieron la infiltración protestante en España. Las sociedades bíblicas intensificaron sus esfuerzos para difundir ediciones de la Biblia sin notas ni comentarios. La sociedad londinense financió al cuáquero Jorge Borrow, propagandista prestigioso, autor de un famoso libro, La Biblia en España, que tuvo gran difusión entre los años 1837 y 1840. El mismo Borrow distribuyó entre los gitanos el evangelio de San Lucas en romaní y después en vascuence.

En 1849 apareció en Londres la primera revista protestante española, titulada El Catolicismo Neto, y en 1855 se fundó en Escocia la primera sociedad misionera, llamada Spanish Evangelization Society.

El catedrático de la Universidad de Valladolid Luis de Usoz y Río (t 1865) publicó una importante colección de clásicos protestantes del siglo XVI, bajo el título general de Biblioteca de los Reformistas Antiguos Españoles.

La propaganda protestante comenzó a difundirse por Andalucía desde Málaga, Cádiz y Sevilla, adonde llegaba a través de Gibraltar. Rápidamente se formaron Comunidades protestantes en dichas ciudades, y también en Barcelona y Mahón. Pero los progresos de las mismas fueron escasos, debido en parte a las medidas represivas de los gobiernos liberales moderados. En 1856 fue desterrado el evangélico catalán Ruet, condenado por apostasía de la religión católica. Su discípulo Matamoros fue encarcelado en Barcelona años más tarde, mientras otros dirigentes de las nacientes comunidades sufrían persecución en varias ciudades. El proceso celebrado en Granada, en 1863, tuvo repercusiones internacionales tan fuertes, que Isabel II conmutó las penas impuestas —oscilaban entre los siete y nueve años— por el destierro. Los ecos de este escandaloso proceso llegaron hasta la Santa Sede en momentos en que la unidad católica era fundamental para el mantenimiento del poder temporal de la Iglesia. La documentación conservada en el archivo del nuncio Barili ayudará a descubrir aspectos inéditos de este singular proceso de fe.

Tras la revolución del 68 pudieron regresar a España los protestantes desterrados y la libertad de cultos sancionada en la Constitución de 1869 permitió la reapertura de templos y la libre reorganización de varias comunidades. El primer sínodo de la Iglesia Reformada Española comenzó en Sevilla el 15 de julio de 1869. Buena parte de las actividades de los protestantes durante esos años se orientaron hacia la educación y enseñanza en las escuelas primarias. Siguió en 1873 la creación del Seminario Teológico en el Puerto de Santa María. A esto se unió la intensa propaganda en libros, folletos y revistas.

Con la Restauración monárquica de Alfonso XII, la actividad de las comunidades protestantes disminuyó sensiblemente. La Santa Sede insistió al Gobierno de Madrid para que se prohibiese a las sectas disidentes y a los hebreos el ejercicio público de sus cultos, porque el «sentimiento exclusivamente católico, conexo con la historia y con las tradiciones de la nación», se había mantenido durante el período revolucionario, a pesar «de que en numerosos puntos de la Península se habían erigido capillas protestantes y sinagogas israelíticas y se publicaban periódicos y revistas anticatólicos».

En 1875, la situación de los protestantes españoles era la siguiente: en Madrid tenían ocho capillas y escuelas evangélicas en los territorios de las parroquias de San Sebastián, San Ildefonso, San Martín, San Andrés, Chamberí, San José, San Millán y San Marcos. En Barcelona había tres capillas evangélicas y una metodista, con las respectivas escuelas. Dos escuelas metodistas había también en San Martín de Provensals o Poblé Nou y una capilla-escuela evangélica en Hostalfranchs. Una capilla existía en Santander, otra en Huelva, otra en Jerez de la Frontera, Cádiz, San Fernando, Algeciras, Córdoba y Granada, mientras que en Sevilla eran tres las abiertas al culto. En Mahón había cuatro escuelas evangélicas y metodistas, y dos en San Carlos.

La Constitución de 1876 admitió la libertad religiosa, pero excluyó cualquier manifestación pública de los cultos acatólicos.

 

 

 

 

 

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