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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

II

ZWINGLIO, CALVINO Y LA RELIGION REFORMADA

 

En la historia del protestantismo moderno, las iglesias de tipo calvinista (el presbiterianismo, el congregacionalismo y los grupos de reformados) ejercen —principalmente en el mundo norteamericano— una influencia extraordinaria. Desde el aspecto numérico, el total de sus seguidores se acerca al de las iglesias luteranas, y sus obras de misión, filantrópicas y educativas, se extienden por todo el mundo. Cuando hoy día se habla de influjo protestante en la moderna sociedad —excepto en el campo de la teología especulativa— nos referimos principalmente al papel jugado por esas iglesias. A su lado el predominio luterano, restringido en gran parte a Alemania y a los países escandinavos, es solamente relativo.

Sin embargo, genéticamente la aparición y los primeros pasos de las iglesias reformadas revisten una importancia mucho menor y ninguno de sus iniciadores es de la estatura de un Lutero. Cronológicamente los fundadores apenas se llevaban diferencia. Zwinglio era solamente unos meses más joven que el reformador alemán, y el mismo Calvino pudo asistir en Ratisbona y en Worms a algunas de las reuniones en que se discutía sobre las nuevas doctrinas. Pero en aquellos tiempos preñados de acontecimientos de portada mundial, no era la diferencia de los años, sino los hechos revolucionarios lo que contaba. Y antes de que Zwinglio, Calvino y los suyos se lanzaran a las reformas, el protestantismo en su fase luterana era una realidad. La ruptura decisiva, profunda, estaba consumada. Los calvinistas y demás reformados partirían de la negación luterana del primado pontificio; de la adopción de la Biblia como regla única de creencia; de la supresión del número tradicional de sacramentos; del valor único de la salvación por la sola fe, etc., para construir sobre aquellas bases sus teologías particulares. Serían, propiamente hablando, continuadores de una revolución puesta ya en marcha o, si se quiere, perfeccionadores de un sistema que, en algunos importantes aspectos, dejaba bastante que desear. Por esto mismo quizás, la Santa Sede tampoco lanzaría nuevas bulas de excomunión contra ellos o contra sus doctrinas; quedaban incluidas en la Exurge Domine como en su germen, o recibirían debida atención en algunas de las sesiones del Concilio de Trento.

Lo dicho no obsta para que dediquemos nuestra atención a estos nuevos movimientos. Lo piden tanto la personalidad religiosa de Calvino, como la importancia que las ramificaciones de las iglesias y sectas derivadas de él están teniendo en las Américas, en ciertas naciones europeas y en las mismas tierras de misión. Dedicaremos también un breve apartado a Zwinglio y a su obra de reforma.

 

ZWINGLIO REFORMADOR DE ZURICH

 

El historiador advierte en seguida la importancia de la pequeña Suiza en los orígenes y en la gestación de diversos brotes de la Reforma. El país no sólo era el refugio de los descontentos y el nido de muchos conspiradores, sino también la tierra acogedora donde tenían cabida todos aquellos que trataban de inaugurar una revolución religiosa, sobre todo si era antirromana. Antes de la llegada de Calvino a Ginebra, pululaban por allí Farel y otros muchos propagadores del protestantismo. Los humanistas habían hecho de Suiza el lugar ideal para componer sus obras y lanzarlas a los demás mercados de Europa. La circunstancia se debía principalmente a la estructura política y administrativa de la nación. Suiza —que según Machiavelli era «el pueblo mejor armado y más libre del mundo»— formaba en el siglo XVI una entidad diversa de las del continente. Constaba de una confederación de pequeñas repúblicas y ciudades de tipo teutónico primitivo en las que el poder ejecutivo estaba en manos del obispo, del cabildo o del magistrado local. Las unidades —o cantones— en la práctica independientes entre sí, se untan en una liga y tenían su bandera común con el mote: «Uno para todos y todos para Uno». Aquella independencia mutua dio a cada uno de los trece cantones su fisonomía peculiar, su lengua o al menos su dialecto propio. Unos recibían mayor influencia del imperio alemán, otros de Francia o de Italia, y esto no solamente en el campo cultural, sino también en el estrictamente religioso. Dicha configuración contribuía también a que los partidarios de la religión reformada hallaran fácil asilo en el país y que aquéllos que se asignaban como meta la protestantización de una ciudad o de un grupo de ellas —como sucedió tanto con Calvino como con Zwinglio— se vieran libres de las dificultades encontradas en otras naciones de gobierno central más fuerte, como en Francia y en el mismo imperio.

Eclesiásticamente el país constaba de ocho diócesis, pero su distribución era muy desigual y algunas partes de la comarca dependían de obispos residentes fuera del territorio nacional. El Vallais pertenecía a la diócesis de Sión aunque después de 1511 quedara agregado directamente al Papa. Los Grisones pertenecían a Chur, provincia eclesiástica de Mainz; los distritos italianos a Como, patriarcado de Aquilea. En cambio, Basilea, provincia de Besançon, y Ginebra, provincia de Vienne, tenían su obispo propio. El resto del territorio, situado a la ribera izquierda del Aar, dependía de Lausana, y la parte derecha a Constanza cuyo obispo, Hugo von Hohenlandemberg, gobernaba sobre una gran parte de la confederación y tenía bajo su mando tanto a Zurich como a Berna. Sin embargo, como advierte Ranke, estas ciudades habían alcanzado notable independencia de la diócesis y los asuntos eclesiásticos estaban en buena parte en manos del cabildo. MERLE D’ AUBIGNÉ, en su libro History of the Reformation, Ginebra, 1848, traza un contraste entre la Reforma en Alemania, hasta cierto punto monárquica y con un jefe supremo, y la de Suiza en la que toman parte numerosos caudillos. «En la Reforma de Alemania, escribe, hay un único escenario, llano y uniforme como el mismo país, mientras que en Suiza el reformismo aparece seccionado como la tierra por sus innumerables montañas. Cada valle, por decirlo así, tiene su reavivamiento espiritual y cada pico alpino su luz especial bajada del cielo».

En este ambiente hemos de colocar a Ulrich Zwinglio (1484-1531) uno de los cuatro grandes entre los reformadores del siglo XVI, aunque sus maneras independientes lo constituyan más bien en la categoría de un auténtico francotirador. Había nacido en la aldea de Wildhaus, en el alto valle de Toggenburg, de una familia de buena posición. Tras unos primeros estudios de latín con un tío suyo sacerdote, el niño pasó por las escuelas de Basilea y Berna, en las que se dedicó con ardor a las humanidades. En 1498 se trasladó a la universidad de Viena donde trabó amistad con numerosos humanistas, entre ellos Joaquín von Wat (Vadeanus), ganado después a la causa protestante, y Heinrich Loriti (Glareanus) que se distinguiría por sus enseñanzas en las universidades de Basilea y de París. De vuelta a la patria, terminó sus cursos de bachiller y de maestro en artes en 1506. No aparece clara la razón por la que se decidió a recibir las órdenes sagradas y a hacerse sacerdote. Por una parte se ve que, a lo largo de sus años de formación, el estudio y los deseos de aprender —en el sentido liberal que entre los humanistas se daba a esta expresión— ejercían gran atractivo sobre su alma. «El Señor —diría él mismo más tarde— me hizo desde la juventud el privilegio de dedicarme a la lectura de las cosas divinas y humanas». Por otra parte, sus biógrafos protestantes echan de menos en su decisión algo de aquel shock cuasi físico que impulsó a Lutero al convento de los agustinos de Erfurt. De ahí quieren deducir que aquel paso estuvo dado por miras humanas y sin el menor atisbo de vocación. «Zwinglio —escribe Lindsay— no sintió en su juventud los remordimientos del pecado ni tembló ante la terrible mirada de Jesús. Si en una ocasión estuvo a punto de hacerse dominico, fue para gozar de la música y no para hacer penitencia ni para obtener el perdón de un airado Dios. Entró en la carrera eclesiástica por mera rutina y por hábito profesional. Hasta mucho más tarde, vivió despreocupado de la piedad. No puede, por lo tanto, parangonarse con Lutero, Calvino o cualquier otro reformador para quienes el servicio divino era algo íntimamente sentido y personal».

La explicación no resulta del todo convincente, pero tampoco vamos a poner­nos a examinarla. Zwinglio tomó a su cargo en 1506 la parroquia de Glarus —sólo tenía veintitrés años— y se puso a ejercitar sus deberes sacerdotales. «Quiero ser sincero y fiel a mi Dios en cualquier circunstancia de la vida en que me halle», había dicho mientras iba a tomar posesión de su cargo pastoral. La estancia duró diez años y, de creer a su propio testimonio, se había tratado de una época de gran paz para su alma y de perfecto entendimiento con las gentes del lugar. El cuidado parroquial le dejaba todavía tiempo para dedicarse a sus escritores humanistas preferidos. Multiplicó la lectura de los autores antiguos: historiadores, poetas, geógrafos y filósofos. Entabló relaciones con los humanistas de Paris, sobre todo con Lefévre d'Etaples. Al trasladarse Erasmo a Basilea (1514) hizo lo posible para ponerse en contacto con él. Las cartas que le dirigió en 1514 y 1516 son modelo de amaneramiento y muestra del temor reverencial  que los literatos bisoños guardaban hacia el «vir doctissímus». El tras­paso a su nuevo puesto de Einsiedeln, donde había conseguido un beneficio, tampoco cambió externamente su modo de ser. La fama ya adquirida de excelente predicador le ganaba las simpatías de muchas de las gentes. Llevado además de un ardiente patriotismo, acompañó como capellán a los regimientos suizos en algu­nas expediciones por Italia. De su vida interior no sabemos gran cosa. Sus discípu­los y apologistas refieren que, ya para entonces, Zwinglio fustigaba los vicios de la época, pero sin hacer todavía referencia a los errores papistas por miedo a que alguno de sus oyentes lo denunciase a las autoridades Pero esto no indicaba que estuviera abocado a la herejía. En cambio, conocemos las dificultades que tuvo cuando trató de pasar a regir una de las parroquias de Zurich en 1518. «Se le acusaba —dice Lindsay— de haber violado a la hija de uno de los ciudadanos de Einsiedeln. Y, aunque su carta en propia defensa parece exonerarle de aquel caso particular, el documento muestra sin lugar a dudas que su conducta moral dejaba mucho que desear. Con todo, logró el nuevo destino y pasó a la ciudad imperial donde se puso pronto en contacto con los círculos humanistas que allí florecían.

Por lo que se refiere al paso de Zwinglio a la religión reformada, se le plantean al historiador dos problemas de distinto aspecto, aunque íntimamente ligados entre sí. Uno se relaciona con la fecha en que tomó aquella resolución, y otro a los motivos que le impulsaron a ello. La variedad de opiniones respecto del primero es entre los autores sorprendente y se debe probablemente a la dificultad de fijar ese concepto de paso a la herejía. Es indudable —-y lo veremos confirmado enseguida— que ya desde 1516 (año de su traslado a Einsiedeln) Zwinglio participaba de lleno de los prejuicios y de la sistemática oposición que ciertos humanistas alemanes mostraban a muchas de las prácticas y de las doctrinas de la Iglesia católica. En una carta escrita en 1519 manifestaba deseos de «rasgar el velo de la torpeza de la prostituta cubierta de púrpura, a fin de que Israel pueda ver la luz traída por Cristo a la tierra y envilecida por ella». En sus conversaciones y hasta en algunos sermones —sobre todo en los pronunciados durante el conflicto político entre Zurich y Roma— se desfogaba con frases antipapales que hoy nos suenan a blasfemas, pero que entonces —siglos antes de la proclamación del dogma del primado pontificio— no parecían todavía heréticas. Las noticias que en 1519 fue recibiendo del proceso de Lutero, le afectaron profundamente y sirvieron tal vez para que rechazara los cincuenta ducados que le debía la Curia romana. Sin embargo, solamente se trataba de las preparaciones para la ruptura total. Doctrinalmente sus desviaciones —al menos internas— no dejaban lugar a duda y sólo esperaban una oportunidad para salir a la superficie. En abril de 1521, Zwinglio aceptó el título de canónigo del Gran Munster que le daba derecho a la ciudadanía de Zurich. Era probablemente la última amarra que quedaba por romperse antes de su pública aparición como enemigo abierto de la Iglesia de Roma.

Entre los motivos que empujaron a Zwinglio a la apostasía, unos fueron de origen político o eclesiástico y otros estuvieron relacionados con su vida personal. Como acabamos de indicar, el humanismo había jugado en su formación un importante papel. Algunos de sus profesores de Viena e incluso Erasmo, le habían estimulado al estudio de los autores de la clásica antigüedad. Los viajes hechos a Italia, le pusieron en contacto con la escuela platónica de Florencia. «De 1516 a 1519, Zwinglio fue el perfecto discípulo de Erasmo quien modeló sus ideales, le inspiró el recurso continuo a las fuentes y le hizo tomar en serio todos sus programas de reforma. Dada además su naturaleza fogosa, el suizo trató de poner aquellos consejos en práctica. A juzgar por sus temas de predicación, el fin primario que busca en sus sermones es la corrección de los abusos». El mismo nos confiesa que, después de haberse dedicado inútilmente a las cosas del mundo, a sus filosofías y teologías, había venido a concluir que era preciso «dejarlo todo para apren­der el significado de la Palabra en la Palabra misma». La mayoría de tales estudios (piénsese por ejemplo en el estudio intenso de la Biblia) y de tales aficiones eran fructuosísimos y no tenían de suyo por qué apartarlo del recto camino. Mucho dependía de la mención y del espíritu que los animaban. Pero el humanismo, al fomentar las bellas formas, el culto del arte y la vuelta a lo antiguo, había fomentado en sus seguidores la crítica acerba contra la Iglesia, contra sus instituciones y doctrinas, pero sobre todo contra sus autoridades jerárquicas. Bastaban después factores de orden más personal para acarrear la ruina definitiva a las almas.

Estos no faltaron en el caso de Zwinglio. De creer a sus biógrafos, las distintas regiones de Suiza estaban plagadas de supersticiones romanas y la gente profesaba un culto ciego a los santos con detrimento de la verdadera religión. Zurich tuvo también por entonces su predicador de indulgencias —un franciscano llamado Bernardino Sansón— a quien él y sus amigos se dedicaron a ridiculizar. Sin em­bargo, como lo hicieron al modo erasmiano, fijándose más bien en el lado cómico de la predicación del buen fraile, las campañas fueron de escaso éxito. Lindsay se queja también de que el reformador suizo no fuera hasta el fondo de la cuestión y dejara sin analizar los profundos aspectos doctrinales del error de las indulgencias. La política entró también a complicar la situación y de manera totalmente favorable a la Reforma. Zwinglio había dado desde un principio muestras de opo­sición a Francia. Por eso, el concordato de Bolonia, celebrado en 1516 entre Francisco I y León X, había constituido para él una desilusión inculpando por ello al Papado. Estos sentimientos tomaron cariz peor cuando en 1521 el Papa volvió a pedir a la ciudad una fuerza de varios miles de soldados mercenarios, aunque con la promesa de que no serían empleados en ayuda de Francia. El consejo ciudadano se negó a conceder, pero los mercenarios partieron a formar parte del ejército pontificio. La expedición resultó desastrosa, la mayoría de los soldados no volvió al país y las relaciones con el Papado empezaron a empeorar. Para Zwinglio, que se había opuesto siempre al reclutamiento de compatriotas para el extranjero, aquella derrota constituyó la gran ocasión para intervenir. El 21 de mayo de aquel mismo año, el Consejo prohibió —por recomendación suya— el sistema de reclutamiento, aislando así a Zurich del resto de la nación y dando al reformador la primera oportunidad para implantar sus programas religiosos. «El decreto —comenta Lindsay— significó prácticamente la ruptura entre Zurich y el Papado. Desde aquel momento la implantación de la Reforma era cuestión de tiempo.

Entraba también en la cuenta, y de modo probablemente muy directo, la crisis moral del mismo reformador. Cristiani ha sido uno de los primeros en estudiar la importancia de aquellos deslices de Zwinglio estando de cura en Einsideln. Su cinismo al gloriarse de que había sido fiel en la observancia de tres promesas: a saber, de no haber violado a ninguna virgen, de no haberse apropiado la esposa de otro hombre y de no haber sacado del convento a ninguna persona consagrada a Dios —o también de haber procedido con tal disimulo que «aún al cometer aquellos pecados, ni siquiera sus más íntimos se percataban de nada»— revelaban un alma muy poco delicada en el cumplimiento de deberes tan sagrados. En cambio, se sentía gran predicador y en la colegiata del Gran Munster empezó a exponer —siguiendo el nuevo método— los textos evangélicos. Y, una vez metido a reformar, las noticias llegadas de Alemania le fueron señalando cómo tenía que proceder. Una de las primeras medidas que le parecieron necesarias, fue la de obtener el matrimonio para los sacerdotes. Consta que él mismo, a principios de 1522, se había unido en matrimonio secreto con Ana Reinhard, viuda de una rica familia de la ciudad. Unos meses más tarde, un grupo de sacerdotes dirigió una petición, primero al obispo y luego al Consejo, pidiendo permiso para casarse. Entre los signatarios estaba el mismo Zwinglio. Como escribe irónicamente Kidd, no se trataba sino de legalizar un estado de cosas existente: «muchos de los peticionarios estaban ya casados y confesaban francamente que su propia vida pasada constituía un argumento para que se les concediera la petición». ¿Tuvieron aquellas caídas —y sobre todo aquella vida marital con su consiguiente infidelidad a las promesas hechas— algo que ver con la defección de Zwinglio de la verdadera fe? Es una pregunta que inútilmente hacemos a los autores protestantes, aunque algunos de ellos admitan que aquella alianza marital secreta en un hombre que se había dedicado a la Reforma, «quedaba siempre como un triste borrón en su vida colocándolo en un nivel muy diferente al de Lutero y de Calvino». Dejemos que el lector opine sobre el particular.

 

LAS REFORMAS ZWINGLIANAS

 

La carrera reformadora de Zwinglio fue breve, pero intensísima. Su campo ex­perimental estuvo en Zurich, aunque en su mente los principios que allí se ponían en práctica, estaban destinados al mundo entero. La meta propuesta era «la emancipación de la ciudad del poder episcopal». Zwinglio quedaría oficialmente en calidad de mero predicador que, apoyado por el Consejo, tenía que proceder a la reforma según estas dos normas fundamentales:

a) eran las autoridades civiles y no el obispo quienes detentaban el poder aun en materias espirituales;

y b) la Biblia, y sola ella, había de trazar la pauta de la reorganización de toda la vida ciudadana.

 El programa empezó a aplicarse en 1522 por la adopción de medidas que mostraron la seguridad con que se sentía el reformador. En Cuaresma, un grupo de ciudadanos, azuzados por él, rompieron públicamente las leyes del ayuno eclesiástico. El episodio dio lugar a discusiones y a luchas callejeras entre los partidarios de la antigua y de la nueva religión. Zwinglio los defendió ardientemente desde el púlpito haciendo inútil la intervención del mismo obispo. Eran, decía el predicador, prácticas no sancionadas por el Antiguo ni por el Nuevo Testamento. En julio tuvo lugar el incidente ya mencionado de la petición matrimonial de los sacerdotes. El Consejo de la ciudad vino en su ayuda y aprobó solemnemente ambas medidas. Estos triunfos le animaron y pronto se enzarzó en discusiones teológicas, una de ellas contra la intercesión de los santos. Hasta se atrevió, «previo el permiso de las autoridades civiles» a meterse en conventos de religiosos y religiosas a difundir sus teorías. El obispo escribió al Capítulo catedralicio una fuerte reprimenda por los abusos que ocurrían en la ciudad. La respuesta de Zwinglio —«en que daba muestras de gran impertinencia y manejaba la ironía de la manera más insultante»— consistió en la publicación del Apologéticas Archeteles (Primera y Última Palabra de Apología). Enterado de ello Erasmo tuvo el valor de reprenderlo severamente indicándole el enorme daño que con ello se hacía. Pero su antiguo admi­rador no estaba ya para recibir consejos de nadie.

Entre los años 1523 a 1525 —Zwinglio que prácticamente se consideraba desertor de la Iglesia— pudo dar un mayor impulso a sus planes. El período comenzó con grandes discusiones públicas con los teólogos más conocidos de la ciudad, incluso con el Vicario General del Obispo de Constanza, Dr. Johannes Faber, y con la publicación de sus Sesenta y Siete Artículos que contienen por primera vez la formulación de sus doctrinas heterodoxas. Véanse algunos de sus artículos más típicos.

«Todos aquéllos que dicen que el Evangelio no es nada si no lleva la aproba­ción de la Iglesia, se equivocan».

«La potestad que se arrogan a sí mismos el Papa y los obispos, así como el fasto en que viven, no tienen fundamento en las Sagradas Escrituras y en las doctrinas de Cristo».

«La confesión que se hace al sacerdote no debe considerarse hecha para obtener la remisión de los pecados, sino únicamente por razones de consulta».

«La Biblia no reconoce después de esta vida ningún purgatorio».

«No existen más presbíteros o sacerdotes que aquéllos que predican la palabra de Dios».

Mientras los sacerdotes se casaban públicamente, se permitió a las monjas abandonar los conventos con el mismo fin. Nuestro predicador se puso también a reformar la administración de los sacramentos, adoptando primero el uso de la lengua nacional en su administración y componiendo después una nueva fórmula sacramental «en la que se omitían aquellas palabras que no estaban en la Biblia». Sus críticas del Canon de la Misa y de muchas prácticas cristianas se hicieron cada vez más acerbas. En el mes de octubre de 1523 se dio el mandato para la abolición de las imágenes y de la Misa papista. Convencido por los anabaptistas, que hicieron por entonces su aparición, prohibió el bautismo de los niños. Pero la admiración hacia los nuevos herejes no fue duradera, ya que para mediados de 1526 se promulgaban edictos de persecución y hasta la misma pena de muerte a quienes siguieran aquellas diabólicas doctrinas. Viendo, además, que los católicos se estaban cansando de tantas medidas injustas, Zwinglio decidió presentarles abierta batalla. El miércoles de Ceniza de 1529 estalló una verdadera guerra contra las imágenes y por la abolición total de la Misa. La operación —sobre todo la primera— se llevó a cabo con furia tan satánica que el mismo Erasmo (tan frío y cínico en materia del culto de los santos) se escandalizó, no tanto por la cosa en sí como por las consecuencias que podían derivarse de tales bacana­les de una plebe totalmente fuera de control. «No quedan más estatuas en los templos, en los vestíbulos ni en los pórticos ni en los monasterios. Se han borrado las huellas de todo lo que adornaba las paredes; el fuego ha devorado lo que podía y lo demás ha quedado hecho añicos. No se ha tomado en cuenta ni el precio ni el arte de los objetos. Después se ha abrogado la Misa, que no puede celebrarse ni en privado». Sin embargo, en la descripción no hay un asomo de horror o de asco por aquellos excesos brutales de la plebe ni por la gravedad de los sacrilegios. Todo está escrito con platónica frialdad y hasta con estupor de que las imágenes maltratadas no hayan repetido contra sus ofensores algunos de los castigos milagrosos de que tanto hablan las crónicas piadosas.

Para esta fecha Zwinglio estaba seguro de que su democracia religiosa podía valerse por sí misma. No es que el concepto fuera idéntico al aplicado en otras materias. Su democracia consistía, ante todo, en eliminar la autoridad episcopal y lo que llaman el predominio clerical. A pesar de sus alabanzas a la libertad de los individuos y del contacto directo del alma con Dios, el reformador se fiaba poco de sus seguidores y no consentía siquiera que sus pastores tuvieran las riendas del poder. «No se debe permitir —escribía— que en nombre de la Escritura, los pastores tengan autoridad distinta de la autoridad civil ya que ello significaría la ruptura de la unidad». En consecuencia, el mando de los asuntos ecle­siásticos debía de quedar concentrado en la autoridad secular. «Lo que toca al gobierno de la Iglesia, lo dejamos en manos del Consejo de los Doscientos». Fue un punto en que su política fue más rígida —al menos teóricamente— que la de Lutero, aun sin llegar a la severidad de Calvino en Ginebra.

Asegurada de esta manera la seguridad de Zurich y su estabilidad, el reformador pudo dedicar su atención a otras partes de Europa. Su nombre era ya conocido en los demás círculos de la Reforma y aún existía cierto interés en entablar contacto con aquel hombre audaz, de miras reformatorias, pero independientes, que con sus doctrinas estaba suscitando frecuentes controversias entre los partidarios de la nueva religión. Las señales de descontento que aparecían en los cantones católicos, le empujaban también a unir sus fuerzas con otros elementos reformados del continente. El primer paso en este sentido fue la formación de la Liga Cívica Cristiana que comprendía a Basilea, Constanza, BielMulhausen, Schaffhausen, St. Gall y Estrasburgo. Originariamente parecía tener como objeto la mutua defensa. Pero pronto amplió sus horizontes para convertirse (al menos en la mente de sus organizadores) en una Confederación europea en la que entrarían los príncipes protestantes de Alemania, el rey cristianísimo y la república de Venecia. Sus intenciones no eran precisamente de paz evangélica, ya que buscaba refrenar la autoridad imperial y hasta dar el cetro al no muy edificante príncipe Felipe de Hesse. Es verdad que todo quedó en planes. El coloquio de Madburgo (octubre de 1529) probó que el entendimiento doctrinal entre Zwinglio y Lutero era una quimera no sólo por los puntos de partida distintos, sino también porque ambos se creían inspirados por Dios y empujados por su Espíritu. «Sois de un espíritu muy distinto del nuestro», le dijo fríamente el alemán, mientras se despedía sin darle siquiera la mano. La Liga se desmoronó y Zwinglio empezó de nuevo a preocuparse por el sesgo que tomaban las cosas en su propio país, donde los cantones católicos habían decidido acudir a las armas en defensa de sus derechos religiosos. En las filas protestantes se alistó como siempre su audaz reformador. Pero las tropas protestantes fueron vencidas y Zwinglio, caído del caballo, recibió el tiro de gracia de un capitán de Unterwalden. Era el 11 de octubre de 1531. Lutero —que nunca se mostraba compasivo con sus adversarios— atribuyó aquel fin «al castigo merecido por su inconmensurable orgullo y por sus blasfemias contra la Cena del Señor». Para sus seguidores incondicionales, fue un golpe mortal y Ecolampadio, entristecido por el acontecimiento, le siguió a los pocos meses a la tumba. Uno de sus fieles discípulos, Bullinger, tomó su lugar como episcopus de Zurich, mientras que Myconio le sucedía en la ciudad de Basilea. Pero eran remedios demasiados tardíos para la gravedad del mal y el zwinglianismo se salvaría únicamente uniéndose con la iglesia calvinista.

 

ZWINGLIO EN LA OBRA DE LA REFORMA

 

Calvino, escribiendo a su amigo Farel, no dudaba en afirmar que Lutero superaba con mucho a Zwinglio. La ventaja se refería no sólo a la amplitud y profundidad de la obra reformatoria del primero, sino también a su producción teológica general. Conservamos del reformador suizo dos Confesiones de Fe, una presentada a Carlos V durante la Dieta de Augsburgo y otra —en parte póstuma— compuesta entre los años 1528 y 1531. Su Exposición y Pruebas de las Sesenta y Siete Tesis contienen los puntos preparados por él para la disputa pública de 1523. Algunos tratados sobre la justicia divina y humana, sobre la manera de predicar, así como un pequeño volumen (Anleitung) de iniciación cristiana, completan su obra propiamente doctrinal, a la que es necesario añadir una no muy abundante correspondencia epistolar. En toda esta producción no hay una sola obra que en la literatura de la Reforma haya alcanzado categoría de clásica, aunque algunos quieran dar este puesto al librito compuesto para el monarca francés.

En cuanto a dependencias ideológicas, los críticos discuten acaloradamente hasta qué punto bebe el reformador suizo su inspiración en las doctrinas luteranas. Se sabe que, a partir de 1518, Zwinglio conocía las obras de Lutero y que siguió con especial interés sus vicisitudes después de la disputa de Leipzig. Hay también evidentes semejanzas en el vocabulario empleado por ambos. Las nociones de pecado, de arrepentimiento y de recurso a Cristo —así como la misma idea de la fe fiducial— parecen tomadas del ex-agustino. «Zwinglio —era la conclusión de Seeberg— empezó por la idea erasmiana que le condujo por la mano al estudio de las Escritu­ras. Sin embargo, fueron las categorías luteranas las que le guiaron en la interpretación. Por eso en el punto central de su aprehensión de la verdad religiosa, Zwinglio depende de Lutero». Hoy los especialistas en zwinglianismo no son tan apodícticos en sus afirmaciones, y los estudios de O. Farner y de W. Kohler tienden a disminuir bastante las supuestas dependencias. Se fundan para ello, ante todo, en las aseveraciones categóricas del mismo Zwinglio que siempre se negó a admitir aquella subordinación. «No estoy preparado a llevar el nombre de Lutero, porque he recibido poco de él. Lo que he leído en sus obras se contiene ya en la Palabra de Dios». Parece que el análisis de muchos de los puntos de mutuas desavenencias doctrinales, les conduce a la misma conclusión.

En cualquiera de las hipótesis, no podía tratarse de una subordinación servil. No lo permitiría el carácter independiente de Zwinglio. El mismo punto de partida era distinto: uno estaba embebido en principios humanistas y en aprecio de las dotes humanas, mientras que para el otro la naturaleza del hombre, emponzoñada aun antes de nacer, era incapaz de hacer nada en esta vida. «La raíz de las diferencias entre ambos —escribe Loofs— hay que buscarla en el hecho de que la interpretación escriturística de Lutero venía condicionada por su experiencia vivida y personal, mientras que la de Zwinglio dependía en gran manera de la formación clásica y humanística que había recibido». Por eso es posible también hacer un catálogo de doctrinas o de grandes puntos de vista teológicos en los que difieren entre sí. Para nuestro propósito, bastará indicar algunos de los más importantes.

Las Sagradas Escrituras son también para Zwinglio fuente única de revelación hasta el punto de que su iglesia será totalmente bíblica sin que se permitan en ella prácticas que no estén positivamente sancionadas en la palabra revelada de Dios. (Por esta razón negará la posibilidad del bautismo de los niños. Sin embargo, tampoco caerá en el extremo de negar con los luteranos que el hombre, privado de la Biblia vive en perpetua oscuridad aun tratándose de conocimientos de orden natural. Sus antiguos ídolos —los humanistas de la antigüedad griega y romana— poseían verdaderos conocimientos religiosos, no debidos a sí mismos, sino a aquella «luz que Dios imprime en la mente de todos los hombres». Los luteranos acusan a Zwinglio de no tener una teología suficientemente cristocéntrica. Quizás no les falte razón, ya que la educación humanista le había inclinado a insis­tir en la soberanía de Dios con detrimento del Cristo divino-humano en la obra de la redención. De ahí su odio a los ídolos —o a todo lo que se les imaginaban como tales— y la prominencia dada a los atributos divinos de libertad, independencia absoluta y distinción de sus criaturas. Este mismo empeño le llevó a hacer una separación neta —a veces demasiado aguda— entre la naturaleza divina y humana de Cristo, razón por la que se le han atribuido tendencias nestorianas. En materias de elección divina para la salvación, Zwinglio se aparta de la tradición reformada. «La elección divina —escribe— es la que salva al hombre, aunque éste muera fuera de la iglesia oficial. Por lo tanto, no hay duda de que muchos personajes del Antiguo Testamento o del mismo mundo pagano, pudieron salvarse aun antes de la venida de Cristo. Era una tesis impuesta por su humanismo que no le permitía condenar al fuego eterno a quienes, según los cánones del clasicismo, habían sido modelos de perfección. Hércules, Teseo, Sócrates, Arístides, AntígonasNuma, Camilo, Catón, los Escipiones, Cicerón y otros muchos quedaron colocados por él en las galerías celestiales por la sencilla razón de que en vida habían obrado según los dictados de su conciencia. La idea zwingliana del pecado dista infinitamente de la de los demás reformadores y hasta del admitido por toda la tradición cristiana. El identifica el pecado original con los defectos de Adán y no es más que una enfermedad de nuestra malparada naturaleza. Por eso mismo, la fe fiducial tampoco tiene en su sistema el puesto central que en la teología luterana. Es la confirmación de la elección que uno ha recibido de Dios; de ningún modo el nervio del proceso salvífico del hombre. Se ha insistido mucho en las profundas diferencias de ambos reformadores en materias sacramentarias. Al católico, el supuesto abismo le parece menos profundo quizás, porque el concepto sacramentario luterano dista tanto del suyo propio. Las divergencias se refieren principalmente al papel menos importante asignado por Zwinglio a la fe fiducial —que en Lutero lo hace todo— y a la cuestión de la presencia eucarística, que para el suizo es meramente simbólica y para Lutero posee cierta realidad.

«El Espíritu Santo mueve al hombre de manera que le hace ver que las Escrituras contienen la verdad y de esa manera alcanzan confianza en la gracia de Dios. Esto es la fe. De ese modo, la Biblia como doctrina tiene para el hombre un significado distinto del que tiene para Lutero cuya fe surge directamente de la experiencia de la actividad eficaz de Cristo en nosotros»

La idea de Iglesia pasó por diversos estadios de transformación. Al principio sus adversarios estaban en la Iglesia Católica. De ahí su empeño en eliminar de su concepción cualquier idea de jerarquía. Cristo solo es el fundamento de la Iglesia y todos sus discípulos («todos los creyentes y maestros») reciben las llaves, es decir, la autoridad para predicar el evangelio. Los prelados y las autoridades eclesiásticas no constituyen su ser que está integrado «por la entera congregación de quienes están fundados y edificados en una fe que es la de Cristo Jesús». Esta «comunión de los santos», compuesta de creyentes que no obedecen «a las ordenanzas mundanas», no es visible, ya que sus miembros están esparcidos por todo el mundo. De ella pueden tomar parte aun aquéllos que nunca estuvieron regenerados por las aguas del bautismo. Esta iglesia —hasta cierto punto universal— nunca se equivoca ya que depende únicamente de la Palabra de Dios y sigue solamente a los pastores que se la predican. A ella se le pueden aplicar los atributos de unidad, de santidad, etc., que los teólogos asignan a su Iglesia.

A esta primera concepción siguió otra suscitada principalmente por sus controversias con los anabaptistas. Pollet la ha llamado Iglesia empírica zwingliana. Los nuevos adversarios pretendían asimilar a las comunidades zwinglianas a sectas perfeccionistas. Para evitarlo, el reformador hubo de elaborar otra noción de Iglesia en la que hubiera cabida para todos: para los predestinados y para los que, sin serlo, forman parte de la organización externa. Hay, por lo tanto, una ecclesia sensibilis o visibilis que incluye a todos aquellos que por medio de algún rito especial (sobre todo por el bautismo) se incorporan a la Iglesia; y otra ecclesia spiritualis invisibilis o electa integrada únicamente por los predestinados o elegidos a la vida eterna. Aquella primera no encierra para Zwinglio especial interés. En cambio, esta segunda forma el trazo característico de su eclesiología. En esta entran los elegidos de todos los tiempos —empezando por los nobles espíritus paganos antes mencionados, en otras palabras «todos aquellos a quienes el Espíritu habrá transformado por su omnipotencia». Si todavía insiste en el concepto de visibilidad —para la categoría de miembros externos pero no elegidos— es por exigírselo la política y porque la experiencia le ha enseñado que las comunidades puramente carismáticas son imposibles en la práctica. La presencia de una autoridad, aunque en su caso sea meramente civil, se hace necesaria para dirigir y para mantener en orden a los elementos díscolos. Para esto nada más fácil que integrarlos en la categoría poco envidiable de miembros de la Iglesia por virtud de un rito externo, aunque excluidos de la posibilidad de salvación por no hallarse en el número de los elegidos.

Este breve análisis sirve para indicamos las filias y fobias del protestantismo moderno frente a la obra de Zwinglio. Para los teólogos reformados de tipo conservador, sean luteranos o calvinistas, Zwinglio no contribuyó demasiado al acerbo doctrinal de la auténtica Reforma. Al contrario, su falta de insistencia en los grandes principios de aquella revolución (la fe fiducial, el sentido profundo de la naturaleza corrompida, el sacramentalismo demasiado simbólico, etc., ha servido con frecuencia para sembrar la confusión entre sus seguidores. En cambio, el protestantismo liberal halla en sus teorías los gérmenes que, con el tiempo, servirán para revigorizar la Reforma. La admiración de este grupo se dirige principalmente al «aprecio mayor que Zwinglio hizo de las fuerzas y posibilidades humanas»; a haber tenido el valor de «desechar el pesimismo luterano»; a su «moderna e inteligible interpretación de la doctrina eucarística», etc. «Humanista, sabio bíblico, protestante liberal y patriota como era, escribe Hugo Watt, el reformador suizo nunca hubiera sido capaz —aun en la hipótesis de que las circunstancias hubieran estado a su favor— de llevar a cabo una gran revolución religiosa. Le faltaba la fuerza y la pasión impelente de un Lutero. En cambio, con la ayuda de éste, Zwinglio realizó una reforma hacia la cual muchos protestantes de la actual generación se sienten más atraídos que a la de sus contrapartes de Wittemberg o de Ginebra».

Lo que hoy nos queda —al menos de forma sistemática y estructural— de la obra teológica- eclesiástica de Zwinglio, no es gran cosa. «Al igual que sus planes políticos, comenta Seeberg, quedaron cortados por su muerte, así también su influjo doctrinal apenas sobrevivió a su tumba. Aun hombres que habían vivido tan cerca de él como Bullinger aceptaron sus puntos de vista solamente como esquema general apresurándose enseguida a «profundizarlos» y a desarrollarlos. En los círculos de la Alemania meridional, más influenciados por su pensamiento, surgió un nuevo tipo de teología que, ligado íntimamente a Lutero, mostraba todavía ciertas inclinaciones a Zwinglio. Su representante principal fue Martín Bucer». Sin embargo, el impacto dejado por éste en la teología reformada fue siempre limitado y no llegó a formar escuela. Como iglesia organizada, el zwinglianismo fue de escasa duración. BucerBullinger y otros discípulos suyos proveyeron a la Reforma con Confe­siones de Fe zwinglianas, pero no con una organización que permaneciera estable al lado de las demás iglesias. El Consensos de Zurich (1549) fue la prueba evidente de que el zwinglianismo, para poder subsistir de alguna manera, debía amalgamarse con el calvinismo.

 

CALVINO CATOLICO

 

Refiere Teodoro Beza, discípulo y primer biógrafo de Calvino, en un párrafo lleno de reminiscencias predeterminacionistas, que su maestro fue «un hombre suscitado por Dios y destinado a ser, por misericordia suya, un gran servidor de la Iglesia. Elegido por su pura gracia en el tiempo y en el lugar que le plugo, fue también El quien lo llamó, lo condujo, lo fortificó y lo armó de una santa perseverancia hasta el día de su muerte para edificar a todos con su palabra y sus escritos y con una vida conforme a toda ley».

Calvino nació en Noyon, en los confines de la Picardía, Francia, el 10 de julio de 1509. Su padre ejercía el cargo de notario apostólico del obispado y del capítulo catedralicio. De su madre, Juana, se dice que fue una mujer devota que, embebida todavía en supersticiones medievales, «tomaba a su niño de la mano y lo llevaba a visitar los santuarios de los alrededores haciéndole en una ocasión besar la reliquia en que se contenía un fragmento de la cabeza de Santa Ana». El futuro reformador era el cuarto hijo de los cinco de un hogar, que, como anotan los historiadores católicos, parecía tener alguna tara especial, precisamente en materias religiosas. Uno de los hijos, sacerdote, y excomulgado por haber tomado parte en un duelo, se mostró tan empedernido que, a la hora de la muerte, rechazó los sacramentos. La suerte del padre no fue mucho mejor. Enredado en dificultades económicas con el capítulo de los canónigos, no supo dar cuenta de sus dineros y fue también excomulgado, logrando a duras penas para sus restos mortales una sepultura eclesiástica. Jourdá piensa que fue un descontento, un hombre de la oposición, tal vez un auténtico rebelde. Con la particularidad de que la rebeldía del padre y del hijo —así como más tarde la de Juan— tendrían un objeto común: la autoridad de la Iglesia que, por diversas razones, se les hizo insoportable.

Nos faltan detalles fidedignos de los primeros años del futuro reformador. Pero sabemos que —cosa ordinaria en familias que vivían de empleos eclesiásticos— su padre le destinó a la carrera clerical. La ausencia de la madre, a la que perdió cuando sólo tenía tres años, contribuyó tal vez a que se desarrollara en él aquel hosco retraimiento y falta casi absoluta de sentimiento, que serían características de su vida. Muy jovencito todavía, mientras frecuentaba un colegio local, su padre le proveyó de un beneficio en la catedral, acto para el que se preparó recibiendo la tonsura. En el decenio siguiente recaerían sobre él otros dos beneficios parecidos, aunque éstos últimos fuera de la ciudad. Tales ayudas de costa le servirían para poder empezar y continuar sus estudios en centros de enseñanza más renombra­dos que los de su pequeña ciudad natal. En agosto de 1521 salió para la capital fran­cesa donde vivió en casa de un pariente instalado allí desde hacía tiempo. Inscrito como alumno externo en el colegio de La Marche, Calvino tuvo como maestro de latín a uno de los más eminentes maestros de la época, Mathurino Cordier, entablando pronto una amistad que duraría toda la vida. De él recibió una excelente educación humanista y «adquirió aquel sentido seguro del estilo y de la dicción que caracterizarán todas sus obras».

Por razones que ignoramos, Calvino pasó pronto al célebre colegio de Montagú. «Cambio brutal —comenta Jourdá— de una institución abierta a las corriente pedagógicas modernas, a un establecimiento mantenido según las líneas más austeras y en una tradición de rigorismo fuertemente discutido aun por sus mismos contemporáneos». La tradición de austeridad le venía al colegio de uno de sus antiguos rectores, Juan Standonck, que había introducido en el colegio algo del espíritu y de los métodos de los Hermanos de la Vida Común. Su sucesor, Noel Beda, gran partidario de la ortodoxia doctrinal contra los nuevos vientos humanistas, lo había convertido en fortaleza de la austeridad. En 1523 su rector era Pierre Tempéte quien, por haber exagerado las mismas tendencias, venía motejado por los estu­diantes con el nombre de hórrida tempestas. Por el mismo motivo, Erasmo y Rabelais lo habían convertido en objeto de sus iras. La vida del colegio era en extremo dura. El silencio y los prolongados ayunos podían compararse con los observados por las Órdenes monásticas. Abundaban los castigos y se hacía trabajar a los alumnos de la noche a la mañana. No parece, sin embargo, que la disciplina interna o el jolgorio externo de la estudiantina parisiense afectase de modo apreciable la vida de Calvino. Al menos la obra de Beza no refleja ninguna inquietud. «Calvino —escribe— vivía en el colegio de Montagú teniendo en clase a un preceptor español (¿Antonio Coronel?) y viviendo en el aposento con otro estudiante de la misma nación, que después se doctoró en medicina (¿Juan de la Peña?). Era ya entonces un espíritu singular y aprovechó tan bien, que en pocos años fue promovido al estudio de la filosofía. En cuanto a costumbres era tan fino de conciencia, enemigo de los vicios y dado a lo que entonces se llamaba servicio de Dios, que sus deseos le inclinaban hacia la teología».

El retrato parece correcto. Ninguno de sus profesores tuvo motivos para acusarlo y ciertas habladurías que luego se propalaron sobre su conducta moral, no han podido resistir al examen de la crítica. Un biógrafo le quiere aplicar la frase que San Gregorio Magno decía de su maestro San Benito: «desde sus días mozos, dio siempre muestras de poseer la inteligencia de un anciano». Sin llegar a tanto, debemos admitir que se veían en él signos de una madurez precoz, lo que evidentemente no es una excesiva alabanza para un joven de su edad. París sirvió al mismo tiempo para que Calvino entablara relaciones de amistad con gentes que —de modo más o menos directo— influirían más tarde en la introducción del protestantismo en Francia. Su primo Juan Olivetano, muy inclinado ya a la reforma; el médico y gran helenista Guillermo Budé; Nicolás Coq y sus hijos, así como la familia Hangest, formarían más tarde parte del grupo de refugiados político-religiosos franceses de Ginebra. En cambio, la permanencia simultánea de Calvino con Ignacio de Loyola —tema que ha dado pábulo a repetidos arranques oratorios— es más difícil de probar. Los mejores historiadores piensan que Ignacio llegó cuando Calvino estaba ya abandonando la capital, o que su coincidencia en Montagú no duró sino cosa de pocas semanas.

A principios de 1528 Calvino —joven todavía de dieciocho años— obtenía su título de bachiller en Artes. Pero no era ya para continuar la carrera eclesiástica, sino la de leyes. El atribuyó el cambio algo brusco a una resolución de su padre, convencido de que las leyes enriquecían más que la teología. Puede que ocurriera así. Aunque Calvino nunca profesó cariño a su padre, el temor reverencial pudo inducirle a obedecer. Con todo, es también posible que el anciano, fulminado ya por la excomunión, previera las dificultades que en el futuro pudieran ocurrir caso de que al joven se le suprimieran algunos de los beneficios eclesiásticos con que se sufragaba los gastos. ¿Había estado alguna vez el hijo entusiasmado con la carrera sacerdotal o con lo que significaba el ministerio de las almas? Uno se permite seriamente dudarlo. Al contrario de lo que ocurría con Lutero, el lector de la vida de Calvino apenas halla en él rastro alguno de auténtica vocación o de deseos de tender a la perfección religiosa. De todos modos, el laureado parisiense se dirigió, a empezar sus estudios de leyes, a la universidad de Orleans. El cambio venía dictado por varias razones entre las que hay que incluir la mayor libertad de opinión que aquí gozaban sus profesores. Porque es indudable también que, para aquella fecha, Calvino mostraba abierta inclinación hacia las nuevas ideas, aunque por razones tácticas no hubiera llegado todavía el momento de exteriorizarlas. Beza nos asegura que, por entonces, «habiendo gustado algo de la pura religión (reformada Calvino comenzaba a abandonar las supersticiones papales.

La permanencia en Orleans —y más tarde la de Bourges— iba a polarizar aquellos sentimientos. Los estudios jurídicos no absorbieron todos sus ocios. Las ideas reformistas que invadían el ambiente, ejercían cada vez mayor atractivo sobre él. Los escritos de Lefévre d’Etaples, el apoyo que a las nuevas corrientes daba Briçonnet, obispo de Meaux, la propaganda luterana llevada a cabo por Berquin, y, sobre todo, el entusiasmo creciente por los ideales reformatorias del humanismo, fueron en sus años de formación otros tantos elementos que aumentaban su desafecto hacia la Iglesia. En Bourges —adonde llegó probablemente en 1530— el ambiente era todavía más cargadamente antirromano. En aquella ciudad conoció e intimó con Melchor Volmar, acérrimo luterano, a quien más tarde dedicaría una de sus obras. Allí vivían también varios de los protegidos de la protestantizante princesa Margarita de Navarra. Según, Beza, durante aquellos años Calvino «predicaba con frecuencia la lectura de la Biblia» y todos cuantos se le acercaban, quedaban admirados de su erudición y de su fervor. El menciona también algunos sermones predicados en una pequeña localidad del Berry. Al dueño que le había invitado —y que no era por naturaleza supersticioso— le agradó aquella predicación sobre todo al contrastarla «con los monjes que venían cada año a predicar v lo hacían a la manera de los marmitones para ganar dinero y hacerse famosos». Durante 1530-31 Calvino volvió a París donde asistió a los cursos del Colegio Real fundado por el rey. Entonces se licenció también en leyes. La composición y publicación de su primer libro, un comentario al De Clementia, de Séneca ha dado lugar a discusiones entre los críticos. Para algunos se trata de un mero ejercicio literario compuesto para abrirse camino en el mundo de las letras. Otros, en cambio, quieren percibir en él ciertos resabios de doctrinas reformadas y —en su insistencia en la idea de piedad— una velada súplica al rey en favor de la tolerancia religiosa, precisamente cuando los protestantes franceses pagaban sus novedades con la cárcel o aun con la misma vida. Beza se contenta con darnos el título de la obra, aunque para añadirnos a renglón seguido que ya era Calvino gran amigo del comerciante parisino, Esteban de la Forge, quemado después como hereje y que, para aquella fecha, «habiendo resuelto dedicarse del todo a Dios, trabajaba con fruto entre los demás».

En 1533 se sitúa un episodio llamado a ser —al menos por sus consecuencias— transcendentalísimo en la vida de Calvino. En la capital francesa se agitaban, por entonces, los partidarios y los simpatizantes de la reforma protestante. La presencia de hombres ilustres en el campo de las letras, de la jurisprudencia y del gobierno que al mismo tiempo veían con simpatía las innovaciones luteranas, les daba ánimos para continuar por aquel camino. La actitud del rey dependía un poco de sus relaciones más o menos tirantes con el emperador. En cambio sabían que su hermana, Margarita de Navarra, margarita margaritarum, se había inclinado bastante claramente hacia el protestantismo. Lo decía, a falta de otros innumerables testimonios, la reedición de su obra Espejo del alma pecadora, que en aquel año se ponía a la venta y que acababa de ser censurada fuertemente por la Sorbona. Esta intromisión desagradó a la universidad de París y su rector, Nicolás Coq, quiso manifestarlo públicamente en la inauguración del curso académico. El discurso fue —en medio de su tono moderado— terriblemente explosivo. En él se invocaba la tolerancia para los equivocados; se contraponían la ley y el Evangelio; se formulaba la doctrina de la salvación por la sola fe, y se protestaba contra quienes, llamándolos herejes y seductores, pretendían limitar por la fuerza el avance de la pureza evangélica en los corazones de los creyentes. Coq hubo de darse inmediatamente a la fuga. Calvino, a quien la opinión apuntaba con el dedo como a autor, o al menos como a inspirador del discurso, prefirió también ponerse a salvo abandonando la ciudad. Anduvo rondando de una parte a otra, tratando siempre de entablar contacto con personajes que también estaban jugando con su fe. Llegado a Noyon, hizo renuncia de sus beneficios eclesiásticos, gesto que no fue más que un símbolo de la ruptura con la Iglesia que se había ya efectuado en su alma. «Una vez admitido el principio de la justificación por la sola fe, escribe Imbart de la Tour, aquel espíritu claro y lógicamente rígido debía adivinar las consecuencias. Entre la doctrina de la corrupción total del hombre y la de su valor moral, no hay compromiso posible. Y si es verdad que nada podemos por nosotros mismos, entonces tiene que ser Dios quien nos salve por pura liberalidad. En esta hipótesis, los medios que la Iglesia nos propone, nuestros méritos y los de los santos resultan inútiles. Lo único que vale es la fe sin las obras. A quienes nos digan que éstas son novedades, se les responderá que las de los católicos tampoco se encuentran en los Evangelios. Ni siquiera vale la razón de que la Iglesia ha condenado nuestra manera de ver. ¿Quién sabe si se equivoca la Iglesia?».

 

LA CONVERSION DE CALVINO

 

También en Calvino nos sale al paso el problema, con la enorme diferencia de que aquí contamos con muy escasos elementos con que resolverlo. La versión del interesado es demasiado breve y enigmática. En el prefacio al Comentario de los Salmos, escrito en 1557, dice que la cosa ocurrió subita conversione. He aquí sus palabras:

«Estando yo obstinadamente entregado a las supersticiones del papado, y siendo bien difícil sacarme de un cenagal tan profundo, Dios por medio de una conversión instantánea me domó e hizo difícil mi corazón, el cual, por razón de la edad, estaba demasiado endurecido con aquellas cosas. Habiendo, pues, recibido algún gusto y conocimiento de la verdadera piedad, quedé inflamado por un deseo tan grande de aprovechar que, aunque no abandone todos los estudios, me entregaba ya a ellos con mayor flojedad. Y quedé todavía admirado cuando caí en la cuenta de que antes de pasar un año, todos cuantos deseaban conocer la pura doctrina, se acercaban a mí para aprenderla».

Aun prescindiendo de las estereotipadas referencias a la vida miserable que llevó cuando era católico —un verdadero lugar común en los apóstatas de todos los tiempos— su relato nos arroja muy escasa luz.

Los autores calvinistas se preguntan, ante todo, el significado del adjetivo súbito. Hay unos pocos que lo toman por participio pasivo del verbo latino subiré, con el significado de conversión padecida por el alma (o también conversión causada por Dios) en cuyo caso sobrarían todas las disquisiciones acerca de la subitaneidad de aquel fenómeno. Sin embargo, a la mayoría tal interpretación le parece excesivamente forzada y se atiene al sentido que comúnmente se ha dado a aquella expresión. Entonces el enigma se reduce a buscar en la vida de Calvino indicios suficientes para detectar el momento en que pudo ocurrir aquel fenómeno. Y no parece que los detalles que conocemos de su vida, nos puedan poner en la pista segura para conseguirlo. Por lo cual, la cuestión vuelve a desviarse al estudio de aquellos años que debieron influir mayormente en la maduración de aquel cambio religioso de su paso al protestantismo. Aquí las sentencias se bifurcan. Queda el grupo de los que, con Doumergue, ponen la conversión antes de 1529, es decir, desde el momento en que Calvino, tras las desgracias familiares ya mencionadas, se dejó influir por su primo Olivetano y abrazó —aunque todavía secretamente— las grandes tesis de la teología luterana. Otros, con Pannier, sostienen que Calvino, trabajado fuertemente en Bourges por el luterano Volmar y el grupo de reformados que allí se albergaban, abandonó entonces su antigua fe para entregarse al protestantismo —aunque una vez más— sin exteriorizar aún la decisión que había tomado. Finalmente la escuela de Imbart de la Tour —a quien siguen muchos católicos modernos— prefieren retrasar la fecha hasta 1534, momento cumbre en el que, después de la renuncia formal a sus beneficios eclesiásticos, empezó a propagar claramente sus nuevas creencias y a convertirse en fanático proselitista de la reforma. «Podemos —concluye Wendel— colocar sin gran peligro de error la conversión de Calvino (es decir, el cambio radical que él afirma haberse obrado en su ser) inmediatamente antes del breve viaje que hizo a Noyon para renunciar sus beneficios eclesiásticos».

Al menos los autores de las dos últimas categorías están acordes en conceder un largo período de formación —comenzada probablemente desde 1528— antes de que Calvino se decidiera a dar el paso definitivo. El modo en que se operó aquel cambio tuvo mucho de extraño. Aparentemente no intervinieron en él los motivos de la corrupción de la Iglesia y del clero, tan patentes en otros casos. Al contrario, pensamos que los sinsabores familiares pudieron crear en su alma una repugnancia cada vez mayor a todo lo relacionado con las jerarquías eclesiásticas. Algunos han hablado de «una curva cambiante de tipo puramente intelectual fundada en el intenso estudio de la tradición», así como de «una lenta convicción de que Dios le llamaba a restablecer la Iglesia en su primitiva pureza». La hipótesis, precisamente por lo audaz, necesitaría estar más corroborada por documentos de su historia personal. Es verdad que la conversión de Calvino se lleva a término con una premeditación fría y calculada. Después de consumada la apostasía, apenas parece sentir un remordimiento de conciencia de su acción. El peso de quince siglos de tradición católica, de la autoridad de Roma y del consensus del pueblo creyente, desaparecen como si no significaran nada. En caso de que, durante sus años de estudiante, él hubiera conocido y practicado de modo fiel la religión católica, la nueva actitud sería fatal. Pero creemos que el caso de Calvino pudo ser distinto. A pesar de proceder de familia relacionada con los negocios de la Iglesia, ésta nunca significó para él otra cosa que un ligamen nominal. Desde la edad en que pudo reflexionar seriamente sobre problemas religiosos (pongamos a los 16 ó 18 años) los factores que más influyeron en su formación, no provenían precisamente de los auténticos representantes del catolicismo, sino de individuos dudosamente ortodoxos o —al tratarse de Volmar y de otros— claramente alejados del camino de la verdad. En consecuencia, su paso a la reforma, habría significado más que una apostasía en el sentido genuino de la palabra, un primer contacto viviente con la religión, predicada en este caso por los partidarios del puro Evan­gelio. La misma insensibilidad con que se refiere a las supersticiones y a los errores de su vida pasada, hace plausible esta explicación que, además, disminuiría su responsabilidad ante la historia.

Calvino había tomado la gran decisión. «Desde entonces —escribe Imbart de la Tour— no busca más que un objetivo: propagar su fe. Entra en los círculos evangélicos de París, pequeñas sociedades secretas donde se dan cita todos los iniciados en la revolución religiosa: luteranos, sacramentarios y anabaptistas. Allí encuentra a Servet que ha publicado ya su tratado de la Trinidad y a libertinos espirituales como Pocque. Frecuenta la casa de Esteban de la Forge, quien le pone en contacto con el rico mercader genovés que le introducirá a Farel. Un odio común, el de Roma, unía a todos aquellos revolucionarios. Cualesquiera que fuesen sus creencias individuales, todos coincidían en la idea fija de renovar el cristianismo, en la fe en el advenimiento (segundo) de Cristo y en la necesidad de acabar con Babilonia (Roma). En aquellos círculos donde vivía con nombre falso. Calvino se afirma como maestro, discute, dogmatiza y da a sus hermanos el testimonio público que de él esperan». Aquel mismo año de 1534 estalló la revuelta de las planearías que bastó para despertar a Francisco I (protestantizante en política cuando se trataba de hacer causa común contra Carlos V) mostrándole el peligro encerrado en aquellas amistades. La reacción no se hizo esperar. Los evangélicos —y entre ellos Calvino— tuvieron que darse a la huida. «Viendo —relata Beza— el pobre estado en que estaba cuanto a la religión el reino de Francia, decidió ausentarse para vivir más pacíficamente y según su conciencia».

A las pocas semanas se encontraba fuera del país. Visitó Basilea, Metz y Estrasburgo, haciendo también una parada en la corte de Ferrara, Italia, convertida en nuevo asilo de herejes bajo la protección de otra dama aristocrática, vacilante en la fe, Renée de Francia. Vivía ya entregado en cuerpo y alma a la lucha contra las prácticas católicas, contra la Misa y las indulgencias. El antes tímido picardés se desboca también contra el clero (llamando a los sacerdotes villanos, ladronzuelos y robadores) o se pone a aconsejar al obispo electo de Olorón para que se desprenda de su mitra y de sus ornamentos. Los protestantes, objetos de persecución, se convierten a sus ojos en personas fieles y santas o en santos mártires de la fe. Desde principios de 1535 establece su residencia en Basilea. Su ocupación principal no es, por el momento, el entablar contacto personal con las gentes de aquella ciudad, prácticamente ganada a la Reforma. Se dedica de lleno —y con la perseverancia tenaz que sabe poner en sus cosas— a la redacción de una obra que contenga en síntesis las bases de su nuevo edificio teológico. Consulta la Biblia, estudia los tratados patrísticos, lee intensamente a Lutero, Melanchton y Bucero —o hasta acude a los textos de la dialéctica y de la filosofía escolástica abandonados desde los años de Montagu— para extraer de ellos los materiales de su producción. El esfuerzo se ve coronado por el éxito, para fines de año. En 1536 los libreros de Basilea muestran a sus ávidos lectores el nuevo libro: Christianae Religionis InstitutioJoanne Calvino Noviodunensi auctore. Es como la presentación en sociedad de las doctrinas de una nueva iglesia reformada. Las gentes se lo quitan de las manos y en pocas semanas se ha agotado la primera edición. Calvino logra aquí la inmortalidad. «El calvinismo todo entero —dice Imbart de la Tour— está en el Institutio, obra capital que su autor nunca se cansó de revisar y de enriquecer. Fue verdaderamente el libro del pueblo. Y su éxito nos explica el enorme desarrollo del calvinismo, no sólo en los países católicos, sino aun en el seno mismo de la Reforma». Hasta entonces, el nombre de su autor no había figurado como el de un maestro, sino a lo más como el de un joven de talento, capaz de servir bien a la causa. «Pero aquel tratado, sólidamente pensado y claramente escrito, dio a muchos de sus partidarios la certeza de que ya tenían su código, su catecismo y el libro fundamental de la nueva doctrina».

 

EL CHRISTIANAE VITAE INSTITUTIO

 

La obra cumbre de Calvino pasó por diversas ediciones —todas ellas notablemente retocadas— hasta la definitiva de 1559. Durante la vida del autor, vieron la luz siete ediciones latinas y diez francesas, y lo que había empezado como un mero manual, terminó siendo una verdadera summa. La de 1536 que, comparada con las últimas, se parecía más a un esbozo que a otra cosa, estaba calcada en los escritos de Lutero, desde sus Catecismos, la Exposición del Símbolo y de la Oración dominical, hasta sus tratados sobre el Cautiverio de Babilonia y sobre la Libertad Cristiana. Lo precedía un famoso Prefacio, «nervioso, escrito en un lenguaje lleno de recuerdos bíblicos, pleno de convencimiento y propia seguridad», dedicado al rey de Francia para pedirle, no la mera tolerancia, sino los plenos derechos para sus compatriotas partidarios de la Reforma. La segunda edición, de 1539, que sirvió de modelo a la traducción francesa de 1541, aparecía muy ampliada y con influjos claros del pensamiento de Melanchton. Así, por ejemplo, el capítulo sobre los sacramentos estaba calcado en los Loci Theologici de aquél. Las disensiones con los anabaptistas le habían inducido a añadir capítulos en defensa del bautismo, de la penitencia y de la justificación. La propaganda hecha por Miguel Servet justificaba sus amplificaciones en el capítulo de la San­tísima Trinidad. En la edición de 1559 —corregida o al menos vigilada por Calvino— se había alcanzado la madurez y se notaba una mayor coherencia en el desarrollo de los temas. «Nunca —escribe Wendel— había llegado su autor a dominar tan bien la materia que tenía a mano; y nunca tampoco se había esforzado tanto en escribir con objetividad. En cambio, por lo que toca al tono general y al estilo, los resultados eran menos satisfactorios. Quedaban todavía muchos pasajes de carácter polémico como pruebas evidentes de la irritabilidad y de la vehemencia que a él tanto le costaban dominar. Mucho más que en las primeras ediciones, el escritor se entregaba a vapulear a sus adversarios con múltiples y malsonantes epítetos, tan poco en consonancia con su exposición mesurada y de apariencia científica».

Un brevísimo resumen nos mostrará el esqueleto y la marcha del pensamiento del reformador en este opus magnum de su teología. Se divide, en la forma ya clásica de la época, en cuatro libros y cada uno de éstos en diversos capítulos. En el primero trata del conocimiento de Dios, creador y soberano del mundo. La verdadera sabiduría consiste en conocerle a Él y conocernos a nosotros mismos. Son dos cosas inseparables, ya que el hombre no se conoce verdaderamente a sí mismo fuera de la presencia de la santidad absoluta de Dios y no conoce realmente a Dios hasta que no penetra en su propia miseria espiritual. Calvino prueba con frases lapidarias cómo Dios ha impreso en el corazón humano su propia imagen hasta el punto de hacerlo inexcusable de los pecados que comete. Pero como la naturaleza humana ha quedado totalmente corrompida por el pecado original, es necesario acudir a la Sagrada Escritura cuya autoridad queda confirmada por el Espíritu Santo en el alma del creyente: «la Escritura tiene con qué manifestarse a sí misma; es un sentimiento tan claro e infalible como el que tienen las cosas blancas y negras para mostrar su color, o las cosas amargas y dulces para revelar su sabor». A fortiori esta revelación bíblica nos es necesaria para conocer el misterio de la Santísima Trinidad, la creación y la providencia. Esta se manifiesta en la voluntad soberana de Dios que gobierna el mundo para su gloria, plegando a sus designios a las criaturas buenas y malas y obligando al mismo demonio a cooperar para el bien de sus escogidos. Pero entonces, el hombre carente de libertad y obligado a seguir en todo lo que ha sido decretado desde la eternidad acerca de él, hace también a Dios responsable de los mismos pecados. Calvino se ve cogido; aduce textos escriturísticos fuera de lugar para probar su afirmación y, al fin, deja a sus lectores con esta ambigua respuesta: «cuando Dios realiza por medio de los malvados lo decretado en su consejo secreto, ellos no quedan sin embargo excu­sados como si hubiesen obedecido a su mandato (el de Dios), que ellos violan y destruyen en cuanto está en sí mismos dejándose llevar de su maldita concupiscencia».

El segundo libro desarrolla la doctrina del conocimiento de Dios redentor. Calvino se limita en esta parte a seguir las huellas luteranas. Por el pecado original, el género humano queda sometido a la maldición de Dios, y sus fatales consecuencias penetran hasta lo más íntimo de nuestro ser: «el pecado original es una corrupción y perversión hereditaria de nuestra naturaleza; sus efectos se difunden por todas las partes del alma y después de hacernos culpables de la ira de Dios, producen en nosotros las obras que la Escritura llama obras de la carne». Privado del libre albedrío, el hombre queda sujeto a una miserable esclavitud y todo cuanto hace es pecado. En este punto se equivocaron todos los Padres de la Iglesia, menos San Agustín, y ello por meterse en filosofías que no eran de su oficio. Como, por otro lado, el hombre peca voluntariamente, los pecados se le convierten en otras tantas causas de condenación. Su única esperanza de salvación está en Jesucristo, anunciado en el Antiguo Testamento y encarnado por nosotros en el momento prefijado por Dios. Es El quien con su muerte en la Cruz, nos ha merecido la salvación y la gracia necesaria para obtenerla.

El libro tercero lleva por título: «De la manera de participar de la gracia de Jesucristo; de los frutos que se derivan de ella; y de los efectos que se seguirán de la misma». Es, bajo muchos puntos de vista, la parte más importante de su teología. Comienza por explicar lo que es la inspiración del Espíritu Santo y cuáles son sus efectos en el alma. El principal de ellos es la fe que se nos define como «un firme y cierto conocimiento de la buena voluntad de Dios hacia nosotros que, estando fundada en la promesa gratuita hecha en Jesucristo, se revela a nuestro entendimiento y queda sellado en nuestro corazón por el Espíritu Santo». La fe pro­duce la auténtica penitencia y la regeneración restaurando en nosotros la imagen divina con la mortificación de la carne y la vivificación del espíritu. Se continúa por grados hasta alcanzar la vida eterna. En todo esto, el reformador refuta la teoría católica de las buenas obras, de la mortificación y de las indulgencias. Introduce también, aunque un poco fuera de lugar, una explicación más amplia de la doctrina luterana de la justificación por la sola fe a la que llama el artículo principal de la religión cristiana. «Se dice justificado delante de Dios aquél que es reputado como justo ante su juicio y agradable a su justicia». O también: «se dice justificado por la fe el que, estando excluido de la justicia de las obras, aprehende por la fe la justicia de Jesucristo, revestido de la cual, aparece ante la justicia de Dios, no como pecador sino como justo». Siguen sus capítulos sobre la libertad cristiana y sobre la oración, desplegando al mismo tiempo sus furias contra el culto de los santos tal y como lo practican los católicos. Luego vienen sus doctrinas sobre la elección y la predestinación. Dejando para más tarde el estudio de este problema, bástenos por el momento retener la definición solemnemente dada por su autor: «llamamos predestinación el consejo eterno de Dios por el que Él ha determinado lo que quiere hacer con cada hombre. Porque no los ha creado a todos en la misma condición, sino que los ha ordenado a unos a la vida eterna y a otros a ser para siempre condenados». Con la particularidad de que, al hacerlo así, es el hombre quien se condena a sí mismo y la justicia de Dios la que queda siempre glorificada.

En el cuarto libro Calvino trata de los medios externos que Dios emplea para invitar a los fieles a ir a Jesucristo y para tenerlos unidos con El. Son la Iglesia y los sacramentos. Aquélla tiene dos aspectos: como iglesia invisible (de hecho la única verdadera) está compuesta de solos los predestinados y es, por lo tanto, conocida en su totalidad a solo Dios; como iglesia visible contiene a todos aquéllos que hacen profesión de honrar a Jesucristo, y está compuesta en buena parte de falsos cristianos que, en cuanto excluidos de la eterna predestinación, nunca alcanzarán su eterno destino. Las características de esta comunidad visible son la predicación recta del evangelio, la administración de los sacramentos y el ejercicio de la disciplina y de la caridad eclesiástica. Los sacramentos, meros sigilos con que Dios confirma las promesas hechas, son dos: el bautismo y la Cena. El libro termina con un largo tratado del régimen administrativo de la Iglesia y de sus relaciones con el estado. Calvino, que pretende establecer la Iglesia primitiva, empieza su labor vomitando sus iras contra Roma. Hay párrafos tan duros —en el fondo, si no en la forma— como los peores salidos de la pluma de Lutero. A sus ojos, la única imagen aplicable es la de Babilonia y no la de la Ciudad Santa de Dios. A su lado, el estado ha sido instituido para que los hombres no blasfemen de Dios; para que sus intervenciones ayuden a la conservación de la Iglesia y a la paz de la sociedad. Los regímenes le son indiferentes, aunque él se incline más al aristocrático. El deber de los ciudadanos para con el estado sólo tiene un límite: el de la obediencia a los mandamientos de Dios que nunca deben ser violados.

Como ocurre en casos parecidos, los juicios que se han hecho de la obra literaria calviniana son muy diversos. En general, los protestantes reformados se entusiasman ante su estructura orgánica, su estilo y su profundo contenido doctrinal. «Trátase — dice McNeill— de uno de los pocos libros que han afectado profundamente la historia. En sus páginas la expresión humana queda vivificada y ele­vada por la palabra de Dios y empleada de nuevo para comunicar a los demás, con profunda convicción e incontenible elocuencia, su divino mensaje. No es tanto la lógica cuanto el vigor de su verbo y su extraordinario poder de comunicación, lleno de convencimiento y de emoción religiosa, los que hacen de su autor uno de los moldeadores de la inteligencia moderna». Entre los católicos, hay quienes participan de los mismos encomios y quienes reciben de su estudio y análisis muy diferente impresión. «Su lectura —comenta tal vez exageradamente Cristiana— causa ante todo un colosal aburrimiento mezclado de indignación, no solamente por las explanaciones y repeticiones de que está lleno, sino sobre todo por razón de la monotonía de las injurias lanzadas por su autor a sus adversarios y en especial a la Iglesia católica, que había sido la de su niñez y de su juventud». Imbart de la Tour, generalmente tan sereno en sus apreciaciones, se fija en la obra calviniana como en el único conato llevado a cabo para salvar en aquellos momentos críticos a un protestantismo que se debatía en direcciones contrarias y corría peligro de deshacerse en un marasmo de corrientes antagónicas. «El genio de Calvino —añade— consistió en comprender que si la nueva fe trataba de reemplazar a la antigua Iglesia, lo debía hacer encontrando su fuerza unitaria y su universalidad. Esta idea dominará tanto su doctrina como su acción. Su obra consistirá en discernir entre las aspiraciones contrarias de la revolución religiosa; en formar un cuerpo doctrinal que se adapte a todos los espíritus; en independizar suficientemente a la Iglesia de las ataduras del estado; en dotar al protestantismo de un dogma definido, de una moral rígida y de una disciplina rigurosa con el fin de oponerlas al individualismo religioso, a la independencia de costumbres y a los egoísmos nacionales; en otras palabras, en reconstruir fuera y contra el catolicismo, otro catolicismo fundado únicamente en la Palabra de Dios». La apreciación no nos explica cómo esa estructura calvinista —que en su descripción nos aparece indestructible— empezó al cabo de pocas generaciones a resquebrajarse o, lo que es peor, a convertirse en fuente de cismas internos, de controversias doctrinales y de nuevas divisiones sectarias. Pero, en fin, quede como está, porque tal pudo ser el programa —abor­tado antes de nacer— del reformador francés.

 

LA PRIMERA REFORMA GINEBRINA

 

Tras una breve permanencia en su patria, Calvino decidió retirarse a Estrasburgo que, con su colonia de refugiados franceses adictos a la Reforma, le ofrecía excelente campo de trabajo. Por razón de las hostilidades, hubo de desviarse del camino recto y pasar por Ginebra. «Aquí —escribirá él mismo más tarde— el Papado había sido arrojado por obra de la buena persona, que ya he nombrado Farel) y del maestro Pedro Viret. Pero las cosas no estaban todavía arregladas y había disensiones peligrosas en la ciudad. Fue entonces cuando un personaje (que ahora se ha rebelado villanamente y se ha vuelto a los papistas: Tillet) me descubrió y me presentó a los demás. A esto Farel (quien ardía en celo de propagar el Evangelio) hizo todos los esfuerzos para retenerme; pero cuando vió que yo tenía algunos estudios particulares y necesitaba paz y tranquilidad, y se convenció de que con las súplicas no iba a ninguna parte, empezó a imprecar y a amenazarme con que Dios maldeciría mis estudios y mi descanso si, en una necesidad tan grave, me retiraba y me negaba a auxiliarles. Aquella palabra me espantó y me estremeció hasta el punto que desistí de continuar mi viaje».

La ciudad estaba pasando por una crisis religiosa muy profunda. Su catolicismo, al menos durante los últimos tiempos, no había sido excesivamente fervoroso y la conducta no suficientemente santa del Obispo había empeorado la situación. Había también peligro de que Berna, ganada ya al protestantismo y rival de Ginebra, impusiera sobre ésta su voluntad. Al frente de los reformadores ginebrinos estaba el francés Guillermo Farel, discípulo de Lefévre d’Etaples, que desde 1526 rondaba por los cantones suizos sembrando doctrinas reformistas. Las ganancias habían sido notables. El país, trabajado ya por Zwinglio y otros innovadores, ofreció en general poca resistencia. Y Farel, forzudo, orador de fácil palabra y sostenido por varias facciones políticas, pudo poco a poco hacerse dueño de la situación. En 1532 se instaló en Ginebra donde, al cabo de dos años, fundó la primera capilla reformada. En 1535 habló desde el mismo púlpito de la catedral. Una parte del pueblo le siguió y, dando rienda a su furia iconoclasta, se puso a romper imágenes, destruir capillas católicas y a hablar en público contra la Santa Misa y el estado sacerdotal. Pasando adelante, creyó llegada la hora de reorganizar la vida administrativa ciudadana a base de consejos concéntricos y de magistrados. Allí, el 21 de mayo de 1536, «los ciudadanos reunidos prometieron con las manos en alto vivir según la Palabra de Dios y abandonar la idolatría (romana)».

Calvino entró en escena precedido del renombre que le daban sus actividades anteriores, la popularidad de su Christianae Religionis Institutio y las maravillas que contaban, de él las gentes de la región. Pero, frío y calculador, no quiso arriesgarse ni dejarse llevar de las alabanzas. Empezó sus tareas como «lector de Sagrada Escritura en la iglesia de Ginebra». Pero sus conocimientos teológicos, la claridad de expresión y aquel atractivo extraño que parecía salir de su cuerpo, lo dieron pronto a conocer. Se le llamó a tomar parte en los asuntos administrativos de la iglesia local e intervino con éxito en un pleito que tema dividida a la comunidad protestante de Lausana. Con todo, externamente, no era más que un predicador. «Poco después —refiere Beza— fue elegido como pastor. Designado así por la aprobación legítima de la iglesia, escribió un breve formulario de confesión (de fe) y de disciplina para dar forma a la nueva comunidad. Redactó también un catecismo que contenía en breves puntos el sumario de la religión».

No tardó, sin embargo, en caer en la cuenta de que la situación requería algo más que una reforma meramente religiosa. El nuevo Evangelio tal como lo concebía él, debía hacer algo más que regular la vida espiritual del hombre cuando, una vez por semana, asiste al servicio dominical. La religiosidad calvinista apareció desde los comienzos totalitaria y absorbente. Y, prosigue Beza, «como viesen él y sus pastores que había (entre los fieles) un gran desprecio de los sacramentos, sobre todo de la Santa Cena, y no se sabía si muchas de las gentes habían renunciado a las supersticiones papistas, mandaron a los magistrados que llamasen al pueblo en grupos de diez y le exigiesen juramento de la nueva fe. Y se halló que la decisión era buena y que el pueblo, obligado por las autoridades, obedecía alegremen­te». De hecho, hubo numerosos intentos de plegar a la población al nuevo orden de cosas. Cuando los mandatos eran meramente externos, las autoridades se bandearon más o menos bien. Pero al querer sujetar a las gentes a someterse a la confesión de fe calvinista, las cosas se pusieron mucho peor. Las visitas de los funcionarios a las casas con el fin de arrancar a los cabezas de familia su asentimiento, terminaron en ruidoso fracaso. Decidieron entonces reunir a la población en la catedral con la esperanza de que, en público y por temor a los castigos, serían pocos los recalcitrantes. Pero la experiencia tuvo como único resultado un elevado número de abstenciones. «Por el momento —escribe Wendel— la obligación impuesta a los ginebrinos de suscribir la Confesión, se manifestó como un error debido a la inexperiencia política de Calvino». Los católicos cayeron también en la cuenta de que eran muchos —sobre todo unidos a los protestantes adversarios del calvinismo— los que se oponían a las reformas. A esto se añadió el disgusto de la masa popular, reacia a la vida reglamentada que se le quería imponer, sin fiestas ni diversiones, con comisarios encargados de vigilar sus acciones y obligados a asistir a largos servicios religiosos.

Y como Calvino exigía no solamente el cumplimiento de las órdenes, sino tam­bién amplios poderes para castigar a sus transgresores, la primera experiencia ginebrina, fue de escasa duración. Tampoco faltaron dificultades de otro género. Un protestantizanteCaroli, había acusado a Farel y a Calvino de sostener doctrinas arrianas. Cuando el último, aun negando las acusaciones, no quiso suscribir en público las fórmulas de fe de los Apóstoles y del Concilio de Nicea, empezó a perder el prestigio que hasta entonces le había acompañado. En abril de 1536 el Consejo de la Ciudad publicó un bando de destierro contra los dos reformadores. Beza, en su habitual buena fe, atribuyó aquellos decretos a las maquinaciones de Satanás. Farel escapó a Neuchátel mientras Calvino tomaba la vía de Estrasburgo. Los reformistas franceses le tributaron una calurosa acogida. Instalado entre ellos, predicó con frecuencia, trabajó intensamente en las nuevas ediciones de su obra doctrinal, continuó una frecuente correspondencia con amigos y simpatizantes, asistió a las diversas conferencias religiosas que se tenían entre los luteranos y el emperador, y hasta halló tiempo para casarse. «Como ves —había escrito poco antes a un amigo— yo, adversario del celibato, no me he casado nunca ni sé si lo haré. Caso de decidirme, sería para consagrar mi tiempo al Señor y desemba­razarme de los enredos de la vida». Parece que esta vez prevalecieron tales ra­zones y los consejos de Bucerexdominico y casado también con una exreligiosa. A éste —dice Wendel— «le gustaba rodearse de amigos casados, tal vez por el deseo inconsciente de justificar su propio casamiento con el de la conducta de los demás». Por eso se puso a buscar compañera para su maestro. La suerte cayó sobre Idelette Bure, viuda de un anabaptista, «mujer —escribe Beza— grave y honrada con quien (Calvino) vivió pacíficamente hasta que el Señor la llevó hacia Sí sin dejar hijos, pues, aunque tuvieron uno, se les murió inmediatamente».

Pero la estancia en Estrasburgo no iba a prolongarse mucho. En Ginebra las cosas iban de nuevo mal. Por una parte, a los primeros conatos de implantar el puritanismo, había seguido un grave relajamiento moral aun entre los mismos que habían abrazado la Reforma. Los pastores de diversas tendencias no se entendían entre sí. El partido católico, animado por las exhortaciones del Cardenal Sadoleto, parecía cobrar ánimos. Pero, sobre todo, las amenazas de la ciudad libre de Berna podían terminar en abierta hostilidad o en la pérdida de la independencia de Ginebra. Los partidarios de la reforma persuadieron a las autoridades ciudadanas que aquel caos necesitaba un remedio drástico y que para lograrlo sólo había una mano fuerte, la de Calvino. Este, tras muchas protestas de que «prefería mil muer­tes a aquella cruz» —cosa que los acontecimientos subsiguientes iban a demostrar contraria a la verdad— se decidió a aceptar la invitación y emprendió el camino de regreso. Lo hacía, además, poniendo condiciones: los ginebrinos habían de obtener para ello el consentimiento de Berna; él se llevaría consigo a los grupos más adictos de reformados franceses residentes en Estrasburgo; exigía finalmente mano libre en el arreglo de los negocios de la ciudad. Esta dio su asentimiento. La entrada fue triunfal. Ginebra daba —al menos externamente— muestras de arrepentimiento. El pueblo, cuenta Beza, fue más feliz que los antiguos hijos de Israel quienes, por haber rechazado a Moisés, vieron su liberación retrasada durante cuarenta años. Ginebra, al rechazar a Calvino y a sus compañeros, merecía «haber sido condenada a la perpetua tiranía del demonio y del anti-Cristo romano», pero la providencia no permitió que el destierro del libertador durara más de tres años.

 

GINEBRA. LA CIUDAD-IGLESIA

 

La reforma de Calvino se identificará, al menos en la mente popular, con la protestantización de Ginebra. Sus doctrinas se extenderán a las más apartadas regiones del mundo. Pero sólo la ciudad situada a los bordes del Lemán sabrá en su propia carne lo que es el calvinismo integral —moral, dogmático y político— o cuál es su significado cuando se llevan sus principios hasta las últimas consecuencias. «La primera creación de Calvino —escribe Imbart de la Tour— fue un libro: el Institutio; la segunda fue una ciudad: Ginebra. Libro y ciudad se completan. Aquélla es la doctrina formulada; ésta la doctrina aplicada» En el siglo XVI Ginebra era una pequeña ciudad de unos 12.000 habitantes que a pesar de hallarse en un cruce de caminos entre Suiza, Francia e Italia, conservaba todavía su aire de provinciana y, por supuesto, no podía compararse con los grandes cen­tros literarios o culturales de otras poblaciones europeas. Ha pasado a la historia porque fue la ciudad de Calvino. «Fue él quien la arrancó de su pasado, haciéndole perder su individualidad y su nacionalidad, y transformándola con su doctrina y su persona hasta darle categoría universal».

El reformador puso inmediatamente manos a la obra. La ciudad tenía ya su engranaje administrativo (su Pequeño Consejo, el Consejo de los Sesenta y el de Doscientos, con sus síndicos y magistrados), pero se trataba de reorganizarla con miras a una implantación perfecta de la Reforma. En última instancia se buscaba también colocar el mando bajo un hombre que, llamándose inspirado, pretendía regirlo todo en nombre de Dios. Valiéndose de las experiencias habidas en Estrasburgo, Calvino elaboró las famosas Ordenaciones Eclesiásticas que fueron aprobadas por el Consejo General el 20 de noviembre de 1541. Aparentemente no tenían más objeto que determinar los oficiales de la iglesia por él creada; de hecho iban a convertirse en instrumentos eficaces de la administración y aun de su política. Calvino distinguía cuatro grados de oficiales eclesiásticos: pastores, doctores, ancianos y diáconos, «todos ellos instituidos por Nuestro Señor para el gobierno de la Iglesia». Los pastores debían anunciar la Palabra de Dios, adoctrinar, amonestar y reprender tanto en público como en privado y administrar los sacramentos. Para ello debían pasar por un riguroso examen intelectual y moral y recibir la ordenación por la imposición de manos. Calvino había señalado hasta el último detalle sus funciones, el número de veces, el sitio y el tiempo en que tenían que predicar, etcétera. El oficio de los doctores —o maestros— era «enseñar a los fieles la sana doctrina a fin de que la pureza del Evangelio no quedase corrompida por la ignorancia y las malas opiniones». A su cargo correría también la educación cristiana de los niños y jóvenes con miras a prepararlos tanto al pastorado como al gobierno civil. Los ancianos tenían un oficio más concreto y menos propiamente eclesiástico: vigilar sobre todos los grupos de fieles y castigar a los transgresores de la ley. Debían de ser «gentes de vida honesta, sin reproche posible y sobre todo espiritualmente prudentes y temerosos de Dios». Su elección había de llevarse a cabo con el mayor esmero de entre los miembros de todos los organismos estatales y aun, a poder ser, de los diferentes barrios de la ciudad. Los diáconos debían, por su parte, atender a las necesidades materiales de los fieles, repartiendo caridades, acudiendo a los hospitales, etc. A su cuidado estaba también tomar las medidas conducentes a evitar la mendicidad.

Al frente de la comunidad ciudadana había dos comisiones: la Vénerable Compagnie que, compuesta de pastores y doctores, se encargaba de las cuestiones de enseñanza y del nombramiento de los eclesiásticos y el Consistorio, formado por seis pastores, doce seglares ancianos y cuatro alcaldes. Todos ellos debían estar elegidos entre los miembros de los diversos Consejos de la ciudad. Teóricamente estos organismos gozaban de cierta independencia. «Sin embargo —confiesa Wendel—, era Calvino el dueño del Consistorio. Cuando se examinan los documentos, uno se encuentra por todas partes con huellas de sus intervenciones». Conservó el título de presidente ordinario y la historia lo ha conocido con el nombre de Juez-fiscal de Dios o también de magistrado supremo de la democracia. Por voluntad suya, el Consistorio estaba investido de poderes supremos de censura, de excomunión y aun de todas aquellas atribuciones que el Santo Oficio se reservaba para sí mismo sólo en casos de excepción.

Elegidos así los instrumentos de control y ayudado por un buen número de colaboradores (sobre todo de refugiados franceses, ya que los ginebrinos mostraban poco entusiasmo), Calvino empezó a poner en práctica su programa. Dos eran los aspectos que le interesaban dirigir: el religioso y el moral. En el primero, al igual que los demás caudillos del protestantismo, empezó por destruir todo aquello que a los fieles pudiera unir todavía a la Iglesia católica. Ante todo la depuración de todos los restos de lo que él denominaba abominación papal, empezando por el juramento con el que se comprometían a la reforma del santo evangelio. Poco a poco fueron desapareciendo —al menos externamente— los vestigios de la antigua Iglesia. Quedó suprimido el culto; se destruyeron las imágenes; se sustituyeron los nombres del santoral cristiano por otros tomados del Antiguo Testamento; se persiguió con saña y con multas a los vendedores de ornamentos sagrados y de cirios; a quienes invocaban a la Virgen o a los santos; a quienes rezaban en latín o «se entretenían en la horrible práctica de orar por los difuntos». Quedaron prohibidos los matrimonios mixtos, las fiestas del calendario cristiano, los ayunos y las abstinencias. Para los culpables, el reformador tenía reservados sus castigos: la presentación ante el tribunal; la reprimenda pública; la multa o la cárcel. A algunos que se habían atrevido a proferir que el Papa no era el anti-Cristo, sino una persona de bien por su conducta y por las caridades que hacía, se les declaró culpables de superstición sometiéndoles a las penas correspondientes. «Todo habitante de Ginebra —escribe Imbart de la Tour— debía participar no solamente de la religión del estado, sino aun de los odios oficiales del mismo».

En el aspecto religioso —de imposición del calvinismo como religión del estado y de cada uno de sus miembros— la labor de Calvino fue igualmente totalitaria. El ginebrino desconfiaba de los individualismos. Las experiencias de Lutero, y sobre todo los desórdenes de los anabaptistas, le habían servido de escarmiento. Dentro de su iglesia todo el mundo debía creer las mismas cosas, seguir una liturgia común, someterse rígidamente a una autoridad. «Es necesario —dirá— que en la iglesia cristiana exista una política uniforme y que los que forman un mismo cuerpo, sigan también una misma manera de proceder» A esto ayudarían dos normas generales: nadie, sin consentimiento suyo, podría escoger ministros de otra comunidad; y la excomunión lanzada contra uno, debería ser escrupulosamente observada por todos los demás. «En materias litúrgicas, la igualdad llegaba a extremos tales que, aun dentro de la Iglesia católica, habrían juzgado insoportable. Sus discípulos, al salir de Ginebra hacia diversas partes del mundo, llevaron consigo un mismo código dogmático y moral; una ley, la Biblia, ante la cual todos debían doblegarse. Su jefe único fue Calvino quien, si teóricamente carecía de las prerrogativas de un jefe de estado, de hecho ejerció la más estricta dictadura, apoyándose en el Consistorio al que imponía sus puntos de vista, sus directivas y sus decisiones. Si, de nombre, Ginebra continuó llamándose república, en la práctica fue una ciudad totalmente sometida al más severo poder religioso. La moral cristiana para reinar, hubo de imponer sobre todos una disciplina total, colectiva e individual, exterior e interior» Una mañana las gentes de la ciudad vieron que unos hombres levantaban en cada plaza una horca con una inscripción que decía: «Para quien hable mal de monsieur Calvino». El aviso era elocuente y todos entendieron su significado.

Al régimen se le han dado varios apelativos: bibliocracia, teocracia, hierocracia, clerocraciacristocracia, etc.

 

EL REGIMEN GINEBRINO ANTE LA HISTORIA

 

Se ha escrito mucho sobre las características de aquel régimen, la estrechísima vigilancia ejercida en relación con la vida de los ciudadanos, la reglamentación de los más mínimos detalles de su existencia, los castigos impuestos a sus transgresores, etcétera. Todo ello nos da un cuadro incomparablemente más tétrico de lo que nunca soñaron los hombres de la Inquisición. «Calvino y su Consistorio —dice Walker— censuraron a los delincuentes sin distinción de personas ni de edades. Hombres y mujeres debieron de responder sobre sus conocimientos religiosos, de las críticas hechas contra los pastores, de su ausencia a los sermones, de sus prácticas supersticiosas, de sus querellas familiares así como de sus pecados más graves. Castigaron a una viuda por haber rezado un responso en la tumba de su marido; a alguno por haber pedido la buena ventura al agorero; a un orfebre por haber labrado un cáliz; a otros por decir que la llegada de los refugiados franceses había aumentado el coste de la vida, por haber danzado o por poseer en casa un ejemplar de la Leyenda Aurea; a un barbero por haber hecho la tonsura a un sacerdote; a ciertos individuos por haber metido ruido o por haberse reído durante el sermón; a uno por leer el Amadís de Gaula y a otro por cantar una letra satírica contra Calvino». Otro de los métodos favoritos de represión fueron los edictos, y las consiguientes multas (o castigos mayores) para quienes se atreviesen a conculcarlos. Quedaron prohibidos los juegos de cartas y de azar. Se cerraron las tabernas reemplazándolas por abadías (una en cada sector) en las que se podía comer y beber discretamente matando además el ocio con la lectura de la Biblia. Las prohibiciones alcanzaron también a las canciones deshonestas para terminar a raja tabla con las representaciones teatrales que no estuvieran inspiradas en motivos bíblicos. El Consistorio reglamentó los banquetes, hasta determinar el número de platos y la forma de las servilletas. Naturalmente la moda no pudo escapar y pronto aparecieron edictos determinando las dimensiones de los trajes femeninos y aun la forma de sus zapatos.

Y no había manera de librarse de aquella legislación. Allí estaban sus oficiales para hacerla cumplir. Desde 1537 Calvino había pedido al Consejo el nombramiento de «alguaciles de las buenas costumbres» para cada uno de los distritos. Ocho años después prescribió la visita domiciliaria trimestral. En ellas, tras un riguroso examen, se cercioraban de que no quedaba en las paredes de la casa ningún símbolo de superstición; de que allí reinaban las buenas costumbres y de que los miembros de la familia asistían regularmente a la iglesia. Con aquellos datos, se hacía una lista general de la población dividida entre los piadosos, los tibios y los rebeldes. «A la vigilancia legal había que añadir la policía oculta formada por un ejército de chivatos, de espías, de vecinos y hasta de parientes con quienes se codeaba en los banquetes, en las calles o en el trabajo, hombres y mujeres siempre dispuestos a sonsacar el secreto y a denunciar; delatores de profesión que llenarán con sus denuncias las prisiones, o conducirán sin escrúpulos a sus acusados al destierro o a la horca. Nunca ha existido una inquisición más sabia y rigurosa, puesta al servicio de la ortodoxia, y tampoco jefe de iglesia que haya tenido en sus manos con tanto rigor los espíritus, las conciencias y las vidas mismas de todo un pueblo»

Porque a los culpables se les aplicaba rigurosamente la ley. Los castigos variaban entre una simple reprensión, las multas —a veces muy pesadas—, los períodos más o menos largos de cárcel, el destierro, la excomunión y la última pena. Existía un catálogo para las diversas transgresiones, pero su aplicación dependía en gran parte del mismo Calvino. Los pecados contra la fe, la blasfemia contra Dios, la idolatría, la creencia en los espíritus, la fornicación y el adulterio, se castigaban ipso facto con la pena capital. Se calcula que, entre 1546 y 1564, hubo en Ginebra y sus alrededores unas ocho mil personas que sufrieron uno u otro género de castigo. De ellas casi un millar fueron sentenciadas a la cárcel, quinientas fueron ejecutadas y unas sesenta y seis arrojadas de sus confines. Calvino era terriblemente vindicativo y no perdonaba a sus enemigos. El caso más sonado fue el del médico español, Miguel Servet, a quien, por negar el misterio de la Santísima Trinidad, mandó quemar a fuego lento en la hoguera. Andaba desde hacía tiempo tras él; había escrito diversos tratados contra sus detestables errores en los que se demostraba además que es lícito castigar a los herejes. Servet se aventuró a presentarse en la ciudad, pero pronto fue apresado y condenado al último suplicio. Por ello Calvino mereció el título del nuevo Calígula. Gibbons decía que la ejecución del gran médico aragonés le apenaba más que todas las llamas de los autos de fe de las inquisiciones de España y Portugal. Pero hubo otros muchos que, por menores motivos —o por sola una injuria al reformador— pagaron su audacia con el mismo castigo. «Servet —dice Wendell— padeció la misma suerte que centenares de herejes y anabaptistas habían sufrido antes de él de manos de autoridades protestantes de toda clase». Tenemos aquí una nueva faceta del hombre que por sí y ante sí se arroga la autoridad sobre la vida de sus semejantes en la persuasión de que con ello purifica la Iglesia y la devuelve a su primitivo estado. ¿Se trataba de instintos personales de crueldad o de un hombre alucinado que se creía llamado por Dios a reformar el mundo según las normas del puro evangelio?

Para no terminar con una nota tan lúgubre el período ginebrino, digamos unas palabras de una institución de tipo educativo llamado a tener gran influjo en la historia de la reforma. Calvino estaba poco satisfecho de la formación que hasta entonces tenían muchos de sus pastores. La indoctrinación era insuficiente y eran muchos los que, en momentos de dificultad, se desalentaban o volvían al catolicismo. Ginebra se estaba convirtiendo también en la meca de los que buscaban dedicarse a la nueva religión. Hubo momentos en que el calvinismo se convirtió en la moda religioso-moral de la época, algo así como el existencialismo o el comunismo aburguesado de nuestros días. El contingente mayor era, como hemos visto repetidas veces, francés. Pero abundaban los candidatos de otras naciones. El grupo escocés estaba presidido por John Knox. Había también ingleses, alemanes, bohemios, polacos, belgas, etc. Calvino tuvo especial gusto en admitir a los refugiados italianos por creerlos doblemente desertores de su odiado Papado: al ex-capuchino Ochino, al antiguo embajador de Clemente VII en Alemania, Pablo Vergerio, a un sobrino del Papa Paulo IV, al célebre Galeazzo Caraccioli y a otros. Para entrenarlos fundó el reformador la Academia de Ginebra (1559). Teodoro Beza fue su primer director y, al menos en gran parte, el inspirador de las famosas reglas de la institución. Los alumnos tenían que obtener verdadera destreza en las lenguas clásicas, en el manejo de la lógica, en el conocimiento de las Sagradas Escrituras y de los principios teológicos de la Reforma. En la historia de la educación moderna, la Academia calvinista —que a su vez se inspiraba en la que Juan Sturm dirigía en Estrasburgo— sirvió de modelo a centros protestantes similares de Francia.

Pero la institución calvinista tenía también otra finalidad. Había de servir para que los estudiantes, entrenados en el aprendizaje teórico de aquellas asignaturas, aprendiesen a actuarlas en la implantación del calvinismo en Ginebra o fuera de ella. En otras palabras, debía de ser en manos de su fundador una escuela de formación política. Allí recibieron sus seguidores el sello de la nueva religión, aprendiendo a defenderse contra las autoridades civiles; a conspirar —cuando esto fuera necesario— contra la iglesia oficial; a discutir y aun a derrotar con su implacable lógica a luteranos y anabaptistas. Dicha formación táctica hará que el calvinismo —llegado históricamente tarde— pueda sin embargo infiltrarse o aun imponerse en naciones ocupadas ya por otras iglesias de la Reforma. Al revés que el luteranismo que encontrará su gran apoyo en las autoridades políticas, el calvinismo se tendrá que abrir camino por ambientes que le son adversos. La superación de los óbices se hará en gran parte gracias a la técnica aprendida en la Academia.

 

LOS ULTIMOS AÑOS DE CALVINO

 

Las actividades reformadoras de Calvino terminaron con su obra ginebrina. Allí había desplegado, como hemos visto, su pasmosa actividad pastoral sin darse un momento de reposo. Durante su permanencia en Ginebra había demostrado sus grandes dotes de escritor hasta el punto de haber legado a la posteridad más de dos mil sermones, una copiosa correspondencia epistolar y tratados teológicos de diverso valor. Su tenacidad organizadora había dado también sus frutos y, después de rota en buena parte la resistencia de los adversarios, el reformador pudo gozar de relativa paz en los últimos diez años de su vida. «El pueblo se hizo más obediente a la palabra de Dios, se observaba mejor la santa reforma y se reprimían o castigaban debidamente los vicios y los escándalos». Beza pensaba que aquella calma y bonanza se reflejaban en la mejoría de su salud. Pero debía de tratarse de una mejoría más aparente que real. A pesar de no contar más de cincuenta años, Calvino daba la sensación de hombre aviejado. En el sermón predicado la víspera de Navidad de 1559, tuvo que forzar la voz y los oyentes notaron que no le iba bien. Al día siguiente apareció una maligna tos y arrojó sangre. Los médicos diagnosticaron una enfermedad, entonces incurable: tuberculosis. El mal afectó a todo su organismo y lo tuvo confinado al lecho durante cinco años. No le faltaron tampoco disgustos de otro género, sobre todo a causa de las dificultades y de la vigilancia de que eran objeto sus emisarios de Francia. Calvino los afrontó con aquella sangre fría que era común en él. Los días en que no podía moverse por sí mismo, se hacía llevar en una silla a la iglesia para poder predicar, aunque no fuera sino a media voz, su sermón y dar sus amonestaciones.

Al sentir que se acercaba la muerte, hizo su testamento, mandó que vinieran los pastores de Ginebra de quienes se despidió estrechando la mano de cada uno; logró también que se presentaran los miembros del Consejo, les pidió perdón de lo que podía haberles ofendido; protestó de no haber hecho más que «llevar la palabra de Dios que se le había confiado» y les amonestó a que continuaran sin descanso su lucha contra el vicio y los escándalos. «Pido a Dios —les dijo— que os conduzca y gobierne siempre, aumente en vosotros sus gracias para que las hagáis valer en favor vuestro y de este desgraciado pueblo» La agonía duró hasta el 27 de mayo de 1564. Cuando Beza y sus amigos fueron a verle, estaba ya cadáver. «Aquel día, en un instante, se ocultó aquel sol y se retiró al cielo el mayor luminar de la reforma de la Iglesia que haya visto el mundo, el hombre en quien Dios se ha complacido enseñarnos la manera de vivir y de morir bien».

Son palabras dictadas por el amor de discípulo que, además de haber convivido largos años con su maestro, heredaba de él su manto y su autoridad. ¿Coincide con el mismo el veredicto de la historia? «Pocos hombres —nos dice un moderno escritor— han dejado en la tierra huella tan profunda. Es innegable que Calvino fue grande, que sembró grandes ideas, que llevó a cabo grandes cosas y que plasmó grandes acontecimientos. La historia no sería hoy lo que es sin su vida, su pensamiento y su implacable voluntad. Quizás no ha habido sector de la Reforma que haya cundido tan hondo como el calvinista. Casi cincuenta millones de hombres: presbiterianos, reformados y congregacionalistas se consideran como seguidores suyos, aunque muchos de ellos se hayan alejado de la doctrina favorita, fundamental, del fundador: el predestinacionismo. Calvino ha influido asimismo en el des­arrollo del capitalismo, de la democracia y del mismo socialismo. Estamos, pues, ante uno de los personajes que, en el decurso de los siglos, ha determinado el curso de la historia».

Conocida es también la descripción hecha por el teólogo luterano Seeberg. «Es importantísimo recordar que Calvino fue un hombre de la segunda generación de la Reforma y que recibió sus ideas y su programa de acción en forma ya esencialmente definida. Su contribución consistió en completar y organizar lo recibido. Calvino no fue un genio como Lutero, ni poseyó las dotes que distinguieron a Zwinglio, ni siquiera tenía el talento intelectual de Melanchton. Sin embargo, poseía mejor que todos los anteriores capacidad para asimilar todo un sistema de ideas y de expresarlas debidamente en orden a sus conclusiones. Esto hizo de él el exegeta mayor de la Reforma. Como teólogo, no contribuyó realmente con ideas nuevas, pero gracias a su admirable sentido de percepción, supo ordenarlas según su carácter y su desarrollo histórico. Fue una mente la suya, fina y delicada, pero no creadora. A estas dotes se unía en él la fuerza de una voluntad nacida para la organización, el espíritu tenaz e imperial de un gobernador de la antigua Roma. Todo ello subordinado siempre a un principio superior: la de una vida dedicada enteramente a la gloria de Dios sin miras a las exigencias de los hombres. Fue, en suma, el mejor representante de la gran segunda generación reformadora».

Calvino expresó antes de morir el deseo de que sobre su tumba no hubiera ninguna cruz ni otra señal que indicara su lugar de reposo. Era su respuesta «a los papistas que acusaban a sus seguidores de hacer un ídolo de su maestro». Por eso, continúa Hunt, «sus huesos yacen escondidos en el cementerio ginebrino sin que hasta hoy nadie sepa cuáles son los que le pertenecen»

Personalmente, Calvino tenía grandes cualidades: inteligencia aguda más que profunda; clarividencia extraordinaria; constancia y voluntad férrea para el tra­bajo; el genio de la organización y hasta un secreto atractivo que, por muy inexplicable que nos parezca, era indiscutible y real. Bajo el punto de vista teológico, fue el teólogo de la Reforma que formuló más netamente —aunque en tono excesivamente tétrico— la nada que es el hombre frente a la soberanía y majestad de Dios. La convicción de haber sido elegido por El para purificar la Iglesia, dio a sus enseñanzas el carácter apodíctico que las distingue: “por lo que toca a la doctrina —dice él mismo— he enseñado fielmente y Dios me ha concedido la gracia de ponerla por escrito sin alterar conscientemente un solo pasaje de las Escrituras”. Su celo ardiente de la gloria divina fue el que lo impulsó a buscar en todo el bien de los demás. Moralmente —sobre todo si el código moral se identifica con un cierto puritanismo y severidad de costumbres— su conducta fue irreprochable. Vivió y murió pobre y no parece que el sexo débil ejerciera sobre él atractivo especial. «Calvino —escribe Jourdá— ignoró las llamaradas de la sensualidad y no conocemos conversaciones peligrosas o chistes suyos de mal gusto comparables a los de Lutero. No le gustó la bebida ni supo apreciar lo que es un buen manjar».

En contraste, sus taras fueron quizá mayores. Algunas de las virtudes indicadas son tales sólo cuando adornan a un ser humano, capaz de comprender a sus semejantes y hasta capaz —si se nos permite la expresión— de participar de algunas de las debilidades que hemos heredado al venir a este mundo. De lo contrario, el resultado puede ser un individuo anacrónico, solitario y artificial, un arisco cuya perfección podemos admirar, pero no ponérnoslo como modelo de imitación. Y Calvino tuvo bastante de esto. «Calvino —escribe Imbart de la Tour— es un puro cerebro y en su cuerpo exangüe, la misma materia parece espiritualizarse. No es, a pesar de las apariencias contrarias, el mejor panegírico que se debe hacer de un hombre. Y el citado autor —que no le escatima elogios cuando se los merece— va analizando los defectos de su carácter. Lo encuentra de un humor triste y de una seriedad malhumorada, incapaz de la expansión y de la alegría. Quizás la falta de ternuras maternales o la escasa atención prestada por su padre, pudieron influir en ello. Pero, al mismo tiempo, tuvo reacciones de colérico. No soportaba que se hiciera caso omiso de su persona y se enfurecía con quienes se atrevían a contradecirle en lo más mínimo. Y lo mostraba con palabra áspera y mordaz desde el pulpito o desde el consistorio apostrofando a las gentes, fustigando los vicios y aun acusando duramente a los que estaban en el poder. Aquella sensibilidad dolorosa y ulcerada se exacerbó con los años y las enfermedades, dando lugar a frecuentes conflictos con las autoridades.

Calvino tenía, además, otros dos graves defectos. No supo reconocer las cualidades ajenas y fue conscientemente vengativo. Trató con frecuencia muy duramente a Bucer, que era uno de sus grandes colaboradores. Nunca reconoció honradamente lo mucho que debía a Lutero, a quien por el contrario reprendió en más de una ocasión. Su táctica consistió en alejar de Ginebra a quienes por su talento e independencia podían hacerle alguna sombra. El hombre que sometía al más severo control del Consistorio las publicaciones de los demás, se negaba rotundamente a pasar él mismo por la prueba. Cuando en 1554 los censores quisieron ver la Defensa que había publicado contra Servet, su única respuesta fue la negativa y la amenaza de que prefería arrojar al fuego el manuscrito antes de entregarlo para la revisión de aquella pocilga de puercos. Imbart de la Tour cita ejemplos de la fraseología empleada por el reformador al referirse a sus adversarios, sobre todo si eran católicos. No son como para ser trascritos en este lugar. «Comparado con Lutero —añade—, Calvino es moderado. Pero en el alemán hay un fondo de generosidad y sus explosiones son de corta duración. En cambio, en el francés el odio es más retenido y, por lo tanto, más tenaz. No se contenta con injuriar: molesta y hunde a su adversario». Hemos visto en otro lugar la suerte que él reserva a sus víctimas. Bolsee, Castellion y Servet —a pesar de constituir los casos más ejemplares— están lejos de ser los únicos. Los acusa, a veces sirviéndose de las denuncias más inicuas; obliga al Consistorio a cargar sobre ellos su mano; no comunica a los acusados las respuestas favorables que han ido llegando de diversas partes sobre su causa; vigila para que no se omitan detalles en la aplicación de la pena última; y aun los ataca después de muertos. «Desaparecido Servet, Calvino persigue todavía su memoria. En su libro Défense de la foi orthodoxe no hay una palabra de compasión para él. Al contrario, trata de ensuciar su recuerdo describiéndolo como un falso ante la muerte cuando los procesos verbales del suplicio dan testimonio de su constancia».

De su obra religiosa no nos queda mucho por añadir. Sus adversarios le acusaron de soberbio y de estar tan lleno de sí mismo que se creía un hombre escogido por Dios. De esta conciencia de la misión propia no cabe la menor duda. «Si hay algo duro en su carácter, ello se debe en gran parte al convencimiento de ser el Servidor de Dios, el hombre destinado por la providencia para poner en ejecución su voluntad. Lo ha repetido sin rodeos: yo hablo por boca del Maestro.

Un escritor protestante, O. Pfister, ha descrito a Calvino «como a una pobre víctima de neurosis compulsiva que le impelía a reconstruir el mensaje de Jesús y de los apóstoles, produciendo así un triste sustitutivo del Evangelio, que le empujaba además a frecuentes actos de crueldad».

De ahí su actitud altiva de creerse en posesión de la verdad, su desprecio de las opiniones de todos los demás. Atacar o difamar su doctrina —y a fortiori atacar su persona— es volverse contra el mismo Dios. ¿Fue aquel convencimiento un resultado consciente de la reflexión o el colmo del orgullo de un hombre, que rebelándose contra toda la Iglesia, se creía autorizado a reformarla desde sus fundamentos? No es fácil decirlo. De lo que no cabe dudar es del daño espantoso causado por su obra a la cristiandad. El escritor inglés Hilaire Belloc piensa que fue «Calvino quien levantó de forma definitiva el muro que separa hoy a la Europa católica de sus oponentes y el que puso en marcha la mayor fuerza religiosa contra la catolicidad». Lutero había echado las bases y asentado los principios de la ruptura total. Pero a veces sus afirmaciones eran incompletas; en otras ocasiones, no se había llegado a la formulación perfecta; y casi siempre se trataba de doctrinas que necesitaban retoques y debían quedar reducidas a un sistema. Esto fue obra de Calvino, de su Institutio y del modelo ginebrino. En puntos fundamentales de teo­logía, por ejemplo en la doctrina sacramentaría, en eclesiología, en cuestiones de relaciones entre la Iglesia y el Estado, en el rechazo total de la jerarquía eclesiástica, el reformador francés abrió una zanja mucho más honda que la de su predecesor alemán. «Calvino fue el hombre de la ruptura decisiva con Roma. Por eso, su persona se convierte para todo católico en objeto de horror en grado mayor que ningún otro contemporáneo. Fue él, mucho más que Lutero, el reformador que con una especie de rigor luciferino, se aplicó a levantar el muro infranqueable entre la Iglesia que le había dado el bautismo y la otra que él quería reformar».

Se ha querido hacer un paralelismo entre ambas revoluciones religiosas y afirmar que Calvino llegó a la historia en el momento en que el luteranismo, a causa de la mística individualista y de las disensiones internas de sus seguidores, estaba a punto de desmoronarse. Si la primera parte de la afirmación tiene sus apariencias de verdad, la segunda no ha sido confirmada por los hechos. La supuesta unidad y solidez del calvinismo, si es que existió de veras, nunca fue de larga duración. Hoy es una de las ramas de la Reforma más prolífera en divisiones. Con la triste particularidad de que, habiéndose perdido en muchos de sus brotes una parte de la herencia calvinista original, las tendencias prevalentes en su seno son de signo totalmente izquierdista y conservan de cristianas poco más que el nombre. Lo único en que se distinguen es en el alejamiento cada vez mayor de la Iglesia Madre, de Roma.