HISTORIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.La Iglesia en la España contemporánea (1808-1975).
SEGUNDA PARTE EL LIBERALISMO EN EL PODER
(1833-68)
Por Vicente Cárcel Ortí
Capítulo I
DEL ANTIGUO AL NUEVO
REGIMEN
1.
Panorama político
Las postrimerías del Antiguo Régimen coincidieron
en España con el final del reinado de Fernando VII, fallecido en 1833, y el
inicio del de su hija Isabel II, que durante su minoría de edad estuvo
bajo las regencias de su madre María Cristina (1833-40) y del general
Espartero (1840-43). Durante el decenio de las dos regencias se consolidó
en España el sistema liberal, tras los conatos fallidos de 1812 y del trienio
constitucional (1820-23).
La estrecha vinculación existente entre la Iglesia
y el Estado en esos años cruciales, que marcaron el paso del viejo al nuevo
régimen, obliga a prestar la debida atención tanto a la política religiosa
de los gobiernos liberales españoles como a la actitud de la Santa Sede
ante la nueva situación nacional cuando la pasada centuria iniciaba su segundo
tercio.
En el complejo mundo de tales relaciones hay que
destacar un primer problema, fundamental y decisivo, que acaparó la atención de
los dos poderes —temporal y espiritual—, porque los intereses que en
el mismo se ventilaban eran de capital importancia para ambos. Me
refiero a la grave cuestión dinástico-política, aunque en realidad eran
dos asuntos distintos, pero íntimamente relacionados, que turbaron la última
enfermedad de Fernando VII y abrieron un expediente que en nuestros días
sigue pendiente: la sucesión de Isabel II, hija del monarca difunto, y las
pretensiones al trono de D. Carlos María Isidro de Borbón (17881855), hermano
mayor del rey fallecido, y, por consiguiente, tío de la nueva reina, niña
de apenas tres años.
Para comprender la actitud de la Santa Sede y la
conducta de la Iglesia española ante esta compleja situación, es necesario
remontarse hasta el año 1830, cuando ocurrieron los sucesos de La Granja Tras el fallecimiento de la tercera
esposa de Fernando VII, María Josefa Amalia de Sajonia (1801-29), el problema
de la sucesión a la corona de España se planteó de forma inquietante,
porque, si Fernando VII moría sin descendencia directa, su hermano D.
Carlos heredaba legítimamente la corona, mientras que, si el monarca contraía
nuevas nupcias y obtenía sucesión, D. Carlos quedaba excluido para siempre
del trono.
Lo que preocupaba en aquellos momentos no era
tanto la descendencia física de Fernando VII cuanto los intereses políticos que
no ocultaban los dos grupos o tendencias identificados con los dos hermanos.
Las «dos Españas», cuyas manifestaciones ideológicas
irreconciliables habían quedado ampliamente demostradas durante las Cortes
de Cádiz y en el trienio, contaban, al comenzar los años treinta, con los
dos primeros personajes de la familia real como símbolos. El rey y su
hermano no encabezaban sus reivindicaciones, pero sí las amparaban y
justificaban.
La radiografía de los dos únicos partidos entonces
existentes nos permite trazar, a grandes rasgos, el hilo conductor que les
movía. Me refiero a los moderados y a los realistas. Es verdad que se
trata de términos un tanto imprecisos, especialmente el primero, porque
elementos moderados los hubo en todos los partidos políticos entonces y
más tarde, es decir, en el constitucional, en el realista y después en el
isabelino y en el carlista. Pero entendemos por moderados a cuantos defendían
la soberanía real sin limitaciones institucionales y con un verdadero deseo de
reforma administrativa y económica del país, que debería hacerse desde el
vértice, siguiendo los cánones establecidos por el despotismo ilustrado o el sistema
napoleónico. Lo formaban una minoría de intelectuales, militares y altos
funcionarios, entre quienes abundaban los afrancesados. Era un grupo de
«élite», sin base popular. Los realistas, llamados también entonces
apostólicos o carlistas, tenían un arraigo popular mucho mayor, pero en sus
filas militaba un conglomerado muy heterogéneo, cuyo elemento aglutinante era
la defensa del monarca absoluto y de la religión católica, como fundamentos
sólidos de la sociedad, si bien existían en su seno varias tendencias. Por
una parte, los conservadores a ultranza, fieles a la estructura
político-económica existente, y, por otra, os que simpatizaban con el
despotismo ilustrado; y no faltaban incluso quienes soñaban con una reforma
institucional, restaurando las antiguas Cortes estamentales. Entre los
«realistas» había muchos eclesiásticos, enemigos del filosofismo, del
jansenismo tardío y del regalismo, si bien en política religiosa estos
elementos eran prácticamente comunes a los moderados y liberales. Aunque la
corriente realista reformista se mostró muy pujante durante la guerra de la
Independencia, sin embargo, tras la polémica anticonstitucionalista,
quedó relegada a segundo plano, y en lo sucesivo dominó la corriente
conservadora, enemiga de cualquier reforma.
A estas dos fuerzas políticas habría que añadir
los «liberales», que actuaban solamente desde el extranjero, ya que tras la
dura represión de 1824 vivían en el destierro.
Que el cuarto matrimonio de Fernando VII tenía
repercusiones políticas decisivas, resultaba a todas luces evidente. Por ello,
aunque la esposa elegida, María Cristina de Borbón, hija del rey de
Nápoles —contrajo nupcias con el rey el 11 de diciembre de 1829—,
ofrecía todas las garantías que ambos grupos podían exigir, sin embargo,
los partidarios de D. Carlos se preocuparon inmediatamente por la
descendencia de la joven reina, que pondría en peligro la candidatura
del infante. A esto hay que añadir la publicación de la pragmática sanción
en 1830 (sucesos de La Granja).
En 1713, Felipe V había implantado en España la
ley sálica, que excluía a las mujeres del trono, mientras hubiese descendencia
masculina en la rama directa o colateral. Con ello derogó la ley secular de
la monarquía española contenida en las Partidas, que no hacía distinción de
sexos. Pero Carlos IV en 1789 dio la pragmática sanción, que derogaba la ley
sálica de Felipe V, y restableció el antiguo orden de sucesión a la corona.
Dicha pragmática, aprobada por las Cortes, nunca fue sancionada ni promulgada
por el rey. Fernando VII en 1830 no hizo más que sancionar y promulgar lo
que su padre no había hecho. Pocos meses después, el 10 de octubre de 1830,
nació la primera hija de Fernando VII, que fue declarada heredera al trono y
recibió el nombre de María Isabel Luisa. En adelante se le llamará Isabel
II.
2.
La Iglesia ante la sucesión de Fernando VII
El problema sucesorio se planteó inmediatamente, y
las implicaciones eclesiásticas del mismo no tardaron en aparecer. Muchos
sacerdotes dudaron de la obligatoriedad de mencionar a la heredera en la
oración Et fámulos, que por privilegio de los papas Pío V (1566-72)
y Gregorio XIII (1572-85) se recitaba en las misas. Algún obispo fue acusado
de negligencia, y el ministro de Gracia y Justicia, Calomarde (1773-1842), urgió el cumplimiento de dicha norma.
Al mismo tiempo comenzaron los primeros
disturbios, que en las provincias del Norte se transformaron en violencias. La
situación se agravó en 1832, tras el nacimiento de la infanta María Luisa
Fernanda, segunda hija de Fernando VII, que acabó con las esperanzas de
cuantos todavía confiaban en la descendencia masculina del monarca,
enfermo de gravedad. La muerte inminente del rey podía complicar el ya
confuso panorama político español; por ello María Cristina trató de comprometer
a su cuñado D. Carlos a favor de su hija Isabel a cambio de su
participación en el gobierno de la nación. D. Carlos no aceptó
el compromiso, y por ello se restableció la ley sálica, derogando
previamente la pragmática sanción de 1830. Pero dos años más tarde, el 31 de diciembre
de 1832, Fernando VII firmó una declaración que anulaba cuanto había
ocurrido en La Granja y restableció la pragmática sanción. De esta forma
quedaron definitivamente consolidados los derechos de la sucesión
femenina, que provocaron los primeros pronunciamientos carlistas.
Entre tanto habían comenzado a percibirse los
síntomas de un inminente cambio político. La crisis ministerial de octubre de
1832 permitió la subida al poder de algunos liberales moderados. Durante la
enfermedad del rey, su esposa María Cristina se hizo cargo del despacho de
todos los asuntos, permitió la apertura de las universidades, dictó nuevas
reformas económicas, introdujo rigor y vigilancia en la administración
pública, concedió una amnistía general y autorizó el regreso de muchos liberales.
La enfermedad del rey creó un clima de
inestabilidad política, y mientras el Antiguo Régimen consumía inútilmente sus
últimas oportunidades, los nostálgicos del viejo sistema desencadenaban la
primera guerra carlista, en la que algunos eclesiásticos tuvieron participación
directa. Quejóse Fernando VII al papa Gregorio XVI de
que muchos clérigos hubiesen adoptado actitudes abiertamente beligerantes
durante su larga enfermedad, y pidió al pontífice que les exhortase a la obediencia
y a la paz. Gregorio XVI dirigió el 7 de marzo de 1833 una carta encíclica
a los obispos españoles, que no llegó a ser publicada porque el jefe del
gobierno, Cea Bermúdez (1779-1850), temió las consecuencias negativas que podía
provocar el documento pontificio entre el clero. En realidad, la encíclica
iba dirigida a los obispos, y éstos en su mayoría se mantuvieron fieles al
trono de Fernando VII y, salvo contadas excepciones, no mostraron
veleidades carlistas.
3.
El obispo de León, Joaquín Abarca
La excepción más significativa, aun antes de los
sucesos de La Granja, fue la del obispo de León, Joaquín Abarca. Aragonés,
paisano y amigo de Calomarde, el funesto
ministro de Justicia de Fernando VII, cuando fue presentado para la mitra
leonesa, Abarca era canónigo doctoral de Tarazona. Siempre demostró ser un
eclesiástico en el sentido más puro de la palabra —sanos principios, sólida
doctrina, ejemplar conducta y firmeza de carácter—, por lo que mereció
grandes elogios. Proverbiales fueron su vigor y energía al defender los
derechos de la Iglesia y su fidelidad incondicional al rey católico. Ello
explica que el mismo monarca apreciase las cualidades del prelado y le
confiase cargos de alta responsabilidad política, como miembro del Consejo
de Estado. Entró también en relación con el conde Solaro della Margarita (1792-1869), embajador sardo en
Madrid, por medio del cual trabó amistad con el nuncio Giustiniani
(1769-1843), quien tenía del obispo de León un elevado concepto. Abarca,
por su parte, nunca defraudó las esperanzas que la Santa Sede había puesto
en su influjo político y la confianza que continuamente le demostraba.
Cuando surgió el grave conflicto entre el Gobierno español y la corte
pontificia por los nombramientos de obispos americanos, Abarca fue el único que
defendió enérgicamente la decisión del papa, porque comprendía el alcance
y las consecuencias del problema. Abarca completaba el cuadro de sus
amistades con la relación personal, y también ideológica —en aquellos momentos—,
que le unía al influyente franciscano Fr. Cirilo Alameda (1781-1872),
quien treinta años después llegaría a ser cardenal-arzobispo de Toledo.
Abarca, Solaro y Alameda
simpatizaban abiertamente por D. Carlos cuando la cuestión carlista
todavía no había explotado. La causa de D. Carlos era para ellos
fundamental, porque el hermano del rey les parecía el único capaz de
devolver a España la antigua grandeza y de mantener los principios católicos
frente a los movimientos revolucionarios de inspiración liberal, que en España
tuvieron gran repercusión no obstante la tremenda represión política.
Durante el verano de 1827, Abarca llegó a ser una
figura clave de la jerarquía española, porque, al marchar en junio el nuncio
Giustiniani, creado cardenal, e impedir el Gobierno de Madrid la entrada
en territorio español al nuevo representante pontificio, el obispo de
León quedó encargado de la tutela de los derechos de la Santa Sede y
de otros asuntos eclesiásticos, a la vez que su amigo Solaro respondía de los súbditos pontificios y de la expedición de pasaportes.
Cuando el nuncio Tiberi (1773-1839) entró en la
plenitud de sus funciones en octubre de 1827, no ocultó su antipatía hacia
Abarca, debido no tanto a la gestión interina del prelado cuanto a las
pocas simpatías del nuevo nuncio por su predecesor y por el embajador
sardo en Madrid.
Tras los sucesos de La Granja, la presencia de
Abarca en la corte se hizo incómoda. La desaparición de su amigo y protector el
ministro Calomarde y la subida al poder de
algunos liberales moderados minaron la carrera política del obispo de León, que
fue obligado a residir en su diócesis. A principios de 1833 escapó para
esconderse en las montañas de Galicia, donde fue imposible localizarle, y nunca
más regresó a su sede episcopal. Dejó de ser miembro del Consejo de Estado
y se le quitó el sueldo que percibía y todos los privilegios que
disfrutaba. En carta a su cabildo explicó los motivos de la fuga,
fundamentalmente políticos.
Al mismo tiempo comenzó su actividad abiertamente
favorable a D. Carlos. Cuando Fernando VII prescribió el juramento de fidelidad
a Isabel II, Abarca escribió una carta pastoral exhortando a la
rebeldía, defendiendo los derechos del infante y atacando la política del
monarca. Fernando VII ordenó el arresto, proceso y secuestro de sus bienes, con
el consiguiente conflicto diplomático, porque en virtud del concilio de
Trento, que en España tenía fuerza de ley del Estado, sin
el consentimiento de la Santa Sede no se podía procesar a un prelado.
No satisfecho de su primera intervención, dirigió
Abarca a todos los obispos españoles un nuevo escrito contra el juramento de
Isabel II. Muchos de ellos lo quemaron. Escribió también al rey, cuando
faltaban cuatro meses escasos para su muerte, demostrándole con la
historia y la legislación antigua que las mujeres no sucedían al trono en
la corona de Aragón. Propuso una suspensión del juramento con el fin de
examinar detenidamente la cuestión y que se le dispensase de prestarlo.
Por último, escribió a su cabildo, recordándole que durante su voluntaria
ausencia la mitra no estaba vacante, y que, por tanto, él conservaba
la plenitud jurisdiccional, si bien delegaba en el mismo cabildo para
que pudiese ejercer legítimamente los poderes en caso de muerte del
vicario general o ante cualquier otra eventualidad, con el fin de evitar
un cisma. El Gobierno de Madrid había presionado a los canónigos
para que gobernasen la diócesis en ausencia del obispo, pero ellos se negaron,
y el cisma se evitó. El nuncio Tiberi observaba que
estas disposiciones eran tomadas por ministros regalistas que se entrometían en
asuntos eclesiásticos sin comunicarlas al monarca.
La actividad posterior del obispo Abarca estuvo
estrechamente relacionada con el desarrollo de la guerra carlista y con las
andanzas de D. Carlos, a quien desde el fallecimiento de Fernando VII mantuvo
absoluta fidelidad. Nótese que, mientras vivió el rey, Abarca le reconoció como
soberano y respetó siempre su monarquía. Al subir al trono Isabel II, la
ruptura fue total y definitiva.
He querido insistir en la actitud de este prelado
porque fue la única excepción de relieve en el episcopado y porque refleja la
mentalidad de un buen sector del clero en el período de transición del
viejo al nuevo régimen. En su momento veremos que otros eclesiásticos
—obispos y sacerdotes— pasaron a las filas carlistas. Ahora basta decir
que la fidelidad de la Iglesia a Fernando VII y a su hija Isabel II fue casi
total.
Capítulo II
REGENCIA DE MARIA CRISTINA
(1833-40)
1.
La nueva situación
político-religiosa
La situación comenzó a cambiar sensiblemente a
medida que los gobiernos liberales de la regencia Cristina intensificaron las
medidas anticlericales. Se ha dicho anteriormente que la reina gobernadora
adoptó una serie de disposiciones tendentes a ganarse las simpatías
liberales para fortalecer el trono de su hija Isabel II durante la
enfermedad de Fernando VII. Por su parte, los liberales podían llegar al
poder amparados en la legalidad institucional que representaba Isabel II —pese
a las contestaciones carlistas—, y por ello no debe sorprender que,
apenas fallecido el monarca (29 de septiembre de 1833), el Gabinete
presidido por Cea Bermúdez hiciese pública manifestación de fidelidad a
«la religión y la monarquía, primeros elementos de vida para la España».
Se prometió solemnemente que ambas instituciones serían respetadas y
protegidas «en todo su vigor y pureza» y que la religión, su doctrina,
sus templos y ministros serían el primero y más grato cuidado del
Gobierno. La demagogia era evidente, pero quizá en aquellos momentos de
transición no se podía decir otra cosa para —como decía el
famoso manifiesto— «disipar la incertidumbre y precaver la inquietud y
extravío que produce en los ánimos la expectación ante un nuevo reinado».
Muerto Fernando VII, las fuerzas políticas se
bipolarizaron, y mientras Isabel II agrupaba a cuantos deseaban reformas, aun
prescindiendo de las razones que justificaban su legítima sucesión, D. Carlos
reunía a cuantos se oponían a cualquier cambio, sin cuidarse mucho de
examinar la validez de los títulos que presentaba para aspirar al trono.
Con respecto a D. Carlos hay que decir que,
mientras vivió su hermano, nunca conspiró contra él ni manifestó pretensión
dinástica alguna, con el fin de evitar conflictos. Pero al morir Fernando VII
no juró fidelidad a Isabel II, y su actitud desencadenó la guerra civil.
La evolución política española fue seguida
atentamente en Roma desde el observatorio inteligente y sereno del nuncio Tiberi, quien mostró durante su permanencia en España una
cierta indiferencia por los asuntos políticos. Tiberi estaba enfermo en Madrid durante los sucesos de La Granja, y mientras el
Cuerpo Diplomático intrigaba a la cabecera del monarca moribundo, el
representante pontificio mostraba, una vez más, su línea de conducta,
ajena a intrigas y partidos, ya que los intereses de las cortes europeas por la
sucesión española nada tenían que ver con los de la Iglesia. Sin embargo,
no ocultó el nuncio que algunos eclesiásticos españoles comenzaban a crear
problemas al comprometerse políticamente, puesto que, si criticable era la
actitud del obispo de León, no podía aprobarse que el de Valladolid,
Rivadeneira (1774-1856), publicase una inoportuna homilía en favor de Isabel
II, quizá porque esperaba ocupar en el Consejo de Estado la vacante producida
por el cese de Abarca. Sin embargo, la preconizada independencia del
nuncio tenía sus límites, ya que, antes o después, la Santa Sede debería
definir política y diplomáticamente su postura.
El mismo día del fallecimiento de Fernando VII,
Cea Bermúdez dirigió a los agentes diplomáticos españoles una nota que
anunciaba la muerte del rey, la subida al trono de Isabel II, la regencia de la
reina madre, María Cristina, durante la minoría de edad de la nueva reina
y la confirmación del Gobierno, primer acto político de la reina
gobernadora. Para comprender la actitud de la Santa Sede ante la nueva
situación española, es necesario examinar detenidamente el impacto producido en
las principales cortes europeas por los acontecimientos de España.
Mientras Francia e Inglaterra no sólo reconocieron
inmediatamente a Isabel II, sino que se mostraron dispuestas a intervenir con
las armas para consolidar el nuevo sistema —con lo cual ponían en
evidencia el influjo de prestigiosos exiliados españoles que habían
residido en ambos países durante la «década ominosa»—, Austria, Prusia y
Rusia —las tres potencias del Norte— no se definieron. Si Francia
desencadenaba una guerra en favor de la causa isabelina, las consecuencias
para Europa serían gravísimas, ya que, si las potencias del Norte se le
oponían, podía estallar un conflicto general, y si permanecían en actitud
pasiva, Francia alcanzaría gran prestigio, con daño evidente de las
potencias aliadas, que no tenían interés alguno por iniciar una guerra a nivel
europeo.
El Gobierno español deseaba la amistad con todos
los pueblos de Europa; pero, si las tres potencias del Norte no le prestaban
ayuda, debería pedirla a Francia e Inglaterra, lo cual era mucho más
peligroso para la estabilidad política del viejo continente.
Las tres cortes aliadas del Norte justificaron su
actitud de espera con las consultas que mutuamente debían hacerse sobre la
conveniencia y oportunidad de reconocer al nuevo Gobierno español.
Entre tanto, en Roma se observaba con atención la
actividad de las cancillerías europeas, mientras el embajador español, Pedro
Gómez Labrador (1755-1852), complicaba la situación con su conducta
ambigua. En efecto, Labrador, en lugar de transmitir a la Santa Sede
cuanto Cea Bermúdez le había dicho en la nota anteriormente citada,
prefirió dividir su contenido en dos partes. El 13 de octubre de 1833 comunicó
al secretario de Estado, Bernetti (1779-1852),
la muerte de Fernando VII, sin más comentarios, y el día 14 le informó
sobre los tres puntos restantes de la nota de Cea Bermúdez, es decir, la subida
al trono de Isabel II, la regencia de María Cristina y la confirmación del
Gabinete.
Esta doble comunicación permitió al cardenal
secretario una doble respuesta. El mismo 13 de octubre Bernetti expresó el pésame del papa por la muerte del rey, prometiendo oraciones por su
alma y augurando que no ocurrieran desórdenes en España. Pero a la segunda
comunicación no contestó hasta el 19 de octubre. Cinco días fueron
suficientes para estudiar atentamente una respuesta que no comprometiera
las futuras relaciones entre la Santa Sede y España, aunque de hecho
las comprometió, pues sucedió precisamente lo que se quiso evitar. Bernetti dijo a Labrador que mientras el papa deseaba
que las relaciones diplomáticas existentes entre los dos gobiernos continuasen
indefinidamente en el estado en que se encontraban aun después de los
últimos acontecimientos, se reservaba proceder a ulteriores declaraciones tras
haber conocido mejor las decisiones que tomaran al respecto otras cortes
europeas, de las cuales la Santa Sede no podía separarse, sin descubrir
las razones que les impedían el reconocimiento del nuevo orden de sucesión
introducido en la monarquía española.
En realidad, era una declaración con la que el
papa se reservaba el derecho a ulteriores manifestaciones y demostraba que,
aunque la actitud de las potencias del Norte le impedía de momento reconocer a
Isabel II, no por eso se sometía a lo que ellas determinaran, sino que
antes de tomar una decisión definitiva examinaría si dichas potencias
tenían o no razón.
Por su parte, el embajador Labrador, al transmitir
esta respuesta a Cea, le advirtió que antes de la muerte de Fernando VII había
oído personalmente al papa Gregorio XVI que la sucesión al trono de España
presentaba muchas dudas y que el pontífice estaba muy condicionado por las
insinuaciones y sugerencias de los embajadores de las tres potencias del
Norte.
Los tres documentos citados —nota de Labrador a Bernetti, respuesta de Bernetti a
Labrador y despacho de Labrador a Cea— son la clave para comprender el inicio
de las tensiones entre España y la Santa Sede en este período.
El papa se hallaba en una situación política
extremamente delicada, ya que las insurrecciones en los Estados Pontificios y
las presiones del liberalismo europeo le obligaban a depender de Austria,
potencia que le garantizaba una cierta seguridad. Por ello le resultó
prácticamente imposible enfrentarse con Austria sobre el problema español.
Y si bien teóricamente quiso separar los dos aspectos del pontificado
—soberano temporal y espiritual—, en la práctica no lo consiguió, ya que
la interdependencia de ambos y las implicaciones que las actitudes políticas
del papado tenían en cuestiones religiosas eran tan graves y frecuentes,
que obstaculizaban una acción pastoral limpia e independiente.
Limitándonos al aspecto político, comprendemos que
hubiera sido imprudente, por parte del Gobierno pontificio, tomar una decisión
precipitada, ya que la corte imperial de Austria veía la situación
española de forma muy distinta a como la juzgaban Francia e Inglaterra,
mientras Turín y Nápoles habían reconocido a D. Carlos sin titubeos. Gregorio
XVI siguió una política de buena vecindad con esos Gobiernos, pues no
tenía razón alguna para separarse de ellos en un problema que, como
soberano temporal, le interesaba bien poco en esos momentos. Pero no llegó
a tomar la decisión de las cortes piamontesa y napolitana, aunque
consideraba a D. Carlos príncipe pío, religioso y fidelísimo de la Sede Apostólica,
porque también de la reina gobernadora tenía excelentes informes y confiaba en
el antiliberalismo del manifiesto hecho público por el Gabinete Cea Bermúdez.
La situación cambió poco después, cuando el Gobierno de Madrid negó el
reconocimiento al nuevo nuncio.
Quede, pues, claro que la Santa Sede adoptó una
postura completamente neutral sobre el problema español durante los últimos
meses de 1833 y evitó gestos o iniciativas que pudieran interpretarse en favor
de una u otra parte.
2.
Primeros conflictos entre la Iglesia y el
Estado
Al conocer la nota dirigida por Bernetti al embajador Labrador el 19 de octubre, adquirió
el Gobierno español conciencia de la gravedad de la situación, si bien
confiaba que el papa no dudaría en reconocer a Isabel II. Sin embargo,
surgieron nuevas complicaciones relacionadas con la llegada a Madrid, en
septiembre de 1833, del nuevo nuncio, Luigi Amat (1796-1878), sucesor de Tiberi.
Según costumbre de la Santa Sede, los
representantes pontificios llegaban a sus respectivos destinos con un nombramiento
o breve que les acreditaba ante el respectivo monarca. Amat fue nombrado
nuncio apostólico ante el «rey católico» Femando VII y llegó a Madrid
pocos días antes de su fallecimiento. Para que el nuncio pudiera entrar en
el ejercicio de sus funciones, debía entregar el texto original del
breve pontificio al Gobierno, quien concedía el placet,
exequátur o pase regio. Se trataba de una norma burocrática que no
presentaba dificultad alguna cuando las relaciones eran normales. Al morir
Fernando VII, tanto al nuncio como a los restantes diplomáticos residentes en
Madrid les exigió el Gobierno nuevas credenciales que les acreditasen ante
Isabel II. Amat las pidió inmediatamente a Roma, pero insinuó la conveniencia
de examinar las pretensiones de D. Carlos antes de comprometerse
definitivamente con el nuevo régimen. Fue la primera manifestación pro carlista
del nuevo nuncio, que a lo largo de su corta misión diplomática no ocultó
sus simpatías por el pretendiente.
Durante el otoño de 1833 comenzaron las tensiones
Roma-Madrid por la restitución del breve de Amat. El Gobierno español no lo
devolvía con el placet, porque el papa no
reconocía a Isabel II. Y el papa no reconocía a la nueva reina porque en
el fondo deseaba que triunfase la candidatura de D. Carlos, mientras la
guerra civil destrozaba las provincias del Norte. Las notas de protesta entre la
Nunciatura y el Gobierno, por una parte, y la Embajada en Roma y la
Secretaría de Estado, por otra, sólo sirvieron para fomentar la tensión y
desencadenar una campaña anticlerical, que tuvo manifestaciones violentas.
Al no ser reconocido Amat, Tiberi retrasó su regreso a Roma y siguió al frente de la Nunciatura hasta la
primavera de 1834. Entre tanto, el embajador Labrador fue cesado, y la
representación española en Roma quedó confiada al encargado de Negocios, Aparici, quien sintetizó las cuatro razones por las que el
papa se oponía al reconocimiento de Isabel II: primera, por la oposición
decidida de Austria y Prusia; segunda, por el temor de que en las próximas
reuniones de las Cortes españolas surgiesen protestas contra el papa;
tercera, por la firmeza de D. Carlos en sostener sus derechos, queriendo
hacer ver que eran dos los pretendientes y que la nación se hallaba
dividida en dos bandos, y, por tanto, que era necesario esperar el
resultado de la guerra civil; y cuarta, porque se simpatizaba por los
carlistas, no sólo por intereses particulares de la Iglesia, sino también por
falsas noticias y cartas, verdaderas o apócrifas, en que se atacaba
injustamente al sistema liberal español.
3.
Los nombramientos de Obispos
Otra dificultad se unió a las ya existentes: los
nombramientos episcopales. En las bulas pontificias se hacía referencia al
patronato del rey de España con las fórmulas ad nominationem regís catholici o iuris patronati regis catholici. Con el fin
de evitar cualquier acto que significase reconocimiento del legítimo derecho de
alguna de las dos partes contendientes —Isabel II o D. Carlos— y deseando
proveer a las necesidades espirituales de la Iglesia española, el papa no tuvo
inconveniente en conferir los beneficios de patronato regio a las personas
presentadas por el Gobierno, siempre que reuniesen las condiciones exigidas por
los sagrados cánones, pero sin mencionar tal patronato en los documentos
pontificios, ya que se trataba de un derecho inherente al de soberanía de los reyes
de España.
En principio, el Gobierno de Madrid no tuvo
inconveniente en aceptar esta omisión, por no considerarla substancial, pero
nuevas maniobras de D. Carlos agravaron la situación.
Presentó el Gobierno de Madrid para la diócesis de
Puerto Rico al obispo Pedro de Alcántara Jiménez (1782-1843), y el papa se
mostró dispuesto a preconizarlo en el primer consistorio, omitiendo en las
bulas la fórmula citada anteriormente. Pero el representante personal
que D. Carlos tenía en Roma, Ramírez de la Piscina —antiguo encargado
de Negocios del Gobierno isabelino—, recordó al cardenal Bernetti una promesa verbal según la cual el papa no
preconizaría en modo alguno obispos presentados por el Gobierno de Madrid,
y declaró que, en virtud de instrucciones recibidas de D. Carlos, protestaría
enérgicamente contra cualquier nombramiento de obispos españoles hecho en
tales circunstancias. Alegaba el representante carlista que la preconización
de obispos en esos momentos violaba el concordato vigente y perjudicaba gravemente
a la causa de D. Carlos, rey legítimo, y a la Iglesia española. Añadió
incluso que D. Carlos no solamente no aceptaría dichos nombramientos sin
referencia al patronato, sino que desaprobaría igualmente que fuesen nombrados
motu proprio, ya que de esta forma el papa violaría los derechos del
monarca legítimo y las diócesis quedarían ilegalmente cubiertas.
La gravedad y complejidad de la situación movieron
al papa a nombrar en diciembre de 1834 una comisión de cardenales que debía
estudiar dos asuntos; primero, la conveniencia de nombrar obispos en España con
las cautelas establecidas, y segundo, el camino a seguir después de las
promesas hechas al Gobierno de Madrid y el caso del obispo Jiménez.
Mientras la comisión examinaba estas cuestiones,
llegaban a Roma noticias sobre los progresos militares de los carlistas, que
encontraban apoyo en los levantamientos populares del Norte y disponían de
potente armada y elevado espíritu bélico. Por ello se juzgó imprudente
cualquier paso precipitado que pudiera redundar en perjuicio de la
Santa Sede, y se optó por esperar hasta que el Gobierno de Madrid
redactase la nueva Constitución, que los obispos tendrían que jurar.
4.
El comisario de la Cruzada
Las dificultades para los nombramientos de obispos
tuvieron también su reflejo en otros asuntos eclesiásticos de menor entidad,
como el del comisario de la Cruzada. Nos detenemos en estos particulares no tanto
por el interés objetivo que encierran cuanto para mostrar el clima de tensión
creciente y de mutua desconfianza entre la Iglesia y el Estado a principios de
1835,es decir, cuando había transcurrido poco más de un año y medio de la
muerte de Fernando VII. La ejecución del indulto llamado de la bula de la
Cruzada corría a cargo de un comisario nombrado por el rey y aprobado por el
papa. Dicho indulto solía concederse cada diez años. Sin embargo, tras la
muerte de Fernando VII se limitó a un año, y se encargó su ejecución al
cardenal Inguanzo, arzobispo de Toledo, en lugar
del canónigo Liñán, comisario nombrado por el Gobierno. Lógicamente
llovieron protestas por varias razones: primera, para salvar el derecho
del Gobierno a designar el comisario, y después, porque la elección de Inguanzo no fue acertada, ya que, además de ser persona
poco grata a la nueva situación política, era anciano y estaba enfermo, y
difícilmente podría cumplir su tarea. La última concesión decenal de la
bula de la Cruzada caducaba a finales de 1835; sin embargo, no faltaron
quienes dijeron que el papa, al no reconocer a la nueva reina, había
declarado inválido el uso de la misma. Se trató de evidente mala fe para
crear confusión y malestar. Parece ser que el papa no confirmó a Liñán porque
desconocía las cualidades del nuevo comisario y porque las autoridades
civiles habían pedido algunas innovaciones en la administración de la Cruzada.
Por ello, en espera de estudiar estos asuntos y para no interrumpir el uso
del indulto, la Santa Sede se había limitado a prorrogarlo por un solo año
y confiarlo interinamente al cardenal de Toledo. Lo mismo se había hecho, en
circunstancias semejantes, en Portugal. Como la confirmación del comisario
se hacía con bula pontificia y ésta presentaba las mismas dificultades
que las de los obispos, se esperó durante algún tiempo antes de proceder
al nombramiento definitivo.
5.
Legislación anticlerical
A la vez que iban surgiendo los problemas
indicados y otros de menor entidad, el Gobierno comenzó a promulgar una serie
de disposiciones que afectaban directamente a la Iglesia en sus personas e
instituciones.
No obstante la aparente normalidad que caracterizó
las relaciones Iglesia-Estado en la España del Antiguo-Régimen, no faltaron
momentos de gran tensión, porque si bien los reyes dispensaron protección a
la Iglesia y muchos eclesiásticos ejercieron notable influjo en el
gobierno de la nación, sin embargo, fueron frecuentes las intromisiones
del poder civil en asuntos religiosos, como puede verse a través de la correspondencia
de los nuncios, y en concreto de la ya publicada de Tiberi. Este
nuncio puso siempre de relieve que, bajo el pretexto de garantizar las
prerrogativas reales, se buscaban todas las ocasiones propicias
para limitar los derechos de la Santa Sede. Las interferencias
aumentaron sensiblemente cuando evolucionó la situación política.
A los dos meses de la muerte de Fernando VII, ya
sabían los dos nuncios —Tiberi y Amat— que se
esperaban medidas anticlericales, porque algunos párrocos y canónigos que
militaban en las bandas carlistas habían sido fusilados por el ejército
isabelino, que mandaban los generales Valdés y Quesada.
Sabía también el Gobierno que un amplio sector del
clero secular y regular simpatizaba con D. Carlos; por ello condenó el silencio
de los obispos ante el compromiso político de muchos clérigos y por sus
actividades hostiles a las autoridades de Madrid. Muchos prelados se
justificaron diciendo que en momentos de tanta anarquía, impunidad de delitos y
exaltación de pasiones debían limitarse a «llorar entre el atrio y
el altar», sin lograr mucho más, y refutaban las acusaciones del
Gobierno diciendo que si a eclesiásticos que habían tomado las armas en
otras épocas en favor del rey se les había premiado con honores militares
y canonicatos que no merecían, ¿por qué maravillarse si de nuevo olvidaban
su pacífico ministerio? Por otra parte, el ejemplo de éstos movía
a sacerdotes díscolos y frailes giróvagos a tentar fortuna con las armas.
Y todos estos hechos no justificaban los ataques al clero. Era además
absurdo pretender la colaboración política de los eclesiásticos cuando
se permitía a la prensa que los ridiculizase y que por calles y plazas
fuesen continuamente insultados sacerdotes y religiosos.
Nos faltan datos concretos sobre la presencia de
eclesiásticos en las filas carlistas y en el ejército isabelino. La historia
bélica de la España decimonónica está repleta de testimonios que
demuestran la participación activa del clero en armas desde la guerra de la
Independencia hasta las últimas carlistas. El «cura guerrillero» quedó
mitificado en el sacerdote burgalés Jerónimo Merino (1769-1844). Sin
embargo, una historia de la beligerancia clerical en los campos de batalla
españoles está todavía por hacer.
En un principio, el Gobierno de Madrid no tomó
medidas directas para impedir que los eclesiásticos pasasen a las filas
carlistas. Trató de ganarse amigos, invitando secretamente a obispos y
superiores religiosos a manifestar pública simpatía por la causa de Isabel
II. Pero nada consiguió con esta táctica. A los tres meses de guerra civil
podía suponerse con fundamento que los eclesiásticos pasados al bando
carlista era bastante consistente, porque varios sacerdotes y religiosos habían
sido fusilados por las tropas isabelinas. Se creó entre el clero un ambiente
general favorable a la presencia de los clérigos en los campos de batalla, y
se llegó incluso a decir que tomar las armas en favor de D. Carlos era
un deber absoluto de conciencia. Mariano José de Larra ridiculizó la
presencia de clérigos en las filas carlistas, porque, para el poeta
romántico, el carlismo no era más que «un intento de retrogradar la
historia»
Aunque es cierto que la revolución política de los
gobiernos liberales tropezó con una guerra de religión, también hay que decir
que muchos clérigos empuñaron las armas no por motivos espirituales, sino
para abandonar el ministerio sagrado y conocer otras experiencias. Fueron individuos
que se mancharon con las violencias inevitables en tales convulsiones.
No es fácil estudiar las causas que llevaron a
esta situación, porque tiene raíces muy antiguas. Para comprender la creciente
animosidad contra el clero, y en particular contra los frailes, por parte
de amplios sectores populares, hay que tener en cuenta «razones de
encrespado resentimiento social en la actitud de los campesinos, durante siglos
vasallos, no siempre felices, de abades y priores; y también razones económicas
en el deseo de los burgueses de adueñarse de las tierras de
los monasterios y de los solares de los conventos», a todo lo cual hay
que unir, evidentemente, «la pérdida de prestigio de comunidades
regulares ante los embates ideológicos del momento». Una lectura atenta de
los despachos del nuncio Tiberi nos dan una
buena panorámica de la situación real existente en muchas órdenes religiosas.
Las intrigas y ambiciones de muchos frailes y los continuos problemas que
agustinos, capuchinos, dominicos, franciscanos, clérigos regulares menores y
mercedarios, en particular, crearon al representante pontificio por los
motivos más fútiles, son una muestra elocuente del espíritu que reinaba en
muchas casas religiosas.
Hay que tener también en cuenta que desde la
guerra de la Independencia comenzó a sentirse en España una crisis de
vocaciones, que se agudizó durante el trienio constitucional. En sus relaciones
con el pueblo hay que distinguir al clero secular del regular. Mientras el
primero mantuvo un contacto más directo y personal a través de parroquias
rurales o urbanas, entre los religiosos y el pueblo hubo ruptura, hasta el
punto que la misma burguesía, «que poseía el aparato represivo suficiente
para evitar los desmanes de la masa, dejaba actuar a ésta con ojos, si no
complacientes, por lo menos escépticos». La legislación eclesiástica de
los gobiernos liberales y las manifestaciones populares violentas de estos
años, dirigidas de modo especial contra los frailes y sus propiedades,
pueden comprenderse partiendo de estos presupuestos. Prescindo de la copiosa
bibliografía anticlerical que proliferó entonces, y que no merece ser
citada, porque se trata en gran parte de libros y folletos de mal gusto.
Con todo, es un elemento que hay que tener en cuenta para entender el
ambiente que reinaba entre la población.
La política religiosa comenzaron a planteársela
los liberales cuando subió a la jefatura del Gobierno Martínez de la Rosa
(1787-1862), «el más moderado de todos los liberales». Cea Bermúdez apenas
tuvo tiempo para ocuparse de la materia, si se exceptúa el Reglamento de
imprenta (4 enero 1834), que levantó protestas de algunos obispos, como
el de Orihuela, Herrero Valverde, quien atacó los artículos referentes a
la censura de libros, y el de Tarragona, Echánove,
que pidió fuesen revocadas algunas disposiciones que podían perjudicar a la
religión, a las buenas costumbres, al episcopado, al orden público e
incluso al trono de Isabel II.
El Gobierno que formó Martínez de la Rosa estaba
compuesto por antiguos afrancesados, como Francisco Javier de Burgos
(1778-1849) y el jurisconsulto valenciano Garelli (1777-1850), ministro de Gracia y Justicia. Este, a finales de enero de
1834, dirigió una circular a los obispos y superiores religiosos para que
tomasen medidas enérgicas con el fin de que «ni en el púlpito ni en el
confesonario se extravíe la opinión de los fieles, ni se enerve el sagrado
precepto de la obediencia y cordial sumisión al legítimo gobierno de S.
M., que tan encarecidamente recomiendan las leyes divinas y humanas».
El Gobierno reconocía públicamente el pernicioso
influjo del clero, principal obstáculo para el progreso de la causa isabelina,
y, aprovechando la proximidad de la cuaresma, creyó que la intervención de
los obispos podría ser eficaz. Sin embargo, se trató de una medida
poco eficaz, porque quienes habían optado por D. Carlos ya no volverían
y los restantes —apolíticos en su mayoría— seguirían fieles a la
nueva reina. Pero el Gobierno quiso con esta primera toma de contacto con
la jerarquía pulsar su opinión y ver las reacciones populares para
organizar un amplio programa legislativo en materias eclesiásticas.
6.
El cardenal primado y el
patriarca de las Indias
Un nuevo capítulo en la historia de las tensiones
Iglesia-Estado vendría con la actitud ambigua y confusa del cardenal Inguanzo, arzobispo primado de Toledo. Este prelado se
había opuesto en 1833 al juramento de fidelidad a Isabel II usando una
estratagema, que justificó su ausencia en la solemne ceremonia celebrada
en Madrid el 20 de junio de 1833. Escudándose en su edad avanzada, estado
de salud y enfermedad de la vista, consiguió pasar desapercibido; pero el
Gobierno le instó para que jurase a principios de 1834. El cardenal alegó
el anacronismo de tal acto, cuando la persona a quien debía jurar fidelidad
era de hecho reina de España y él le tributaba obediencia como
soberana. Envió un largo escrito a la Cámara de Castilla manifestando las
razones políticas de su actitud. La negativa de Inguanzo.
se basaba en que el nuevo orden de sucesión establecido en España no
contaba con el voto del pueblo, y, aunque este principio podía halagar a
los liberales más avanzados del momento, el lenguaje usado por el
purpurado no les satisfizo.
Se intentó arrancarle el juramento con la fuerza,
a través del corregidor de Toledo. Pero no se consiguió. Consultóse a la Cámara de Castilla si era lícito, vista la obstinación del cardenal,
secuestrarle los bienes y exiliarle. La respuesta fue unánimemente afirmativa;
pero, cuando todo estaba dispuesto para que Inguanzo embarcase en Cartagena con destino a Roma, intervino el cardenal Tiberi ante la reina gobernadora y evitó la expulsión del
primado alegando el estado de salud del anciano purpurado, que se agravaba
cuando se le hablaba del juramento. Después de muchas presiones, el ministro Garelli, amigo personal del cardenal, consiguió
sacarle el juramento. Inguanzo reconoció a Isabel
II como reina de España de hecho y de derecho, sin perjuicio de
quien tuviera meliora et potiora iura. Esto ocurría en
marzo de 1834.
Otro conflicto se planteó con el patriarca de las
Indias. Desde época remota, el arzobispo de Santiago de Compostela fue capellán
mayor del rey de España y ejerció la más amplia jurisdicción eclesiástica
sobre los monarcas, sus familiares y servidores, con autorización
pontificia. Pero como este prelado no podía residir habitualmente en la
corte, se nombró un vicecapellán. En 1762, la
dignidad de patriarca de las Indias fue unida a la del vice o procapellán
mayor de palacio, que también fue nombrado vicario castrense.
Durante los primeros meses de la regencia
Cristina, los gobiernos liberales eliminaron del palacio real a todos aquellos
individuos que, siendo funcionarios del Estado, no simpatizaban con la
nueva situación. Entre los capellanes de palacio abundaban los procarlistas. Se sospechó incluso del patriarca de las
Indias, Antonio Allué, que fue depuesto de su cargo el 17 de marzo de
1834, justificando esta medida con la jubilación. En su lugar fue nombrado el
obispo de Sigüenza, Manuel Fraile. Se dijo que el patriarca cesado era
poco celoso con la tropa y con el personal de la corte. Parece ser que se
opuso al matrimonio morganático de la reina María Cristina con el guardia
Agustín Muñoz. Lo cierto es que su fulminante cese provocó nuevas
tensiones con Roma, ya que el patriarcado de las Indias no era un simple
título honorífico, sino una dignidad eclesiástica que el papa confería en
consistorio. El nombramiento de Fraile no podía aceptarse, porque el
patriarcado no estaba canónicamente vacante.
La cuestión pudo resolverse gracias a la buena
voluntad del obispo de Sigüenza, quien aceptó que el patriarca Allué le
delegase sus funciones. Allué mantuvo el patriarcado de las Indias hasta su
muerte en 1842, y el obispo de Sigüenza primero y otros prelados después
ejercieron en su nombre todas las facultades.
7.
Otras novedades. La «junta
eclesiástica»
La cautela por parte del Gobierno presidió la
instauración de medidas eclesiásticas. Por ello, antes de iniciar la nueva
política religiosa, el ministro Garelli, liberal
moderado, espíritu religioso y hombre de recta intención, se entrevistó
con el cardenal Tiberi, que ejercía de pronuncio,
para comunicarle la necesidad que sentía el Gobierno de tomar algunas medidas
sobre los bienes y conducta del clero. El representante pontificio
manifestó que era inevitable la intervención de Roma, porque se trataba de
cuestiones que excedían los límites impuestos a sus facultades. Mientras los
Gobiernos español y pontificio discutían sobre dichas medidas, por parte
española se comenzó a actuar unilateralmente. El 9 de marzo de 1834 se prohibió
la provisión de prebendas eclesiásticas, exceptuando las que llevasen
aneja cura de almas, las de oficio y las dignidades con presencia en los
cabildos. Los motivos económicos de esta primera disposición eran evidentes,
porque las rentas de dichas vacantes se aplicaron a la extinción de la deuda
pública. El 24 de marzo se dieron seis reales decretos sobre arreglo de
los tribunales supremos de la nación, que suprimieron los Consejos de
Castilla e Indias, y en su lugar fue creado el Tribunal Supremo de España
e Indias, con facultad para conocer los asuntos contenciosos del Real
Patronato y los recursos de fuerza de la Nunciatura Apostólica.
A estas primeras medidas moderadas siguió el 26 de
marzo un decreto sobre ocupación de temporalidades a los eclesiásticos que,
abandonando sus iglesias, se unían a las filas de los carlistas o a sus juntas
revolucionarias y emigraban del reino sin licencia de la autoridad civil.
Como puede verse, eran disposiciones que la nueva
situación político-social permitía a los gobernantes aplicar sin graves
dificultades, ya que era la ocasión más propicia en aquellos primeros
momentos para intervenir en asuntos eclesiásticos no precisamente con
espíritu cesaropapista, sino para contener el influjo
del clero, nocivo, según la interpretación del Gobierno, a la causa isabelina.
Los regulares se vieron inmediatamente afectados
por la política religiosa de los liberales, que en menos de quince días
adoptaron tres «medidas correccionales». La primera suprimía los monasterios y
conventos de donde hubiese escapado algún fraile para unirse a los carlistas
(26 marzo 1834). La segunda obligaba a entrar en quintas a los novicios de
las órdenes religiosas (3 abril 1834). Y la tercera regulaba los traslados
de religiosos de los conventos suprimidos con la primera disposición (10
abril 1834).
Comenzaba el ataque organizado contra los
regulares. Intervino Tiberi, quien reconoció la
inutilidad de sus protestas, porque si bien entre el clero existían personas
sensatas, no faltaban fanáticos e incautos que de palabra o por escrito,
en público y en privado, instigaban a la subversión contra el Gobierno de
Madrid. Pero era injusto que delitos de personas concretas perjudicasen a
comunidades enteras de inocentes.
En abril de 1834 formó el Gobierno una Junta
Eclesiástica para la reforma del clero secular y regular. Era un órgano
consultivo que escondía los motivos políticos del momento. El Gobierno cuidó su
composición con mucho esmero, buscando obispos de tendencias liberales
o adictos a la causa isabelina. La presidió el arzobispo de México, Fonte, que residía en Madrid. Y la integraron los
obispos de Sigüenza (Fraile), Lugo (Sánchez Rangel), Santander (González
Abarca), Astorga (Torres Amat) y Huesca (Ramo de San Blas); los antiguos
obispos de Cartagena (Posada) y Mallorca (González Vallejo) y los
presentados para Almería (Ramos García) y Teruel (Liñán). Había, además,
tres laicos: Pezuela, González Carvajal y San Miguel. De secretario actuó
el canónigo José Alcántara Navarro, que lo era de la capilla real y del
vicariato castrense.
Casi todos los prelados miembros de la Junta eran
sospechosos o no gratos a la Santa Sede, y algunos considerados indignos del
episcopado.
Torres Amat, quizá el obispo de mayor prestigio
intelectual del momento, que mostró gran comprensión y tolerancia ante el
cambio político, no merecía en Roma la mínima confianza, porque se le
imputaba ser el instrumento del Gobierno para las novedades religiosas.
De Posada, González Vallejo y Ramos García se tenían pésimos
informes por su conducta durante el trienio constitucional al frente de
las diócesis de Cartagena, Mallorca y Segorbe, que tuvieron que abandonar
en 1824 porque el papa, de acuerdo con el rey, les obligó a dimitir. Fonte y Fraile eran sospechosos; el primero porque,
sin ocupar cargos políticos de relieve, influía en el Gobierno y gozaba de
la confianza de la reina, y el segundo porque se había prestado al juego
de los liberales, intentando usurpar la jurisdicción al patriarca de las Indias,
aunque nunca se llegó al cisma.
La Junta debía estudiar una nueva distribución
geográfica de las diócesis españolas y todo lo relativo a la administración
eclesiástica de las mismas. Algunos obispos protestaron inmediatamente,
porque faltaba la aprobación pontificia; por consiguiente, no podía dicha
Junta planear reformas. En realidad, su actividad fue casi nula, porque
buena parte de sus miembros no asistió a las reuniones. Concluyó su
trabajo en febrero de 1836 con un estéril dictamen, que la reina no
aprobó.
En los ocho meses de su permanencia en el
Ministerio de Gracia y Justicia, Garelli dio otras
disposiciones de menor entidad en materias eclesiásticas.
Durante el Gobierno Martínez de la Rosa ocurrieron
en Madrid, los días 15 al 17 de julio de 1834, las matanzas de frailes, con el
fácil pretexto de haber envenenado las aguas potables y provocado una epidemia
de cólera. El pueblo se amotinó e invadió el Colegio Imperial de los jesuítas, donde fueron asesinados cuatro religiosos.
Después corrió la misma suerte el convento de San Francisco, y más tarde,
los de carmelitas y dominicos. Las víctimas fueron cerca de un centenar.
Martínez de la Rosa atribuyó la responsabilidad de estos sucesos a las
sociedades secretas, cuyos miembros habían sido amnistiados el 26 de abril
del mismo año. Pero el Gobierno fue responsable de hechos tan graves,
no sólo por permitirlos, sino porque los dejó impunes.
8.
Intensificación de las
medidas antieclesiásticas
A Martínez de la Rosa sucedió en la jefatura del
Gobierno el conde de Toreno (1786-1843), quien formó un Gabinete con elementos
tan exaltados como Mendizábal, Alvarez Guerra y
García Herreros, y otros más moderados, como el marqués de las Amarillas y Alava. Inició una legislación eclesiástica, que
fue continuada de forma sistemática y organizada por sus sucesores inmediatos
—Mendizábal y Calatrava—, sin precedentes en la historia eclesiástica
española.
El 1.° de julio de 1835 fueron suprimidas las
juntas de fe o tribunales especiales, que habían sustituido a la desaparecida
Inquisición, y que en realidad eran una continuación de la misma, ya que los
obispos se valían de ellas para juzgar, con métodos inquisitoriales, los
delitos contra la fe y castigarlos con penas espirituales y corporales. Toreno
estableció que las causas de fe fuesen juzgadas según el derecho común.
El 22 de julio fue decretada la supresión de los jesuítas y la ocupación de sus temporalidades, que se aplicaron a la extinción de
la deuda pública. Parece ser, según informaba el nuncio Amat, que la reina
María Cristina no aceptó esta medida, pero tuvo que ceder a las presiones
del Gobierno, que le dominaba por completo. El 25 de julio fueron
suprimidos los conventos y monasterios con menos de doce religiosos profesos.
Esta disposición fue justificada por el aumento progresivo e inconsiderado de
los mismos y por el excesivo número de individuos que los ocupaban, la
relajación de las órdenes religiosas y «los males que de aquí se seguían a
la religión y al Estado». Se calcula que existían entonces más de 1.900
conventos. Solamente fueron exceptuados los colegios de misioneros para
las provincias de Asia y las casas de escolapios.
La intensa actividad legislativa del Gabinete
Toreno, en lugar de aplacar a los anticlericales, aumentó la excitación
popular, y durante los meses de julio y agosto de 1835 ocurrieron
gravísimos desórdenes y atentados en varias ciudades. En Zaragoza fueron
asesinados algunos religiosos, quemados los conventos y saqueadas las
iglesias. Las autoridades locales y la milicia urbana de esta ciudad
aprovecharon los tumultos callejeros para pedir a la reina la supresión de
todas las órdenes religiosas, la libertad de prensa, la reforma del clero
secular y la separación de sus cargos de los eclesiásticos no comprometidos
políticamente con el nuevo régimen. El periódico La Abeja, portavoz
de los revoltosos, publicó una nota gubernativa declarando que la reina
estaba dispuesta a conceder cuanto se le pedía.
A los sucesos de Zaragoza siguieron los de Reus y
Barcelona. En la primera población fueron quemados dos conventos de
franciscanos y carmelitas y asesinados 29 frailes. Las víctimas en la
capital catalana ascendieron a cerca de 200, con 25 conventos destruidos e
incendiados. Otros sucesos parecidos ocurrieron en Tarragona, Alicante y
Soria.
La primera repercusión de estos hechos, que el
Gobierno o no podía reprimir o toleraba, afectó a las relaciones con la Santa
Sede. A ellos hay que unir, por supuesto, el impacto producido en Roma por
la legislación anticlerical, y, en concreto, la supresión de los jesuítas, que el papa interpretó como una declaración
de guerra que se hacía a la Iglesia española. Al mismo tiempo, el nuncio Amat
seguía en Madrid en posición muy incómoda, porque el Gobierno nunca le
reconoció como tal en espera de recibir nuevas credenciales —que nunca se
le enviaron desde Roma— para la reina Isabel II. Todas estas
circunstancias influyeron en la decisión de retirar al representante
pontificio, quien marchó de España a primeros de septiembre de 1835. Influyó
también en la retirada del nuncio la gestión que el conde de Alcudia,
representante de D. Carlos en Viena, hizo en favor del pretendiente a
través del príncipe Metternich. Como se ve, a la hora
de las decisiones importantes, la Santa Sede no actuaba con absoluta libertad,
sino condicionada por la gran potencia protectora del momento, en este
caso Austria, mientras el papa Gregorio XVI, enemigo de cualquier
evolución política en sus Estados y de los movimientos liberales que agitaban
Europa, aprovechaba la coyuntura para defender sus intereses temporales.
Un nuevo Gabinete, presidido por Juan Alvarez Mendizábal (17901853), llegó al poder el 14 de
septiembre de 1935. Con él la revolución superó los límites impuestos por los
más exaltados liberales. En materia religiosa siguió la política iniciada
por Toreno, primero con medidas intranscendentes, pero luego con
disposiciones más graves, hasta el punto de que mientras «Toreno se
esforzó por podar el árbol de la Iglesia, Mendizábal le arrancará todos
sus frutos».
Prohibió a los obispos que confiriesen órdenes
sagradas hasta que las Cortes aprobasen el plan de reformas eclesiásticas.
Completó la legislación relativa a conventos y monasterios suprimiendo todos
los de órdenes monacales, los de canónigos regulares de San Benito, de la
Congregación claustral tarraconense y cesaraugustana; los de San Agustín
y los premonstratenses, cualquiera que fuese el número de monjes o
religiosos que lo compusieren. Posteriormente suprimió las órdenes religiosas
masculinas y redujo sensiblemente el número de religiosas. Todos los
bienes de los regulares se aplicaron a la extinción de la deuda pública. Se
dieron también oportunas medidas para combatir la hostilidad de muchos
clérigos a la causa isabelina en momentos en que las tropas carlistas
habían obtenido algunos éxitos militares de relieve. A los gobernadores civiles
se les ordenó que impidiesen el ejercicio de la confesión y predicación a los
sacerdotes que dieran pruebas de infidelidad al régimen.
En sus relaciones con Roma, el Gobierno Mendizábal
se limitó a pedir la renovación anual del indulto de la Cruzada, que fue
concedida. Desde la salida de Amat, la Santa Sede no se había pronunciado
sobre la situación española. Pero Gregorio XVI en el consistorio del l.° de febrero de 1836 denunció públicamente la
política anticlerical del Gobierno español, ya que un silencio más prolongado
podía aumentar el escándalo provocado por una actitud de resignación.
Aprovechó D. Carlos esta circunstancia para
felicitar al papa y al mismo tiempo para atacar duramente la política del
Gobierno de Madrid, que no reaccionó oficialmente ante la alocución pontificia.
El representante oficioso de D. Carlos en Roma hizo presente al
cardenal Lambruschini, nuevo secretario de Estado, que las autoridades
madrileñas deseaban la destrucción de la Iglesia española, empleando
para ello medios tan aptos como la persecución y exilio de sacerdotes y
obispos, la supresión de órdenes religiosas, derribo de conventos, expolio de
los bienes eclesiásticos y depravación de las costumbres.
La política gubernativa no cambió lo más mínimo;
es más, se intensificó la legislación anticlerical, apoyándose en los excesos
cometidos por curas y frailes, pues, «con más o menos fundamento, se suponía
que no sólo con sus excitaciones ayudaban a robustecer las filas enemigas,
sino que contribuían a mantenerlas con buena parte de sus rentas».
9.
La desamortización
Mendizábal no podía dejar inacabada la obra
fundamentalmente supresora iniciada por Toreno; por ello planeó la
desamortización, para que la venta de los bienes eclesiásticos amortizase gran
parte de la deuda pública, que había alcanzado niveles insoportables. Con esta
medida creó nuevos intereses, y, por consiguiente, numerosos y
decididos partidarios de las instituciones liberales, a la vez que
asestaba un golpe definitivo a la potencia económica del clero, que había
llegado a esta privilegiada situación gracias a la estructura estamental
de la sociedad española del Antiguo Régimen. La Iglesia, como la nobleza y
los municipios, poseía muchos bienes, que, al no poder enajenar ni vender, transmitía
del mismo modo que los había recibido. Los bienes eclesiásticos, procedentes en
su mayoría de donaciones diversas, transmitidos a lo largo de siglos,
habían llegado a formar grandes haciendas, que sirvieron de sólida base
económica para sostener al estamento clerical, uno de los más firmes del
Antiguo Régimen.
En teoría, la desamortización tenía un
planteamiento aceptable, ya que sus objetivos eran fundamentalmente tres:
social, económico y político. Socialmente se privaría a los antiguos estamentos
—clero, nobleza y municipios— de su fuerza económica propia, se prepararía
el paso de la vieja sociedad estamental a la nueva sociedad clasista y se
dotaría de tierra, mediante la oportuna intervención estatal, a la masa
campesina que carecía de ella. La desamortización entrañaba económicamente
la posibilidad de cultivar unas tierras que sus antiguos propietarios
tenían prácticamente abandonadas. Y políticamente el Estado podría
llevar adelante sus medidas revolucionarias, creando una nueva clase de
propietarios, interesados en mantener el régimen, porque a su suerte iría unida
la de su fortuna personal.
La obra desamortizadora, iniciada por las Cortes
de Cádiz en 1812 y continuada durante el trienio, recibió con Mendizábal un
impulso decisivo. En efecto, con decreto de 19 de febrero de 1836 fueron
declarados en venta todos los bienes pertenecientes a las suprimidas
corporaciones religiosas. Este texto legal es quizá el más famoso de los
emitidos por la Administración española en la pasada centuria.
Sin embargo, la desamortización se ejecutó mal. Si
técnicamente tenía su razón de ser y socialmente podía justificarse,
prácticamente fue llevada de modo injusto y discriminatorio, llegando a
convertirse en una dilapidación de bienes, sin provecho alguno para el
Estado. Autores antiguos y recientes de ideologías opuestas atacan
unánimemente la ejecución del programa desamortizador, porque, en lugar de ser
una verdadera reforma agraria, se convirtió en una transferencia de bienes
de la Iglesia a las clases económicamente fuertes. Es decir, que fue
una especie de reforma agraria, pero al revés, pues vino a hacer más
mísera la situación del campesinado meridional, creando, en cambio,
una nueva oligarquía, —la de los «nuevos ricos», con su castillo roquero
en los registros de la propiedad—, llamada a detentar por muchas
décadas el poder político en España.
A la desamortización siguió la exclaustración. Con
decreto del 8 de marzo de 1836 fueron suprimidos «todos los monasterios,
conventos, colegios, congregaciones y demás casas de comunidad o de
instituciones religiosas de varones, incluso las de clérigos regulares y
las de las cuatro órdenes militares y San Juan de Jerusalén, existentes en
la Península, islas adyacentes y posesiones de España en África». Los conventos
de varones en España existentes en 1835 eran 1.940, cifra
sensiblemente inferior a las de años anteriores. El número de religiosos,
profesos, novicios y legos ascendía a 30.906, cifra inferior a las de años
anteriores, pero «muy satisfactoria si tenemos en cuenta el golpe del
trienio», según afirma Revuelta, quien ha publicado estos datos:
Número de religiosos (profesos, novicios y legos) ascendía
a 30.906, cifra inferior a las de años anteriores, pero «muy satisfactoria si
tenemos en cuenta el golpe del trienio», según afirma Revuelta.
La exclaustración planteó serios problemas a los
religiosos. El Gobierno trató de paliar de algún modo esta situación
permitiéndoles seguir estudios civiles y convalidar los cursos que tenían
aprobados en sus respectivos colegios, aunque no se ajustasen al plan de
estudios de las universidades del reino. Se ordenó a los obispos que
diesen preferentemente los curatos a los exclaustrados, ya que su manutención
constituyó una pesada carga para el Estado. Sin embargo, no fue posible inserir
en la pastoral parroquial a miles de exclaustrados; por ello la
gran mayoría pudo subsistir gracias a las ayudas estatales, que, según
datos de 1837, arrojan un total de 23.935 exclaustrados.
La exclaustración afectó también a las religiosas,
pero sólo en parte, porque fueron suprimidos los beateríos no dedicados a
hospitalidad o a enseñanza primaria, mientras que los restantes conventos
podían seguir abiertos si contaban con un mínimo de 20 religiosas. En 1836
se calcula que existían 15.130 monjas, pero no poseemos datos exactos
sobre el número de conventos, que, según cálculos aproximados, debía ser
superior a los 700.
10.
Ruptura de relaciones
diplomáticas por parte de la Santa Sede
La política revolucionaria de Mendizábal provocó
la reacción de sus antiguos compañeros exaltados, que le obligaron a dimitir.
El poder pasó en mayo de 1836 a Francisco Javier de Istúriz (1790-1871),
antiguo amigo de Mendizábal y conspirador con él en 1820, pero ahora su
principal enemigo. Istúriz llegó a la jefatura del Gobierno con una carga de moderación,
que se advirtió en sus relaciones con la Iglesia. La legislación eclesiástica
de los tres meses que duró su gobierno se limitó a medidas de tipo
administrativo, relacionadas con el pago de pensiones a los exclaustrados
y a otras disposiciones previas al arreglo general del clero.
El 14 de agosto de 1836 le sucedió José María
Calatrava (1781-1847), profundamente revolucionario, a quien Alcalá Galiano
llamó «hombre violento y no muy instruido». Calatrava había tomado parte
en el encarcelamiento de Fernando VII en Cádiz y en todos los
acontecimientos políticos posteriores.
La grave situación militar del momento y la
restauración de la Constitución de Cádiz favorecieron el ascenso de Calatrava
al poder. Pero fue este segundo hecho el que decidió la ruptura de relaciones
diplomáticas con el Gobierno español por parte de la Santa Sede. Fue un
gesto —iniciativa personal del papa Gregorio XVI, ciertamente influido
por su secretario de Estado, el intransigente cardenal Lambruschini—,
que no puede comprenderse sin tener en cuenta, una vez más, la
problemática interna de los Estados Pontificios y la debilidad del pontífice,
condicionado por las potencias europeas del Norte. Por esas fechas,
además, los despachos de los nuncios en París y Viena presentaban un
cuadro cada vez más negativo de la situación española. La prensa antiliberal engrandecía
y deformaba los hechos y la correspondencia privada que cardenales,
obispos y funcionarios del Gobierno pontificio recibían en Roma,
procedente en buena parte de sectores carlistas, era extremadamente crítica
contra el Gabinete madrileño. También se puso de relieve el influjo
adquirido por las sociedades secretas, que gobernaban prácticamente en España e
influían directamente sobre la reina gobernadora, María Cristina, y sobre
cuantos en la corte cuidaban de la educación de Isabel II.
Sin embargo, el golpe decisivo lo dio la
restauración de la Constitución liberal de Cádiz. Al comunicar la ruptura de
relaciones al encargado español en Roma el 27 de octubre de 1836, el cardenal
Lambruschini escribía: «Visto que con la publicación de la Constitución de 1812
ha cambiado nuevamente la situación española, Su Santidad no
puede abstenerse de declarar que no podría reconocer por más tiempo ante
sí un representante diplomático del actual Gobierno de España».
Cesó cualquier comunicación oficial, pero al encargado Aparici se le permitió residir en la Embajada española en Roma para llevar la
Agencia de Preces, que no fue suprimida por el Gobierno de Madrid hasta el
7 de junio de 1837.
El Gabinete Calatrava fue el de mayor actividad
legislativa durante la regencia Cristina, restaurando, tras el breve paréntesis
moderado de Istúriz, la línea anticlerical de Toreno y Mendizábal. Sin
embargo, la legislación fue poco original, ya que se limitó a sacar
consecuencias de las disposiciones precedentes y trató de reprimir la
obstinada resistencia del clero, cuya situación fue empeorando
sensiblemente al ocuparse las temporalidades a cuantos habían abandonado
su ministerio sin autorización del poder civil. Impidió a los obispos que
confiriesen órdenes sagradas y que diesen letras dimisorias a los
aspirantes, porque muchos jóvenes de diócesis limítrofes con Francia,
protegidos por sus respectivos prelados, recibían órdenes de los obispos
franceses de Bayona, Tarbes, Pamiers y Perpignan. Otros marchaban directamente a Roma y
allí las conseguían. Se castigó con penas severas a cuantos conspiraban
contra el Gobierno de Madrid o colaboraban con los carlistas y se intensificó
la vigilancia gubernativa para que los párrocos hablasen en favor del
nuevo régimen.
El 27 de julio de 1837 dio una disposición fatal
para el clero regular, porque extinguió en la Península, islas adyacentes y
posesiones de África todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones
y demás casas religiosas de ambos sexos, a excepción de los colegios de
misioneros de Asia existentes en Valladolid, Ocaña y Monteagudo; algunas casas
de escolapios, varios conventos de hospitalarios y de monjas de la Caridad
de San Vicente de Paúl.
No toda la legislación del Gabinete Calatrava fue
negativa, ya que procuró salvar el inmenso patrimonio artístico y cultural de
los suprimidos conventos y monasterios, que pasaron a enriquecer el
patrimonio nacional.
La Constitución de 1837 fue mal recibida por la
Iglesia, porque abrió las puertas a la tolerancia religiosa.
Durante los tres últimos años de la regencia
Cristina desfilaron por el Gobierno varios ministerios de breve duración,
presididos por políticos de escaso relieve, como Bardají, el conde de Ofalia, el duque de Frías y Pérez de Castro, que en
materia religiosa se limitaron a ejecutar y completar la legislación
precedente. Solamente Pérez de Castro, que había sido nombrado embajador
ante la Santa Sede en 1834 al cesar Labrador, pero no llegó a marchar a
Roma, trató de suavizar en lo posible las relaciones con la Iglesia,
apoyado por su ministro de Gracia y Justicia, el moderado Arrazola. Quiso
acercarse lentamente a la Santa Sede ganándose la confianza del episcopado
y del clero con una nueva ley de dotación del culto y clero, que fue
publicada el 16 de julio de 1840.
Sin embargo, la buena voluntad demostrada por el
último Gabinete de la regencia Cristina no consiguió alterar el estado de las
relaciones diplomáticas.
La revolución de Barcelona, consumada en Madrid en
el verano de 1840, puso fin a la regencia de María Cristina, que dimitió el 12
de octubre. Comenzó entonces, bajo la regencia del general Espartero,
un período más agitado y convulso para la Iglesia española, pues en
muy pocos días se decretó la supresión del Tribunal de la Rota, el
destierro del obispo de Canarias y la deposición de muchos párrocos en
Granada, La Coruña y Ciudad Real. La Nunciatura fue cerrada por orden
gubernativa del 29 de diciembre de 1840 y el vicegerente de la misma, Ramírez
de Arellano, expulsado de España.
Capítulo III
REGENCIA DE ESPARTERO
(1840-43)
1.
Conato de cisma
La tensión entre la Iglesia y el Estado había
llegado a tal extremo, especialmente después del cierre de la Nunciatura y de
la expulsión del vicegerente, que Gregorio XVI se vio obligado a
intervenir solemnemente para denunciar los últimos atropellos del Gobierno.
Durante la alocución pronunciada en el consistorio secreto del 1.° de
marzo de 1841 condenó la «violación manifiesta de la jurisdicción sagrada
y apostólica, ejercida sin contradicción en España desde los primeros
siglos». El Gobierno replicó el 29 de junio con una exposición violenta,
redactada por el ministro de Gracia y Justicia, José Alonso, que
mostraba, una vez más, el antagonismo existente entre ambos poderes y la
imposibilidad de reconciliación. Se llegó incluso, por parte del Estado
español, a un intento de ruptura con Roma para formar una Iglesia
española cismática more anglicano, y esto porque la influencia inglesa fue
notable durante la regencia esparterista; pero
«todo fue humo de pajas» y el cisma no se consumó. El Gobierno siguió las
grandes líneas de la política religiosa anterior. El estado de los obispos y de
las diócesis se fue agravando, porque aumentaban las sedes vacantes y la
situación del clero se hacía insostenible, ya que el Gobierno no
satisfacía sus haberes.
No obstante el clima de tensión que siguió a la
ruptura de relaciones, los gabinetes madrileños no ocultaron su deseo de
reanudar el diálogo con la Santa Sede, con la esperanza de normalizar un día
las relaciones. Este fue el caballo de batalla de los últimos gobiernos de la
regencia Cristina y de los del trienio esparterista.
Y realmente éste era el nudo de la cuestión, ya que los políticos españoles
comprendieron que un acercamiento moderado hacia la Iglesia podía
favorecer la distensión. Sin embargo, se encontró la negativa total del papa
Gregorio XVI y de su secretario de Estado, Lambruschini, que no
permitieron la mínima apertura. En momentos en que el pontífice condenaba los
errores del liberalismo teórico y práctico, porque minaba los
fundamentos histórico-jurídicos de los Estados Pontificios, y mantenía
conflictos abiertos con los Gobiernos inglés y alemán por cuestiones
relacionadas con la independencia de la Iglesia, resultaba muy difícil
iniciar contactos con Madrid, si se tiene en cuenta además que las heridas eran
muy recientes y que la intransigencia del papa había alcanzado tonos
verbales sin precedentes en sus últimas intervenciones públicas.
Sin embargo, no hay que silenciar las pruebas de
buena voluntad dadas por el Gobierno de Madrid para acercarse a Roma. Se ha
dicho anteriormente que, al producirse la ruptura de relaciones
diplomáticas, en Roma quedó el encargado de Negocios español, Aparisi, que
vivió como ciudadano privado, hasta que en la primavera de 1839
recibió instrucciones del Gobierno presidido por Pérez de Castro para que
explorase las disposiciones de la corte pontificia con respecto a
España. Estas gestiones deben situarse en el cuadro de las iniciativas
tomadas por el último Gabinete de la regencia Cristina para conseguir el
reconocimiento de Isabel II por parte de las potencias del Norte, y, por consiguiente,
debe quedar bien claro que la finalidad que movía a los liberales a conectar
con Roma era esencialmente política, aunque el aspecto religioso estuviese
íntimamente unido al político. El ministro Arrazola dispuso por su parte
que una comisión indicase los puntos principales que debían tratarse en
eventuales negociaciones con la Santa Sede. Miembros de la misma fueron
varios personajes apreciados por su historial político y eclesiástico y por sus
conocimientos en dicha materia: Garelli, Ofalia, Martínez de la Rosa, Calatrava, el obispo Torres
Amat y el auditor de la Rota, Tariego.
El Gobierno era consciente de la imposibilidad de
conseguir a corto plazo la reanudación de relaciones diplomáticas, pero sí
podía intentarse un acercamiento con el fin de cubrir las necesidades
espirituales más urgentes. El dictamen emitido por esta comisión descubrió
el espíritu que inspiraba a sus miembros y demostró cuán lejos se estaba
de la solución, pues volvieron a aparecer las habituales acusaciones
contra la curia romana por las ofensas inferidas a la Corona española. Es
decir, se repitió el coro de protestas contra Roma, que la prensa, las
Cortes y las reuniones ministeriales habían pronunciado hasta la saciedad
desde 1834. Pero se acordó hacer presente al papa tres hechos
fundamentales: la injusticia cometida por su Gobierno al no reconocer a
Isabel II, su notoria parcialidad a favor de D. Carlos y su decidida
hostilidad contra el Gobierno de Madrid a pesar de las declaraciones de
neutralidad. Con respecto a los nombramientos de obispos, se pidió que
antes de iniciar cualquier negociación quedasen bien claros dos puntos:
primero, no tolerar que las bulas se expidiesen motu proprio o ex benignitate Seáis Apostolicae,
o con otras cláusulas semejantes, ni que se omitiese en ellas la
presentación real, en virtud del patronato, aunque se podría silenciar el
nombre de la reina; segundo, que mientras no hubiese nuncio en España se
encargase a los obispos la formación de los procesos canónicos para los electos.
Pero esta iniciativa quedó sin efecto, así como las gestiones del
encargado Aparici en Roma, ya que la posibilidad de
una victoria carlista, gracias a la protección de las tres potencias del
Norte sobre D. Carlos, y el deseo del papa de ver dicha victoria para
que el clero recobrara su antiguo influjo impidieron que la Santa Sede
se comprometiera. Además, la presión del emperador austríaco sobre
el pontífice fue cada vez más insistente. Desde Viena se controlaban
los Estados Pontificios, en momentos críticos en que el gobierno papal
era incapaz de contener con sus propias fuerzas los movimientos
revolucionarios que surgían en diversos lugares de sus dominios. La solución
del conflicto español dependía solamente de las armas y no de negociaciones
diplomáticas.
2.
Primeros intentos de
reconciliación Iglesia-Estado
Tras el pacto de Vergara, el Gobierno de Madrid
intensificó sus iniciativas, ya que las nuevas victorias de las fuerzas
isabelinas y la huida de D. Carlos a Francia alteraron sensiblemente el
equilibrio anterior. En Roma, a la vez que Aparici reiteraba sus instancias, la Embajada española en París —con el marqués de
Miraflores al frente— establecía contactos con el nuncio Garibaldi. Como
la situación político-militar había cambiado, pareció conveniente remover a Aparici de su cargo, y fue sustituido por Julián
Villalba, antiguo subsecretario de Asuntos Exteriores, que en Roma fue mal
recibido, ya que los informes sobre su persona procedían de ambientes
carlistas; pero se le aceptó como negociador en misión exploratoria. Villalba
pudo entrevistarse con Lambruschini y con Gregorio XVI, y sacó la impresión de
que no se reconocería a Isabel II hasta que no lo hiciera el emperador de
Austria. Las negociaciones se interrumpieron otra vez.
El 20 de julio de 1841, el político moderado
Joaquín Francisco Pacheco (1808-65) pidió en las Cortes la inmediata apertura
de negociaciones con Roma; pero Espartero, con ley del 2 de septiembre, declaró
sujetos a venta los bienes nacionales consistentes en propiedades
del clero secular, mientras el 14 de agosto se había dado una ley sobre
la dotación del culto y clero, que debía seguir la línea trazada por la de
29 de julio de 1837. La posición rígida del Gobierno se mostraba con
estos textos legales frente a la alternativa de los moderados. Ni que
decir tiene que la política religiosa de Espartero se ganó los odios del
clero y de la población católica. Solamente un cambio de régimen podía
salvar la situación, y esto ocurrió tras el pronunciamiento popular de
1843 y la subida de los moderados, presididos por Narváez (1800-68), en mayo de
1844.
En diciembre de 1843 había fallecido en Roma
Villalba. Para sucederle fue designado un antiguo secretario y confidente de la
Reina María Cristina, José del Castillo y Ayensa, que
tuvo un peso casi decisivo en las negociaciones preconcordatarias.
Pero antes de su llegada a Roma fue encargado interinamente de sustituir
al fallecido Villalba el subsecretario de Estado, Hipólito de Hoyos, a
quien las autoridades pontificias acogieron con frialdad. Ni el papa ni su
secretario de Estado le recibieron en audiencia. Pudo hablar solamente con
el secretario del cardenal y trató de «rectificar la opinión respecto a
las cosas de España, opinión que no es de extrañar se halle extraviada en
un país donde no se permite ningún periódico nacional ni extranjero, más que
los puramente oficiales y científicos, y donde viven tantos españoles
carlistas, que, obcecados todavía con la esperanza de que su partido ha de
llegar a prevalecer algún día, se ocupan en propalar las noticias que
reciben de sus corresponsales de ahí, comentándolas a su gusto e inventado a veces lo que les place».
Capítulo IV
LA DECADA MODERADA
(1844-54)
1.
El convenio de 1845
La política religiosa comenzó a cambiar
sensiblemente en sentido favorable a la Iglesia desde la subida de los
moderados al poder. El Gabinete presidido por González Bravo (1811-71) autorizó
el regreso de los obispos exiliados o huidos y la reapertura del Tribunal
de la Rota. Sin embargo, estos gestos no bastaron para que la Santa Sede
variase su línea de conducta, y los últimos años del pontificado de
Gregorio XVI estuvieron caracterizados por una mayor intransigencia con
los regímenes liberales, incluidos los más moderados, como era por aquellas
fechas el de España. Desde Roma se exigió que el Gobierno español suspendiera
la venta de los bienes eclesiásticos y el juramento de la Constitución de
1837 por parte del clero. Pero se trataba de dos cuestiones que un ministerio
débil e inestable, como el de entonces, no podía resolver. La situación
evolucionó con la llegada al poder del general Narváez, que inauguró un largo
período de estabilidad política, llamado la «década moderada», desde 1844
hasta 1854.
En junio de 1844, Castillo y Ayensa,
instalado ya en Roma, inició sus contactos con la corte pontificia. El 18 de
agosto logró entrevistarse personalmente con Gregorio XVI, quien «no
mencionó ni una sola vez el nombre de España ni nada que pudiera relacionarse
con ella», según escribe el diplomático español. Pocos días antes de la
audiencia pontificia a Castillo, el Gobierno había suspendido la venta de
bienes del clero secular y de las monjas (decreto de 26 de julio de 1844).
Era una primera prueba de buena voluntad del nuevo equipo ministerial moderado,
que en Roma no podía pasar desapercibida; pero el cardenal Lambruschini
mostró su extrañeza porque nada se decía en dicho decreto de los bienes
del clero regular. La omisión había sido hecha intencionadamente por el
Gobierno madrileño para provocar una discusión sobre este asunto e iniciar
negociaciones bilaterales. Sin embargo, Lambruschini no accedió a esta
insinuación.
Entre tanto, Martínez de la Rosa, embajador de
España en París, cometió una grave imprudencia, que paralizó las gestiones
apenas iniciadas en Roma. En nota entregada al nuncio Garibaldi, Martínez de
la Rosa puntualizó la postura del Gobierno español, que deseaba pactar
con la Santa Sede, pero que ante el servilismo de la corte pontificia hacia
las potencias del Norte y las actividades de los carlistas residentes en
Roma no se podía llegar a un acuerdo. Sin embargo, la Santa Sede no
reaccionó polémicamente a la nota del embajador español en París. Se
limitó a formular unas Observaciones que llegaron a manos de Martínez de
la Rosa cuando acababa de hacerse público su nombramiento como
nuevo ministro de Estado de Isabel II. Su llegada al Ministerio hizo
pensar «que el dualismo ideológico aparecido en el partido moderado
permanecería, aunque con diferentes matices, ya que, al representar el
embajador en París la tendencia contraria a la reforma de la Constitución
de 1837, se colocaba en una posición más liberal que la sostenida por Narváez.
Pero éste poseía la capacidad necesaria para que el pretendido dualismo no
crease ningún problema en las tareas del Gobierno. Por lo tanto, tal vez
en contra de sus íntimas convicciones, Martínez de la Rosa tuvo que
reconocer que el acoplamiento realizado por Narváez era, al menos por el
momento, el único sistema viable en España».
La oposición parlamentaria quedó desconcertada
cuando Martínez de la Rosa esquivó el tema de la venta de los bienes del clero
en su discurso sobre las relaciones hispano-romanas. Cuando se examinó
el proyecto de reforma de la Constitución de 1837, se intentó resolver
el conflicto creado con motivo de la redacción de los artículos 4 y
11 de la misma. El primero se refería a la unidad de fueros y códigos y
el segundo había definido la posición de la Iglesia en España. El
problema quedó resuelto con el nuevo texto de la Constitución de 1845, que
en su artículo 11 decía: «La religión católica, apostólica y romana es la
de la nación española. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros».
El segundo párrafo encerraba el problema pendiente con Roma sobre la
dotación económica de la Iglesia.
Castillo y Ayensa, en su
Historia crítica de las negociaciones con Roma desde la muerte del rey D.
Fernando VII, narra con abundantes pormenores sus gestiones encaminadas a
conseguir un acuerdo con la Santa Sede, gestiones que llevaron al
«concordato de 1845». Las bases previas exigidas por la Santa Sede se referían
al juramento de la Constitución, a los nombramientos de administradores
apostólicos para las sedes vacantes y al derecho de propiedad de la
Iglesia. La aceptación de estos tres puntos era fundamental para seguir
negociando. Otras cuatro peticiones se referían a la sustentación del
culto y clero, a los nombramientos de obispos, a la libertad de los mismos
en el ejercicio de su jurisdicción y a la completa restauración de las
órdenes religiosas.
La venta de los bienes eclesiásticos planteaba
serios problemas, porque resultaba prácticamente imposible devolver al clero
fincas que estaban ya en manos de nuevos propietarios al amparo de una
complicada legislación del Ministerio de Hacienda. Si el papa hubiese sanado
los bienes vendidos, buena parte de las dificultades habrían quedado
superadas.
Las gestiones de Castillo en Roma coincidieron con
la discusión parlamentaria del proyecto de ley sobre dotación del culto y
clero. En realidad, no preocupaba tanto la cantidad —que en el texto del
proyecto ascendía a 159 millones de reales— cuanto su significado, es decir, si
debía ser considerada como retribución de los eclesiásticos por el servicio
religioso que prestaban o como indemnización que el Estado debía hacer a la
Iglesia. La primera hipótesis vinculaba la Iglesia al Estado y convertía a
sus ministros en funcionarios del poder civil. La segunda permitía
independencia y autonomía a la Iglesia. El l.° de
junio de 1845 se aprobó la cantidad indicada en el proyecto para dotación
del culto y clero, con cargo al capítulo de obligaciones del presupuesto
general del Estado de dicho año.
Entre tanto había autorizado el Gobierno que
volviesen a propiedad del clero secular, los bienes no enajenados, cuya venta
había sido suspendida por el decreto del 26 de julio de 1844. También se
suspendió la venta de los conventos y monasterios. Estos gestos de buena
voluntad hicieron cambiar la actitud de la Santa Sede, que el 27 de abril
de 1845 había firmado un convenio con España por el que se restablecían
las relaciones diplomáticas, se reconocía a Isabel II y se renovaban
todos los acuerdos anteriores a la muerte de Fernando VII.
Sin embargo, este convenio o concordato no fue
ratificado por el Gobierno de Madrid. A Castillo y Ayensa se le felicitó por haber llegado a este acuerdo, que él había negociado y
firmado, pero se le hizo ver que la situación política no permitía cumplir
cuanto en Roma se había acordado. En efecto, los partidos y grupos de la
oposición atacaron duramente la nueva línea del Gabinete Narváez y
desencadenaron una intensa campaña de prensa para desacreditar el nuevo
concordato. Narváez, además, iba perdiendo prestigio y poder a medida que
aumentaba el influjo de personajes que frecuentaban la corte e influían en
el ánimo de la joven reina y de su madre.
2.
Pontificado de Pío IX
El cese de Narváez y la sucesión de otros fugaces
gabinetes coincidieron con la muerte del Gregorio XVI (l.° junio 1846) y la elección de Pío IX (16 junio 1846). En España fue recibido con
general satisfacción el nuevo papa, porque eran conocidas sus tendencias
pro liberales. Algunos obispos, como el célebre Torres Amat, entonces anciano,
cantaron la llegada del joven pontífice con tono muy elocuente. Se esperaba que
Pío IX, a sus cincuenta y cuatro años de edad, cambiara radicalmente la línea
política de su predecesor con respecto a España, y así fue. Al papa de la
intransigencia sucedía el de la comprensión y tolerancia. Una época nueva comenzaba
para España tras el matrimonio de Isabel II con su primo Francisco de Asís y
con la amplia amnistía, que permitió el regreso de liberales exaltados.
Aunque el concordato de 1845 quedó sin ratificar,
el nuevo papa se mostró dispuesto a resolver las cuestiones religiosas
pendientes. En marzo de 1847 llegó a Madrid el delegado apostólico
Giovanni Brunelli, primer representante
pontificio en España desde la salida de Amat en 1835. Sus primeros meses
de estancia en la capital de la nación fueron difíciles, porque no siempre los
ministros —y en particular los del Gabinete de García Goyena— mostraron
comprensión por los asuntos de la Iglesia. Castillo y Ayensa fue destituido de su cargo en Roma, se ordenó de nuevo la venta de bienes
eclesiásticos, que los gobiernos anteriores se habían reservado para poder
cubrir el presupuesto de ayuda al culto y clero —se trataba de bienes
pertenecientes a hermandades, ermitas, santuarios y cofradías— y fue
nombrado embajador ante la Santa Sede Joaquín Francisco Pacheco. La vuelta
de Narváez al poder a finales de 1847 facilitó la reanudación de las
negociaciones. En el consistorio del 7 de diciembre de dicho año lamentó Pío IX
que los asuntos de España procediesen tan lentamente.
El año 1848, caracterizado por los movimientos
revolucionarios europeos, fue decisivo no sólo para la consolidación en el
poder de los moderados españoles, sino también de los grandes partidos
conservadores de otras naciones. En el campo de las relaciones Iglesia-Estado
quedaba mucho todavía por hacer, y Narváez estaba dispuesto a ganarse
el apoyo incondicional de los eclesiásticos restaurando su antigua
posición económica y social en la España que entraba ya en la segunda
mitad del siglo XIX. Para garantizar el orden público se preparó en 1848 un nuevo
Código penal, que especificaba una serie de «delitos contra la
religión». Quiso conseguir Narváez la benevolencia del nuevo papa, y ya
que las negociaciones diplomáticas no daban buen resultado, por lo menos
la represión policial podía producir algún efecto. Pero estas medidas
escondían una realidad más trágica, que era el panorama económico español,
agravado por la corrupción que reinaba en todos los ámbitos de la
Administración pública. La situación político-económica creada por
el régimen liberal había favorecido la acumulación de enormes
capitales en manos de un reducido número de propietarios, quienes,
evitando los riesgos de fluctuaciones, acaparaban dos tercios del capital
productivo a expensas de la población nacional. La enajenación de los bienes
raíces y derechos que habían pertenecido a las órdenes militares, así como
los censos, rentas y derechos procedentes de ermitas, santuarios,
hermandades y cofradías pertenecientes al Estado, podía resolver en parte
esta situación. Pero las repercusiones fueron muy negativas en el
campo eclesiástico, ya que las protestas de la Santa Sede y del clero no
se hicieron esperar.
El 27 de mayo de 1848 fue constituida una Junta
mixta, presidida por el obispo de Córdoba, Tarancón Morón, cuya finalidad era
estudiar la situación del culto y clero y buscar soluciones. Durante el
verano de 1848, las relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede
se normalizaron completamente. Monseñor Brunelli,
primer nuncio apostólico ante la reina Isabel II, presentó sus
credenciales el 22 de julio, mientras el embajador Martínez de la Rosa
llegaba el 3 de agosto al Vaticano en calidad de primer representante del
Gobierno español. Entre tanto, varias naciones europeas, y en concreto Austria,
Prusia y Nápoles, habían reconocido a Isabel II.
La situación de los Estados Pontificios tras la
huida del papa a Gaeta en 1848 (24 noviembre) provocó una reacción de los
gobiernos europeos en favor del pontífice con el fin de restaurarle en su
trono. España mostró un singular empeño en esta empresa bélica, y se puso
al frente de las naciones católicas, seguida con menor entusiasmo por
Francia, Austria, Turín, Florencia, Nápoles y Munich.
La expedición española, al mando del general Fernando Fernández de
Córdoba, compuesta por 4.000 hombres, salió del puerto de Barcelona el 23
de mayo de 1849. Después siguieron las expediciones de otros países.
La lenta negociación del concordato de 1851 ha
sido estudiada con mucha detención por F. Suárez, mientras que un buen trabajo
de conjunto sobre el mismo sigue siendo el de Pérez Alhama. Las
Observaciones del nuncio Brunelli al proyecto de
concordato, dadas a conocer recientemente, descubren aspectos inéditos de la
problemática preconcordataria y de las pretensiones
de la Santa Sede al tratar con el Gobierno español. Por ello no es
necesario detenerse en aspectos parciales, que pueden consultarse tanto en
estas obras actuales como en otras anteriores.
El concordato se firmó el 16 de marzo de 1851,
cuando acababa de subir a la jefatura del Gobierno el moderado Bravo Murillo,
que representaba la extrema derecha del partido monárquico conservador.
Pero no fue él quien negoció el texto concordado, como se ha visto
anteriormente, sino quien recogió el fruto de las lentas gestiones llevadas
a cabo durante el mandato de Narváez, debidas en buena parte a la
intervención personal de ministros católicos practicantes como Pidal
y Arrazola. Sin embargo, no debe sorprender que la historiografía
liberal haya tildado «a aquellos ministros de beatos, tecnócratas y
papistas; no porque tales términos resulten ni remotamente adecuados al
caso, sino porque una actitud como la de Bravo Murillo y sus colaboradores
podía resultar llamativa en su época».
Al concordato de 1851 puede decirse que se llegó
fatalmente ante la imposibilidad, constatada por las dos altas partes, de
conseguir una reconciliación total y sincera. Y aunque «ninguna de ambas
potestades cedió en lo que consideraba su obligación mantener a toda costa»,
sin embargo, «cedieron al concederse recíprocamente lo que cada una
de ellas pedía. Dentro de lo humanamente posible, se habían reparado daños
inmensos y restañado heridas profundas. Hicieron falta siete años de
gobiernos moderados para sacar adelante algo que, en tono mucho menor, no
fue posible conseguir en 1845; pero fue también necesario que los
gobiernos moderados no dejaran de ser por ello liberales para que se
tardara siete años —con hartas vicisitudes— en lograr lo que se pudo haber
conseguido en mucho menos tiempo».
Por ello, el concordato no puede considerarse una
obra perfecta, si bien pudo acabar con casi veinte años de tensiones entre la
Iglesia y el Estado en España. Y éste es quizás su mayor mérito. Aunque
ahora no es posible hacer un análisis detallado de sus 46 artículos, sí
podemos detenernos en los que han sido más significativos y
transcendentales para la organización eclesiástica española hasta 1931,
salvado el sexenio revolucionario (1868-74).
La unidad católica de España quedó solemnemente
afirmada en el artículo l.°, con gran escándalo de
los liberales progresistas, de los nacientes demócratas v de los fautores de la
separación Iglesia-Estado, si bien la enunciación de dicho primer artículo
no era más que la simple constatación de un hecho. La primera consecuencia
de este principio era, lógicamente, la enseñanza de la doctrina católica,
que debería impartirse en todas las universidades, colegios, seminarios y
escuelas de cualquier clase, bajo la vigilancia de los obispos,
«encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe
y de las costumbres y sobre la educación religiosa de la juventud (art.2.°). El
Estado garantizó su protección a la Iglesia (art.3.°) y reconoció la plena
libertad de los obispos en el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica
(art.4.°).
Se estableció una nueva circunscripción de las
diócesis, con la desaparición de ocho sedes sufragáneas —Albarracín, unida a
Teruel; Barbastro, a Huesca; Ceuta, a Cádiz; Ciudad Rodrigo, a Salamanca;
Ibiza, a Mallorca; Solsona, a Vich; Tenerife, a Canarias, y Tudela, a Pamplona—
y la creación de tres nuevos obispados: Ciudad Real, Madrid y Vitoria
(art.5.°).
La nueva geografía eclesiástica quedó de la
siguiente forma:
Iglesia metropolitana de Burgos, con seis
sufragáneas: Calahorra o Logroño, León, Osma, Palencia, Santander y Vitoria.
Iglesia metropolitana de Granada, con cinco
sufragáneas: Almería, Cartagena o Murcia, Guadix, Jaén y Málaga.
Iglesia metropolitana de Santiago de Compostela,
con cinco sufragáneas: Lugo, Mondoñedo, Orense, Oviedo y Tuy.
Iglesia metropolitana de Sevilla, con cuatro
sufragáneas: Badajoz, Cádiz, Córdoba e Islas Canarias.
Iglesia metropolitana de Tarragona, con seis
sufragáneas: Barcelona, Gerona, Lérida, Tortosa, Urgel y Vich.
Iglesia metropolitana de Toledo, con seis
sufragáneas: Ciudad Real, Coria, Cuenca, Madrid, Plasencia y Sigüenza.
Iglesia metropolitana de Valencia, con cuatro sufragáneas:
Mallorca, Menorca, Orihuela o Alicante y Segorbe o Castellón de la Plana.
Iglesia metropolitana de Valladolid, con cinco
sufragáneas: Astorga, Avila, Salamanca, Segovia y
Zamora.
Iglesia metropolitana de Zaragoza, con cinco
sufragáneas: Huesca, Jaca, Pamplona, Tarazona y Teruel (art.6.°).
Fueron suprimidos los territorios exentos de los
obispados de Oviedo y León (art.8.°). Y los territorios diseminados de las
cuatro órdenes militares —Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa—
quedaron agrupados en un priorato, con sede en Ciudad Real, cuyo prior
tendría carácter episcopal (art.9.°).
Los obispos extendieron su jurisdicción a todas
sus diócesis (art. 10) y fueron suprimidas todas las jurisdicciones
privilegiadas y exentas (art.11), así como la Colectoría General de Espolios, Vacantes y Anualidades, que fue unida a la Comisaría de la
Cruzada (art. 12).
Fueron reestructurados los cabildos catedralicios,
bajo la presidencia del deán, primera silla post pontificalem,
y se dio una nueva normativa para la provisión de beneficios (art. 13 a
23). Se urgió la redacción de un nuevo arreglo parroquial en todas las
diócesis y se reguló la provisión de curatos (art.24 a 27).
Se reformó profundamente la organización de los
seminarios (art.28) y se autorizó el establecimiento de casas y congregaciones
religiosas de San Vicente de Paúl, San Felipe Neri y «otra orden de
las aprobadas por la Santa Sede» (art.29). Se conservó el Instituto de
las Hijas de la Caridad y las casas de religiosas dedicadas a la educación
y enseñanza de niñas u otras obras de caridad (art.30).
A la Iglesia se le reconoció el derecho de
adquirir por cualquier título legítimo y su propiedad en todo lo que poseía y
adquiriese en lo sucesivo (art.41) y el papa levantó la condena pendiente
sobre los compradores de los bienes eclesiásticos procedentes de la
desamortización, si bien los no vendidos volverían a sus antiguos
propietarios (art.42). Era una forma de solucionar un grave problema de conciencia
que había turbado de algún modo a gobernantes y propietarios, que se
enriquecieron gracias a la legislación relativa a la compra de los bienes
desamortizados, que favorecía a los económicamente más poderosos.
El concordato de 1851 fue, ante todo, un acto político
tanto por parte del Estado español como de la Santa Sede. Por parte de ésta
se hicieron al primero dos grandes concesiones: la renovación del
patronato regio en condiciones semejantes a las del concordato de 1753,
que permitía la intervención directa de la Corona en los nombramientos
de obispos y en la provisión de canonjías y parroquias, y el
reconocimiento de la desamortización como hecho irreversible y consumado.
Esto hizo que se volviera al regalismo del siglo XVIII y que todos los
gobiernos de la monarquía española hasta 1931 manifestaran excesivamente
sus injerencias en asuntos eclesiásticos, al amparo de la legalidad
concordada, sobre todo en materia económica y patrimonial. Frente al poder
político, la Iglesia intentó defenderse, buscando una independencia y autonomía
que nunca consiguió plenamente. Para ello trató de salvar el ejercicio
libre de la jurisdicción eclesiástica, que fue garantizado por el Estado,
si bien tuvo que pedir una dotación para el culto y clero que entonces
sólo podía venir del Estado. Por ello, la característica quizá más
relevante de este concordato fue la económica. El propio nuncio reconoció
las grandes implicaciones que llevaba consigo el problema económico.
No faltaron críticas al concordato, algunas
exageradas, como la de Valera, para quien se firmó en la época «de la mayor
reacción política en España y por un Gobierno despótico y sumamente
piadoso».
El concordato fue promulgado con ley del 17 de
octubre de 1851, y desde entonces comenzó su ejecución, que fue muy lenta y
compleja, porque el Gobierno moderado multiplicó las disposiciones legales
tendentes a cumplir los acuerdos con la Santa Sede hasta la revolución
de 1854. El 21 de octubre fue suprimida la Colecturía General de
Espolios, Vacantes y Anualidades y el tribunal de la gracia del excusado.
El 21 de noviembre se ordenó el arreglo del personal de las catedrales y
colegiatas y la organización de las parroquias. El 29 de noviembre se afrontó
la dotación del culto y clero. El 8 de diciembre se adoptaron disposiciones para
la entrega al clero de sus bienes, a la vez que se dictaban normas sobre
la enajenación de los bienes eclesiásticos. El 8 de enero de 1852
se reguló la administración de los fondos de la Cruzada tras la
supresión del comisario general de la misma. El 10 de abril se crearon
comisiones investigadoras de memorias, aniversarios y obras pías. Y el 21
del mismo mes se dieron normas sobre edificación y reparación de los templos
parroquiales. El 21 de mayo se decretaron varias disposiciones relativas al
régimen y enseñanza de los seminarios conciliares y fueron suprimidas las
facultades de teología de las universidades. El 28 de septiembre se publicó el
nuevo plan de estudios para los seminarios conciliares.
El 23 de julio de 1852 fue restablecida la
Congregación de San Vicente de Paúl, y el 3 de diciembre, la de San Felipe
Neri.
El 15 de noviembre de 1852 se ordenó a los
clérigos el uso del traje eclesiástico, consistente en hábito talar y
alzacuello.
Más lenta fue la ejecución del concordato con
respecto a la erección de las nuevas diócesis. La primera fue Vitoria, pero no
se consiguió hasta el 26 de septiembre de 1861. Le siguió la prelatura
nullius de Ciudad Real, formada con el llamado «coto redondo» de las
órdenes militares, el 18 de noviembre de 1875, y Madrid, el 7 de marzo
de 1884, a la que se unió el título de Compluto o Alcalá de Henares, el 7 de marzo de 1885.
Capítulo V
EL BIENIO PROGRESISTA
(1854-56)
1.
Nuevos conflictos con la
Iglesia
Con sensible retraso con respecto al movimiento
revolucionario europeo de 1848, estalló en España, en junio de 1854, una
revuelta militar llamada «la Vicalvarada», que ha querido compararse con otras
sublevaciones de su tiempo, cuando en realidad no fue más que un
pronunciamiento de generales conservadores y moderados, apoyados por algunos
políticos y por manifestaciones populares que muy poco o nada tenía de
revolución nacional, aunque el impacto que entonces produjo y el sentido
que le dio la historiografía decimonónica ha hecho que pasara hasta nuestros
días con el pretencioso título de «revolución de 1854». El general
O’Donnell, que encabezó el alzamiento contra el Gobierno del conde de San Luis,
inició una nueva gestión política ciertamente más avanzada que la de su
predecesor. De ahí que el nuevo sistema que implantó este general con la
ayuda de Espartero se haya llamado «bienio progresista» (28 junio 1854-14
julio 1856). Ya en 1852 había proyectado Bravo Murillo una Constitución de
tipo autoritario, que no pudo prosperar debido a la fuerte oposición
parlamentaria, que encabezó el general Narváez, quien se opuso a cualquier
intento de política antiliberal. La situación interna fue muy inestable, y por
el Gobierno pasaron rápidamente Roncali, Lersundi y
el conde de San Luis. En marzo de 1854 se produjo en España la primera
huelga general, y tres meses más tarde, O’Donnell dio el golpe militar
para cortar los abusos del conde de San Luis, que habían llevado el país
al desastre. La carestía aumentó el descontento del campesinado,
especialmente en Andalucía, a la vez que la naciente industria, en
concreto la catalana, comenzaba a organizarse corporativamente, y pronto
surgieron las primeras asociaciones de trabajadores. El movimiento obrero, que
en 1841 había hecho tímidamente su aparición en España, pudo organizarse
libremente durante el bienio progresista. La guerra de Crimea favoreció
las inversiones industriales y ferroviarias y la explotación minera. La
política del bienio fue esencialmente burguesa, y su representante más genuino,
el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, autor de las leyes
de ferrocarriles, minas, bancaria y de la nueva desamortización.
La vuelta al Gobierno de algunos ministros que lo
habían sido durante la regencia de Espartero (1840-43) hizo presagiar nuevos
conflictos con la Iglesia. En concreto, el de Gracia y Justicia, José Alonso,
recordaba los intentos de cisma en 1841, uno de los momentos más oscuros
de la Iglesia española decimonónica. Apenas instalado en su dicasterio,
comenzaron a llover sobre los obispos disposiciones emanadas por este ministro
con el fin de contener el influjo de la Iglesia y limitar su campo de
acción. En este sentido hay que entender una real orden del 19 de agosto
de 1854 por la que se impedía a los prelados la condenación y prohibición
de obras sin haber oído las explicaciones de su autor y obtenido el
consentimiento de la reina. El Gobierno quería garantizar «la libertad que
tienen los españoles de emitir sus ideas por medio de la imprenta», y ésta
contrastaba con la praxis episcopal de condenar autores sin oírles y de
calificar el sentido de sus escritos sin escuchar sus explicaciones,
causándoles con este proceder daños materiales y morales. Otra real orden
del mismo día pedía a los obispos que velasen sobre los predicadores para que
no descendiesen a temas políticos y sociales, porque creaban confusión
entre el pueblo y provocaban desobediencia a las autoridades constituidas. El
ministro Alonso urgió la residencia de los eclesiásticos y mandó que salieran
de Madrid en el plazo de quince días cuantos no justificasen un título legítimo
para residir en la capital (R.O. 23 agosto 1854); autorizó el
restablecimiento de las Facultades de Teología en las Universidades de Madrid,
Santiago, Sevilla y Zaragoza (R.D. 25 agosto 1854); prohibió el alumnado
externo de los seminarios conciliares, que podrían admitir solamente
alumnos internos de gracia y pensionistas, mientras los externos podrían
frecuentar los estudios eclesiásticos en las universidades civiles (R.O.
25 agosto 1854); dictó varias disposiciones para activar la formación y conclusión
de los expedientes de arreglos parroquiales y suspendió la provisión de
los curatos vacantes (R.O. 3 septiembre 1854); derogó el decreto de 3
de mayo de 1854 por el que se había establecido la comunidad de
monjes jerónimos en el monasterio de El Escorial (11 septiembre 1854);
suprimió la Cámara Eclesiástica, que fue reemplazada por un consejo
llamado Cámara del Real Patronato. El organismo suprimido había sido
creado el 2 de mayo de 1851 y tenía las atribuciones consultivas
relacionadas con el ejercicio del patronato real, que antiguamente habían
sido del Consejo de Castilla, exceptuadas las judiciales, asignadas al Tribunal
Supremo de Justicia (R.D. 17 octubre 1854).
Su sucesor en el Ministerio, Joaquín Aguirre
(1807-69), aprobó el reglamento orgánico para la administración de los efectos
vacantes y bienes procedentes del ramo de Espolios (R.D. 19 enero 1855);
declaró en su fuerza y vigor la ley de 19 de agosto de 1841 sobre
capellanías de sangre, derogada por real decreto de 30 de abril de 1852
(R.D. 6 febrero 1855); dictó disposiciones para que los vicarios capitulares de
las sedes vacantes, los provisores y vicarios generales mostrasen su
adhesión a las instituciones del país como condición indispensable para
su elección o nombramiento (R.O. 15 febrero 1855); insistió a los
obispos para que recordasen las órdenes dadas por su predecesor Alonso en
el sentido de que los predicadores no debían tratar temas políticos y
sociales y autorizó a los gobernadores civiles y jueces que aplicasen
severamente las leyes para reprimir y castigar los excesos cometidos por los
eclesiásticos en esta materia (R.O. 21 febrero 1855); prohibió el conferimiento de órdenes sagradas (R.D. 1 abril 1855);
urgió a los prelados la terminación de arreglo parroquial, previsto en el
artículo 24 del concordato (R.O. 12 abril 1855); suspendió la admisión de
novicias en todos los conventos y monasterios (R.O. 7 mayo 1855) y dispuso el
cese de los ecónomos que habían luchado con los carlistas y que durante
la guerra civil habían sido ordenados en el extranjero (R.O. 27
mayo de 1855).
Otro ministro de Gracia y Justicia, Fuente Andrés
suprimió los conventos que no tuvieran doce religiosas profesas (R.O. 31 julio
1855) y ordenó a los gobernadores civiles que remitiesen relaciones
completas de los eclesiásticos adictos al régimen, así como de los que se
declaraban en abierta rebeldía y de los que dificultaban la acción de las
autoridades civiles (R.O. 17 agosto 1855); prohibió a los obispos y al
clero en general que imprimiesen o divulgasen escritos individuales o
colectivos dirigidos a la reina o a las Cortes (R.O. 20 septiembre 1855);
suprimió la segunda enseñanza en todos los seminarios (R.D. 29 septiembre
1855).
El 6 de febrero de 1856, otro titular de Gracia y
Justicia, Arias Uría indicó a los obispos la línea de conducta que debía
observar el clero en sus relaciones con el Estado, con el fin de evitar
conflictos por motivos políticos. Y pocos días antes de la caída del
último Gobierno revolucionario aprobó la instrucción para el cumplimiento de la
ley de 27 de mayo de 1856 sobre redención de cargas espirituales y
temporales (R.O. 8 julio 1856).
2.
Otra desamortización
He querido indicar de forma sumaria algunas de las
disposiciones más significativas que se adoptaron en materia eclesiástica
durante el bienio. Ciertamente, la legislación fue mucho más amplia y
ocupó también a otros ministerios, especialmente al de Hacienda, por lo que
se refiere a la desamortización de bienes eclesiásticos. El 7 de febrero
de 1855, la Gaceta de Madrid publicó un real decreto del titular de
este departamento que autorizaba a someter a discusión en las Cortes
un proyecto de ley que declaraba en estado de venta todos los predios
rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes al Estado, a los pueblos,
al clero y a los establecimientos y corporaciones de beneficencia e
instrucción pública. El ministro Madoz defendió que dicho proyecto no
violaba el concordato, y, aunque lo hubiese violado, las Cortes de la
nación tenían suficiente autoridad para dar a las propiedades
eclesiásticas el destino que estimasen conveniente. La protesta de los
obispos fue inmediata, y el de Osma, en concreto, elevó un escrito que detuvo
la discusión parlamentaria, porque las Cortes tuvieron que estudiar las
razones expuestas por el prelado, quien exigió la intervención de la
Santa Sede antes de legislar sobre esta materia, ya que no podía tolerarse
una desamortización eclesiástica impuesta unilateralmente por el Estado
sin contar con la Iglesia. El prelado oxomense amenazó con severas penas canónicas a los autores de la ley y a los
compradores de dichos bienes. Por este motivo fue desterrado a Canarias,
lo mismo que sus colegas de Urgel, José Caixal,
conocido por sus abiertas simpatías carlistas, y de Barcelona, José
Domingo Costa y Borrás, una de las figuras más preclaras del episcopado en
aquellos momentos.
A finales de abril de 1855, la ley de
desamortización eclesiástica y civil estaba aprobada por las Cortes, y cuando
los generales Espartero y O’Donnell fueron el día 25 a pedir la aprobación
de la reina, ésta se negó. Había intervenido Mons. Franchi,
encargado de Negocios de la Santa Sede, quien, sin embargo, no pudo
impedir que días más tarde Isabel II firmara la nueva ley. El Gobierno
adoptó medidas persecutorias y restrictivas contra los obispos y eclesiásticos
que mayor oposición mostraban al régimen y desterró a la célebre sor
Patrocinio, la «monja de las llagas», acusada de intrigas palaciegas y de
supersticiones y engaños, en los que caía la misma joven reina, cuya ignorancia
en materia religiosa era de todos conocida.
Las repercusiones de la nueva ley para la Iglesia
fueron enormes. De nada sirvieron las enérgicas protestas del episcopado y de
la Santa Sede, que ordenó el retiro de su representante, Mons. Franchi, quien desde la salida del cardenal Brunelli en octubre de 1853 había estado al frente de
la Nunciatura. Franchi salió de Madrid a mediados de
julio de 1855 y la Nunciatura quedó cerrada hasta la llegada de Mons. Simeoni, nuevo encargado de Negocios, en mayo de 1857. Al
mismo tiempo, el embajador Pacheco abandonó Roma, y las relaciones
diplomáticas entre España y la Santa Sede quedaron interrumpidas. La
ley desamortizadora afectó a todos los bienes del clero, a los de las
cuatro órdenes militares, a los de cofradías, obras pías y santuarios. A
diferencia de la de Mendizábal, la desamortización de Madoz careció de
la virulencia que caracterizó aquélla, quizá porque encontró una
resistencia mayor de la Iglesia. El Ministerio de Hacienda multiplicó las
disposiciones legales con el fin de asegurar las incautaciones de bienes
eclesiásticos. Las ventas comenzaron inmediatamente, de forma que en el
mes de mayo de 1855 se vendieron cerca de 7.800 fincas por un valor de
90 millones de reales, mientras en agosto se llegaron a vender 11.140
fincas, por un total de 152.812.667 reales
Estos datos se refieren a las ventas, ya que
Hacienda por su parte se incautó de 12.711 fincas del clero regular y otras
129.372 del secular. Nótese que existía una gran diferencia entre las
propiedades de ambos cleros, porque mientras el regular había sido más
castigado por la desamortización de Mendizábal, el secular había podido
salvarse en buena parte. Se repitieron, además, los índices de intensidad
registrados en la década de los treinta, es decir, las ventas mayores se
produjeron en Sevilla, Cádiz, Valencia, Ávila y Burgos.
En materia constitucional, durante el bienio se
intentó aprobar, sin éxito, una Constitución que en su artículo 14 toleraba las
creencias religiosas privadas y los cultos. Pero por 103 votos contra 99 no se
aprobó la libertad religiosa, mientras Ríos Rosas y Nocedal consiguieron,
tras brillantes discursos, que fuese ampliamente reafirmada la unidad
católica de España. Era, una vez más, «el tributo pagado a cambio de
la desamortización eclesiástica, fiel demostración del pragmatismo de
los progresistas, anticlericales en el terreno económico, ortodoxos en
el campo estricto de la política religiosa».
Capítulo VI
ULTIMOS AÑOS DEL REINADO
DE ISABEL II (1856-68)
1.
El «Syllabus» en España
El mayor conflicto entre la Iglesia y el Estado
tras el bienio progresista fue provocado por la publicación en España del Syllabus cuando el reinado de Isabel II tocaba su final. El tema es tan amplio y
complejo, que merece un detenido examen, ya que la documentación inédita
es abundante. Aubert ha sabido dar una apretada
síntesis del problema a la luz solamente de documentos franceses y belgas.
La situación política española a finales del 1864
era la más inestable que había conocido el reinado de Isabel II, hasta el punto
que estaba ya en el aire el profundo cambio político, que llegaría apenas
tres años después con la revolución «Gloriosa» de septiembre de 1868.
Narváez, con tendencias cada vez más conservadoras y reaccionarias,
enemigo abierto del liberalismo, había formado su enésimo Gobierno en
septiembre de dicho año, mientras la oposición liberal, encabezada
por O’Donnell, sacaba fuerza y prestigio de los fracasos de sus
adversarios políticos. El nuevo Gabinete, presidido por Narváez, se ganó
inmediatamente las antipatías del país por su política represiva, en
particular contra la prensa.
El 8 de diciembre de 1864, Pío IX publicó la
encíclica Quanta cura y el Syllabus, que condenaba las
principales libertades modernas. Es el documento más discutido del papa Mastai Ferretti y el que mejor ha contribuido a dar
una impronta negativa a su largo y fecundo pontificado. En principio, la
actitud de Pío IX no podía desagradar al Gobierno español, ya que el contenido
de ambos documentos y el tono duro y contundente de su redacción estaban
en la línea de la política antiliberal del último Narváez. Sin embargo, su
publicación planteó serios problemas, porque algunas de las proposiciones
condenadas afectaban directamente al regalismo de la Corona española, heredado
del siglo XVIII, y al derecho público español. Al mismo tiempo, el papa
insistía excesivamente sobre su poder temporal, hasta el punto de poner
de nuevo en tela de juicio la famosa «cuestión romana», que España
había resuelto reconociendo al reino de Italia. Y aunque las relaciones
amistosas entre el papa y la reina no habían sufrido menoscabo, una exhumación
de reivindicaciones relativas a los Estados Pontificios era, cuando menos,
inoportuna.
El nuncio en Madrid, Barili,
recibió del cardenal Antonelli ejemplares de ambos documentos pontificios para
que fuesen distribuidos a todos los obispos. Esto ocurría el 22 de diciembre de
1864. Hasta ese momento nadie conocía su contenido. Los periódicos franceses
fueron los primeros en publicarlos el día de Navidad, mientras en
Bruselas salieron el día 26. Barili cumplió
inmediatamente las instrucciones de Roma, y a principios del nuevo año
1865 todos los obispos tenían los documentos en cuestión. Entre tanto, la
prensa de Madrid recogió las noticias provenientes de otros países, y de
esta forma la opinión pública tuvo conocimiento del Syllabus, aunque
ignoraba con precisión su contenido. Periódicos progresistas como La Iberia y
Las Novedades lamentaron las condenaciones del papa, mientras La Democracia,
más radical en sus juicios, llegó a decir que la encíclica era un atentado
y una blasfemia contra los sentimientos más nobles y hermosos de los pueblos
libres, y en concreto contra el progreso intelectual y social de la humanidad.
Según este periódico, Pío IX pretendía volver a las tinieblas y a la esclavitud
del Medioevo, olvidando la existencia de Lutero y de la Revolución francesa. El
órgano liberal El Reino también censuró la encíclica, porque
atacaba el desarrollo de la sociedad moderna, y la prensa vinculada al poder,
como El Contemporáneo (liberal moderado), El Gobierno y La Epoca, se limitaron a informar, sin manifestar
opinión, aunque explicaron el significado de algunas condenaciones relativas a
las relaciones Iglesia-Estado. El impacto, pues, que ambos documentos
pontificios produjeron en la opinión pública general, representada por los
periódicos laicos, fue tremendo, y la actitud hostil de los mismos o el
estudiado silencio lo demuestran. En cambio, la prensa católica —El
Pensamiento Español, La Esperanza y La Regeneración— los
recibió con entusiasmo y alabó abiertamente la energía del pontífice, que se
oponía valientemente con textos tan solemnes a los errores del liberalismo
y del socialismo.
Sin embargo, la gran incógnita fue la actitud del
Gobierno, que guardó silencio hasta pasadas las fiestas navideñas. Ciertamente
no debían agradarle las condenas relativas al exequátur regio y a los
recursos de fuerza. La primera indicación vino de las Cortes, que al abrir
sus sesiones el 7 de enero interpelaron al Gobierno por medio del
diputado Lasala, de la Unión Liberal. Preguntó dicho diputado si había
sido prohibida, como en otros tiempos habían hecho monarcas católicos
de la talla de Felipe II y Carlos III, la difusión de las cláusulas
contrarias a la independencia del Estado; pero el ministro de Estado,
Antonio Benavides, salió por la tangente, diciendo que como el Gobierno
pontificio no había comunicado oficialmente el texto de los dos
documentos, era conveniente esperar antes de tomar una decisión. En
realidad se trataba de una respuesta evasiva, porque la documentación
vaticana demuestra que, en sus contactos con el nuncio Barili,
los miembros del Gabinete madrileño no ocultaron su preocupación por las
consecuencias que podía tener la difusión de un documento pontificio sin
autorización real, e incluso hubieran preferido dar largas al asunto con
el fin de calmar los ánimos de la oposición política, pasado el furor de los
primeros días. Pero éste era precisamente el problema: que los obispos
estaban dispuestos a difundir los documentos y a publicar el jubileo anunciado
por Pío IX, porque su finalidad principal era denunciar y condenar
muchos abusos del poder civil en sus relaciones con la Iglesia, y en
particular algunas interferencias concretas del Estado español que la Santa
Sede no estaba dispuesta a tolerar por más tiempo. Los políticos
moderados se encontraron en un callejón sin salida, porque el nuncio Barili llegó a amenazar al ministro de Gracia y
Justicia, Arrazola, con un retiro total del apoyo que la Iglesia prestaba
a su partido. La tesis del nuncio era que el Gobierno no sólo no debía
impedir, sino favorecer la difusión de un documento, que era esencialmente
político, ya que el papa buscaba la condena de todas las revoluciones para
salvar a las naciones de sus excesos. Por otra parte, era evidente que el
Gobierno deseaba mantener a toda costa las regalías y derechos de la
Corona, entre los cuales figuraba el exequátur, tan reprobado por la Santa
Sede. El conflicto además podía agravarse si los obispos difundían el documento
sin autorización real, porque el Gobierno se vería obligado a aplicarles
las penas previstas en el Código penal contra los que ejecutaban, difundían o
publicaban documentos pontificios sin el pase o exequátur. En el fondo
persistían los prejuicios regalistas que habían enrarecido la atmósfera de
las relaciones con la Iglesia.
Con respecto a los obispos, Barili trató de conseguir inmediatamente la unidad de acción, evitando división de
pareceres, omisiones lamentables o reticencias peligrosas. Casi todas las
diócesis disponían ya por aquellas fechas de boletines eclesiásticos, con
periodicidad semanal, aunque podían salir cuando el obispo lo desease. Se
trataba de publicaciones que comenzaron a aparecer tímidamente pocos años antes
del concordato, si bien alcanzaron mayor desarrollo entre 1852 y
1865. Desde 1862 tuvieron carácter oficial, reconocido por el Gobierno, y
por ello estaban exentos de las formalidades previstas en la ley de 13
de julio de 1857, que imponía la obligatoriedad de presentar un
editor responsable de cada publicación. Sin embargo, el Gobierno había
advertido explícitamente que dichos boletines debían limitarse estrictamente
a los actos del obispo, «no dando cabida a polémica ni a inserción de
artículos que directa o indirectamente versen sobre política u otros
objetos distintos de su especialidad, por los conflictos y dificultades
que el hacer lo contrario puede engendrar, con detrimento de los
verdaderos intereses de la Iglesia y el menoscabo del prestigio del episcopado,
que tanto interesa conservar en una esfera superior al campo de las
agitaciones de partido». Por consiguiente, el carácter oficial de los
boletines se reducía al ámbito de los documentos del obispo respectivo.
Sin embargo, todos los boletines solían publicar una segunda parte, no
oficial, que generalmente trataba argumentos varios sobre la Iglesia y el clero.
Visto que la prensa diaria había difundido la
encíclica y el Syllabus sin que el Gobierno lo hubiese impedido y ante la
posibilidad que les ofrecía su órgano oficial diocesano, los obispos
decidieron dar a conocer el texto íntegro de ambos documentos sin
solicitar autorización del ministro de la Gobernación, competente para estos
asuntos. El nuncio aprobó este sistema, y a lo largo del mes de enero de
1865 el clero y los fieles de casi todas las diócesis pudieron disponer de
los discutidos documentos pontificios. La mayoría de los prelados los introdujo
en la segunda parte de los boletines, la no oficial, sin comentarios. El
obispo de Cuenca, Miguel Payá, advirtió
expresamente que dicha publicación era oficial. Algunos obispos dieron a
conocer sólo la encíclica Quanta cura y ocultaron de momento el
Syllabus. Sin embargo, el arzobispo de Valladolid, Juan Ignacio Moreno, y
el obispo de Córdoba, Juan Alfonso de Alburquerque, publicaron sendas
cartas pastorales, que sirvieron de presentación a los documentos
pontificios. La del prelado vallisoletano tuvo mucha resonancia, porque
fue el primero que se lanzó a una iniciativa que mereció la aprobación unánime
de los católicos y desencadenó las iras del Gobierno por su imprudencia y
provocación. El escrito de Moreno estaba bien construido y era una defensa
rigurosa de los derechos de la Iglesia. Justificó su gesto diciendo que
prefería tener disgustos en lugar de remordimientos por no haber cumplido
su deber. Al nuncio y a la Santa Sede les sorprendió la acción de Moreno,
pero la aprobaron inmediatamente, porque era una prueba más de la
talla moral e intelectual del prelado, uno de los más prestigiosos del
momento, que sería elevado pocos años después a la púrpura cardenalicia
y tras la primera república se convertiría en primado de la Restauración
al ser nombrado arzobispo de Toledo.
Entre tanto, el Gobierno, a la vez que en las
Cortes recibía furibundos ataques de la oposición liberal porque no sabía
defender al Estado de las injerencias del papa, calificadas de «usurpación de
la teocracia», negociaba con el nuncio la solución del conflicto. Se pasó
el expediente al Consejo de Estado para que emitiese su parecer. Barili habló personalmente con varios miembros del mismo, y
sacó la conclusión de que las dificultades mayores estaban en varias
proposiciones del Syllabus, ya que a la encíclica se le daría el pase sin
gran dificultad. Por su parte, el ministro Arrazola, buen católico, pero
profundamente regalista, quería evitar nuevas tensiones, porque deseaba la
concordia con la Iglesia y porque estaba en buenas relaciones con muchos
obispos; por eso trataba de hacer comprender a sus interlocutores
eclesiásticos, y en concreto al nuncio, su situación política, ya que los
adversarios de partido instrumentalizaban el problema y le acusaban
abiertamente de consentir la impunidad de obispos que violaban
abiertamente las leyes del reino.
La discusión parlamentaria coincidió con el
estudio del Consejo de Estado. La Santa Sede no transmitió oficialmente el
texto de los documentos; por eso el embajador en Roma, Pacheco, tuvo que
localizar dos ejemplares impresor, que fueron remitidos a Madrid. El
primero era una edición auténtica de la encíclica Quanta cura. El segundo
no estaba autorizado ni firmado y se titulaba simplemente Syllabus. Ambos
documentos circulaban unidos. La no transmisión oficial de dichos documentos al
Gobierno estaba justificada, porque se trataba de textos dirigidos a todos los
obispos de la cristiandad y no sólo a los de España. Por ello, los obispos
actuaron con mayor libertad, ya que para la difusión de otro tipo de documentos
pontificios habrían esperado ciertamente el pase de las autoridades
civiles.
El Consejo de Estado, como el nuncio había podido
constatar, concedió el exequátur a la encíclica, poniendo alguna reserva a las
cláusulas que limitaban la intervención del poder civil en asuntos
eclesiásticos, al derecho de la Iglesia a reprimir con penas temporales a
los transgresores de las leyes y a la obligación de observarlas, aunque
hubiesen sido promulgadas sin consentimiento del soberano. Sin embargo, con
respecto al Syllabus, se trató de impedir o retener la publicación de
cuatro condenas y admitir con reservas otras nueve.
2.
Polémica regalista
La proposición 20 —«El poder eclesiástico no debe
ejercer su autoridad sin permiso y consentimiento del gobierno civil»— formaba
parte del grupo de errores condenados que afectaban a los derechos de
la Iglesia, lo mismo que la 28 —«No es lícito a los obispos, sin permiso
del Gobierno, promulgar ni aun las mismas letras apostólicas»— y la
29 —«Las gracias que concede el romano pontífice deben reputarse
como nulas si no se han pedido por medio del Gobierno»—. En cambio,
la proposición 41 condenaba un error acerca de la sociedad civil,
tanto considerada en sí misma como en sus relaciones con la Iglesia, que
decía textualmente: «Al poder civil, aun cuando lo ejerza un príncipe infiel,
compete una potestad indirecta negativa sobre las cosas sagradas; le compete,
por tanto, no sólo el derecho que llaman de exequátur, sino también el
derecho denominado de apelación por abuso». Estas eran las cuatro
proposiciones que ni el Consejo de Estado ni el Gobierno querían aceptar.
Las nueve restantes se referían, en parte, a los
dos grupos de condenas indicados y además a los errores de ética natural y
cristiana y al liberalismo. Sin embargo, no hubo dificultad en aprobar, y
parece lógico que así fuera, las condenas de errores relativos al panteísmo,
naturalismo, racionalismo absoluto y moderado, indiferentismo, latitudinarismo,
socialismo, comunismo; sociedades secretas, bíblicas y clérico-liberales;
otros derechos de la Iglesia; ni tampoco los relacionados con el
matrimonio cristiano y con el principado temporal del papa.
Nuevas gestiones del nuncio con el Gobierno
consiguieron salvar estos obstáculos, y el 6 de marzo de 1865 Isabel II firmó
el real decreto que concedía el pase a la encíclica Quanta cura y al Syllabus,
si bien en su breve articulado se dispuso la adopción de medidas
legislativas conducentes a armonizar el derecho del placitum regium con la libertad de prensa y preconizó
un acuerdo con la Santa Sede, que regulase la concesión del pase con el fin de
evitar conflictos y tensiones. Por ello, a la concesión del pase se añadió la
cláusula: «sin perjuicio de las regalías de la Corona y de los derechos y
prerrogativas de la nación».
Puede decirse que fue una victoria para ambas
potestades. La Iglesia vio con satisfacción que un documento tan comprometedor
había obtenido la sanción real, mientras el Estado español ratificaba
solemnemente su regalismo a pesar de la reciente condenación del mismo
por parte del papa. Sin embargo, este gesto provocó nuevas polémicas,
pues mientras los que alardeando de progresismo y preconizando una
total separación entre la Iglesia y el Estado no perdían ocasión para
someter a la primera al segundo, quienes eran tachados de
ultramontanismo, integrismo o conservadurismo en el campo político
buscaban el espacio vital que la Iglesia necesitaba, libre de las ataduras
y vínculos que en tiempos pasados había tenido con el Estado. Por eso
resultaba anacrónico que dirigentes liberales pretendiesen mantener los
antiguos privilegios y regalías de la Corona. En el caso del Syllabus, se ha
visto claramente que los motivos fueron esencialmente políticos, con el fin de
derribar a los moderados de Narváez, y la ambigua conducta que
éstos mostraron durante la gestión de este asunto puede comprenderse
por su necesidad de supervivencia política y porque no disponían de
otros medios para hacer frente a la oposición parlamentaria en una
nación donde faltaba educación política, donde las crisis ministeriales
estaban a la orden del día y el temor de un golpe militar era siempre
creciente, como demostraron los sucesos posteriores.
En esta polémica entró de lleno Vicente de la
Fuente (1817-89), profesor de disciplina eclesiástica en la Universidad de
Madrid, laico, doctor en teología y derecho canónico, que siempre había mostrado
la pureza de su doctrina en numerosos escritos y su adhesión incondicional a la
Santa Sede, y por eso había sido clasificado como uno de los neocatólicos más
íntegros. La Fuente redactó en pocos días un folleto titulado La retención
de bulas en España ante la historia y el derecho (Madrid 1865), que
refutaba los pretendidos derechos de los gobiernos que impedían
la circulación de documentos pontificios con el exequátur, cuando en
realidad se trataba de un abuso que los gobiernos católicos habían introducido
lentamente y la Santa Sede había tolerado hasta que llegó la condena oficial de
Pío IX. Sin entrar en el caso concreto de la encíclica del 8 de diciembre
de 1864, La Fuente propugnó una total reforma de la legislación sobre esta
materia, porque era contraria a la justicia y a la autoridad de la
Iglesia, a la vez que impracticable en las condiciones políticas y
sociales de España. El opúsculo fue bien recibido en Roma, porque
precisamente era España una de las naciones donde los católicos tenían
ideas falsas sobre los derechos atribuidos al poder civil en materias
eclesiásticas.
La cuestión del Syllabus quedó, por tanto,
resuelta al comenzar la primavera de 1865, cuando ya todos los obispos lo
habían difundido ampliamente con escritos pastorales, con la sola
excepción del de Orihuela, Cubero —una de las figuras más negativas del
episcopado decimonónico—, por razones que desconozco, ya que el silencio
del obispo Jaume, de Menorca, quedó justificado por su enfermedad.
León Carbonero recogió en La Cruz el magisterio episcopal sobre el
Syllabus y el nuncio alabó la labor de la jerarquía unida, que en poco
tiempo, de una u otra forma, había hecho llegar al clero y al pueblo la
enseñanza del papa.
Implicaciones religiosas tuvieron también por
entonces los sucesos ocurridos en Madrid en abril de 1865. Me refiero a los
incidentes de la llamada «noche de San Daniel», originados por una real
orden del ministro de Fomento, Alcalá Galiano, que prohibió a los
catedráticos, tanto en la cátedra como fuera de ella, expresar ideas
contrarias a la religión y a la monarquía. La inmediata reacción del
catedrático de historia de la Universidad Central, Emilio Castelar, que desde
su periódico La Democracia combatía constantemente las
instituciones de la Iglesia y del Estado, desencadenó el aparato represivo
del Gobierno. Castelar fue destituido y el rector de la Universidad
suspendido del cargo. La situación política precipitó. Cayó el Gobierno
moderado de Narváez, a quien sucedió el centrista de la Unión liberal,
O’Donnell, quien dio el paso decisivo para el reconocimiento del reino de
Italia.
3.
La «Cuestión romana»
Este tema, más que a la historia estrictamente
eclesiástica, pertenece al de la política exterior de España en sus relaciones
con los Estados Pontificios; sin embargo, no debe silenciarse en el
conjunto de una historia general de la Iglesia por las implicaciones que el
peso del poder temporal tuvo en la acción espiritual del papado. La
bibliografía es amplísima, y la documentación, inagotable; por ello hay que ir
en busca de síntesis. Por lo que a España se refiere, debemos a Pabón la
obra más conseguida, modelo de claridad y método.
La «cuestión romana» coleaba desde principios del
XIX, pero se planteó de forma evidente a partir de 1848-49. Desde España se
vivió en tres tiempos; el primero fue el reconocimiento del reino de Italia
en 1865, durante el gobierno del general O’Donnell; el segundo, bajo
el mandato de Narváez, con la ratificación de dicho reconocimiento; y
el tercero, la anexión de Roma al nuevo reino en 1870, durante la
presidencia del general Prim. Nótese que los tres generales capitaneaban
los tres grupos políticos más poderosos de ese tiempo. Narváez, la
derecha liberal moderada; O’Donnell, el centro liberal, y Prim, la
izquierda progresista. La «cuestión romana» fue vivida y debatida en España
«como algo que la afectaba muy especialmente, en tanto se tenía por
nación esencial y excepcionalmente católica. La cuestión de Roma —o,
mejor dicho, la unidad de Italia— concentró, durante un cierto tiempo,
todo el debate religioso-político español del siglo XIX».
Este debate o polémica fue abierto en 1857 por el
político moderado y jurisconsulto andaluz Joaquín Francisco Pacheco (1808-65),
ministro de Estado, jefe de gobierno y dos veces embajador en Roma, que
se planteó el problema de la capitalidad de Roma en su libro Italia.
Ensayo descriptivo, artístico y político (Madrid 1857). Le siguió
Víctor Balaguer (1842-1901), entonces joven político y escritor catalán,
progresista, que mostró su entusiasmo por la unidad italiana en la
historia que de la misma escribió bajo el título La guerra de la
independencia. Los años sesenta ven aparecer una gran proliferación de escritos
a favor y en contra del poder temporal del papa. Cánovas del Castillo, que
llegará a ser el mayor estadista del XIX, al ingresar en la Real Academia
de la Historia pronunció un discurso sobre Observaciones acerca de la
dominación de los españoles en Italia (Madrid 1860), en defensa de la
unidad del nuevo reino, que es «el ensueño común de las imaginaciones
italianas desde hace medio siglo». Cánovas pertenecía a los liberales
centristas, y su tío, Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), «el
Solitario», moderado de Narváez, a1 contestarle en la Real Academia,
auguró felicidad y prosperidad «a la Italia en su nueva navegación». El
periodista madrileño y diputado progresista Fernando Corradi (1808-85)
atacó desde El Clamor Público el poder temporal, «origen en todo
tiempo, para los papas, de terribles conflictos y, más de una vez, de sacrílegos
atentados», mientras el abogado tradicionalista valenciano Aparisi y
Guijarro (1815-72), católico antiliberal y antiparlamentario, defendió, en su
opúsculo El papa y Napoleón, los intereses de Pío IX. Sus tesis
fueron las más exaltadas: «Nosotros podemos llamarnos ciudadanos romanos.
El papa es nuestro rey espiritual, y Roma, la Roma que los siglos
cristianos han levantado para que fuera la morada del Padre común de los
fieles, está en Italia, pero pertenece al mundo católico». Aparisi y
Guijarro acabó siendo el director espiritual del carlismo.
En la polémica intervinieron también poetas y
escritores como Juan Valera (1827-1905), Patricio de la Escosura (1807-78) y Ramón de Campoamor (1817-1901). El primero respetó y defendió
al papa, el segundo mostró admiración a Víctor Manuel y a Cavour y el tercero
descubrió las incidencias religiosas en una cuestión que no era
puramente política ni exclusiva de Italia. Por fin entró un eclesiástico,
Miguel Sánchez, teólogo y moralista, que insistió en las relaciones de España con
el catolicismo y del poder temporal con el espiritual del pontificado.
Su obra El papa y los gobiernos populares (Madrid 1862), dedicada al
clero español, iba dirigida a los que «creen romper el cetro del rey sin
derribar la tiara».
El reconocimiento del reino de Italia por parte de
España se produjo en 1865, con un cierto retraso con respecto a otras naciones
europeas. Los progresistas lo habían propugnado constantemente, y Narváez a
principios de 1865 estaba dispuesto a dar el paso, pues de lo contrario lo
habría hecho su adversario político O’Donnell, como así fue. Las intensas
relaciones epistolares entre Pío IX e Isabel II no pudieron impedir el
reconocimiento. Pesaron más en el ánimo de la joven reina los intereses
políticos de la nación defendidos por los generales que las razones opuestas
del nuncio Barili, del arzobispo Claret, confesor de
la soberana, y de todo el episcopado. España vivía un régimen
militar, mientras en el Gobierno y en los grupos dirigentes de los
partidos predominaban los civiles. Sin embargo, las jefaturas de dichos
partidos y la presidencia del Gabinete estuvo prácticamente en manos de
generales desde 1839 hasta la I República. Y fue un general centrista,
O’Donnell, quien al reconocer el reino de Italia en agosto de 1865 intentó
separar formalmente este acto de la actitud ante la Santa Sede. Se trató,
pues, de abrir un doble expediente, deslindando la cuestión política de la
religiosa; pero por parte de la jerarquía no se aceptó esta conducta, y
los obispos, dirigidos por Barili, que a su vez
recibía instrucciones del cardenal Antonelli, desencadenaron una tremenda
campaña antigubernativa, que tuvo honda repercusión
en las Cortes. Notables fueron las intervenciones parlamentarias de Seijas
Lozano, Miraflores, Arrazola, Mon y Cándido
Nocedal, que replicaron desde la oposición al discurso de la Corona. Los
senadores católicos Manuel Bertrán de Lis y José María Huet tuvieron constantemente informado al nuncio Barili,
quien recibió también noticias de los arzobispos senadores de Valladolid
(Moreno), Santiago (García Cuesta), Burgos (La Puente), Granada (Monzón) y
Valencia (Barrio) y del obispo de Salamanca (Rodrigo Yusto).
La intervención más brillante fue del diputado tradicionalista Aparisi
y Guijarro, que apostrofó a Isabel II con las dolorosas palabras de
Shakespeare: «¡Reina de los tristes destinos!», viendo que la soberana perdía
su autoridad ante las maniobras de los partidos.
La reacción católica fue unánime e inmediata. Los
obispos llenaron sus boletines de pastorales protestando contra el
reconocimiento y en los despachos de la presidencia del Gobierno se
recibieron millares de escritos de la jerarquía, del clero y del laicado
católico en el mismo sentido. Incluso desde las colonias ultramarinas de
Cuba, Puerto Rico y Filipinas, obispos, sacerdotes y religiosos dejaron oír su
voz de protesta.
Cuando Narváez sucedió a O’Donnell y se ratificó
el reconocimiento, surgieron divisiones entre los moderados. Los más exaltados
de la derecha, como Nocedal y otros, se separaron del partido y del régimen.
Nació entonces La Constancia, periódico católico y antiliberal,
que siguió instrumentalizando la «cuestión romana» para fines políticos
nacionales. El arzobispo Claret abandonó palacio, marchando primero
a Cataluña y después a Roma. Pío IX fue más comprensivo, porque conocía la
gravedad de la situación y la inestabilidad política que caracterizó los
últimos años de Isabel II. El nuncio Barili tuvo que
asistir al desmoronamiento de los Estados Pontificios, que mantenían en España
numerosos consulados encargados de las relaciones comerciales. Al mismo tiempo
sostuvo viva la llama de la adhesión incondicional al papa ultrajado a través
de su intensa correspondencia con los obispos. Cuando Pío IX pronunció su
alocución del 29 de octubre de 1866 sobre la situación italiana, la jerarquía,
el clero y el laicado mostró, una vez más, su afecto al pontífice, y en la
diócesis de Orihuela se llegaron a recoger millares de firmas en una
campaña promovida por el periódico El Poder Temporal para ofrecer
hospitalidad al papa en España.
La evolución posterior de la «cuestión romana» en
España estuvo condicionada por los acontecimientos políticos que caracterizaron
el sexenio revolucionario (1868-74). La candidatura de Amadeo de Saboya al
trono español y su breve e infeliz monarquía desencadenaron nuevas oleadas
de protestas contra el hijo del monarca usurpador de los Estados Pontificios.
Capítulo VII
UN EPISCOPADO ENTRE DOS ÉPOCAS
HISTÓRICAS
1.
Obispos y política
Resulta extremadamente difícil ofrecer un panorama
aproximado de la actuación pastoral de la jerarquía eclesiástica, porque los
obispos españoles del siglo XIX siguen siendo en gran parte desconocidos,
aunque crecen por días las aportaciones parciales que ayudarán a descubrir
la verdadera figura del prelado decimonónico español y su presencia en la sociedad.
La documentación inédita es inmensa. Tanto en el Archivo Secreto Vaticano
como en el Histórico Nacional de Madrid y en los archivos diocesanos y
catedralicios se espera al investigador paciente, cuya tarea es
imprescindible para poder, en un segundo tiempo, hacer la historia del
episcopado español. Entre tanto, por desgracia, se vive de generalidades,
de estudios superficiales, que ignoran los archivos, y de apresuradas
síntesis carentes de base documental sólida.
Algunos historiadores prefieren detenerse en la
función puramente política desempeñada en España por los jerarcas supremos de
la Iglesia, considerados como estrato superior de la sociedad, como
estamento privilegiado o como elite de poder. Se trata de un planteamiento
discutible, ya que la figura del obispo en la Iglesia encierra un
contenido teológico profunde, que escapa a quienes parten de tales
presupuestos, y su actuación pastoral, e incluso política, en la sociedad es
mucho más compleja de cuanto a primera vista pueda parecer.
Con todo, hay que aceptar como dato objetivo que
la jerarquía católica ha tenido hasta nuestros días un peso y un influjo
relevantes y a veces decisivos en la historia de España. Con respecto al
período que nos ocupa, tanto los obispos procedentes de Fernando VII como
la generación posterior —los llamados obispos de Isabel II— no ejercieron
en el ánimo de los monarcas una incidencia tan eficaz como la de otros grupos
influyentes del momento, por ejemplo, los políticos, los generales y los
nobles. No quiere esto decir que para Isabel II la voz del episcopado
no tuviera su importancia. Pero más que de jerarquía o de obispos en
conjunto, habría que referirse a figuras concretas, y en el reinado de Isabel
II la primera alusión cae sobre su confesor, el arzobispo Claret, y
sobre algunos cardenales y obispos frecuentadores asiduos de los
ambientes palaciegos y cortesanos.
Desde el punto de vista formal se han querido ver
en la Iglesia española del segundo tercio del XIX algunos rasgos comunes con el
ejército: una jerarquización rígida y disciplinada de sus efectivos, sólido
elemento de cohesión; una movilidad interior, no escalonada, como en el
caso de los militares, porque diversa era la extracción de los
obispos; una autonomía jurisdiccional, «más o menos rotunda y contestada,
pero evidente, que hará de la Iglesia, como del ejército, sendos
organismos ‘privilegiados’, en el sentido clásico del vocablo». Indica
estos rasgos Jover, quien enfoca «a la Iglesia y al ejército estrictamente como
viveros de sendos grupos dirigentes a integrar en el estrato superior; no
es necesario insistir en la diferencia radical que existe entre las
respectivas posiciones ante el Estado de una y otra institución». El mismo
autor advierte que mientras el ejército forma parte del Estado y se
integra en el mismo con funciones que le son específicas, ya que dependen
inmediatamente del poder soberano, la Iglesia se desliga lentamente del poder
civil en busca de mayor autenticidad y autonomía, aunque a lo largo del
XIX haya estado tremendamente condicionada por el regalismo.
La presencia de eclesiásticos en organismos
políticos ha sido una tradición española hasta 1977, con orígenes muy remotos.
Con respecto al período que nos ocupa, bastará decir que el Estatuto Real
de Martínez de la Rosa (1834) restauró el «estamento de proceres del reino»,
del cual formaron parte, en primer lugar, los arzobispos y obispos, elegidos
con carácter vitalicio por el monarca. La Constitución de 1837, compendio de la
gaditana de 1812, no admitió la representación estamental ni dio cabida a
los obispos. Sin embargo, algunos prelados fueron nombrados senadores del
reino, como representantes de varias provincias, tras haber jurado la
mencionada Constitución. Alguno llegó a ocupar la vicepresidencia del
Senado y otros ejercieron notable influjo, por su prestigio personal, historial
político y dotes intelectuales, en las discusiones y votaciones sobre
temas eclesiásticos, tratando de impedir con su equilibrio que prosperasen
proyectos e iniciativas de los más exaltados liberales.
La Constitución moderada de 1845 volvió a admitir
obispos senadores, «por el sagrado carácter de que se hallan revestidos».
Varios arzobispos y obispos fueron nombrados senadores por la reina, ya que
para ser diputado se exigía el estado seglar. En 1857 se introdujo una reforma
en el Senado que trató de unir la dignidad senatorial a los cargos más
altos de la Iglesia y del Estado, de modo que el acceder a éstos llevase
inherente la condición de senador. Según dicha reforma, los primeros puestos
después de los hijos del rey y los del inmediato sucesor de la Corona eran los
de los arzobispos y el del patriarca de las Indias, cargo que por vez
primera aparecía en la Constitución. Pero además de éstos, que fueron
senadores por derecho propio, Isabel II nombró un número ilimitado de
obispos, senadores.
Otros eclesiásticos estuvieron presentes en el
Consejo de Estado, importante organismo encargado de asesorar al rey en las
decisiones más transcendentales, que la Constitución revolucionaria de Cádiz
mantuvo. Las Cortes gaditanas, representación de la nación en un cuerpo
unitario, reconocieron la existencia de dicho Consejo, formado por
cuarenta miembros, cuatro de los cuales debían ser eclesiásticos, y dos de
ellos necesariamente obispos. Esta tradición, con variantes y
modificaciones, ha seguido hasta nuestros días.
Tras estas alusiones generales a la actividad
política de la jerarquía española, pasemos a indicar algunos hitos
fundamentales de su gestión pastoral.
2.
La jerarquía del Antiguo
Régimen
Los obispos que al fallecer Fernando VII
gobernaban sus respectivas diócesis, fueron durante casi tres lustros testigos
excepcionales del derrumbamiento del Antiguo Régimen y de la agonía de las
ancestrales estructuras eclesiásticas españolas. Por espacio de catorce
años no hubo nombramientos episcopales en España, ya que el papa ni
designó obispos motu proprio ni confirmó los presentados por la reina
Isabel II, en virtud del concordato vigente de 1753.
Dos eran las diócesis vacantes cuando murió Fernando
VII: Osma y Almería. Las últimas cubiertas durante el Antiguo Régimen fueron Astorga
y Canarias, porque sus respectivos prelados —Torres Amat y Romo—,
presentados por el monarca difunto en el verano de 1833, recibieron la
confirmación canónica a principios de 1834.
La cuarta parte de los obispos procedía de órdenes
religiosas: dominicos, benedictinos, mercedarios, capuchinos, cistercienses,
premonstratenses, terciarios franciscanos, oratorianos y escolapios. Con
respecto a la antigüedad en el episcopado, sólo un pequeño grupo de nueve
prelados pertenecía a generaciones anteriores a 1820, ya que la inmensa
mayoría surgió tras la restauración absolutista que siguió al trienio.
La documentación que poseemos permite trazar un
cuadro aproximado del episcopado fernandino, si bien faltan estudios completos
en este sentido. A través de la correspondencia del nuncio Tiberi,
podemos descubrir algunos rasgos parciales de dichos obispos. Se procuró
siempre que fuesen adictos al rey y devotos de la Sede Apostólica,
cuidando de modo particular que mostrasen una conducta irreprensible.
Los nombrados después de 1824 fueron, por lo general, personajes
grises, enemigos de reformas y novedades en el campo político y en el
eclesiástico. Reflejaban perfectamente la época en que fueron nombrados
—la «década ominosa»—, porque fueron el fruto de la misma; por eso
perdieron por completo el control de la nueva situación política y no
comprendieron, ni quizá estaban en condiciones de hacerlo, el sentido profundo
de la revolución liberal burguesa.
En esta línea hay que situar al arzobispo Echánove, de Tarragona, párroco ejemplar, enemigo de
novedades peligrosas; al de Cuenca, Rodríguez Rico; al de Urgel, Guardiola, y
al de Coria, Montero.
Las últimas presentaciones episcopales hechas por
Fernando VII, cuando los liberales moderados volvieron al poder con Cea
Bermúdez, recayeron en eclesiásticos que pocos años antes no habrían
pasado, porque el nuncio Giustiniani, integrista en el terreno eclesiástico y
absolutista en el político, nunca les habría concedido el beneplácito. En
cambio, su sucesor, Tiberi, mucho más abierto a las
nuevas exigencias políticas y sociales de la nación, aunque sin las cualidades
políticas y diplomáticas de su predecesor, no tuvo inconveniente en recomendar
vivamente las presentaciones de los nuevos obispos de Astorga
(Torres Amat), Canarias (Romo), Córdoba (Bonel y
Orbe), Huesca (Ramo de San Blas), Barcelona (Martínez San Martín) y
Almería (Ramos García) —este último no fue aceptado en Roma—, que habían estado
comprometidos, de algún modo y a niveles distintos, con los revolucionarios
del trienio. Estos mismos obispos colaboraron de forma más o menos
explícita con el nuevo régimen, y, desde luego, simpatizaron abiertamente con
la ideología liberal menos radicalizada.
No sabemos hasta qué punto fue consciente el
nuncio Tiberi del significado que encerraban estas
presentaciones y de la transcendencia que hubieran tenido para España de
haber seguido otras más. El fallido intento de episcopado liberal que el
trienio no consiguió formar, pudo haber sido realidad durante la regencia
Cristina de no haberse agravado la tensión entre la Iglesia y el Estado.
Es cierto que el sucesor de Giustiniani no conoció las agitaciones del trienio
y encontró en España una problemática político-social diversa; pero
también es verdad que por antipatía o enemistad personal hacia su predecesor, o
quizá también por su confianza en que los aires renovadores y la política
moderada y sensiblemente más abierta de los liberales podía mejorar la
situación social española, lo cierto es que Tiberi inició en 1833 una serie de nombramientos episcopales que, de haber continuado
varios años en la misma línea, habría proporcionado a la jerarquía
española un plantel de obispos con mentalidad nueva y probablemente se habrían
evitado muchos de los excesos cometidos en este período por parte del
Gobierno, llegando a un entendimiento satisfactorio para la Iglesia y el
Estado. Cerróse cualquier posibilidad de diálogo
porque el Estado provocó insolentemente, y la Iglesia reaccionó con su
proverbial intransigencia y hostilidad a los aires nuevos que traía el
liberalismo.
Algunos de estos últimos obispos —Torres Amat, Bonel, Romo— podrían haber sido buenos intermediarios entre
las cortes pontificia y española, pero eran minoría, y sus propuestas no
fueron escuchadas por el resto del episcopado. Además, tampoco jugaron
limpio, porque, tras su aparente pureza de principios y rectitud de
intención, se escondía el monstruo del regalismo más furibundo, que les
movía a atacar duramente la conducta del papa para defender las prerrogativas
de la Corona española.
3.
La carta colectiva de 1839
Las relaciones o informes que los obispos enviaron
a Roma sobre el estado de sus respectivas diócesis con sólo dos excepciones,
coinciden en presentar una situación deplorable de la Iglesia española. La
carta colectiva que 25 obispos dirigieron al papa el l.° de octubre de 1839 ofrece, igualmente, un cuadro desolador
cuando faltaba un año para que terminase la regencia Cristina.
Había sido abolida por completo la inmunidad
eclesiástica personal y real, perdidos los diezmos y primicias, reducido el
número de los eclesiásticos, suprimidas las órdenes religiosas y cerrados todos
los conventos y monasterios, secularizados 30.000 frailes y monjas, ocupados
los bienes de las religiosas, impedida la administración de órdenes
sagradas a los aspirantes a las mismas, decretado el expolio de todos los
bienes del clero y de las religiosas, usurpadas las obras de arte y
objetos preciosos que poseían las iglesias y los bienes de las fundaciones
pías, autorizada la propaganda protestante y la impresión de libros impíos,
obscenos e inmorales; castigados y perseguidos los obispos que se opusieron
a estas novedades.
«Poco pueden hacer los obispos en las actuales
circunstancias —decía el de Plasencia, Sánchez Varela, deportado a Cádiz—, pues
unos están ausentes, otros encarcelados, otros exiliados y, lo que es
peor, algunos que permanecen en sus sedes doblan la cabeza ante las
disposiciones del Gobierno». El obispo de Cádiz, Domingo de Silos Moreno,
que nunca salió de su diócesis, declaró que, a pesar de haber reclamado
muchas veces contra los atropellos del poder civil, había encontrado
siempre dificultades para el ejercicio de su ministerio pastoral.
Dieciocho obispos fueron perseguidos por el
Gobierno, y tuvieron que ausentarse de sus respectivas diócesis. El cardenal
Cienfuegos, arzobispo de Sevilla, estuvo desterrado en Alicante, donde pasó
todo este período hasta su muerte en 1847. El obispo de Albarracín, José Talayero, vivió desterrado en Madrid. El de Barbastro,
Jaime Fort, expulsado de la diócesis, marchó a Francia y se estableció en Pau.
El de Calahorra, García Abella, fue confinado primero en Segovia y
posteriormente desterrado a Mallorca hasta 1844. El de Cartagena, José Antonio
de Azpeitia, consiguió escapar al asalto de su palacio episcopal, pero los
revolucionarios no le permitieron regresar a la capital de la diócesis y
tuvo que vivir hasta su muerte en Hellín. El de Coria, Raimundo Montero, estuvo
encarcelado en Badajoz. El de León, Abarca, siguió a D. Carlos desde el
comienzo de la guerra carlista. El de Lérida, Julián Alonso, fue expulsado
de su diócesis, pasó a Francia y más tarde al Piamonte, donde murió. El de
Menorca, Juan Antonio Díaz Merino, fue desterrado a Cádiz y expulsado
posteriormente a Francia, murió en Marsella. El de Mondoñedo, López
Borricón, pudo escapar de su diócesis, como el de León, para unirse al ejército
carlista. La misma suerte siguió el de Orihuela, Herrero Valverde, que
estuvo algún tiempo arrestado en Madrid y después se le expulsó a Francia.
También estuvo encarcelado en Madrid el de Palencia, Carlos Laborda, y más
tarde desterrado a Ibiza. El de Pamplona, Andriani,
estuvo confinado en el domicilio de su hermana, en Ariza de Aragón. El de
Plasencia, Sánchez Varela, desterrado a Cádiz, como se ha dicho anteriormente.
El de Santiago de Compostela, Rafael de Vélez, procesado y deportado
a Mahón. El de Tarragona, Echánove, pudo huir a
Mahón y después se le expulsó a Francia. El de Urgel, Guardiola, fue
perseguido en su diócesis, pero consiguió esconderse en Andorra y después huyó
a Francia. El de Zaragoza, Francés Caballero, expulsado a Francia, murió en
Burdeos. Otros siete obispos permanecieron siempre en sus diócesis, y, aunque
no sufrieron violencias por parte del Gobierno, sí vieron limitadas sus actividades
por disposición gubernativa. Estos fueron: el arzobispo de Burgos (Ignacio Rives) que renunció al cargo de prócer del reino,
y los obispos de Cádiz (Moreno), Ceuta (Barragán), Cuenca
(Rodríguez Rico), Ibiza (Carrasco), Mallorca (Pérez de Hiñas) y Valladolid
(Rivadeneira).
Este grupo de veinticinco obispos firmó la carta
colectiva dirigida a Gregorio XVI en 1839. Documento que no fue signado por
otros quince prelados, seis de los cuales pueden llamarse «colaboracionistas»
o adictos al Gobierno liberal. Fueron los de Astorga (Torres Amat),
Barcelona (Martínez San Martín), Córdoba (Bonel),
Huesca (Ramo), Salamanca (Varela) y Santander (González Abarca). Parece ser que
otros cinco no firmaron por motivos de salud y edad avanzada, pues
fallecieron al poco tiempo —Adurriaga, de Avila; Delgado, de Badajoz; Vraga, de
Guadix; Iglesias Lago, de Orense, y Azpeitia, de Tudela. Otros cuatro de
los no firmantes fueron los de Jaca (Gómez Rivas) y Tuy
(García Casarrubios), figuras grises y de escaso relieve, y los de
Canarias (Romo) y Tenerife (Folgueras), que quizá no lo pudieron hacer
por razón de su lejanía geográfica. Estos dos obispos residieron siempre
en sus diócesis insulares y no consta que tuviesen actuaciones políticas
de relieve, ni siquiera que visitaran la Península. Mantuvieron su
adhesión a la Santa Sede y manifestaron decidida oposición a las novedades
religiosas introducidas por el Gobierno. Romo publicó una obra sobre
la Independencia constante de la Iglesia hispana y necesidad de un nuevo
concordato, que provocó una vivaz polémica con el P.
Magín Ferrer.
He dicho que hubo dos excepciones al presentar el
estado deplorable de las diócesis españolas; fueron el obispo de Astorga,
Torres Amat, y su colega de Barcelona, Pedro Martínez de San Martín.
Torres Amat manifestó a Gregorio XVI su modo de pensar sobre «el
remedio o alivio de los males de nuestra Iglesia de España, poco o quizá
mal conocidos por causa de la exaltación de las pasiones dominantes,
que ofuscan la razón aun de personas bien intencionadas». Este obispo
declaró que nunca se le había impedido el ejercicio de su jurisdicción,
y propuso algunas reformas, convenientes no sólo en su diócesis,
sino también en todas las españolas, como las de los cabildos catedralicios,
la supresión de exención a los regulares para someterlos a los obispos y
la eliminación de varios impedimentos matrimoniales. Denunció el
fanatismo, superstición e ignorancia de los españoles, causa y origen de
los males que sufría la nación.
El de Barcelona hizo algo parecido, presentando
una visión deformada de la realidad de su diócesis. En Roma se le llamó
ignorante, débil, áulico, pupilo del Gobierno, indigno del episcopado, que
había alcanzado por influencias y recomendaciones políticas, y se le echó
en cara su amistad con Torres Amat, acusado de ser el principal
jansenista del episcopado español.
Desde 1833 hasta 1847, numerosas diócesis fueron
quedando vacantes por la muerte de sus prelados. En 1840, el número de obispos
fallecidos ascendía a 25, cifra que se elevó a 40 en 1847, cuando llegó a
Madrid el nuncio Brunelli.
4.
Obispos intrusos. Polémica
González Vallejo-Andriani
Pero, sin duda alguna, el mayor atropello cometido
por el Gobierno fue imponer a los cabildos catedralicios de las diócesis
vacantes la elección de vicarios capitulares o gobernadores in spiritualibus en las personas que la reina había
presentado para obispos de dichas diócesis y el papa no había confirmado.
Fue una injerencia intolerable, si se considera que los vicarios capitulares
elegidos legítimamente fueron obligados a dimitir por la violencia y tuvieron
que ceder su jurisdicción canónica a los intrusos nombrados por el Gobierno.
De otros excesos gubernamentales fueron víctimas
las diócesis cuyos obispos habían sido expulsados o desterrados, exigiendo que
la administración eclesiástica fuese encomendada a personas adictas a la causa
isabelina y no a quienes habían sido designados canónicamente por los obispos
ausentes antes de su salida o desde el exilio. Algunos cabildos fueron
obligados a considerar civilmente muertos a sus obispos, y, por tanto,
coaccionados para que eligiesen vicarios capitulares o gobernadores de la mitra
que administrasen la diócesis en nombre del propio cabildo, sin usar sellos de
los prelados legítimos ni cláusulas o fórmulas que directa o
indirectamente pudiesen dar a entender que ejercían la jurisdicción
eclesiástica en su nombre.
A todos éstos se les llamó intrusos, porque nunca
obtuvieron libremente los votos de los canónigos ni fueron aceptados por el
clero y el pueblo. Los casos más escandalosos ocurrieron en Toledo,
Zaragoza, Málaga, Oviedo y Tarazona. Puede imaginarse la confusión y el
desconcierto que crearon los intrusos.
El problema de los gobernadores eclesiásticos
ilegítimos, vicarios capitulares anticanónicos, obispos intrusos o como se les
quiera llamar, se había planteado ya otras veces en España, tanto durante las
Cortes de Cádiz como en el trienio. Pero fue durante las regencias
Cristina y esparterista cuando saltó a la opinión
pública con mayor apasionamiento, porque en periódicos, revistas y
folletos se discutió, con una amplitud e interés sin precedentes, el
derecho de la reina para efectuar tales nombramientos e imponerlos a los
cabildos sin consultar con la Santa Sede.
Publicóse entonces la segunda
edición del célebre Discurso sobre la confirmación de los obispos (Madrid 1836), que el cardenal Inguanzo había editado
en Cádiz en 1813 cuando era diputado en aquellas Cortes, porque —se decía en la
presentación de la obra— «ha sido tan doloroso leer en algunos periódicos la
invitación que se hace al Gobierno para que tome medidas eficaces a fin de
que sean ocupadas las sillas episcopales vacantes por los obispos electos,
siendo éstos confirmados por los metropolitanos, que ha parecido
conveniente y necesario dar publicidad a la citada disertación para fijar
y poner en claro la doctrina de la Iglesia católica y evitar los funestos
resultados que de la contraria se seguirían».
La polémica alcanzó su punto álgido,
comprometiendo en ella el prestigio del Gobierno madrileño y la autoridad de la
Santa Sede, cuando dos obispos de ideologías radicalmente opuestas
—González Vallejo, intruso de Toledo, y Andriani,
legítimo de Pamplona, protegido gubernamental el primero, perseguido el
segundo— trataron la cuestión a nivel científico, con argumentos teológicos,
canónicos e históricos.
En 1839, el antiguo obispo de Mallorca, Pedro
González Vallejo, depuesto de su sede por liberal y después electo de Toledo,
pero nunca reconocido por Roma, dio a la imprenta su Discurso canónico-legal
sobre los nombramientos de gobernadores hechos por los cabildos en los presentados
por S. M. para obispos de sus iglesias, para demostrar su misión legítima en
la sede toledana, «y, aunque para mí está muy lejos de haberlo
conseguido —escribía al cardenal Lambruschini el vicegerente de la
Nunciatura, Ramírez de Arellano—, no dudo que tendrá secuaces, que también
será impugnado, y se sostendrá probablemente una polémica cuyas
consecuencias serán turbarse y agitarse más y más las conciencias de los
fieles».
Defendía González Vallejo una tesis absurda,
formulada substancialmente en estos términos: supuesta la suspensión indefinida
del reconocimiento de Isabel II y de su patronato por el papa, y, por
consiguiente, la confirmación de los obispos presentados por la reina, el único
medio canónico y conveniente para cubrir las iglesias vacantes es que los
cabildos nombren vicarios capitulares a los obispos electos y que éstos
ejerzan como tales su jurisdicción capitular en las sedes vacantes.
Se trataba, según el autor, de una cuestión
puramente disciplinar, que no afectaba a la esencia del dogma ni de la moral,
ignorando, o, mejor dicho, silenciando, que la intrusión de la autoridad
civil y su violenta usurpación de la potestad eclesiástica no es una cuestión
indiferente, ya que la disciplina eclesiástica relativa a la jurisdicción
legítima de los obispos está íntimamente vinculada con la concepción
teológica de la Iglesia.
Iniciaba su escrito aludiendo a tres consultas del
Consejo de Estado durante el trienio, precisamente cuando el Gobierno liberal
intentó las mismas usurpaciones, imponiendo a los cabildos que nombrasen
vicarios capitulares a los entonces electos, y a las vigorosas respuestas
del nuncio Giustiniani rebatiendo las pretensiones del Gobierno.
Tras esta introducción alusiva al inmediato
precedente español, entraba González Vallejo en materia, sosteniendo el derecho
del Gobierno para nombrar vicarios capitulares de las sedes vacantes a los
obispos designados por la reina, pues si bien la prudencia del Gobierno
durante el trienio se limitó a defender teóricamente este derecho, sin
insistir en el ejercicio del mismo, en las nuevas circunstancias políticas
de la nación podía y debía servirse del mismo, ya que la invitación de la
reina no coartaba la libertad de los cabildos. Era ésta una afirmación
insolente, porque todos conocían las violencias y presiones ejercidas por
las autoridades civiles y militares contra los obispos y sacerdotes que se
oponían a los planes gubernamentales.
Seguía estudiando la posibilidad de los cabildos
para revocar, por justos motivos, los nombramientos de vicarios capitulares
hechos por ellos mismos y la capacidad de los electos para gobernar las
diócesis antes de recibir la confirmación canónica de la Santa Sede. Y
concluía apelando a la concordia, habida cuenta de la nueva situación
política y de la materia disputada «y no dando ocasión a que, alterándose,
sobrevengan tempestades de las que todos podríamos ser inocentes víctimas».
La obra de González Vallejo fue enviada al
cardenal secretario de Estado, Lambruschini, por el vicegerente de la
Nunciatura de Madrid. Se encomendó el estudio a los jesuítas,
que pusieron de relieve la hipocresía y falsa devoción a la Sede Apostólica
manifestadas por su autor. «Todo el libro —escribió el general de la
Compañía de Jesús, P. Root-haan— es un modelo de
hipocresía auténticamente jansenista, digna del autor, demasiado conocido
desde hace años».
La réplica, como era de esperar, fue inmediata. A
los pocos meses de la aparición del Discurso canónico-legal, el obispo de
Pamplona, Andriani, publicó su Juicio analítico
sobre el «Discurso canónico-legal» de González Vallejo, para demostrar que
si bien la doctrina expuesta por el arzobispo electo de Toledo no podía
contestarse en su conjunto, sin embargo, debía hacerse un examen
analítico, con el fin de «suministrar luces y auxilios a los flacos y
débiles ingenios que están a pique de ser seducidos». Andriani no quiso demostrar que su doctrina era cierta y la de González Vallejo
falsa, sino fijar claramente los principios teológicos y canónicos en
virtud de los cuales «es dudosa la jurisdicción que hoy ejercen los obispos
nombrados con el título de vicarios capitulares por delegación del
cabildo», para concluir que, siguiendo una doctrina insegura, «nacen males
grandes y positivos, que reclaman eficazmente un remedio poderoso».
Andriani envió un ejemplar de su
obra al papa con intención de someterla al juicio de la Santa Sede. Gregorio
XVI no la leyó, porque desconocía el castellano, pero apreció la labor del
prelado pamplonés. Gran parte de la jerarquía española se adhirió al
obispo de Pamplona, porque había sabido refutar los argumentos falaces,
las equivocaciones y las citas mal aplicadas contenidas en el Discurso
canónico-legal. Sin embargo, esta réplica no produjo efecto alguno, ya que el
regente Espartero siguió la misma política religiosa de los gobiernos precedentes
y los nombramientos de vicarios capitulares y gobernadores eclesiásticos
intrusos .continuaron hasta el año 1843.
5.
El Clero
Se habla frecuentemente de la potencia del clero
español en la sociedad estamental del Antiguo Régimen. Potencia cuantitativa y
económica, pero esencialmente moral por el profundo y decisivo influjo que los
eclesiásticos ejercían en la nación, tanto intelectualmente, desde
las cátedras universitarias y la enseñanza en colegios y escuelas, como
pastoralmente, por medio de contacto personal a través de las parroquias
y de las misiones populares. Aunque la gran masa de la población
clerical siguió anclada a las tradicionales estructuras eclesiásticas, que
el regalismo borbónico había conseguido mantener inmutables gracias a
los concordatos del siglo XVIII, existían pequeños grupos, llamados
comúnmente jansenistas, cuyas pretensiones eran la reforma substancial de
la Iglesia, insistiendo especialmente en su organización externa, con un
deseo de auténtico espíritu evangélico, estricta observancia de la disciplina
canónica y mayor interés por las nuevas realidades sociales y políticas,
tímidamente insinuadas en la segunda mitad del setecientos y violentamente
impuestas por la Revolución francesa.
Coincidió este fenómeno con la explosión de un
anticlericalismo, en cuyas filas militaron muchos eclesiásticos distinguidos
que, al desear una Iglesia más pobre e independiente frente a las
realidades temporales, hicieron oposición a cuanto significase clero o estructura
eclesiástica. Esta actitud, cada vez más intensa y vivida, fue provocada
unas veces por una oposición radical a la Iglesia, y otras, por el
comportamiento individual de algunos eclesiásticos.
Por cuanto se refiere a la cuestión política de la
época que nos ocupa, puede afirmarse que el clero español no se encontró
preparado para afrontar los dos graves problemas que simultáneamente se le
presentaron: la sucesión de Fernando VII y el nuevo régimen liberal.
El Gobierno fue excesivamente duro con el clero, pues le consideró
el principal enemigo de la causa isabelina y le hizo responsable del
retraso en la actualización de reformas. Esta imputación alcanzó grados
diversos de intensidad según la visión política de los grupos o tendencias
que tuvieron el poder durante las dos regencias.
No podía pretenderse que el clero aceptase
unánimemente cuanto se le proponía, habida cuenta de las discrepancias
existentes a distintos niveles en la sociedad española. Con respecto al
problema dinástico, es cierto que muy pocos eclesiásticos se opusieron al
reconocimiento de Isabel II. Aceptóse el hecho
sin más, salvo casos muy contados, que en un primer momento no tuvieron
gran transcendencia y hubieran quedado olvidados, o al menos aislados, de no
haberse desencadenado la guerra civil. Diversa fue la reacción ante las
novedades eclesiásticas introducidas desde 1834, porque éstas en su casi
totalidad remitían a los precedentes inmediatos del trienio. Entonces, la
ignorancia, la falta de preparación, los recursos a épocas pasadas, al
terror inspirado por funestos acontecimientos como la guerra, que coincidió
fatalmente con su anuncio, exaltaron a unos, entibiaron a otros y llenó de
desconfianza a la inmensa mayoría de los clérigos, precipitando a algunos
en indiscreciones, compromisos e incluso auténticas defecciones, que fueron
motivo de escándalo, porque reconocían en ello un punible extravío y porque no
podían dejar de presagiar tristes consecuencias para la tranquilidad pública
general y la del clero en particular.
Al extenderse el conflicto, principalmente en las
provincias del Norte, estas actitudes se multiplicaron, derivando en
imprudencias, temores, desgraciadas combinaciones y resoluciones inconsideradas, siendo
muchas veces los eclesiásticos promotores, incitadores e incluso autores
materiales de muchos atentados y desórdenes.
Con todo, habida cuenta del número de
eclesiásticos —se calcula de 150 a 200.000, es decir, aproximadamente un 14 por
100 de la población nacional—, de los sucesos que en gran parte afectaron a su
seguridad personal y a los intereses de sus instituciones, no fueron
realmente muchos los comprometidos que dieron pruebas evidentes de
desafección a la causa isabelina o que obstaculizaron las reformas
constitucionales exigidas por el bien de la comunidad nacional. Pero no debe
ocultarse que el grupo, inicialmente minoritario, que se adhirió
incondicionalmente a D. Carlos y opuso tenaz resistencia al sistema político
liberal fue aumentando a medida que las reformas gubernativas se fueron
radicalizando. Influyó también en este fenómeno la incierta actitud de
la Santa Sede, oficialmente neutral, pero a todas luces simpatizante con
los carlistas, ya que su victoria era la única garantía para el
mantenimiento de las viejas estructuras políticas, sociales y económicas,
y, lógicamente, del secular influjo que la Iglesia había ejercido
ininterrumpidamente en España desde tiempos remotos.
En la mayoría de las diócesis, el clero secular,
pese al menosprecio, privaciones y peligros a que se vio expuesto, siguió
ejerciendo el ministerio pastoral en la medida en que las circunstancias del
país lo permitieron. Al iniciarse la guerra civil, algunos sacerdotes huyeron a
Francia o se escondieron en diversos lugares de España por miedo a
represalias, otros fueron encarcelados y otros varios fueron fusilados por
colaborar con los carlistas.
Como los obispos no pudieron conferir órdenes
sagradas ni celebrar conferencias morales disminuyó sensiblemente el número de
sacerdotes, se empobreció su formación y se relajaron sus costumbres. La
mayoría no usaba hábitos talares para evitar burlas e insultos. Ocupadas
las temporalidades y abolidos los medios que por tantos siglos le
sostuvieron económicamente, el clero quedó en situación tan apurada, que
las exiguas rentas autorizadas no bastaron para cubrir las más
elementales necesidades, porque el Gobierno retrasaba los pagos
prometidos.
También los centros de formación sacerdotal
sufrieron las consecuencias de esta situación. Por una parte, se filtraron en
los seminarios las ideas político-sociales del momento, y, por otra, se relajó
la disciplina. Las autoridades civiles se entrometieron también a nivel
local, modificando demarcaciones parroquiales, reduciendo parroquias y
destinando a usos profanos iglesias abiertas al culto.
El estado de los religiosos exclaustrados puede
verse más ampliamente en la obra de Revuelta. Muchos marcharon con sus
familias, otros se integraron en las diócesis, y buena parte consiguió pasar a
la zona carlista, principalmente a Navarra, donde los conventos
estaban abiertos.
La situación de las religiosas fue igualmente poco
lisonjera, aunque no fueron víctimas de los excesos que hemos visto tanto en el
clero secular como en el regular.
Muchos eclesiásticos emigrados a Francia se
establecieron en las diócesis limítrofes con España, y, aunque en general
fueron bien acogidos por los respectivos obispos franceses, no faltaron quejas
contra algunos prelados. Protestas llegaron a Roma contra el de Perpignan, Mons. De Saunhac-Belcastel,
porque despreciaba a los clérigos españoles refugiados en su diócesis, les
negaba las licencias ministeriales y pedía a las autoridades civiles que
los trasladasen a otros lugares. Parece ser que el obispo francés temía
que la laxitud doctrinal de los españoles produjese estragos en su
diócesis, y, no obstante la intervención de la Santa Sede, no se consiguió
que el prelado elnense cambiase su actitud con
respecto a los sacerdotes españoles huidos por motivos políticos.
6.
El pueblo
La situación del pueblo cristiano, a falta de
otros estudios más completos, puede conocerse aproximadamente a través de
varios informes de los obispos.
«En mis visitas por la diócesis —escribía el de
Solsona— nada encontré digno de corrección, sino, más bien, cosas que alabar,
especialmente en los lugares más apartados y montañosos. Pero con la guerra
civil, el pueblo ha sufrido malos ejemplos al verse obligado a recibir en
sus casas hombres impíos, que desprecian las cosas más santas,
blasfeman, persiguen a los sacerdotes, incendian las iglesias, destruyen
las imágenes sagradas y se burlan de la religión. El obispo de Mallorca
comentaba: «Las costumbres del pueblo van cada día peor, aunque se
conserva cierta piedad. En general, los pueblos de mi diócesis se
mantienen bien, pero en la ciudad de Palma es cada vez mayor la corrupción,
originada por los muchos libros y revistas que se difunden, a pesar de
estar prohibidos por la autoridad eclesiástica; por las sociedades
secretas, que atacan la religión, sembrando errores, fomentando la lujuria
y toda clase de vicios. Los sacerdotes, que, confesando y predicando,
animaban a los buenos y combatían a los malos, han sido expulsados u
obligados a esconderse; por ello falta el pasto a las ovejas, expuestas a
la rapacidad de los lobos».
En Mahón, ciudad portuaria, abundaban las
meretrices, los concubinos y alcahuetes, siendo abundantes toda clase de
escándalos y comercios ilícitos. En toda la isla reinaba la usura. Para
remediar tantos males envió el obispo misioneros apostólicos, dirigió
amonestaciones privadas y pidió ayuda a las autoridades civiles para hacer
cumplir algunas medidas correccionales. Encargó al párroco de Mahón que vigilase
para evitar escándalos, y si los autores no se corregían, después
de paternales amonestaciones, los denunciasen a la autoridad civil para
que fuesen castigados. Pero el obispo confesaba que con todas estas
disposiciones no había conseguido los frutos deseados.
El pueblo humilde, obediente e inclinado a la
piedad, encontraba muchos obstáculos por culpa de los militares residentes en
Ceuta —decía el obispo de aquella diócesis—, cuya vida licenciosa corrompía
las costumbres. El mal ejemplo venía también de muchos delincuentes
exiliados en dicha ciudad y del trato con los moros. Algunos obispos,
como los de Mondoñedo y Santander, llegaron a pedir la restauración de
la Inquisición, porque atribuían la decadencia moral a la falta de
dicho tribunal, que en épocas pasadas había conservado la pureza de la fe
y de las costumbres.
Si hubiera que hacer una síntesis apretada sobre
la conducta del pueblo en este período tan agitado y convulso de la historia de
la Iglesia en España, habría que decir que la adhesión a la fe y a las
tradiciones de los antepasados se mantuvieron por lo general y la unión
constante a los obispos legítimos fue, quizá, la característica más
saliente. Nótese que durante estos años se intensificó la propaganda
protestante. El obispo de Valladolid atacó duramente a los heterodoxos,
que desprestigiaban el dogma, las buenas costumbres y el sacerdocio; pero sus
campañas no llegaron a penetrar en el pueblo sencillo, como se
demostró cuando la situación religiosa de la nación volvió a su normalidad.
7.
Situación religiosa en los territorios
carlistas
Pocos días después del fallecimiento de Fernando
VII estalló la primera guerra carlista. A principios de octubre de 1833, Bilbao
se sublevó en defensa de los fueros y privilegios, a la vez que proclamaba rey
al infante D. Carlos, hermano del monarca fallecido. En Talavera de la Reina
tenía lugar el primer levantamiento carlista. La guerra civil se extendería un
año más tarde —durante el último trimestre de 1834— por el Maestrazgo,
Cataluña y la Mancha, y no conocería su final hasta el tratado de Vergara
(31 agosto 1839).
Don Carlos tuvo representantes no oficiales en
Roma desde el comienzo de la guerra. A través de ellos, la Santa Sede conocía,
parcialmente, la marcha del conflicto y las actividades de los gobiernos
liberales de Madrid. A los enviados de D. Carlos se unieron otros
personajes, eclesiásticos y laicos, adictos incondicionales a la causa del
pretendiente, acogidos favorablemente en la corte pontificia.
Dos fueron los agentes de D. Carlos que llegaron a
tener influjo decisivo en la conducta observada por la Santa Sede durante estos
años con respecto a la situación española. El primero fue el antiguo
secretario de la Embajada española, Paulino Ramírez de la Piscina, quien,
al cesar el embajador Labrador, no quiso encargarse de los negocios
pendientes y quedó en Roma como ciudadano privado, aunque la documentación
existente en el Archivo Vaticano demuestra que estuvo en estrecho contacto
con los secretarios de Estado de Gregorio XVI, los cardenales Bernetti y Lambruschini, y que defendió los intereses
de D. Carlos.
El segundo agente carlista de relieve fue el
capuchino Fermín de Alcaraz, en el siglo Fermín Sánchez Artesero (1784-1855). Es un personaje que ha pasado inadvertido, y, sin embargo, se
trata de una figura clave para comprender la actitud de la Santa Sede en
favor de D. Carlos, ya que influyó directamente sobre el papa, sobre el
cardenal Lambruschini y sobre sus más directos colaboradores en la Secretaría
de Estado: Capaccini, Brunelli y Vizzardelli. La documentación vaticana muestra
la intensa actividad de este fraile, más intrigante que inteligente. Sus
numerosas cartas, informes, noticias, escritos, etc., revelan gran
capacidad de trabajo y descubren la red de información de que disponía, a
la vez que ponen en evidencia su constante parcialidad y tendenciosidad al
enjuiciar la situación española y las actuaciones del Gobierno de Madrid.
Exageraba la importancia de las efímeras victorias carlistas con el fin de
mantener el prestigio de D. Carlos. Muchos obispos exiliados dirigieron sus
cartas personales al papa a través del P. Fermín, quien contestaba, en
algunos casos, por mandato expreso del pontífice. La Congregación de
Asuntos Extraordinarios le encargó varios estudios sobre las diócesis españolas
y la del Concilio le confió la revisión de algunos informes presentados
por los obispos con motivo de la visita ad limina.
Particular interés encierran sus votos sobre las de Astorga y Barcelona,
donde el capuchino descubrió su total aversión a las novedades
eclesiásticas introducidas por los liberales de Madrid y atacó duramente a
los dos obispos —Torres Amat y Martínez San Martín respectivamente—, que compartían
en gran parte la política religiosa del Gobierno. Llegado a Roma en 1835
para asistir, como delegado de las provincias capuchinas de España, al
capítulo de su Orden, el P. Fermín recibió de D. Carlos facultades
extraordinarias para «tratar de importantes y delicados asuntos relativos a
nuestra santa religión y al Estado». En la correspondencia personal entre
D. Carlos y Gregorio XVI se confirma que el capuchino contaba con el apoyo
incondicional del pretendiente y con la confianza del papa.
He querido insistir en la personalidad de este
capuchino y en su estancia en Roma porque explican la política religiosa de D.
Carlos y las concesiones pontificias para su territorio, donde otros
obispos —Abarca, de León; Herrero Valverde, de Orihuela, y López Borricón,
de Mondoñedo— desempeñaban el ejercicio legítimo de la jurisdicción
eclesiástica. Nótese que en las zonas ocupadas por las tropas carlistas no
existía sede episcopal alguna; por ello, la primera misión de los agentes
de D. Carlos en Roma consistió en normalizar este asunto. Se explotó
para ello el deplorable estado en que se hallaban las diócesis controladas
por el Gobierno liberal de Madrid y el buen espíritu que reinaba en el
territorio carlista gracias a la protección que el pretendiente dispensaba a
la Iglesia. Ramírez de la Piscina no dudaba en declarar en 1835 que
«las inauditas atrocidades cometidas hasta ahora por la revolución
española contra la religión y sus ministros han amargado profundamente
el ánimo del rey, mi augusto señor, el cual es más sensible a los daños
que los revolucionarios españoles preparan contra nuestra sagrada
religión que a la guerra desencadenada contra sus legítimos derechos al
trono. El cuadro que hoy presenta España, desolada por el ciego furor de
la irreligiosidad y el obstinado espíritu ateo, tortura el religioso
corazón de S. M., que no puede consentir que la Iglesia española, tan
floreciente hasta hace poco, se vea hoy destruida por los enemigos de Dios».
El obispo Abarca, por su parte, insistía por
escrito al papa para que atendiera las peticiones de D. Carlos. Gregorio XVI
accedió verbalmente —no consta documento escrito— y concedió al pretendiente
todas las facultades necesarias para que pudiese conferir el ejercicio de
la jurisdicción eclesiástica en sus territorios a persona de su confianza.
Dicha concesión verbal del pontífice llegó a D. Carlos a través del P. Altemir,
franciscano, a quien el nuncio Amat calificó de ambicioso e intrigante. Pero D.
Carlos exigía más, y a raíz de la alocución pontificia del l.° de febrero de 1836 comunicó a Gregorio XVI que había
hecho propia la causa de la religión católica, declarando nulas todas las
reformas introducidas por los liberales, nombrando protectora de sus
ejércitos a la Virgen de los Dolores y permitiendo que se refugiasen en
sus territorios todos los eclesiásticos huidos de la zona isabelina. Con el fin
de evitar intromisiones en los asuntos estrictamente eclesiásticos, D.
Carlos llegó a pedir el nombramiento de un representante pontificio, con
facultades solamente espirituales.
Es cierto que existía un problema de vacío de
jurisdicción eclesiástica, ya que muchos de los clérigos huidos desde la zona
isabelina habían perdido toda comunicación con sus legítimos superiores. La
Santa Sede se mostró favorable a la petición de D. Carlos, y el 10 de
agosto de 1836 concedió al obispo Abarca todas las facultades ordinarias y
extraordinarias para el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica sobre los sacerdotes
y religiosos que no pudieran mantener comunicación son sus ordinarios. Sin
embargo, el obispo de León no aceptó el encargo, porque era primer ministro de
D. Carlos, y propuso en su lugar a los canónigos Velarde, de Santiago, y Estevan, magistral de Osma. La Santa Sede no accedió,
y Abarca quedó como delegado espiritual.
Don Carlos planeó entre tanto un ambicioso
proyecto de restauración religiosa que nunca llegó a realizar, pues la victoria
de las armas no le fue favorable.
Las facultades concedidas al obispo Abarca se
dividieron después con el de Mondoñedo, López Borricón, nombrado vicario castrense
del ejército carlista. Durante la guerra, en territorio carlista se
celebraron misiones populares y el pueblo pudo usar la bula de la Cruzada,
con renovación anual del indulto. El Gobierno de Madrid reaccionó
ante ciertos abusos cometidos por los subdelegados del obispo Abarca,
que llegaban a entrometerse en territorios de la zona isabelina,
creando confusión y desconcierto entre la población católica, donde no
eran válidas las facultades concedidas por el papa para la zona carlista.
Don Carlos contrajo matrimonio en 1838 con la
primogénita del rey de Portugal, María Teresa de Braganza, princesa de Beira.
Por entonces escribió al papa proponiéndole la fundación de un instituto
religioso para desagraviar al Santísimo Sacramento, ya que se consideraba
sucesor de reyes católicos como San Fernando y San Luis. En Roma se advirtió
que éstas no eran iniciativas del monarca, sino de sus más exaltados
colaboradores; por ello Gregorio XVI le aconsejó personalmente la máxima
prudencia y moderación, con el fin de evitar desviaciones peligrosas. Tras la
firma del convenio de Vergara y la huida de D. Carlos a Francia, la Santa
Sede siguió de cerca el destino del pretendiente, cuya causa perdió todo
el interés y la simpatía que había despertado en la corte pontificia, si
bien «la derrota y el alejamiento del poder le valieron recuperar su
prestigio de incontaminado símbolo, hecho puro esquema platónico, solución
inédita frente a los errores y excesos del campo contrario».
8.
El episcopado isabelino
De la nueva generación de obispos que surgió a
partir de 1847 salió buena parte de los protagonistas españoles del Vaticano I
y de la revolución del 68. Martín Tejedor, que ha estudiado concienzudamente
la documentación vaticana, nos ofrece los rasgos quizá más acertados sobre
estos obispos, que él divide en dos generaciones: la desamortizada y la
africana, pues la revolución desamortizadora y la guerra de África son dos
puntos de referencia generacional para los obispos españoles del segundo tercio
del XIX.
A raíz de la legislación desamortizadora y de la
política religiosa de los gobiernos liberales de los años 30 y 40, nació en la
Iglesia española un neorromanismo, caracterizado
por una ostensible ortodoxia doctrinal y por un ultramontanismo cada vez más
acentuado. Perdido el apoyo del Estado, la Iglesia española buscó el
respaldo moral de la Santa Sede, que defendió los intereses económicos del
clero español en las gestiones que precedieron al concordato de 1851 y en
la legislación posterior. El pontificado se mitificó, y la persona del
papa se convirtió en el centro de atención de los obispos españoles por
devoción y por gratitud. Por eso, la jerarquía postrevolucionaria vio en
el primado del pontífice un apoyo seguro frente a la hostilidad de un
sistema liberal laico. La legislación desamortizadora hirió profundamente
a la jerarquía y a toda la Iglesia española; de ahí que la actitud general
de los obispos durante la segunda mitad del XIX fuera defensiva y cerrada
a cualquier novedad o progreso que pudiera alterar el equilibrio existente
en la sociedad eclesiástica y civil.
El concordato de 1851 permitió a la Iglesia
reorganizar sus cuadros y actualizar actividades suspendidas durante muchos
años. La política moderada que siguió al bienio progresista facilitó un
nuevo acercamiento entre la Iglesia y el Estado, hasta el punto de que la
primera se convirtió en un elemento indispensable de estabilización social
ante la grave situación política del país. La guerra de África, afirma
Martín Tejedor, «marca el punto culminante de esta simbiosis entre la
Iglesia y el régimen político. La acción contra un enemigo exterior
produjo una entusiasta unanimidad nacional; la cruz de los eclesiásticos
se erguía junto a la espada de O’Donnell, jefe de la Unión liberal; las
batallas fueron cantadas por sus cronistas (Pedro Antonio de Alarcón)
como triunfo de Cristo sobre la Media Luna y en términos de cruzada. Las pastorales
de los obispos con motivo de esta guerra abundan en síntesis históricas en
las que el ser de España queda definido por la unión entre la cruz y la
bandera; unión que desde Recaredo ha sido la causa de todas las glorias patrias,
las cuales han quedado truncadas por el mal sueño de la Ilustración y el
liberalismo. Tales consideraciones muestran hasta qué punto se añoraba en
las aspiraciones de la jerarquía española la España tradicional y hasta
qué punto se consideraba a las nuevas ideas como algo de todo punto
inasimilable».
El mismo autor describe a la generación episcopal
«desamortizada» como más esencialista y gruesa en sus apreciaciones, pronta a
reaccionar con decisión ante los graves problemas que ponían en juego la
existencia de alguna realidad fundamental de la Iglesia. Exceptuando sus
relaciones con el liberalismo, los obispos de esta generación tenían «un
tono patriarcal y lleno de bonhomía conciliadora». Por el contrario, los
de la generación «africana» eran mucho más puntillosos y sutiles.
Insistieron en el cumplimiento fiel del concordato de 1851, sin darse
cuenta de las dificultades del país, que impedían al Gobierno cumplir
cuanto se había concordado con la Santa Sede. Su característica
fundamental fue el integrismo dogmático, que se puso de manifiesto en el largo
decenio que corre desde el bienio progresista (1854-56) hasta la
revolución de 1868, con un compromiso total e incondicionado con el trono
de Isabel II. En este largo decenio, el arzobispo Claret fue una figura
clave, porque desde su puesto de confesor de la reina ejerció gran influjo
para la selección de candidatos al episcopado, hecha con tanta habilidad,
que el nuncio Barili los aceptó sin dificultades
en la mayoría de los casos. Pero hay que tener en cuenta que Claret actuó
siempre de acuerdo con el nuncio, quien le transmitía fielmente las
instrucciones recibidas de Roma. De esta forma se llegó a la deseada
restauración de la unión Altar-Trono, muy semejante a la del Antiguo
Régimen. La revolución del 68 rompió esta armonía, que no todos los
prelados, en particular los de la generación «desamortizada», compartían.
Hay que reconocer que la estabilidad política de
esos doce largos años y la presencia ininterrumpida de Claret en la corte y de Barili en la Nunciatura permitieron a la Santa Sede la
formación de un cuadro episcopal al servicio de un pontífice empeñado en
una estéril batalla contra el liberalismo y en defensa del poder temporal.
La publicación del Syllabus en España y la participación de los obispos en
el concilio Vaticano I mostraron el alto grado de fidelidad y total
adhesión de la jerarquía española a la cátedra de Pedro.
Aunque las clasificaciones nunca son exactas, y en
el presente caso pueden ser corregidas a medida que los estudios monográficos
sobre los obispos del XIX vayan progresando, sin embargo, estimo que
como orientación puede servir la división que Martín Tejedor hace entre
las generaciones «desamortizada» y «africana». En la primera incluye a
los obispos López Crespo (Santander), García Antón (Tuy), Carrión
(Puerto Rico), Argüelles Miranda (Astorga), Uriz Labayru (Pamplona), Pérez Fernández (Málaga), García Gil (Zaragoza), Ríos
Lamadrid (Lugo), Ma-rrodán (Tarazona), García Cuesta
(Santiago), Caixal Estradé (Urgel), Iglesias Barcones (patriarca de las Indias), Landeira
(Cartagena), Puigllat (Lérida), Félix (Tarragona),
Lastra (Sevilla), Brezmes (Guadix), Barrio
(Valencia), Cuesta (Orense), Monserrat (Barcelona), Rosales (Almería),
Ramírez (Badajoz), Bonet (Gerona), Claret (titular de Trajanópolis),
Benavides (Sigüenza), Núñez (Coria) y Cubero (Orihuela). En esta
generación se dan algunas inserciones de elementos ajenos a la misma. Este
es el caso de los carlistas Caixal y Marrodán y del obispo de Orihuela, Cubero, cuya
ausencia de actitud eclesial fue evidente durante esos años y tras la
Restauración. Las figuras más destacadas de este grupo fueron García Gil y
Monserrat, competentes intelectualmente, cuya prudencia, madurez y discreción
se pusieron de manifiesto durante el sexenio revolucionario.
En la generación «africana» se pueden incluir los
obispos Gil Bueno (Huesca), Jaume (Menorca), Monescillo (Jaén), Payá (Cuenca), Crespo Bautista (auxiliar
de Toledo), Blanco Lorenzo (Avila), Martínez
Sáez (La Habana), Vilamitjana (Tortosa),
Arenzana (Calahorra), Urquinaona (Canarias), Rodrigo Yusto (Burgos), Conde Corral (Zamora), Lozano (Palencia), Martínez Santa Cruz
(Manila) Lluch (Salamanca), Moreno (Valladolid), Monzón (Granada), Jordá
(Vich) y Sanz y Forés (Oviedo). Los más
destacados fueron Monescillo y Moreno; ambos llegaron
a ser, años más tarde, cardenales de Toledo. El primero brilló como
escritor y orador. Payá se manifestó en el
Vaticano I romanista exaltado y defensor de la infalibilidad, aunque con buena
base doctrinal gracias a su formación sólida. Otro devoto del pontificado
fue Vilamitjana, mientras Blanco Lorenzo trató
de acercar la figura de Pío IX al pueblo. El carlista Martínez Sáez, obispo de
La Habana, escritor fecundo y orador fogoso, cantó las glorias del
Medioevo como ideal cristiano. Gran figura fue, igualmente, el obispo Sanz
y Forés, cuya preparación intelectual y humana
le convirtieron en uno de los protagonistas más destacados de la Iglesia
española tras la Restauración.
9.
Iniciativas de carácter
económico
Me detengo en esta materia porque su importancia y
transcendencia superan los límites estrictamente económicos. Gran parte de la actividad
pastoral de los obispos españoles del XIX, a partir de la normalización de las
relaciones con la Santa Sede en 1848, estuvo centrada en la recuperación del
poder económico perdido con las medidas desamortizadoras. Esto nunca pudo
conseguirse, aunque el concordato del 51 garantizó la ayuda estatal a la
Iglesia. Por eso prosperaron las iniciativas entre el pueblo, que fue
tomando conciencia de la necesidad de sostener al clero. Nos faltan estudios
sobre la entidad de las aportaciones económicas de los católicos españoles
a la Iglesia cuando la naciente sociedad industrial sentaba las bases del
capitalismo moderno. Podemos indicar solamente algunos jalones, los más
representativos, los que la jerarquía organizó y fomentó en dirección a
Roma, porque descubren el grado de adhesión del episcopado al pontífice.
Las ayudas económicas masivas al papa comenzaron a
organizarse durante el pontificado de Pío IX, ya que no consta que existiese
en épocas precedentes iniciativa alguna en este sentido. Al papa se
le ayudó desde España con donativos en metálico y con regalos. El
hito más significativo en esta larga historia que dura hasta nuestros días
lo puso el episcopado en 1850 al ofrecer al pontífice la cantidad
de 600.000 reales tras las insistencias del nuncio Brunelli,
quien, siguiendo las sugerencias recibidas del cardenal Antonelli,
consiguió reunir la suma indicada en momentos económicamente poco felices para
la Iglesia española. Los arzobispos de Toledo (Bonel),
Tarragona (Echánove) y Sevilla (Romo) entregaron
35.000 reales cada uno. Los cuatro restantes de Santiago (Vélez), Valencia
(Garda Abella), Zaragoza (Gómez de las Rivas) y
Granada (Folgueras) dieron 25.000. Las aportaciones individuales de los obispos
fueron desde 20.000 hasta 6.000 reales, según las posibilidades de cada
uno de ellos. El arzobispo de Burgos, Alameda, antes de salir de su
antigua sede de Santiago de Cuba había entregado 10.000, y el de Orihuela,
Herrero Valverde, parece ser que no colaboró en esta empresa, aunque se
justificó diciendo que había hecho personalmente un donativo al papa.
A esto hay que añadir, durante la nunciatura de Brunelli (1847-53), el frecuente intercambio de objetos
artísticos y preciosos entre Pío IX e Isabel II, tanto de carácter sagrado
como de valor profano. Tras la firma del concordato de 1851 se intensificó
este capítulo, y después del bienio progresista (1854-56), siendo nuncio Barili, las ayudas económicas de la Iglesia española no se
limitaron a la persona del papa o a las necesidades de los Estados
Pontificios, sino que se atendieron otras exigencias de la Iglesia universal
por medio de colectas organizadas en todas las diócesis, cuyas
recaudaciones eran enviadas a través de los dicasterios de la curia
romana. Este fue el caso de las aportaciones para la misión católica de
Trípoli en 1864, para la diócesis de Ginebra y para el clero de Polonia en
1865 y para la catedral de Londres en 1866. En estas iniciativas, el
nuncio y los obispos contaron con la valiosa colaboración de la revista La Cruz
y de su director, León Carbonero y Sol, que las fomentaba y difundía.
La situación económica de los Estados Pontificios
se agravó sensiblemente tras el bienio 1859-60, cuando las regiones sublevadas
de Emilia, Romagna, Toscana y Umbría quedaron
anexionadas definitivamente al reino de Italia. Vino después, en mayo de 1860,
la derrota de Castelfidardo, y al papa le quedó
solamente Roma y una parte del Lazio situada
entre Viterbo y Frosinone. Lógicamente disminuyeron los ingresos del
Estado pontificio, y para resolver el apuro de Pío IX, se promovió entre
las naciones católicas un Empréstito Pontificio al 5 por 100, si bien
anteriormente se había intentado el mismo sistema sin conseguirlo. En Francia y
Bélgica se obtuvieron buenos resultados, pero parece ser que el éxito
mayor lo dio España, donde se llegaron a recaudar 4.253.700 francos franceses,
equivalentes, aproximadamente, a 16 millones de reales. La banca A.
Miranda Hermanos aseguró el pago de las rentas a los accionistas que
cedieron sus acciones en beneficio del papa, y desde el primero de enero
de 1867 la banca Rotschild se encargó de este asunto.
El sistema era muy simple, ya que, tras la publicación del Empréstito por el
papa, el nuncio lo circulaba a los obispos, quienes lo daban a conocer en
sus boletines diocesanos. Contribuyeron notablemente a esta empresa periódicos
y revistas católicos como El Pensamiento Español y La Cruz. Juntas diocesanas y parroquiales recaudaban los fondos. El dinero se
transmitía a la Nunciatura, que remitía los títulos provisionales a las
diócesis, las cuales los distribuían a los suscriptores. Pagados cuatro plazos,
se canjeaban por títulos definitivos, tras lo cual las juntas hacían un
nuevo llamamiento para que los suscriptores cediesen sus acciones o las
rentas de las mismas en favor del papa; y esto ocasionó problemas en
algunas ocasiones, ya que hubo accionistas que exigieron justamente los
intereses.
Si el Empréstito Pontificio fue una iniciativa que
partió de Roma, otras nacieron en España con el fin de ayudar al papa en su
grave situación económica; y entre éstas hay que destacar la asociación del
Dinero de San Pedro, que no debe confundirse con el óbolo de San Pedro.
Desde su llegada a España, el nuncio Barili promovió la recaudación de fondos para ayudar a Pío IX. Su correspondencia
epistolar con los obispos sobre este particular fue muy intensa, y estuvo
encaminada, por una parte, a conseguir dinero para paliar los efectos de
la desastrosa situación financiera de los Estados Pontificios, y, por otra,
intensificar el ultramontanismo, ya floreciente en otros países,
mitificando la figura del papa ultrajado, vilipendiado y abandonado, de
forma que las adhesiones de veneración y afecto que el nuncio transmitía
constantemente a la Secretaría de Estado constituían una inyección moral
en el ánimo del pontífice. Desde 1860 comenzó la recaudación, y ya en 1861
fue aprobada la asociación del Dinero de San Pedro de Barcelona. En 1866, el
22 de noviembre, Barili reunió en el palacio de
la Nunciatura a un grupo de católicos comprometidos, pertenecientes a la
aristocracia, alta burguesía y exponentes políticos ultramoderados,
que dieron vida a una asociación a escala nacional. Intervinieron en dicha
reunión institucional algunos fundadores de la futura Asociación de
Católicos, como el marqués de Viluma, Cándido Nocedal
y Antonio Aparisi y Guijarro, y además los marqueses de Villafranca, de
Baamonde, de Santa Cruz y de Albranja, los conde
de Sástago y Superunda, el escritor y académico Santiago de Tejada, Manuel
Beltrán de Lis y José Huet. Desde el comienzo se
acordó que la asociación —que entonces comenzó a llamarse Obra Católica
del Dinero de San Pedro— sería exclusivamente religiosa, caritativa y
espontánea, estaría bajo la protección de los obispos y tendría una junta
diocesana, encargada de controlar las actividades de las juntas
parroquiales. En las gestiones fundacionales tuvieron también parte activa
Ramón Vinader, que en 1868, sería secretario de la
Asociación de Católicos, y el abogado valenciano Ramón de Ezenarro, después sacerdote, que fue provisor y
vicario general del obispo Costa y Borrás en Lérida, Barcelona y Tarragona
y más tarde editó sus escritos. Ezenarro fue desde
1869 abreviador de la Nunciatura.
La Obra del Dinero de San Pedro sufrió las
consecuencias de la revolución del 68, ya que prácticamente quedó paralizada
desde octubre de dicho año, a la vez que la situación económica del papa era
cada vez más precaria. Por otra parte, cuando el clero sufría en España las
restricciones impuestas por el Gobierno revolucionario y el culto no conseguía
la mínima dotación estatal, parecía absurdo promover colectas entre los fieles
para ayudar al pontífice. Por ello, cuando en 1871 la Asociación de Católicos
intentó organizar de nuevo el Dinero de San Pedro, no lo hizo tanto para
recaudar fondos cuanto para «excitar pacífica, legal y espontáneamente el
espíritu católico». Sin embargo, el restablecimiento de las actividades que
dicha obra comportaba encontró dificultades por parte de varios obispos, que,
aunque en principio aprobaron la iniciativa y se mostraron favorables a la
difusión de la obra, prefirieron que se trabajase en silencio y en espera del
cambio político. En esta línea se situaron los cardenales De la Lastra y
García Cuesta, de Sevilla y Santiago, y los arzobispos de Valencia,
Barrio, y Granada, Monzón. En cambio, el arzobispo de Zaragoza, García
Gil, se mostró abiertamente favorable a una inmediata restauración de la obra,
porque decía: «Aunque no debemos, en verdad, prometernos esas grandes
colectas que vienen realizándose en Alemania, Bélgica, Inglaterra, Estados
Unidos, etc., ni tenemos las riquezas ni la libertad de esos países para
obrar, pero llenaremos nuestros deberes filiales para con el mejor de los
padres y haremos ver que el pueblo español, en su inmensa mayoría, no ha
degenerado aún de su antigua fe ni de su acrisolada piedad». Pero fue
solamente tras la Restauración cuando las colectas y ayudas al papa
volvieron a su antiguo esplendor, e incluso se superaron con creces anualmente
los cálculos más optimistas, debido, por una parte, a la pérdida total del
poder temporal, y, por otra, a la edad avanzada del pontífice, que
despertaba el entusiasmo y admiración de los católicos, porque Pío IX
había sobrepasado los años de Pedro al frente de la Iglesia.
10.
Desarrollo del
protestantismo
En una Historia de la Iglesia en la España
contemporánea es oportuno detenerse, aunque brevemente, en la reaparición y
desarrollo del protestantismo, que tuvo como punto de partida el año 1835,
cuando el pastor metodista inglés Rule inició sus actividades en nuestra
Península. La política religiosa de los gobiernos liberales que se
alternaron en el poder durante la minoría de edad de Isabel II
favorecieron la infiltración protestante en España. Las sociedades bíblicas
intensificaron sus esfuerzos para difundir ediciones de la Biblia sin notas
ni comentarios. La sociedad londinense financió al cuáquero Jorge Borrow, propagandista prestigioso, autor de un famoso
libro, La Biblia en España, que tuvo gran difusión entre los años 1837 y
1840. El mismo Borrow distribuyó entre los gitanos el
evangelio de San Lucas en romaní y después en vascuence.
En 1849 apareció en Londres la primera revista
protestante española, titulada El Catolicismo Neto, y en 1855 se fundó
en Escocia la primera sociedad misionera, llamada Spanish Evangelization Society.
El catedrático de la Universidad de Valladolid
Luis de Usoz y Río (t 1865) publicó una importante
colección de clásicos protestantes del siglo XVI, bajo el título general
de Biblioteca de los Reformistas Antiguos Españoles.
La propaganda protestante comenzó a difundirse por
Andalucía desde Málaga, Cádiz y Sevilla, adonde llegaba a través de
Gibraltar. Rápidamente se formaron Comunidades protestantes en dichas
ciudades, y también en Barcelona y Mahón. Pero los progresos de las
mismas fueron escasos, debido en parte a las medidas represivas de los
gobiernos liberales moderados. En 1856 fue desterrado el evangélico
catalán Ruet, condenado por apostasía de la
religión católica. Su discípulo Matamoros fue encarcelado en Barcelona años más
tarde, mientras otros dirigentes de las nacientes comunidades sufrían
persecución en varias ciudades. El proceso celebrado en Granada, en 1863,
tuvo repercusiones internacionales tan fuertes, que Isabel II conmutó las penas
impuestas —oscilaban entre los siete y nueve años— por el destierro. Los
ecos de este escandaloso proceso llegaron hasta la Santa Sede en
momentos en que la unidad católica era fundamental para el mantenimiento
del poder temporal de la Iglesia. La documentación conservada en el
archivo del nuncio Barili ayudará a descubrir aspectos
inéditos de este singular proceso de fe.
Tras la revolución del 68 pudieron regresar a
España los protestantes desterrados y la libertad de cultos sancionada en la
Constitución de 1869 permitió la reapertura de templos y la libre
reorganización de varias comunidades. El primer sínodo de la Iglesia Reformada
Española comenzó en Sevilla el 15 de julio de 1869. Buena parte de las
actividades de los protestantes durante esos años se orientaron hacia la
educación y enseñanza en las escuelas primarias. Siguió en 1873 la
creación del Seminario Teológico en el Puerto de Santa María. A esto se
unió la intensa propaganda en libros, folletos y revistas.
Con la Restauración monárquica de Alfonso XII, la
actividad de las comunidades protestantes disminuyó sensiblemente. La Santa
Sede insistió al Gobierno de Madrid para que se prohibiese a las sectas
disidentes y a los hebreos el ejercicio público de sus cultos, porque el
«sentimiento exclusivamente católico, conexo con la historia y con las
tradiciones de la nación», se había mantenido durante el período
revolucionario, a pesar «de que en numerosos puntos de la Península se
habían erigido capillas protestantes y sinagogas israelíticas y se
publicaban periódicos y revistas anticatólicos».
En 1875, la situación de los protestantes
españoles era la siguiente: en Madrid tenían ocho capillas y escuelas
evangélicas en los territorios de las parroquias de San Sebastián, San
Ildefonso, San Martín, San Andrés, Chamberí, San José, San Millán y San Marcos.
En Barcelona había tres capillas evangélicas y una metodista, con las
respectivas escuelas. Dos escuelas metodistas había también en San Martín
de Provensals o Poblé Nou y una capilla-escuela
evangélica en Hostalfranchs. Una capilla existía en
Santander, otra en Huelva, otra en Jerez de la Frontera, Cádiz, San
Fernando, Algeciras, Córdoba y Granada, mientras que en Sevilla eran tres
las abiertas al culto. En Mahón había cuatro escuelas evangélicas y
metodistas, y dos en San Carlos.
La Constitución de 1876 admitió la libertad
religiosa, pero excluyó cualquier manifestación pública de los cultos
acatólicos.
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