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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

I

LA REFORMA DE LUTERO

 

GERMENES DE INQUIETUD EN LA EUROPA DEL SIGLO XVI

 

La aparición del protestantismo en la historia ha dado lugar a una amplísima bibliografía. Apenas hay aspecto relacionado con aquel magno acontecimiento que haya escapado a la atención de los investigadores. La situación religiosa de los países en que se implantaron las nuevas doctrinas —y en particular la de Alemania— ha hallado dignos historiadores en Janssen, Imbart de la Tour, Mentz, von Ranke, Holl, el canónigo Cristiani, von Pastor, Mackinon, Hauser, von Bezold y otros. La personalidad de los iniciadores del movimiento reformista nos trae a la memoria las biografías de Koestlin-Kawerau, Hausrath, Bonaiutti, Scheel, Denifle, Lortz, Fébvre, Grisar, Bóhmer, Miegge, Bainton, etc., para Lutero; las de Doumergue, Pannier, Menod, Hunt, MacNeill, Jourda, Wendel, Kampschulte, Benoit y Gutersohn, etc., para Calvino; y las de Constant, Gairdner, Janelle, Gasquet, Sanders, Lindsay, Powicke y Hughes —o los autores del Cambridge Modern History— para el anglicanismo. Los especialistas en la historia de la teología, empezando por Seeberg, Hamack, Grabmann, Neve-Heick, Schaff y Tillich, han estudiado —cada cual desde su perspectiva— las repercusiones de las doctrinas protestantes en la enseñanza cristiana tradicional. Otros, encabezados por Troeltsch, Burkhardt, Niebuhr y McGiffert, se han detenido en el examen del fenómeno protestante y en su proyección sobre la sociedad moderna. Max Weber, Tawney y sus respectivas escuelas han prestado particular atención a las consecuencias económico-políticas acarreadas a nuestro siglo y al talante democrático de la presente generación por las ideas de la Reforma. Ni faltan siquiera estudios y monografías relacionadas con el influjo del protestantismo y las corrientes artísticas, literarias y musicales contemporáneas

 

Nuestro objeto en la presente obra es más modesto. Queremos hacer resaltar el significado del movimiento protestante en el marco de la Cristiandad del siglo XVI y evaluar los resultados de su presencia en la vida de la Iglesia. Esto implica, a su vez, un estudio de la situación de la Europa católica de la época. La tarea encierra no pequeña dificultad. Son contados los que logran escribir desapasionadamente de la reforma protestante, no tanto por lo que fue en sí o por los personajes que intervinieron, como por las consecuencias de aquella obra heredadas hasta nuestros días. Se ha querido a veces recurrir para resolver el enigma al estudio psicológico y moral de sus fundadores. El método, de indudable fascinación, deja bastante que desear por varias razones. Primero, porque no hay apasionamiento —de signo positivo o negativo— comparable al que se tiene hacia una persona. Y segundo, porque en las acciones humanas queda siempre una zona opaca a nuestra limitada visión y patente sólo a Dios: la de la conciencia que los hombres se forman sobre una doctrina o una situación y, por lo tanto, de la intención con que la ejecutaron. Esta queda para «Aquél que sabe lo que hay en el corazón de los hombres». Todo ello sin tomar en cuenta que no hay individuo, por potente que sea, capaz de arrastrar a medio mundo tras sí o de dar un viraje a toda la historia, a no ser que en la sociedad en la que vive y donde opera existan ya los gérmenes de aquella revolución cuyo caudillaje representa.

 

Descendiendo a nuestro caso concreto, nos hallamos en el siglo XVI frente a un mundo que, en vísperas de cruzar los linderos de una nueva época, vive su vida religiosa, económica y social; con unos personajes de talla no vulgar que con sus palabras, sus escritos y sus acciones —o en colaboración íntima con los amos políticos del tiempo— inician una auténtica revolución que pronto alcanza vastas extensiones del continente; y con una Cristiandad que, al calmarse a fines de siglo las turbias aguas que la agitaron, se ve a sí misma rota en su unidad y amenazada por nuevas fuerzas de disgregación. ¿Qué pensar de los tristísimos adjuntos en que se movía por entonces la sociedad cristiana? ¿Hasta qué punto pueden justificarse las impaciencias de reforma y las protestas de aquellos hombres y dónde empieza la línea divisoria de su terrible responsabilidad ante Dios y ante la Historia? ¿Cuál es, a cuatro siglos de distancia, el resultado neto del cataclismo religioso que en aquellos años pareció conmover las bases mismas de la Europa cristiana?

 

Estas son las grandes preguntas que piden de nuestra parte una solución. Otros aspectos del protestantismo —de indudable interés para el investigador o el publicista— quedarán excluidos como menos conducentes al propósito de nuestra obra. El hecho de que tantos otros autores de tendencias antagónicas hayan deducido de un mismo evento histórico conclusiones total o parcialmente opuestas, no nos debe desanimar. Los esfuerzos que en estos últimos decenios se han realizado para aclarar los orígenes de la Reforma, no han sido baldíos. Como consecuencia de una investigación más profunda y detallada de las fuentes, son muchos los puntos en que se va haciendo luz. Personajes tan relevantes como los de Lutero y Calvino —o en otro campo los Papas del Renacimiento— han perdido algunas de sus primitivas aristas, para aparecer con contornos más humanos y conformes con la historia. El acercamiento se aplica en medida semejante a la interpretación del ambiente religioso predominante o aun a ciertas virtudes que antiguamente se negaban un poco a priori a los fundadores de la Reforma. Queda en pie nuestra desavenencia sobre el problema central de aquella convulsión: el de su supuesta necesidad (tesis protestante) o el de la imposibilidad de justificarla ante la teología y la historia (criterio católico). El presbiteriano John McNeill terminará su análisis del protestantismo afirmando su necesidad como remedio único para el caos religioso en que se hallaba entonces la Cristiandad, así como por razón de los grandes bienes que de aquel hecho han dimanado para la sociedad. Por el contrario, los historiadores católicos Bihlmeyer-Tuechle se referirán a la aparición y al afianzamiento del protestantismo como a «la terrible catástrofe religiosa que se desencadenó contra la Iglesia», trayendo consigo «la demolición de la esencia misma de ésa» y rompiendo la unidad del mundo cristiano. Es probable que, en esta materia, tardemos mucho en ponemos de acuerdo. Nos queda al menos el consuelo de que buscando sinceramente la verdad, ésta nos librará del error. La Iglesia —y más particularmente los últimos Pontífices— nos exhortan a seguir este camino. Nada tenemos que temer, aun tratándose de épocas tan difíciles como las que precedieron y acompañaron la aparición del protestantismo.

 

LOS VOCABLOS «PROTESTANTISMO» Y «REFORMA»

 

Antes de entrar en materia, aclaremos la cuestión del vocabulario empleado al referimos al trascendental movimiento religioso citado. Hay sobre todo dos vocablos que están dando lugar a frecuentes disensiones. El primero se refiere al hecho mismo de la aparición histórica del protestantismo. ¿Merece éste el nombre de Reforma o debemos designarlo con otra expresión de contenido diverso? El segundo se relaciona con las palabras protestante y protestantismo, designaciones corrientes, pero que empiezan a inquietar a sus seguidores, hasta el punto de quererlas borrar de sus publicaciones o hablar de ellas como de caricaturas de su significado original y opuestas «al sentido profundo y cristiano» que encierran.

 

La palabra protestante estuvo restringida en los principios a los seguidores de la iglesia luterana. Los calvinistas se quedaron con el nombre de reformados. Las comunidades a que pertenecían estos últimos se llamaron iglesias de la reforma y las de los primeros, iglesias protestantes. El vocablo protestantismo no tardó en adquirir la extensión de todo el movimiento religioso separatista del siglo XVI, al mismo tiempo que a todos sus adeptos se les conocía como protestantes. La iglesia anglicana —así como los grupos llamados no-conformistas— se resignaron con tal apelación. Con Bossuet y su libro Histoire des variations des églises protestantes (1688) el apelativo se hizo universal. Desde entonces se han multiplicado, por parte de los seguidores de la nueva religión, las apologías del apelativo y de las grandezas de su contenido.

 

Hoy empieza a sentirse, sobre todo en los círculos anglo-americanos, cierta inquietud sobre la oportunidad de su empleo. Si, de un lado, crece el número de publicaciones destinadas a reivindicar la palabra y a defenderla «de las insidias de los adversarios», aumenta igualmente el clamor de aquéllos que quisieran ponerle sordina o eliminarla del comercio humano. «La palabra protestante, escribe Davies, ha caído en malos tiempos. Era hasta hace poco un término honorable y empleado en las mismas ceremonias de la coronación del rey de Inglaterra. En cambio, hoy son ya muchos los que se avergüenzan de él, afirmando que su iglesia no es protestante... o que conviene sustituir el título por el de iglesia reformada». A otros les molesta que se les defina solamente en oposición a la Iglesia Católica; «esta relación de antagonismo y de oposición entre la Iglesia de Roma y la Reforma, añade Hugh T. Kerr, imprimió al protestantismo un carácter reaccionario que nunca ha logrado arrojar de sí. El protestantismo queda definido sencillamente como reacción negativa de la Iglesia de Roma. Y protestante, según los diccionarios, es el miembro de una organización que tiene por objeto fomentar esa oposición». Algunos atribuyen esta creciente desgana en el uso del vocablo a los esfuerzos que está haciendo el anglicanismo, sobre todo a partir de los años del Movimiento de Oxford, por deshacerse del epíteto y aparecer como la iglesia católica. Piensan igualmente que las tendencias ecuménicas modernas no podrán triunfar mientras las iglesias separadas no se desprendan de un nombre demasiado ligado, en el curso de la historia, con la polémica antiromana. En ciertos países, como los Estados Unidos, la pujanza del Catolicismo constituye para muchos una invitación a adoptar un título más directamente enlazado con Cristo y con su mensaje de redención.

 

Estas concepciones parecen presidir, al menos en parte, la nueva política de las iglesias separadas cuando se establecen en tierras de misión o se infiltran por países católicos. En las primeras tratan de omitir por completo, o de relegar a muy segundo término, la palabra protestante para apropiarse en exclusiva el nombre de cristianos, dejando para nosotros el de católico-romanos u otro parecido. En China se llaman Chi-tu-chiao = religión de Cristo, y consiguientemente cristianos; mientras que el Catolicismo continúa siendo T’ien-chu-chiao la religión del Señor del Cielo y nosotros, los católicos, seguidores del mismo”. En Iberoamérica, donde la palabra protestante lleva una connotación histórica peyorativa, las iglesias disidentes han dado la consigna de sustituirla por el nombre de evangélica, tratándose de la religión, y de evangélicos cuando se refiere a sus adeptos. Digamos, con todo, que los esfuerzos por desterrar el vocablo no parecen abocados al éxito. Palabras acuñadas hace siglos y plenamente apropiadas para indicar el espíritu de aquel movimiento tanto en sus comienzos como a lo largo de su existencia histórica, tienen todas las posibilidades de quedar afincadas en la historia.

 

Por eso, tal vez, un número crecido de escritores protestantes adopta el sistema de darnos la versión auténtica y original de aquella palabra y de su contenido teológico. «La Reforma protestante, exclama Jenney, fue algo más que una reacción contra las tergiversaciones (católicas) del Cristianismo; fue un movimiento positivo y progresivo». «La Reforma, añade Abdel Wentz, no fue algo reaccionario y negativo... Tampoco se redujo a una mera revuelta contra el pasado inmediato o a un impulso de deshacerse de la montaña de errores acumulados en el aparato eclesiástico oficial de la salvación. Por el contrario, fue el producto lógico de siglos, la continuación de los elementos más profundos y vitales de la piedad cristiana».

 

No he podido trazar la génesis de esta tendencia. En un Protestant Dictionnary, editado en 1933 en Nueva York, el autor del artículo Protestante desarrolla extensamente sus orígenes históricos a partir de la Dieta de Spira y reivindica el carácter positivo del documento que allí se redactó. Durante los años siguientes, Winfred Garrison en su Protestant Manifesto, Nashville, 1942, y W. Anderson en su ya citada obra apologética Protestantism, A Symposium, ib. 1944, tomaban la defensa de la teoría. Esta se hace común en las publicaciones de la última post-guerra no solamente en folletos o artículos de tipo propagandístico, sino también en trabajos que quieren estudiar con seriedad científica la cuestión. De este modo, como dice uno de ellos, esperan «borrar una mancha injustamente arrojada contra los seguidores de la Reforma».

 

En síntesis, su argumentación es como sigue. La Dieta de Worms (1521) había restringido notablemente la libertad del movimiento a los súbditos luteranos del imperio. En la siguiente reunión, celebraba en Spira en 1526, los príncipes se aprovecharon de las dificultades políticas en que se veía envuelto Carlos V y de la amenaza de la invasión turca que se cernía sobre la Europa central, para arrancarle varias concesiones. «Los amigos de la Reforma, escribe Ney, tenían motivos para alegrarse de los resultados de la Dieta». En espera de la celebración del Concilio, nacional o universal, los amos luteranos se sintieron libres dentro de sus territorios «para obrar en materia religiosa como les pareciera sin otra responsabilidad que la que tenían ante Dios y el emperador”. Naturalmente, la solución no había agradado a los católicos ni al emperador. Por eso en la Dieta siguiente (marzo de 1529) se quiso poner remedio a la situación. Las circunstancias externas habían cambiado: Carlos V había concluido la paz con el Papa y el grupo de los reformados daba claras muestras de división interna. Además los electores católicos tenían mayoría absoluta. El resultado fue —al menos en gran parte— un retomo a las posiciones de Worms. Aun en los principados donde los católicos estaban en minoría, se prohibieron las innovaciones, se restituyó la celebración de la Misa y se negó el derecho de residencia a los anabaptistas y a los negadores de la Presencia real.

 

Hasta aquí coinciden los relatos. ¿Qué es lo que ocurrió después? Según la explicación comúnmente hasta ahora recibida entre los mismos protestantes, al ver el sesgo que iban tomando las cosas, varios de los electores, partidarios de Lutero, protestaron oralmente contra el decreto declarando que no querían tener parte en ninguna sesión posterior de la Dieta. Algo más tarde, cuando Jacobo Sturm y sus seguidores, animados por las promesas recibidas del intrigador Francisco I de Francia, creyeron tener ganada la causa, los electores redactaron un documento en el que declaraban que la Dieta no podía, sin consentimiento de ellos, invalidar un decreto aprobado tres años antes por unanimidad. En consecuencia, protestaban y declaraban nula la votación de la mayoría y no podían permitir que sus súbditos se desviasen de las normas trazadas en el edicto de Spira. Se lo prohibía su conciencia y la responsabilidad adquirida ante Dios. Respecto a la prohibición de los zwinglianos, no tenían dificultad en obedecer puesto que, como decía Sturm, «podrían llegar a demostrar que su doctrina eucarística no era tan contraria como se creía»”. «De esta protesta, comenta Bihlmeyer, los seguidores de la nueva fe recibieron el apelativo de protestantes (en vez del nombre de vin boni = creyentes, que a sí mismos se daban), apelativo que ha continuado designando a los adeptos de la pseudo-Reforma».

 

En cambio, muchos de los autores protestantes modernos rechazan esta interpretación. «El documento (de 1529), nos vuelve a decir Davies, protesta contra la manera en que los príncipes reformados fueron tratados por la Dieta y en particular, porque los electores católicos rechazaban por simple mayoría una decisión que había sido aprobada antes por unanimidad. Pero su objeto principal era positivo: el hacer una profesión cristiana. La palabra protestante, acuñada por este documento, se refiere a las personas reformadas que hacen protestación de fe a las enseñanzas evangélicas... Por eso, los signatarios del documento fueron afirmadores y proclamadores de una verdad, no meros hombres que protestaban contra algo. T. B. Douglass afirma que la palabra protestante ha adquirido modernamente un significado del que carecía hasta finales del XVIII. En tiempos de Lutero, dice, significaba profesar, declarar abiertamente, y cita en confirmación varios textos de Shakespeare a su favor. «Nos hemos hecho a la idea, resume Jenney, de que el protestante es un individuo que se planta contra algo que no le place. Esto lo define como a un rebelde. Es un sentido que no responde a la verdad... En latín testis quiere decir testigo y, usado como verbo, equivale a testimoniar. Además, el prefijo pro significa en favor de y no en contra de... Por lo tanto, protestar significa en el fondo testificar, ser testigos de algo. Hénos aquí, pues, ante una palabra noble y constructiva: el protestante es aquél que da testimonio de sus propias convicciones... Jesús dijo: «vosotros sereis mis testigos». Es lo que hacemos nosotros: ser testigos de Cristo y de su poder redentor».

 

Comprendemos el embarazo de nuestros interlocutores y la razón de sus excursiones por los campos de la historia y de la filología, aunque no estemos tan seguros de las pruebas halladas a su favor. Por de pronto, el recurso filológico nos parece un tanto pobre. Todos sabemos cuál es el sentido primario de la palabra latina protestare. Los citados autores podrían habernos aducido su correspondiente griega: diamartyromai (raíz de la que proviene mártir) y llegarían a la misma conclusión. Pero otra cosa distinta es la de saber, si además de ese significado primigenio, la palabra encierra otros que, aunque secundarios en sí, tienen el mismo valor en la literatura y en el lenguaje común. Es algo también muy sencillo que puede aclararse con el empleo de un simple diccionario o de un glosario latino. Asimismo, el recurso al idioma inglés para explicamos frases que se pronunciaron en latín, es anacrónico, ya que el idioma empleado en aquellas reuniones no fue el de Shakespeare, sino el de Cicerón. Por lo demás, basta consultar el erudito Oxford English Dictionary, en su volumen VI (palabra Protestant), para cerciorarse de que la literatura clásica inglesa del siglo XVI y XVII contiene ejemplos del sentido dado por nosotros.

 

Pero, en casos como el nuestro, es preciso recurrir a los adjuntos históricos en que empezó a emplearse el nombre para encontrar la llave de la solución. Protestante fue una especie de apodo puesto por los católicos a aquellos hombres que en la Dieta de Spira se revelaban por enésima vez contra lo determinado por las autoridades eclesiásticas e imperiales en lo tocante a su persona y a sus doctrinas. Es obvio que los católicos no quisieran acuñar un nombre que redundara en alabanza de sus propios adversarios. Esto mismo se deduce de los Anales de Raynaldo, correspondientes a 1529, donde después de citar in extenso el decreto del rey Fernando, añade: «Contra hoc decretum die XIX Aprilis statim protestan sunt Ioannes, Elector Saxoníae... Haec est prima origo nominis protestantium. Ita illi in perniciem Germaniae conjurarunt cum ab ipsis auxilia contra Turcas in Panoniam irruentes posceretur». El examen del texto de la Protesta nos conduce a la misma conclusión. En ella los signatarios se rebelan contra la suspensión de los derechos que les habían concedido en 1526; igualmente disienten de las pretensiones de los príncipes católicos; por eso, añaden, «nuestras urgentes necesidades nos impelen a protestar abiertamente contra vuestra resolución y a declararla nula y vacía en cuanto se refiere a nosotros y a nuestro pueblo... Es lo que al presente hacemos con estas palabras: protestamos ante vosotros y todos los demás que nosotros ni sabemos, ni podemos, ni queremos concurrir a dicha resolución, sino que la declaramos nula, etc.»

 

Creemos que difícilmente puede negarse a estas expresiones el tono de una firme y solemne protesta, en el sentido que hoy damos a esta palabra. Para abundancia de razones, podríamos añadir que en aquella ocasión, los luteranos de Spira no se contentaron con protestas verbales, sino que viniendo a los hechos, se confederaron inmediatamente contra el emperador y contra la Iglesia. La decisión asustó a los mismos jefes de la Reforma. Melanchton confesaba que la noticia le había aterrado y que los tormentos le daban ganas de que terminase pronto su vida. Lutero la juzgó de verdadera locura, pues juzgaba que podían ganar mucho más de la situación fluida e indecisa que hasta entonces reinaba. Y, sobre todo, la unión de sus seguidores con los zwinglianos, «tan opuestos a Dios y a la Eucaristía como los peores enemigos del Señor y de su palabra», le pareció un despropósito y lo atribuyó al inquieto elector de Hesse de cuyas imprudencias temía cualquier cosa aun para la misma Reforma.

 

Era uno de los primeros ejemplos en que los reformados, aun difiriendo entre sí en puntos cardinales de doctrina, se unificaban y hacían causa común al tratar de oponerse contra el Catolicismo. La historia los ha calificado de esta manera. «Mirado en globo el protestantismo, escribe Balmes, sólo se descubre en él un informe conjunto de innumerables sectas, todas discordes entre sí y acordes en un solo punto: en protestar contra la autoridad de la Iglesia». «La unidad protestante, leemos en Ferm, brota de su oposición al Catolicismo romano». «Al surgir nuevas formas protestantes, opuestas doctrinalmente entre sí, leemos en otra de sus publicaciones, conservan todavía un punto de vista común: el de su oposición unánime al Papado». «La subsiguiente extensión del nombre protestante, concluiremos con Gerhard Ritter, de la universidad alemana de Freiburg, ha quedado justificada en el sentido de que la protesta oficial ha llegado a ser el único punto común de las multifarias instituciones y de las manifestaciones culturales de las iglesias surgidas de la Reforma. La oposición —hecha en nombre de la responsabilidad ante Dios— lo abarca todo: a la Iglesia católica misma asi como a su pensamiento literario, artístico, científico y cultural».

 

La palabra Reforma, aplicada al movimiento protestante, se remonta hasta el siglo XVI. A los comienzos, como ya dijimos, designaba a las comunidades calvinistas, tanto a las continentales como a las que fueron brotando en las Islas Británicas. A partir de 1550 se habló y se escribió sobre las iglesias reformadas, reservando a sus creadores el título de reformadores. Teodoro Beza escribió una Historia Eclesiástica de las iglesias reformadas en el reino de Francia, Ginebra, 1580. Con todo, el vocablo —sin ningún aditamento— quedó limitado durante algún tiempo a escritores heterodoxos. Los católicos prefirieron, al menos como regla general, llamarlos novadores o anteponer a la palabra una poco laudatoria expresión: sic dicti reformatores, se dicentes reformatores, etc. La consagración definitiva e histórica del término se debe al historiador luterano Leopoldo von Ranke, quien contrapuso los conceptos de Reforma y Contrarreforma en su célebre obra: Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation. Desde entonces ha recibido carta de ciudadanía en la literatura universal. Es verdad que no pocos católicos se han rebelado contra su empleo. Sin embargo, en la elección de sustitutivos, no les ha acompañado hasta ahora la suerte. La expresión de rebeldía protestante parece echar en olvido —al menos eso es lo que nos objetan— los elementos profundamente religiosos de aquel acontecimiento. El término mismo de pseudo-reforma —empleado después de von Pastor por no pocos historiadores— ha hallado escaso eco en el mundo intelectual. El resultado de todo esto es que hoy día las publicaciones de todo género al igual que la prensa mundial, continúan empleando la palabra Reforma (a veces con la adición del adjetivo protestante, otras veces sin él) para referirse a la revuelta religiosa plasmada por Lutero y sus contemporáneos. Se ha preguntado, y no sin razón, si estamos todavía a tiempo para retirar del mercado literario esta expresión. Nuestra modesta opinión es que —lo mismo que dijimos al tratarse de la palabra protestante— es ya tarde para ello, no por ser la más apropiada, sino por haber sido consagrada por el uso ese tirano «quem penes arbitrium».

 

El problema cambia cuando descendemos al análisis del concepto mismo de la Reforma. No hay por qué insistir en la filología de las palabras latinas reformare y reformatio que significan devolver a un objeto su forma primitiva. En el sentido moral han servido para indicar la corrección de costumbres corrompidas. Su uso eclesiástico queda definido por la historia. En la Edad Media, «reformar quería decir: formar de nuevo una cosa (una institución) ya existente pero deformada; en otras palabras, devolver a su forma primitiva —que por hipótesis era excelente y vigorosa— a una institución debilitada por el tiempo, minada y corrompida por los abusos». Se aplicaba tanto a la restauración de las Órdenes religiosas —indicadoras del fervor del pueblo cristiano— como a la de toda la Iglesia. De esta última se habían ocupado —sobre todo a lo largo del siglo XV— muchas personas celosas y santas que trabajaron para conseguir la restauración (no la ruina) de la Cristiandad «en la Cabeza y en los miembros». Aquellos conatos se verían más tarde coronados por la celebración del Concilio de Trento, que ha quedado en la historia como el modelo de todos ellos. «La Iglesia, escribe Congar, se ha mostrado siempre activa por lo que respecta a la reforma de sí misma... El hecho ha impresionado a todos los historiadores del Papado, tanto a católicos como a protestantes. A veces han sido las Órdenes religiosas las que corrigen sus propias debilidades o se vuelven a moldear según sus primeros estatutos —y esto con tal ímpetu que su influjo llega a influir a toda la Cristiandad. Otras, son los Papas quienes emprenden una reforma general de los abusos o de un estado de cosas gravemente deficiente, por ejemplo, en tiempos de Gregorio VII y de Inocencio III. A veces es un fermento evangélico más universal que, trabajando en las almas, da lugar a la aparición de las grandes Ordenes religiosas, como la de Santo Domingo y la de San Francisco de Asís. Tal es, finalmente, la empresa encomendada a los grandes concilios de la Iglesia: desde aquellos sínodos romanos anuales que fueron instrumento de la reforma gregoriana hasta los concilios generales que, empezando por el de Letrán (1215), constituirían durante siglos los grandes medios de reforma religiosa en la cabeza y en los miembros»

 

¿Entra el protestantismo en la categoría de reforma religiosa en el sentido clásico de la palabra? Los historiadores católicos dan unánimemente respuesta negativa a la cuestión, y no por prejuicios sistemáticos, sino porque ni las intenciones ni los resultados de aquel cataclismo religioso corresponden a la noción de una auténtica reforma. Estos autores son los primeros —lo veremos dentro de poco— en pintarnos con rasgos más que sombríos los abusos, los pecados y la deplorable situación moral e intelectual de la Iglesia en muchas de sus autoridades jerárquicas y en sus miembros. Pero esos mismos historiadores nos recordarán otro aspecto —demasiado relegado al olvido— a saber que los fundadores del protestantismo no aspiraban a la extirpación de aquellos males que aquejaban al pueblo cristiano, sino a algo más profundo: a la innovación radical de lo que debe considerarse como la esencia misma del Cristianismo histórico. Como observa atinadamente Villoslada, los protestantes se aprovecharon de aquel clamor universal en favor de la reforma para fines muy distintos de aquéllos que se buscaban con tal expresión.

 

Lutero fue tal vez el que, en este punto, se expresó con mayor claridad. Otros, antes que él, habían buscado reformar las costumbres, pero sin éxito. Por eso, los esfuerzos hechos en esta dirección por Huss, Wycleff y el mismo Erasmo, apenas merecían su entusiasmo. «Alguno me dirá, escribía antes del episodio de las indulgencias, mirad esos crímenes, esos escándalos de fornicación, esas borracheras, la pasión del juego, todos esos vicios del clero. Son grandes crímenes, lo admito. Hay que denunciarlos y remediarlos. Pero los vicios a que vosotros os referís están visibles todos; son materiales y excitan vuestra cólera. Pero hay un mal, una peste incomparablemente peor y más cruel: el silencio organizado de la Palabra de Dios y su alteración. De esto nadie habla, nadie lo advierte, no suscita la rebelión ni el terror de ninguno. Y, sin embargo, el único pecado posible de un sacerdote como tal es el pecado contra la palabra de la Verdad» La Palabra, la Verdad, eran conceptos que en su mente suponían la corrupción doctrinal total en la Iglesia y la reforma que en ella (empezando por la doctrina del Papado y de los sacramentos) pensaba él llevar a cabo. La parte moral ocupaba en su programa lugar muy secundario. Admitía sin dificultad que en esto sus seguidores eran todo menos modelos de perfección. El miraba a otra cosa: «Distingamos entre la doctrina y la vida. Esta es mala entre nosotros como lo es entre los papistas. No discutamos, pues, de esto con ellos. Mi lucha se concentra en la palabra, en la doctrina que profesan». Por lo mismo hay que desechar la fábula del supuesto escándalo sufrido por Lutero en su visita a la Roma de los Papas del Renacimiento: «Yo, dirá más tarde, no me ocuparía del Papa si su doctrina fuera recta; su conducta desarreglada no me hubiera hecho mal alguno». Se entiende, por lo tanto, la crítica que le dirigió su antiguo maestro Bartolomé Amoldi, al decir: «Si (Lutero y los reformadores) hubiesen querido reformar los abusos reales, yo me hubiera ido con ellos. Pero lo que han querido cambiar es la oración y la doctrina de la Iglesia»

 

El ex-agustino, convertido ya en verdadero revolucionario (Congar), nos ha dicho de mil formas cuál era el objetivo de sus intentos. Ya en el Manifiesto a la Nobleza Alemana (1520) pedía el asalto a las tres murallas sobre las que se emboscaba el romanismo, a saber, la eliminación del orden sacerdotal, la independencia en la interpretación de la Biblia, y el poder exclusivo de convocar el Concilio. En escritos posteriores acusó a la Iglesia de haber «pervertido el culto y de haber inventado nuevos sacramentos». El Papado vino a convertirse en su opinión en la más grande de las usurpaciones de la historia: «Papatus est robusta venatio Romani Episcopi». Estas ideas fijas le siguieron durante toda su vida; por eso, nunca cesó de luchar por la abolición del estado religioso; la eliminación del derecho canónico y la teología católica; la supresión de la doctrina del mérito y de las indulgencias; la transformación de la Misa; y la destrucción de la estructura jerárquica, empezando por el mismo Papado. Las directivas que dió a Melanchton cuando éste le representó en la Dieta de Augsburgo, contenían la lista de siempre: la obtención de la comunión bajo ambas especies, y la eliminación de los votos religiosos; de la Misa como sacrificio y de las abstinencias y penitencias impuestas a los fieles. Allí no se mencionaba más que un abuso: el del poder, con el significado que éste tenía en sus labios.

 

Lo dicho se aplica en modo semejante a los demás iniciadores de la Reforma. No hablemos de Enrique VIII y de sus colaboradores en quienes se veían demasiado patentes los motivos de su separación de la Iglesia Madre. Pero en los mismos suizos y franceses, la reforma de costumbres jugaba un papel secundario. «Si Zwinglio se separa de Roma, escribe Cristiani, no es para llegar a una reforma de costumbres de las que su vida privada ofrece muy escasas pruebas, sino para lo que él denomina «seguir la voz de la conciencia», para restaurar la fe en nombre de las Sagradas Escrituras, para eliminar las superfetaciones abusivas con las que la fe había quedado cubierta desde que el favor de Constantino la había convertido en potencia mundana». Calvino fue más cauto en su manera de proceder. En más de una ocasión fustigó con frase cortante los vicios de la Iglesia. No cesó tampoco de advertir a sus lectores y oyentes que su obra religiosa era positiva. Uno de sus objetivos consistía en «retirarse de la sujeción y de la tiranía papal con el fin de ordenar de una manera mejor la Iglesia». A los que le criticaban de introducir novedades, replicaba que no había tal; lo único que él buscaba era «restituir la profesión cristiana a toda su pureza, limpiándola de toda inmundicia»; volver a san Pablo y a la desnuda verdad del Evangelio. Esto nada tenía de nuevo sino «para quienes el mismo Cristo y su palabra son desconocidos». En Farel, en los reformadores franceses o en los señores escandinavos que plantaron el luteranismo en sus dominios, el aspecto reformista —en sentido moral— jugaba igualmente un papel muy limitado.

 

Esto lo va reconociendo cada vez más la historia. Para Lutero y Calvino, admite Congar, «no se trataba de corregir a la Iglesia-pueblo (a la comunidad cristiana) según el modelo de la Iglesia-institución, sino de corregir la institución misma. La acción reformadora pasaba del plan de la vida de la Iglesia, al de su misma estructura». Ya a fines del siglo XVII el calvinista Basnage afirmaba que las tres causas por las que se había hecho la Reforma eran; «la necesidad de cambiar la fe de la Iglesia, corregir su culto y derrumbar la autoridad del Papado». Evidentemente, la excusa de querer volver al Cristianismo primitivo era una pretensión demasiado manoseada por los herejes de todos los tiempos. Marción, uno de los primeros rebeldes de la antigüedad cristiana, recurría ya en el siglo III a la misma treta. Y las infinitas sectas desgajadas del protestantismo continúan en nuestros tiempos haciendo otro tanto «Las palabras reforma, iglesia primitiva, escribe Lucien Fébvre, no eran sino fórmulas cómodas para disimular a sus propios ojos la audacia de sus secretos deseos. Lo que ellos buscaban en realidad, no era una restauración, sino una total innovación.

 

La Iglesia que ha dado, a lo largo de su secular existencia, cabida a numerosas reformas que afectaban las costumbres de sus miembros o de sus jerarquías, se mostró desde los comienzos en extremo severa frente a las pretensiones de los protestantes. Indudablemente la habían atacado en algo en que ella no podía ceder porque supondría una infidelidad continuada al mensaje y a la comisión recibidas de su divino Fundador.

 

Al final del capítulo analizaremos las razones en que se ha basado su conducta. Ahora nos toca examinar las causas histórico-doctrinales que dieron ocasión a que estallara el incendio, para pasar después al estudio de los caudillos que dirigieron el movimiento.

 

Cristiani reduce a tres las principales causas de la reforma luterana: 1) a la decadencia de Roma, paralela al advenimiento de la monarquía absoluta, adversaria de los privilegios de la Sede Apostólica; 2) al desarrollo de la mística agustiniana que, al crecer al mismo tiempo que la sociedad contemporánea paganizante, abocará en «la mística barata de la salvación por la sola fe»; y 3) a la decadencia de la teología eclesiástica, contemporánea a un resurgir bíblico, que servirá a Lutero para recurrir —en confirmación de sus doctrinas— a las páginas del Sagrado Libro. «Las causas políticas, económicas, religiosas, morales o sociales, todas convergen en los tres puntos indicados». La mayoría de los autores se conforma —con variantes de poca monta— al esquema. Es el que, al menos en sus líneas generales, adoptamos en nuestra obra.

 

LUCES Y SOMBRAS EN LA EUROPA RELIGIOSA

 

Se impone primeramente una mirada serena a la situación religiosa de Europa —y particularmente de Alemania— en vísperas de la aparición del protestantismo La cuestión ha quedado analizada desde todos los puntos de vista por los expertos. En la tarea se han distinguido también algunos de nuestros mejores historiadores católicos, quienes, sin miedo a desagradables sorpresas, se han lanzado al trabajo paciente de consultar archivos y desempolvar documentos con el fin de conocer —dentro de nuestras limitaciones— la situación real.

 

El cuadro resultante no es ciertamente halagador para quien tiene amor a la Iglesia y sabe que su Fundador la quiso limpia y sin arruga. Muchos de sus miembros —sin excluir aquéllos a quienes El había escogido para dirigirla— se mostraron indignos de su vocación o habían contribuido con sus vicios y con su mala conducta a deshonrarla. Y no es necesario para esto recurrir a las interminables listas de pecados o a las descripciones de un realismo de gusto dudoso que nos han trasmitido tanto los humanistas como los mismos reformadores. Las conclusiones de los católicos coinciden, en sus rasgos fundamentales, en la misma apreciación. «La Iglesia, al finalizar la Edad Media, nos dice Algermissen, no era ciertamente un reino florido de Dios. Si la opinión de los primeros protestantes que nos la presentaban como una ininterrumpida noche sin apenas un resquicio de claridad es históricamente inadmisible... queda, sin embargo, fuera de toda duda que los abusos eclesiásticos de la época se habían propagado de modo espantoso». «Los males, añade von Pastor, eran gravísimos. Casi en todas partes reinaban graves desórdenes en la vida eclesiástica. La autoridad pontificia había experimentado una fuerte sacudida. Bajo muchos puntos de vista las cosas habían ido tan lejos, que bastaba una chispa para que aquella abundante materia incendiaria tomase fuego y devorase junto lo bueno con lo malo».

 

Sin embargo, aun después de contemplar las negruras que afean el cuadro, el atento observador debe ponerse a reflexionar antes de sacar sus consecuencias. «Es un hecho histórico probado, continúa Algermissen, que tales abusos no eran generales y que a ellos contraponían muchos el ejemplo de una vida eclesiástica auténtica y sincera que se manifestaba en iglesias suntuosas, en numerosas fundaciones caritativas, en el cuidado intenso de pobres, enfermos y huérfanos, en el aumento de fieles que se acercaban a los sacramentos, en instituciones de soda-licios religiosos y en una oración cada vez más intensa. El siglo XV tiene sus santos, pintados por Fra Angélico en sus inmortales lienzos o descritos por Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo; obispos, sacerdotes y religiosos ejemplares que trabajaban por las almas y por la auténtica reforma religiosa. Lutero mismo abandonará más tarde su monasterio, no por estar disgustado de los desórdenes morales, sino más bien por la razón contraria: porque creía ver en aquella ascética claustral la práctica de la justicia y de la santificación por el esfuerzo humano en contraste con el valor de la gracia». Hasta el contemporáneo Jacobo Wimpheling, uno de los más duros fustigadores de los vicios de su tiempo, nos lo confiesa con estas palabras: «Yo conozco, Dios me es testigo de ello, en las seis diócesis del Rhin, muchos, más aún, innumerables pastores del clero secular provistos de amplia cultura, sobre todo en lo tocante a la salud de las almas y de una intachable moralidad. Conozco también, aun en los capítulos catedralicios y en colegiatas, prelados, canónigos y vicarios que llevan la misma vida. Lo repito: son muchas las personas de fama íntegra, llenas de piedad, de liberalidad y de modestia en el cuidado de los pobres». «La opinión, concluyen Bihlmeyer-Tuechle, muy difundida en el pasado entre los protestantes de que el clero y las instituciones eclesiásticas de la época estaban totalmente corrompidas y maduras para disolución, se ha probado insostenible a la luz de los nuevos estudios históricos. El pueblo, en sus sectores no influidos por la herejía y el humanismo radical, vivía aferrado a su fe y a su culto, a los sacramentos y a las fiestas, a las consagraciones y bendiciones, correspondiendo siempre con fruto a la continua cura pastoral que de él se tema. La fe católica permanecía siempre en el alma de la vida popular. Su existencia cotidiana estaba sumergida en el complejo de las costumbres religiosas»

 

Tengamos también en cuenta estos detalles complementarios. Las bases doctrinales de la Iglesia permanecían sólidas y los principios del dogma intangibles. «Es significativo, escribe Daniel Rops, que durante toda la época renacentista y hasta la aparición misma de Lutero no aflore ninguna herejía. Aun Italia, donde no todo era edificante ni mucho menos, fue una de las partes del mundo en que el protestantismo halló más dificultad de infiltración. De todos los Papas cuya conducta se puede discutir, no hay uno solo cuyas bulas sean dogmáticamente discutibles. El mismo León X, el Pontífice que parecía encarnar aquella época en lo que menos tema de cristianismo, mostró en el Concilio de Letrán una extraordinaria energía al condenar tesis relativas a la inmortalidad del alma, introducidas por algunos de sus amigos humanistas». Además no es lo mismo —menos entonces que ahora— amontonar en las páginas de un libro los detalles sombríos recogidos de regiones geográficamente apartadas, que afirmar que los individuos de aquella época vivieron bajo la impresión aplastante que en nosotros causa su acumulación. Dadas las dificultades de comunicación de la época, los individuos llevaban una existencia bastante aislada, y no es probable que entre los límites de un pequeño territorio se acumularan todos los graves síntomas de corrupción que en conjunto se atribuyen a aquella sociedad. No estará tampoco de sobra recordar que, a cuatro siglos de distancia, nuestra perspectiva es muy distinta de la de los hombres que vivían inmersos en aquel ambiente. ¿Experimentaban ellos el mismo horror o parecido escándalo al sentido por nosotros? Uno se permite racionalmente ponerlo en duda.

 

Todo lo cual no resta gravedad a aquella situación. Los historiadores, con el objeto de proceder con orden, distinguen entre las causas que dieron pie a la misma insurrección protestante y aquéllas que más contribuyeron a su rápida difusión. Entre unas y otras colocan la acción personal de los reformadores que, al fin y al cabo, fueron quienes iniciaron el movimiento. Es evidente que esta especie de vivisección que hacemos de los hechos históricos, tiene bastante de artificial. En realidad las causas externas, las pasiones humanas y los acontecimientos de orden religioso y político se entremezclaron sin permitir a los contemporáneos una visión tranquila y serena de sus mutuas interferencias. Pero tales divisiones son una exigencia de la claridad de exposición.

 

DECADENCIA DEL PAPADO

 

En la Iglesia donde, por voluntad de Cristo, el Sumo Pontífice ocupa lugar tan prominente, los vaivenes humanos del Pontificado están llamados a ejercer grandísimo influjo sobre la vida de sus miembros. Por eso también cualquier decadencia suya habrá de repercutir en la vida de toda la Cristiandad. El nuncio Campeggio, enviado de la Santa Sede a Alemania para componer el litigio luterano, atribuía las desgracias de los tiempos principalmente a la disminución de la autoridad y del prestigio pontificios. «Es evidente, comenta un historiador moderno, que si el Romano Pontífice hubiese tenido en los siglos XV-XVI la autoridad de que gozaba en el siglo XIII, ni Lutero se hubiera atrevido a rebelarse con tanta violencia contra Roma, ni hubiera recibido la misma ayuda de los príncipes y de otros seguidores, sobre todo después de su solemne condenación por León X. Pero, por desgracia, su autoridad había decrecido; más aún, era objeto de escarnio por parte de muchos de sus contemporáneos»

 

El mal traía sus orígenes de muy atrás. La cautividad pontificia de Avignon (1305-1377) había constituido un rudo golpe para el prestigio papal, contribuyendo a que se eclipsara a los ojos del pueblo su oficio de pastor universal de las almas. Durante setenta años la Iglesia había estado regida por Papas franceses, por una curia cardenalicia de la misma nación, por oficiales y dignatarios que eran muchas veces instrumentos de la política del rey. Varios países, empezando por Inglaterra, trataron de independizarse de unos Papas a quienes creían subordinados a los caprichos y ambiciones de una corte enemiga de la nación. En Italia el disgusto fue cundiendo (aunque no siempre por razones espirituales) como lo demostraban los escritos antipapales de Petrarca y de sus contemporáneos.

 

El cisma de Occidente sólo sirvió para ahondar el mal. El espectáculo de una cristiandad dividida en dos o tres obediencias a otros tantos personajes que se llamaban sucesores a la Cátedra de San Pedro —con santos y santas que abogaban por los distintos candidatos— fue de los más tristes de la historia. Tiene razón von Pastor al afirmar que aquel cisma «preparó con su acción fatal y duradera la gran apostasia del siglo XVI». La confusión creada en los fieles fue indescriptible. Pero, además, la conducta de aquellos Papas no ayudaba a aclarar el horizonte. Con objeto de amplificar o conservar el territorio de su obediencia, los Pontífices hubieron de conceder a los príncipes poderes e intromisiones aun en el campo eclesiásticos. La necesidad de tener a mano los recursos económicos indispensables, les obligó a imponer a los fieles cargas fiscales que se les hicieron odiosas y que más de una vez eran totalmente injustas. Pero el cisma trajo consigo algo peor: la aparición de las teorías conciliaristas y el eclipse momentáneo de la doctrina del Primado. Los brotes de rebelión aparecieron por todas partes. El Defensor Pacis de Marsilio de Padua señaló el comienzo de una ofensiva para despojar al pontificado de su suprema potestad y subordinarla al rey y al concilio. Enrique de Langestein y otros veían en la magna reunión el único modo de devolver la paz a la Iglesia. En Francia, Gerson, después de fustigar los vicios de la corte pontificia, pedia que se declarara al Concilio como autoridad suprema para dirimir todos los litigios. Otros, como el General de los Franciscanos, Miguel de Cesena, para defenderse de los adversarios, se contentaban con repetir que: «todo Papa puede errar en materias de fe y de moral; pero la Iglesia en su conjunto no errará jamás»

 

Es verdad que estas teorías sólo triunfaron en parte. Dios velaba por su Iglesia. El Concilio de Constanza (1414-1418) no obstante los esfuerzos sobrehumanos de algunas facciones, sobre todo de la francesa, no contempló el triunfo total de la doctrina conciliarista y de los que la defendian. La reunión de Basilea (1431-37) en vez de conseguir el triunfo del conciliarismo, vino a resolverse en cisma y en la base dogmática de lo que después se llamaría galicanismo. Por el concordato de Viena (1448) se pacificaron los ánimos y se afirmó, al menos externamente, la jurisdicción pontificia.

 

El gran interrogante estaba en saber si el pontificado, a su vuelta a Roma, se mostraría a la altura de sus funciones y capaz de resolver la terrible crisis de conciencia que las complicaciones anteriores habían creado. La historia nos dice, que, desgraciadamente, no fué así. Los llamados Papas del Renacimiento agravaron con su conducta y su modo de proceder la situación. Las corrientes humanistas

 

«Ninguna maravilla, comenta con tristeza el historiador de los Papas, que, al otro lado de los Alpes, la oposición al pontificado ganase fuerza; que resonase cada vez más el grito de la reforma en la cabeza v en los miembros; y que muchos millares dieran fe a las mayores acusaciones e imputaciones que Lutero, Hutten y otros empedernidos adversarios del Papado difundían en Alemania»). Por la misma razón perdieron una buena parte de su eficacia los principales instrumentos que el pontificado tenía en sus manos para cortar la rebelión : las censuras eclesiásticas y las excomuniones.

 

El nepotismo, la simonía y la venalidad hicieron su aparición en escalas desconocidas hasta entonces. Las predicaciones apocalípticas de Savonarola contenían en el fondo, aunque no en la forma, su gran base de verdad. Los levantamientos de Wycleff en Inglaterra, de Huss, de los Fraticelli y de los Espirituales eran síntomas de que las cosas iban tomando sesgo casi desesperante. «El gobierno pontificio desde Sixto IX a León X, escriben Bihlmeyer-Tuechle, representó desde el punto de vista religioso-eclesiástico la época menos feliz del Papado después de los tiempos del siglo oscuro. El contraste entre la persona y la dignidad de que estaban revestidos, entre el ideal de su altísimo cargo y la manera concreta de actualizarlo, resaltaron allí de una manera radical. Es verdad que varios de ellos merecieron bien de la historia como mecenas del mejor arte renacentista, pero esto no nos puede hacer olvidar que casi todos ellos olvidaron su deber más excelso, el del cuidado religioso de la Iglesia y el de la promoción de una verdadera y enérgica reforma... La penetración del espíritu mundano en el oficio mismo de Pastor supremo muestra hasta dónde había disminuido el espíritu de Cristo en su Iglesia»

 

CRISIS EN LA TEOLOGIA

Afectó no a la masa popular, sino a los iniciadores de la Reforma o a aquellos círculos de intelectuales que, a veces sin abrazar ellos mismos el protestantismo, los animaron a seguir por aquel camino. Las desviaciones teológicas fueron asimismo causa de que los errores prendieran con tanta facilidad en los medios eclesiásticos y religiosos de la época.

 

La teología católica había alcanzado su apogeo en el siglo XIII con las grandes lumbreras del cristiano saber que se llamaron Alejandro de Hales, San Alberto el Grande, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura. En sus obras adquirió el dogma católico aquella claridad, mesura y proporción que la distinguen de cualquier otro período. La síntesis de la Escritura, del pensamiento patrístico y de la teología medieval, parecían fundirse en armónica hermandad. Pero aquella preminencia no fue de larga duración, y a lo largo del siglo siguiente aparecieron los síntomas claros de una inminente decadencia. La multiplicación de escuelas teológicas, del prurito de la dialéctica, de la frase aguda, del análisis del detalle a costa del olvido de los grandes problemas dogmáticos, cristológicos y eclesiológicos, así como las luchas cada día más abiertas entre los partidarios de la tendencia antigua (realistas) y de la nueva (nominalistas) eran indicios claros de aquel decaimiento. El daño que tal estado de cosas causaba a la Iglesia empezó a preocupar a los mejores pensadores contemporáneos. Gerson. canciller durante casi cuarenta años de la universidad de París, pedía se pusiera remedio a la situación por las siguientes razones: primera, la discusión de doctrinas inútiles o carentes de solidez llevaba consigo el abandono del estudio de los dogmas necesarios a la salvación; segunda, el interés mostrado por los teólogos en tales discusiones daba la impresión de que allí, y no en la Biblia o en los Padres de la Iglesia, se encontraba la cantera de la verdad; y tercera, las nuevas tendencias contribuían a que las demás facultades universitarias despreciaran y ridiculizaran a los teólogos llamándolos fantásticos y acusándolos de ignorar hasta los rudimentos de la verdad, de la moral y de la ciencia.

 

El mal se reflejaba principalmente en dos aspectos: en la negación o en la duda de dogmas admitidos hasta entonces unánimemente por la Cristiandad y en la adopción de principios filosóficos y teológicos que, llevados a sus últimas consecuencias, podían acarrear la ruina a las enseñanzas de la Iglesia. El historiador de la teología protestante, Reinhold Seeberg, ha querido probar que los teólogos de los siglos XIV y XV escondían en germen la mayoría de los principios adoptados más tarde por la Reforma. Aunque el intento nos parece demasiado audaz, la tesis contiene su fondo de verdad. Hemos mencionado ya las posiciones heterodoxas que, sobre todo en materia de Papado, mantuvieron Marsilio de Padua y otros. Más extensos fueron los errores de dos eminentes personajes de la época, Guillermo Ockam, franciscano, y Gregorio de Rímini, agustino. Al primero se le considera como el corifeo del nominalismo. En materias teológicas, Ockam se enfrentó con las doctrinas enseñadas por la Iglesia; atacó a la jerarquía poniendo a la Biblia como regla suprema de fe; expresó sus dudas sobre la transubstanciación; negó la distinción real entre persona y naturaleza, comprometiendo así el dogma trinitario y el cristológico; habló de la incompatibilidad de la ciencia y de la revelación; ensalzó la libertad e independencia divinas hasta el punto de atribuir de modo exclusivo a su querer la bondad o la malicia de las acciones humanas; y redujo el perdón de los pecados a la mera no-imputación de los mismos por parte de Dios. Gregorio de Rímini, General de los Agustinos, quiso superar el escollo racionalista de Ockam combinando la doctrina agustiniana de la gracia y del pecado con los postulados del nominalismo. Pero el intento resultó vano y nuestro teólogo cayó en los escollos opuestos. Defendió que el pecado original —trasmitido directamente por medio del acto generativo, que es puramente pecaminoso— es una realidad inherente al alma («realitas animae») y puede identificarse con la concupiscencia («est ipsa concupiscencia»). Ambos autores ejercieron indudable influjo en el joven Lutero. A Ockam le llamaba mi querido maestro; y las enseñanzas de Gregorio de Rímini, como cabeza de la Orden a la que pertenecía, debieron pesar mucho en su formación. Cree Seeberg que el nominalismo, representado principalmente por estos teólogos, debe contarse «entre las fuerzas que prepararon la Reforma». Es el motivo por el que él se inclina a perdonarles algunos de sus defectos personales, en compensación del gran servicio que ambos hicieron a la teología protestante.

 

Tanto Huss como Wycleff pertenecían al campo heterodoxo. Es natural por consiguiente, que sus doctrinas contribuyeran más directamente a la aparición del protestantismo. Una mera lista de ellas, tal como quedaron condenadas en el Concilio de Constanza, bastaría para probarlo. Wycleff, partiendo de la idea de una Iglesia invisible —«la congregación de todos los predestinados»— admitió para ella sólo una cabeza, Cristo, llegando a dudar si los Sumos Pontífices pueden contarse siquiera entre sus miembros. Fue también el primero en asignar a la Iglesia un carácter puramente nacional según los territorios en que quedara instalada. Al Papa falible opuso la autoridad infalible de la Biblia. Luchó por la eliminación de los dos sacramentos que, según él constituyen la ruina de la Iglesia, a saber, la Penitencia y la Eucaristía. Esta actitud le convirtió también en acérrimo adversario de la doctrina de las indulgencias. Historiadores como Loserth y Workman han probado la estrecha dependencia de Huss a su maestro Wycleff, corroborando así la rectitud del Concilio de Constanza al proponer las 39 preguntas que había que dirigir a los husitas antes de ser admitidos en la Iglesia. Los protestantes le acusan todavía de no haber sido lo bastante radical en la cuestión de la invocación de los santos; en haber admitido —al menos hasta cierto punto— el valor de las obras humanas y en no haber tenido ánimo para rechazar la doctrina de la transubstanciación. Lutero sentía también un gran respeto hacia él y no dudaba de que el Espíritu Santo había trabajado muy profundamente en su alma».

 

Además de estos errores que prepararon a las inmediatas la dogmática protestante, la teología de aquella época trajo consigo otros resultados perjudiciales. El desprestigio de la escolástica era una enfermedad muy extendida. Aquel prurito de sus teólogos por las cuestiones sutiles y por las discusiones domésticas condujo a muchos a despreciar en globo sus conclusiones prescindiendo de sí se trataba de los mismos dogmas fundamentales de nuestra religión. Participan en este desprecio tanto los humanistas como los reformados. Lutero descubría su posición escribiendo a Staupitz en 1518: «Si les fue permitido a Escoto, a Gabriel (Biel) y a otros disentir de santo Tomás, y a los tomistas se les permite disentir de todo el mundo o si entre los escolásticos hay tantas sentencias como cabezas —o como cabellos en cada cabeza— no veo por qué a mí no se me deja hacer con ellos lo mismo que ellos hacen con sus propios adversarios». Principios como éstos aplicados a tratados que, como el de Ecclesia, no habían recibido la sistemática atención que recibirían después del Concilio Tridentino, podían dar lugar a infinidad de confusiones y a que los teólogos se lanzasen a defender tesis audacísimas. «Scholastica theologia nihil aliud est quam opinio», afirmará rotundamente Lutero con una seguridad que hoy día nos causa estupor. Tan bajo habían descendido para muchos de aquellos hombres las doctrinas del Cristianismo a través de la decadencia de la teología tradicional.

 

Pero, paralelamente al abandono de las doctrinas tradicionales, había hecho en la Iglesia acto de presencia algo que todavía era peor: una nueva actitud de la mente humana frente a las verdades reveladas. El nominalismo había empezado por romper la concordia armoniosa que hasta entonces existía entre la filosofía y la revelación. Como consecuencia entró por primera vez en el campo teológico —al menos por la puerta grande— un exagerado subjetivismo. Las cosas, las doctrinas, no se juzgaban por lo que son en sí —ya que su valor objetivo es inexistente— sino por lo que representaban al sujeto. De este modo la tradición, los Padres y los teólogos de la Iglesia, perdieron su auténtico valor para quedar sustituidos por la experiencia personal. Seeberg se gloría de que aquella especie de liga que se había formado entre el Evangelio y el pensamiento especulativo a partir de la época de Orígenes para verse sublimada por la Escolástica del siglo XIII, quedara reducida a la nada en manos del Nominalismo de la época posterior. A lo que se llamaba con desprecio la fuerza muerta de la tradición, sustituyeron los reformadores la Biblia como regla suprema y única de fe, pero subordinándola —aunque fuera bajo capa de inspiración de lo Alto— a la opinión personal del lector tanto en lo que se refería al número de los libros que debían incluirse en el Canon de las Escrituras, como en lo relativo a la interpretación de cada uno de los pasajes. El prototipo de esta exégesis sería el mismo Lutero, y su ejemplo serviría de norma a sus discípulos. Se ha dicho que no hay protestantismo como tal, sino un hormiguero de protestantes que piensan y actúan según los dictámenes de su conciencia. La frase, discutible bajo más de un aspecto, corresponde a la verdad en cuanto que cada individuo protestante se erige a sí mismo —en virtud del principio subjetivo indicado— en su propio Pontífice y en su propia Biblia» .

 

EL MISTICISMO DE LUTERO

 

El término es desafortunado y tiene poco de común con lo que en el lenguaje de la Iglesia se ha entendido por la expresión. Consiguientemente todo intento de paralelismo con las experiencias sobrenaturales y unitivas de nuestros grandes santos místicos, resulta superfluo. Son dos mundos distintos, dos ideales opuestos, fundados el uno en la perfecta sumisión del alma a Dios y a los instrumentos puestos a su alcance para llegarse a El, y el otro en el rechazo positivo de estos intermediarios considerados como perjudiciales para el fin. Si en algo coinciden es en el deseo de llegar a la cima y poseer —en cuanto es posible a una criatura— aquel Supremo Bien. Sin embargo, nos hallamos ante una de esas expresiones usadas —o abusadas— por los autores que tratan de las causas que intervinieron en la aparición del protestantismo. En el transcurso del apartado se verá cuál es el significado concreto que le queremos atribuir.

 

Almas místicas las ha habido en todos los tiempos. Durante el siglo XV la decadencia y aridez de la Escolástica había dado origen a un florecimiento mayor de la teología del mismo nombre. Los místicos sentían verdadera repugnancia a las sutilezas dialécticas y a las discusiones de la Escuela, y este trazo bastaba para atraer hacia sí a muchos hombres hondamente religiosos de aquella época. Lutero se había familiarizado con varios de ellos. Durante su viaje a Roma había conocido las obras del Pseudo-Dionisio Areopagita y no dejó de acudir a él cuando se trataba de defender algunas de sus posiciones doctrinales. Otro de sus autores favoritos era el dominico Juan Eckhardt (1260-1327), hombre devoto y pío, quien no obstante algunas desviaciones doctrinales condenadas después de su muerte, halló muchos seguidores en los territorios actuales de Bélgica, Holanda y Baviera. Sin embargo, nadie atrajo tanto su atención como Juan Taulero (1300-1361), el hombre que unía a su profunda mística una elocuencia fervorosa y unos tratados espirituales en lengua alemana que constituyeron las delicias de sus contemporáneos. Taulero se mantuvo en la ortodoxia doctrinal aunque, en más de una ocasión, la dificultad de las materias tratadas y las imperfecciones del idioma empleado, restaran a su dicción la claridad y exactitud requeridas en un campo tan delicado. Por fin, Lutero bebió no pocas de sus ideas en el libro de un compatriota anónimo, autor de un pequeño tratado místico, que el reformador dió a luz en 1518 bajo el título de Theologia germánica (Theologia deutsch). Los críticos han hallado que la edición preparada por Lutero contiene divergencias en relación con lo que parece deber considerarse el manuscrito original, motivo que los ha inclinado a dudar de la buena fe del reformador, ya que las diferencias militan siempre a favor de las teorías que para aquella fecha se manifestaban en sus lecciones y en sus escritos. Por lo demás, parece que el tratado es ortodoxo y que contiene escasos gérmenes de la herejía que entonces estaba para nacer.

 

¿Hasta qué punto puede hablarse de una influencia directa de estos místicos en la gestación de la Reforma? No todos sus resultados fueron perjudiciales. Paquier nos hace sentir la atracción que aquellas ideas, escritas en su lengua materna, debieron ejercer en el alma hondamente patriótica y amante de las tradiciones patrias de Lutero. En el terreno meramente religioso había asimismo más de una perla preciosa que desenterrar: «De su contacto con los místicos, prosigue el mismo autor, Lutero sacó grandes ventajas. La unión confiada de aquellas almas con el Divino Salvador contribuyó a reforzar su firme adhesión a los dogmas de la divinidad de Cristo, de la redención, de su presencia real en la Eucaristía y su gran estima de la Biblia». La manera de expresarse de aquellos autores le recordaba la paz y la quietud del alma que él había estado buscando en vano por tanto tiempo. Expresiones tales como el reposo total del alma, el gozo del reposo en la intuición de la verdad infinita, etcétera, constituían para él un lenguaje lleno de hondo y nuevo significado.

 

Pero, además, todo ello se podía alcanzar —al menos así lo interpretaba Lutero— por vías muy distintas de las que él había aprendido en el monasterio o en los manuales de teología. Los místicos apenas hablaban de mortificación ni de prácticas ascéticas. El mismo aspecto del esfuerzo humano (la terrible obsesión luterana de las buenas obras) quedaba relegado a segundo lugar para dar paso a la insistencia en el abismo de la miseria humana o en la necesidad de abandonarse totalmente en los brazos de la misericordia infinita de Dios. Todo esto era aptísimo para llevarle la paz del alma, sobre todo en los años en que su conciencia católica le remordía todavía del abandono de las penitencias, del rezo del Breviario y de la celebración de la Santa Misa. «Taulero y la teología germánica sirvieron poderosamente para tranquilizarle. Lo único que le interesaba era el sentimiento religioso, sin ejercicios corporales ni oraciones vocales de parte suya, un sentimiento profundo a secas sin autoridad externa que le controlara ni le molestara. Y las obras de los místicos estaban redactadas en términos suficientemente vagos como para que en ellas pusiera Lutero casi todo lo que le parecía. En la Theologia germánica se enseñaba también que las obras creadas son nada ante Dios, carecen de ser propio y sólo sirven para manifestar la gloria del Creador. Este puede encamarse en nosotros por la redención y, por cierto, sin mérito alguno por nuestra parte. El medio de unirnos con El consiste en una especie de quietismo obediencial fundado precisamente en el convencimiento de nuestra total incapacidad para obrar el bien. Como se ve, de aquí al luteranismo auténtico, la distancia no era grande.

 

Algunos de los especialistas insisten en la importancia que este elemento de consolación del alma tuvo en la gestación de la revolución luterana. Cristiani había apuntado en esta misma dirección relacionándola con la doctrina céntrica reformada de la justificación por la sola fe. Una de las diferencias entre los antiguos herejes —y en parte los del siglo XIV— y el luteranismo consiste en que los primeros se contentaban con presentar un elenco de dogmas contrarios a la doctrina tradicional, mientras que el reformador alemán los enseña además como vivencias personales y como algo que —bajo el punto de vista de experiencia religiosa— viene a llenar el ansia profunda de sus contemporáneos. Por razones en cuya explicación no podemos entrar ahora, había penetrado en gran parte del pueblo cristiano una especie de terror por la salvación personal, contrapesado por la vida ruda, llena de vicios de las gentes de cualquier clase social. Como remedio a esta tendencia, los teólogos y los autores ascéticos insistían en la necesidad de nuestra cooperación personal hasta el punto de hacer de ella la clave casi única del éxito. En algunos casos las obras externas (peregrinaciones, penitencias, adquisición de indulgencias) habían recibido una atención mayor de la que les asignaba una sana teología. Pues bien, en parte como reacción a esta tendencia hacia la exteriorización de la religión y en parte porque a nuestra naturaleza caída se le hace muy cuesta arriba el camino de la cruz, había aflorado en otras partes una corriente sentimental hacia lo que se llamaba la religión interior, sencilla y evangélica. Un sector importante de sus seguidores, por ejemplo los discípulos de la Devotio moderna, se mantuvieron dentro de los cauces de la ortodoxia. Los humanistas fomentaron también la tendencia, pero de manera diversa. Insistían en la vuelta a la Biblia y a San Pablo; ensalzaban la misericordia de Cristo redentor, la omnipotencia de su gracia y la nada de nuestra cooperación. Pero tenían también especial horror a los méritos humanos y se gozaban en describir las honduras de la debilidad humana para que, en contraste, apareciera en su grandeza la misericordia divina. Al mismo tiempo, empleaban sus aceradas plumas para combatir los vicios de la Iglesia, sus ritos externos y su ascética como opuestas al genuino espíritu del Evangelio».

 

Este fermento, presente en las clases dirigentes y aun en una parte del clero, sirvió magníficamente a Lutero para sus fines. Tenía para ello cualidades extraordinarias: fantasía ardiente, elocuencia popular, capacidad de vivir íntimamente los problemas internos y, sobre todo, una crisis intelectual (y tal vez moral) para la que buscaba una solución. Su trato de gentes y su experiencia sacerdotal le habían mostrado que eran muchas las almas que se hallaban en la misma situación. Lleno de aquellas ideas y de aquellas preocupaciones, el agustino —alejado ya internamente de ese algo que llamamos el sensus Ecclesiae— intentó proyectarlas sobre los demás prometiéndoles que les llevaba algo que nadie hasta entonces había logrado darles: una íntima y profunda consolación. Esta comprendía tres aspectos. En la parte doctrinal, bastaba creer en las Sagradas Escrituras, que contienen la Palabra de Dios; todo lo demás se reduce a silogismos y a invenciones humanas; son aditamentos de teólogos y juristas que sólo sirven para oscurecer y corromper la simple Verdad. En el campo moral, había que partir de una base: el hombre está totalmente corrompido por la concupiscencia; no obstante sus buenas intenciones, sólo podrá cometer errores y pecar; en consecuencia, tampoco hay por qué asustarse por sus caídas. Pero Lutero añadía un elemento adicional que es la clave de su sistema: la consolación. Los pecados no impiden nuestra justicia y nuestra salvación con tal de que, por parte nuestra, cumplamos con un sencillo requisito: el de la fe ciega en Cristo que con su redención cubre nuestros pecados y nos asegura la salud eterna. Esta idea expuesta con la vividez y el convencimiento que le daba Lutero, hizo impresión en sus contemporáneos que vieron allí el remedio definitivo a las angustias de la salvación que los atormentaban. El hallazgo lo consideraron providencial, casi milagroso: «Oh, miserables de nosotros, escribía uno de ellos, que durante más de cuarenta años no hemos tenido en la Iglesia a nadie que nos hablara de esta nueva especie de contrición. Pero, al fin, Dios se ha compadecido de nosotros, ha revelado la Buena Nueva a su pueblo y ha levantado las afligidas conciencias de sus hijos. Si me preguntas qué es lo nuevo que nos ha traído Lutero, ahí tienes en compendio la respuesta». El mismo reformador, aun reconociendo que varios padres de la Iglesia, incluso San Agustín, disentían de él en esta doctrina, creía hallarla en San Pablo. A sus ojos era también la doctrina que pacificaba la conciencia, de hecho, la única consolación ofrecida por la Iglesia.

 

Como decimos, la novísima interpretación luterana agradó aun a aquéllos que más tarde, al caer en la cuenta de las consecuencias morales y eclesiológicas derivadas del principio, abandonaron la reforma. «La persuasión, concluye Villoslada, de que el hombre puede obtener la justicia y la salvación por la sola fe y no por las obras, y de que los pecados no pueden ser un obstáculo a la salvación ya que la sangre de Cristo cubre la multitud de los pecados del creyente —aunque éste continúe cometiendo otros más— este sentido íntimo de confianza plena en la sangre de Cristo llevó una gran consolación y una conciencia de seguridad a aquéllos que, turbados por los remordimientos, buscaban la certeza absoluta de que Cristo los había salvado. Es lo que, además, se llamaba impropiamente el misticismo luterano puesto que fue el motivo impelente que infundió a sus seguidores aquella especie de ardor sagrado y fanático». Es también, añadiremos nosotros, la fuerza que todavía hoy lanza a muchas de las sectas de tipo escatológico y pentecostal a la conquista del mundo y a la predicación de Cristo Salvador, con el resultado de que sean todavía muchos los que se les juntan porque creen hallar en su doctrina esa seguridad de salvación.

 

EL ANTI-ROMANISMO DEL PUEBLO ALEMAN

 

La historia de la Iglesia es testigo del importantísimo papel jugado por los nacionalismos exacerbados —sobre todo si van mezclados con elementos de tipo religioso— en el nacimiento y en el desarrollo de las herejías. El nestorianismo y el eutiquianismo fueron en buena parte resultado del odio que aquellos pueblos del Medio Oriente iban nutriendo contra Bizancio. En el siglo XI los cismas de Focio y de Cerulario se debieron tanto o más que a problemas dogmáticos a las desavenencias político-culturales de las razas eslávicas frente al creciente poder de Roma. El jansenismo y el galicanismo fueron una rebelión de ciertos sectores étnicos europeos contra el exagerado centralismo romano en detrimento de otros inalienables derechos nacionales. Los brotes nacionalistas aparecen demasiado evidentes en más de un malhumor católico ante determinadas actitudes dogmáticas o disciplinares de la Santa Sede de nuestro siglo XX. La revolución protestante entra de lleno en esta categoría. Los pueblos en que esta dolencia muestra síntomas más serios son la Gran Bretaña, algunos cantones helvéticos, el territorio que hoy comprenden los Países Bajos y Alemania. De los primeros trataremos en otro lugar. Fijémonos, por un momento, en el caso alemán que es el más típico v el más agudo de todos ellos.

 

De la existencia de un profundo antagonismo romano en la Alemania del tiempo de Lutero apenas se puede dudar. Tal sentimiento era perceptible en las esferas dirigentes y se infiltraba hasta en el pueblo sencillo de sus ciudades y aldeas. Las raíces de aquella malquerencia eran diversas. La oposición entre el Papado y el imperio, prolongada durante generaciones, había dejado huella profunda en la nación. La política francesa y anti-alemana de muchos de los Papas de Avignon (recuérdese la abierta oposición de Juan XXII a Luis de Baviera y a los príncipes electores) habían ahondado aquellos sentimientos. Como consecuencia, varios de los altos jerarcas eclesiásticos alemanes como los arzobispos de Maguncia pedían abiertamente la celebración de concilios nacionales que pusiera fin a las injusticias de que eran víctimas las gentes del país. Como era de temer, tampoco faltaron príncipes de sangre real (entre otros Segismundo y el mismo Maximiliano I) que atizaron el fuego difundiendo escritos injuriosos a la autoridad pontificia. Entre éstos descollaron los famosos Gravamina Nátionis Germanicae, formulados por primera vez en la Dieta de Francfort (1456) y repetidos después en muchas otras reuniones imperiales. Fue precisamente Maximiliano I quien encargó al conocido humanista Jacono de Wimpfeling hacer una definitiva compilación de tales resentimientos para ser presentada en las Dietas de 1518 en adelante. Contenían un centenar de quejas del pueblo alemán contra las ingerencias de la Santa Sede o sus injusticias contra los derechos del pueblo alemán. En ellas se acusaba a Roma de imponer a los fieles alemanes impuestos insoportables y de llevarse el oro de la nación; de que los beneficios eclesiásticos fueran a manos de aquellos que más pagaban, por lo general hombres que vivían por algún tiempo en la corte romana con ese fin; de que los curiales se dejaran sobornar para conceder beneficios simultáneos a dos personas y así alargar indefinidamente en Roma los litigios; de que redujeran a la miseria al pueblo alemán exigiendo dinero para la guerra contra los turcos y otras causas nobles, dinero que después se empleaba para fines muy diversos; de que se predicara la bula de la indulgencia sin contar con los obispos locales, etc. «Estas quejas, comenta Bihlmeyer, tanto por su elevado número como por su áspera formulación, constituyeron —aunque siempre quedaran en forma de proyecto— un arma eficaz para los innovadores en cosas de religión». Y no se trataba siempre de enfados sin base en la realidad. «Con frecuencia, dice von Pastor, estas quejas eran tan justificadas, que encontraban paladines en hombres de sentimientos rígidamente eclesiásticos y lealmente devotos de la Santa Sede. Si en Alemania la Curia se permitía numerosas usurpaciones injustificables, la razón principal está en que allí no tenía que habérselas, como en Inglaterra, o en Francia, con un poder civil y unido. El desmembramiento del imperio en infinitos territorios, pequeños y grandes, invitaba a aquella intromisión, y Roma que siempre tenía a mano tantos medios, estaba segura de contar con el apoyo de un grupo de príncipes aunque otros se le rebelaran».

 

Al pueblo, poco atento a otras clases de preferencias y de demandas, estas cosas sí le hacían impresión. El resultado fue que, poco a poco, flotara en el ambiente una especie de aversión hacia todo lo que viniera de la cabeza de la Cristiandad. El historiador del Papado habla también de un «mal humor general aguzado y envenenado en Alemania por el odio a los italianos a quienes se acusaba de estimar en poco al pueblo germano y de no pensar más que en estrujarlo para provecho propio». Algunos se refieren a la introducción en Alemania del derecho romano «que hizo pasar la jurisprudencia a manos de hombres que pertenecían a las clases doctas», como a otro de los motivos de aquella desconfianza y acritud del pueblo contra todo lo que viniera de aquel país meridional. Tampoco se puede dudar de que el resurgir de la idea nacionalista —en el sentido noble de la palabra y sólo en contraposición al concepto imperial del medievo— que entonces brotaba en territorio germánico, contribuyó a considerar siempre como extranjera la intervención de la Santa Sede, o aun la de los mismos obispos locales, en esferas que, con razón o sin ella, empezaban a reservarse a la autoridad civil. La idea de que el gobernante debía tomar sobre sí todas las prerrogativas de un princeps del antiguo imperio romano, se fue abriendo camino en la opinión. Ello incluía «dar leyes y forma a las cosas religiosas, investir o deponer a obispos, desviar para usos propios los bienes de la Iglesia», etc. A veces las extensas posesiones o los abusos de los monasterios o de las diócesis daban cierta aparente justificación a aquellas intromisiones estatales. Al menos, el pueblo no las vituperó o se imaginó que con el tiempo todo redundaría en propio provecho, o en la disminución de sus cargas reñíales. Estaba dispuesto a secundar cualquier movimiento que le sacara de aquel estado deprimente de cosas

 

Los humanistas que podríamos llamar de extrema izquierda encontraron el ambiente preparado para fomentar, por medio de su propaganda escrita o hablada, el desdeño por Roma, y por todo lo que ésta representaba. «En las tierras alemanas, escribía el humanista Conrado Celtis, el emperador ejerce el poder, pero quien usa de sus bienes es el Pastor de Roma. ¿Cuándo hallará Alemania sus antiguas fuerzas para arrojar el yugo extranjero que la oprime?». El fanático Ulrico de Hutten atribuía todos los males de sus conciudadanos a la avaricia y a la opresión de la Iglesia, y no hallaba para las mismas otro remedio que la insurrección conjunta contra aquel poder. «Roma es el granero donde se acumulan las riquezas del mundo entero. Allí tiene su sede el gorgojo insaciable. ¿Es que los alemanes desistirán todavía de tomar las armas y de lanzarse a su destrucción por el fuego y la espada?». «Contra el veneno humeante que sale del corazón del Papa, escribía el mismo en otra ocasión, no hay antídoto posible; sabe dar protección a toda clase de engaños y ahogar todas las confabulaciones que brotan a su lado. ¿A qué espera el pueblo alemán? Porque si nosotros faltamos a la cita, se llamará a los turcos para que éstos, con sus espadas desenvainadas, hagan lo que los cristianos, ciegos y engañados por las supersticiones, no se atreven a cumplir».

 

Quien así arengaba era un gran admirador y cómplice de Lutero. Porque éste, por difícil que resulte creerlo, abrigaba los mismos sentimientos y estaba determinado a aprovecharse de la honda inquietud religiosa reinante para derrocar al Papado e implantar su revolución. Estamos frente a uno de los aspectos más mezquinos, menos evangélicos de toda su labor reformadora. Ciertamente no se trataba del verdadero motivo impulsor. La ruptura interna con Roma era cosa hecha antes de que pensara en nacionalismos y se debía a causas mucho más íntimas y de carácter hondamente personal. Pero si —por un imposible— Roma hubiera consentido algunos de sus principios teológicos y no lo hubiera declarado hereje, tal vez Lutero tampoco hubiera tenido que recurrir a la política. Pero la disputa de Lipsia (151) lo había desenmascarado ante el mundo y no tuvo más remedio que identificarse con la causa del nacionalismo alemán. Y lo hizo con el ardor brutal y demagógico que ponía en sus cosas, identificando su causa con la del oprimido pueblo en que había nacido. «He nacido para servir a mis alemanes» es una frase lapidaria que sintetiza su pensamiento y que se irá repitiendo con frecuencia en su correspondencia epistolar o en sus otros escritos.

 

Su sentido era claro para los contemporáneos: en la lucha contra la opresión extranjera (romana), Lutero iba a tomar parte principal. Sería el gran héroe, el patriota de las horas difíciles, el hombre que restituyera las libertades a los pueblos germánicos. Ello llevaba consigo hacer causa común —no con los ilusos humanistas, más diestros en la pluma que aptos para la guerra— sino con príncipes del imperio deseosos de deshacerse de la política imperial y del catolicismo que simbolizaba. La alianza era una manera de paliar el verdadero motivo de su levantamiento que, en el fondo, miraba a la ruptura completa con todo el Cristianismo tradicional.

 

LOS GRANDES INSTRUMENTOS DE PENETRACIÓN

 

Para comprender la rapidez con que el luteranismo prendió y se propagó en Alemania, es conveniente considerar los grandes instrumentos que halló preparados en su país de origen: los príncipes temporales y una buena parte del clero. El éxito luterano se debió —por el lado político— al auge cobrado en la nación por los príncipes y señores temporales que eclipsaban el poder imperial; y —por el eclesiástico— a la deplorable decadencia del clero y del estado religioso. No fue la masa de los fieles la primera que desertó de la antigua fe. La pauta y el mal ejemplo —o a veces la fuerte presión— le vinieron de más arriba: de quienes regían los destinos políticos de la patria y de aquéllos que debían haber sido los verdaderos pastores de sus almas.

 

A lo largo del periodo de la implantación del luteranismo en Alemania, se nota una especie de lucha sorda entre el emperador, deseoso de preservar los derechos de la Iglesia, y los príncipes territoriales, poco entusiastas de prestarle apoyo, o positivamente partidarios de la nueva religión. Carlos V tenía demasiados enemigos (el turco, el rey francés, a veces hasta la Curia romana; que le impedían concentrar su atención a sus dominios alemanes. Pero no se trataba únicamente de los obstáculos externos. Era la estructuración misma del imperio germánico —y la potencia creciente de sus señores territoriales— lo que se oponía a sus planes y a sus intervenciones. A partir del siglo XIV la historia de Alemania presenta una progresiva decandencia del imperio. El territorio se había convertido en una federación de príncipes con amplísimos privilegios que se extendían al acuñamiento de la moneda, a la imposición de tributos y —en la práctica— a no pocos aspectos de la misma política eclesiástica. «Ni siquiera un emperador tan potente como Carlos V pudo cambiar ya aquella situación. Las casas principescas se contentaron con dar al emperador —a quien llamaban presidente de las comunidades germánicas— ciertos derechos de supremacía» Esto lo veían con cierta pena los contemporáneos: «La dignidad imperial, decía Pedro D’Ailly, está tan despreciada que las gentes —desde las más humildes a las más elevadas— temen y veneran más a un capitán de soldados de Italia que al mismo emperador y rey de los romanos».

 

¿Qué hacían o cómo se comportaban aquellos príncipes? Los más importantes (ya por el territorio que poseían, ya por el voto electoral de que gozaban) eran siete: tres de ellos eclesiásticos (los arzobispos de Maguncia, Colonia y Tréveris) y cuatro seglares: el rey de Bohemia, el duque de Sajonia, el conde del Palatinado y el marqués de Brandemburgo. A su lado —y en parte también a sus órdenes— estaba la nobleza inferior, compuesta de señores feudales, que administraban sus castillos con las posesiones adyacentes. Su número era elevadísimo, hasta constituir una verdadera plaga, sobre todo, cuando —como ocurría en el siglo XVI— la invención de la pólvora había disminuido su importancia en las guerras. Ambas clases sociales eran generalmente piadosas y respetuosas con la Iglesia, al menos cuando ésta no se entrometía en sus negocios o no hería sus intereses. Otra de las características en que coincidían era en una insaciable sed de riquezas. Y como éstas parecían hallarse en buena parte concentradas en manos del clero y de las Órdenes monásticas, el resultado era un gran empeño por posesionarse de las mismas. La nobleza había intentado en diversas ocasiones acapararlas. Con tal objeto, llevaba practicando desde tiempo atrás, la táctica de destinar a sus hijos y parientes a la carrera eclesiástica y de promoverlos a las dignidades más elevadas en el clero secular o en las Órdenes monásticas. Los daños que de esto se derivaron a la Iglesia eran gravísimos. Como observa atinadamente Pastor, «la ocupación de numerosas sedes episcopales por hijos de príncipes y de nobles que, olvidados de sus deberes, no eran por lo general mejores que sus colegas seglares, así como la negligencia del oficio pastoral que de allí se derivó, trajeron como resultado una espantosa tibieza religiosa y moral, primero en el clero y luego en los seglares. Sin aquella tibieza, todos los demás elementos favorables a la revolución serían insuficientes para explicarnos la pérdida de la fe de los mayores en tan gran parte de la masa del pueblo alemán.

 

Y con esto entramos en la segunda plaga de la época: el triste estado en que se hallaba una buena parte del clero de aquel país. Además de los tres obispos-príncipes ya mencionados, había en el territorio nacional cincuenta obispos que eran verdaderos señores feudales (de ellos dieciocho hijos de príncipes) y más de cuarenta abades que tenían también amplísimas posesiones y eran de familias nobles. De esta manera, la nobleza eclesiástica era prácticamente dueña de la tercera parte de la riqueza del país. A sus órdenes trabajaba un verdadero ejército de la gleba que, sin vivir esclavizada como a veces se nos quiere describir, estaba privado de la mayoría de las comodidades de sus amos. Aquellos eclesiásticos, llegados a sus cargos sin apenas ninguna vocación, sólo buscaban el aumento de sus ingresos. Para lograrlo echaban mano de una de las terribles epidemias morales del tiempo: la acumulación de beneficios. Esto consistía en que una misma persona (Obispo, canónigo, párroco o abad del monasterio) poseyera conjuntamente varios cargos eclesiásticos cuyos ingresos percibía sin cumplir por su parte —en casos por mera imposibilidad física— los deberes correspondientes a aquellos títulos. A veces se trataba de la posesión simultánea de varios obispados; en otras se acumulaban diversos oficios escalonados. Suele aducirse como ejemplo típico el de Jorge, conde palatino y duque de Baviera que, ya desde los trece años, había empezado a acumular beneficios, y que, con el tiempo, vendría en posesión de las prebendas catedralicias en Maguncia, Colonia, Treveris y Brujas, de varias parroquias en Hochheim y Lorch, así como del obispado de Spira. Pero casos semejantes eran bastante comunes, aunque no siempre —por razones ajenas al interesado— los cargos acumulados fuesen tan numerosos.

 

La acumulación de beneficios llevaba consigo el absentismo. Este incluía no solamente el abandono de la predicación, de la administración de los sacramentos y de la cura directa de almas, sino aun la recepción sacramental y sobre todo la celebración de la Santa Misa por parte de los mismos interesados. Los casos aducidos por Janssen-Pastor resultan increíbles para quienes tenemos un concepto tan diverso de la dignidad sacerdotal, y más aún de las grandes responsabilidades de los obispos. Prelados como Hermán, conde de Weid, que no había celebrado Misa sino tres veces en su vida; o como Ruperto von Simmsem, obispo de Estrasburgo, de quien se refiere que no la celebró durante treinta años, etc., eran en aquellos tiempos una triste realidad que, por desgracia, no causaba grandes escándalos. Es fácil imaginarse lo que sería la vida moral de tales eclesiásticos. Ciertamente las diatribas del autor del Onus Ecclesiae, aparecidas por entonces, son exageradas y su tono apologético nos hace desconfiar con frecuencia de su objetividad. Pero resulta indudable que en las acusaciones de ambición, de simonía, de negligencia de los deberes sacerdotales y de incontinencia, contenían su fondo de verdad. El hecho es que otros autores contemporáneos les hacían eco. La vida del clero, escrita por el célebre Dionisio el Cartujano (f. 1471) contenía escenas abundantes, detalles y nombres concretos de eclesiásticos cuya conducta no les hacían ninguna honra. Otro cartujo —Jacobo de Juterbock— fustigaba con igual ardor los vicios de aquellos hombres: «Si Cristo viviera entre nosotros, decía, y ocupara la Sede Apostólica, no es creíble que adoptara las reservas, las colaciones de beneficios, las anatas, las provisiones, etc., en fin, todo este sistema encaminado a excluir de los cargos a todos aquéllos que, según los cánones, tienen derecho a ellos». Porque, es de nuevo el historiador de los Papas quien lo advierte, «mientras que los Papas del siglo XIII combatieron a los príncipes y nobles de la iglesia alemana que se atribuían aquellos monopolios, en el siglo XV el terrible abuso no solamente quedó tolerado sino aun favorecido por el gobierno supremo de la Iglesia. El espíritu secularizante y la confusión de ideas habían alcanzado tales proporciones en la Curia romana que, al parecer, no se llegaron allí a comprender los resultados fatales que de un episcopado mundano podían sobrevenir a todo el país»

 

Al lado del clero integrado por los elementos de la nobleza, nos encontramos con el sector inferior designado, con epíteto bastante poco apropiado, el bajo clero. Formaban parte de él los vicarios o coadjutores, los curas rurales, los capellanes y toda una categoría de hombres que, después de haber recibido las órdenes sagradas, carecían de cargo fijo y tenían que ganarse la vida sirviendo a otros. Janssen, quien, sin embargo, no les guardaba ningún rencor, los designó con el nombre de proletariado clerical. Se han llevado a cabo estadísticas detalladas de su distribución en el país para concluir que Alemania estaba sobresaturada de ellos: Colonia, con sólo 40.000 habitantes, tenía 19 parroquias, más de 100 capillas, 22 monasterios y 76 conventos; la pequeña ciudad de Worms (7.000 habitantes) contaba con 8 parroquias, 9 monasterios de hombres y 5 de mujeres, etc. Pero, además, muchos de ellos habían llegado al sacerdocio sin vocación, y sus estudios teológicos habían dejado mucho que desear. «Los antiguos institutos de instrucción para el clero, así como los seminarios episcopales, habían perdido casi totalmente su importancia... Por consiguiente, una gran parte de este clero inferior era ignorante. Según el autor del De vitae sacerdotalis institutione no se preocupaban del estudio de las Escrituras y algunos ni siquiera sabían leer». La ignorancia teológica y la falta de educación, eran los peores consejeros. Por eso la vida de muchos de ellos era con frecuencia piedra de escándalo para los demás. Aquí, de nuevo, es preciso emplear con cautela los documentos acusatorios. Sin embargo, en presencia de tantos testimonios convergentes, tampoco se pueden cerrar los ojos a la realidad. Fara muchos, el comercio se convertía en la manera normal de ganarse la vida. El concubinato constituía también una plaga casi universal, sobre todo en las regiones de Sajonía, Franconia, Westfalia, Baviera, en los territorios austríacos, en la diócesis de Constanza, en el Rhin superior y en muchísimas ciudades de alguna importancia.

 

Estas deficiencias —en la mayoría gravísimas— no estaban del todo eliminadas ni siquiera en los conventos y monasterios que debían haber sido el ejemplo auténtico de las virtudes y de las heroicidades cristianas. Había, es verdad, numerosos casos de exacta observancia regular, de ardiente celo de las almas, de hombres y mujeres dedicados totalmente al servicio de Dios. Su influjo continuaba siendo benéfico en el campo de la educación y de la beneficencia. La época conoció también a grandes predicadores y a grandes santos. El hecho de que se intentara repetidas veces la reforma de los monasterios, indicaba por parte de la Iglesia un continuo interés por mejorar las condiciones y por superar las dificultades. En Alemania se habían ensayado reformas entre los benedictinos (congregación de Busrfeld), los canónicos regulares (congregación de Windesheim, los agustinos y los franciscanos observantes).

 

Con todo, hay que admitir que los casos contrarios eran también numerosos. Y es fácil entender la razón: recuérdese lo dicho sobre la designación de los abades de los grandes monasterios. Aquellas ricas abadías que, como dice Pastor, «se habían convertido en hospitales de la nobleza en que se metían con preferencia los deformes, los que eran inútiles para el mundo... sin vocación alguna eclesiástica», no podían ser modelos de observancia y de fervor. El mal pasó después a las demás corporaciones monásticas. Indudablemente, los escándalos no eran del calibre de los mencionados antes para el clero secular. Pero la falta de observancia regular, la negligencia en la guarda de los votos, los frecuentes pecados contra la caridad mutua y, sobre todo, el debilitamiento de la fibra de santidad que debe siempre florecer en institutos llamados a la más alta perfección, bastaron para que, llegado el momento de la gran prueba, una gran parte de sus miembros desfalleciese o se pasase, en elevado número, a las filas del adversario. «Las Ordenes antiguas, a excepción de los cartujos, y en parte los cistercienses, respondían muy poco a la vocación para la que habían sido llamados. La creciente riqueza de los monasterios, el pernicioso sistema de las encomiendas, las guerras y las ruinas de todo género, habían traído consigo el relajamiento del fervor religioso y del interés científico. La costumbre, las dispensas y los privilegios, hacían inútiles las reglas. El sistema de las prebendas (que consistía en la división del patrimonio o de los bienes del monasterio entre el abad y los monjes) fueron tomando carácter general. No pocas de las grandes abadías benedictinas, incluidas las de San Gallo, Fulda, Reichenau. Ellwagen, etc., se habían convertido en lugares de sustento y de cómoda existencia para los nobles, conduciéndose en ellas una vida libre, como la de los hombres del mundo. Entre los canónigos regulares se notaba un claro relajamiento del espíritu religioso. No se escapaban de esta terrible ley ni siquiera las jóvenes Ordenes mendicantes, donde si, por una parte, las posibilidades de poseer propiedad se habían convertido en letra muerta, por otra, las frecuentes colisiones con el clero secular respecto a sus mutuos derechos en la cura de almas, producían también perniciosos resultados».

 

Indicadas de esta manera las causas que prepararon la crisis protestante, nos toca ahora abordar el estudio de la personalidad de quienes la suscitaron y actuaron en la historia. Como ocurre con todos los grandes cataclismos, el de la Reforma no hubiera tenido lugar —o habría sido algo muy distinto de lo que efectivamente fue— sin la acción dinámica de aquellos iniciadores que se llamaron Lutero, Zwinglio, Calvino y Enrique VIII. La historia —dice Hertling— la hacen los individuos y en ella no hay lugar para el hado, la necesidad o la ciega evolución. Si Lutero no hubiera aparecido, o lo hubiera hecho de manera distinta, la historia de Alemania habría seguido un curso enteramente diferente. Si Enrique VIII hubiera sabido dominar sus pasiones, Inglaterra no se habría rebelado. La verdadera responsabilidad cae, pues, sobre los individuos: los electores de Sajonia y Brandemburgo, el landgrave de Hesse, el gran maestre de la Orden Teutónica o los reyes de Suecia, Dinamarca e Inglaterra».

 

La interacción de ambos elementos, el de los reformadores propiamente tales y el de quienes, por debilidad o por ambiciones, los favorecieron y protegieron serán la causa de la terrible herida sufrida por la cristiandad. «La Reforma, escribe Elton, pudo mantenerse allí donde los príncipes la favorecieron; en cambio, falló donde las autoridades se esforzaron por suprimirla. Los países escandinavos, los principados alemanes, Ginebra, y a su manera Inglaterra, son prueba de lo primero; España, Italia, las tierras de los Habsburgos y, aunque no de manera conclusiva, Francia, demuestran lo segundo»

 

 

LUTERO Y SU OBRA

 

 

El iniciador de la Reforma ha sido juzgado diversamente por la crítica. «En los primeros años de la Reforma —dice Bóhmer— Lutero era considerado entre los suyos como el profeta de Dios. Aun escritores moderados como Alberto Dürer, lo describían como al hombre inspirado por lo Alto. Los más fanáticos buscaban y hallaban en los pasajes de la Biblia y en las profecías medievales vaticinios relativos a su persona y a su obra. Los artistas colocaban sobre su cabeza una aureola de santo o la imagen de la paloma del Espíritu de Dios... Los protestantes ortodoxos lo llamaban el profeta de Alemania cuya doctrina estaba en perfecto acuerdo con las Sagradas Escrituras... Para la plebe continuaba siendo el santo y se le tributaba el culto de tal, sin que faltaran narraciones de milagros y la búsqueda de reliquias que se aplicaban después a los enfermos». Les complacía especialmente compararlo con los profetas del Antiguo Testamento (Elias y Jeremías), con Juan Bautista o con el ángel del Apocalipsis que el evangelista vió volar por los cielos llevando a todos los hombres el evangelio de la salud. «Aquel ángel que gritaba: temed a Dios y dadle alabanza era el doctor Martin Lutero». Bugenhagen lo consideraba como el gran enemigo del anti-Cristo, identificado éste con el Papado. Por eso, pedía a Dios que, al igual que las demás profecías, se verificara en él aquella que había deseado figurase como inscripción de su tumba sepulcral: «Pestis eram virus, moriens tua mors ero. Papa».

 

En los siglos XVII y XVIII la fama de Lutero experimentó un primer cambio. Los luteranos ortodoxos, empezando por Gerhard y los teólogos de Wittemberg, continuaron defendiéndolo contra los ataques cada día más duros de los apologistas católicos, aunque tratando de poner el acento en su doctrina más que en su discutida conducta personal. Johannes Muller en su Lutherus defensas (1634-45), lo tenía como el hombre providencial de Alemania para purificar la Iglesia corrompida: «Lutero, empujado y asistido por el Espíritu Santo, se levantó contra los errores papistas y fundó una nueva religión». En cambio, para los hombres de la siguiente generación, el reformador fue perdiendo aquel halo de superioridad que tenía para sus contemporáneos. Von Seckendorf en su Historia Lutheranismi. 1694, afirmaba llanamente: «Yo no lo exalto sobre los demás hombres y en mi libro nunca he pretendido defender indistintamente todas sus palabras y obras. Ello sería hacer injusticia a sus manes». Con Leibníz se dio un paso adelante en la misma dirección. No es que el sabio reprendiera la obra de Lutero: más bien creía que su reforma había sido necesaria y que, por consiguiente, era injusto catalogarlo como hereje. Pero tampoco tuvo miedo de criticar duramente algunos trazos de su carácter y de su vida privada. Los desahogos anti-papales del ex-religioso, le parecían absurdos. Difería totalmente de él en materias doctrinales empezando por su doctrina de la naturaleza corrompida y de la salvación por la sola fe. Para los planes sincretistas y ecuménicos leibnizianos, el luteranismo constituía un verdadero óbice.

 

Pero quienes más contribuyeron a bajarlo de su pedestal fueron los pietistas con Spener, Arndt, el conde von Zinzendorf y otros. Para éstos, lo importante era la piedad, la religiosidad interna, la meditación de la vida y pasión del Señor y, sobre todo, su imitación. El pietismo, iniciado como reacción al árido doctrinarismo de la época anterior, se desentendía de los dogmas y sólo deseaba poner un dique a la espantosa corrupción de costumbres que había seguido a la aparición del protestantismo. Para ello recomendaba la vida austera, la mortificación, las penitencias y las buenas obras, es decir, todo lo opuesto a la doctrina primordial luterana. Los pietistas veneraban al Lutero de los años juveniles como al Padre de su fe y al autor de una nueva y profunda espiritualidad. Pero nada más. «Lutero —decía Spener— no pasa de ser un mero hombre, por supuesto muy por debajo de los apóstoles... Respecto de sus interpretaciones bíblicas, tengo que decir que no estaba equipado para hacerlas; que muchas veces erró en la interpretación... y que en innumerables pasajes se apartó del texto original».

 

La actitud del iluminismo (Aufklarung), fue todavía más radical. Aquellos hombres que no admitían el orden sobrenatural ni por consiguiente los grandes dogmas cristianos, estaban radicalmente incapacitados para entender la profunda religiosidad del reformador. Las luchas de éste las atribuyeron a una enfermedad morbosa y sus doctrinas quedaron arrinconadas como errores inaceptables. El historiador Semler en su respuesta a las acusaciones de Bossuet «reconocía con gusto todos los pecados y exageraciones que (a Lutero) se le habían notado». Estaba de acuerdo con Erasmo en condenar su matrimonio; admitía su orgullo, su espíritu de duplicidad, etc., y creía que «sin todos aquellos defectos no hubiera sido capaz de las grandes cosas que hizo». Por supuesto, los iluministas se negaban a prestar fe ciega a sus doctrinas. «Puesto que no estamos preparados a que el Papa sea infalible, tampoco se nos ocurre atribuir esa cualidad a Lutero o a cualquier otro protestante». En aquel ambiente abundaron las críticas. Había, con todo, un aspecto que la Aufklarung quería ensalzar en él: el de haber sido el gran defensor de la libertad. Semler consideraba a la Reforma como una etapa en el progreso de la humanidad. Otros alababan los ataques de Lutero contra los frailes y sus luchas por la libertad de conciencia. El poeta Schiller lo llamó: «luchador de la razón libre contra las supersticiones del Vaticano». Lessing mantuvo fuertes discusiones con los teólogos luteranos ortodoxos que se atrevían a defender a su maestro. Justus Moser escribió en su correspondencia descripciones de la vida y el carácter del reformador que escandalizaron al mismo Voltaire. Federico de Prusia lo alababa «por haber librado a los príncipes de las supersticiones clericales y enriquecido con la expoliación de monasterios sus tesoros», pero lo reprendía por haberse quedado a medio camino sin «extirpar completamente sus desviaciones y su fanatismo». Lutero hubiera sido grande —añadía— si hubiera «abrazado el Socianismo, que es verdaderamente la religión de un solo Dios».

 

En el siglo XIX los románticos admiraron sus extraordinarias cualidades de intuición, de fantasía y de sentimiento. Era para ellos un ser que se acercaba al Genio creado por sus inteligencias como prototipo de la humanidad. El primero en bautizarlo con el epíteto fue el propio Goethe en los últimos años de su vida. Numerosos fueron también los que comenzaron a fijarse en él como en un héroe nacional. Las desdichas patrias y los horrores de las guerras napoleónicas les servían de magnifico incentivo: «Lutero —decía Fichte— uno de los héroes de la resistencia». «Poseía —escribía de él Herder— un entendimiento privilegiado; por eso fue el verdadero profeta y predicador de la patria, el primero que nos dio un libro en alemán. Sus obras nos alientan y dan ánimos; sus himnos respiran nuestro vigor. Oh noble Sombra, vuelve a ser el Maestro de tu nación, su profeta y su predicador; haz que el país, sus príncipes, sus nobles, su corte y su pueblo oigan tus palabras, claras como el mediodía y persuasivas hasta el punto de ser terribles e inspiradoras de temor». Tampoco faltaron otros que, dejando de lado las consideraciones de orden patriótico o literario, se dedicaron a la investigación de las fuentes históricas para darnos un retrato más objetivo del reformador. Abrió la marcha —y señaló en gran parte la pauta— Leopoldo von Ranke, historiador de los Papas y especialista de las condiciones religiosas de Alemania, maestro en valorar documentos y en encuadrar a los personajes en la época en que vivieron. Más que a la persona misma de Lutero, von Ranke evaluó su obra, que juzgó admirable y consideró como verdadero punto de partida de la edad moderna.

 

La celebración de las fiestas jubilares de Lutero (1883) daría especial ímpetu a la tendencia histórica para hacer de ella el punto de arranque de los más florecientes estudios. Lo exigían el recrudecimiento del espíritu conservador en Prusia, deseosa de eliminar el influjo del calvinismo; pero sobre todo la necesidad de hallar para las iglesias separadas un centro de unidad que se opusiera a las conquistas espirituales de Roma. La biografía de Julius Koestlin, de J. K. F. Knabe y la publicación de las Obras Completas del reformador, señalaron un primer paso. Luego vinieron los estudios, también biográficos, de Th. Kholde, de A. Berger, de Adolfo Hausrath y de G. Kawerau. En todos ellos, no obstante su tono científico, afloraba la tendencia de glorificar a Lutero tanto por haber sido el impulsor de una gran reforma religiosa como por personificar las grandes virtudes del hombre moderno, y en concreto, del hombre alemán. Esta glorificación, conscientemente fomentada por Bismarck en favor de sus campañas militares y políticas, volvió a aparecer con caracteres todavía más agudos durante y en el decenio que siguió a la primera guerra europea. «En esta contienda —escribía Th. Hoffmann— Alemania lucha por aquellas libertades cuyo fundamento puso Lutero». «Lutero —añadía Baungarten—, es la máxima revelación de la esencia del alma germánica». Hasta hubo quienes le llamaron «el generalísimo del ejército nacional». Paralelamente abundaron los estudios acerca de su persona y de su obra, aunque ninguno de ellos suplantara las biografías anteriores. Las obras de Otto Scheel, Martin Luther, vom Katolizismus zur Reformation (1916-17) y de Heinrich Bohemer, Der Junge Luther (1925) constituían una excepción.

 

La época nazi y la segunda guerra mundial tuvieron una repercusión casi inesperada sobre los estudios luteranos. No faltaron algunos nacional-socialistas que se pusieron a exaltar las virtudes raciales de aquél. La tendencia se notó principalmente dentro de los grupos protestantes que optaron por una completa colaboración con el régimen. Pero ni fueron muchos ni supieron producir nada que realmente fuera de imperecedero valor. En cambio, el entusiasmo luterano contagió a los católicos que sintieron por primera vez la necesidad de ponerse a su favor con alabanzas apenas tributadas por sus mismos seguidores. La nueva actitud traía diversas raíces. El patriotismo de los católicos alemanes empezó a considerar toda injusticia lanzada contra Lutero como injuriosa a todos los hombres de la nación. La lucha contra el enemigo común, en la dura época del nazismo, los había acercado a los luteranos. La nueva ola del movimiento ecuménico se extendió —y en general con excelentes resultados— a muchos de los sectores católicos del país. Uno de los principios en que fundaban su obra de acercamiento iba a consistir precisamente en una revalorización de los elementos religiosos y cristianos de la Reforma como medio para echar el puente hacia una posible unión. En esta perspectiva entraba directamente la nueva interpretación de la vida de Lutero.

 

La tarea era ardua. La primera opinión católica sobre la Reforma transmitida por los apologistas de los siglos XVI y XVII (influenciada grandemente por Codeo) había continuado prácticamente hasta mediados del siglo XIX. Las críticas de Dollinger, Janssen y del mismo von Pastor habían sido, en su conjunto, adversas. La obra de Denifle dejaba a la persona del reformador en muy mal lugar. Grisar —no obstante su tono moderado y su conato de corregir las exageraciones del dominico— nos daba un retrato del Lutero tradicional, con muchos más rasgos sombríos que claros y, sobre todo, con una condenación neta de su obra religiosa... Los nuevos autores quieren borrar de la historia esa imagen. Abre la marcha Joseph Lortz, sacerdote y profesor de la universidad de Münster, con su magna obra Die Reformation in Deutschland (1939-40). Dotado indudablemente de excelentes cualidades y conocedor del alma de sus compatriotas, Lortz intenta defender a Lutero presentándolo como a un hombre profundamente religioso, animado de buenas intenciones y arrastrado a su revolución por fuerzas poco menos que incontrolables. Esto lleva consigo bastante dosis apologética mezclada de duros ataques contra aquellos católicos que nos han dado del hereje un retrato muy distinto del que él intenta sacar. La tesis —porque se trata de tal— exige igualmente la omisión de todos aquellos trazos que podrían afear el carácter del reformador, aunque éstos vengan confirmados por testimonios de irrecusable autenticidad. Naturalmente, al describir los males que entonces padecía la Iglesia, Lortz carga la mano para que la silueta tenga todos los caracteres de situación desesperada. Esto le es necesario para su conclusión final: «La descomposición de la Iglesia había llegado a límites insospechados». «El estado de la Cristiandad inmediatamente antes de la Reforma, la conducta del clero alto, incluida la corte pontificia, la actitud de una parte de los teólogos, llegaron a provocar y a favorecer en la conciencia cristiana una profunda crítica. Esta era, por lo tanto, históricamente necesaria». «Martin Lutero, padre de la Reforma, en su lucha sincera a los ojos de Dios, no preveía que podría salir de la Iglesia romana» «Por lo tanto, la falta de aquella escisión recae sobre todos los cristianos (católicos y protestantes) que deben hacer penitencia por la misma»

 

Lortz ha formado escuela sobre todo en Alemania. Se multiplican las obras de apología luterana. Richter escribe un libro, Martin Luther und Ignatius von Loyola todavía más laudatorio que el de su predecesor. Adolf Herte trata de probar que el falso concepto de los católicos sobre Lutero se funda exclusivamente en los relatos, con frecuencia inexactos, de Codeo, enemigo declarado del reformador. El holandés Van der Pol, que pasó del calvinismo a la iglesia anglicana y de ésta a la de Roma, cree que hasta la fecha se han falsificado «el retrato auténtico y las rectas intenciones» del iniciador de la Reforma. En conferencias de tipo ecuménico se insiste en la necesidad de presentar esta nueva línea como la única conducente a la mutua comprensión. Hasta un autor a quien hemos citado frecuentemente en estas páginas ha quedado contagiado por el nuevo entusiasmo como se deduce de la comparación de sus ediciones de 1940 y de 1957. No solamente se borra de un plumazo en esta última «el aspecto libidinoso» de la vida de Lutero, sino que narrando como la cosa más natural su matrimonio con la ex-cisterciense Catalina de Bora, se detiene a examinar los «piadosos consejos» contenidos en su correspondencia epistolar con ella o a ensalzar el ejemplo de «padre modelo» que dio a todos. La insistencia en que el reformador «con su actitud fundamentalmente teocéntrica y su orientación cristocéntrica constituyó la oposición más neta al ideal humanístico-antropocéntrico del hombre del renacimiento al que pertenecían también largos sectores de eclesiásticos de alto rango», contribuye a que los lectores se fijen más en la responsabilidad de los católicos que en la de los protestantes. Todo ello para terminar culpando a las «desgraciadas circunstancias del tiempo» el resultado final de aquella magna revolución.

 

Muchas de estas ideas eran comunes a los autores protestantes. Hoy empiezan a serlo de ciertos católicos. ¿Es que todas ellas son el resultado de una investigación histórica más profunda (y que puede considerarse más o menos definitiva) o nos hallamos ante otro de los altibajos por los que ha pasado la personalidad de Lutero en la historia?

 

LOS PRIMEROS AÑOS

 

Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben. Sajonia, el segundo de ocho hijos de una modesta familia. Siguiendo la costumbre de la época, el recién nacido fue bautizado a la mañana siguiente en la iglesia parroquial de San Pedro, recibiendo el nombre de Martín en honor del santo del día. Su padre, Hans Luther, era un minero que. gracias a su constancia y a su esfuerzo, mejoró de posición hasta hacerse contramaestre y tener más tarde su fundición propia. La madre, Margarita, se encargaba de recoger la leña del bosque, de los quehaceres domésticos y del cuidado de aquel racimo de hijos. Trasladada la familia a Mansfeld, importante centro industrial, fue ésta la ciudad donde transcurrieron los primeros años de la vida del futuro reformador. Este no se avergonzó nunca de su humilde procedencia, pero tampoco fomentó ninguna clase de rencor hacia las clases más acomodadas.

 

La infancia de Lutero transcurrió como la de cualquier niño de una de las familias trabajadoras del contorno. Su padre, deseoso de que, al menos, alguno de sus hijos tuviera una vida menos dura que la suya, quiso que Martín estudiara jurisprudencia. En la escuela primaria de la ciudad, el niño aprendió los rudimentos de la educación: lectura, escritura, canto y latín, al mismo tiempo que se instruía en catecismo y en historia sagrada. Los ejemplos del hogar completaban aquella formación. Su padre, aunque de genio pronto y de modales un poco fieros, era en el fondo bueno y quería a sus hijos. Margarita unía a una gran piedad todo aquel mundo de historietas fantásticas, de intervenciones diabólicas o de narraciones supersticiosas comunes a las gentes de aquellos (y de nuestros) tiempos. Las largas horas transcurridas por el padre en las negras entrañas de la tierra, servían para aumentar el terror de los pequeños cada vez que se contaban en casa aquellos episodios

 

A los catorce años Lutero pasó a estudiar las asignaturas correspondientes a nuestra segunda enseñanza en la ciudad de Magdeburgo. El dueño de la fundición en que trabajaba su padre le pagó los gastos de viaje y obtuvo que uno de sus amigos le proveyera de una cama para dormir. Al igual que los demás escolares, Martín hubo de procurarse (al menos en parte) su comida pidiendo de casa en casa, al son de tonadas populares, alimentos o dinero para comprarlos. Frecuentó la escuela donde enseñaban también algunos Hermanos de la Vida Común, reputados como los mejores educadores de Europa. Por desgracia, el contacto con aquellos maestros fue de corta duración. Por razones que desconocemos, al cabo de un año, hubo de volver a Eisleben para hospedarse en casa de unos parientes y continuar sus estudios. A este tiempo ascribe la leyenda el episodio del joven Martín cuya bellísima voz conmueve a Ursula Cotta, esposa de un rico mercader, que lo recibe en su casa para que desde allí frecuente la escuela parroquial. No podía haber caído en mejores manos. «La familia —escribe Bohmer— era probablemente la más piadosa de la localidad... Allí fue también donde Lutero entabló por primera vez contacto con gentes para quienes la religión formaba verdaderamente parte integrante de su vida... Hasta podríamos conjeturar que fue en el círculo de aquella familia donde brotaron aquellas tendencias y aquellos deseos que más tarde lo animaron a abrazar el estado religioso». El estudiante les conservó siempre agradecido afecto.

 

La estancia duró tres años. Entonces el joven decidió pasar a la universidad de Erfurt a iniciar sus estudios superiores. La mejorada situación familiar le permitía aquel lujo y él, hombre de ambiciones, estaba decidido a abrirse un honorable camino en la vida. Erfurt era una de las más importantes ciudades alemanas (superada en población solamente por Colonia y Estrasburgo) y contaba con una famosa universidad de más de dos mil alumnos. En sus aulas dominaba la teología nominalista y algunos de los profesores que más influjo tuvieron en su formación, por ejemplo Trutvetter y Usingen, pertenecían definitivamente a dicha escuela. De la vida que llevó en la universidad, apenas sabemos nada. Nos consta, sin embargo, que estudió con ahinco y que en mayo de 1505 alcanzó brillantemente su título de Magister artium. Por otra parte, las referencias hechas en sus tardos años a las enseñanzas de sus maestros y a los dogmas por ellos profesados, son fruto del resquemor del hombre que ya ha apostatado de la Iglesia y no merecen crédito por parte nuestra. Dígase algo parecido —por el lado opuesto— de las alusiones a una conducta desordenada lanzadas contra él por sus antiguos camaradas de estudios, convertidos después en adversarios acérrimos de sus nuevas doctrinas. Lo probable es que, durante sus años universitarios, Lutero no fuese ni mucho mejor ni mucho peor que los demás compañeros de estudios. «Martín —escribe el P. de Morcau— era estimado por la brillantez de sus estudios de filosofía, por su ardor al trabajo y también por su talento musical. Comenzaba todos los días sus estudios por la oración y una visita a la iglesia. En sociedad era un buen compañero. Erfurt no se convertiría en centro del nuevo humanismo y en enemigo de la vida religiosa, sino después de la entrada de Lutero en el convento. Ciertamente no fueron sus profesores los que le introdujeron por caminos descarriados ni hay pruebas de que hombres como Crotus Rubeanus. Conrado Muciano y Jorge Spalatino, ejercieron sobre él ningún influjo perjudicial».

 

Recibido su primer título, Lutero empezó a dictar sus lecciones en la universidad mientras se enrolaba como oyente en la Facultad de Derecho, la más renombrada de todas las de Erfurt. Sus biógrafos quedan un tanto desconcertados al pensar que un hombre que, en el resto de su vida, había de odiar tan cordialmente a los juristas, escogiera precisamente aquel campo del saber. Al libro de Derecho Canónico lo llamaba «spurcissimus líber», y al de los Decretales «líber plenus mendacii et tyrannidis». Pudo ser un acto de filial obediencia a su padre, que acababa de regalarle un tomo del Corpus Iuris para que lo aprendiese; o sencillamente que por entonces Lutero no abrigara todavía aquella especie de odio instintivo que más tarde se apoderaría de él contra todo lo relacionado con la legislación eclesiástica. En cualquier hipótesis, los estudios jurídicos no iban a ser de larga duración. Un caluroso dia de julio de aquel año, cuando volvía de visitar a unos parientes en Mansfeld, Lutero fue sorprendido en el camino por una fortísima tempestad. Mientras a sus pies caían los rayos, el joven aterrorizado invocó a Santa Ana prometiéndole que si, le sacaba del peligro, abrazaría la vida religiosa. De retorno a la universidad, sólo pensó en poner en práctica la promesa. La fuerte oposición de su familia, principalmente de su padre que desaprobaba por completo aquella extraña iniciativa, no le arredró y, el 17 de aquel mismo mes, acompañado de varios amigos, el joven aspirante se llegó hasta el convento de los agustinos eremitas de la ciudad donde fue admitido como novicio de la Orden

 

El episodio, por lo inesperado y repentino, ha provocado más de una discusión. Entre los antiguos historiadores del luteranismo, era común atribuir el hecho al duro trato recibido por Martín en sus años de infancia así como «a la desastrosa instrucción religiosa impartida por la Iglesia romana» a base de terrores infernales, de un Dios iracundo y de una vida oprimida bajo el peso de las penitencias. En aquella situación psicológica, el único refugio para Lutero estaba en la vida monástica. W. Koehler, A. V. Mueller y Scheel, piensan que se trataba de una decisión instantánea sin preparación psicológica alguna, de una verdadera catástrofe, debida al terror causado por la tempestad y por el miedo a la salvación eterna que allí experimentó. En nuestros días un número creciente de autores piensa que, aun en el supuesto de que la decisión de Lutero fuera repentina en el modo, sin embargo venía madurándose de más atrás y hasta podría llamarse el resultado normal de sus años juveniles —alegres y quizás frívolos en alguna ocasión— pero en el fondo religiosos. En la Alemania del siglo XV y principios del XVI abundaban las resoluciones del género y no llamaban en absoluto la atención: «Lutero —escribe Emile Léonard— entró en el monasterio agustiniano por un ardiente deseo de santidad». «Martín —añade Bóhmer— era uno de esos hombres que toman decisiones sólo después de largas y tenaces luchas internas, aunque luego cristalizaran en un momento de tempestuosa actividad». Con toda verosimilitud —dice Algermissen —«aquel joven de temperamento serio, vivaz, apasionado y de ordinario grave, había pensado en aquella decisión en sus últimos años de estudio y aún quizás con anterioridad. Pero no llegaba a resolverse por causa de la oposición paterna. La escena de los truenos y de los rayos, sirvió para que tomara una resolución definitiva. Como ocurre también con estos caracteres pasionales, la determinación tomada en un momento tan solemne y aparentemente bajo inspiración divina, quedó pronto puesta en práctica». «Entré en el convento —dirá más tarde él mismo— convencido como estaba de que con aquel género de vida, agradaba al Señor».

 

EN LA ORDEN AGUST1NIANA

 

La rama de la observancia de los agustinos ermitaños era una de las más florecientes de la gran Orden, y estaba en Alemania bajo la dirección de Johann von Staupitz. Vicario del General que residía en Roma. Los miembros de la comunidad se alegraron con la venida de aquel joven brillante, maestro en artes y conocido por sus dotes intelectuales. Tras unos días de prueba y de iniciación, fue admitido como novicio y se agregó a la comunidad. «Se le puso entonces al estudio de los estatutos de la reforma redactados por Staupitz según las antiguas constituciones de la Orden. Staupitz, sin trasgredir la ley, tomaba en cuenta la debilidad humana. Los novicios, dirigidos por su Maestro, se ejercitaban en la vida pobre, se desprendían de toda propiedad personal, y cultivaban la pureza y el renunciamiento. Dedicaban diariamente de cuatro horas y media a cinco al canto del Oficio divino. Todos los dias debían asimismo leer y meditar la Biblia. Los ayunos eran frecuentes y, como en las demás Ordenes monásticas, ocupaban alrededor de una tercera parte del año. A veces los novicios salían a pedir de puerta en puerta. Se confesaban también con frecuencia». Lutero, que tan duramente atacaría más tarde todo lo relacionado con su anterior vida de católico, no pareció guardar malos recuerdos de aquel primer contacto con la Orden. De su Maestro de novicios dirá que «era hombre buenísimo y, aún bajo aquella maldita cogulla, un verdadero siervo de Dios». De sus primeras ocupaciones recordará con particular esmero sus largas meditaciones y lecturas de la Biblia. Al año de noviciado, fue admitido a los votos (verano de 1506) y empezó en seguida sus estudios de teología.

 

Siguiendo la costumbre de la época, el joven religioso fue inmediatamente promovido a las órdenes sagradas del subdiaconado, del diaconado y del presbiterado. Ordenado de sacerdote en 1507 celebró su Primera Misa en el mes de mayo. Conservamos una carta escrita por él en aquella ocasión. «Son líneas llenas de reconocimiento y de humildad. Lutero se nos revela en ellas penetrado de la grandeza del sacerdocio y no hay indicios que prueben se tratara de ningún fingimiento. Ni la menor hesitación ni el menor temor. El joven religioso se mostraba feliz en su estado de vida y encantado de haber sido elevado al sacerdocio». Conviene tener esto presente para no asustarse de ciertas afirmaciones que más tarde hará con relación a aquellos años.

 

La ordenación sacerdotal sólo fue un feliz paréntesis en la vida de estudios teológicos que ahora inició en el mismo Erfurt, y una vez más bajo la dirección de maestros imbuidos de ideas occamistas y nominalistas. Aunque pueda dudarse que ahondara mucho en ellos ya que en 1508 Staupitz lo llamó a Wittemberg a explicar filosofía en aquella ciudad, al mismo tiempo que proseguía el estudio de las ciencias sagradas. En marzo de 1509 obtuvo el grado de bachiller en Sagrada Escritura. Esto bastó para que fuera trasladado a Erfurt para tomar a su cargo la cátedra de teología de su Orden. Como se ve, demasiados traslados para un joven de 26 años, consciente de sus cualidades intelectuales, pero sin la paz necesaria para un estudio reposado de los grandes autores de la patrística y de la teología católica. Sin embargo, gozaba de gran popularidad entre los suyos como se vió en el episodio siguiente. La Orden agustiniana se debatía en Alemania entre dos facciones internas: la de los que favorecían la reforma de la Orden y la de los que se negaban a ponerse bajo la obediencia del reformador Staupitz. La querella subió hasta el punto de que se pensó en acudir para la solución a Roma. Los observantes, temiendo que la Regla sufriera en la fusión de los no-reformados, eligieron a Lutero para que defendiera su causa en la Ciudad Eterna. El largo viaje tuvo lugar entre los años 1510 y 1511.

 

Se han escrito largas y doctas elucubraciones sobre los escándalos de la Roma de los Papas medíceos y de los posibles influjos que éstos pudieron tener en la evolución espiritual del joven religioso. La verdad es que las auténticas fuentes luteranas son escasísimas y que sus testimonios posteriores hay que aceptarlos con mucha cautela. Entonces como hoy, Roma tenía mucho que era edificante y mucho que dejaba bastante que desear. El fruto o el daño derivado de la visita dependía en gran parte —entonces como hoy— del espíritu de quien la recorría. Y no hay razones convincentes para pensar que fray Martín abrigara ya entonces los sentimientos antipapales que más tarde lo habían de caracterizar

 

De vuelta a su patria, Lutero volvió a la enseñanza en la universidad de Wittemberg. Por razones que ignoramos, abandonó la causa de los observantes que había defendido en Roma y se convirtió en defensor de Staupitz. En adelante aquéllos empezarían a figurar entre sus más encarnizados objetos de odio. En 1512 obtuvo el doctorado en teología y, aquel mismo año, fue nombrado por Staupitz vice-prior del convento de Wittemberg. Aquel título universitario le confería gran dignidad y respeto ante sus oyentes, cuando interpretaba las Sagradas Escrituras o hablaba de materias teológicas. «Hombre elocuente y categórico en sus afirmaciones, fervoroso e íntimo, muy personal y nuevo en la manera de explicar a los autores, todo ello contribuyó en grado sumo a atraerse y a inflamar a sus discípulos. Tratándose además de una universidad reciente y de escasa tradición, su nombre figuró pronto como una auténtica gloria de aquel centro del saber». A esto se añadían sus trabajos con las almas, sus predicaciones llenas de fuego y de convencimiento y su trato personal que no tardaba en cautivar a cuantos se le acercaban.

 

En la cátedra el tema de sus cursos desde 1513 a 1518 fue bíblico, en la manera en que esto se entendía en aquellos tiempos, es decir, una exposición de las Sagradas Escrituras a base de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos. Los historiadores han tratado de analizar con el mayor esmero posible los escritos luteranos de aquel período para descubrir las ideas teológicas que por entonces profesaba el futuro reformador. Las conclusiones a que han llegado son de grandísimo interés para nosotros. De 1512 a 1515 Lutero explicó un curso sobre el Libro de los Salmos. «Ninguna de sus doctrinas se opone todavía al dogma católico. La exposición se hace con calma, sin polémicas ni violencias. Aquí y allá el autor denuncia los abusos de la Iglesia. Nada nos descubre todavía un alma atormentada. Sin embargo, hay en muchos de sus pasajes una clara oposición a los frailes observantes a quienes compara con los judíos y trata de desobedientes, hipócritas y orgullosos que sólo se ocupan de la observancia externa y de las ceremonias. Aparecen también sus sentimientos contrarios a las buenas obras y una inclinación a la fe fiducial en los méritos de Cristo». Sus sermones, cortados según el mismo patrón, nos preanuncian al orador de palabra fácil, de los epítetos cáusticos contra todos aquéllos que difieren de su opinión. Entre 1514-1516 Lutero comentó desde su cátedra universitaria la Epístola de San Pablo a los Romanos. Un pequeño manuscrito, que no estaba destinado a la publicación —y cuya copia fue descubierta por Denifle en 1904, mientras que el original era hallado años después por Ficker en Berlín— nos revela el estado de ánimo y las posiciones teológicas del agustino. Internamente profesaba ya claras doctrinas heréticas: identificaba el pecado original con la concupiscencia; afirmaba la total corrupción de la naturaleza humana; negaba que el bautismo o los demás sacramentos fueran capaces de destruir en nosotros el pecado; se rebelaba contra las buenas obras y contra su eficacia respecto de la salvación. Esta y la justificación nos han de venir únicamente a través de la fe fiducial en Cristo. «Cuando Lutero escribió este tratadito —dice Bohmer— ya estaban definidos en sus líneas generales los principios religiosos y éticos de su sistema, aunque necesitaban todavía de retoques de importancia. Por ejemplo, en materias de matrimonio y celibato, Lutero suscribía aún las nociones tradicionales... Sin embargo, las doctrinas afirmadas en este comentario —formuladas de una o de otra manera— le satisficieron y quedaron intactos en su punto esencial».

 

EL ESTALLIDO DE LA HEREJIA

 

No era posible que en un hombre tan impulsivo como Lutero estas convicciones quedasen por mucho tiempo encerradas en su alma. La popularidad de su persona y el eco hallado por las nuevas doctrinas (recuérdense los nombres de Amsford, Carlstadt y Link entre otros) constituían para él una verdadera tentación. Al igual que otros revolucionarios, procuró difundir aquellas ideas por medio de su correspondencia epistolar, enviando disertaciones todavia no impresas a sus amigos y, en fin, por conducto de su ardiente predicación. El odio contra Roma afloraba en todas partes con caracteres cada vez más pronunciados: «La Curia romana —escribía en 1516— está totalmente corrompida e infecta; es un caos de inconcebibles crápulas, bribonadas, ambiciones y sacrilegos ultrajes. La ciudad está hoy tan enfangada en vicios como en los tiempos de los Césares, si no más... Sin embargo, y aunque tengas todos los vicios enumerados por San Pablo en la II Epístola a Timoteo (capítulo tercero), con tal de que defiendas los derechos de la Iglesia, serás considerado como el mejor de los cristianos». Es evidente, que, en este estado de ánimo, tenía que bastar cualquier ocasión para que saltara la chispa. Se ha hablado de provocación por parte de Roma. No hubo tal. La revuelta hubiera estallado, aun sin el incidente de la predicación de indulgencias.

 

Son de todos conocidas las circunstancias de aquel conflicto. Con el fin de cubrir los gastos de la construcción de la nueva basílica de San Pedro, el Papa Julio II en 1507 y su sucesor León X, siguiendo una costumbre ya tradicional, habían concedido una indulgencia plenaria a los fieles de todo el mundo que, después de haber confesado y comulgado dignamente, ofrecieran una limosna para la magna basílica romana. La indulgencia se predicó de hecho en toda Europa sin que causara mayor alteración. Hasta naciones como Inglaterra y Suiza, que más tarde harian causa común con el protestantismo, parecieron admitir aquel modo de predicar recibido comúnmente en la Iglesia Solamente Lutero se levantó contra ella. El motivo no era únicamente el disgusto por lo que hubiera de reprensible en la predicación, sino sobre todo por lo que la doctrina de las indulgencias encerraba en sí. En su opinión —lo había dicho claramente en un sermón de 1516— las indulgencias «daban al hombre una seguridad falsa y lo hacían perezoso para buscar la gracia de Dios». Además «el Papa era cruel al no concederlas gratuitamente a los pobres, cuando lo podía hacer a cambio de una suma de dinero». El fondo doctrinal y el estilo popularesco —y no carente de exageraciones o imprecisiones peligrosas— con que el dominico Tetzel anunció en la ciudad y en los contornos la indulgencia, acabaron por excitarle.

 

La víspera de Todos los Santos mandó clavar a las puertas de la iglesia de la universidad de Wittemberg sus 95 tesis escritas en latín sobre el valor y la eficacia de las indulgencias. Su finalidad era —además de mostrar su audacia en oponerse a aquellas creencias de la Iglesia— desafiar a Tetzel, o a cualquier teólogo, a una disputa pública sobre las mismas. La lista presentada contenía de todo: doctrinas que eran totalmente inocuas, y otras discutibles o peligrosas o decididamente falsas. Aseguraba que el Papa no podía perdonar sino aquellas penas que él mismo había decretado (tesis 5); que las indulgencias no podían aplicarse a las almas del purgatorio (tesis 8-29); que con una buena contrición sobraban todas las indulgencias (tesis 36, 37); que la Iglesia no estaba en posesión del thesaurus meritorum, fundamento de la doctrina de las indulgencias (tesis 58); que había que exhortar a los fieles a seguir a Cristo más que a poner una falsa esperanza en esa clase de remisión (tesis 94-95). Naturalmente el Papa y la Santa Sede aparecían mencionados en diversas partes y para no quedar nunca en buen lugar. Lutero les preguntaba por qué, siendo más ricos que Creso, no podían construir la basílica vaticana con sus propios medios sin acudir a vaciar los bolsillos de los fieles (tesis 86). Las invectivas —anota certeramente von Pastor— iban dirigidas, menos al dominico que al Papado. «No fueron siquiera los abusos que entonces podían existir en materia de indulgencias los que movieron a Lutero a salir a la palestra; las tesis del 31 de octubre eran la primera ocasión externa que mostró al mundo el contraste profundo de su alma con las doctrinas de la Iglesia». El mismo, escribiendo a Tetzel ya gravemente enfermo, le decía: «quédese tranquilo, pues aunque la cosa comenzó por usted, la criatura tenia ya otro padre»

 

La invitación a la disputa no obtuvo resultado. Sin embargo, la noticia del reto corrió como pólvora por toda la región suscitando viejos rencores anti-romanos. Aparecieron innumerables escritos a favor y en contra de aquella posición. Tetzel publicó una contrarréplica no deteniéndose en los detalles de la doctrina indulgenciaría, sino yendo al fondo de la cuestión: la autoridad eclesiástica y las decisiones de la Santa Sede en materias de fe y de doctrina. Lutero continuó oponiéndose a todos en escritos y sermones llenos de hiel y de amargura. Se ve que estaba pasando por una fuerte crisis espiritual entre el temor de ser declarado como hereje —cosa que no podía agradarle, pues tampoco estaba aún dispuesto a romper con la Iglesia— y el ánimo popular que iba recibiendo de muchos de sus compatriotas, empezando por los sacerdotes y religiosos. Pero la cosa no paró allí. Johann Maier de Eck, uno de los más conocidos humanistas y teólogos alemanes, escribió otras 95 Annotationes para probar las indudables afinidades entre el nuevo reformador y el hereje Huss. En Roma, el dominico Silvestre Prierías, maestro del Sacro Palacio, lo denunció en un Diálogo contra las presuntuosas conclusiones de Martín Lutero contra la potestad pontificia. Esto le podía perjudicar. Por eso se decidió a escribir al mismo Papa una carta en la que uno apenas sabe por dónde decidirse, pues contiene frases de aparente humildad y sumisión («yo me prosterno a los pies de Vuestra Santidad ofreciéndome con todo lo que soy; haced de mí lo que os plazca; dadme la vida o la muerte»); protestas de que se le está calumniando injustamente como a rebelde de la autoridad ponticia; y afirmaciones de una indecible sangre fría en las que asegura que ha obrado según su conciencia y que se cree inocente y tranquilo en todo cuanto ha escrito y ha obrado

 

Pero las cosas siguieron su curso. Una invitación de la Santa Sede a las autoridades de la Orden agustiniana para que mandaran retractarse al fraile rebelde, terminó con la escandalosa adhesión de muchos de sus hermanos de religión a las nuevas teorías. Se le intimó el mandato de presentarse en Roma, pero lo impidió su protector el príncipe Federico de Sajonia. El interrogatorio hecho por el nuncio Cayetano durante la Dieta imperial de Augusta (octubre de 1518) no dio ningún resultado positivo. Lutero no sólo negó la doctrina del thesaurus Ecclesiae, sino que defendió ya abiertamente la causalidad de los sacramentos por la sola fe. Ante el temor de ser arrestado, apeló del Papa mal informado al mejor informado, demanda que más tarde cambió por la apelación al Concilio General. El legado pontificio quisó arrestarlo, pero Federico se opuso de nuevo con la excusa de que no había sido todavía condenado como hereje. Otras tentativas propuestas por la Santa Sede (conversaciones de Miltitz y promesas de observar el silencio si sus adversarios hacían lo mismo; peticiones hechas a los príncipes para que procediesen más enérgicamente en el asunto, etc.), fueron totalmente inútiles. El ambiente estaba excitadísimo y aumentaba cada día el número de los simpatizantes de las nuevas doctrinas. La disputa de Leipzig tenida en el castillo de Pleissenburg entre Eck y uno de los más fieles seguidores del agustino, Carlostad, auxiliado después por el mismo Lutero, fue útil o desastrosa según el ángulo desde donde se le mire. Eck mostró en aquella ocasión sus grandes dotes de teólogo y de dialéctico. Los asistentes quedaron convencidos de que el agustino se había equivocado gravemente. El mismo Bóhmer, decidido a defender el triunfo luterano de Leipzig, admite que «Eck hizo más impresión que Lutero sobre el auditorio». Las razones con que probó que el rebelde mantenía las mismas posiciones que Wycleff y Huss, condenadas ya por la Iglesia, animaron sin duda a las universidades de Lovaina, París y Colonia a mostrarse severas y a rechazar categóricamente las nuevas doctrinas. «La importancia de la disputa —escriben Bihlmeyer-Tuechle— consiste en el hecho de que se obligó al reformador a declarar sin ambages sus doctrinas heréticas sobre la Iglesia y el Papado. De este modo se reveló el abismo profundo que lo separaba de la doctrina católica. No se trataba ya de opiniones o de doctrinas secundarias, sino de un asalto radical contra los dogmas y la constitución de la Iglesia». En cambio —y en esto puede consistir el aspecto trágico de la famosa reunión— Lutero vio que mantenía posiciones indefendibles y que su ruptura con Roma se convertía en necesidad. Y la decisión fue irrevocable.

 

La Santa Sede, después de muchos titubeos, se decidió a tomar una actitud más firme y radical. En la bula Exurge Domine (15 de junio de 1520) se condenaban 41 tesis de Lutero, con todos sus escritos; se amenazaba con la excomunión a él y a sus seguidores si no se sometían en el término de 60 días. El inculpado se sintió herido en lo más vivo y se vengó con escritos llenos de veneno contra el Papado y la Iglesia. El 10 de diciembre, acompañado de sus discípulos, quemó en pública hoguera la bula pontificia y el libro del Corpus Iuris Canonici. Una nueva bula, Decet Romanum Pontificem (3 de enero de 1521) lo excomulgaba solemnemente de la Iglesia. La fatal escisión quedaba consumada.

 

LA CRISIS DEL ALMA LUTERANA

 

Llegados a este punto, verdaderamente crucial en la vida de Lutero, se impone una mirada retrospectiva a los años anteriores a su rebelión pública de 1517. La crítica moderna rechaza la antigua tesis de una apostasía luterana sin más base que la controversia de las indulgencias. Aun admitiendo las exageraciones ocurridas en su concesión o en el modo de predicarlas, las indulgencias no constituyeron sino la ocasión para que se manifestara una deslealtad que internamente habia ocurrido desde bastante atrás. Sus biógrafos están acordes en que —a partir de 1512 o, a lo más 1515— el agustino profesaba ya, en el reducido círculo de sus seguidores, doctrinas heterodoxas, no solamente en cuanto a la remisión de las penas temporales por pecados ya perdonados, sino también sobre el concepto tradicional de la Iglesia, de las fuentes de la teología y aun de la misma obra de la Redención. Los años siguientes sólo sirvieron para madurar aquellas teorías, confirmarlas con textos escriturísticos y extenderlas a otros campos de la dogmática y de la moral. Lo que de 1517 en adelante ocurra en su vida será asimismo la consecuencia lógica —más o menos acelerada por las personas y por los acontecimientos— de las premisas asentadas con anterioridad.

 

Los historiadores se han detenido, no sin cierto temor, ante este umbral para preguntarse por las razones íntimas de aquella deserción. ¿Fué sencillamente «la lógica consecuencia de unos conatos fallidos por encontrar a Dios según las vías de la ascética y de la teología católica», o se debió a causas de orden más íntimo —psicológico y moral— que con frecuencia suelen abocar en defecciones de este género? Digamos de antemano que cualquiera de las dos soluciones deja intacta nuestra opinión sobre los orígenes del protestantismo. Puede haber —y quizás haya habido— hombres de conducta moral intachable que, sin embargo, han fallado en puntos de obediencia a la Santa Sede o de fe a las doctrinas definidas y han sido condenados como herejes. Su buena conducta no puede justificar su rebelión ni resarcir el daño que han hecho a la Cristiandad rasgando la vestidura inconsútil que Ella había recibido en herencia de su Fundador. «Ningún talento —escribe Lacordaire— ningún servicio puede compensar el mal que hace a la Iglesia una separación. Preferiría ser arrojado al mar con una piedra de molino al cuello antes de abrigar ninguna clase de esperanzas, de ideas o aun de buenas obras fuera de la Iglesia».

 

En el caso luterano tenemos dos versiones opuestas —además de una tercera intermedia— que tratan de explicar lo que realmente sucedió en los años de crisis que corren de 1508 a 1517. La primera podría llamarse la versión protestante tradicional y trae sus orígenes del mismo Lutero. Aunque éste no escribió ninguna obra de tipo autobiográfico, pero explicó en diversas ocasiones los motivos que lo indujeron al rompimiento con la Iglesia. Estos datos, aprovechados por sus historiadores, nos han reconstruido el relato. Según éste, Lutero vivió en el monasterio una vida regular observantísima, entregado por completo a las obras de penitencia y de mortificación, a ayunos y rigores, todo con el fin doble de buscarse la paz del alma y de asegurarse la eterna salvación. «He sido fraile durante veinte años; me he martirizado de tal manera con oraciones, desvelos y ayunos, sin hacer caso del invierno que, solamente con su frío, hubiera bastado para causarme la muerte». «¿Por qué me entregaba en el claustro a austeridades, afligía mi cuerpo con ayunos, con vigilias y con el frío? Porque anhelaba obtener la certeza de que, por medio de aquellas obras, obtenía perdón de mis pecados». Al no hallar en aquellas prácticas la ansiada paz, Lutero recurrió a la Biblia, leyó y meditó a San Pablo para hallar por fin en sus epístolas que solamente Cristo, por la aplicación de sus méritos a la persona que pone en El su fe fiducial, es quien nos puede librar de las angustias del espíritu. «En aquel momento —nos dirá él mismo— me sentí renacer. Se me abrieron de par en par las puertas, vi que se me revelaban las Escrituras y como que yo mismo entraba en el Paraíso».

 

La historiografía luterana —y más universalmente toda la protestante— se ha nutrido durante siglos de este relato. Con pequeñas variantes, la mayoría de sus biógrafos actuales, se contenta con repetirlo a sus lectores. El mismo Bbhmer nos lo ha trasmitido en el capítulo, literariamente bellísimo, que lleva por título: La aurora de la conciencia reformatoria. De otras obras más populares, por ejemplo del Here I Stand, de Ronald Baiton, la narración ha pasado a la pantalla cinematográfica y de aquí a la imaginación popular. Por otro lado, hay que conceder que tal secuencia de hechos concuerda con las teorías caras a los protestantes sobre los orígenes y el carácter de la Reforma considerada como «la vuelta al cristianismo primitivo adulterado por las supersticiones y los abusos de la Iglesia romana». «Este hermoso y dramático relato —dice Fébvre— se acopla perfectamente con todo lo que (entre los protestantes) se dice sobre los orígenes y las causas del protestantismo. ¿No había nacido de los abusos tantas veces denunciados y nunca corregidos de la Iglesia? Abusos materiales: simonías, tráfico de beneficios y de indulgencias, vidas desarregladas en los eclesiásticos, disolución rápida de las instituciones monásticas. A su lado, abusos morales en la misma proporción, sobre todo por la decadencia y miseria de una teología (la católica) que reducía la fe viva a un sistema de prácticas muertas».

 

Si para los protestantes el desenlace era normal, el único posible en aquellas circunstancias, el caso cambia para los historiadores católicos que siguiendo casi el mismo camino y asentando parecidas premisas, se ven obligados a abandonarlos en el último momento, porque su conciencia —y en parte las normas de la Santa Sede— les prohiben continuar en su compañía hasta el fin. Los protestantes los han acusado, y tal vez con razón, de no ser lógicos en su raciocinio. Si es verdad todo cuanto afirma Lutero sobre las tristes condiciones de la Iglesia, sobre las actuaciones del Papado, sobre su imposibilidad de hallar remedio en los sacramentos y en las prácticas puestas en sus manos por la religión católica —el reformador «sentía dentro del alma una profundidad religiosa que el catolicismo de su tiempo no podía saciar»— resulta en extremo difícil condenar su actuación posterior o su ruptura total con Roma.

 

La segunda versión —conocida durante mucho tiempo con el nombre de la católica— se bifurca en dos direcciones: una de tipo completamente popular y otra que tiene sus bases científicas. Aquélla, abusada tanto en nuestros púlpitos y en nuestra literatura barata, se contenta con darnos un retrato burdo del reformador y de su obra. Lutero habría sido sencillamente un fraile de vida irregular que, al no poder soportar el yugo de la disciplina monástica, colgó los hábitos, dio rienda suelta a sus pasiones, se arrimó maritalmente a una monja apóstata, animó a sus contemporáneos a que imitaran su ejemplo y, después de hacer un escarmiento brutal en la guerra de los campesinos, se entregó a la bebida y a la crápula, mientras con todas sus fuerzas trataba de destruir la Iglesia y el Papado. Esto, como decimos, simplifica los hechos, desenfoca los acontecimientos y, a fin de cuentas, no responde a la verdad total. Se parece más a una caricatura que a un retrato. Un hombre manchado sólo por tales vicios, no hubiera sido capaz de realizar una de las más grandes revoluciones de la historia. La investigación seria ha descubierto facetas de su vida espiritual, de sus hondas preocupaciones religiosas y aun de su acumen teológico, que contradicen la descripción anterior. El iniciador de la Reforma fue algo muy distinto de lo que esos polemistas, por lo demás abandonados a su sino por los historiadores serios de nuestros días, nos quisieron presentar.

 

Pero queda en pie otra estampa trazada por hombres que, guiados indudablemente por un afán científico, se han dedicado de lleno al estudio de los orígenes del luteranismo. En ella abundan igualmente las sombras, las lacras morales y los errores intelectuales, para darnos un Lutero con escasos derechos al pedestal de un auténtico reformador. A principios del siglo (1904) se publicó en Alemania la obra explosiva de Denifle: Lutero y el Luteranismo. «En menos de seis meses se había agotado la primera edición. Los luteranos temblaron de rabia y de secreta angustia. Una parte de los católicos alemanes levantó también las manos al cielo en señal de una vaga desaprobación. En las revistas, en los periódicos y en las hojas volantes, no se hablaba más que de Lutero. En las mismas asambleas gubernamentales, se oyeron interpelaciones y protestas contra aquel libro atroz y sacrilego». Sus golpes fueron tan duros que, aun al cabo de medio siglo, la obra denifliana continúa levantando controversias. Amigos y enemigos tienen que recurrir a él para tomar en cuenta —aunque sea para refutarle— las pruebas aducidas en favor de sus asertos.

 

En el punto que nos ocupa, la tesis de Denifle puede resumirse en los siguientes trazos. Indudablemente Lutero fue un hombre de cualidades extraordinarias. Pero éstas venían contrarrestadas por defectos y vicios también abultados. Por de pronto, los detalles trasmitidos por él a sus discípulos y relacionados con su vida monástica, con sus austeridades y penitencias, no corresponden a la verdad. El reformador había mentido a sabiendas, como lo probaban las innumerables citas aducidas por el dominico en confirmación de su tesis. Esto valía igualmente de las acusaciones lanzadas por él contra la teología católica y aplicables solamente a los autores nominalistas que moldearon su formación y le sirvieron después de pauta. Lutero tampoco había sido un religioso piadoso ni observante, sino al contrario, un hombre que dejaba bastante que desear aun al tratarse de algunas de sus serias obligaciones. Le faltaron las virtudes esenciales de la oración, de la humildad y de la confianza en Dios. Fue probado con tentaciones de lujuria y de desesperación. Si al principio les ofreció resistencia, al cabo de un tiempo se dejó vencer por ellas. Y fue entonces cuando, cansado de la lucha, atormentado por pasiones cada día más fuertes, recurrió a su teoría de la naturaleza totalmente corrompida, de la inutilidad de las obras buenas y de la justificación por la sola fe. La contienda terminó —en el plano intelectual— declarando la guerra abierta a la vida monástica y al Papado, y en el moral casándose con una monja.

 

La crítica de Denifle fue demoledora. Aquellas páginas, empedradas de textos, revelaban a un Lutero muy distinto del que hasta entonces figuraba en los manuales y en la literatura piadosa de las iglesias separadas. El no ser ciudadano alemán —conociendo, sin embargo, la idiosincracia de aquel pueblo— hacían a Denifle apto para una crítica imparcial. Su teoría de la apostasía luterana encuadraba perfectamente en innumerables casos anteriores de la historia de la Iglesia y hasta en el concepto que de ella se ha formado la imaginación popular. Teológicamente, tenía a mano las explicaciones de los autores ascéticos y místicos y de toda la doctrina católica relativas a la necesidad absoluta de la gracia y a los peligros a que se expone el alma cuando no la impetra debidamente del Señor por medio de la oración y de la correspondencia a sus llamadas. Pero hay que admitir que, en más de un detalle, el sabio dominico excedió los límites de la objetividad. La selección de textos fue con frecuencia arbitraria, su interpretación pecaba a veces de parcial. Por eso su estrella —al menos como autoridad indiscutible en materias luteranas— fue de efímera duración. La obra del jesuíta alemán, P. Grisar, mucho más ecuánime y basada en las fuentes, suavizó la dureza de los rasgos espirituales del reformador. Hoy los autores achacan a Denifle un buen número de defectos: no todo lo que dijo Lutero sobre su vida católica puede ser catalogado como mentiroso, sino que es con frecuencia meramente hiperbólico; no es lícito, como lo hacía su biógrafo, restringir el concepto luterano de concupiscencia al vicio de la carne; tampoco consta con certeza que, en sus años de religioso, llevara la vida disoluta que él le quiere atribuir, etc. Añadamos que Denifle ha hallado en su camino un tropiezo mucho mayor: el momento histórico en que vivimos. El patriotismo de muchos autores alemanes cuando se trata de su compatriota; las tendencias irónicas de cierta historiografía moderna y aun los deseos de condonar las responsabilidades de aquella catástrofe religiosa. Todo ello milita contra quienes levantan un poco la voz y se atreven a llamar herejes, apóstatas o rebeldes a quienes trajeron todos aquellos males a la Iglesia.

 

Al lado de estas dos tesis extremas: la del Lutero adornado de virtudes y deseoso de buscar solamente a Dios, y la del Lutero moralmente corrompido, hallamos una tercera explicación que quiere tomar en cuenta los factores psicológicos y teológicos que intervinieron en aquella crisis. La nueva teoría prescinde prácticamente del aspecto moral (en el sentido de pecaminoso) que pudo haber en la vida del fraile agustino. Admite que a partir de 1508, su vida de observancia dejaba bastante que desear, pero no parece atribuir a ello una importancia mayor en relación con el desenlace final. En cambio, parte del hecho de un Lutero que, tanto por educación de familia como por su propio carácter, vivía en un continuo terror de los castigos de Dios. El mismo Cristo se le figuraba solamente en forma de severo juez. «En el monasterio —escribirá más tarde— teníamos lo necesario para comer y beber; pero allí padecíamos verdaderos dolores y martirios de conciencia y no hay nada que pueda compararse con éstos. Yo temblaba con frecuencia ante el nombre de Jesús y aun al mirarlo en la Cruz, sentía como si me fulminara con un rayo. Hubiera preferido pronunciar el nombre del demonio antes que el suyo. Por eso estaba convencido de la necesidad de practicar obras buenas para que Cristo se me volviera amigo y propicio. En el monasterio yo no pensaba en mujeres, ni en dinero ni en bienes temporales, sino que mi corazón temblaba y se agitaba en deseos de hacerme propicio a Dios». Hay ocasiones en las que Lutero se refiere a tormentos parecidos a los del purgatorio y del infierno, frases que algunos autores han llegado a comparar con las noches oscuras de nuestros grandes místicos.

 

Puesto en estas angustias, Lutero acudió a los medios sugeridos por la Iglesia para casos parecidos. Recibió el sacramento de la penitencia; consultó a su director espiritual; y hasta se entregó a penitencias corporales. Pero todo fue en vano. Los remedios eran ineficaces. La concupiscencia estaba allí; las tentaciones no se alejaban y su alma vivía atormentada. «Cuanto más corría y deseaba llegarme a Cristo, tanto más se apartaba El de mí. Después de las confesiones y de las Misas, yo continuaba perturbado. La razón es que la conciencia no puede quedar tranquilizada por las buenas obras». Se preguntan los autores de esta teoría por qué unos sacramentos —-nos referimos a la Confesión y a la Eucaristía— instituidos por Cristo para el perdón de los pecados y aumento de la gracia santificante, sacramentos que además han llevado la paz y el consuelo a innumerables almas, resultaban tan ineficaces en el caso de Lutero. Y responden que la causa residía en su mentalidad teológica deformada y en su identificación del pecado con la concupiscencia. Al ver que esta última no quedaba extirpada por el empleo de aquellos remedios, concluía a la no remisión de los pecados y, en consecuencia, a la inutilidad de todas aquellas prácticas piadosas, incluida la misma recepción de sacramentos

 

Abandonadas asi las prácticas cristianas, Lutcro se dto a la búsqueda de otra solución. Por lo que parece, no tardó en hallarla. Y los autores místicos —y sobre todo la Theologia Germánica— le habían persuadido de la necesidad de entregarse totalmente en los brazos amorosos del Señor quien nos cubre bajo sus alas (a nosotros y a nuestros pecados). Los consejos de Stauptiz, Vicario General de la Orden y gran confidente suyo, lo habían enderezado en las horas de angustia por el mismo camino. Sus propios estudios paulinos —sobre todo los de la Carta a los Romanos— lo confirmaban en aquella opinión. La revelación de la torre había sellado aquella cadena de testimonios internos y externos. Y como tales puntos de vista personales valían en su opinión más que la doctrina oficial de la Iglesia y la enseñanza tradicional de quince siglos, Lutcro decidió saltar por encima de todo y asentar las bases de su nueva visión de la vida cristiana. Ésta comprendía los siguientes principios, resultado de sus años de lucha y de experiencia personal: 1) la concupiscencia es invencible y se identifica con el pecado original; 2) éste no queda borrado por el bautismo, como ni los pecados actuales lo son por el sacramento de la confesión; 3) la naturaleza humana ha quedado totalmente corrompida; no gozamos de libertad de acción, y en consecuencia nuestra vida se reduce a un continuo pecar; 4) sin embargo, basta que con fe fiducial creamos en Cristo y en la eficacia de su sangre para que nuestros pecados queden cubiertos por El y para que nosotros —aun permaneciendo internamente leprosos y con el alma cubierta de hediondas llagas— aparezcamos justificados en la presencia de Dios. «Los santos —dirá Lutero— son intrínsecamente tan pecadores como todos... aunque externamente (ex sola Dei reputatione) aparezcan como justos».

 

La vivencia de esta paradoja, nos dice él, le llevó una gran paz al alma. Ya no le afectaba ni la posibilidad de pecar. Había agarrado a Cristo con la fe fiducial; había creído que El le perdonaba los pecados; y eso le bastaba. «Fíjate —escribirá en el libro De Captivitate Babylonica—, lo rico que es el cristiano. Aunque quiera, no puede ya condenarse, con tal de que no rechace la fe. Hay un solo pecado que nos puede llevar a la condenación: la incredulidad, es decir, el no creer que Cristo nos perdona». Al parecer —y por mucho que a uno le cueste persuadirse de ello— Lutero se persuadió de la validez del raciocinio y encontró en él la consolación que buscaba ansiosamente desde hacía tanto tiempo. De este modo, casi por un mero error teológico y por unas taras melancólicas heredades de sus antepasados, se habría verificado su gran ruptura con la Iglesia católica.

 

DESPUES DE LA APOSTASIA

 

Consumada así la apostasta pública y arrojado de la Iglesia, Lutero siguió el camino normal de los herejes que le habían precedido. Doctrinalmente la condenación romana le empujó a deducir las últimas consecuencias de las premisas asentadas antes de 1517. Ayudado por Melanchton, las doctrinas quedarían encuadradas en un sistema teológico más o menos coherente. Pero las innovaciones más importantes afectaron al terreno práctico. Las provocaciones del ex-agustino hallaron eco favorable en innumerables monasterios y conventos, trayendo como resultado la deserción de numerosos religiosos y religiosas. Llegaron también en auxilio suyo los príncipes y señores temporales, no siempre por puro amor al luteranismo, sino porque el nuevo evangelio les abría el camino a continuas expoliaciones de los bienes eclesiásticos.

 

La elección de Carlos V para emperador de Alemania (28 de junio de 1519) parecía presagiar días de triunfos a la Iglesia católica. El joven monarca daba en todo momento muestras de honda religiosidad y de amor a la Santa Sede. Al ser coronado en Aquisgrán (octubre de 1520) había prometido tutelar los derechos del Papado y desbaratar el cisma que acababa de aparecer. El legado pontificio Alcandro le había pedido que, según los derechos vigentes, se procediese inmediatamente contra Lutero. Pero se opusieron los príncipes, quienes exigieron al monarca escuchase primero al acusado. Carlos V accedió a hacerlo en la Dieta de Worms (1521) a donde sería llamado, no para discutir sino para retractarse de sus errores. Entonces empezó a verse —por la actitud arrogante del reformador y por los agasajos triunfales de que era objeto en el camino— que el hereje contaba con el apoyo de los príncipes. Se lo diría más tarde Tomás Muntzer, primero amigo y luego adversario acérrimo suyo: «si en Worms pudiste enfrentarte con el imperio, fue porque tenías contigo a la nobleza —-a la que habías pasado la mano— convencido como estaba de que con tus predicaciones ibas a repetir el caso de Bohemia dándoles los bienes de los monasterios y de las iglesias. Si hubieras cedido, te hubieran descuartizado». Las sesiones de la Dieta confirmarían aquella impresión. Lutero empezó con evasivas, pero al ver que los legados pontificios le urgían para que definiera su actitud, lo hizo con frases que eran todo menos señal de arrepentimiento: «A no ser que se me convenza por la Escritura o por otras razones evidentes, yo no creo ni al Papa ni a los Concilios, todos los cuales se han equivocado con frecuencia. Me siento ligado a los textos que acabo de aducir y mi conciencia queda cautiva de la palabra divina. No puedo ni quiero retractarme, pues no es conveniente ir contra la propia conciencia. Que Dios me ayude. Amén».

 

Por eso era previsible que la petición del legado surtiese escaso efecto. Carlos V —que había dicho durante las reuniones: «este hombre no hará de mí un hereje»— dió un edicto de expulsión para él y sus seguidores. A Lutero se le llamaba «hereje diez veces más pernicioso que el mismo Huss», «enseñador de doctrinas perversas» y verdadero «demonio en persona». Sus escritos debían ser entregados a las llamas. La orden era clara, pero, una vez más, su ejecución quedaba confiada a los príncipes, muchos de los cuales eran los menos dispuestos para el cometido. El reformador, camino ya del destierro, fue víctima de una fingida agresión y quedó raptado por el Elector de Sajonia quien lo ocultó durante largo tiempo en su propio castillo de Wartburg. Los dieciocho meses transcurridos en aquella soledad —la «isla de Patmos» del luteranismo— estuvieron ocupadísimos. Lutero experimentó grandes remordimientos contra el paso que había dado al desertar de la Iglesia y arrastrar por el mismo camino a innumerables almas. Volvieron también a asaltarle las antiguas tentaciones contra la castidad, sin que se le ocurriera emplear contra ellas los remedios prescristos por la ascética cristiana para tales ocasiones: «Sufro los ardores de mi carne indómita; y yo que debiera arder en el fuego del espíritu, me consumo en mi carne, en la lujuria, en la somnolencia y en la inacción. No sé si Dios se ha apartado ya de mí. Por desgracia, rezo poco... Llevo ya ocho días sin escribir, sin orar ni estudiar, molestado por estas tentaciones de la carne».

 

El remedio que encontró fue el de entregarse totalmente a las actividades externas. Algunas de las obras salidas entonces de su pluma han pasado a la posteridad. El católico recuerda con cariño que fue durante aquellos meses solitarios cuando Lutero escribió su bello comentario mariano del Magníficat. A la misma época pertenece también la traducción que, sirviéndose de la Vulgata y de la versión erasmiana, hizo de las Sagradas Escrituras al alemán. «La Biblia de Lutero —nos dicen Bihlmeyer-Tuechle— fue una obra de gran valor lingüístico, alcanzó difusión extraordinaria y se convirtió en vínculo unitivo para sus seguidores. En ella, sin embargo, mostraba el reformador que para él ni siquiera la Sagrada Escritura constituye una autoridad intangible, al menos en aquellos puntos en que no logra armonizarla con sus propias concepciones. Así, por ejemplo, en la introducción al Nuevo Testamento, eliminó de un plumazo la Epístola de Santiago, definiéndola como carta de paja y opuesta al espíritu evangélico, precisamente por la doctrina de las buenas obras que en ella se contenía». Pero la mayor parte de las energías se le fueron en tratados y diatribas anticatólicas. Aquel hombre parecía sentir una especie de necesidad de renegar de aquellos aspectos de la vida católica y religiosa en los que se mostraba más triste su defección. Ocupaban el primer lugar sus escritos cantra el Papado; luego los votos monásticos (Juicio de Martin Lutero sobre los votos religiosos) y por fin la Santa Misa (De abrogando Missa privata). Esta última se convirtió para él en terrible pesadilla y le inspiró algunas de las expresiones más nauseabundas salidas de su pluma.

 

LA REVUELTA DE LOS CAMPESINOS

 

Los años siguientes no lograron traerle la paz. Mientras su discípulo Melanchton se dedicaba a compilar y ordenar las doctrinas del maestro, éste veía ensombrecerse el horizonte con nubes de tormenta. La revolución por él predicada empezaba a dar sus amargos frutos. Los amigos más íntimos no cesaban de informarle sobre la horrible situación moral prevalente en los sectores que abrazaban su programa. La relajación total de los conventos y monasterios que empezaban a vaciarse —con la agravante de que la presencia de aquellos exclaustrados eran otros tantos revolucionarios en potencia— empezó a inquietarle. La cosa empezó cuando un grupo de fanáticos seguidores encabezados por Muntzer y Carlstadt, ambos luteranos, se pusieron a tomar justicia por su mano, destruyendo imágenes, suspendiendo la Misa y otras prácticas religiosas. Los nuevos iconoclastas habían aprendido la lección del maestro y predicaban también su evangelio peculiar, que decían recibido de lo Alto en un momento de inspiración. Negaban el bautismo de los infantes (por eso se llamaron anabaptistas), se rebelaban contra las autoridades constituidas, pedían la abolición de las instituciones eclesiásticas y anunciaban el próximo fin del mundo. Aquellas rebeliones molestaron profundamente a Lutero, no solamente por las aberraciones dogmáticas que predicaban, sino porque al hacerlo se fundaban en el derecho de la revolución que creían —y no sin motivo— corolario auténtico de la Reforma. Llamado urgentemente por Melanchton (y no obstante la prohibición imperial) Lutero se dirigió a las ciudades en que los revoltosos ejercitaban su actividad, se presentó ante los amotinados y logró por el momento restablecer la calma, si bien tuvo que acceder a la supresión de la Misa privada, de los ayunos y del celibato eclesiástico. La intervención aumentó en el pueblo su prestigio. Los jefes del alboroto fueron expulsados —por intervención del príncipe— más allá de las fronteras del territorio. Publicó también un tratado: Contra los profetas celestiales (1524) en el que se hacía una distinción neta entre las bases de la reforma luterana y las pretensiones visionarias de aquellos ilusos. Una de sus víctimas, Carlstadt, desterrado por el Elector, llevaba colgando un gran cartel que decía: «Andrés Carlstadt, expulsado por el doctor Martín Lutero sin ser escuchado ni convencido de error».

 

En 1525 estalló la guerra de los campesinos, verdadera explosión de anarquismo contra terratenientes y señores feudales, dirigida por Muntzer y otros cabecillas luteranos. Estos creían también hallar en la Biblia la justificación de sus planes incendiarios. Entre los doce artículos en que resumían el programa (que decían inspirarse claramente en las teorías luteranas) figuraban los siguientes: la condenación de la esclavitud; la supresión de las clases sociales, así como de los privilegios de los ricos; el derecho de nombrar ministros que predicaran el puro evangelio; eliminación de iglesias, estatuas e imágenes así como la transformación de monasterios en hospitales, etc. La puesta en práctica de dichos puntos se llevó a cabo de manera radical. Los campesinos —aun sin comprender los objetivos últimos de las arengas— acudieron en tropel ilusionados con que aquello significaba el fin de sus miserias. Los insurrectos recorrieron el país devastando, incendiando y entregando al pillaje cuanto encontraban a su paso. Asesinaron a sacerdotes y religiosos, cometieron violencias en iglesias y en conventos, incendiaron bibliotecas y destruyeron innumerables obras de arte. Muntzer, en estado de intoxicación mental, firmaba sus órdenes con el título: la espada de Dios y de Gedeón. Desde la Alsacia a Sajonia, el movimiento se extendió a casi toda la Alemania meridional, llegando hasta las regiones austríacas del Tirol así como al lago Constanza y el Rhin superior. Pero sus triunfos no fueron duraderos. Los príncipes cayeron en la cuenta del peligro, se unieron entre sí y pronto lograron derrotar a aquellas turbas mal organizadas y peor armadas. Las venganzas que se siguieron no tienen nombre y los pobres campesinos sintieron en sus propias carnes los efectos de aquel loco levantamiento. Se habló de la liquidación de cien mil de ellos. Los jefes, empezando por Muntzer, pagaron con la vida su audacia. Del influjo luterano en la gestación, no parece caber duda. La libertad evangelica estaba a la base de toda la revuelta. Lutero había predicado más de una vez la necesidad de destruir las iglesias, los conventos y los obispados del anti-Cristo. Los caudillos de la rebelión eran todos luteranos. «Si históricamente —concluye Grisar— no se puede echar sobre el reformador todo el peso de la responsabilidad de aquel monstruoso movimiento, tampoco se puede dudar de que sus teorías y las de sus predicadores tuvieron en él parte principal».

 

La actitud de Lutero, a lo largo de la revuelta armada, tiene para el historiador especial interés por la luz que arroja sobre toda su personalidad. Por una parte, es verdad que el reformador odiaba aquellos levantamientos por las fatales consecuencias que le podían acarrear. A veces manifestó la opinión de que «el demonio, que no había podido vencerle sirviéndose del Papa, buscaba ahora arruinarlo y engullirlo por medio de aquellos profetas sanguinarios y de aquellos espíritus turbulentos y criminales». Convencido también de que la revuelta traía sus orígenes de los principios doctrinales de la Reforma, trató durante algún tiempo de favorecer la causa de los campesinos. En su Exhortación a la Paz, escrito en respuesta a algunos de ellos, Lutero los defendía contra las vejaciones y los impuestos de las autoridades y de los príncipes, advirtiendo a éstos que la espada estaba ya desenvainada para castigar su arrogancia: el siervo cristiano posee la libertad cristiana. Pero la defensa de los oprimidos acabó pronto. Los acontecimientos fueron demostrándole que, de triunfar los campesinos, los príncipes ahogarían en sangre a los sublevados y él —Lutero— podía perder su protección y amistad. Esto no lo podía consentir. Entre las dos facciones, prefería la de los señores territoriales. «Más vale la muerte de los campesinos que la de los príncipes», escribió por entonces a Amsdorf. Tomó, pues, la pluma y con aquel estilo violento que le caracterizaba, escribió primero un panfleto: Contra las bandas homicidas y ladronas de los campesinos, y luego otro: Sobre el severo trato contra los campesinos. En ambos agotó sus epítetos injuriosos contra aquellos indefensos siervos de la gleba, llamándolos perros rabiosos, ladrones y asesinos, populacho que sólo obedece al látigo, etc., y exhortando a todos sus seguidores a «descuartizarlos, estrangularlos y a pasarlos a cuchillo en privado y en público». «Que todos y cada uno, como puedan y donde puedan, los ataquen, traspasen, estrangulen y corten la cabeza como a perros enrabiados». Y para lograrlo mejor, pidió auxilio a los príncipes con frases que hoy día no se pueden leer sin espanto, y que con frecuencia los autores protestantes prefieren omitir: «Soltadnos las cadenas, oh señores, y venid a salvarnos. Exterminadlos, colgadlos a todos ellos. Vivimos en tiempos tan extraordinarios que los príncipes que ahogan en sangre a los campesinos pueden ganar más cielo que quienes se pasan los días rezando»

 

Como decimos, la revuelta quedó suprimida de la forma más brutal. Y como el demonio le acusara de aquellos asesinatos, el reformador le respondió reafirmándose en el hecho, pero buscándole una explicación que probablemente había escapado la atención del maligno: «Yo, Martín Lutero, he sido quien en la insurrección de los campesinos, he matado puesto que yo di órdenes de que se les matara; por lo tanto, que toda su sangre caiga sobre mí; yo a mi vez la arrojaré sobre Dios, Nuestro Señor, que me ha mandado hablar como lo he hecho». No es fácil barruntar los motivos de aquella inspiración. Queda, sin embargo, en todo esto un punto claro. El levantamiento armado había enseñado a Lutero una gran lección: los verdaderos cristianos son incapaces de gobernarse a sí mismos; todos tienden al individualismo y a la rebelión. Esto lo puede lograr únicamente el señor temporal. En otras palabras, la única manera de salvar su revolución religiosa, estaba en la sujeción de la misma a los príncipes. Optaría decididamente por aquella solución. En adelante, el luteranismo «en lugar de ser la pura iglesia del pueblo, se convertiría en iglesia subordinada a los príncipes y señores temporales, encargados de velar por el orden y de intervenir aun en los negocios más espirituales». Era, no se puede negar, una buena manera de deshacerse de la tiranía de Roma.

 

EL CASAMIENTO Y LOS CONFLICTOS DOCTRINALES

 

En su vida privada, Lutero trató de aplicar personalmente los principios básicos de la revolución. En 1524 arrojó de si el hábito religioso. Por entonces había trabajado también en compañía de unos amigos en sacar del monasterio a una comunidad de monjas cistercienses, cometiendo además la imprudencia de hospedarlas en su castillo. Un estudiante informaba irónicamente: «Aquí ha llegado a la ciudad un vagón lleno de vestales, todas descosas de casarse más que de otra cosa. Que el cielo les busque pronto maridos, porque de lo contrario puede ocurrir cualquier cosa». La gente habló mal de aquella cohabitación del ex fraile con las mujeres. Hasta que un buen día el pueblo se enteró de que el reformador se había casado secretamente con una de ellas, Catalina Bora, de veintiséis años y de familia noble. Aun en aquellos turbulentos tiempos, la cosa se prestaba a la crítica. El reformador había asegurado que nunca tomaría esposa. Tres años antes había afirmado que los votos monásticos eran obligatorios y que su ruptura podía traer el caos a la Iglesia. Un amigo suyo, Jerónimo Schurf, había dicho: «si este fraile se nos casa, todo el mundo y el diablo mismo se van a reir y Lutcro va a arruinar cuanto ha hecho hasta ahora». A los principios, sus mejores discípulos se llenaron de horror. Lutero hubo de salir al paso de aquellos comentarios —con frecuencia picantes— y defender su buen nombre ante los demás. Las explicaciones fueron variadas: «Dios lo ha querido así; y cuando mis pensamientos estaban en otras cosas, el Señor me ha arrojado en el estado conyugal»; con el matrimonio, «he tapado la boca a los que nos calumniaban a Catalina y a mí», etc. Más tarde diría que la boda había tenido como único objeto «burlarse del diablo y de todas sus escamas» y «reirse de los príncipes y de los obispos, porque prohibían el matrimonio a sus sacerdotes». Llegó también a asegurar que no lo había hecho en absoluto por pasión ni por amor. Todo esto —sobre todo lo último— no deja de ser irónico en el hombre apasionado y habituado a flirteos poco dignos aun en los meses que precedieron a su unión. Tal vez uno de sus mejores conocedores —Felipe Melanchton —nos revele parte de la verdad al decirnos, en carta escrita a uno de sus íntimos, estas palabras:

 

«Estarás quizás asustado al enterarte de que, mientras todas las personas capaces y gentes de bien viven en medio de la tribulación, Lutero no tenga compasión de nosotros, esté —al menos aparentemente— lleno de comodidades y deshonre su vocación (de reformador) cuando Alemania está tan necesitada de su prudencia y de su fuerza. Pero te voy a dar mi explicación: nuestro hombre es muy fácilmente abordable y las monjas, después de tenderle muchos lazos, lo han cogido en ellos. Tal vez el frecuente trato con ellas lo ha ablandado o quizás hasta inflamado, aunque él es noble y de buenos sentimiento. Así ha caído en este nuevo e inoportunísimo género de vida. Con todo, las habladurías que han corrido sobre sus relaciones ilícitas, no reposan en la verdad. Ahora no tomemos a mal este hecho consumado, pues yo estoy cierto de que hay una ley de vida que nos obliga al matrimonio. En fin, esperemos que el matrimonio lo hará un poco más serio y le hará renunciar a las bufonerías en que con frecuencia le hemos sorprendido».

 

La carta, además de damos estos detalles sobre las intenciones matrimoniales del reformador, nos revela el sentimiento de vergüenza que dejó aquella decisión aun entre sus mismos seguidores. Melanchton terminaba su misiva recordando a su amigo que «Dios ha mostrado su voluntad a través de los numerosos pecados de sus santos» y que, en materias religiosas, debemos tomar por norma «no a un hombre según las apariencias», sino solamente «la palabra por él enseñada». «Pobre de aquél que rechaza la doctrina a causa de los pecados del maestro que la enseña». Consideración muy oportuna si es que la doctrina luterana no claudicara por sí misma en más de un punto primordial. La verdad es que quienes conocían también ésta, no acababan todavía de reponerse de la mala impresión. «Las comedias —decía satíricamente Erasmo— terminan de ordinario en matrimonio: lo mismo que ha ocurrido con la tragedia luterana. El fraile se nos ha casado con una monja... Lutero comienza a ser más dulce... Verdad que no hay ser humano que no lo amanse una mujer». Lutero admitió que con aquel acto «se había rebajado y envilecido». Y mucho, a los ojos de Dios y de los hombres.

 

Pero la revolución luterana no se detuvo. Las libertades concedidas en materia de dogma, pero sobre todo de moral, tuvieron buena acogida en las masas, aunque a muchas de éstas se les hiciera difícil desprenderse de ciertas fiestas y costumbres litúrgicas heredadas desde tiempo inmemorial. Pero eran sobre todo los príncipes los más favorecidos por el movimiento y los empeñados en hacerlo triunfar. Vimos en páginas anteriores los cambios introducidos en sus dominios por las Dietas de Worms (1520) y las de Spira de 1525 y 1529. La erección de iglesias territoriales fue el gran paso obtenido en favor de las nuevas doctrinas y el hecho cuasi-jurídico que las trasmutó de un mero movimiento religioso, más o menos profundo, en una institución con sus límites, sus leyes y sus prohibiciones. Los príncipes, al adquirir el ius legislandi y el ius reformandi, fueron cobrando la dignidad de verdaderos pontífices del luteranismo. Según se presentaban las ocasiones, se encargaban de nombrar a los dirigentes de las nuevas comunidades y aun de castigar con duros castigos todo pecado de desviación o de rebeldía. La imposición de la Misa alemana, la supresión de varios sacramentos, la adopción de un nuevo ritual y aun la más rígida censura contra todo cuanto se opusiera al luteranismo, constituyeron otros tantos actos de ejercicio de aquel poder. La Confesión de Ausburgo (1530) redactada en latín y en alemán por Melanchton, formuló por primera vez los principios doctrinales por los que se regirían las nuevas iglesias. En su primera parte (artículos 1-21) se exponía la doctrina luterana en términos lo menos distintos posibles de la fe tradicional; pasando por alto doctrinas tan tradicionales como el primado, el sacerdocio, las indulgencias, el purgatorio y el culto de los santos Hasta se afirmaba que «toda la disensión entre católicos y luteranos, se reducía a la cuestión de unos pocos abusos; tota dissensio est de paucis quibusdam abusibus». En la segunda parte (artículos 22-28) se hacía la lista de algunos de tales abusos: la comunión bajo una sola especie, el celibato eclesiástico, las Misas privadas, la obligación de la confesión, el precepto del ayuno, los votos monásticos y la jurisdicción episcopal. Naturalmente, además de los grandes dogmas, enunciados claramente o arteramente disimulados, de la Reforma. Los católicos escribieron una refutación, que resultó del todo inaceptable a los protestantes. Lutero, imposibilitado de abandonar su retiro, trabajó para que los suyos abandonasen la reunión. Llamaba a aquellos conatos de pacificación, intentos imposibles: «queréis unir a Lutero y al Papa; pero ninguno de los dos consentirá en ello; equivaldría a reconciliar a Cristo con Belial»

 

El emperador deseaba hacer algo para aplastar aquella revolución que iba tomando un carácter cada vez más incontenible. Pero le faltaban elementos. Su Edicto imperial del 15 de noviembre de 1530 halló un eco demasiado débil en los mismos príncipes católicos y Lutero tuvo la osadía de refutarlo con una Advertencia a mis queridos alemanes en la que, hablando en nombre del Espíritu Santo, afirmaba que no existía fuerza humana capaz de resistir al ímpetu de sus seguidores. Fue también cambiando poco a poco sus antiguas teorías sobre la pura predicación evangélica por el de una posibilidad de resistir, aun con la fuerza de las armas, las emboscadas de todos aquéllos que se opusieran a la Palabra de Dios. El volta face se debía sobre todo a la actitud retadora de los príncipes luteranos o luteranizantes que se creían suficientemente fuertes para oponerse al mismo emperador. El reto se concretó en la Liga de Esmalcalda (1531), integrada por un elevado número de príncipes, que se comprometía a dar batalla en el momento en que cualquiera de sus territorios se sintiera amenazado «por causa del evangelio». «Los protestantes —comenta Grisar— tenían ahora un centro político, una fuerza sobre la que apoyarse... Ya no eran ni Lutero ni sus teólogos quienes representaban la causa de la Reforma, sino las autoridades civiles que sabrían aprovecharse de ella para su medro personal». Carlos V no hubiera tolerado en otras circunstancias aquellos retos. Pero sus enemigos exteriores le acosaban por todos lados y no tuvo más remedio que contemporizar. La amenaza de los turcos poma en peligro a Viena. En julio de 1532 el compromiso de Nüremberg determinó dejar las cosas in statu quo (es decir, dejar a los príncipes en posesión completa de sus territorios) hasta que se convocara un nuevo Concilio. Los luteranos pudieron respirar. Las debilidades del enviado pontificio Vergerio —auténtico ejemplar de ciertos ultra-irenistas de nuestro tiempo— terminaron en absoluto fracaso. Los nueve años de ausencia del emperador sirvieron para que el luteranismo echara sus hondas raíces en Alemania.

 

Mientras tanto, Lutero pudo también dedicarse —casi sin ser molestado— a consolidar sus ganancias. Su actividad fue incansable y estaba en gran parte motivada por las continuas controversias que surgían alrededor de diversos puntos doctrinales. Erasmo le había vuelto las espaldas y lo había atacado con dureza. Las diferencias de opinión eran anteriores, pero se habían manifestado más agudamente en algunas de las obras escritas entonces por el humanista de Rotterdam. Su Diálogo del Libre Albedrío (1524) iba dirigido a atacar de raíz el dogma luterano de la corrupción total. Las discordias tomaron cariz todavía más personal en la correspondencia epistolar que se cruzó entre ambos. Lutero le respondió en 1525 con su tratado De servo arbitrio que se ha calificado como «el más perfecto salido de su pluma», y que, en todo caso, se lo debemos de agradecer porque es el que mejor nos refleja «el insondable abismo de la miseria humana», al menos tal como la veía el reformador. Personalmente no se sentía mejor que en sus años de monasterio. «Olim in monasterio, escribía, longe eram sanctior quam nunc sum». El tratado abundaba también en diatribas personales. Erasmo tomó la réplica, la estudió bajo todos los puntos de vista y descubrió los lados débiles de su contenido; los errores de citación; las alteraciones voluntarias del texto sagrado, etc. Para pagarle en la misma moneda, el humanista puso de relieve el ilimitado orgullo de su adversario. Las críticas erasmianas de la réplica Hyperaspistes sirvieron para que la mayoría de los humanistas —a excepción de los que estaban ya implicados en la revolución religiosa— se apartasen del partido de Lutero. Este pidió una y otra vez que «se desenmascarase la ignorancia y la maldad de Erasmo», pero no logró demasiado. La oposición era asimismo fuerte, —lo veremos en su lugar— con los reformados suizos y franceses. Zwinglio lo atacó en materia sacramentaría, en cuestiones de fe y en su punto céntrico de la presencia eucarística. Calvino, con su doctrina de la predestinación eterna, fue otro de los adversarios con quienes nunca pudo llegar a un entendimiento. Desde la lejana Inglaterra, era nada menos que el rey Enrique VIII quien se oponía sistemáticamente a sus doctrinas y vituperaba el acto de su separación de la Santa Sede. Las respuestas a todos ellos robaron mucho tiempo al reformador, quien, además de satisfacerlos doctrinalmente, casi nunca dejaba de obsequiarlos con ramilletes de injurias y de amenidades. Sobre todo las dirigidas al rey inglés, son intraducibies. De 1529 son dos de los más hermosos tratados de Lutero, su Catecismo Mayor y Menor. De este último escribe G. Rupp que es tal vez «la mejor obra de Lutero, bella en su sencillez y única entre los documentos del protestantismo, un instrumento de oración inteligible hasta para un niño; el libro del que el reformador hizo su manual de oración hasta el fin de la vida».

 

LOS ULTIMOS DIEZ AÑOS

 

No fueron tan felices como se los había prometido el reformador. De la marcha de la revolución religiosa por él suscitada, no pudo ocuparse demasiado por la sencilla razón de que su implantación estaba en manos de los príncipes que la habían tomado como cosa propia. «Lutero —escribe Algermissen— no pudo ya controlar su movimiento y se convirtió más en un hombre que es arrastrado, que en un impulsor. Con frecuencia se vió también obligado a hacer concesiones que le fueron amargas y que sólo sirvieron para que vacilara su autoridad. El reformador fue viendo asimismo cómo maduraban los amargos frutos de su doctrina. Fueron muchos los sacerdotes y religiosos de espíritu mundano, libidinosos y mujeriegos, que se les unieron para echar por la borda, junto con el celibato, toda su vida sacerdotal».

 

Al fundador le dejaron a cargo las cuestiones doctrinales. Pero ni aun aquí pudo obtener demasiado. A los principios había insistido en la necesidad de que se ventilaran los puntos discutidos en un Concilio General. Ahora Roma estaba haciendo lo posible para que se celebrara uno. El Papa Paulo III había llevado a cabo los primeros intentos con el objeto de que la magna asamblea se abriera en Mantua y en Vicenza en 1536. Pero lo impidieron los manejos del rey francés, quien, como dice muy bien E. Léonard, se mostró con frecuencia «luterano en política extranjera». Los luteranos —después de la publicación de los Artículos de Esmalcalda— poseían ya el sumario doctrinal de sus creencias y, por cierto, formuladas de manera contrastante y áspera, de modo que no quedara ninguna duda sobre sus puntos de disensión con la Iglesia católica. Esta, sin embargo, quiso probar una vez la dosis de buena fe que podía haber en los reformados. Así se hizo en los famosos coloquios de Worms (1540) y de Ratisbona (1541). El último se celebró en presencia del emperador y ante dos legados pontificios, los cardenales Morone y Contarini. Ambas partes llevaron a sus mejores teólogos: los católicos a Eck y a Pflug, y los protestantes a Bucer y a Melanchton. Hubo a los comienzos alguna esperanza de acuerdo en puntos como el pecado original, el libre albedrío y la justificación (aunque las fórmulas adoptadas eran ambivalentes y se prestaban a lamentables confusiones, por lo que fueron rechazadas por Roma), pero pronto se vió que se estaba jugando con las palabras y que el deseo del compromiso podría traer consigo males incalculables. En las siguientes discusiones —cuando se vino a tratar de la doctrina de la Iglesia, de los sacramentos y de la jerarquía eclesiástica— los reunidos cayeron en la cuenta de que no había nada que hacer. La presión de los ejércitos turcos en el frente oriental, alejó al emperador y los coloquios hubieron de quedar suspendidos. Para entonces, la parte católica se había convencido de la inutilidad de las reuniones. «Si Dios no hace un milagro —escribía Contarini— no se llegará a ningún acuerdo por causa de la terca soberbia de los protestantes» «No hay término medio —añadía más enérgicamente Eck— las bellas frases no conducen a nada. Todo aquel que quiere vivir unido a la Iglesia, debe aceptar las enseñanzas de los Papas y de los Concilios y de todo cuanto Ella enseña. Todo lo demás es humo. No bastarían cien años para cambiar las cosas» «Desde Worms a Trento —comenta un protestante— Roma se mantuvo firme en materias sobre la supremacía pontificia, el sacrificio de la Misa, las doctrinas ortodoxas sobre los sacramentos, las buenas obras y la intercesión de los santos. A veces con la mejor buena voluntad, eran puntos que la otra parte no podía admitir sin traicionar a sus principios».

 

Las concesiones obligadas que el emperador tuvo que hacer a los luteranos durante los años siguientes, les convencieron de que había llegado la hora de obrar por cuenta propia y prescindir de lo que pensara Roma sobre la materia. Los adjuntos políticos parecían ponerse a su favor. A la invitación hecha por el Papa que asistiesen al Concilio que aquel año de 1545 se abría en Trento, los protestantes respondieron con la negativa tajante de la Dieta de Worms. Lutero, por su parte, se desfogó con uno de sus tratados más injuriosos: Contra el Papado de Roma, fundado sobre el demonio (1545). Las intervenciones imperiales (consecuencia de la lucha interna de Carlos V con Paulo III sobre la manera de celebrarse el Concilio) resultaron de hecho muy favorables a los luteranos. El Interim de Ausburgo había constituido uno de los grandes sueños del emperador y la manera práctica de arreglar la situación con aquellos príncipes a quienes acababa de derrotar tan brillantemente en el campo de batalla. Pero ya desde hacía algunos años, su actitud respecto del luteranismo —no en cuanto a la doctrina que él siempre rechazó, sino respecto de algún modus vivendi que quería encontrar— parecía debilitarse un tanto. Las adversidades externas (pero sobre todo las que venían del interior, precisamente de aquellas personas que él creía debían haberle ayudado en la magna empresa de la defensa de la verdadera fe) lo habían descorazonado. Las concesiones de 1544 por las que se devolvía a los príncipes el uso de las entradas de los bienes eclesiásticos secuestrados, constituían un mal precedente. Pero el paso verdaderamente falso fue el de 1548 —el del Interim— por el que, aun permaneciendo dogmáticamente ortodoxo, concedía a los protestantes el matrimonio de los sacerdotes y la comunión del cáliz a los seglares, hasta que el Concilio determinara sobre aquellas materias El papa protestó indignado por aquellas intromisiones que conculcaban los sacrosantos derechos de la Iglesia. Carlos V, que no quena dar a los protestantes el mal ejemplo de una ruptura con el Pontífice, se excusó verbalmente de lo hecho. Los católicos alemanes, como era natural, se resintieron de aquellos privilegios hechos a sus adversarios. Pero ya no había nada que hacer. La fuerza del protestantismo era irresistible. El remedio debía haberse aplicado mucho antes y para eso faltó —entre otras cosas— la colaboración de quienes luchaban por la defensa de los derechos de la Iglesia.

 

La solución —si es que merecía aquel nombre— se halló en la paz religiosa de Augusta (25 de septiembre de 1555) por la que se decretó que debía reinar la paz perpetua entre los católicos y los seguidores de Lutero. Quedaban excluidos de aquella definición los zwinglianos y los anabaptistas. La religión de cada territorio dependería de la voluntad del príncipe que mandara sobre él. A éste venían sujetos también los señores feudales quienes, sin embargo, conservarían algunos privilegios. En las ciudades imperiales se toleraría la existencia de la otra religión, con lo que salieron favorecidos los católicos. Los bienes eclesiásticos debían de quedar en manos de los que ya los poseían desde 1552. Los obispos y príncipes eclesiásticos —lo mismo que los abades— pasados a la herejía, perdían su oficio, sus rentas y sus bienes. La solución no llegó a satisfacer a ninguna de las dos partes y el Papa Paulo IV manifestó, por medio de sus nuncios, su desaprobación.

 

Mientras tanto, a Lutero le llegaba el fin de la vida. Además de los conflictos religiosos mencionados, había otros males que le daban desasosiego. Sufría del mal de piedra y estuvo en varias ocasiones al borde de la muerte. Las ruinas sembradas por sus doctrinas constituían otra de las fuentes de desolación. No eran solamente los autores católicos quienes se lamentaban de la horrorosa situación creada en el campo doctrinal y en el de las costumbres por la aceptación de las nuevas ideas. Las quejas abundaban en su propio campo y Lutero no tuvo dificultad en hacerse con frecuencia eco de las mismas. En tiempo del papismo —decía— las gentes se sacrificaban y daban para los pobres, mientras que ahora se ha enfriado el amor hacia ellos. Hubiera deseado fundar escuelas para la educación de la niñez; pero sus seguidores se negaban a contribuir a abrirlas. Sus ideas sobre la necesidad de atar corto la libertad de las masas no habían experimentado ningún cambio desde el tiempo de la guerra de los campesinos: «el único remedio para tenerlos sujetos es el puño y el miedo... Cristo no ha querido abolir la esclavitud... y si el mundo dura todavía mucho tiempo, será necesario restablecerla». En conjunto, pues, había poco que pudiera llenarlo de consuelo. «Veía —escribe Grisar— la disgregación de la vida de familia, consecuencia necesaria de la relajación de los vínculos conyugales, punto sobre el cual sus ministros no cesaban de lamentarse en su correspondencia epistolar. Sentía la desaparición de la libertad de la Iglesia sujeta a las usurpaciones de las autoridades civiles... Las Ordenaciones eclesiásticas y los Consistorios habían perdido su eficacia... A la vista de la Liga de Esmalcalda y de las guerras de religión —de cuyos resultados se dudaba con toda razón— Lutero no veía otra solución que el fin del mundo y la venida del gran Juez. El pensamiento de que su obra era una de las causantes de la triste situación del imperio, debía de seguirlo hasta la tumba».

 

Durante el invierno de 1545-46 Lutero hubo de trasladarse a Mansfeld a componer ciertos litigios de la nobleza local. De allí fue trasportado a su ciudad natal de Eisleben que había de recoger también su último respiro. Murió el 18 de febrero de 1546, después de repetir a quienes le acompañaban que se mantenía inconmovible en sus doctrinas y agradecer a Dios Padre porque le había revelado aquel Hijo de quien el Papa blasfemaba. Fue sepultado en la iglesia del castillo de Wittemberg. Una de sus últimas palabras había sido: «¡Oh Dios mío!, entre qué angustias y sufrimientos me toca abandonar el mundo»

 

JUICIO SOBRE LUTERO

 

Un bosquejo tan breve como el nuestro, apenas permite un juicio global sobre la personalidad de Lutero y de su obra. Las evaluaciones de ambas han sido muy diversas. Por razones indicadas en páginas anteriores —y a partir de la obra de Lortz— existe entre los autores alemanes un prurito de acumular elogios del reformador y conatos de probarnos sus óptimas intenciones y las grandes cualidades que lo adornaban. Se tiende también a demostrar que su reforma fue no solamente el resultado de su crisis personal, sino algo así como «una exigencia de la profunda religiosidad alemana» en contraste «con la superficialidad del cristianismo de los países mediterráneos». Entre los historiadores protestantes no luteranos, el entusiasmo por el reformador va, por lo común, mezclado con acotaciones a ciertos rasgos de su vida personal así como a muchos de los métodos empleados en la difusión de su evangelio. En el extremo opuesto, tenemos al grupo que continúa juzgándolo todavía como engendro diabólico y calificando su obra de totalmente nociva a la humanidad.

 

Ya durante su vida, el perspicaz Calvino distinguía en él una rara mezcla de vicios y de virtudes. «Si Lutero nos domina por sus virtudes, no olvidemos que tiene también grandes vicios. Pluguiera al cielo que se aplicara un poco a reconocerlo. Pero es demasiado inclinado a ser indulgente consigo mismo... él que es un genio, pero de una desmesurada violencia». Creemos que un número cada día mayor de historiadores se va inclinando a esta posición. Admiran en él una profunda religiosidad; una gran fuerza de convicción puesta al servicio de una causa; sinceros deseos de crear un cristianismo menos envuelto en prácticas externas que el prevalente en ciertos países de su tiempo; una gran confianza en Dios; estima de la palabra revelada en las Escrituras y amor tierno hacia la Persona del Divino Salvador y a su obra redentora. Pero a su lado, se ven obligados a resaltar defectos que ensombrecen en buena parte su personalidad. Lutero es grosero en su manera de hablar y de escribir; llevado de su apasionamiento, comete las mayores injusticias con sus adversarios, ficticios o reales; y su irascibilidad explosiva, lo hace inepto para un juicio sereno de los hombres y de los acontecimientos. En el terreno moral, sus deficiencias son más patentes. No duda en traicionar de la manera más inicua a los campesinos con tal de ganarse la benevolencia de los príncipes. Se sirve de la mentira y del engaño siempre que éstos sirvan para sus fines y llega a decir que «la mentira necesaria y útil que nos sirve para algo, no contraría a la ley de Dios». Hay en algunas de sus manifestaciones públicas —por ejemplo en la correspondencia dirigida a los nuncios y al mismo Papa— dosis de hipocresía apenas concebibles en un hombre que aparentemente era la misma —brutal— sinceridad. Los consejos dados al bigamo Felipe de Hesse; las incitaciones dirigidas a las religiosas y religiosos para que abandonen el claustro; las amenazas sugeridas a la esposa que no quiere cumplir con sus deberes conyugales, y los remedios propuestos para las personas que están tentadas, constituyen un cúmulo de defectos y de vicios que le inutilizan, no solamente para ser un auténtico reformador, sino aun para ser comparado —como a veces se le ha querido hacer— con las grandes almas religiosas de su época. «Si Lutero fue grande —concluye Grisar— su grandeza fue del todo negativa»

 

Respecto a su influencia en la formación del pueblo alemán, baste para nuestro propósito este comentario de Ludwig von Hertling: «Sin duda alguna Lutero ha tenido su influjo en la formación del carácter alemán; pero ha sido, en general, un influjo infortunado más bien que favorable. Y algunos de los trazos que en los tiempos modernos han enemistado a tantos contra Alemania —la arrogancia, la fanfarronería, la tendencia a confundir el puñetazo en la mesa con la energía, atributos que uno busca vanamente en el alemán de la Edad Media— se remontan hasta cierto punto a Lutero. A éste se debe, sobre todo, el diletantismo en las cuestiones más importantes, fundado en la creencia de que cada uno puede preparar su Weltanschaung según sus propias luces y su discreción». Este historiador sabe que «hay católicos que, movidos por el deseo de reconciliarse con los protestantes, quisieran decir: vamos a cargarnos con toda la culpa (de la revolución protestante) afirmando tranquilamente que Lutero, a pesar de haber errado en puntos particulares, tenía en su conjunto razón; y que los Papas, los obispos y las instituciones eclesiásticas de la época eran dignas de vituperio; después de todo, la Iglesia católica tiene anchas espaldas para soportar esto y mucho más; y así echamos de una vez para siempre tierra sobre el asunto». Pero la actitud le parece insostenible. «Tal punto de vista, responde, hace honor a la buena voluntad de quienes la defienden. Pero la historia no puede aprobarla porque a sus ojos no hay duda de que fueron los reformadores del siglo los que se rebelaron contra la Iglesia y no viceversa».