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BIBLIOTECA DE HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA

 

 

Desenvolvimiento del catolicismo

San Agustín

 

CRONOLOGIA DE SAN AGUSTIN

354 Nace en Tagaste (Numidia).

365 Inicia sus primeros estudios en la cercana ciudad de Madaura.

370 Estudia retórica en Cartago gracias al apoyo económico de un rico ciudadano de Tagaste.

372-374 Estudios filosóficos; profesor de retórica en Tagaste.

374-383 Adhesión al maniqueísmo; se instala en Cartago como profesor.

383   Rápido viaje a Roma, donde se le ofrece una cátedra de retórica.

384   Acepta una cátedra de filosofía y retórica en Milán.

386   Conversión: retiro a Cassiciacum; escribe el diálogo Contra Académicos.

387   Bautismo y primeros escritos contra el maniqueísmo.

388-391 Penitencia y vida eremítica en Tagaste; obras contra los maniqueos.

391   El obispo Valerio de Hipona le ordena sacerdote.

395   Obispo coadjutor de Valerio.

400   Escribe y publica Confesiones.

405   Polémica con los donatistas.

410   Inicia la redacción de La Ciudad de Dios.

411   Enfrentamiento con los donatistas en Cartago.

412   Se opone al pelagianismo y lo define como herejía.

428  Concluye La Ciudad de Dios.

430  Muerte de San Agustín en Hipona.

 

SAN AGUSTIN: LA FORMACION FILOSOFICA

Formación clásica en las escuelas de Cartago; lectura del "Hortensio", de Cicerón, invitación al estudio de la filosofía y a la búsqueda incesante de la verdad.

LAS TENDENCIAS MATERIALISTAS (372-383)

Adhesión a la filosofía maniquea, que se presenta como depositaría de la verdad; le atraía la tolerancia de la secta -ningún creyente era admitido hasta que la verdad se le hacía evidente- y su materialismo postulado como explicación del mundo.

Inclinación hacia el epicureísmo: si no hubiese creído en la inmortalidad del alma, se hubiera hecho epicúreo, pues consideraba esta doctrina el sistema materialista más coherente y racional.

LA ATRACCION ESCEPTICA (383-385)

Su separación del maniqueísmo le aboca a una crisis intelectual; el estudio de los neoacadémicos le hace adherirse a los escépticos: no es posible para el hombre conocer la verdad.

LAS LECTURAS NEOPLATONICAS (385-387)

Poco antes de su conversión al cristianismo ha leído a los neoplatónicos, principalmente Porfirio y Plotino; su conversión es, en parte, paralela a una adhesión al idealismo platónico, la influencia de cuyo misticismo se confunde en sus "Confesiones" con la acción de la gracia.

Lápida sepulcral paleocristiana del siglo V con inscripciones en griego hallada en Inglaterra (Museo Británico, Londres). La expansión del cristianismo fue tan rápida que en el siglo III no sólo hay iglesias en casi toda Europa, sino que están ya organizadas en provincias. Cuando se celebró el concilio de .Nicea, Inglaterra ya tenía cristianos evangelizados.

Tabla lateral de un altar de mediados del siglo XIII que representa a San Miguel pesando una alma en presencia de Satanás (Museo de Arte de Cataluña, Barcelona). El cristiano debía ser intachable en su moral, y su juez era la misma comunidad. Si sus buenas obras no pesaban más que las malas, era castigado con el juego eterno.

Hacia la mitad del siglo IV de nuestra era la mayoría de los pueblos occidentales habían llegado a saturarse del conjunto de ideas que constituyen los puntos céntricos del dogma católico. Ya hemos visto en capítulos anteriores como, sufriendo persecuciones y combatiendo herejías, la Iglesia había logrado establecer que Jesús era el Verbo encarnado, Hijo consustancial del Padre.

La razón por la cual el Hijo de Dios quiso encarnarse para salvar a la Humanidad había sido ya claramente expuesta por San Pablo. El hombre nacía manchado de pecado a causa de la culpa de Adán, y sólo con un sacrificio divino podían expiarse esta transgresión y sus efectos en el linaje humano. San Pablo, cuya educación y cultura eran esencialmente judaicas, sabía bien que toda falta tenía que redimirse con ofrendas o sacrificios. Es un principio común a todas las religiones semíticas primitivas: un crimen o una culpa tienen que lavarse con sangre o resarcirse con ofrendas proporcionadas al carácter de quien había recibido la ofensa. La ley antigua, o código de Moisés, fijaba las tarifas y reglamentaba los sacrificios expiatorios según la gravedad de las faltas, y tarifas y reglamentos análogos se encuentran en otros códigos religiosos de los semitas. Pero cuando el injuriado era el mismo Dios, como en el caso de Adán, no había en este mundo terrenal víctima ni oblación humana que pudiera redimir aquella falta. Sólo un Dios, sacrificándose, podía con su sangre borrar el pecado de Adán; por esto Dios se encarnó v murió, para purificar de una vez a la Humanidad entera. Dios aceptó y consumó el sacrificio de su Hijo encarnado, y para que sufriera en la cruz le abandonó enteramente, pero también quiso que por su propia virtud resucitara, para demostrar así que aquel crucificado era ciertamente Dios. No debe preocuparnos que tales verdades sean difíciles para el sentir puramente humano. San Pablo lo dijo concretamente: “Predicamos a Jesús crucificado, escándalo para los judíos y locura para los griegos”; y por griegos San Pablo entendía a los hombres de toda la gentilidad. Pero todos los que creen que la sangre de Jesús les ha redimido del pecado, éstos serán salvos y tendrán vida eterna: esto no ofrece duda para todos los doctores católicos y muchos protestantes.

Adán fue creado inmortal, pero por su culpa, por la culpa de uno, entró la muerte en la tierra; en cambio, dice San Pablo, por obra de otro, Jesús, la muerte fue vencida. La resurrección de Jesús no sólo fue la confirmación de su divinidad, sino una garantía de que la muerte es un estado anormal y transitorio, y que los hombres todos resucitarán. Manifiestan igual fe que San Pablo los discípulos de San Juan: el gran mártir San Policarpo de Esmirna y San Ignacio de Antioquía. En el Occidente, San Ireneo, discípulo de San Policarpo, llegó a la Galia con la misma fe. Decía así: “Jesús comenzó una nueva Humanidad; nos procuró la salvación, que habíamos perdido con Adán”. En el siglo IV, San Anastasio de Alejandría, el enemigo mortal del arrianismo, expuso todavía más claramente el porqué de la Redención: “El hombre, creado perfecto, se hizo miserable por la transgresión de Adán, y muere por ese pecado. Pero el Verbo perfecto de Dios se revistió de un cuerpo imperfecto, quiso pagar nuestra deuda y recuperar con su persona lo que faltaba al hombre, que era la inmortalidad y el camino del Paraíso”.

Este Paraíso, donde los redimidos por la sangre del Hijo de Dios, restablecidos en su condición de inmortales, gozan de la eternidad bienaventurada, comenzó a poblarse con los mártires y confesores. Y cada uno tuvo su conmemoración en un día fijo, por lo regular el del aniversario de su muerte. Así empezó el culto de los santos. En un principio sólo se les distinguió para representarlos como obispos, guerreros, ermitaños y confesores. Más tarde los atributos, trofeos y emblemas sirvieron para completar su identificación. Además, pronto se reconoció en la teología y la liturgia el lugar preeminente que correspondía a la Virgen y a los ángeles.

San Ireneo, en la tercera generación cristiana, es uno de los primeros en definir con claridad el papel principalísimo que desempeñó la Virgen en la obra de la Redención: “El lazo con que nos ató Eva por su desobediencia, fue desatado por la obediencia de María. Lo que la Virgen Eva ató con su error, la Virgen María lo desató con su fe”. La preeminencia de María, que debía ser la figura celestial más popular de toda la Edad Media, no fue reconocida sin oposición. En el siglo V, un monje de Antioquía, Nestorio, ascendido a patriarca de Constantinopla, insis­tió en que el calificativo de Madre de Dios, o Theotokos, para María era peligroso, porque confundía las dos naturalezas, divina y humana, de Jesús. Nestorio prefería apellidar a la Virgen: Christotokos, o Madre de Cristo. La verdadera doctrina contra esta negación del título augusto de Madre de Dios fue sostenida admirablemente por el patriarca de Alejandría, Cirilo, y alrededor de los dos nombres de Teotocos y Cristotocos se peleó con una violencia que parecía iba a sacudir a la Iglesia y al Imperio, como las querellas suscitadas por el arrianismo. Pero Nestorio no tenía la capacidad ni la pasión de Arrio y pronto sucumbió; fue relevado de su dignidad patriarcal y desterrado a los desiertos del Alto Egipto por el concilio de Efeso, el tercero ecuménico, que condenó su herejía y proclamó la dignidad de la Virgen, Madre de Dios, con gran entusiasmo de los fieles. Sin embargo, todavía hoy -en la China y en la India- hay monjes nestorianos, descendientes de los que huyeron al Oriente.

El culto de los ángeles tenía sus raíces en el judaismo. San Pablo, en la epístola a los de Colosos, habla del culto de los ángeles como de algo misterioso y hasta peligroso en ciertos casos. Pero con la infiltración de las ideas platónicas en el cristianismo, que tuvo efecto sobre todo en Alejandría durante el siglo n, los seres angélicos ocuparon a menudo la atención de los Padres, si bien en los primeros siglos no fue muy precisa y concorde su teología acerca de los ángeles. Aunque su clasificación en ángeles, arcángeles, serafines, tronos, dominaciones, potestades, etc., tiene su fundamento en un texto atribuido a San Dionisio, tanto en la doctrina como en la práctica religiosa fue muy pronto unánime que los ángeles son nuestros intercesores y nos asisten con su protección. Empero, el sentimiento cristiano fue sólo vivamente atraído por la veneración a San Miguel, el cual, por su oficio de pesador de almas y su contienda con el demonio, obtuvo un culto verdaderamente popular. Ya Constantino construyó una iglesia en honor del arcángel en los alrededores de Constantinopia, y otra dedicada a él existía en Roma al comenzar el siglo V; su fiesta (29 de septiembre) fue una de las más celebradas por toda la cristiandad en la Edad Media. Al principio, las capillas dedicadas a San Miguel se edificaron en parajes aislados y solitarios; pero en el siglo VIII se le consideró como protector, portero o guardián de las iglesias y estaban sus capillas junto a la entrada de los templos.

Poco a poco las gentes cristianas fueron familiarizándose con la idea del Cielo, adonde iban las almas de los redimidos por la sangre de Cristo y donde se reunían con la Virgen María, los santos todos y la milicia angélica. La topografía de esta región paradisíaca no interesaba mucho a la imaginación de aquellos siglos, más dados a las luchas por los grandes problemas teológicos. Es uno de los más grandes méritos del Dante el haber concebido o expresado de modo genial, al final de la Edad Media, la posición relativa de las moradas del empíreo, así como también sus colores, su brillo, su grandeza.

El Cielo, sin embargo, no podía hallarse sino en lo alto; el Infierno, de topografía también muy confusa, se ubicó en el centro de la Tierra, y allí los demonios cuidaban de infligir castigos, especialmente el del fuego, a los que estaban perdidos para siempre.

Algunos doctos, como Casiodoro, creían probar la existencia de este fuego infernal con los volcanes, y alguien creyó haber visto almas condenadas a entrar directamente por el cráter del Strómboli o del Etna. Con la misma vaguedad o indiferencia se habla de cosmografía. Un monje andariego llamado Cosmas, que llegó hasta Ceilán en el siglo VI, insiste en que la Tierra es llana, rectangular, con cuatro paredes que se levantan hasta la bóveda del cielo. El Sol se esconde cada noche porque hay una montaña muy alta que lo tapa.

Con este ideario, se comprende que debió despertarse en seguida gran ansiedad entre los cristianos por asegurarse la salvación. Según el Evangelio de San Marcos, Jesús, al despedirse de los apóstoles, había dicho: “El que cree y es bautizado, será salvo”. En el Evangelio de San Juan se dice también que, a “menos de que el hombre no renazca del agua y del espíritu, no entrará en el reino de Dios”. No bastaba, pues, creer; era necesario un rito: el bautismo. Para el autor del tratadito Hermas, la Iglesia misma está edificada sobre las aguas. El bautismo, además del pecado de Adán, limpiaba de todos los demás pecados. Había, por tanto, gran interés en ser bautizado lo más pronto posible, para evitar el accidente de la muerte sin bautismo; pero algunos demoraban el rito bautismal. Así el emperador Constantino no recibió el bautismo hasta la vigilia de su muerte; en cambio, otros, con piadosa impaciencia, bautizaban a los niños recién nacidos, y ésta acabó por ser la práctica general de la Iglesia. Orígenes atribuye los comien zos de esta costumbre a la época apostólica; San Cipriano la aprueba, y San Agustín lamenta que a él no le bautizaran tan pronto.

Es muy probable que, en un principio, el bautismo se practicara por inmersión de todo el cuerpo en el agua; pero las pinturas de las catacumbas romanas nos enseñan que muchas veces la sumersión no era completa. En el famoso texto de la Didaché o Doctrina de los Apóstoles, encontramos estas recomendaciones, que debe creerse se remontan al tiempo apostólico: “Bautiza en agua corriente en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero si no tienes agua corriente, bautiza en agua estancada [una piscinal, si es posible que sea fría; si no, tibia. Pero, si no, vierte agua en la cabeza tres veces...”. Un gradual empeño en facilitar el rito.

De este modo se autorizaba el bautismo por aspersión, pero ya se notará que la Didaché no lo prescribe ni lo acepta como el mejor, sino como un recurso en caso de necesidad. Por esto el bautismo por inmersión prevaleció en Occidente hasta bien entrada la Edad Media y todavía se practica en la Iglesia oriental.

 

Lápida sepulcral paleocristiasna del siglo V con inscripciones griegas halladas en Inglaterra (Museo Británico, Londres) La expansión del Cristianismo fue tan rápida que que en el sigo III no solo hay iglesias en toda Europa sino que ya están organizadas en provincias. Cuando se celebró el Concilio de Nicea Inglaterra ya tenía cristianos evangelizados

Relieve paleocristiano de los siglos IV-V, realizado en caliza, en donde se representan símbolos muy queridos de los primeros cristianos (Museo Arqueológico, Zada). Entorno a la cruz redentora, dos corderos, símbolo de la plenitud pascual, y una paloma, que representa el Espíritu Santo. Todo ello se halla envuelto en el marco de una casa, el más primitivo lugar de culto de las comunidades cristianas.

Un macho cabrío representado en una de las paredes de la sinagoga de Dura Europo, Siria (Museo del Louvre, París). La sinagoga fue en el siglo l el escenario natural del culto cristiano. Pero la inevitable escisión entre el judaismo y el cristianismo trajo consigo la diferenciación de cultos y de lugares de culto. Los cristianos se reunieron primero en casas particulares y sólo más adelante en verdaderas iglesias.

EL BAUTISMO PRIMITIVO Y LA HISTORIOGRAFIA MODERNA

 

Al pretender estudiar el desenvolvimiento histórico del catolicismo y, más concretamente, los siglos primitivos de ese cristianismo católico, tan evocado en los tiempos modernos por su aparente unidad y pureza original, se ha de proceder, por parte de los historiadores, con no poca cautela y no menos honradez científica. Son demasiados los siglos que pesan sobre los historiadores modernos para saber, a veces, desembarazarse de la herencia medieval. Los ataques de librepensadores y racionalistas en los siglos inmediatos al nuestro obligaron a la Iglesia a defenderse y a tratar de salvaguardarse de las más diversas e incisivas interpretaciones de su pasado original y básico para su sobrenatural configuración salvadora.

Dentro de esta perspectiva pasamos a examinar algunas de las instituciones eclesiásticas propias de la Iglesia católica de todos los tiempos y lugares, tratando de sensibilizar las exigencias que una moderna investigación impone a la hora de considerar los primeros momentos del catolicismo.

El Bautismo es un sacramento para la Iglesia católica y, por tanto, una realidad religiosa, una realidad de fe. Sin embargo, ésta no poseería consistencia si no estuviese suficientemente basada en un hecho histórico querido y determinado por Jesús de Nazaret. Por tanto, el Bautismo no puede ser considerado a partir de una teología posterior y de un contexto cultural muy diferente, sino que es necesario lograr de la mejor manera una aproximación a las personas sujetos de fe en el bautismo original, para desde ahí comprender su contenido peculiar y, de esta manera, interpretar las diversas morfologías rituales en que se concretó. Del mismo modo, el Bautismo no puede ser simplemente interpretado como una natural evolución histórica de otros ritos similares en otras religiones, negándole toda originalidad y virtualidad específicas. Aunque, por otro lado, tampoco podrá ser aislado, en una excesiva voluntad de originalidad del contexto y ámbito cultural que lo vio nacer.

Ante todo, el Bautismo no aparece exclusivamente al historiador como medio de limpiarse o purificarse del pecado, en una angustiosa ansiedad por conseguir la salvación del alma, como si estuviese determinado por un contexto mágico ritualista, inservible para una reivindicación de su original trascendencia religiosa y personal. El Bautismo es, ante todo, un rito de iniciación, una exigencia previa para poder ser admitida la persona solicitante a la Iglesia. Así lo testimonia claramente la Didaché. Sin embargo, aunque no parece que sea éste el caso del testimonio referido, esta obra nos ofrece algunas de las dificultades propias de las fuentes antiguas y ello ha de ser tenido en cuenta para no ser utilizada indiscriminadamente.

Comúnmente se opina que el texto constantinopolitano de la Didaché -primero encontrado completo en 1883- es un texto revisado según una idea posterior y que fue objeto de numerosas interpolaciones de acuerdo con una intención indefinida perteneciente, seguramente, a la Edad Media. Esa idea de iniciación o de admisión a la Iglesia es la común a todos los bautismos de los demás movimientos religiosos. La Tebilah propia de la admisión de los prosélitos judíos, el bautismo predicado por Juan Bautista o las prácticas realizadas en los ritos de iniciación en la religión de los Misterios son instituciones que no pueden ser olvidadas al tratar de configurar la realidad histórica del bautismo cristiano, sin que esto quiera significar una problematización de la dependencia esencial que el bautismo cristiano pueda tener de una orden explícita de Jesús de Nazaret.

A la hora de precisar en qué momento apareció el bautismo cristiano, a veces se utiliza demasiado fácilmente la frase aparecida en labios de Jesús en el Evangelio de Mateo: "...yendo por todo el mundo anunciad el Evangelio a toda criatura, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", cuando, sin embargo, refleja más bien una fórmula que podría pertenecer más propiamente a los tiempos del concilio de Nicea, además de no aparecer en la descripción del bautismo primitivo, el cual se administraba "en el nombre de Jesús". También es claro que semejante mandato de predicar y bautizar a las naciones gentiles, junto a la reticencia por parte de la Iglesia primitiva en adoptar la misión de los gentiles, obliga a pensar que la frase representa, más bien, el comportamiento "tardío" de unas comunidades en un tiempo en que ya era normal la evangelización de los paganos.

En otras ocasiones, resulta curioso cómo se utilizan las narraciones de los Hechos de los Apóstoles al hablar del día de Pentecostés, cuando Pedro aparece bautizando como si fuese algo de lo más normal y conocido. Sin embargo, para los judíos semejante práctica tenía que resultar insólita, ya que su multiplicidad de abluciones nada tenían que ver con un rito de carácter esencialmente agregatorio, por lo que los exegetas deducen que en esa narración se trataría del bautismo de gentiles. no de judíos. Incluso poco añade el que Jesucristo aparezca siendo bautizado por el Bautista en una narración plena de contenido teológico, pues también Jesucristo prometió un bautismo en el Espíritu Santo como sustituto del bautismo de agua. Y, de hecho, "no" nos consta que los apóstoles fuesen bautizados "en agua". Además, también se aduce como razón profundamente indicadora el que los discípulos de Jerusalén siguieron adictos a las prácticas judías, sin haber testimonios de conflictos con los fariseos sobre el particular. Cuando, sin embargo, los habría habido si por las buenas los apóstoles se hubieran puesto a bautizar a grupos numerosos de judíos.

A la vista de estos ejemplos no ha de re­sultar extraño, pues, que se generalice y se concluya que los testimonios más primitivos acerca del Bautismo reflejan una práctica corriente en la Iglesia primitiva, pero perteneciente -al menos en el sentido precisable por el historiador- a unos tiempos ya bastante tardíos.

De aquí que, aun siendo innegable para muchos (pues hay otros que, como J. Schneider, hablan de una discontinuidad histórica entre el Jesús histórico y el bautismo de Cristo) una dependencia vinculadora del bautismo a Jesús, se hace más necesario ir determinando su aparición lenta e históricamente y sin estar inmune a otras formas religiosas encuadradas dentro de una misma área cultural.

Y aun en el caso de que San Juan dice, por boca de Jesús, que "el que no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de los cielos", tal claridad testimonial habrá de ser valorada a la luz de una cuestión (que ocupa a muchos de los investigadores modernos) previa y fundamental a todo el cuarto evangelio sobre la posibilidad de que su sacramentalidad sea también una interpolación posterior y tardía.

El caso es que, con una mayor o menor dependencia y frecuencia de realización, ascendentes hasta la misma persona y orden verbal de Jesús, al triunfar el cristianismo. el Bautismo se impuso como realidad claramente distinta de las demás formas bautismales de los judíos o de las religiones helénicas.

El rito de iniciación agregatoria y de admisión quedó establecido y, poco a poco, fue introduciéndose teológicamente. Incluso, respecto del judaismo, representó la manera más clara del sentido universalista de la religión cristiana, sensiblemente diferente del racismo y particularismo ju­daicos.

Otro aspecto interesante que ofrecen los estudios históricos, dejando a un lado la teología abundante que fue enriqueciendo el bautismo cristiano, es que no puede menos de detectarse cierto parecido, fundamental o superficial, dependiente o independiente (son asuntos sobre los que todavía se opina muy diversamente), con las ceremonias bautismales tenidas en los Misterios helenísticos, lo que no ofrece dificultades ni aun a la más rigurosa ortodoxia católica, además de que posiblemente le enriquece en sentido histórico. De hecho, en algo se ha de percibir el comportamiento de una minoría cristiana con una mayoría coexistente y gustosa de cultos orientales y mistéricos.

Y no es extraño que muchos de los cristianos primitivos procediesen de círculos iniciados en los misterios paganos. En verdad, las coincidencias terminológicas, las distinciones de iniciados y no-iniciados, bautizados y no-bautizados, la multiplicidad de veces que los Santos Padres hablan del Bautismo con la palabra Fotismos, o con la de Sfragis, o la coincidencia en la entrega al bautizado-iniciado del Simbolon o palabra clave al final del periodo de iniciación o catecumenado, etc., son detalles que no deben olvidarse, dada su relación con los cultos mistéricos, al encuadrar históricamente el Bautismo.

En cuanto a las circunstancias concretas de realización, es claro que el Bautismo por lo general era personal. Pero no faltan los testimonios en los que los investigadores encuentran indicios de bautismos complexivos a toda la familia, a casas enteras, lo cual incluiría también a los niños. Pero, a este respecto, los testimonios de bautismos familiares no permiten deducir una afirmación del hecho "común" de bautismo de niños. En todo caso, el ambiente cultural, tanto del judaismo como del helenismo, no invitaba a tener una atención especial a los niños, pues, entre ellos, al niño que no tenía uso de razón se le prestaba poca atención.

Por otro lado, en la antigüedad la familia toda, o "casa", dependía de las decisiones del cabeza de familia, lo cual invita a opinar sobre la existencia del bautismo de niños en los tiempos primitivos. Sin embargo, no existen razones positivas en uno u otro sentido. Hacia el siglo III es cuando comenzaron los testimonios claros del bautismo de niños. No sin constatar también importantes protestas como la de Tertuliano. En todo caso, los testimonios tardíos permiten afirmar que el bautismo de niños "puede" ser demostrado ya en los tiempos primitivos. Sin embargo, la Historia poco puede aportar sobre si los niños "han de ser" bautizados, lo que evidentemente es ya una cuestión teológico-pastoral.

El modo de realizar el bautismo era generalmente por inmersión total. Hombres y mujeres mezclados, tras haberse quitado los vestidos, simbolizando con ello el abandono de todo lo que comportaba el hombre viejo, realizaban el "baño" bautismal por inmersión total. A este respecto es conocida la anécdota narrada en el Diálogo de la vida de San Juan Crisóstomo, de Paladio: "Era un sábado santo por la tarde, al declinar el día. La ceremonia del bautismo iba a comenzar y los catecúmenos desvestidos esperaban el momento de descender al agua. De repente, un pelotón de soldados invade la iglesia para arrojar al clero y a los fieles. La sangre corre. Las mujeres huyen enteramente desnudas, sin que se les permita recoger sus vestidos, que se habían quitado para la ceremonia del bautismo".

Así, la inmersión fue el modo de bautizar más corriente, hasta perdurar durante toda la Edad Media. Sin embargo, aunque sea a modo de excepción, también se bautizaba por aspersión o efusión. Esta manera de realizar el rito es tardía y no fue muy bien aceptada por la Iglesia. Incluso los testimonios que la Didaché trae a su favor son de los que pueden ser considerados como interpolaciones posteriores al año 1000, en un contexto teológico muy diferente en el que ya se especulaba sobre la "materia" del Bautismo. Pero, ya mucho más tarde, el bautismo por aspersión fue superando su mala aceptación por la Iglesia primitiva, para terminar prevaleciendo e imponiéndose.

Otra cuestión en la que el historiador no puede ser definitivo es sobre la fórmula que se utilizaba para realizar el Bautismo. Es decir, si se bautizaba con la fórmula trinitaria o sólo nombrando al Padre, etc. En todo caso, la claridad con que aparece la forma trinitaria en la Didaché se desva­nece al ser considerada como interpolación por la revisión medieval del texto original.

J. M.a P.

 

Ampolla de barro cocido para contener aceite de unciones o crisma, procedente del Egipto cristiano (Museo de Arte e Historia, Ginebra). La unción crismal e imposición de manos eran ceremonias que acompañaban al bautismo y que conferían al bautizando los dones del Espíritu Santo.

 

Frasco paleocristiano de plata en que se halla representada la escena evangélica de la curación de un ciego (Mu­seo Británico, Londres).

Tertuliano nos describe el rito del bautismo tal como se administraba en Africa en su tiempo. Los postulantes empezaban con la declaración formal de renunciar al diablo y a sus obras. Se introducían tres veces en la piscina y al salir de ella probaban una mezcla de leche y miel, simbolizando así su condición de recién nacidos en Cristo. Después se les ungía con aceite, y el que bautizaba les imponía las manos para asegurar a los bautizados la recepción del Espíritu Santo. Así los confirmaba, a la vez que los bautizaba.

Para mantenerse en el estado de limpieza procurado por el bautismo y crecer en la vida divina, los cristianos tenían la Eucaristía. La celebración en común de la Eucaristía fue, desde el principio, el centro de la vida cristiana; sin embargo, transcurrieron algunos siglos hasta que se llegó a la forma definitiva de la Misa según el ritual romano. Ya hemos visto en un capítulo anterior cuán simple aparece el rito eucarístico en las epístolas de San Pablo. Pocos años después la Didaché es ya más explícita: “Cada domingo os reuniréis para partir el pan y dar gracias [que en griego es eucaristía, habiendo antes confesado vuestros pecados, para que el sacrificio sea puro...”.

Esto en cuanto al primer siglo. Ya del siglo II tenemos un precioso texto, tocante a la Eucaristía, en la Apología escrita por San Justino para defender a los cristianos en tiempo de Antonino Pío. De ella se desprende que en Roma y en su época, hacia el año 150, la misa o el culto eucarístico era así: 1, lectura de textos bíblicos; 2, sermón por el obispo; 3, oración de todos los fieles; 4, ósculo de paz; 5, presentación del pan y el agua y el vino por los diáconos al obispo; 6, oración de gracias; 7, recuerdo de la Pasión del Señor; 8, consagración; 9, intercesión por el pueblo; 10, amén de los fieles; 11, comunión en las dos especies; 12, colecta para los pobres.

No sabemos si este orden era uniforme en toda la cristiandad. Se ha tratado de probarlo con el hecho de que cuando San Policarpo de Esmirna fue a Roma, el año 150, para llegar a un acuerdo con San Aniceto respecto a la celebración de la Pascua, el obispo de Roma invitó al de Esmirna a oficiar en su lugar, lo que éste no hubiera podido hacer si la liturgia oriental hubiese sido muy diferente de la romana. Pero de lo que no hay ninguna duda es de que las liturgias eucarísticas se fueron uniformando y que en el siglo IV ya no aparecen más que dos en el Este, la de Antioquía y la de Alejandría, y dos en el Oeste: la romana y la galicana. De esta última es una rama la liturgia es­pañola mozárabe.

Como se ve, la liturgia primitiva era un rito solemne y largo que debía impresionar por lo menos tanto como la misa actual. Además, los cristianos de estos primeros siglos se reunían en ágapes nocturnos y para visitar los cementerios en que había mártires enterrados, practicando una especie de co­munión, llamada leticia, con vino, en honor del santo. Esto se prestaba a que se produjeran desórdenes y se prohibió; en cambio, se dio más importancia a las obras de caridad y, sobre todo, a la vida monástica.

Ya comprenderá el lector que no obstante todas las prácticas piadosas, no obstante la fe en los méritos de la sangre de Cristo, y no obstante el agua del bautismo, muchos fieles recaían en el error y en el pecado. Para los que se arrepentían debían de parecer un rayo de esperanza las palabras del Evangelio de San Juan, que dicen : “Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo y nos los perdonará”. Pero, en cambio, los mismos Evangelios hablan de pecados que no pueden ser perdonados. En la epístola de San Pablo a los hebreos se llega a decir que “los cristianos a veces con sus pecados crucifican otra vez al Hijo de Dios”. Para Tertuliano, los pecados mortales eran siete: idolatría, blasfemia, muerte, adulterio, fornicación, falsos testimonios y fraude. He aquí otro gran problema que tuvo que resolver la Iglesia a principios del siglo III: ¿cómo y cuántas veces tenían que perdonarse los pecados mortales? Tertuliano nos da la impresión de que, en su tiempo, sólo se creía posible una absolución después del bautismo; la llama “la segunda protección contra el infierno, pero la última”. En cambio, el papa Calixto, hacia el año 220, declaró resueltamente que debían absolverse los pecados de la carne cuantas veces fuera necesario, mientras se manifestase el pecador arrepentido y decidido a no pecar más. El arrepentimiento tenía que demostrarse públicamente y las decisiones de los concilios nos enteran de las penitencias impuestas en casos graves. Las actas del concilio de Elvira (Granada), del año 306, todavía prescribían la separación del pecador, por cierto tiempo, de la comunión con los fieles; en ocasiones se les excomulgaba hasta la hora de la muerte, en la que recibían el viático sólo para abrirles las puertas del Cielo.

 

Molde capto de pan eucarístico hecho de barro cocido (Museo de Arte e Historia, Ginebra). La celebración de la eucaristía era el centro de la vida mística cristiana y consistía en el ágape fraterno. Solía celebrarse el primer día de la semana, el domingo, en recuerdo de la resurrección.

Vaso eucarístico procedente de Edesa, Siria (Museo del Louvre, París).

 

San Ignacio de Antioquía, ya al comenzar el segundo siglo, aconseja también que, para que el matrimonio sea de acuerdo con el Señor y no por concupiscencia, conviene que los contrayentes se casen con beneplácito del obispo. Todo esto trajo una complicación de ministerios que reforzó la jerarquía eclesiástica. Poco a poco se va acentuando la diferencia entre los laicos y el clero. La palabra griega kléroi equivale a la latina órdenes, así que clérigo quiere decir ordenado. La ordenación desde los tiempos apostólicos consistía primordialmente en la imposición de manos para conferir el carácter sacerdotal. Como no podía ser menos, había otras prác­ticas preparatorias y complementarias: la tonsura, la unción con óleos, el revestimiento con las insignias, el ósculo fraternal, etc. Para San Agustín, la ordenación es un sacramento y sólo pueden hacerla los obispos. La orde­nación de un obispo reviste más solemnidad todavía y requiere, por lo menos, la presencia de tres colegas; la selección del obispo se hacía por los presbíteros, con la aprobación del episcopado vecino, y en su elección participaba la congregación de los fieles.

Por lo dicho se comprende que la fijación de estos ritos no se hizo sin dudas y controversias. La joven cristiandad estaba deseosa de hallar la regla de conducta más de acuer­do con las enseñanzas de Jesús. Cuando un punto estaba resuelto por una sentencia evangélica, ésta era definitiva. La autoridad del Nuevo Testamento se manifiesta ya en el año 110, al citar San Policarpo un texto de las epístolas de San Pablo. En el año 130, el llamado Barbasas cita un pasaje del Evangelio diciendo que es de “la Escritura”. Era, pues, indispensable establecer canónicamen­te cuáles eran los libros sagrados, máxime cuando a principios del siglo III aún no se advierte unanimidad sobre este punto. Un precioso fragmento de esta época, descubier­to por Muratori, contiene una lista de los libros que constituyen ahora el Nuevo Testamento, más un Apocalipsis de San Pedro, y, en cambio, faltan la epístola de San Pablo a los hebreos y la epístola de San Jaime.

Por fin, siendo toda la Biblia inspirada por Dios, se hacía preciso fijar cuáles eran los libros de los judíos que podían aceptarse como canónicos. San Agustín llega a decir que “no hay nada más sabio, más casto, más religioso que las Escrituras que la Iglesia ha conservado con el nombre de Antiguo Testamento”. En realidad, San Clemente el Romano cita el Antiguo Testamento como autoridad ya en el primer siglo.

El canon de los textos sagrados se hizo sin dificultad, pero no hasta el punto de que se considerase la Biblia la única fuente de revelación, como han hecho modernamente algunas sectas protestantes. La bibliolatría, o sea la adoración del libro santo, frecuentísima en otras religiones, que acaban por hacer de la letra del texto algo sobrenatural, como otro Dios, no se encuentra en los primeros cristianos. Ya San Pablo amonestó contra este peligro: “No es la letra, es el espíritu el que da vida; la letra mata”.

Y el espíritu está en la Iglesia. La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, representado por los obispos y presbíteros. San Ignacio de Antioquía insiste en la misma idea de San Pablo: “Yo vivo, pero no soy yo quien vive, es el Cristo que vive en mí...”. Y que él no es una excepción lo afirma así: “Hay que mirar al obispo como si fuera el mismo Jesús... Obedecedle como Jesús ha obedecido a su Padre. El que honra al obispo es honrado por Dios; aquel que hace algo sin el consentimiento del obispo, sacrifica al diablo”. Estas palabras revelan ya el establecimiento firme de una jerarquía eclesiástica, que está segura de seguir e interpretar las inspiraciones del Espíritu. Es más, la Iglesia, siendo el cuerpo de Cristo, sigue dándonos un criterio de fe y enseñándonos una norma de conducta con casi tanta autoridad como el Evangelio.

De esto no cabe duda; la cuestión estriba sólo en saber qué debemos entender por Iglesia. Desde el primer siglo empezamos a encontrar la palabra católica para designar la Iglesia universal. La emplea el ya tantas veces mencionado San Ignacio de Antioquía, y reaparece en la carta dando cuenta del martirio de San Policarpo, datada el año 156; la palabra católica, para designar la Iglesia, era, pues, de uso común en las primeras generaciones cristianas. Los obispos, decidiendo, reunidos en sínodo o concilio provincial, tenían que ser reconocidos como autoridad por los presbíteros y los fieles; y el conjunto de todos los obispos de la cristian­dad reunidos en concilio ecuménico, o universal, era la autoridad suprema. Un concilio ecuménico puede decidir lo contrario de lo que ha decidido un concilio provincial, y hasta revocar, en materia disciplinaria, las decisiones de un concilio ecuménico anterior. San Agustín llega a decir que él no creería en el Evangelio si no estuviera avalado porla Iglesia: Ego vero Evangelio non crederem, nisi me catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas. Claro está que, al decir esto, San Agustín piensa que es absolutamente imposible que exista el menor desacuerdo entre la Católica y el Evangelio.

Esta sistematización de la revelación por medio de los concilios, y no individual a cada uno de los fieles, ha originado varias escisiones del cuerpo de la Iglesia. La primera es la herejía llamada montañismo, del nombre de su fundador, Montano, que antes de convertirse al cristianismo había sido sacerdote del antiguo culto orgiástico de Cibeles. Hacia el 150, en el Asia Menor, Montano insis­tió en que él y otros cristianos recibían reve­laciones individuales, por lo que eran ins­trumentos de la Divina Sabiduría y por su boca hablaba el Espíritu Santo. Para recibir la inspiración de nuevas profecías se preparaban con riguroso ascetismo, guardando celibato y ayunando. Montano iba predicando el fin del mundo, acompañado de dos profetisas, Prisca y Maximina, que le sobrevivieron. El montanismo fue condenado en varios sínodos del año 160, pero continuó rebrotando en África, y hasta en Roma mucho más tarde. En realidad, aparece como una herejía siempre latente en la historia de la Iglesia; los temperamentos agitados, pro­pensos al éxtasis y al orgullo que engendra un misticismo a medias, pretenderán que se les reconozca el derecho de decidir por su cuenta en materias sobre las cuales la Iglesia ha dicho ya la última palabra.

Aunque la organización eclesiástica empezó en los tiempos apostólicos, puede decirse que no llegó a teorizarse en forma de doctrina hasta San Agustín. Es interesante que el campeón del romanismo fuese un doctor africano. San Agustín nació el año 354 en Tagaste, un villorrio llamado hoy Sukahras, en Argelia. El padre de Agustín era un colonial irascible, algunas veces generoso, siempre sensual. Tuvo poca influencia sobre su hijo; en cambio, la madre, Santa Mónica, que le hizo criar por una nodriza, cuidó después de su desarrollo espiritual. Después de estudiar las primeras letras en Tagaste y en la que hoy llamaríamos escuela secundaria de Madaura, treinta kilómetros más al Sur, por fin, a los dieciséis años, Agustín fue enviado a Cartago para completar su educación. Cartago era entonces la tercera ciudad del Imperio; había sido espléndida­mente reconstruida por Augusto. Reinaba entonces en Cartago un verdadero furor por los juegos de circo y por el teatro, donde se representaban las más obscenas pantomimas. Salviano, un presbítero de Marsella que visitó Cartago por aquella época, la califica de “cloaca del Imperio”. Allí, sin la salva­guardia de su madre, que había quedado en Tagaste, Agustín a los dieciocho años tenía ya una concubina y un hijo natural.

Sin embargo, precisamente en aquel período de su estancia en Cartago fue cuando leyó Agustín el libro (hoy perdido) de Ci­cerón titulado Hortensio. Este libro produjo en Agustín una primera mudanza, una conversión filosófica. Agustín aprendió en el Hortensio que debía buscar la verdad y vivir conforme a la moral si quería ser feliz. En cuanto a lo primero, esto es, al estudio, Agustín no regateó esfuerzos. De una manera poco científica, apasionada, Agustín trató de informarse de cuanto se había pensado antes de su tiempo; el año 373 hízose maniqueo, abandonó luego el maniqueísmo, pero cayó en un nuevo platonismo. Respecto a la moral, el mismo Agustín nos dice que rogaba a Dios que le hiciera casto, ¡pero todavía no! “Porque tenía miedo, Señor, de que me escucharas y me curases del mal de la concu­piscencia...”

Nueve años pasó Agustín, como estudiante, entre Tagaste y Cartago, hasta que el año 383 marchó a Roma. Allí consiguió, por influencia del ya citado Símaco (el mismo que habló en pro del altar de la Victoria), un empleo de maestro en Milán. Por algún tiempo vivió Agustín en Milán con su madre, su concubina y su hijo, pero pronto pensó en casarse mejor y mandó al África a la madre del pequeño, reteniendo sólo al niño. A pesar de su reputación y sus amistades, Agustín no se encontraba bien en Milán. Por ello sin duda, y en su afán constante de perfección, comenzó a sentirse impresionado por los sermones de San Ambrosio y los relatos de la vida monástica, que empezaba a extenderse entre los cristianos de Oriente. Es impresionante la historia de esta alma. Nadie como él, en las Confesiones, ha alcanzado tan vivida expresión de los sentimientos en la lucha decisiva por la conversión. He aquí una de las confesiones explicando los sentimientos de su autor por aquella época: “Sufría y me tor­turaba, dando vueltas en las cadenas que no me retenían ya más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían, y yo me decía: -¡Ea, no más retardos!- Me resolvía a comenzar y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo de mi vida pasada. Y cuanto más próximo estaba el inaprensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las fruslerías de las fruslerías, las vanidades de las vanidades, mis antiguas amistades me agarraban por la ropa de mi carne y me decían al oído: -¿Nos despides? ¡Cómo! ¿Desde ahora, para siempre, nunca podremos hacerte compañía?— Ya no me asaltaban de frente, como en otro tiempo, quejosas y atrevidas, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la vio­lencia de la costumbre me decía: —¿Podrás vivir sin ellas?

"Mas del lado por donde yo temía pasar, se dejaba oír otra voz. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas. Y me mostraba, desfilando ante mis ojos, niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virginidad, vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía de­cirme: —¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas? Vacilas porque te apoyas en ti mismo. Lánzate animosamente a tu Dios y no se apartará para dejarte caer.

"Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Llegaba al fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclamaba: -Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo?... ¿Mañana?... ¿Mañana?... ¿Por qué no ahora?

"Decía y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y repentinamente oigo salir de una casa vecina como una voz de niño, o doncella, que cantaba y repetía estas palabras: -¡Toma y lee! ¡Toma y lee!- Hice memoria para recordar si serían las palabras de un estribillo usado en algún juego infantil; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me encontraba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Lo tomé, le abrí, y mis ojos vinieron a encontrarse con las siguientes palabras: ‘No viváis en orgías, en libertinaje… sino revestíos de Jesucristo’. No tuve necesidad de leer más. Leídas apenas aquellas líneas, se difundió por mi corazón como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre... Fui al punto a encontrar a mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba, y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos”.

San Ambrosio (arriba) y San Agustín (abajo), según relieves de la puerta de bronce de la sacristía de la catedral de Florencia, Estos dos personajes de su tiempo, de gran importancia en la vida de la Iglesia, son al mismo tiempo prueba de que el cristianismo no rechazaba la cultura y civilización clásicas, sino que era capaz de asimilarlas.

 

Era el verano de 386, y Agustín, sin más tardanza, renunció a sus cargos y se retiró a la granja de un amigo suyo en Cassiano, el moderno Casiago, cerca del lago Maggiore. En Milán había llegado a ser Agustín la personalidad más eminente de un grupo de estudiosos de la filosofía. Agustín mismo nos ha transcrito las conversaciones sostenidas entre él y sus amigos en Casiago. Sorprende en gran manera que este nuevo converso se pasase tres días enteros comentando el Hortensio. Otros tres días se emplearon en discutir el De Vita Beata... Asuntos serios, dignos de un verdadero cristiano, pero no exclusivamente temas cristianos.

Por fin, después de haber sido bautizado por San Ambrosio, Agustín embarcó para el África, de la que ya no tenía que salir. Primero marchó a su pueblo natal, Tagaste, donde trató de establecer un centro de vida monástica con aquellos mismos amigos de Milán que le siguieron y otros conversos africanos. Allí pasó otros tres años (de 388 a 391) escribiendo tratados sobre la verdadera religión, sobre la música y contra las herejías. Ordenado sacerdote en 389, empieza a ser Agustín no sólo un escritor filósofo, sino el doctor apologético y el gran batallador que será toda la vida...

Hacia 396, el obispo de Hipona, cerca de la actual Bona, Valerio, resolvió asociarse un coadjutor. La voz unánime del clero y de los fieles señaló a Agustín. Desde que fue ordenado sacerdote, se le había visto suplir a su venerable obispo en el ministerio de la predicación, combatir a los herejes, asistir a los concilios con autoridad, debatir sobre las cuestiones más arduas y actuales, y sobre todo, era bien conocida su vida ejemplarmente ascética. Un año más tarde, por muerte de Valerio, fue Agustín elegido obispo de Hipona. Agustín convirtió luego en un monasterio la casa episcopal y en ella permaneció siempre, excepto sus breves estancias en Cartago; no tuvo tiempo de viajar, como hicieron la mayoría de los eclesiásticos de la época, que iban a Palestina, a Egipto, a Roma, con cualquier pretexto; sus polémicas dogmáticas le absorbieron por completo. La Iglesia tampoco exigió más de él ni llegó a ser obispo metropolitano. Una pequeña diócesis rural era lo único que estaba confiado a su directa vigilancia.

Pero Agustín hizo de su silla de Hipona una cátedra a la que todo el mundo cristiano acudió para escuchar sus enseñanzas. Enterado de todo sin tardanza, Agustín advirtió, contradijo, amonestó, con un celo que asombraba a sus mismos enemigos. Participó en no pocas batallas que se daban a miles de leguas de donde él estaba. Su pluma, siempre pronta, no corría bastante; por eso dictaba al amanuense, que transcribía ligero con anotaciones taquigráficas. Su elocuencia es fulminante; escribiendo y hablando, su palabra nunca deja de ser clara, vivida y luminosa, irradiante de verdad y comunicativa de simpatía, la simpatía de emoción humana con que Agustín hace palpitantes los más difíciles temas teológicos.

Las gentes de este período mostraban una irascibilidad que revela el esfuerzo que hacían para enderezar un mundo ya torcido. San Agustín, en su rincón africano, halló aún la contienda de los donatistas, que querían hacer una Iglesia rival de la romana; conoció la herejía del maniqueísmo y presenció desórdenes y supersticiones de todas clases. Contra todos combatió con sus sermones, cartas y tratados. Su labor literaria revela que aquella poderosa actividad mental piensa, medita, se esfuerza por encontrar soluciones para todos los problemas de mística, teología, política y moral. Parece imposible que, con una salud precaria, pudiera abarcar tanto. Es un caso de fortaleza de espíritu sobre un cuerpo frágil.

Una miniatura de las Homilíasde San Juan Crisóstomo, de principios del siglo IX (Biblioteca Nacional, Viena). Este padre de la Iglesia, que vivió a finales del siglo IV, sucedió a Nestorio como patriarca de Constantinopla y empleó raudales de elocuencia en condenar los vicios de la corte de la emperatriz Eudoxia.

El presbítero Hipólito sentado en su cátedra (Museo Cristiano Lateranense, Roma). Distinguióse este presbítero por la discusión que sostuvo con el papa Calixto I, acusándole de laxitud por decir que se podían perdonar todos los pecados, por graves que fueran. Más tarde se reconcilió con la Iglesia y dejó numerosos escritos.

 

Desde el punto de vista literario, la Humanidad debe a San Agustín dos preciosos libros: Las Confesiones y La Ciudad de Dios, que han pasado a ser clásicos. Los escritores admirarán siempre sus dotes polémicas, sobre todo sus cartas y sermones de controversia. La Iglesia católica encontró en San Agustín su más inspirado defensor; él aclaró las ideas, estableciendo prelación y orden en los esfuerzos anteriores de toda la cristiandad.

Hacia el final de su vida, la contienda de San Agustín contra Pelagio y el pelagianismo acabó por imponer el reconocimiento de la supremacía de la Sede Apostólica. El pelagianismo subsiste todavía en ciertas sectas cristianas, por lo que será necesario explicar su significado. Pelagio era un monje inglés, agigantado de estatura, pero de limitada capacidad para los problemas teológicos. Llegó a Roma el año 409 y fue grande su sorpresa cuando oyó allí, de labios de un obispo, una frase de San Agustín que le hizo reaccionar vivamente: “Dad, Señor, lo que mandáis, y mandad lo que queráis”. Con esto le pareció a Pelagio que se quitaba al hombre toda participación en la obra de su salvación. Por esto resolvió pasar al África para verse con Agustín. Pronto Pelagio fue acusado en Cartago de seis proposiciones erróneas, a las cuales se juntaron tres señaladas como sostenidas en Sicilia por algunos líeles. Se le imputaba de haber afirmado: 1, que Adán fue creado mortal y, tanto si hubiese pecado como no, había de morir; 2, que su pecado le dañó a él solo, y no al género humano; 3, que los recién nacidos vienen al mundo como Adán, sin pecado; 4, que no es verdad que la muerte viniera al linaje humano por el pecado de Adán ni que por la resurrección de Cristo todo el linaje de los hombres resucite; 5, que los recién nacidos que mueren sin bau­tismo van al cielo; 6, que antes del Cristo había gentes que morían sin pecado; 7, que la Ley de Moisés sirvió para alcanzar el reino de los cielos lo mismo que el Evangelio; 8, que el hombre, si quiere, puede vivir sin pecado; 9, que si los ricos bautizados no renuncian a todo, no se les imputa el bien que hagan ni pueden alcanzar el reino de Dios.

Puede comprenderse qué inquietud despertarían en San Agustín estas afirmaciones. De momento no fue difícil lograr, en un concilio de obispos africanos, la condenación de Pelagio. Pero éste había puesto tierra de por medio y estaba ya en Palestina, donde fue recibido cordialmente. Hasta allí hubo de combatirle San Agustín con escritos y emisarios; uno de ellos fue el monje español llamado Pablo Orosio. Reunióse un sínodo en Jerusalén, pero, a pesar de los esfuerzos de Orosio y de San Jerónimo, que estaba allí y coincidía en el parecer de San Agustín, de aquella asamblea no pudo obtenerse la condenación de Pelagio por razón del apoyo que le daba el obispo de Jerusalén.

He aquí un caso que hacía evidente la necesidad de un fallo irrevocable, dictado por una autoridad suprema, que no podía ser otra que la Sede Apostólica. Un hereje o un perturbador como Pelagio, sostenido por algunos obispos, persistía en su error y en el proselitismo, a pesar de la condenación de dos concilios provinciales, que hu­bieron de sucederse en pocos años. Ante este conflicto, los obispos africanos, y a su cabe­za San Agustín, apelaron a Roma. El sucesor de los Apóstoles, después de maduro examen, dictaminó contra Pelagio y de acuerdo con San Agustín. Es tradición que al saberlo, éste pronunció las famosas palabras: Roma loada, causa finita (Roma ha hablado, la causa ha terminado).

La disputa acerca del pelagianismo no sólo consolidó la autoridad del pontífice romano, sino que obligó a pensar más y más sobre la naturaleza del alma y el misterio de la salvación. Por de pronto, ¿qué es el alma, cómo se crea y cómo está unida al cuerpo? Para unos se engendraba ya contaminada en el instante de la generación. Otros insistían en que Dios, al crear las almas para cada hombre, las crea puras y se contaminan al nacer. Y por fin, otros, como Orígenes, creían en la preexistencia: las almas estaban creadas desde el principio de los tiempos, esperando la hora de encarnarse. La verdad es que el asunto era difícil y no aparecía la solución. San Agustín lo reconoció y aun hizo notar que la Escritura no presta gran ayuda para resolver este problema, “lo cual quiere decir que no es necesario resolverlo, pues, si lo fuese, la Escritura ya hubiera hablado más claro”. Pero aunque a veces vacilara, San Agustín alcanzó a establecer la cuestión dogmática sobre el importante problema filosófico del origen del alma: cualquiera que fuese la opinión acerca de este punto, tenía que admitirse el hecho preliminar del pecado original y su propagación a todo el linaje humano, que pecó en Adán, su cabeza.

Pero, en fin, una vez establecido que las almas de los hombres están contaminadas por el pecado de Adán, ¿cómo se explica que unas almas se purifiquen, logrando la salvación, y otras perseveren en el pecado? Aquí disentían también San Agustín y Pelagio. Para Agustín, la gracia de Dios es lo único que puede salvarnos; por aquella gracia reconocemos el error, sentimos los efectos del pecado y evitamos las penas eternas con el bautismo y los demás sacramentos. Según Pelagio, la salvación del hombre no dependía de la gracia de Dios, pues tiene la facultad de escoger el bien y el mal. Decía Pelagio que Dios creó al hombre dotándole de razón y libertad para decidir entre perderse o salvarse. Sin esta facultad de escoger, la salvación no tendría mérito, nos sería más bien impuesta que aceptada; así como basta al hombre su voluntad para estar sin pecado, así de él solo depende su salvación.

A lo que Agustín respondía que los hombres, antes de nacer, ya están predestinados para ir al Cielo o al Infierno; y su experiencia personal le demostraba cuán poco eficaces eran los esfuerzos para salvarse. ¡De cuán poca utilidad le habían sido a él los consejos de su madre, las lecturas, los sermones! Dios hizo, en un instante, lo que tantos y tan santos no habían conseguido en veinte años de lucha espiritual. Era inconcebible para San Agustín que Dios creara al hombre a ciegas, sin saber si cada alma tenía que ser, después de la muerte, un ser bienaventurado o un condenado, lo cual era aceptar a me­dias la idea de la predestinación.

Para San Agustín, el concurso de Dios envuelve y penetra al hombre en su acción, en su vida y en su ser, lo mismo en el orden natural que en el orden sobrenatural: la gracia es necesaria para la fe, necesaria para la práctica, necesaria para la perseverancia. La voluntad del hombre, sin embargo, no queda anulada en modo alguno, ni siquiera aminorada, por esta acción de la gracia. La conciencia de la libre elección, la conciencia del mérito y del demérito, según Agustín, son hechos psicológicos indudables. Para San Agustín la vida espiritual es la cooperación libre de la voluntad humana con la gra­cia divina. Esta cooperación, empero, no escapa al misterio. San Agustín, que tan genialmente ha utilizado la potencia intelectual, no ha sido superado en su humildad para re­conocer que las explicaciones no agotan la verdad y que el misterio divino no puede ser abarcado por completo en las fórmulas humanas.

Deben bastarnos estas insinuaciones para vislumbrar la hondura de tan trascendentales problemas y el valor enorme que para aclararlos tuvo la posición de San Agustín frente a la herejía pelagiana. En el ardor de la polémica y en las dificultades que encontró para dilucidar un tema rodeado de tanta oscuridad, pudo ciertamente San Agustín tener sus puntos flacos, y nadie ha de maravillarse de que en algún aspecto parcial haya vacilado o exagerado la expresión y aun la doctrina. Pero mientras en el protestantismo no faltan sectas que insisten en una predestinación lesiva a la vez de la dignidad de Dios y de la libertad humana, y todavía resuena en algunas capillas protestantes el eco de las palabras de Lutero: “Dios, en su divina gracia, consiente que algunas almas se pierdan, porque esto redunda en su mayor gloria”, la Iglesia católica ha recogido el fondo armonioso de la teología agustiniana sobre el pecado original, la gracia, la libertad y la predestinación, y lo ha pasado a sus fórmulas dogmáticas.

A San Agustín puede llamársele el verdadero fundador de la antropología cristiana, entendiendo por antropología la ciencia del hombre, y no sólo como cuerpo orgánico, sino como compuesto de un elemento espiritual y el animal. Así definida, la antro­pología sería anatomía junto con filosofía y psicología. Sin embargo, San Agustín dio más importancia a la última parte.

Cuéntase que en cierta ocasión hubieron de preguntarle: “¿Qué es lo que te interesa más? -¡Dios! -¿Y después?—¡El alma! —¿Y después de Dios y el alma? —¡Nada más!”. Dios y el alma son los temas centrales de la filosofía de San Agustín que le habían inquietado desde su juventud. Vamos al primero. Para aclarar y explicar la naturaleza de Dios, estudió a los pensadores clásicos y no había encontrado más que dudas y diversidad de pareceres; habiéndose entregado a las cosas, no le ofrecían ningún apoyo. Le quedaba un camino: la reflexión sobre sí mismo. Se decía: “En el interior del hombre habita la verdad. Por esta vía, sobre la misma duda se puede edificar el pensamien­to verdadero, porque el que duda sabe algo con certeza. Conoces tu existencia y el hecho de tu conciencia. Ahora bien, la experiencia íntima nos presenta dos tipos de conocimiento: el de las cosas sensibles, contingentes y mudables, origen de opiniones, y el de los principios no sensibles, fuente de certeza y ciencia”.

Para él, el verdadero Ser está constituido por este mundo suprasensible que llega a nosotros, no por medio de los sentidos, sino de un modo directo, por una luz incorpórea que nos permite intuir las ideas. Pero así como Platón cree en una existencia independiente de las ideas, para San Agustín las ideas son los pensamientos eternos de la razón divina, los ejemplares originales que informan lo creado. El conocimiento es, pues, un camino para llegar a Dios. No podría existir la verdad en nosotros si la Verdad no existiera. Reconociendo en nosotros, por lo menos, alguna verdad, tendremos que aceptar la existencia de la Verdad, que es Dios. El darnos cuenta de su existencia no quiere decir que le conozcamos; Dios rebasa nuestro lenguaje y nuestro pensamiento. Por esto la ciencia de Dios es una ciencia del no saber. Sólo podemos decir de El que es. Es el ser mismo, sin mezcla del no ser, superior e inmutable. El segundo problema, el del alma, puede resolverse por el mismo método de reflexión interior. Cuando el ser humano se observa a sí mismo, halla que es sustancia espiritual. Ob­serva que su ser real no tiene ninguna semejanza con el cuerpo (ni masa, ni color, ni movimiento espacial). Es incorpóreo y simple. Tanto por estos caracteres como por su íntima relación con las verdades eternas, ha de ser imperecedero. Aunque en el hombre aparenten estar reunidos alma y cuerpo, el cuerpo no influye para nada sobre el alma, sino que es dirigido por ella.

Por lo que toca al conocimiento de lo sensible, dice San Agustín que es necesario poseer la verdad; pero la sola contemplación por la inteligencia no es una verdadera posesión. Sólo se posee perfectamente lo que se ama, y el amor de las cosas más altas que el entendimiento nos da a conocer lo que proporciona al hombre su perfección y beatitud. Este amor transforma nuestro ser y es la medida de nuestra perfección. El que ama lo perecedero, perece; el que lo eterno, se eterniza: Terram diligis? Terra eris... Deum diligis? Deus cris (¿Amas la tierra? Serás tierra... ¿Amas a Dios? Serás Dios).

A salvar, cuidar y mejorar esta alma, único elemento precioso y patrimonio del ser humano, se dirigieron cuantiosos esfuerzos a lo largo de toda la Edad Media.

 

SAN AGUSTIN UN PROGRAMA Tanto San Agustín como Descartes tuvieron que superar el escepticismo al comienzo de sus carreras, y ambos lo lograron estableciendo su propia existencia como la primera y más cierta de todas las verdades; pero tal comparación no debe llevarse demasiado lejos, pues el célebre "pienso, luego existo" de Descartes es el punto de partida de un sistema filosófico, mientras que San Agustín nunca tuvo intención de establecer tal sistema. Él buscaba una sabiduría que estuviera más allá de la filosofía, y su victoria sobre el escepticismo abrió su mente a las infinitas posibilidades de esta sabiduría.

LA ADOPCION DEL PLATONISMO LAS RELACIONES DE LA RAZON CON LA FE

Ningún cristiano ha platonizado jamás con mayor valentía ni con mayor cautela que San Agustín. Su buen sentido teológico le permitía usar el platonismo a la vez que evitaba los tropiezos que presentaba aun al menos prudente de los pensadores cristianos. San Agustín parecía conocer por instinto cuáles debían ser modificadas y cuáles, en fin, había que rechazar. Hay que añadir. sin embargo, que muchas de las incertidumbres, dificultades y problemas sin resolver que hallamos en las teorías agustinianas se deben precisamente a la debilidad de su instrumento filosófico.

En este programa hay dos itinerarios hacia la sabiduría: la autoridad de Cristo y la razón humana. La propia experiencia de San Agustín le convencía de que la razón humana no es suficiente y que la fe en Cristo debe precederla para preparar el camino de la comprensión. Confirmándolo, le gusta citar a cuáles de las opiniones platónicas eran válidas para el saber cristiano.Isaías: "A menos que lo creas, no lo comprenderás". Y una vez que hemos aceptado las verdades de la fe, interviene la razón para ayudarnos a comprender mejor lo que hemos creído. En el siglo XI, San Anselmo acuñará la fórmula clásica de este ideal agustiniano con la frase: "La fe propicia la comprensión".

EL PROGRAMA AGUSTINIANO DESPUES DE SU CONVERSION

"Déjame explicarte brevemente todo mi programa: comprendo que todavía no he percibido cuál es la naturaleza de la sabiduría de los hombres, y aunque ya tengo treinta y tres años, no creo que deba perder las esperanzas de encontrarla algún día; para ello, me he apartado de todas esas cosas que los mortales tienen por buenas y me he marcado a mí mismo la meta de buscar, a todo costo, dicha sabiduría. Los argumentos de los académicos (es decir, de los escépticos) solían mantenerme gravemente apartado de tal empresa; pero creo que ahora, para la presente lucha, ya me he protegido suficientemente contra tales argumentos... De aquí en adelante estoy decididamente resuelto a no apartarme nunca de la autoridad de Cristo, pues no he encontrado nada más fuerte. Después de ella, no obstante, debo seguir a la razón con la mayor agudeza, pues ahora que tengo tan irrefrenable ansia de captar la verdad, estoy dispuesto no sólo a creerla, sino también a entenderla" (San Agustín, "Contra académicos", III, 20, 43).

 

San Agustín rodeado de sus discípulos, pintura italiana del siglo XV (Pinacoteca Vaticana). La inquietud intelectual de San Agustín le hizo recorrer varias doctrinas filosóficas, buscando explicación a los eternos problemas, hasta que en 385 se convirtió al catolicismo. Desde entonces su obra escrita dio testimonio de la creatividad de su espíritu.

Miniatura de un manuscrito del siglo XV sobre "De civitate Dei" se San Agustín (Biblioteca Real, Bruselas) Esta obra suya, la más ambiciosa, por cuanto pretender dar una explicación teológica de la historia, fue empezada hacia el 412 y consta de 22 libros, en los que el autor intenta REBATIR LAS ACUSACIONES QUE EL CRISTIANISMO había debilitado la antigua fuerza del Iperio Romano

Ruinas de la ciudad de Hipona y al fondo la basilica construida en su honor

 

Cristo protegiendo a San ¡Mena, monje de Egipto, según una pintura del siglo VI del monasterio copio de Bawit (Museo del Louvre, París). Algunos de los primeros cristianos, deseosos de mayores penitencias y ayunos que los habituales, se retiraron al desierto, abandonándolo todo. Sobre esta base surgió a fines del siglo III el monacato.

Mosaico del sepulcro de Optimo, en la necrópolis paleo-cristiana de Tarragona, que representa a un personaje romano togado con una inscripción jisneraria sobre su cabeza. La naciente Iglesia tuvo que luchar con la sociedad romana, que se oponía a aceptarla, quizá por la excesiva intransigencia que mostraba.