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SALA DE LECTURA

 

LA HISTORIA EMPIEZA EN SUMER

 

 

 

X

MEDICINA

LA PRIMERA FARMACOPEA

 

Un médico sumerio anónimo, que vivía hacia el final del tercer milenio a. de J. C, decidió un buen día reunir y consignar por escrito, para uso de sus colegas y de sus discípulos, las más preciosas de sus recetas médicas. Así, pues, preparó una tablilla de arcilla húmeda de cerca de 16 cm de largo por 9,5 cm de ancho, talló en forma de cuña la extremidad de un estilete de caña e inscribió, con los caracteres cuneiformes de su época, los nombres de una docena de sus remedios favoritos. Este documento de arcilla, el «manual» de medicina más antiguo que se conozca, yacía enterrado entre las ruinas de Nippur desde hacía más de cuatro mil años, cuando fue descubierto por una expedición arqueológica y entregado al Museo de la Universidad de Filadelfia.

Yo me enteré de su existencia gracias a una publicación de mi antecesor en el Museo de la Universidad, el profesor Léon Legrain, curator eméritus del departamento babilónico. En un artículo del boletín del Museo de la Universidad (1940) titulado «La antigua farmacia de Nippur», Legrain había emprendido valientemente la traducción de la tablilla. Pero era evidente que esa tarea sobrepasaba la competencia del asiriólogo. La inscripción estaba redactada en términos tan técnicos y especializados que se imponía la colaboración de un historiador de las ciencias, y más particularmente, de la química. Desde que soy conservador de las colecciones de tablillas del Museo de la Universidad, me he sentido impelido varias veces a dirigirme, lleno de impaciencia, a la vitrina donde estaba la tablilla en cuestión y llevármela a mi mesa para estudiarla. A menudo he tenido la tentación de intentar traducir su contenido. Pero, felizmente, no llegué a sucumbir a ella. Diez veces, veinte veces, la devolví a su lugar en la vitrina, esperando la ocasión propicia.

Un sábado por la mañana, durante la primavera de 1953, se presentó en mi despacho un joven llamado Martin Levey, que era químico y vivía en Filadelfia. Levey presentaba una tesis sobre la Historia de las Ciencias, y venía a pedirme si no podría ayudarme a traducir algunas tablillas cuyo texto tuviese relación con su especialidad. Era mi ocasión. Una vez más saqué la tablilla de la vitrina, resuelto esta vez a no devolverla a su lugar hasta haber intentado en serio su traducción. Durante varias semanas, Levey y yo estuvimos trabajando sobre aquel texto. Yo me limitaba estrictamente a la lectura de los caracteres sumerios y al análisis de la construcción gramatical. Fue Martin Levey quien, por su comprensión de la tecnología sumeria, hizo inteligible para nosotros lo que subsiste de esta primera farmacopea.

Este documento demuestra que para componer sus medicamentos, el médico sumerio, igual que su colega moderno, recurría al uso de sustancias vegetales, animales y minerales. Sus minerales favoritos eran el cloruro sódico (sal común) y el nitrato potásico (salitre). En cuanto a productos animales, utilizaba, por ejemplo, la leche, la piel de serpiente, la concha de tortuga. Pero la mayoría de sus remedios, eran entresacados del reino vegetal: plantas como la casia, el mirto, la asafétida y el tomillo; árboles como el sauce, el peral, el abeto, la higuera y la palmera de dátiles. Estos simples se preparaban a partir del grano, del fruto, de la raíz, de la rama, de la corteza o de la goma de los vegetales en cuestión, y debían conservarse, igual que hoy en día, en forma sólida, o sea, en polvo.

Los remedios recetados por nuestro médico arqueológico comprendían también los ungüentos y los «filtrados» para el uso externo, y los líquidos para uso interno. La preparación de los ungüentos consistía, por regla general, en pulverizar uno o varios ingredientes, impregnar el polvo así obtenido de vino kushumma y añadir aceite vegetal ordinario o aceite de cedro a la mezcla. En el caso de uno de los remedios en el que entraba como ingrediente la «arcilla de río pulverizada», este polvo debía amasarse en agua y miel y, en lugar de un aceite vegetal, era «aceite de mar» lo que se debía verter sobre la mezcla.

Las prescripciones relativas a los «filtrados», más complicadas, iban seguidas de instrucciones para su modo de empleo. Para tres de ellas (el texto sumerio es claramente afirmativo a este respecto), el procedimiento utilizado era la decocción. Con objeto de extraer los principios deseados, el médico hacía hervir la sustancia dentro del agua y añadía un álcali y sales diversas, sin duda con la intención de obtener una mayor cantidad de extracto. Para separar la materia orgánica, había que someter la solución o suspensión acuosa al filtrado, aunque esto último no quede explícitamente afirmado en las «instrucciones», El órgano enfermo se trataba entonces por medio del «filtrado», ya fuera por aspersión, ya por lavado. Enseguida se frotaba con aceite y se le añadían uno o varios simples suplementarios.

Igual que se hace actualmente, se empleaba entonces un vehículo para facilitar al paciente la absorción de los remedios. Este vehículo era, generalmente, la cerveza. Por lo tanto, se hacía disolver en la cerveza los ingredientes reducidos al estado de polvo, antes de hacérselos beber a los enfermos. Sin embargo, en un caso parece que se utilizó la cerveza o la leche indistintamente a título de ingredientes; era entonces un «aceite de río», todavía no identificado, lo que servía de vehículo.

Nuestra tablilla, única fuente de información que poseemos sobre la  medicina sumeria del tercer milenio a. de J. C., sería suficiente por sí sola para demostrar el notable estado avanzado en que se encontraba ésta en   una época tan primitiva. Las diversas operaciones y la variedad de procedimientos a los que se hace alusión en el texto revelan de un modo indirecto que los sumerios poseían profundos conocimientos en materia química. Se puede comprobar, por ejemplo, que ciertas instrucciones de nuestro médico recomiendan «purificar» los ingredientes antes de pulverizarlos, tratamiento que debía requerir diversas operaciones químicas. En otras «instrucciones» vemos utilizar como ingredientes el álcali en polvo; se trata, probablemente, de ceniza alcalina obtenida por combustión, en un hoyo, de una cualquiera de las numerosas plantas de la familia de las quenopodiáceas (muy probablemente la Salicornia fruticosa) que son muy ricas en sosa. La ceniza sodada así producida era utilizada (cosa que sabemos por otros documentos) en el siglo VII a. de J. C.; y en la Edad Media se empleaba en la fabricación del vidrio. Resultan interesantes desde el punto de vista químico dos «instrucciones» que prescriben el uso del álcali y añaden ciertas sustancias que contienen una gran proporción de cuerpos grasos naturales, lo que permitiría obtener un jabón para aplicaciones externas.

Otra sustancia prescrita por nuestro médico, el nitrato potásico o salitre, no podía obtenerse sin poseer ciertos conocimientos químicos. Se sabe que los asirios, en una época más reciente, inspeccionaban las regueras por donde se escurrían las materias nitrogenadas de desecho, la orina, por ejemplo, y extraían de ellas las formaciones cristalizadas que allí encontraban para aislar las sustancias que buscaban. El problema de la separación de los componentes, entre los que, sin duda alguna, se hallaban el cloruro sódico y otras sales sódicas y potásicas, juntamente con los productos de degradación de las materias nitrogenadas, debía ser resuelto por el método de la «cristalización fraccionada». En la India y en Egipto se practica aún hoy día este procedimiento antiquísimo, que fundamentalmente consiste en mezclar la cal o el cemento viejo con una materia orgánica en descomposición, para formar así nitrato cálcico, el cual, enseguida, se trata con lejía y a continuación se hierve con ceniza de madera (carbonato potásico), de cuyo producto se extrae finalmente el salitre por evaporación.

Desde un punto de vista muy importante, nuestro texto resulta francamente decepcionante, ya que omite indicarnos a qué enfermedades se aplicaban estos remedios; somos, por consiguiente, incapaces de comprobar su eficacia terapéutica. Los remedios mencionados tenían, probablemente, muy poco valor, ya que no parece que la medicina sumeria haya hecho uso ni de la experimentación ni de la comprobación. La selección de un gran número de medicamentos no tenía, sin duda, otro fundamento que la confianza inmemorial que tenían los antiguos en las propiedades odoríferas de las plantas. Sin embargo, algunas de las recetas tenían su Utilidad; la fabricación de un detergente, por ejemplo, no deja de tener valor, y hasta la sal común y el salitre son eficaces, la primera como antiséptico, y el segundo como astringente.

Este «formulario» peca, finalmente, de otra omisión no menos flagrante que la anterior, ya que no especifica las cualidades respectivas de las sustancias utilizadas en la composición, como tampoco indica la dosificación ni la frecuencia de aplicación de los remedios. Es posible que ello provenga de los «celos» profesionales, y que, por lo tanto, nuestro médico haya omitido voluntariamente estos detalles, con objeto de proteger sus secretos. Pero, de todos modos, es más probable que esos detalles cuantitativos no parecieran importantes al redactor sumerio del «formulario»; siempre quedaba el recurso de determinarlos de un modo más o menos empírico, en el curso de la preparación y de la administración de los remedios.

Es interesante observar que nuestro médico sumerio no recurre ni a las fórmulas mágicas ni a los hechizos. No menciona a ningún dios ni a ningún demonio en su texto. Ello no quiere significar, sin embargo, que el empleo de sortilegios o de exorcismos para curar a los enfermos fuese desconocido en Sumer, en el tercer milenio a. de J. C. Muy al contrario, semejantes prácticas eran de uso corriente, como se desprende del contenido de unas setenta tablillas pequeñas cubiertas de encantamientos designados como tales por los mismos autores de las inscripciones. Igual que hicieron los babilonios, más tarde, los sumerios atribuían la existencia de muchísimas enfermedades a la presencia de demonios muy malintencionados, que se habían metido dentro del cuerpo de los enfermos. Media docena de estos demonios son nombrados expresamente en un himno sumerio dedicado al «Gran Médico de la gente de la cabeza negra», a la diosa Bau, llamada también por los nombres de Ninisinna y de Gula. No deja de ser, por consiguiente, notabilísimo que nuestro pedazo de arcilla, la «página» más antigua de texto médico y de «farmacopea» conocida hasta la fecha, se nos muestre completamente exenta de elementos místicos e irracionales.

 

 

XI

AGRICULTURA

EL PRIMER ALMANAQUE DEL AGRICULTOR

 

El descubrimiento de una tablilla con inscripciones de carácter médico, y cuyo origen se remontaba al final del tercer milenio a. de J. C., fue una verdadera sorpresa para los asiriólogos, ya que el primer «manual» se esperaba que fuese de tipo agrícola más bien que médico. En efecto, la agricultura constituía la base de la economía sumeria, la fuente principal de la vida, del bienestar y de la riqueza de Sumer, donde sus métodos y sus técnicas estaban altamente desarrollados mucho antes de este tercer milenio. Y, no obstante, el único «manual» agrícola que hasta la fecha se haya descubierto no data más que del segundo milenio antes de nuestra era.

En 1950 se desenterró en Nippur esta tableta, de 7,5 por 11,5 cm. Al ser desenterrada, la tableta se hallaba en muy mal estado de conservación. Pero, después de haber sido recocida, limpiada y reparada en el laboratorio del Museo de la Universidad de Filadelfia, se hizo legible su texto entero. Antes del hallazgo de Nippur, se conocían ya otras ocho tabletas y fragmentos de arcillas en los cuales figuraba parte del texto; pero antes de que esta nueva pieza de Nippur, con sus 35 líneas que daban la parte central de la inscripción, hubiese salido a la luz del día había sido imposible proceder a una restauración fiel del conjunto.

El documento reconstruido, de una extensión de 108 líneas, se compone de una serie de instrucciones dirigidas por un agricultor a su hijo. Esos consejos se refieren a las actividades agrícolas anuales, desde la inundación de los campos en mayo y junio hasta la trilla de la mies cosechada en abril y mayo del año siguiente.

En la antigüedad ya se conocían dos célebres tratados de la actividad agrícola: las Geórgicas, de Virgilio, y Los Trabajos y los Días, de Hesíodo. Esta última obra, mucho más antigua que la primera, fue probablemente escrita en el siglo VIII antes de J. C. Nuestra tableta sumeria, recopiada hacia el año 1700 antes de nuestra era, precede, por lo tanto, a la obra de Hesíodo en unos mil años.

Uno ya puede imaginarse que estos tres textos tienen un tono muy distinto, cosa que podrá comprobarse leyendo estas pocas líneas que siguen, extraídas de la traducción literal, efectuada por Benno Landsberger y Thorkild Jacobsen (ambos miembros del Instituto Oriental de la Universidad de Chicago), y también por mí. Debo hacer notar que se trata de una traducción provisional, y ruego al lector que tenga presente que los equivalentes propuestos no son, a veces, más que aproximaciones, ya que el texto está lleno de términos técnicos oscuros y desconcertantes. Esta traducción quedará muy mejorada, sin duda alguna, dentro de unos años, a medida que aumentarán nuestras informaciones y nuestro conocimiento del idioma sumerio.

Hace muchos años, un agricultor dio los siguientes consejos a su hijo: Cuando tú te dispongas a cultivar un campo, cuídate de abrir los canales de riego de modo que el agua no suba demasiado sobre el campo. Cuando lo hayas vaciado de su agua, vigila la tierra húmeda del campo, a fin de que quede aplanada; no dejes hollarla por ningún buey errabundo. Echa de allí a los vagabundos, y haz que se trate este campo como una tierra compacta. Rotúralo con diez hachas estrechas, de las cuales cada una no pese más de 2/3 de libra. Su bálago (?) tendrá que ser arrancado a mano y atado en gavillas; sus hoyos angostos tendrán que ser llenados por medio del rastrillo; y los cuatro costados del campo quedarán cerrados. Mientras el campo se queme bajo el sol estival, lo dividirás en partes iguales. Haz que tus herramientas zumben de actividad (?). Tendrás que consolidar la barra del yugo, fijar bien tu látigo con clavos y hacer reparar el mango del látigo viejo por los hijos de los obreros.

Estos consejos, como se ve, se refieren a las tareas y trabajos importantes que debe realizar el agricultor para asegurar el éxito de la cosecha. Como la irrigación era esencial para el terreno calcinado de Sumer, las primeras instrucciones hacen referencia a las obras de riego; debe vigilar que «el agua no suba demasiado sobre el campo»; cuando se retira el agua, el suelo húmedo debe ser cuidadosamente protegido de las pisadas de los bueyes y de todos los demás vagabundos, animales o personas; hay que quitar los hierbajos y debe cercarse.

Acto seguido se aconseja al agricultor que haga remendar y recomponer, por las personas de su casa o por sus obreros, las herramientas, los cestos y los recipientes; que procure disponer de un buey suplementario para el arado; que haga mullir el suelo dos veces por el azadón y una vez con la azada, antes de comenzar las labores de arado. Si necesario fuere, se utilizaría el martillo para pulverizar los terrones. Finalmente, el agricultor vigilaría que los jornaleros no ronceasen en su tarea.

La aradura y la siembra se realizaban simultáneamente, gracias a una sembradera, es decir, a un arado provisto de un dispositivo que permitiría que el grano se escurriera por un embudo muy estrecho, para caer sobre el surco que dejaba el arado. Se recomedaba al labrador que trazase 8 surcos por cada franja de tierra de 6 metros de anchura. Las semillas debían quedar enterradas a una profundidad siempre igual: «No quites el ojo del hombre que hunde en la tierra el grano de cebada a fin de que haga que el grano se meta, regularmente, a cinco centímetros de profundidad». Si la semilla no quedaba convenientemente enterrada, había que cambiar la reja del arado, la «lengua del arado». Según el autor del «manual» en cuestión, hay varias maneras de arar la tierra, y el hombre aconseja: «Allí donde tú habías trazado antes surcos rectos y derechos, trázalos en diagonal; allí donde habías trazado surcos en diagonal, trázalos derechos». Después de la siembra había que quitar los terrones de los surcos, para que no se dificultase la germinación de la cebada.

«El día en que el grano rompa la superficie del suelo», sigue diciendo nuestro «manual», el agricultor debe rezar una oración a Ninkilim, diosa de las ratas y otras sabandijas del campo, para que éstas no echen a perder la naciente cosecha; también debe hacer que se alejen los pájaros, espantándolos.

Cuando los jóvenes retoños ya llenaban el fondo angosto de los surcos había que regarlos; y cuando la cebada estaba tan densa que cubría el campo como «una estera en el fondo de una barca», había que regar de nuevo. Una tercera vez había que volver a regar el «grano real». Si el agricultor notaba que las plantas así humedecidas empezaban a enrojecer, ello significaba que la cosecha se veía amenazada por la terrible enfermedad llamada samana. Si la cebada seguía creciendo, había que regarla por cuarta vez: se conseguiría entonces un rendimiento suplementario de un diez por ciento.

Una vez llegado el tiempo de la cosecha, el agricultor no debía esperar a que la cebada se doblase bajo su propio peso, sino que debía segar «en el día de su fuerza», o sea, justo en el momento preciso. Los hombres trabajaban entre las espigas maduras por equipos de tres: un segador, un agavillador, y un tercer hombre, cuyas funciones no quedan bien definidas.

Inmediatamente después de la siega se procedía a la trilla, la cual se efectuaba por medio de una rastra movida durante cinco días en uno u otro sentido sobre los tallos amontonados. A continuación se «abría» la cebada por medio de un instrumento especial tirado por bueyes. Pero, como quiera que el grano se había ensuciado en su contacto con el suelo, después de rezar una plegaria apropiada al caso, se ahechaba con horcas, se esparcía por un cañizo, y de este modo quedaba libre de tierra y polvo.

Éstas son, concluye diciendo nuestro autor, las recomendaciones no del agricultor, sino del mismísimo dios Ninurta, el cual era, al mismo tiempo, hijo y el «verdadero labrador» del gran dios sumerio Enlil.

 

 

 

XII

HORTICULTURA

LOS PRIMEROS ENSAYOS DE UMBRÁCULO

 

El cultivo de los cereales no era la única fuente de riqueza que había en Sumer; también se practicaba allí la horticultura, y los huertos y jardines eran florecientes. Como horticultores expertos que eran, los sumerios utilizaban ya desde los tiempos más remotos una técnica que atestigua una vez más la existencia en ellos de un gran espíritu de inventiva. Para proteger sus huertos del viento y de un excesivo soleamiento, plantaban grandes árboles, cuyo follaje actuaba de pantalla y proyectaba una sombra protectora.

En 1946 yo pude hacer esta curiosa comprobación al descifrar el texto de un mito hasta entonces ignorado. Me hallaba yo entonces en Estambul como profesor delegado de las «Escuelas Americanas de Investigaciones Orientales», de Chicago, y también como representante del Museo de la Universidad de Filadelfia. Permanecí allí cuatro meses antes de salir para Bagdad, donde debía tener fin aquel año mi misión en el extranjero. En Estambul me dediqué a copiar un centenar de tabletas literarias con textos de poemas épicos y de mitos, temas por los que yo me interesaba muy especialmente. Algunas de estas tabletas o sus fragmentos eran de dimensiones pequeñas o medianas. Pero también había algunas tabletas grandes, como la de doce columnas que relataba la «guerra de nervios» de la que ya he hablado anteriormente (ver cap. III), y la de ocho columnas, que contenía el «Debate entre el verano y el invierno», y de la que hablaré más adelante (capítulo XVII). Entre todas estas tabletas descubrí el mito en cuestión, al que he titulado; Inanna y Shukallituda o el pecado mortal del jardinero.

La tableta debía medir originariamente 15 cm, por 18,5. Actualmente sólo mide 10,5 por 18, ya que la primera y la última columna (originalmente hubo seis en total) están casi totalmente destruidas. Pero las cuatro columnas que subsisten permiten reconstruir unas 200 líneas del texto, de las cuales más de la mitad están enteras.

A medida que el tono del documento se me iba haciendo inteligible, se me aparecía con toda evidencia que este mito tenía una textura muy poco corriente, hasta el punto de que presentaba dos rasgos especialísimos que me parecieron altamente reveladores. Por un lado, se trata de cierta diosa que, para vengarse de la afrenta que le infligiera un pérfido mortal, decide transformar en sangre el agua de todo el país. Ahora bien, este tema de la «plaga de sangre» no se vuelve a encontrar en ningún otro texto de literatura antigua, más que en la Biblia, en el libro del Éxodo. Todo el mundo puede recordar dicho episodio: «Dice, pues, el Señor: En esto conocerás que soy el Señor: Voy a herir el agua del río con la vara que tengo en mi mano y se convertirá en sangre.» (Éxodo, VII, 17.)

En cuanto al segundo rasgo original, éste no es ni más ni menos que la técnica de la «sombra protectora» que más arriba he mencionado. No solamente el mito la menciona, sino que, según parece, intenta explicar su origen. Lo que, en todo caso, podemos admitir es que semejante técnica ya era conocida y practicada en Sumer hace varios millares de años.

He aquí un breve resumen del texto, cuyo final, desgraciadamente, ignoramos a causa de haber sido rota la tableta según ya dije más arriba:

Había una vez un jardinero, llamado Shukallituda. Era un buen jardinero, trabajador y diligente. Sin embargo, a pesar de todos sus afanes, su jardín iba de mal en peor. Por más que regase cuidadosamente regueros y cuadros, sus plantas se marchitaban. Los vientos furiosos no cesaban de azotarle el rostro con el «polvo de las montañas». Y, a pesar de sus cuidados, todo se secaba. Entonces alzó los ojos hacia el firmamento estrellado, estudió los Signos y los Presagios, observó y aprendió a conocer las Leyes de los dioses. Habiendo adquirido de esta suerte una nueva sabiduría, plantó en su jardín sarbatus, cuya sombra se extiende, siempre ampulosa, desde el alba al ocaso, y desde aquel momento todas las hortalizas prosperaron espléndidamente en el jardín de Shukallituda.

Un día, la diosa Inanna, después de haber atravesado cielo y tierra, se echó para dar descanso a su cuerpo fatigado, en los aledaños del jardín de Shukallituda. Éste la espió desde un extremo de su jardín y luego se aprovechó de la inmensa lasitud de la diosa y, amparado por la noche, abusó de ella. A la mañana siguiente, Inanna miró consternada a su alrededor y resolvió descubrir a todo trance al mortal que tan vergonzosamente la había ultrajado. En consecuencia, envió tres plagas a los sumerios: llenó de sangre todos los pozos del país para que las palmeras y la viñas quedasen saturadas de sangre; desencadenó sobre todo el país una gran profusión de vientos y tormentas devastadores; la naturaleza de la tercera plaga es incierta, ya que las líneas que a ella hacen referencia se hallan en muy mal estado de conservación.

A despecho de esos poderosos medios, Inanna no consiguió desenmascarar a su profanador. Cada vez que Shukallituda se sentía amenazado iba a consultar a su padre, y también cada vez éste le aconsejaba que se fuese al país de las «gentes de cabeza negra» y que se quedase en la proximidad de los centros urbanos. Shukallituda siguió, por fin, el consejo paterno, y así pudo escapar a la cólera de la diosa. El texto relata a continuación que, viéndose incapaz de lograr una cumplida venganza, Inanna, llena de amargura, decidió ir a Eridu y pedir consejo a Enki, dios de la sabiduría. Y así termina para nosotros la historia, ya que la tableta, como he dicho, está rota.

He intentado una traducción de la pieza. Las líneas siguientes, extraídas de ella (las más inteligibles del poema), explican a su manera, a beneficio de lectores indudablemente menos presurosos que los de hoy en día, una parte de lo que acabo de resumir.

 

Shukallituda...,

Cuando vertía el agua en los surcos,

Cuando cavaba regueros a lo largo de los cuadros de la tierra...

Tropezaba con la raíces, era arañado por ellas.

Los vientos furiosos con todo lo que traen,

Con el polvo de las montañas, le azotaban el rostro:

A su rostro... y sus manos...,

La dispersaban, y él ya no reconocía a sus...

 

Entonces él alzó los ojos hacia las tierras bajas,

Miró las estrellas al este,

Alzó los ojos hacia las tierras altas,

Miró las estrellas al oeste;

Contempló el firmamento donde se escriben los Signos.

En este cielo inscrito, aprendió los Presagios;

Vio cómo había que aplicar las Leyes divinas,

Estudió las Decisiones de los dioses.

En el jardín, en cinco, en diez sitios inaccesibles,

En cada uno de estos lugares plantó un árbol como sombra protectora.

 

La sombra protectora de este árbol

-el sarbatu de opulento follaje-

La sombra que da al despuntar el día,

Al mediodía y al anochecer, nunca desaparece.

 

Ahora bien, un día, mi reina, después de haber atravesado el cielo,

atravesado la tierra,

Inanna, después de haber atravesado el cielo, atravesado la tierra,

Después de haber atravesado Elam y Shubur,

Después de haber atravesado...,

La Hierodula (Inanna), vencida por el cansancio,

se acercó al jardín y se adormeció.

Shukallituda la vio desde el extremo de su jardín.

Abusó de ella, la tomó en sus brazos,

Y después volvió al extremo de su jardín.

 

Despuntó el alba, salió el sol:

La Mujer miró a su alrededor, espantada;

Inanna miró a su alrededor, espantada.

Entonces, la Mujer, a causa de su vagina, ¡cuánto mal hizo!

Inanna, a causa de su vagina, ¡lo que hizo!

Todos los pozos del país los llenó de sangre;

 

Todos los bosquecillos y los jardines del país,

ella los saturó de sangre.

Los siervos que habían ido a buscar leña no bebieron más que sangre,

Las sirvientas que fueron a llenar el balde de agua

no lo llenaron más que de sangre.

«Quiero descubrir a aquel que ha abusado de mí,

por todos los países», dijo ella.

 

Pero al que había abusado de ella, no lo encontró.

Porque el joven entró en la casa de su padre;

Shukallituda dijo a su padre:

«Padre: Cuando yo vertía el agua en los surcos,

Cuando cavaba regueros a lo largo de los cuadros de tierra...,

Tropezaba con las raíces, era arañado por ellas.

Los vientos furiosos, con todo lo que traen,

Con el polvo de las montañas, me azotaban el rostro,

A mi rostro... y a mis manos...,

La dispersaban y yo ya no reconocía sus...

Entonces alcé los ojos hacia las tierras bajas,

Miré las estrellas al este,

Alcé los ojos hacia las tierras altas,

Miré las estrellas al oeste;

Contemplé el cielo donde se inscribían los Signos.

En el cielo inscrito aprendí los Presagios;

Vi cómo había que aplicar las Leyes divinas,

Estudié las Decisiones de los dioses.

es inaccesibles,

En cada uno de estos sitios planté un árbol

como una sombra protectora.

La sombra protectora de ese árbol

—el sarbatu, de opulento follaje—

La sombra que da al despuntar el día,

A mediodía y al anochecer, nunca desaparece.

 

Ahora bien, un día, mi reina, después de haber atravesado el cielo,

atravesado la tierra,

Inanna, después de haber atravesado el cielo, atravesado la tierra,

Después de haber atravesado Elam y Shubur,

Después de haber atravesado...,

La Hierodula, vencida por el cansancio,

se acercó al jardín y se adormeció.

Yo la vi desde el extremo de mi jardín.

Abusé de ella, la tomé en mis brazos,

Y después volví al extremo de mi jardín.»

Despuntó el alba, salió el sol:

La mujer miró a su alrededor, espantada.

Inanna miró a su alrededor, espantada.

Entonces, la Mujer, a causa de su vagina, ¡cuánto mal hizo!

Inanna, a causa de su vagina, ¡lo que hizo!

Todos los pozos del país los llenó de sangre.

Todos los bosquecillos y jardines del país,

ella los saturó de sangre.

Los siervos que habían ido a buscar leña no bebieron más que sangre,

Las sirvientas que fueron a llenar el balde de agua

no lo llenaron más que de sangre.

«Quiero descubrir a aquel que ha abusado de mí,

por todos los países», dijo ella.

Pero al que había abusado de ella no lo encontró.

Porque el padre respondió al joven,

El padre respondió a Shukallituda:

«Hijo mío: quédate cerca de las ciudades de tus hermanos.

Dirige tus pasos y ve hacia tus hermanos,

los de la cabeza negra,

Y la Mujer jamás te encontrará en medio de esos países.»

Shukallituda se quedó, pues, cerca de las ciudades de sus hermanos.

Dirigió sus pasos hacia sus hermanos, los de la cabeza negra,

Y la mujer jamás lo encontró en medio de esos países.

Entonces, la Mujer, a causa de su vagina, ¡cuánto mal hizo!

Inanna, a causa de su vagina, ¡lo que hizo!