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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA I LA REFORMA DE LUTERO
GERMENES DE INQUIETUD EN LA EUROPA DEL SIGLO XVI
La aparición del protestantismo en la historia ha dado
lugar a una amplísima bibliografía. Apenas hay aspecto relacionado con aquel
magno acontecimiento que haya escapado a la atención de los
investigadores. La situación religiosa de los países en que se implantaron
las nuevas doctrinas —y en particular la de Alemania— ha hallado dignos
historiadores en Janssen, Imbart de la Tour, Mentz, von Ranke, Holl, el
canónigo Cristiani, von Pastor, Mackinon, Hauser, von Bezold y otros. La
personalidad de los iniciadores del movimiento reformista nos trae a la
memoria las biografías de Koestlin-Kawerau, Hausrath, Bonaiutti,
Scheel, Denifle, Lortz, Fébvre, Grisar, Bóhmer, Miegge, Bainton, etc.,
para Lutero; las de Doumergue, Pannier, Menod, Hunt, MacNeill, Jourda,
Wendel, Kampschulte, Benoit y Gutersohn, etc., para Calvino; y las de Constant,
Gairdner, Janelle, Gasquet, Sanders, Lindsay, Powicke y Hughes —o los autores
del Cambridge Modern History— para el
anglicanismo. Los especialistas en la historia de la teología, empezando
por Seeberg, Hamack, Grabmann, Neve-Heick, Schaff y Tillich, han estudiado
—cada cual desde su perspectiva— las repercusiones de las
doctrinas protestantes en la enseñanza cristiana tradicional. Otros,
encabezados por Troeltsch, Burkhardt, Niebuhr y McGiffert, se han detenido en
el examen del fenómeno protestante y en su proyección sobre la sociedad moderna.
Max Weber, Tawney y sus respectivas escuelas han prestado particular
atención a las consecuencias económico-políticas acarreadas a nuestro siglo y
al talante democrático de la presente generación por las ideas de la
Reforma. Ni faltan siquiera estudios y monografías relacionadas
con el influjo del protestantismo y las corrientes artísticas, literarias y
musicales contemporáneas
Nuestro objeto en la presente obra es más modesto.
Queremos hacer resaltar el significado del movimiento protestante en el marco
de la Cristiandad del siglo XVI y evaluar los resultados de su presencia en la
vida de la Iglesia. Esto implica, a su vez, un estudio de la situación de
la Europa católica de la época. La tarea encierra no pequeña dificultad.
Son contados los que logran escribir desapasionadamente de la reforma
protestante, no tanto por lo que fue en sí o por los personajes que
intervinieron, como por las consecuencias de aquella obra heredadas hasta
nuestros días. Se ha querido a veces recurrir para resolver el enigma al
estudio psicológico y moral de sus fundadores. El método, de indudable
fascinación, deja bastante que desear por varias razones. Primero, porque
no hay apasionamiento —de signo positivo o negativo— comparable al que se
tiene hacia una persona. Y segundo, porque en las acciones humanas queda siempre
una zona opaca a nuestra limitada visión y patente sólo a Dios: la de la
conciencia que los hombres se forman sobre una doctrina o una situación y,
por lo tanto, de la intención con que la ejecutaron. Esta queda
para «Aquél que sabe lo que hay en el corazón de los hombres». Todo ello
sin tomar en cuenta que no hay individuo, por potente que sea, capaz de
arrastrar a medio mundo tras sí o de dar un viraje a toda la historia, a
no ser que en la sociedad en la que vive y donde opera existan ya los
gérmenes de aquella revolución cuyo caudillaje representa.
Descendiendo a nuestro caso concreto, nos hallamos en
el siglo XVI frente a un mundo que, en vísperas de cruzar los linderos de una
nueva época, vive su vida religiosa, económica y social; con unos
personajes de talla no vulgar que con sus palabras, sus escritos y sus
acciones —o en colaboración íntima con los amos políticos del tiempo—
inician una auténtica revolución que pronto alcanza vastas extensiones del
continente; y con una Cristiandad que, al calmarse a fines de siglo las
turbias aguas que la agitaron, se ve a sí misma rota en su unidad
y amenazada por nuevas fuerzas de disgregación. ¿Qué pensar de los
tristísimos adjuntos en que se movía por entonces la sociedad cristiana? ¿Hasta
qué punto pueden justificarse las impaciencias de reforma y las protestas de aquellos hombres y dónde empieza la línea
divisoria de su terrible responsabilidad ante Dios y ante la Historia?
¿Cuál es, a cuatro siglos de distancia, el resultado neto del cataclismo
religioso que en aquellos años pareció conmover las bases mismas de
la Europa cristiana?
Estas son las grandes preguntas que piden de nuestra
parte una solución. Otros aspectos del protestantismo —de indudable interés
para el investigador o el publicista— quedarán excluidos como menos
conducentes al propósito de nuestra obra. El hecho de que tantos otros
autores de tendencias antagónicas hayan deducido de un mismo evento histórico conclusiones total o parcialmente opuestas, no nos debe
desanimar. Los esfuerzos que en estos últimos decenios se han realizado para
aclarar los orígenes de la Reforma, no han sido baldíos. Como consecuencia de
una investigación más profunda y detallada de las fuentes, son muchos los
puntos en que se va haciendo luz. Personajes tan relevantes como los
de Lutero y Calvino —o en otro campo los Papas del Renacimiento— han
perdido algunas de sus primitivas aristas, para aparecer con contornos más
humanos y conformes con la historia. El acercamiento se aplica en medida
semejante a la interpretación del ambiente religioso predominante o aun a
ciertas virtudes que antiguamente se negaban un poco a priori a los fundadores de la Reforma. Queda en pie nuestra desavenencia sobre el
problema central de aquella convulsión: el de su supuesta necesidad (tesis protestante) o el de la imposibilidad de justificarla ante
la teología y la historia (criterio católico). El presbiteriano John
McNeill terminará su análisis del protestantismo afirmando su necesidad
como remedio único para el caos religioso en que se hallaba entonces la
Cristiandad, así como por razón de los grandes bienes que de aquel hecho
han dimanado para la sociedad. Por el contrario, los
historiadores católicos Bihlmeyer-Tuechle se referirán a la aparición y al
afianzamiento del protestantismo como a «la terrible catástrofe religiosa
que se desencadenó contra la Iglesia», trayendo consigo «la demolición de
la esencia misma de ésa» y rompiendo la unidad del mundo cristiano. Es probable que, en esta materia, tardemos mucho en
ponemos de acuerdo. Nos queda al menos el consuelo de que buscando sinceramente
la verdad, ésta nos librará del error. La Iglesia —y más particularmente
los últimos Pontífices— nos exhortan a seguir este camino. Nada tenemos que
temer, aun tratándose de épocas tan difíciles como las que precedieron y
acompañaron la aparición del protestantismo.
LOS VOCABLOS «PROTESTANTISMO» Y «REFORMA»
Antes de entrar en materia, aclaremos la cuestión del
vocabulario empleado al referimos al trascendental movimiento religioso citado.
Hay sobre todo dos vocablos que están dando lugar a frecuentes disensiones. El
primero se refiere al hecho mismo de la aparición histórica del protestantismo.
¿Merece éste el nombre de Reforma o debemos
designarlo con otra expresión de contenido diverso? El segundo se relaciona con
las palabras protestante y protestantismo, designaciones
corrientes, pero que empiezan a inquietar a sus seguidores, hasta el punto de
quererlas borrar de sus publicaciones o hablar de ellas como de caricaturas de su significado original y opuestas «al sentido profundo y cristiano»
que encierran.
La palabra protestante estuvo restringida en los principios a los seguidores de la iglesia luterana.
Los calvinistas se quedaron con el nombre de reformados. Las
comunidades a que pertenecían estos últimos se llamaron iglesias de la
reforma y las de los primeros, iglesias protestantes. El vocablo protestantismo no tardó en adquirir la extensión de todo el movimiento religioso separatista
del siglo XVI, al mismo tiempo que a todos sus adeptos se les conocía como protestantes. La iglesia anglicana —así como los grupos llamados no-conformistas— se resignaron con tal apelación. Con Bossuet y su libro Histoire des
variations des églises protestantes (1688) el apelativo se hizo
universal. Desde entonces se han multiplicado, por parte de los seguidores de
la nueva religión, las apologías del apelativo y de las grandezas de su
contenido.
Hoy empieza a sentirse, sobre todo en los círculos
anglo-americanos, cierta inquietud sobre la oportunidad de su empleo. Si, de un
lado, crece el número de publicaciones destinadas a reivindicar la palabra
y a defenderla «de las insidias de los adversarios», aumenta igualmente el
clamor de aquéllos que quisieran ponerle sordina o eliminarla del comercio
humano. «La palabra protestante, escribe
Davies, ha caído en malos tiempos. Era hasta hace poco un
término honorable y empleado en las mismas ceremonias de la coronación del
rey de Inglaterra. En cambio, hoy son ya muchos los que se avergüenzan de
él, afirmando que su iglesia no es protestante... o que conviene
sustituir el título por el de iglesia reformada». A otros les
molesta que se les defina solamente en
oposición a la Iglesia Católica; «esta relación de antagonismo y de
oposición entre la Iglesia de Roma y la Reforma, añade Hugh T. Kerr,
imprimió al protestantismo un carácter reaccionario que nunca ha logrado
arrojar de sí. El protestantismo queda definido sencillamente como
reacción negativa de la Iglesia de Roma. Y protestante, según los
diccionarios, es el miembro de una organización que tiene por objeto
fomentar esa oposición». Algunos atribuyen esta creciente desgana en
el uso del vocablo a los esfuerzos que está haciendo el anglicanismo,
sobre todo a partir de los años del Movimiento de Oxford, por deshacerse
del epíteto y aparecer como la iglesia católica. Piensan igualmente que
las tendencias ecuménicas modernas no podrán triunfar mientras las
iglesias separadas no se desprendan de un nombre demasiado ligado, en el
curso de la historia, con la polémica antiromana. En ciertos países, como los
Estados Unidos, la pujanza del Catolicismo constituye para muchos una
invitación a adoptar un título más directamente enlazado con Cristo y con su
mensaje de redención.
Estas concepciones parecen presidir, al menos en
parte, la nueva política de las iglesias separadas cuando se establecen en
tierras de misión o se infiltran por países católicos. En las primeras
tratan de omitir por completo, o de relegar a muy segundo término, la
palabra protestante para apropiarse en
exclusiva el nombre de cristianos, dejando para nosotros el de católico-romanos u otro parecido. En China se llaman Chi-tu-chiao = religión de
Cristo, y consiguientemente cristianos; mientras que el Catolicismo
continúa siendo T’ien-chu-chiao la religión del Señor del Cielo y
nosotros, los católicos, seguidores del mismo”. En Iberoamérica, donde la
palabra protestante lleva una connotación histórica peyorativa, las
iglesias disidentes han dado la consigna de sustituirla por el nombre de evangélica, tratándose de la religión, y de evangélicos cuando se refiere a sus
adeptos. Digamos, con todo, que los esfuerzos por
desterrar el vocablo no parecen abocados al éxito. Palabras acuñadas hace
siglos y plenamente apropiadas para indicar el espíritu de aquel
movimiento tanto en sus comienzos como a lo largo de su existencia histórica,
tienen todas las posibilidades de quedar afincadas en la historia.
Por eso, tal vez, un número crecido de escritores
protestantes adopta el sistema de darnos la versión auténtica y
original de aquella palabra y de su contenido
teológico. «La Reforma protestante, exclama Jenney, fue algo más que una
reacción contra las tergiversaciones (católicas) del Cristianismo; fue un
movimiento positivo y progresivo». «La Reforma, añade Abdel Wentz, no fue algo
reaccionario y negativo... Tampoco se redujo a una mera revuelta contra el
pasado inmediato o a un impulso de deshacerse de la montaña de errores
acumulados en el aparato eclesiástico oficial de la salvación. Por el
contrario, fue el producto lógico de siglos, la continuación de los
elementos más profundos y vitales de la piedad cristiana».
No he podido trazar la génesis de esta tendencia. En
un Protestant Dictionnary, editado en 1933 en
Nueva York, el autor del artículo Protestante desarrolla extensamente
sus orígenes históricos a partir de la Dieta de Spira y reivindica
el carácter positivo del documento que allí se redactó. Durante los años siguientes, Winfred Garrison en su Protestant
Manifesto, Nashville, 1942, y W. Anderson en su ya citada obra apologética Protestantism,
A Symposium, ib. 1944, tomaban la defensa de la teoría. Esta se hace
común en las publicaciones de la última post-guerra no solamente en
folletos o artículos de tipo propagandístico, sino también en trabajos que
quieren estudiar con seriedad científica la cuestión. De este modo, como
dice uno de ellos, esperan «borrar una mancha injustamente arrojada contra
los seguidores de la Reforma».
En síntesis, su argumentación es como sigue. La Dieta
de Worms (1521) había restringido notablemente la libertad del movimiento a los
súbditos luteranos del imperio. En la siguiente reunión, celebraba en Spira en
1526, los príncipes se aprovecharon de las dificultades políticas en que
se veía envuelto Carlos V y de la amenaza de la invasión turca que se
cernía sobre la Europa central, para arrancarle varias concesiones. «Los
amigos de la Reforma, escribe Ney, tenían motivos para alegrarse de los
resultados de la Dieta». En espera de la celebración del Concilio,
nacional o universal, los amos luteranos se sintieron libres dentro de sus
territorios «para obrar en materia religiosa como les pareciera sin
otra responsabilidad que la que tenían ante Dios y el emperador”.
Naturalmente, la solución no había agradado a los católicos ni al
emperador. Por eso en la Dieta siguiente (marzo de 1529) se quiso poner
remedio a la situación. Las circunstancias externas habían cambiado: Carlos V
había concluido la paz con el Papa y el grupo de los reformados daba
claras muestras de división interna. Además los electores católicos tenían
mayoría absoluta. El resultado fue —al menos en gran parte— un retomo a
las posiciones de Worms. Aun en los principados donde los católicos
estaban en minoría, se prohibieron las innovaciones, se restituyó
la celebración de la Misa y se negó el derecho de residencia a los
anabaptistas y a los negadores de la Presencia real.
Hasta aquí coinciden los relatos. ¿Qué es lo que
ocurrió después? Según la explicación comúnmente hasta ahora recibida entre los
mismos protestantes, al ver el sesgo que iban tomando las cosas, varios de
los electores, partidarios de Lutero, protestaron
oralmente contra el decreto declarando que no querían tener parte en
ninguna sesión posterior de la Dieta. Algo más tarde,
cuando Jacobo Sturm y sus seguidores, animados por las promesas recibidas
del intrigador Francisco I de Francia, creyeron tener ganada la causa, los
electores redactaron un documento en el que declaraban que la Dieta no
podía, sin consentimiento de ellos, invalidar un decreto aprobado tres
años antes por unanimidad. En consecuencia, protestaban y declaraban nula la
votación de la mayoría y no podían permitir que sus súbditos se desviasen
de las normas trazadas en el edicto de Spira. Se lo prohibía su conciencia
y la responsabilidad adquirida ante Dios. Respecto a la prohibición de los
zwinglianos, no tenían dificultad en obedecer puesto que, como decía
Sturm, «podrían llegar a demostrar que su doctrina eucarística no era tan
contraria como se creía»”. «De esta protesta, comenta Bihlmeyer, los
seguidores de la nueva fe recibieron el apelativo de protestantes (en vez del nombre de vin boni = creyentes, que a sí mismos se
daban), apelativo que ha continuado designando a los adeptos de la pseudo-Reforma».
En cambio, muchos de los autores protestantes modernos
rechazan esta interpretación. «El documento (de 1529), nos vuelve a decir
Davies, protesta contra la manera en que los príncipes reformados fueron
tratados por la Dieta y en particular, porque los electores católicos
rechazaban por simple mayoría una decisión que había sido aprobada antes
por unanimidad. Pero su objeto principal era positivo: el hacer una profesión
cristiana. La palabra protestante, acuñada por este documento, se refiere
a las personas reformadas que hacen protestación de fe a las enseñanzas evangélicas... Por eso, los signatarios del documento fueron
afirmadores y proclamadores de una verdad, no meros hombres que protestaban
contra algo. T. B. Douglass afirma que la palabra protestante ha adquirido modernamente un significado del que carecía hasta finales del
XVIII. En tiempos de Lutero, dice, significaba profesar, declarar
abiertamente, y cita en confirmación varios textos de Shakespeare a su
favor. «Nos hemos hecho a la idea, resume Jenney, de que el protestante es
un individuo que se planta contra algo que no le place. Esto lo define
como a un rebelde. Es un sentido que no responde a la verdad... En latín testis quiere decir testigo y, usado como verbo, equivale a testimoniar. Además, el prefijo pro significa en favor de y no en contra
de... Por lo tanto, protestar significa en el fondo testificar,
ser testigos de algo. Hénos aquí, pues, ante una palabra noble y
constructiva: el protestante es aquél que da testimonio de sus propias
convicciones... Jesús dijo: «vosotros sereis mis testigos». Es lo que hacemos
nosotros: ser testigos de Cristo y de su poder redentor».
Comprendemos el embarazo de nuestros interlocutores y
la razón de sus excursiones por los campos de la historia y de la filología,
aunque no estemos tan seguros de las pruebas halladas a su favor. Por de
pronto, el recurso filológico nos parece un tanto pobre. Todos sabemos cuál es
el sentido primario de la palabra latina protestare. Los citados autores podrían habernos aducido su correspondiente griega: diamartyromai (raíz de la que proviene mártir) y llegarían a la misma conclusión.
Pero otra cosa distinta es la de saber, si además de ese
significado primigenio, la palabra encierra otros que, aunque secundarios
en sí, tienen el mismo valor en la literatura y en el lenguaje común. Es
algo también muy sencillo que puede aclararse con el empleo de un simple
diccionario o de un glosario latino. Asimismo, el
recurso al idioma inglés para explicamos frases que se pronunciaron en
latín, es anacrónico, ya que el idioma empleado en aquellas reuniones no
fue el de Shakespeare, sino el de Cicerón. Por lo demás, basta consultar el
erudito Oxford English Dictionary, en su volumen VI (palabra Protestant), para cerciorarse de que la literatura clásica inglesa del siglo XVI y
XVII contiene ejemplos del sentido dado por nosotros.
Pero, en casos como el nuestro, es preciso recurrir a
los adjuntos históricos en que empezó a emplearse el nombre para encontrar la
llave de la solución. Protestante fue una especie de apodo puesto por los católicos a aquellos hombres que
en la Dieta de Spira se revelaban por enésima vez contra lo determinado
por las autoridades eclesiásticas e imperiales en lo tocante a su persona
y a sus doctrinas. Es obvio que los católicos no quisieran acuñar un
nombre que redundara en alabanza de sus propios adversarios. Esto mismo se
deduce de los Anales de Raynaldo, correspondientes a 1529, donde después
de citar in extenso el decreto del rey Fernando, añade: «Contra hoc decretum die XIX Aprilis statim protestan sunt Ioannes, Elector
Saxoníae... Haec est prima origo nominis protestantium. Ita illi in
perniciem Germaniae conjurarunt cum ab ipsis auxilia contra Turcas in Panoniam
irruentes posceretur». El examen del texto de la Protesta nos conduce a
la misma conclusión. En ella los signatarios se rebelan contra la
suspensión de los derechos que les habían concedido en 1526;
igualmente disienten de las pretensiones de los príncipes católicos; por
eso, añaden, «nuestras urgentes necesidades nos impelen a protestar
abiertamente contra vuestra resolución y a declararla nula y vacía en cuanto se
refiere a nosotros y a nuestro pueblo... Es lo que al presente hacemos con
estas palabras: protestamos ante vosotros y todos los demás que
nosotros ni sabemos, ni podemos, ni queremos concurrir a dicha resolución, sino
que la declaramos nula, etc.»
Creemos que difícilmente puede negarse a estas
expresiones el tono de una firme y solemne protesta, en el sentido que hoy
damos a esta palabra. Para abundancia de razones, podríamos añadir que en aquella
ocasión, los luteranos de Spira no se contentaron con protestas verbales,
sino que viniendo a los hechos, se confederaron inmediatamente contra el
emperador y contra la Iglesia. La decisión asustó a los mismos jefes de la
Reforma. Melanchton confesaba que la noticia le había aterrado y que los
tormentos le daban ganas de que terminase pronto su vida. Lutero la juzgó
de verdadera locura, pues juzgaba que podían ganar mucho más de la
situación fluida e indecisa que hasta entonces reinaba. Y, sobre todo, la
unión de sus seguidores con los zwinglianos, «tan opuestos a Dios y a la
Eucaristía como los peores enemigos del Señor y de su palabra», le pareció
un despropósito y lo atribuyó al inquieto elector de Hesse de cuyas
imprudencias temía cualquier cosa aun para la misma Reforma.
Era uno de los primeros ejemplos en que los reformados, aun difiriendo
entre sí en puntos cardinales de doctrina, se unificaban y hacían causa común
al tratar de oponerse contra el Catolicismo. La historia los ha calificado
de esta manera. «Mirado en globo el protestantismo, escribe Balmes, sólo
se descubre en él un informe conjunto de innumerables sectas, todas
discordes entre sí y acordes en un solo punto: en protestar contra la
autoridad de la Iglesia». «La unidad protestante, leemos
en Ferm, brota de su oposición al Catolicismo romano». «Al surgir nuevas
formas protestantes, opuestas doctrinalmente entre sí, leemos en otra de
sus publicaciones, conservan todavía un punto de vista común: el de
su oposición unánime al Papado». «La subsiguiente extensión del nombre
protestante, concluiremos con Gerhard Ritter, de la universidad alemana de
Freiburg, ha quedado justificada en el sentido de que la protesta oficial
ha llegado a ser el único punto común de las multifarias instituciones y
de las manifestaciones culturales de las iglesias surgidas de la Reforma. La
oposición —hecha en nombre de la responsabilidad ante Dios— lo abarca
todo: a la Iglesia católica misma asi como a su pensamiento literario,
artístico, científico y cultural».
La palabra Reforma, aplicada al movimiento protestante, se remonta hasta el siglo XVI. A los
comienzos, como ya dijimos, designaba a las comunidades calvinistas, tanto a
las continentales como a las que fueron brotando en las Islas Británicas. A
partir de 1550 se habló y se escribió sobre las iglesias reformadas, reservando
a sus creadores el título de reformadores. Teodoro Beza escribió una Historia
Eclesiástica de las iglesias reformadas en el reino de Francia, Ginebra, 1580. Con todo, el vocablo —sin ningún aditamento— quedó limitado
durante algún tiempo a escritores heterodoxos. Los católicos prefirieron,
al menos como regla general, llamarlos novadores o anteponer a la
palabra una poco laudatoria expresión: sic dicti reformatores, se
dicentes reformatores, etc. La consagración definitiva e histórica del
término se debe al historiador luterano Leopoldo von Ranke, quien
contrapuso los conceptos de Reforma y Contrarreforma en su
célebre obra: Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation. Desde
entonces ha recibido carta de ciudadanía en la literatura universal. Es
verdad que no pocos católicos se han rebelado contra su empleo. Sin
embargo, en la elección de sustitutivos, no les ha acompañado hasta ahora la
suerte. La expresión de rebeldía protestante parece echar en olvido
—al menos eso es lo que nos objetan— los elementos profundamente
religiosos de aquel acontecimiento. El término mismo de pseudo-reforma
—empleado después de von Pastor por no pocos historiadores— ha hallado
escaso eco en el mundo intelectual. El resultado de todo esto es que hoy
día las publicaciones de todo género al igual que la prensa mundial,
continúan empleando la palabra Reforma (a veces con la adición del
adjetivo protestante, otras veces sin él) para referirse a la
revuelta religiosa plasmada por Lutero y sus contemporáneos. Se ha
preguntado, y no sin razón, si estamos todavía a tiempo para retirar del
mercado literario esta expresión. Nuestra modesta opinión es que —lo mismo
que dijimos al tratarse de la palabra protestante— es ya tarde
para ello, no por ser la más apropiada, sino por
haber sido consagrada por el uso ese tirano «quem penes arbitrium».
El problema cambia cuando descendemos al análisis del
concepto mismo de la Reforma. No hay por qué insistir en la filología de las palabras latinas reformare y reformatio que significan devolver a un objeto su forma primitiva. En
el sentido moral han servido para indicar la corrección de costumbres
corrompidas. Su uso eclesiástico queda definido por la historia. En la Edad
Media, «reformar quería decir: formar de nuevo una cosa (una institución) ya
existente pero deformada; en otras palabras, devolver a su forma primitiva
—que por hipótesis era excelente y vigorosa— a una institución debilitada
por el tiempo, minada y corrompida por los abusos». Se aplicaba tanto a la
restauración de las Órdenes religiosas —indicadoras del fervor del pueblo
cristiano— como a la de toda la Iglesia. De esta última se habían ocupado
—sobre todo a lo largo del siglo XV— muchas personas celosas y santas que
trabajaron para conseguir la restauración (no la ruina) de la Cristiandad
«en la Cabeza y en los miembros». Aquellos conatos se verían más tarde
coronados por la celebración del Concilio de Trento, que ha quedado en la
historia como el modelo de todos ellos. «La Iglesia, escribe Congar, se ha
mostrado siempre activa por lo que respecta a la reforma de sí misma... El
hecho ha impresionado a todos los historiadores del Papado, tanto a
católicos como a protestantes. A veces han sido las Órdenes religiosas las que
corrigen sus propias debilidades o se vuelven a moldear según sus primeros
estatutos —y esto con tal ímpetu que su influjo llega a influir a toda la
Cristiandad. Otras, son los Papas quienes emprenden una reforma general
de los abusos o de un estado de cosas gravemente deficiente, por ejemplo,
en tiempos de Gregorio VII y de Inocencio III. A veces es un fermento
evangélico más universal que, trabajando en las almas, da lugar a la aparición
de las grandes Ordenes religiosas, como la de Santo Domingo y la de San
Francisco de Asís. Tal es, finalmente, la empresa encomendada a los grandes
concilios de la Iglesia: desde aquellos sínodos romanos anuales que fueron instrumento
de la reforma gregoriana hasta los concilios generales que, empezando por
el de Letrán (1215), constituirían durante siglos los grandes medios de
reforma religiosa en la cabeza y en los miembros»
¿Entra el protestantismo en la categoría de reforma religiosa en el sentido
clásico de la palabra? Los historiadores católicos dan unánimemente
respuesta negativa a la cuestión, y no por prejuicios sistemáticos, sino
porque ni las intenciones ni los resultados de aquel cataclismo religioso
corresponden a la noción de una auténtica reforma. Estos autores son los
primeros —lo veremos dentro de poco— en pintarnos con rasgos más que
sombríos los abusos, los pecados y la deplorable situación moral e intelectual
de la Iglesia en muchas de sus autoridades jerárquicas y en sus miembros.
Pero esos mismos historiadores nos recordarán otro aspecto —demasiado
relegado al olvido— a saber que los fundadores del protestantismo no aspiraban
a la extirpación de aquellos males que aquejaban al pueblo cristiano, sino
a algo más profundo: a la innovación radical de lo que debe considerarse
como la esencia misma del Cristianismo histórico. Como observa
atinadamente Villoslada, los protestantes se aprovecharon de aquel clamor
universal en favor de la reforma para fines muy distintos de aquéllos que se
buscaban con tal expresión.
Lutero fue tal vez el que, en este punto, se expresó
con mayor claridad. Otros, antes que él, habían buscado reformar las costumbres,
pero sin éxito. Por eso, los esfuerzos hechos en esta dirección por Huss,
Wycleff y el mismo Erasmo, apenas merecían su entusiasmo. «Alguno me dirá, escribía antes del episodio de
las indulgencias, mirad esos crímenes, esos escándalos de fornicación,
esas borracheras, la pasión del juego, todos esos vicios del clero. Son grandes
crímenes, lo admito. Hay que denunciarlos y remediarlos. Pero los vicios a
que vosotros os referís están visibles todos; son materiales y excitan
vuestra cólera. Pero hay un mal, una peste incomparablemente peor y más
cruel: el silencio organizado de la Palabra de Dios y su alteración. De
esto nadie habla, nadie lo advierte, no suscita la rebelión ni el terror
de ninguno. Y, sin embargo, el único pecado posible de un sacerdote como
tal es el pecado contra la palabra de la Verdad» La Palabra, la Verdad, eran conceptos que en su
mente suponían la corrupción doctrinal total en la Iglesia y la reforma que
en ella (empezando por la doctrina del Papado y de los sacramentos)
pensaba él llevar a cabo. La parte moral ocupaba en su programa lugar muy
secundario. Admitía sin dificultad que en esto sus seguidores eran todo
menos modelos de perfección. El miraba a otra cosa: «Distingamos entre la
doctrina y la vida. Esta es mala entre nosotros como lo es entre los
papistas. No discutamos, pues, de esto con ellos. Mi lucha se concentra
en la palabra, en la doctrina que profesan». Por lo mismo hay que
desechar la fábula del supuesto escándalo sufrido por Lutero en su visita
a la Roma de los Papas del Renacimiento: «Yo, dirá más tarde, no me
ocuparía del Papa si su doctrina fuera recta; su conducta desarreglada no
me hubiera hecho mal alguno». Se entiende, por lo tanto, la crítica que le
dirigió su antiguo maestro Bartolomé Amoldi, al decir: «Si (Lutero y los
reformadores) hubiesen querido reformar los abusos reales, yo me hubiera
ido con ellos. Pero lo que han querido cambiar es la oración y la doctrina
de la Iglesia»
El ex-agustino, convertido ya en verdadero revolucionario (Congar), nos ha
dicho de mil formas cuál era el objetivo de sus intentos. Ya en el Manifiesto
a la Nobleza Alemana (1520) pedía el asalto a las tres murallas sobre las que se emboscaba el romanismo, a saber, la eliminación del
orden sacerdotal, la independencia en la interpretación de la Biblia, y el
poder exclusivo de convocar el Concilio. En escritos posteriores acusó a la
Iglesia de haber «pervertido el culto y de haber inventado nuevos sacramentos».
El Papado vino a convertirse en su opinión en la más grande de las
usurpaciones de la historia: «Papatus est robusta venatio Romani Episcopi».
Estas ideas fijas le siguieron durante toda su vida; por eso, nunca cesó
de luchar por la abolición del estado religioso; la eliminación del
derecho canónico y la teología católica; la supresión de la doctrina del
mérito y de las indulgencias; la transformación de la Misa; y la
destrucción de la estructura jerárquica, empezando por el mismo Papado.
Las directivas que dió a Melanchton cuando éste le representó en la Dieta
de Augsburgo, contenían la lista de siempre: la obtención de la comunión
bajo ambas especies, y la eliminación de los votos religiosos; de la Misa como
sacrificio y de las abstinencias y penitencias impuestas a los fieles. Allí no
se mencionaba más que un abuso: el del poder, con el significado
que éste tenía en sus labios.
Lo dicho se aplica en modo semejante a los demás
iniciadores de la Reforma. No hablemos de Enrique VIII y de sus colaboradores
en quienes se veían demasiado patentes los motivos de su separación de la
Iglesia Madre. Pero en los mismos suizos y franceses, la reforma de
costumbres jugaba un papel secundario. «Si Zwinglio se separa de Roma,
escribe Cristiani, no es para llegar a una reforma de costumbres de las
que su vida privada ofrece muy escasas pruebas, sino para lo que él
denomina «seguir la voz de la conciencia», para restaurar la fe en
nombre de las Sagradas Escrituras, para eliminar las superfetaciones
abusivas con las que la fe había quedado cubierta desde que el favor de Constantino
la había convertido en potencia mundana». Calvino fue más cauto en su
manera de proceder. En más de una ocasión fustigó con frase cortante los vicios de la Iglesia. No cesó tampoco de
advertir a sus lectores y oyentes que su obra religiosa era positiva. Uno
de sus objetivos consistía en «retirarse de la sujeción y de la tiranía papal
con el fin de ordenar de una manera mejor la Iglesia». A los que le
criticaban de introducir novedades, replicaba que no había tal; lo único
que él buscaba era «restituir la profesión cristiana a toda su pureza, limpiándola
de toda inmundicia»; volver a san Pablo y a la desnuda verdad del
Evangelio. Esto nada tenía de nuevo sino «para quienes el mismo Cristo y
su palabra son desconocidos». En Farel, en los
reformadores franceses o en los señores escandinavos que plantaron
el luteranismo en sus dominios, el aspecto reformista —en sentido moral—
jugaba igualmente un papel muy limitado.
Esto lo va reconociendo cada vez más la historia. Para
Lutero y Calvino, admite Congar, «no se trataba de corregir a la Iglesia-pueblo
(a la comunidad cristiana) según el modelo de la Iglesia-institución, sino de
corregir la institución misma. La acción reformadora pasaba del plan de la vida de la Iglesia, al de su misma
estructura». Ya a fines del siglo XVII el calvinista Basnage afirmaba que
las tres causas por las que se había hecho la Reforma eran; «la necesidad
de cambiar la fe de la Iglesia, corregir su culto y derrumbar la autoridad
del Papado». Evidentemente, la excusa de querer volver al Cristianismo
primitivo era una pretensión demasiado manoseada por los herejes de
todos los tiempos. Marción, uno de los primeros rebeldes de la antigüedad
cristiana, recurría ya en el siglo III a la misma treta. Y las infinitas
sectas desgajadas del protestantismo continúan en nuestros tiempos
haciendo otro tanto «Las palabras reforma, iglesia primitiva, escribe
Lucien Fébvre, no eran sino fórmulas cómodas para disimular a sus propios ojos
la audacia de sus secretos deseos. Lo que ellos buscaban en realidad,
no era una restauración, sino una total innovación.
La Iglesia que ha dado, a lo largo de su secular
existencia, cabida a numerosas reformas que afectaban las costumbres de sus
miembros o de sus jerarquías, se mostró desde los comienzos en extremo
severa frente a las pretensiones de los protestantes. Indudablemente la
habían atacado en algo en que ella no podía ceder porque supondría una
infidelidad continuada al mensaje y a la
comisión recibidas de su divino Fundador.
Al final del capítulo analizaremos las razones en que
se ha basado su conducta. Ahora nos toca examinar las causas
histórico-doctrinales que dieron ocasión a que estallara el incendio, para
pasar después al estudio de los caudillos que dirigieron el movimiento.
Cristiani reduce a tres las principales causas de la
reforma luterana: 1) a la decadencia de Roma, paralela al advenimiento de la monarquía absoluta, adversaria de los
privilegios de la Sede Apostólica; 2) al desarrollo de la mística agustiniana que, al crecer al mismo tiempo que la sociedad contemporánea
paganizante, abocará en «la mística barata de la salvación por la sola
fe»; y 3) a la decadencia de la teología
eclesiástica, contemporánea a un resurgir bíblico, que servirá
a Lutero para recurrir —en confirmación de sus doctrinas— a las páginas
del Sagrado Libro. «Las causas políticas, económicas, religiosas, morales o
sociales, todas convergen en los tres puntos indicados».
La mayoría de los autores se conforma —con variantes de poca monta— al
esquema. Es el que, al menos en sus líneas generales, adoptamos en nuestra
obra.
LUCES Y SOMBRAS EN LA EUROPA RELIGIOSA
Se impone primeramente una mirada serena a la
situación religiosa de Europa —y particularmente de Alemania— en vísperas de la
aparición del protestantismo La cuestión ha quedado analizada desde todos
los puntos de vista por los expertos. En la tarea se han distinguido
también algunos de nuestros mejores historiadores católicos, quienes, sin miedo
a desagradables sorpresas, se han lanzado al trabajo paciente de consultar
archivos y desempolvar documentos con el fin de conocer —dentro de
nuestras limitaciones— la situación real.
El cuadro resultante no es ciertamente halagador para
quien tiene amor a la Iglesia y sabe que su Fundador la quiso limpia y sin arruga. Muchos de
sus miembros —sin excluir aquéllos a quienes El había escogido para
dirigirla— se mostraron indignos de su vocación o habían contribuido con
sus vicios y con su mala conducta a deshonrarla. Y no es necesario para esto
recurrir a las interminables listas de pecados o a las descripciones de
un realismo de gusto dudoso que nos han trasmitido tanto los humanistas
como los mismos reformadores. Las conclusiones de los católicos coinciden,
en sus rasgos fundamentales, en la misma apreciación. «La Iglesia, al
finalizar la Edad Media, nos dice Algermissen, no era ciertamente un reino
florido de Dios. Si la opinión de los primeros protestantes que nos la
presentaban como una ininterrumpida noche sin apenas un resquicio de claridad
es históricamente inadmisible... queda, sin embargo, fuera de toda duda
que los abusos eclesiásticos de la época se habían propagado de modo espantoso».
«Los males, añade von Pastor, eran gravísimos. Casi en todas partes reinaban
graves desórdenes en la vida eclesiástica. La autoridad pontificia había
experimentado una fuerte sacudida. Bajo muchos puntos de vista las cosas
habían ido tan lejos, que bastaba una chispa para que aquella abundante
materia incendiaria tomase fuego y devorase junto lo bueno con lo malo».
Sin embargo, aun después de contemplar las negruras
que afean el cuadro, el atento observador debe ponerse a reflexionar antes de
sacar sus consecuencias. «Es un hecho histórico probado, continúa
Algermissen, que tales abusos no eran generales y que a ellos contraponían
muchos el ejemplo de una vida eclesiástica auténtica y sincera que se
manifestaba en iglesias suntuosas, en numerosas fundaciones caritativas, en el
cuidado intenso de pobres, enfermos y huérfanos, en el aumento de fieles
que se acercaban a los sacramentos, en instituciones de soda-licios religiosos
y en una oración cada vez más intensa. El siglo XV tiene sus
santos, pintados por Fra Angélico en sus inmortales lienzos o descritos
por Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo; obispos, sacerdotes y religiosos ejemplares que trabajaban por las almas y por
la auténtica reforma religiosa. Lutero mismo abandonará más tarde su
monasterio, no por estar disgustado de los desórdenes morales, sino más
bien por la razón contraria: porque creía ver en aquella ascética claustral la
práctica de la justicia y de la santificación por el esfuerzo humano en
contraste con el valor de la gracia». Hasta el
contemporáneo Jacobo Wimpheling, uno de los más duros fustigadores de los
vicios de su tiempo, nos lo confiesa con estas palabras: «Yo conozco, Dios
me es testigo de ello, en las seis diócesis del Rhin, muchos, más aún,
innumerables pastores del clero secular provistos de amplia cultura, sobre
todo en lo tocante a la salud de las almas y de una intachable moralidad.
Conozco también, aun en los capítulos catedralicios y en colegiatas, prelados,
canónigos y vicarios que llevan la misma vida. Lo repito: son muchas las
personas de fama íntegra, llenas de piedad, de liberalidad y de
modestia en el cuidado de los pobres». «La opinión, concluyen
Bihlmeyer-Tuechle, muy difundida en el pasado entre los protestantes de
que el clero y las instituciones eclesiásticas de la época estaban
totalmente corrompidas y maduras para disolución, se ha probado insostenible a
la luz de los nuevos estudios históricos. El pueblo, en sus sectores no
influidos por la herejía y el humanismo radical, vivía aferrado a su fe y
a su culto, a los sacramentos y a las fiestas, a las consagraciones y
bendiciones, correspondiendo siempre con fruto a la continua cura pastoral
que de él se tema. La fe católica permanecía siempre en el alma de la vida
popular. Su existencia cotidiana estaba sumergida en el complejo de las
costumbres religiosas»
Tengamos también en cuenta estos detalles
complementarios. Las bases doctrinales de la Iglesia permanecían sólidas y los
principios del dogma intangibles. «Es significativo, escribe Daniel Rops, que
durante toda la época renacentista y hasta la aparición misma de Lutero no
aflore ninguna herejía. Aun Italia, donde no todo era edificante ni mucho
menos, fue una de las partes del mundo en que el protestantismo halló más
dificultad de infiltración. De todos los Papas cuya conducta se puede
discutir, no hay uno solo cuyas bulas sean dogmáticamente discutibles. El
mismo León X, el Pontífice que parecía encarnar aquella época en lo que
menos tema de cristianismo, mostró en el Concilio de Letrán una extraordinaria
energía al condenar tesis relativas a la inmortalidad del alma, introducidas
por algunos de sus amigos humanistas». Además no es lo mismo
—menos entonces que ahora— amontonar en las páginas de un libro los
detalles sombríos recogidos de regiones geográficamente apartadas, que
afirmar que los individuos de aquella época vivieron bajo la impresión
aplastante que en nosotros causa su acumulación. Dadas las dificultades de
comunicación de la época, los individuos llevaban una existencia bastante
aislada, y no es probable que entre los límites de un pequeño territorio
se acumularan todos los graves síntomas de corrupción que en conjunto se
atribuyen a aquella sociedad. No estará tampoco de sobra recordar que, a cuatro
siglos de distancia, nuestra perspectiva es muy distinta de la de los
hombres que vivían inmersos en aquel ambiente. ¿Experimentaban ellos
el mismo horror o parecido escándalo al sentido por nosotros? Uno se
permite racionalmente ponerlo en duda.
Todo lo cual no resta gravedad a aquella situación.
Los historiadores, con el objeto de proceder con orden, distinguen entre las
causas que dieron pie a la misma insurrección protestante y aquéllas que
más contribuyeron a su rápida difusión. Entre unas y otras colocan la acción
personal de los reformadores que, al fin y al cabo, fueron quienes
iniciaron el movimiento. Es evidente que esta especie de vivisección que
hacemos de los hechos históricos, tiene bastante de artificial. En
realidad las causas externas, las pasiones humanas y los acontecimientos
de orden religioso y político se entremezclaron sin permitir a los
contemporáneos una visión tranquila y serena de sus mutuas interferencias.
Pero tales divisiones son una exigencia de la claridad de exposición.
DECADENCIA DEL PAPADO
En la Iglesia donde, por voluntad de Cristo, el Sumo
Pontífice ocupa lugar tan prominente, los vaivenes humanos del Pontificado
están llamados a ejercer grandísimo influjo sobre la vida de sus miembros.
Por eso también cualquier decadencia suya habrá de repercutir en la vida
de toda la Cristiandad. El nuncio Campeggio, enviado de la Santa Sede a
Alemania para componer el litigio luterano, atribuía las desgracias de los
tiempos principalmente a la disminución de la autoridad y del prestigio
pontificios. «Es evidente, comenta un historiador
moderno, que si el Romano Pontífice hubiese tenido en los siglos XV-XVI la
autoridad de que gozaba en el siglo XIII, ni Lutero se hubiera atrevido a
rebelarse con tanta violencia contra Roma, ni hubiera recibido la misma
ayuda de los príncipes y de otros seguidores, sobre todo después de su solemne
condenación por León X. Pero, por desgracia, su autoridad había decrecido;
más aún, era objeto de escarnio por parte de muchos de sus contemporáneos»
El mal traía sus orígenes de muy atrás. La cautividad pontificia de Avignon
(1305-1377) había constituido un rudo golpe para el prestigio papal,
contribuyendo a que se eclipsara a los ojos del pueblo su oficio de pastor
universal de las almas. Durante setenta años la Iglesia había estado regida por
Papas franceses, por una curia cardenalicia de la misma nación, por
oficiales y dignatarios que eran muchas veces instrumentos de la política del
rey. Varios países, empezando por Inglaterra, trataron de independizarse de
unos Papas a quienes creían subordinados a los caprichos y ambiciones de
una corte enemiga de la nación. En Italia el disgusto fue cundiendo
(aunque no siempre por razones espirituales) como lo demostraban
los escritos antipapales de Petrarca y de sus contemporáneos.
El cisma de Occidente sólo sirvió para ahondar el mal. El espectáculo de una cristiandad dividida en
dos o tres obediencias a otros tantos personajes que se llamaban sucesores
a la Cátedra de San Pedro —con santos y santas que abogaban por los distintos
candidatos— fue de los más tristes de la historia. Tiene razón von Pastor
al afirmar que aquel cisma «preparó con su acción fatal y duradera la gran
apostasia del siglo XVI». La confusión creada en los fieles
fue indescriptible. Pero, además, la conducta de aquellos Papas no ayudaba
a aclarar el horizonte. Con objeto de amplificar o conservar el territorio
de su obediencia, los Pontífices hubieron de conceder a los príncipes
poderes e intromisiones aun en el campo eclesiásticos. La necesidad de
tener a mano los recursos económicos indispensables, les obligó a imponer
a los fieles cargas fiscales que se les hicieron odiosas y que más de una
vez eran totalmente injustas. Pero el cisma trajo consigo algo peor: la
aparición de las teorías conciliaristas y el eclipse momentáneo de
la doctrina del Primado. Los brotes de rebelión aparecieron por todas
partes. El Defensor Pacis de Marsilio de Padua señaló el comienzo
de una ofensiva para despojar al pontificado de su suprema potestad y
subordinarla al rey y al concilio. Enrique de Langestein y otros veían en
la magna reunión el único modo de devolver la paz a la Iglesia. En Francia,
Gerson, después de fustigar los vicios de la corte pontificia, pedia que
se declarara al Concilio como autoridad suprema para dirimir todos los
litigios. Otros, como el General de los Franciscanos, Miguel de Cesena,
para defenderse de los adversarios, se contentaban con repetir que:
«todo Papa puede errar en materias de fe y de moral; pero la Iglesia en su
conjunto no errará jamás»
Es verdad que estas teorías sólo triunfaron en parte.
Dios velaba por su Iglesia. El Concilio de Constanza (1414-1418) no obstante
los esfuerzos sobrehumanos de algunas facciones, sobre todo de la
francesa, no contempló el triunfo total de la doctrina conciliarista y de
los que la defendian. La reunión de Basilea (1431-37) en vez de conseguir
el triunfo del conciliarismo, vino a resolverse en cisma y en la base
dogmática de lo que después se llamaría galicanismo. Por el concordato de Viena (1448) se pacificaron los ánimos y se afirmó,
al menos externamente, la jurisdicción pontificia.
El gran interrogante estaba en saber si el
pontificado, a su vuelta a Roma, se mostraría a la altura de sus funciones y
capaz de resolver la terrible crisis de conciencia que las complicaciones
anteriores habían creado. La historia nos dice, que, desgraciadamente, no
fué así. Los llamados Papas del Renacimiento agravaron con su conducta y su modo de proceder la situación. Las
corrientes humanistas
«Ninguna maravilla, comenta con tristeza el
historiador de los Papas, que, al otro lado de los Alpes, la oposición al
pontificado ganase fuerza; que resonase cada vez más el grito de la reforma en la cabeza v en los miembros; y que muchos
millares dieran fe a las mayores acusaciones e imputaciones que Lutero,
Hutten y otros empedernidos adversarios del Papado difundían en Alemania»). Por
la misma razón perdieron una buena parte de su eficacia los principales
instrumentos que el pontificado tenía en sus manos para cortar la rebelión : las censuras eclesiásticas y las excomuniones.
El nepotismo, la simonía y la
venalidad hicieron su aparición en escalas desconocidas hasta entonces. Las
predicaciones apocalípticas de Savonarola contenían en el fondo, aunque no en
la forma, su gran base de verdad. Los levantamientos de Wycleff en
Inglaterra, de Huss, de los Fraticelli y de los Espirituales eran síntomas de que las cosas iban tomando sesgo casi desesperante. «El
gobierno pontificio desde Sixto IX a León X, escriben Bihlmeyer-Tuechle,
representó desde el punto de vista religioso-eclesiástico la época menos
feliz del Papado después de los tiempos del siglo oscuro. El
contraste entre la persona y la dignidad de que estaban revestidos, entre
el ideal de su altísimo cargo y la manera concreta de actualizarlo, resaltaron
allí de una manera radical. Es verdad que varios de ellos merecieron bien
de la historia como mecenas del mejor arte renacentista, pero esto no nos
puede hacer olvidar que casi todos ellos olvidaron su deber más excelso,
el del cuidado religioso de la Iglesia y el de la promoción de una
verdadera y enérgica reforma... La penetración del espíritu mundano en el
oficio mismo de Pastor supremo muestra hasta dónde había disminuido el espíritu
de Cristo en su Iglesia»
CRISIS EN LA TEOLOGIA
Afectó no a la masa popular, sino a los iniciadores de
la Reforma o a aquellos círculos de intelectuales que, a veces sin abrazar
ellos mismos el protestantismo, los animaron a seguir por aquel camino.
Las desviaciones teológicas fueron asimismo causa de que los errores prendieran
con tanta facilidad en los medios eclesiásticos y religiosos de la época.
La teología católica había alcanzado su apogeo en el
siglo XIII con las grandes lumbreras del cristiano saber que se llamaron Alejandro
de Hales, San Alberto el Grande, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura.
En sus obras adquirió el dogma católico aquella claridad, mesura y
proporción que la distinguen de cualquier otro período. La síntesis de la
Escritura, del pensamiento patrístico y de la teología medieval, parecían fundirse en armónica hermandad. Pero aquella
preminencia no fue de larga duración, y a lo largo del siglo siguiente
aparecieron los síntomas claros de una inminente decadencia. La
multiplicación de escuelas teológicas, del prurito de la dialéctica, de la
frase aguda, del análisis del detalle a costa del olvido de los grandes
problemas dogmáticos, cristológicos y eclesiológicos, así como las luchas
cada día más abiertas entre los partidarios de la tendencia antigua (realistas)
y de la nueva (nominalistas) eran indicios claros de aquel decaimiento. El
daño que tal estado de cosas causaba a la Iglesia empezó a preocupar a
los mejores pensadores contemporáneos. Gerson. canciller durante casi
cuarenta años de la universidad de París, pedía se pusiera remedio a la
situación por las siguientes razones: primera, la discusión de doctrinas
inútiles o carentes de solidez llevaba consigo el abandono del estudio de
los dogmas necesarios a la salvación; segunda, el interés mostrado por los
teólogos en tales discusiones daba la impresión de que allí, y no en la Biblia
o en los Padres de la Iglesia, se encontraba la cantera de la verdad; y
tercera, las nuevas tendencias contribuían a que las demás facultades
universitarias despreciaran y ridiculizaran a los teólogos llamándolos fantásticos y acusándolos de
ignorar hasta los rudimentos de la verdad, de la moral y de la ciencia.
El mal se reflejaba principalmente en dos aspectos: en
la negación o en la duda de dogmas admitidos hasta entonces unánimemente por la
Cristiandad y en la adopción de principios filosóficos y teológicos que,
llevados a sus últimas consecuencias, podían acarrear la ruina a las enseñanzas
de la Iglesia. El historiador de la teología protestante, Reinhold
Seeberg, ha querido probar que los teólogos de los siglos XIV y XV
escondían en germen la mayoría de los principios adoptados más tarde por
la Reforma. Aunque el intento nos parece demasiado audaz, la
tesis contiene su fondo de verdad. Hemos mencionado ya las posiciones
heterodoxas que, sobre todo en materia de Papado, mantuvieron Marsilio de
Padua y otros. Más extensos fueron los errores de dos eminentes personajes
de la época, Guillermo Ockam, franciscano, y Gregorio de Rímini, agustino.
Al primero se le considera como el corifeo del nominalismo. En materias
teológicas, Ockam se enfrentó con las doctrinas enseñadas por la Iglesia; atacó
a la jerarquía poniendo a la Biblia como regla suprema de fe; expresó sus
dudas sobre la transubstanciación; negó la distinción real entre persona y
naturaleza, comprometiendo así el dogma trinitario y el cristológico; habló de
la incompatibilidad de la ciencia y de la revelación; ensalzó la libertad
e independencia divinas hasta el punto de atribuir de modo exclusivo a
su querer la bondad o la malicia de las acciones humanas; y redujo el
perdón de los pecados a la mera no-imputación de los mismos por parte de
Dios. Gregorio de Rímini, General de los Agustinos,
quiso superar el escollo racionalista de Ockam combinando la doctrina
agustiniana de la gracia y del pecado con los postulados del nominalismo.
Pero el intento resultó vano y nuestro teólogo cayó en los escollos opuestos.
Defendió que el pecado original —trasmitido directamente por medio
del acto generativo, que es puramente pecaminoso— es una realidad
inherente al alma («realitas animae») y puede identificarse con la
concupiscencia («est ipsa concupiscencia»). Ambos
autores ejercieron indudable influjo en el joven Lutero. A Ockam le
llamaba mi querido maestro; y las enseñanzas de Gregorio de Rímini, como cabeza de la Orden a la que
pertenecía, debieron pesar mucho en su formación. Cree Seeberg que el
nominalismo, representado principalmente por estos teólogos, debe contarse
«entre las fuerzas que prepararon la Reforma». Es el motivo por el que él
se inclina a perdonarles algunos de sus defectos personales, en compensación
del gran servicio que ambos hicieron a la teología protestante.
Tanto Huss como Wycleff pertenecían al campo
heterodoxo. Es natural por consiguiente, que sus doctrinas contribuyeran más
directamente a la aparición del protestantismo. Una mera lista de ellas, tal
como quedaron condenadas en el Concilio de Constanza, bastaría para probarlo. Wycleff, partiendo de la idea de una
Iglesia invisible —«la congregación de todos los predestinados»— admitió
para ella sólo una cabeza, Cristo, llegando a dudar si los Sumos
Pontífices pueden contarse siquiera entre sus miembros. Fue también el
primero en asignar a la Iglesia un carácter puramente nacional según los territorios
en que quedara instalada. Al Papa falible opuso la autoridad infalible de la Biblia. Luchó por la eliminación de los
dos sacramentos que, según él constituyen la ruina de la Iglesia, a
saber, la Penitencia y la Eucaristía. Esta actitud le convirtió también en
acérrimo adversario de la doctrina de las indulgencias. Historiadores como
Loserth y Workman han probado la estrecha dependencia de Huss a su maestro
Wycleff, corroborando así la rectitud del Concilio de Constanza al
proponer las 39 preguntas que había que dirigir a los husitas antes de ser
admitidos en la Iglesia. Los protestantes le acusan todavía de no haber sido
lo bastante radical en la cuestión de la invocación de los santos; en
haber admitido —al menos hasta cierto punto— el valor de las obras humanas
y en no haber tenido ánimo para rechazar la doctrina de la
transubstanciación. Lutero sentía también un gran respeto hacia él y no
dudaba de que el Espíritu Santo había trabajado muy profundamente en su
alma».
Además de estos errores que prepararon a las
inmediatas la dogmática protestante, la teología de aquella época trajo consigo
otros resultados perjudiciales. El desprestigio de la escolástica era una
enfermedad muy extendida. Aquel prurito de sus teólogos por las cuestiones
sutiles y por las discusiones domésticas condujo a muchos a despreciar en
globo sus conclusiones prescindiendo de sí se trataba de los mismos dogmas
fundamentales de nuestra religión. Participan en este desprecio tanto los
humanistas como los reformados. Lutero descubría su posición escribiendo a
Staupitz en 1518: «Si les fue permitido a Escoto, a Gabriel (Biel) y a otros
disentir de santo Tomás, y a los tomistas se les permite disentir de todo el
mundo o si entre los escolásticos hay tantas sentencias como cabezas —o
como cabellos en cada cabeza— no veo por qué a mí no se me deja hacer con
ellos lo mismo que ellos hacen con sus propios adversarios». Principios
como éstos aplicados a tratados que, como el de Ecclesia, no habían recibido la sistemática atención que recibirían después del Concilio
Tridentino, podían dar lugar a infinidad de confusiones y a que los
teólogos se lanzasen a defender tesis audacísimas. «Scholastica theologia nihil
aliud est quam opinio», afirmará rotundamente Lutero con una seguridad que
hoy día nos causa estupor. Tan bajo habían descendido para muchos de
aquellos hombres las doctrinas del Cristianismo a través de la decadencia
de la teología tradicional.
Pero, paralelamente al abandono de las doctrinas
tradicionales, había hecho en la Iglesia acto de presencia algo que todavía era
peor: una nueva actitud de la mente humana frente a las verdades
reveladas. El nominalismo había empezado por romper la concordia armoniosa
que hasta entonces existía entre la filosofía y la revelación. Como
consecuencia entró por primera vez en el campo teológico —al menos por
la puerta grande— un exagerado subjetivismo. Las cosas, las doctrinas, no
se juzgaban por lo que son en sí —ya que su valor objetivo es inexistente—
sino por lo que representaban al sujeto. De este modo la tradición, los Padres
y los teólogos de la Iglesia, perdieron su auténtico valor para quedar
sustituidos por la experiencia personal. Seeberg se gloría de que aquella
especie de liga que se había formado entre el Evangelio y el pensamiento
especulativo a partir de la época de Orígenes para verse sublimada por la
Escolástica del siglo XIII, quedara reducida a la nada en manos del Nominalismo
de la época posterior. A lo que se llamaba con desprecio la fuerza muerta de la tradición, sustituyeron los reformadores la Biblia como regla suprema y única de fe, pero
subordinándola —aunque fuera bajo capa de inspiración de lo Alto— a la
opinión personal del lector tanto en lo que se refería al número de
los libros que debían incluirse en el Canon de las Escrituras, como en lo
relativo a la interpretación de cada uno de los pasajes. El prototipo de
esta exégesis sería el mismo Lutero, y su ejemplo serviría de norma a sus
discípulos. Se ha dicho que no hay protestantismo como tal, sino un
hormiguero de protestantes que piensan y actúan según los dictámenes de su
conciencia. La frase, discutible bajo más de un aspecto, corresponde a la
verdad en cuanto que cada individuo protestante se erige a sí mismo —en
virtud del principio subjetivo indicado— en su propio Pontífice y en su
propia Biblia» .
EL MISTICISMO DE LUTERO
El término es desafortunado y tiene poco de común con
lo que en el lenguaje de la Iglesia se ha entendido por la expresión.
Consiguientemente todo intento de paralelismo con las experiencias
sobrenaturales y unitivas de nuestros grandes santos místicos, resulta
superfluo. Son dos mundos distintos, dos ideales opuestos, fundados el uno en
la perfecta sumisión del alma a Dios y a los instrumentos puestos a su
alcance para llegarse a El, y el otro en el rechazo positivo de estos
intermediarios considerados como perjudiciales para el fin. Si en algo
coinciden es en el deseo de llegar a la cima y poseer —en cuanto es posible a una criatura— aquel Supremo Bien. Sin embargo, nos
hallamos ante una de esas expresiones usadas —o abusadas— por los autores
que tratan de las causas que intervinieron en la aparición del protestantismo.
En el transcurso del apartado se verá cuál es el significado concreto
que le queremos atribuir.
Almas místicas las ha habido en todos los tiempos.
Durante el siglo XV la decadencia y aridez de la Escolástica había dado origen
a un florecimiento mayor de la teología del mismo nombre. Los místicos sentían
verdadera repugnancia a las sutilezas dialécticas y a las discusiones de la
Escuela, y este trazo bastaba para atraer hacia sí a muchos hombres
hondamente religiosos de aquella época. Lutero se había familiarizado con
varios de ellos. Durante su viaje a Roma había conocido las obras del
Pseudo-Dionisio Areopagita y no dejó de acudir a él cuando se trataba de
defender algunas de sus posiciones doctrinales. Otro de sus autores favoritos
era el dominico Juan Eckhardt (1260-1327), hombre devoto y pío, quien no
obstante algunas desviaciones doctrinales condenadas después de su muerte,
halló muchos seguidores en los territorios actuales de Bélgica, Holanda y
Baviera. Sin embargo, nadie atrajo tanto su atención como Juan Taulero
(1300-1361), el hombre que unía a su profunda mística una elocuencia fervorosa
y unos tratados espirituales en lengua alemana que constituyeron las
delicias de sus contemporáneos. Taulero se mantuvo en la ortodoxia
doctrinal aunque, en más de una ocasión, la dificultad de las
materias tratadas y las imperfecciones del idioma empleado, restaran a su
dicción la claridad y exactitud requeridas en un campo tan delicado. Por
fin, Lutero bebió no pocas de sus ideas en el libro de un compatriota
anónimo, autor de un pequeño tratado místico, que el reformador dió a luz
en 1518 bajo el título de Theologia germánica (Theologia
deutsch). Los críticos han hallado que la edición preparada por
Lutero contiene divergencias en relación con lo que parece deber
considerarse el manuscrito original, motivo que los ha inclinado a dudar de la
buena fe del reformador, ya que las diferencias militan siempre a favor de
las teorías que para aquella fecha se manifestaban
en sus lecciones y en sus escritos. Por lo demás, parece que el tratado es
ortodoxo y que contiene escasos gérmenes de la herejía que entonces estaba
para nacer.
¿Hasta qué punto puede hablarse de una influencia
directa de estos místicos en la gestación de la Reforma? No todos sus
resultados fueron perjudiciales. Paquier nos hace sentir la atracción que
aquellas ideas, escritas en su lengua materna, debieron ejercer en el alma
hondamente patriótica y amante de las tradiciones patrias de Lutero. En el
terreno meramente religioso había asimismo más de una perla preciosa que
desenterrar: «De su contacto con los místicos, prosigue el mismo autor, Lutero sacó
grandes ventajas. La unión confiada de aquellas almas con el Divino
Salvador contribuyó a reforzar su firme adhesión a los dogmas de la
divinidad de Cristo, de la redención, de su presencia real en la
Eucaristía y su gran estima de la Biblia». La
manera de expresarse de aquellos autores le recordaba la paz y la quietud
del alma que él había estado buscando en vano por tanto tiempo.
Expresiones tales como el reposo total del alma, el gozo del reposo
en la intuición de la verdad infinita, etcétera,
constituían para él un lenguaje lleno de hondo y nuevo significado.
Pero, además, todo ello se podía alcanzar —al menos
así lo interpretaba Lutero— por vías muy distintas de las que él había
aprendido en el monasterio o en los manuales de teología. Los místicos
apenas hablaban de mortificación ni de prácticas ascéticas. El mismo aspecto
del esfuerzo humano (la terrible obsesión luterana de las buenas obras) quedaba relegado a
segundo lugar para dar paso a la insistencia en el abismo de la miseria
humana o en la necesidad de abandonarse totalmente en los brazos de
la misericordia infinita de Dios. Todo esto era aptísimo para llevarle
la paz del alma, sobre todo en los años en que su conciencia católica
le remordía todavía del abandono de las penitencias, del rezo del
Breviario y de la celebración de la Santa Misa. «Taulero y la teología
germánica sirvieron poderosamente para tranquilizarle. Lo único que le
interesaba era el sentimiento religioso, sin ejercicios corporales ni oraciones
vocales de parte suya, un sentimiento profundo a secas sin autoridad
externa que le controlara ni le molestara. Y las obras de los
místicos estaban redactadas en términos suficientemente vagos como para
que en ellas pusiera Lutero casi todo lo que le parecía.
En la Theologia germánica se enseñaba también que las obras creadas
son nada ante Dios, carecen de ser propio y sólo sirven para manifestar la
gloria del Creador. Este puede encamarse en nosotros por
la redención y, por cierto, sin mérito alguno por nuestra parte. El medio
de unirnos con El consiste en una especie de quietismo obediencial fundado
precisamente en el convencimiento de nuestra total incapacidad para obrar
el bien. Como se ve, de aquí al luteranismo auténtico, la distancia no era
grande.
Algunos de los especialistas insisten en la
importancia que este elemento de consolación del alma tuvo en la gestación de la revolución luterana. Cristiani había apuntado
en esta misma dirección relacionándola con la doctrina céntrica
reformada de la justificación por la sola fe. Una de las diferencias entre
los antiguos herejes —y en parte los del siglo XIV— y el luteranismo
consiste en que los primeros se contentaban con presentar un elenco de
dogmas contrarios a la doctrina tradicional, mientras que el
reformador alemán los enseña además como vivencias personales y como algo
que —bajo el punto de vista de experiencia religiosa— viene a llenar
el ansia profunda de sus contemporáneos. Por razones en cuya explicación
no podemos entrar ahora, había penetrado en gran parte del pueblo
cristiano una especie de terror por la salvación personal, contrapesado
por la vida ruda, llena de vicios de las gentes de cualquier clase social.
Como remedio a esta tendencia, los teólogos y los autores ascéticos
insistían en la necesidad de nuestra cooperación personal hasta el punto
de hacer de ella la clave casi única del éxito. En algunos casos las
obras externas (peregrinaciones, penitencias, adquisición de indulgencias)
habían recibido una atención mayor de la que les asignaba una sana
teología. Pues bien, en parte como reacción a esta tendencia hacia la exteriorización
de la religión y en parte porque a nuestra naturaleza caída se le hace
muy cuesta arriba el camino de la cruz, había aflorado en otras partes una
corriente sentimental hacia lo que se llamaba la religión interior,
sencilla y evangélica. Un sector importante de sus seguidores, por
ejemplo los discípulos de la Devotio moderna, se mantuvieron dentro de
los cauces de la ortodoxia. Los humanistas fomentaron también la
tendencia, pero de manera diversa. Insistían en la vuelta a la Biblia y a
San Pablo; ensalzaban la misericordia de Cristo redentor, la omnipotencia de su
gracia y la nada de nuestra cooperación. Pero tenían también especial horror a
los méritos humanos y se gozaban en describir las honduras de la
debilidad humana para que, en contraste, apareciera en su grandeza la
misericordia divina. Al mismo tiempo, empleaban sus aceradas plumas para
combatir los vicios de la Iglesia, sus ritos externos y su ascética como opuestas al
genuino espíritu del Evangelio».
Este fermento, presente en las clases dirigentes y aun
en una parte del clero, sirvió magníficamente a Lutero para sus fines. Tenía
para ello cualidades extraordinarias: fantasía ardiente, elocuencia popular,
capacidad de vivir íntimamente los problemas internos y, sobre todo, una
crisis intelectual (y tal vez moral) para la que buscaba una solución. Su
trato de gentes y su experiencia sacerdotal le habían mostrado que eran muchas
las almas que se hallaban en la misma situación. Lleno de aquellas ideas y
de aquellas preocupaciones, el agustino —alejado ya internamente de ese
algo que llamamos el sensus Ecclesiae—
intentó proyectarlas sobre los demás prometiéndoles que les llevaba algo
que nadie hasta entonces había logrado darles: una íntima y profunda
consolación. Esta comprendía tres aspectos. En la parte doctrinal, bastaba creer en las Sagradas Escrituras, que contienen la Palabra de
Dios; todo lo demás se reduce a silogismos y a invenciones humanas; son
aditamentos de teólogos y juristas que sólo sirven para oscurecer y
corromper la simple Verdad. En el campo moral, había que partir de
una base: el hombre está totalmente corrompido por la
concupiscencia; no obstante sus buenas intenciones, sólo podrá cometer errores
y pecar; en consecuencia, tampoco hay por qué asustarse por sus
caídas. Pero Lutero añadía un elemento adicional que es la clave de su sistema: la consolación. Los pecados no
impiden nuestra justicia y nuestra salvación con tal de que, por parte
nuestra, cumplamos con un sencillo requisito: el de la fe ciega en Cristo
que con su redención cubre nuestros pecados y nos asegura la salud eterna. Esta
idea expuesta con la vividez y el convencimiento que le daba Lutero,
hizo impresión en sus contemporáneos que vieron allí el remedio definitivo
a las angustias de la salvación que los atormentaban. El hallazgo lo
consideraron providencial, casi milagroso: «Oh, miserables de nosotros,
escribía uno de ellos, que durante más de cuarenta años no hemos tenido en
la Iglesia a nadie que nos hablara de esta nueva especie de contrición.
Pero, al fin, Dios se ha compadecido de nosotros, ha revelado la Buena Nueva
a su pueblo y ha levantado las afligidas conciencias de sus hijos. Si me
preguntas qué es lo nuevo que nos ha traído Lutero, ahí tienes en
compendio la respuesta». El mismo reformador, aun reconociendo que
varios padres de la Iglesia, incluso San Agustín, disentían de él en esta
doctrina, creía hallarla en San Pablo. A sus ojos era también la doctrina
que pacificaba la conciencia, de hecho, la única consolación ofrecida
por la Iglesia.
Como decimos, la novísima interpretación luterana
agradó aun a aquéllos que más tarde, al caer en la cuenta de las consecuencias
morales y eclesiológicas derivadas del principio, abandonaron la reforma.
«La persuasión, concluye Villoslada, de que el hombre puede obtener la
justicia y la salvación por la sola fe y no por las obras, y de que los
pecados no pueden ser un obstáculo a la salvación ya que la sangre
de Cristo cubre la multitud de los pecados del creyente —aunque éste
continúe cometiendo otros más— este sentido íntimo de confianza plena en la
sangre de Cristo llevó una gran consolación y una conciencia de seguridad
a aquéllos que, turbados por los remordimientos, buscaban la certeza
absoluta de que Cristo los había salvado. Es lo que, además, se llamaba
impropiamente el misticismo luterano puesto que fue el motivo impelente que infundió a sus seguidores aquella
especie de ardor sagrado y fanático». Es también, añadiremos nosotros, la
fuerza que todavía hoy lanza a muchas de las sectas de tipo escatológico y
pentecostal a la conquista del mundo y a la predicación de Cristo
Salvador, con el resultado de que sean todavía muchos los que se les
juntan porque creen hallar en su doctrina esa seguridad de salvación.
EL ANTI-ROMANISMO DEL PUEBLO ALEMAN
La historia de la Iglesia es testigo del
importantísimo papel jugado por los nacionalismos exacerbados —sobre todo si
van mezclados con elementos de tipo religioso— en el nacimiento y en el
desarrollo de las herejías. El nestorianismo y el eutiquianismo fueron en
buena parte resultado del odio que aquellos pueblos del Medio Oriente iban
nutriendo contra Bizancio. En el siglo XI los cismas de Focio y de
Cerulario se debieron tanto o más que a problemas dogmáticos a las
desavenencias político-culturales de las razas eslávicas frente al creciente
poder de Roma. El jansenismo y el galicanismo fueron una rebelión de
ciertos sectores étnicos europeos contra el exagerado
centralismo romano en detrimento de otros inalienables
derechos nacionales. Los brotes nacionalistas aparecen demasiado
evidentes en más de un malhumor católico ante determinadas actitudes
dogmáticas o disciplinares de la Santa Sede de nuestro siglo XX. La
revolución protestante entra de lleno en esta categoría. Los pueblos en
que esta dolencia muestra síntomas más serios son la Gran Bretaña, algunos
cantones helvéticos, el territorio que hoy comprenden los Países Bajos y
Alemania. De los primeros trataremos en otro lugar. Fijémonos, por un
momento, en el caso alemán que es el más típico v el más agudo de
todos ellos.
De la existencia de un profundo antagonismo romano en
la Alemania del tiempo de Lutero apenas se puede dudar. Tal sentimiento era
perceptible en las esferas dirigentes y se infiltraba hasta en el pueblo
sencillo de sus ciudades y aldeas. Las raíces de aquella malquerencia eran
diversas. La oposición entre el Papado y el imperio, prolongada durante
generaciones, había dejado huella profunda en la nación. La política
francesa y anti-alemana de muchos de los Papas de Avignon (recuérdese la
abierta oposición de Juan XXII a Luis de Baviera y a los príncipes
electores) habían ahondado aquellos sentimientos. Como consecuencia,
varios de los altos jerarcas eclesiásticos alemanes como los arzobispos de
Maguncia pedían abiertamente la celebración de concilios nacionales que pusiera
fin a las injusticias de que eran
víctimas las gentes del país. Como era de temer, tampoco faltaron príncipes de
sangre real (entre otros Segismundo y el mismo Maximiliano I) que
atizaron el fuego difundiendo escritos injuriosos a la autoridad
pontificia. Entre éstos descollaron los famosos Gravamina Nátionis Germanicae, formulados por primera vez en la Dieta de Francfort (1456) y repetidos
después en muchas otras reuniones imperiales. Fue precisamente Maximiliano I
quien encargó al conocido humanista Jacono de Wimpfeling hacer una
definitiva compilación de tales resentimientos para ser presentada en las
Dietas de 1518 en adelante. Contenían un centenar de quejas del
pueblo alemán contra las ingerencias de la Santa Sede o sus injusticias contra los derechos del pueblo alemán. En ellas se acusaba a Roma de imponer a los fieles alemanes
impuestos insoportables y de llevarse el oro de la nación; de que los
beneficios eclesiásticos fueran a manos de aquellos que más pagaban, por lo
general hombres que vivían por algún tiempo en la corte romana con ese fin; de
que los curiales se dejaran sobornar para conceder beneficios simultáneos a dos
personas y así alargar indefinidamente en Roma los litigios; de que redujeran
a la miseria al pueblo alemán exigiendo dinero para la guerra contra los
turcos y otras causas nobles, dinero que después se empleaba para fines
muy diversos; de que se predicara la bula de la indulgencia sin contar con
los obispos locales, etc. «Estas quejas, comenta Bihlmeyer, tanto
por su elevado número como por su áspera formulación, constituyeron —aunque
siempre quedaran en forma de proyecto— un arma eficaz para los
innovadores en cosas de religión». Y no se trataba
siempre de enfados sin base en la realidad. «Con frecuencia, dice von
Pastor, estas quejas eran tan justificadas, que encontraban paladines en
hombres de sentimientos rígidamente eclesiásticos y lealmente devotos de
la Santa Sede. Si en Alemania la Curia se permitía numerosas usurpaciones
injustificables, la razón principal está en que allí no tenía que habérselas,
como en Inglaterra, o en Francia, con un poder civil y unido. El
desmembramiento del imperio en infinitos territorios, pequeños y grandes,
invitaba a aquella intromisión, y Roma que siempre tenía a mano tantos
medios, estaba segura de contar con el apoyo de un grupo de príncipes
aunque otros se le rebelaran».
Al pueblo, poco atento a otras clases de preferencias
y de demandas, estas cosas sí le hacían impresión. El resultado fue que, poco a
poco, flotara en el ambiente una especie de aversión hacia todo lo que
viniera de la cabeza de la Cristiandad. El historiador del Papado habla también
de un «mal humor general aguzado y envenenado en Alemania por el odio a
los italianos a quienes se acusaba de estimar en poco al pueblo germano y
de no pensar más que en estrujarlo para provecho propio». Algunos
se refieren a la introducción en Alemania del derecho romano «que hizo pasar la jurisprudencia a manos de hombres que pertenecían a las
clases doctas», como a otro de los motivos de aquella desconfianza y
acritud del pueblo contra todo lo que viniera de aquel país meridional. Tampoco se puede dudar de que el resurgir de la idea nacionalista —en el sentido noble de la palabra y sólo en contraposición
al concepto imperial del medievo— que entonces brotaba en
territorio germánico, contribuyó a considerar siempre como extranjera la intervención de la Santa Sede, o aun la de los mismos obispos locales,
en esferas que, con razón o sin ella, empezaban a reservarse a la
autoridad civil. La idea de que el gobernante debía tomar sobre sí todas
las prerrogativas de un princeps del antiguo imperio romano, se fue
abriendo camino en la opinión. Ello incluía «dar leyes y forma a las
cosas religiosas, investir o deponer a obispos, desviar para usos propios
los bienes de la Iglesia», etc. A veces las extensas posesiones o los
abusos de los monasterios o de las diócesis daban cierta aparente
justificación a aquellas intromisiones estatales. Al menos, el pueblo no
las vituperó o se imaginó que con el tiempo todo redundaría en propio
provecho, o en la disminución de sus cargas reñíales. Estaba dispuesto
a secundar cualquier movimiento que le sacara de aquel estado deprimente
de cosas
Los humanistas que podríamos llamar de extrema izquierda encontraron el
ambiente preparado para fomentar, por medio de su propaganda escrita o hablada,
el desdeño por Roma, y por todo lo que ésta representaba. «En las tierras
alemanas, escribía el humanista Conrado Celtis, el emperador ejerce el
poder, pero quien usa de sus bienes es el Pastor de Roma. ¿Cuándo hallará
Alemania sus antiguas fuerzas para arrojar el yugo extranjero que la
oprime?». El fanático Ulrico de Hutten atribuía todos los males de sus
conciudadanos a la avaricia y a la opresión de la Iglesia, y no hallaba
para las mismas otro remedio que la insurrección conjunta contra aquel
poder. «Roma es el granero donde se acumulan las riquezas del
mundo entero. Allí tiene su sede el gorgojo insaciable. ¿Es que los
alemanes desistirán todavía de tomar las armas y de lanzarse a su destrucción
por el fuego y la espada?». «Contra el veneno humeante que sale del corazón del
Papa, escribía el mismo en otra ocasión, no hay antídoto posible; sabe dar
protección a toda clase de engaños y ahogar todas las confabulaciones que
brotan a su lado. ¿A qué espera el pueblo alemán? Porque si nosotros
faltamos a la cita, se llamará a los turcos para que éstos, con sus
espadas desenvainadas, hagan lo que los cristianos, ciegos y engañados por
las supersticiones, no se atreven a cumplir».
Quien así arengaba era un gran admirador y cómplice de
Lutero. Porque éste, por difícil que resulte creerlo, abrigaba los mismos
sentimientos y estaba determinado a aprovecharse de la honda inquietud
religiosa reinante para derrocar al Papado e implantar su revolución.
Estamos frente a uno de los aspectos más mezquinos, menos evangélicos de toda su labor reformadora. Ciertamente no se trataba del verdadero motivo impulsor. La ruptura
interna con Roma era cosa hecha antes de que pensara en nacionalismos y se
debía a causas mucho más íntimas y de carácter hondamente personal. Pero si
—por un imposible— Roma hubiera consentido algunos de sus principios teológicos
y no lo hubiera declarado hereje, tal vez Lutero tampoco hubiera
tenido que recurrir a la política. Pero la disputa de Lipsia (151) lo
había desenmascarado ante el mundo y no tuvo más remedio que identificarse
con la causa del nacionalismo alemán. Y lo hizo con el ardor brutal y
demagógico que ponía en sus cosas, identificando su causa con la del
oprimido pueblo en que había nacido. «He nacido para servir a mis alemanes» es
una frase lapidaria que sintetiza su pensamiento y que se irá repitiendo con
frecuencia en su correspondencia epistolar o en sus otros escritos.
Su sentido era claro para los contemporáneos: en la
lucha contra la opresión extranjera (romana), Lutero iba a tomar parte principal.
Sería el gran héroe, el patriota de las horas difíciles, el hombre que
restituyera las libertades a los pueblos germánicos. Ello llevaba consigo
hacer causa común —no con los ilusos humanistas, más diestros en la pluma
que aptos para la guerra— sino con príncipes del imperio deseosos de
deshacerse de la política imperial y del catolicismo que simbolizaba.
La alianza era una manera de paliar el verdadero motivo de su
levantamiento que, en el fondo, miraba a la ruptura completa con todo el
Cristianismo tradicional.
LOS GRANDES INSTRUMENTOS DE PENETRACIÓN
Para comprender la rapidez con que el luteranismo
prendió y se propagó en Alemania, es conveniente considerar los grandes
instrumentos que halló preparados en su país de origen: los príncipes
temporales y una buena parte del clero. El éxito luterano se debió —por el
lado político— al auge cobrado en la nación por los príncipes y señores
temporales que eclipsaban el poder imperial; y —por el eclesiástico— a la
deplorable decadencia del clero y del estado religioso. No fue la masa de
los fieles la primera que desertó de la antigua fe. La pauta y el
mal ejemplo —o a veces la fuerte presión— le vinieron de más arriba: de
quienes regían los destinos políticos de la patria y de aquéllos que
debían haber sido los verdaderos pastores de sus almas.
A lo largo del periodo de la implantación del
luteranismo en Alemania, se nota una especie de lucha sorda entre el emperador,
deseoso de preservar los derechos de la Iglesia, y los príncipes
territoriales, poco entusiastas de prestarle apoyo,
o positivamente partidarios de la nueva religión. Carlos V tenía
demasiados enemigos (el turco, el rey francés, a veces hasta la Curia romana;
que le impedían concentrar su atención a sus dominios alemanes. Pero no se
trataba únicamente de los obstáculos externos. Era la estructuración misma del
imperio germánico —y la potencia creciente de sus señores territoriales—
lo que se oponía a sus planes y a sus intervenciones. A partir del siglo XIV la
historia de Alemania presenta una progresiva decandencia del imperio. El
territorio se había convertido en una federación de príncipes con
amplísimos privilegios que se extendían al acuñamiento de la moneda, a la
imposición de tributos y —en la práctica— a no pocos aspectos de la
misma política eclesiástica. «Ni siquiera un emperador tan potente como
Carlos V pudo cambiar ya aquella situación. Las casas principescas se
contentaron con dar al emperador —a quien llamaban presidente de las
comunidades germánicas— ciertos derechos de supremacía» Esto lo veían con cierta pena los
contemporáneos: «La dignidad imperial, decía Pedro D’Ailly, está tan
despreciada que las gentes —desde las más humildes a las más elevadas—
temen y veneran más a un capitán de soldados de Italia que al mismo emperador y
rey de los romanos».
¿Qué hacían o cómo se comportaban aquellos príncipes?
Los más importantes (ya por el territorio que poseían, ya por el voto electoral
de que gozaban) eran siete: tres de ellos eclesiásticos (los arzobispos de Maguncia,
Colonia y Tréveris) y cuatro seglares: el rey de Bohemia, el duque de Sajonia,
el conde del Palatinado y el marqués de Brandemburgo. A su lado —y en
parte también a sus órdenes— estaba la nobleza inferior, compuesta de señores feudales, que administraban sus castillos con las
posesiones adyacentes. Su número era elevadísimo, hasta constituir una
verdadera plaga, sobre todo, cuando —como ocurría en el siglo XVI—
la invención de la pólvora había disminuido su importancia en las guerras.
Ambas clases sociales eran generalmente piadosas y respetuosas con la
Iglesia, al menos cuando ésta no se entrometía en sus negocios o no
hería sus intereses. Otra de las características en que coincidían era en
una insaciable sed de riquezas. Y como éstas parecían hallarse en buena
parte concentradas en manos del clero y de las Órdenes monásticas, el
resultado era un gran empeño por posesionarse de las mismas. La nobleza había
intentado en diversas ocasiones acapararlas. Con tal objeto, llevaba
practicando desde tiempo atrás, la táctica de destinar a sus hijos y
parientes a la carrera eclesiástica y de promoverlos a las dignidades más
elevadas en el clero secular o en las Órdenes monásticas. Los daños que de
esto se derivaron a la Iglesia eran gravísimos. Como observa atinadamente
Pastor, «la ocupación de numerosas sedes episcopales por hijos de
príncipes y de nobles que, olvidados de sus deberes, no eran por lo
general mejores que sus colegas seglares, así como la negligencia del
oficio pastoral que de allí se derivó, trajeron como resultado una
espantosa tibieza religiosa y moral, primero en el clero y luego en los
seglares. Sin aquella tibieza, todos los demás elementos favorables a la
revolución serían insuficientes para explicarnos la pérdida de la fe de
los mayores en tan gran parte de la masa del pueblo alemán.
Y con esto entramos en la segunda plaga de la época:
el triste estado en que se hallaba una buena parte del clero de aquel país.
Además de los tres obispos-príncipes ya mencionados, había en el territorio
nacional cincuenta obispos que eran verdaderos señores feudales (de ellos
dieciocho hijos de príncipes) y más de cuarenta abades que tenían también amplísimas
posesiones y eran de familias nobles. De esta manera, la nobleza
eclesiástica era prácticamente dueña de la tercera parte de la riqueza del
país. A sus órdenes trabajaba un verdadero ejército de la gleba que, sin
vivir esclavizada como a veces se nos quiere describir, estaba privado
de la mayoría de las comodidades de sus amos. Aquellos eclesiásticos,
llegados a sus cargos sin apenas ninguna vocación, sólo buscaban el
aumento de sus ingresos. Para lograrlo echaban mano de una de las terribles
epidemias morales del tiempo: la acumulación de
beneficios. Esto consistía en que una misma persona
(Obispo, canónigo, párroco o abad del monasterio) poseyera conjuntamente
varios cargos eclesiásticos cuyos ingresos percibía sin cumplir por su
parte —en casos por mera imposibilidad física— los deberes
correspondientes a aquellos títulos. A veces se trataba de la posesión
simultánea de varios obispados; en otras se acumulaban diversos oficios
escalonados. Suele aducirse como ejemplo típico el de Jorge,
conde palatino y duque de Baviera que, ya desde los trece años, había
empezado a acumular beneficios, y que, con el tiempo, vendría en posesión de
las prebendas catedralicias en Maguncia, Colonia, Treveris y Brujas, de varias
parroquias en Hochheim y Lorch, así como del obispado de Spira. Pero casos
semejantes eran bastante comunes, aunque no siempre —por razones ajenas al
interesado— los cargos acumulados fuesen tan numerosos.
La acumulación de beneficios llevaba consigo el absentismo. Este incluía no
solamente el abandono de la predicación, de la administración de los
sacramentos y de la cura directa de almas, sino aun la recepción
sacramental y sobre todo la celebración de la Santa Misa por parte de los
mismos interesados. Los casos aducidos por Janssen-Pastor resultan increíbles
para quienes tenemos un concepto tan diverso de la dignidad sacerdotal, y
más aún de las grandes responsabilidades de los obispos. Prelados como
Hermán, conde de Weid, que no había celebrado Misa sino tres veces en su
vida; o como Ruperto von Simmsem, obispo de Estrasburgo, de quien se
refiere que no la celebró durante treinta años, etc., eran en
aquellos tiempos una triste realidad que, por desgracia, no causaba
grandes escándalos. Es fácil imaginarse lo que sería la vida moral de
tales eclesiásticos. Ciertamente las diatribas del autor del Onus
Ecclesiae, aparecidas por entonces, son exageradas y su tono
apologético nos hace desconfiar con frecuencia de su objetividad.
Pero resulta indudable que en las acusaciones de ambición, de simonía, de
negligencia de los deberes sacerdotales y de incontinencia, contenían su
fondo de verdad. El hecho es que otros autores contemporáneos les hacían
eco. La vida del clero, escrita por el célebre Dionisio el
Cartujano (f. 1471) contenía escenas abundantes, detalles y nombres
concretos de eclesiásticos cuya conducta no les hacían ninguna honra. Otro
cartujo —Jacobo de Juterbock— fustigaba con igual ardor los vicios de aquellos
hombres: «Si Cristo viviera entre nosotros, decía, y ocupara la Sede Apostólica,
no es creíble que adoptara las reservas, las colaciones de beneficios, las
anatas, las provisiones, etc., en fin, todo este sistema encaminado a
excluir de los cargos a todos aquéllos que, según los cánones, tienen
derecho a ellos». Porque, es de nuevo el historiador de los Papas quien lo
advierte, «mientras que los Papas del siglo XIII combatieron a los
príncipes y nobles de la iglesia alemana que se atribuían aquellos monopolios,
en el siglo XV el terrible abuso no solamente quedó tolerado
sino aun favorecido por el gobierno supremo de la Iglesia. El
espíritu secularizante y la confusión de ideas habían alcanzado tales
proporciones en la Curia romana que, al parecer, no se llegaron allí a
comprender los resultados fatales que de un episcopado mundano podían
sobrevenir a todo el país»
Al lado del clero integrado por los elementos de la
nobleza, nos encontramos con el sector inferior designado, con epíteto bastante
poco apropiado, el bajo clero. Formaban
parte de él los vicarios o coadjutores, los curas rurales, los capellanes
y toda una categoría de hombres que, después de haber recibido las órdenes
sagradas, carecían de cargo fijo y tenían que ganarse la vida sirviendo a
otros. Janssen, quien, sin embargo, no les guardaba ningún rencor, los
designó con el nombre de proletariado clerical. Se han llevado a cabo
estadísticas detalladas de su distribución en el país para concluir que
Alemania estaba sobresaturada de ellos: Colonia, con sólo 40.000
habitantes, tenía 19 parroquias, más de 100 capillas, 22 monasterios y 76
conventos; la pequeña ciudad de Worms (7.000 habitantes) contaba con 8
parroquias, 9 monasterios de hombres y 5 de mujeres, etc. Pero,
además, muchos de ellos habían llegado al sacerdocio sin vocación, y sus
estudios teológicos habían dejado mucho que desear. «Los antiguos
institutos de instrucción para el clero, así como los seminarios
episcopales, habían perdido casi totalmente su importancia... Por consiguiente,
una gran parte de este clero inferior era ignorante. Según el autor del De
vitae sacerdotalis institutione no se preocupaban del estudio de
las Escrituras y algunos ni siquiera sabían leer». La ignorancia teológica
y la falta de educación, eran los peores consejeros. Por eso la vida de
muchos de ellos era con frecuencia piedra de escándalo para los demás.
Aquí, de nuevo, es preciso emplear con cautela los documentos acusatorios.
Sin embargo, en presencia de tantos testimonios convergentes, tampoco se
pueden cerrar los ojos a la realidad. Fara muchos, el comercio se
convertía en la manera normal de ganarse la vida. El concubinato
constituía también una plaga casi universal, sobre todo en las regiones de
Sajonía, Franconia, Westfalia, Baviera, en los territorios austríacos, en la
diócesis de Constanza, en el Rhin superior y en muchísimas ciudades de alguna
importancia.
Estas deficiencias —en la mayoría gravísimas— no
estaban del todo eliminadas ni siquiera en los conventos y monasterios que
debían haber sido el ejemplo auténtico de las virtudes y de las heroicidades
cristianas. Había, es verdad, numerosos casos de exacta observancia
regular, de ardiente celo de las almas, de hombres y mujeres dedicados
totalmente al servicio de Dios. Su influjo continuaba siendo benéfico en
el campo de la educación y de la beneficencia. La época conoció también a
grandes predicadores y a grandes santos. El hecho de que se intentara repetidas
veces la reforma de los monasterios, indicaba por parte de la Iglesia
un continuo interés por mejorar las condiciones y por superar las
dificultades. En Alemania se habían ensayado reformas entre los
benedictinos (congregación de Busrfeld), los canónicos regulares
(congregación de Windesheim, los agustinos y los franciscanos observantes).
Con todo, hay que admitir que los casos contrarios
eran también numerosos. Y es fácil entender la razón: recuérdese lo dicho sobre
la designación de los abades de los grandes monasterios. Aquellas ricas
abadías que, como dice Pastor, «se habían convertido en hospitales de la nobleza en que se metían
con preferencia los deformes, los que eran inútiles para el mundo... sin
vocación alguna eclesiástica», no podían ser modelos de observancia y de
fervor. El mal pasó después a las demás corporaciones monásticas.
Indudablemente, los escándalos no eran del calibre de los mencionados
antes para el clero secular. Pero la falta de observancia regular, la
negligencia en la guarda de los votos, los frecuentes pecados contra la
caridad mutua y, sobre todo, el debilitamiento de la fibra de santidad que
debe siempre florecer en institutos llamados a la más alta perfección,
bastaron para que, llegado el momento de la gran prueba, una gran
parte de sus miembros desfalleciese o se pasase, en elevado número, a las
filas del adversario. «Las Ordenes antiguas, a excepción de los cartujos,
y en parte los cistercienses, respondían muy poco a la vocación para la
que habían sido llamados. La creciente riqueza de los monasterios, el
pernicioso sistema de las encomiendas, las guerras y las ruinas de todo
género, habían traído consigo el relajamiento del fervor religioso y del
interés científico. La costumbre, las dispensas y los privilegios, hacían
inútiles las reglas. El sistema de las prebendas (que consistía en la
división del patrimonio o de los bienes del monasterio entre el abad y los
monjes) fueron tomando carácter general. No pocas de las grandes abadías
benedictinas, incluidas las de San Gallo, Fulda, Reichenau. Ellwagen,
etc., se habían convertido en lugares de sustento y de cómoda
existencia para los nobles, conduciéndose en ellas una vida libre, como la
de los hombres del mundo. Entre los canónigos regulares se notaba un claro
relajamiento del espíritu religioso. No se escapaban de esta terrible ley
ni siquiera las jóvenes Ordenes mendicantes, donde si, por una parte, las
posibilidades de poseer propiedad se habían convertido en letra muerta,
por otra, las frecuentes colisiones con el clero secular respecto a sus
mutuos derechos en la cura de almas, producían también
perniciosos resultados».
Indicadas de esta manera las causas que prepararon la
crisis protestante, nos toca ahora abordar el estudio de la personalidad de
quienes la suscitaron y actuaron en la historia. Como ocurre con todos los
grandes cataclismos, el de la Reforma no hubiera tenido lugar —o habría
sido algo muy distinto de lo que efectivamente fue— sin la acción dinámica
de aquellos iniciadores que se llamaron Lutero, Zwinglio, Calvino y Enrique
VIII. La historia —dice Hertling— la hacen los individuos y en ella no hay
lugar para el hado, la necesidad o la ciega evolución. Si Lutero no hubiera aparecido, o lo hubiera hecho de manera distinta,
la historia de Alemania habría seguido un curso enteramente diferente. Si
Enrique VIII hubiera sabido dominar sus pasiones, Inglaterra no se habría
rebelado. La verdadera responsabilidad cae, pues, sobre los individuos: los
electores de Sajonia y Brandemburgo, el landgrave de Hesse, el gran
maestre de la Orden Teutónica o los reyes de Suecia, Dinamarca e
Inglaterra».
La interacción de ambos elementos, el de los
reformadores propiamente tales y el de quienes, por debilidad o por ambiciones,
los favorecieron y protegieron serán la causa de la terrible herida
sufrida por la cristiandad. «La Reforma, escribe Elton, pudo mantenerse allí
donde los príncipes la favorecieron; en cambio, falló donde las autoridades se
esforzaron por suprimirla. Los países escandinavos, los principados alemanes,
Ginebra, y a su manera Inglaterra, son prueba de lo primero; España, Italia,
las tierras de los Habsburgos y, aunque no de manera conclusiva, Francia,
demuestran lo segundo»
LUTERO
Y SU OBRA
El iniciador de la Reforma ha sido juzgado
diversamente por la crítica. «En los primeros años de la Reforma —dice Bóhmer—
Lutero era considerado entre los suyos como el profeta de Dios. Aun escritores moderados como Alberto Dürer, lo describían como al hombre
inspirado por lo Alto. Los más fanáticos buscaban y hallaban en los
pasajes de la Biblia y en las profecías medievales vaticinios relativos a su
persona y a su obra. Los artistas colocaban sobre su cabeza una aureola de
santo o la imagen de la paloma del Espíritu de Dios... Los protestantes
ortodoxos lo llamaban el profeta de Alemania cuya doctrina estaba en
perfecto acuerdo con las Sagradas Escrituras... Para la plebe continuaba
siendo el santo y se le tributaba el culto de tal, sin que
faltaran narraciones de milagros y la búsqueda de reliquias que se aplicaban
después a los enfermos». Les complacía especialmente compararlo con los
profetas del Antiguo Testamento (Elias y Jeremías), con Juan Bautista o
con el ángel del Apocalipsis que el evangelista vió volar por los cielos
llevando a todos los hombres el evangelio de la salud. «Aquel ángel
que gritaba: temed a Dios y dadle alabanza era el doctor Martin Lutero». Bugenhagen lo consideraba como el gran
enemigo del anti-Cristo, identificado éste con el Papado. Por eso, pedía a Dios
que, al igual que las demás profecías, se verificara en él aquella que
había deseado figurase como inscripción de su tumba sepulcral: «Pestis
eram virus, moriens tua mors ero. Papa».
En los siglos XVII y XVIII la fama de Lutero
experimentó un primer cambio. Los luteranos ortodoxos, empezando por Gerhard y
los teólogos de Wittemberg, continuaron defendiéndolo contra los ataques
cada día más duros de los apologistas católicos, aunque tratando de poner
el acento en su doctrina más que en su discutida conducta personal. Johannes
Muller en su Lutherus defensas (1634-45), lo tenía como el hombre providencial de Alemania para purificar
la Iglesia corrompida: «Lutero, empujado y asistido por el Espíritu Santo, se
levantó contra los errores papistas y fundó una nueva religión». En
cambio, para los hombres de la siguiente generación, el reformador fue
perdiendo aquel halo de superioridad que tenía para sus contemporáneos.
Von Seckendorf en su Historia Lutheranismi. 1694, afirmaba
llanamente: «Yo no lo exalto sobre los demás hombres y en mi libro nunca
he pretendido defender indistintamente todas sus palabras y obras. Ello sería
hacer injusticia a sus manes». Con Leibníz se dio un paso adelante en
la misma dirección. No es que el sabio reprendiera la obra de Lutero: más
bien creía que su reforma había sido necesaria y que, por consiguiente,
era injusto catalogarlo como hereje. Pero tampoco tuvo miedo de criticar
duramente algunos trazos de su carácter y de su vida privada. Los
desahogos anti-papales del ex-religioso, le parecían absurdos. Difería
totalmente de él en materias doctrinales empezando por su doctrina de la
naturaleza corrompida y de la salvación por la sola fe. Para los planes
sincretistas y ecuménicos leibnizianos, el luteranismo constituía un verdadero
óbice.
Pero quienes más contribuyeron a bajarlo de su
pedestal fueron los pietistas con Spener, Arndt, el conde von Zinzendorf y
otros. Para éstos, lo importante era la piedad, la religiosidad interna, la meditación de la vida y pasión del Señor
y, sobre todo, su imitación. El pietismo, iniciado como reacción al árido
doctrinarismo de la época anterior, se desentendía de los dogmas y sólo
deseaba poner un dique a la espantosa corrupción de costumbres que había
seguido a la aparición del protestantismo. Para ello recomendaba la vida
austera, la mortificación, las penitencias y las buenas obras, es decir,
todo lo opuesto a la doctrina primordial luterana. Los pietistas veneraban
al Lutero de los años juveniles como al Padre de su fe y al autor
de una nueva y profunda espiritualidad. Pero nada más. «Lutero
—decía Spener— no pasa de ser un mero hombre, por supuesto muy por debajo
de los apóstoles... Respecto de sus interpretaciones bíblicas, tengo que
decir que no estaba equipado para hacerlas; que muchas veces erró en la
interpretación... y que en innumerables pasajes se apartó del texto
original».
La actitud del iluminismo (Aufklarung), fue todavía más radical. Aquellos hombres que no admitían el
orden sobrenatural ni por consiguiente los grandes dogmas cristianos, estaban
radicalmente incapacitados para entender la profunda religiosidad del
reformador. Las luchas de éste las atribuyeron a una enfermedad morbosa y sus
doctrinas quedaron arrinconadas como errores inaceptables. El historiador
Semler en su respuesta a las acusaciones de Bossuet «reconocía con
gusto todos los pecados y exageraciones que (a Lutero) se le habían
notado». Estaba de acuerdo con Erasmo en condenar su matrimonio; admitía
su orgullo, su espíritu de duplicidad, etc., y creía que «sin todos
aquellos defectos no hubiera sido capaz de las grandes cosas que hizo».
Por supuesto, los iluministas se negaban a prestar fe ciega a sus
doctrinas. «Puesto que no estamos preparados a que el Papa sea infalible,
tampoco se nos ocurre atribuir esa cualidad a Lutero o a cualquier
otro protestante». En aquel ambiente abundaron las
críticas. Había, con todo, un aspecto que la Aufklarung quería ensalzar en él: el de haber sido el gran defensor de la libertad.
Semler consideraba a la Reforma como una etapa en el progreso de la
humanidad. Otros alababan los ataques de Lutero contra los frailes y
sus luchas por la libertad de conciencia. El poeta Schiller lo llamó:
«luchador de la razón libre contra las supersticiones del Vaticano».
Lessing mantuvo fuertes discusiones con los teólogos luteranos ortodoxos que se
atrevían a defender a su maestro. Justus Moser escribió en su
correspondencia descripciones de la vida y el carácter del reformador que
escandalizaron al mismo Voltaire. Federico de Prusia lo alababa «por haber
librado a los príncipes de las supersticiones clericales y enriquecido con
la expoliación de monasterios sus tesoros», pero lo reprendía por haberse
quedado a medio camino sin «extirpar completamente sus desviaciones y su
fanatismo». Lutero hubiera sido grande —añadía— si hubiera «abrazado el Socianismo,
que es verdaderamente la religión de un solo Dios».
En el siglo XIX los románticos admiraron sus
extraordinarias cualidades de intuición, de fantasía y de sentimiento. Era para
ellos un ser que se acercaba al Genio creado por sus inteligencias como prototipo de la humanidad. El primero
en bautizarlo con el epíteto fue el propio Goethe en los últimos años de
su vida. Numerosos fueron también los que comenzaron a fijarse en él como
en un héroe nacional. Las desdichas patrias y los horrores de las guerras
napoleónicas les servían de magnifico incentivo: «Lutero —decía Fichte—
uno de los héroes de la resistencia». «Poseía —escribía de él Herder— un
entendimiento privilegiado; por eso fue el verdadero profeta y predicador
de la patria, el primero que nos dio un libro en alemán. Sus obras nos
alientan y dan ánimos; sus himnos respiran nuestro vigor. Oh noble Sombra,
vuelve a ser el Maestro de tu nación, su profeta y su predicador; haz que
el país, sus príncipes, sus nobles, su corte y su pueblo oigan tus
palabras, claras como el mediodía y persuasivas hasta el punto de ser terribles
e inspiradoras de temor». Tampoco faltaron otros que, dejando de lado las
consideraciones de orden patriótico o literario, se dedicaron a la
investigación de las fuentes históricas para darnos un retrato más objetivo del
reformador. Abrió la marcha —y señaló en gran parte la pauta— Leopoldo von
Ranke, historiador de los Papas y especialista de las condiciones religiosas de
Alemania, maestro en valorar documentos y en encuadrar a los personajes en
la época en que vivieron. Más que a la persona misma de Lutero, von Ranke
evaluó su obra, que juzgó admirable y consideró como verdadero punto de
partida de la edad moderna.
La celebración de las fiestas jubilares de Lutero
(1883) daría especial ímpetu a la tendencia histórica para hacer de ella el
punto de arranque de los más florecientes estudios. Lo exigían el
recrudecimiento del espíritu conservador en Prusia, deseosa de eliminar el
influjo del calvinismo; pero sobre todo la necesidad de hallar para las
iglesias separadas un centro de unidad que se opusiera a las conquistas
espirituales de Roma. La biografía de Julius Koestlin, de J. K. F. Knabe y
la publicación de las Obras Completas del reformador, señalaron un primer paso. Luego vinieron los estudios,
también biográficos, de Th. Kholde, de A. Berger, de Adolfo Hausrath y de
G. Kawerau. En todos ellos, no obstante su tono científico, afloraba la
tendencia de glorificar a Lutero tanto por haber sido el impulsor de una
gran reforma religiosa como por personificar las grandes virtudes del hombre
moderno, y en concreto, del hombre alemán. Esta glorificación, conscientemente
fomentada por Bismarck en favor de sus campañas militares y políticas,
volvió a aparecer con caracteres todavía más agudos durante y en el
decenio que siguió a la primera guerra europea. «En esta contienda
—escribía Th. Hoffmann— Alemania lucha por aquellas libertades cuyo
fundamento puso Lutero». «Lutero —añadía Baungarten—, es la máxima revelación
de la esencia del alma germánica». Hasta hubo quienes le llamaron «el
generalísimo del ejército nacional». Paralelamente abundaron los estudios
acerca de su persona y de su obra, aunque ninguno de ellos suplantara las
biografías anteriores. Las obras de Otto Scheel, Martin Luther, vom
Katolizismus zur Reformation (1916-17) y de Heinrich Bohemer, Der Junge
Luther (1925) constituían una excepción.
La época nazi y la segunda guerra mundial tuvieron una
repercusión casi inesperada sobre los estudios luteranos. No faltaron algunos
nacional-socialistas que se pusieron a exaltar las virtudes raciales de
aquél. La tendencia se notó principalmente dentro de los grupos
protestantes que optaron por una completa colaboración con el régimen.
Pero ni fueron muchos ni supieron producir nada que realmente fuera de
imperecedero valor. En cambio, el entusiasmo luterano contagió a los católicos
que sintieron por primera vez la necesidad de ponerse a su favor con alabanzas apenas tributadas por sus mismos
seguidores. La nueva actitud traía diversas raíces. El patriotismo de los
católicos alemanes empezó a considerar toda injusticia lanzada
contra Lutero como injuriosa a todos los hombres de la nación. La lucha contra
el enemigo común, en la dura época del nazismo, los había acercado a los
luteranos. La nueva ola del movimiento ecuménico se extendió —y en general con
excelentes resultados— a muchos de los sectores católicos del país. Uno de
los principios en que fundaban su obra de acercamiento iba a
consistir precisamente en una revalorización de los
elementos religiosos y cristianos de la Reforma como medio para echar el
puente hacia una posible unión. En esta perspectiva entraba directamente
la nueva interpretación de la vida de Lutero.
La tarea era ardua. La primera opinión católica sobre
la Reforma transmitida por los apologistas de los siglos XVI y XVII
(influenciada grandemente por Codeo) había continuado prácticamente hasta
mediados del siglo XIX. Las críticas de Dollinger, Janssen y del mismo von
Pastor habían sido, en su conjunto, adversas. La obra de Denifle dejaba a la
persona del reformador en muy mal lugar. Grisar —no obstante su tono
moderado y su conato de corregir las exageraciones del dominico— nos daba
un retrato del Lutero tradicional, con muchos más rasgos sombríos que claros y,
sobre todo, con una condenación neta de su obra religiosa... Los nuevos autores
quieren borrar de la historia esa imagen. Abre la marcha Joseph Lortz,
sacerdote y profesor de la universidad de Münster, con su magna obra Die Reformation in Deutschland (1939-40). Dotado
indudablemente de excelentes cualidades y conocedor del alma de sus
compatriotas, Lortz intenta defender a Lutero presentándolo como a un
hombre profundamente religioso, animado de buenas intenciones y arrastrado a su
revolución por fuerzas poco menos que incontrolables. Esto lleva consigo
bastante dosis apologética mezclada de duros ataques contra aquellos católicos
que nos han dado del hereje un retrato muy distinto del que él intenta
sacar. La tesis —porque se trata de tal— exige igualmente la omisión de
todos aquellos trazos que podrían afear el carácter del reformador, aunque
éstos vengan confirmados por testimonios de irrecusable autenticidad.
Naturalmente, al describir los males que entonces padecía la Iglesia,
Lortz carga la mano para que la silueta tenga todos los caracteres de
situación desesperada. Esto le es necesario para su conclusión final: «La
descomposición de la Iglesia había llegado a límites insospechados». «El estado
de la Cristiandad inmediatamente antes de la Reforma, la conducta
del clero alto, incluida la corte pontificia, la actitud de una parte de
los teólogos, llegaron a provocar y a favorecer en la conciencia cristiana
una profunda crítica. Esta era, por lo tanto, históricamente necesaria».
«Martin Lutero, padre de la Reforma, en su lucha sincera a los ojos de
Dios, no preveía que podría salir de la Iglesia romana» «Por lo tanto, la
falta de aquella escisión recae sobre todos los cristianos (católicos y
protestantes) que deben hacer penitencia por la misma»
Lortz ha formado escuela sobre todo en Alemania. Se
multiplican las obras de apología luterana. Richter escribe un libro, Martin Luther und Ignatius von Loyola todavía
más laudatorio que el de su predecesor. Adolf Herte trata de probar que
el falso concepto de los católicos sobre Lutero se funda
exclusivamente en los relatos, con frecuencia inexactos, de Codeo, enemigo
declarado del reformador. El holandés Van der Pol, que pasó del calvinismo a la
iglesia anglicana y de ésta a la de Roma, cree que hasta la fecha se han
falsificado «el retrato auténtico y las rectas intenciones» del iniciador
de la Reforma. En conferencias de tipo ecuménico se insiste en la
necesidad de presentar esta nueva línea como la única conducente
a la mutua comprensión. Hasta un autor a quien hemos citado frecuentemente
en estas páginas ha quedado contagiado por el nuevo entusiasmo como se
deduce de la comparación de sus ediciones de 1940 y de 1957. No solamente
se borra de un plumazo en esta última «el aspecto libidinoso» de la vida
de Lutero, sino que narrando como la cosa más natural su matrimonio con la
ex-cisterciense Catalina de Bora, se detiene a examinar los «piadosos
consejos» contenidos en su correspondencia epistolar con ella o a ensalzar el
ejemplo de «padre modelo» que dio a todos. La insistencia en que el
reformador «con su actitud fundamentalmente teocéntrica y su orientación
cristocéntrica constituyó la oposición más neta al ideal humanístico-antropocéntrico
del hombre del renacimiento al que pertenecían también largos sectores de
eclesiásticos de alto rango», contribuye a que los lectores se fijen más
en la responsabilidad de los católicos que en la de los protestantes. Todo
ello para terminar culpando a las «desgraciadas circunstancias del
tiempo» el resultado final de aquella magna revolución.
Muchas de estas ideas eran comunes a los autores
protestantes. Hoy empiezan a serlo de ciertos católicos. ¿Es que todas ellas
son el resultado de una investigación histórica más profunda (y que puede
considerarse más o menos definitiva) o nos hallamos ante otro de los
altibajos por los que ha pasado la personalidad de Lutero en la historia?
LOS PRIMEROS AÑOS
Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben.
Sajonia, el segundo de ocho hijos de una modesta familia. Siguiendo la
costumbre de la época, el recién nacido fue bautizado a la mañana
siguiente en la iglesia parroquial de San Pedro, recibiendo el nombre de
Martín en honor del santo del día. Su padre, Hans Luther, era un minero
que. gracias a su constancia y a su esfuerzo, mejoró
de posición hasta hacerse contramaestre y tener más tarde su
fundición propia. La madre, Margarita, se encargaba de recoger la leña del
bosque, de los quehaceres domésticos y del cuidado de aquel racimo de
hijos. Trasladada la familia a Mansfeld, importante centro industrial, fue
ésta la ciudad donde transcurrieron los primeros años de la vida del
futuro reformador. Este no se avergonzó nunca de su humilde procedencia, pero
tampoco fomentó ninguna clase de rencor hacia las clases más acomodadas.
La infancia de Lutero transcurrió como la de cualquier
niño de una de las familias trabajadoras del contorno. Su padre, deseoso de
que, al menos, alguno de sus hijos tuviera una vida menos dura que la
suya, quiso que Martín estudiara jurisprudencia. En la escuela primaria de la
ciudad, el niño aprendió los rudimentos de la educación: lectura,
escritura, canto y latín, al mismo tiempo que se instruía en catecismo y
en historia sagrada. Los ejemplos del hogar completaban aquella formación. Su
padre, aunque de genio pronto y de modales un poco fieros, era en el fondo
bueno y quería a sus hijos. Margarita unía a una gran piedad todo aquel
mundo de historietas fantásticas, de intervenciones diabólicas o de narraciones
supersticiosas comunes a las gentes de aquellos (y de nuestros) tiempos.
Las largas horas transcurridas por el padre en las negras entrañas de la
tierra, servían para aumentar el terror de los pequeños cada vez que se
contaban en casa aquellos episodios
A los catorce años Lutero pasó a estudiar las
asignaturas correspondientes a nuestra segunda enseñanza en la ciudad de
Magdeburgo. El dueño de la fundición en que trabajaba su padre le pagó los
gastos de viaje y obtuvo que uno de sus amigos le proveyera de una cama
para dormir. Al igual que los demás escolares, Martín hubo de procurarse
(al menos en parte) su comida pidiendo de casa en casa, al son de tonadas
populares, alimentos o dinero para comprarlos. Frecuentó la escuela donde
enseñaban también algunos Hermanos de la Vida Común, reputados como los mejores educadores de Europa. Por desgracia,
el contacto con aquellos maestros fue de corta duración. Por razones que
desconocemos, al cabo de un año, hubo de volver a Eisleben para hospedarse en
casa de unos parientes y continuar sus estudios. A este tiempo ascribe la
leyenda el episodio del joven Martín cuya bellísima voz conmueve a Ursula
Cotta, esposa de un rico mercader, que lo recibe en su casa para que desde
allí frecuente la escuela parroquial. No podía haber caído en mejores
manos. «La familia —escribe Bohmer— era probablemente la más piadosa de la
localidad... Allí fue también donde Lutero entabló por primera vez
contacto con gentes para quienes la religión formaba verdaderamente parte
integrante de su vida... Hasta podríamos conjeturar que fue en el círculo
de aquella familia donde brotaron aquellas tendencias y aquellos deseos
que más tarde lo animaron a abrazar el estado religioso».
El estudiante les conservó siempre agradecido afecto.
La estancia duró tres años. Entonces el joven decidió
pasar a la universidad de Erfurt a iniciar sus estudios superiores. La mejorada
situación familiar le permitía aquel lujo y él, hombre de ambiciones,
estaba decidido a abrirse un honorable camino en la vida. Erfurt era una
de las más importantes ciudades alemanas (superada en población solamente
por Colonia y Estrasburgo) y contaba con una famosa universidad de más de dos
mil alumnos. En sus aulas dominaba la teología nominalista y algunos de
los profesores que más influjo tuvieron en su formación, por ejemplo
Trutvetter y Usingen, pertenecían definitivamente a dicha escuela. De la vida que llevó en la universidad, apenas sabemos
nada. Nos consta, sin embargo, que estudió con ahinco y que en mayo de
1505 alcanzó brillantemente su título de Magister artium. Por otra parte, las referencias hechas en sus tardos años a las enseñanzas
de sus maestros y a los dogmas por ellos profesados, son fruto del resquemor
del hombre que ya ha apostatado de la Iglesia y no merecen crédito por parte
nuestra. Dígase algo parecido —por el lado opuesto— de las alusiones a una
conducta desordenada lanzadas contra él por sus antiguos camaradas de estudios,
convertidos después en adversarios acérrimos de sus nuevas doctrinas. Lo
probable es que, durante sus años universitarios, Lutero no fuese ni mucho
mejor ni mucho peor que los demás compañeros de estudios. «Martín —escribe
el P. de Morcau— era estimado por la brillantez de sus estudios de filosofía,
por su ardor al trabajo y también por su talento musical. Comenzaba todos
los días sus estudios por la oración y una visita a la iglesia. En sociedad
era un buen compañero. Erfurt no se convertiría en centro del nuevo
humanismo y en enemigo de la vida religiosa, sino después de la entrada de
Lutero en el convento. Ciertamente no fueron sus profesores los que le
introdujeron por caminos descarriados ni hay pruebas de que hombres como
Crotus Rubeanus. Conrado Muciano y Jorge Spalatino, ejercieron sobre él ningún
influjo perjudicial».
Recibido su primer título, Lutero empezó a dictar sus
lecciones en la universidad mientras se enrolaba como oyente en la Facultad de
Derecho, la más renombrada de todas las de Erfurt. Sus biógrafos quedan un
tanto desconcertados al pensar que un hombre que, en el resto de su vida, había
de odiar tan cordialmente a los juristas, escogiera precisamente aquel
campo del saber. Al libro de Derecho Canónico lo llamaba «spurcissimus líber»,
y al de los Decretales «líber plenus mendacii et tyrannidis». Pudo ser un
acto de filial obediencia a su padre, que acababa de regalarle un tomo del Corpus Iuris para que lo
aprendiese; o sencillamente que por entonces Lutero no abrigara todavía aquella
especie de odio instintivo que más tarde se apoderaría de él contra todo lo
relacionado con la legislación eclesiástica. En cualquier hipótesis, los
estudios jurídicos no iban a ser de larga duración. Un caluroso dia de
julio de aquel año, cuando volvía de visitar a unos parientes en Mansfeld,
Lutero fue sorprendido en el camino por una fortísima tempestad. Mientras a sus
pies caían los rayos, el joven aterrorizado invocó a Santa Ana
prometiéndole que si, le sacaba del peligro, abrazaría la vida religiosa.
De retorno a la universidad, sólo pensó en poner en práctica la promesa.
La fuerte oposición de su familia, principalmente de su padre que desaprobaba
por completo aquella extraña iniciativa, no le arredró y, el 17 de aquel mismo
mes, acompañado de varios amigos, el joven aspirante se llegó hasta el
convento de los agustinos eremitas de la ciudad donde fue admitido como
novicio de la Orden
El episodio, por lo inesperado y repentino, ha
provocado más de una discusión. Entre los antiguos historiadores del
luteranismo, era común atribuir el hecho al duro trato recibido por Martín en
sus años de infancia así como «a la desastrosa instrucción religiosa
impartida por la Iglesia romana» a base de terrores infernales, de un Dios
iracundo y de una vida oprimida bajo el peso de las penitencias. En
aquella situación psicológica, el único refugio para Lutero estaba en la vida monástica. W. Koehler, A. V. Mueller y Scheel,
piensan que se trataba de una decisión instantánea sin preparación psicológica
alguna, de una verdadera catástrofe, debida al terror causado por la tempestad y por el miedo a la salvación
eterna que allí experimentó. En nuestros días un número
creciente de autores piensa que, aun en el supuesto de que la decisión de
Lutero fuera repentina en el modo, sin embargo venía madurándose de más
atrás y hasta podría llamarse el resultado normal de sus años juveniles
—alegres y quizás frívolos en alguna ocasión— pero en el fondo religiosos. En
la Alemania del siglo XV y principios del XVI abundaban las resoluciones
del género y no llamaban en absoluto la atención: «Lutero —escribe Emile
Léonard— entró en el monasterio agustiniano por un ardiente deseo de
santidad». «Martín —añade Bóhmer— era uno de esos hombres que toman
decisiones sólo después de largas y tenaces luchas internas, aunque luego
cristalizaran en un momento de tempestuosa actividad». Con toda verosimilitud
—dice Algermissen —«aquel joven de temperamento serio, vivaz, apasionado y
de ordinario grave, había pensado en aquella decisión en sus últimos años de
estudio y aún quizás con anterioridad. Pero no llegaba a resolverse por causa
de la oposición paterna. La escena de los truenos y de los rayos, sirvió
para que tomara una resolución definitiva. Como ocurre también con estos
caracteres pasionales, la determinación tomada en un momento tan solemne y
aparentemente bajo inspiración divina, quedó pronto puesta en práctica».
«Entré en el convento —dirá más tarde él mismo— convencido como estaba de
que con aquel género de vida, agradaba al Señor».
EN LA ORDEN AGUST1NIANA
La rama de la observancia de los agustinos ermitaños
era una de las más florecientes de la gran Orden, y estaba en Alemania bajo la
dirección de Johann von Staupitz. Vicario del General que residía en Roma.
Los miembros de la comunidad se alegraron con la venida de aquel joven
brillante, maestro en artes y conocido por sus dotes intelectuales. Tras
unos días de prueba y de iniciación, fue admitido como novicio y se agregó a la
comunidad. «Se le puso entonces al estudio de los estatutos de la reforma
redactados por Staupitz según las antiguas constituciones de la Orden.
Staupitz, sin trasgredir la ley, tomaba en cuenta la debilidad humana. Los
novicios, dirigidos por su Maestro, se ejercitaban en la vida pobre, se
desprendían de toda propiedad personal, y cultivaban la pureza y el
renunciamiento. Dedicaban diariamente de cuatro horas y media a cinco al
canto del Oficio divino. Todos los dias debían asimismo leer y meditar
la Biblia. Los ayunos eran frecuentes y, como en las demás Ordenes monásticas, ocupaban alrededor de una tercera
parte del año. A veces los novicios salían a pedir de puerta en puerta. Se
confesaban también con frecuencia». Lutero, que
tan duramente atacaría más tarde todo lo relacionado con su anterior
vida de católico, no pareció guardar malos recuerdos de aquel primer
contacto con la Orden. De su Maestro de novicios dirá que «era hombre
buenísimo y, aún bajo aquella maldita cogulla, un verdadero siervo de
Dios». De sus primeras ocupaciones recordará con particular esmero sus
largas meditaciones y lecturas de la Biblia. Al
año de noviciado, fue admitido a los votos (verano de 1506) y empezó en
seguida sus estudios de teología.
Siguiendo la costumbre de la época, el joven religioso
fue inmediatamente promovido a las órdenes sagradas del subdiaconado, del
diaconado y del presbiterado. Ordenado de sacerdote en 1507 celebró su Primera
Misa en el mes de mayo. Conservamos una carta escrita por él en aquella
ocasión. «Son líneas llenas de reconocimiento y de humildad. Lutero se nos
revela en ellas penetrado de la grandeza del sacerdocio y no hay indicios
que prueben se tratara de ningún fingimiento. Ni la menor hesitación ni el
menor temor. El joven religioso se mostraba feliz en su estado de vida y
encantado de haber sido elevado al sacerdocio». Conviene tener esto presente
para no asustarse de ciertas afirmaciones que más tarde hará con relación
a aquellos años.
La ordenación sacerdotal sólo fue un feliz paréntesis
en la vida de estudios teológicos que ahora inició en el mismo Erfurt, y una
vez más bajo la dirección de maestros imbuidos de ideas occamistas y
nominalistas. Aunque pueda dudarse que ahondara mucho en ellos ya que en
1508 Staupitz lo llamó a Wittemberg a explicar filosofía en aquella
ciudad, al mismo tiempo que proseguía el estudio de las ciencias sagradas.
En marzo de 1509 obtuvo el grado de bachiller en Sagrada Escritura. Esto bastó
para que fuera trasladado a Erfurt para tomar a su cargo la cátedra de
teología de su Orden. Como se ve, demasiados traslados para un joven de 26
años, consciente de sus cualidades intelectuales, pero sin la paz
necesaria para un estudio reposado de los grandes autores de la patrística y
de la teología católica. Sin embargo, gozaba de gran popularidad entre
los suyos como se vió en el episodio siguiente. La Orden agustiniana se
debatía en Alemania entre dos facciones internas: la de los que favorecían
la reforma de la Orden y la de los que se negaban a ponerse bajo la
obediencia del reformador Staupitz. La querella subió hasta el punto de que se
pensó en acudir para la solución a Roma. Los observantes, temiendo que la Regla sufriera en la fusión de los no-reformados,
eligieron a Lutero para que defendiera su causa en la Ciudad Eterna. El largo
viaje tuvo lugar entre los años 1510 y 1511.
Se han escrito largas y doctas elucubraciones sobre
los escándalos de la Roma de los Papas medíceos y de los posibles influjos que
éstos pudieron tener en la evolución espiritual del joven religioso. La
verdad es que las auténticas fuentes luteranas son escasísimas y que sus
testimonios posteriores hay que aceptarlos con mucha cautela. Entonces
como hoy, Roma tenía mucho que era edificante y mucho que dejaba bastante
que desear. El fruto o el daño derivado de la visita dependía en gran parte —entonces como hoy— del espíritu de quien la recorría. Y no
hay razones convincentes para pensar que fray Martín abrigara ya
entonces los sentimientos antipapales que más tarde lo habían de
caracterizar
De vuelta a su patria, Lutero volvió a la enseñanza en
la universidad de Wittemberg. Por razones que ignoramos, abandonó la causa de
los observantes que había
defendido en Roma y se convirtió en defensor de Staupitz. En
adelante aquéllos empezarían a figurar entre sus más encarnizados objetos
de odio. En 1512 obtuvo el doctorado en teología y, aquel mismo año, fue
nombrado por Staupitz vice-prior del convento de Wittemberg. Aquel título
universitario le confería gran dignidad y respeto ante sus oyentes, cuando
interpretaba las Sagradas Escrituras o hablaba de materias teológicas.
«Hombre elocuente y categórico en sus afirmaciones, fervoroso e íntimo, muy
personal y nuevo en la manera de explicar a los autores, todo ello
contribuyó en grado sumo a atraerse y a inflamar a sus discípulos.
Tratándose además de una universidad reciente y de escasa tradición, su
nombre figuró pronto como una auténtica gloria de aquel centro del saber».
A esto se añadían sus trabajos con las almas, sus predicaciones llenas de fuego
y de convencimiento y su trato personal que no tardaba en cautivar a
cuantos se le acercaban.
En la cátedra el tema de sus cursos desde 1513 a 1518
fue bíblico, en la manera en que esto se entendía en aquellos tiempos, es
decir, una exposición de las Sagradas Escrituras a base de los Padres de
la Iglesia y de los grandes teólogos. Los historiadores han tratado de analizar
con el mayor esmero posible los escritos luteranos de aquel período para
descubrir las ideas teológicas que por entonces profesaba el futuro
reformador. Las conclusiones a que han llegado son de grandísimo interés
para nosotros. De 1512 a 1515 Lutero explicó un curso sobre el Libro de los Salmos. «Ninguna de sus
doctrinas se opone todavía al dogma católico. La exposición se hace con
calma, sin polémicas ni violencias. Aquí y allá el autor denuncia los
abusos de la Iglesia. Nada nos descubre todavía un alma atormentada. Sin
embargo, hay en muchos de sus pasajes una clara oposición a los frailes
observantes a quienes compara con los judíos y trata de desobedientes, hipócritas y orgullosos que sólo se ocupan de la observancia
externa y de las ceremonias. Aparecen también sus sentimientos contrarios a
las buenas obras y una inclinación a la fe fiducial en los méritos de
Cristo». Sus sermones, cortados según el mismo patrón, nos preanuncian al
orador de palabra fácil, de los epítetos cáusticos contra todos aquéllos
que difieren de su opinión. Entre 1514-1516 Lutero comentó desde su
cátedra universitaria la Epístola de San Pablo a los Romanos. Un pequeño
manuscrito, que no estaba destinado a la publicación —y cuya copia fue
descubierta por Denifle en 1904, mientras que el original era hallado años
después por Ficker en Berlín— nos revela el estado de ánimo y las
posiciones teológicas del agustino. Internamente profesaba ya claras
doctrinas heréticas: identificaba el pecado original con la
concupiscencia; afirmaba la total corrupción de la naturaleza humana;
negaba que el bautismo o los demás sacramentos fueran capaces de destruir
en nosotros el pecado; se rebelaba contra las buenas obras y contra su eficacia
respecto de la salvación. Esta y la justificación nos han de venir
únicamente a través de la fe fiducial en Cristo. «Cuando Lutero escribió
este tratadito —dice Bohmer— ya estaban definidos en sus líneas generales los
principios religiosos y éticos de su sistema, aunque necesitaban todavía
de retoques de importancia. Por ejemplo, en materias de matrimonio y
celibato, Lutero suscribía aún las nociones tradicionales... Sin embargo,
las doctrinas afirmadas en este comentario —formuladas de una o de otra
manera— le satisficieron y quedaron intactos en su punto esencial».
EL ESTALLIDO DE LA HEREJIA
No era posible que en un hombre tan impulsivo como
Lutero estas convicciones quedasen por mucho tiempo encerradas en su alma. La
popularidad de su persona y el eco hallado por las nuevas doctrinas
(recuérdense los nombres de Amsford, Carlstadt y Link entre otros)
constituían para él una verdadera tentación. Al igual que otros
revolucionarios, procuró difundir aquellas ideas por medio de su
correspondencia epistolar, enviando disertaciones todavia no impresas a
sus amigos y, en fin, por conducto de su ardiente predicación. El odio
contra Roma afloraba en todas partes con caracteres cada vez más
pronunciados: «La Curia romana —escribía en 1516— está totalmente
corrompida e infecta; es un caos de inconcebibles crápulas, bribonadas,
ambiciones y sacrilegos ultrajes. La ciudad está hoy tan enfangada en
vicios como en los tiempos de los Césares, si no más... Sin embargo, y
aunque tengas todos los vicios enumerados por San Pablo en la II Epístola
a Timoteo (capítulo tercero), con tal de que defiendas los derechos de la
Iglesia, serás considerado como el mejor de los cristianos». Es evidente,
que, en este estado de ánimo, tenía que bastar cualquier ocasión para que
saltara la chispa. Se ha hablado de provocación por parte de Roma. No hubo tal. La revuelta hubiera estallado, aun sin el
incidente de la predicación de indulgencias.
Son de todos conocidas las circunstancias de aquel
conflicto. Con el fin de cubrir los gastos de la construcción de la nueva
basílica de San Pedro, el Papa Julio II en 1507 y su sucesor León X,
siguiendo una costumbre ya tradicional, habían concedido una indulgencia
plenaria a los fieles de todo el mundo que, después de haber confesado y
comulgado dignamente, ofrecieran una limosna para la magna basílica
romana. La indulgencia se predicó de hecho en toda Europa sin que causara
mayor alteración. Hasta naciones como Inglaterra y Suiza, que más tarde
harian causa común con el protestantismo, parecieron admitir aquel modo de
predicar recibido comúnmente en la Iglesia Solamente Lutero se
levantó contra ella. El motivo no era únicamente el disgusto por lo que
hubiera de reprensible en la predicación, sino sobre todo por lo que la
doctrina de las indulgencias encerraba en sí. En su opinión —lo había dicho
claramente en un sermón de 1516— las indulgencias «daban al hombre una
seguridad falsa y lo hacían perezoso para buscar la gracia de Dios».
Además «el Papa era cruel al no concederlas gratuitamente a los pobres, cuando
lo podía hacer a cambio de una suma de dinero». El fondo doctrinal y el
estilo popularesco —y no carente de exageraciones o imprecisiones peligrosas—
con que el dominico Tetzel anunció en la ciudad y en los contornos la
indulgencia, acabaron por excitarle.
La víspera de Todos los Santos mandó clavar a las
puertas de la iglesia de la universidad de Wittemberg sus 95 tesis escritas en
latín sobre el valor y la eficacia de las indulgencias. Su finalidad era
—además de mostrar su audacia en oponerse a aquellas creencias de la Iglesia—
desafiar a Tetzel, o a cualquier teólogo, a una disputa pública sobre las
mismas. La lista presentada contenía de todo: doctrinas que eran totalmente
inocuas, y otras discutibles o peligrosas o decididamente falsas. Aseguraba que
el Papa no podía perdonar sino aquellas penas que él mismo había decretado
(tesis 5); que las indulgencias no podían aplicarse a las almas del
purgatorio (tesis 8-29); que con una buena contrición sobraban todas las
indulgencias (tesis 36, 37); que la Iglesia no estaba en posesión del thesaurus meritorum, fundamento de la
doctrina de las indulgencias (tesis 58); que había que exhortar a los
fieles a seguir a Cristo más que a poner una falsa esperanza en esa clase
de remisión (tesis 94-95). Naturalmente el Papa y la Santa Sede aparecían
mencionados en diversas partes y para no quedar nunca en buen
lugar. Lutero les preguntaba por qué, siendo más ricos que Creso, no
podían construir la basílica vaticana con sus propios medios sin acudir a
vaciar los bolsillos de los fieles (tesis 86). Las invectivas —anota
certeramente von Pastor— iban dirigidas, menos al dominico que al Papado.
«No fueron siquiera los abusos que entonces podían existir en materia de
indulgencias los que movieron a Lutero a salir a la palestra; las tesis
del 31 de octubre eran la primera ocasión externa que mostró al mundo el
contraste profundo de su alma con las doctrinas de la Iglesia». El mismo,
escribiendo a Tetzel ya gravemente enfermo, le decía: «quédese tranquilo,
pues aunque la cosa comenzó por usted, la criatura tenia ya otro padre»
La invitación a la disputa no obtuvo resultado. Sin
embargo, la noticia del reto corrió como pólvora por toda la región suscitando
viejos rencores anti-romanos. Aparecieron innumerables escritos a favor y en
contra de aquella posición. Tetzel publicó una contrarréplica no deteniéndose
en los detalles de la doctrina indulgenciaría, sino yendo al fondo de la
cuestión: la autoridad eclesiástica y las decisiones de la Santa Sede en
materias de fe y de doctrina. Lutero continuó oponiéndose a todos en
escritos y sermones llenos de hiel y de amargura. Se ve que estaba pasando
por una fuerte crisis espiritual entre el temor de ser declarado como
hereje —cosa que no podía agradarle, pues tampoco estaba aún dispuesto a
romper con la Iglesia— y el ánimo popular que iba recibiendo de muchos
de sus compatriotas, empezando por los sacerdotes y religiosos. Pero la
cosa no paró allí. Johann Maier de Eck, uno de los más conocidos
humanistas y teólogos alemanes, escribió otras 95 Annotationes para probar las indudables afinidades entre el nuevo reformador y el
hereje Huss. En Roma, el dominico Silvestre Prierías, maestro del Sacro
Palacio, lo denunció en un Diálogo contra las presuntuosas conclusiones
de Martín Lutero contra la potestad pontificia. Esto le podía perjudicar.
Por eso se decidió a escribir al mismo Papa una carta en la que uno
apenas sabe por dónde decidirse, pues contiene frases de aparente humildad
y sumisión («yo me prosterno a los pies de Vuestra Santidad ofreciéndome
con todo lo que soy; haced de mí lo que os plazca; dadme la vida o la
muerte»); protestas de que se le está calumniando injustamente como a
rebelde de la autoridad ponticia; y afirmaciones de una indecible sangre fría
en las que asegura que ha obrado según su conciencia y que se cree inocente
y tranquilo en todo cuanto ha escrito y ha obrado
Pero las cosas siguieron su curso. Una invitación de
la Santa Sede a las autoridades de la Orden agustiniana para que mandaran
retractarse al fraile rebelde, terminó con la escandalosa adhesión de muchos de
sus hermanos de religión a las nuevas teorías. Se le intimó el mandato de
presentarse en Roma, pero lo impidió su protector el príncipe Federico de
Sajonia. El interrogatorio hecho por el nuncio Cayetano durante la Dieta
imperial de Augusta (octubre de 1518) no dio ningún resultado positivo.
Lutero no sólo negó la doctrina del thesaurus Ecclesiae, sino que defendió ya abiertamente la causalidad de los sacramentos por la
sola fe. Ante el temor de ser arrestado, apeló del Papa mal informado
al mejor informado, demanda que más tarde cambió por la apelación al
Concilio General. El legado pontificio quisó arrestarlo, pero Federico se
opuso de nuevo con la excusa de que no había sido todavía condenado como
hereje. Otras tentativas propuestas por la Santa Sede (conversaciones de
Miltitz y promesas de observar el silencio si sus adversarios hacían lo mismo;
peticiones hechas a los príncipes para que procediesen más enérgicamente
en el asunto, etc.), fueron totalmente inútiles. El ambiente estaba
excitadísimo y aumentaba cada día el número de los simpatizantes de las nuevas
doctrinas. La disputa de Leipzig tenida en el castillo de Pleissenburg
entre Eck y uno de los más fieles seguidores del agustino, Carlostad, auxiliado
después por el mismo Lutero, fue útil o desastrosa según el ángulo desde
donde se le mire. Eck mostró en aquella ocasión sus grandes dotes de
teólogo y de dialéctico. Los asistentes quedaron convencidos de que
el agustino se había equivocado gravemente. El mismo Bóhmer, decidido a
defender el triunfo luterano de Leipzig, admite que «Eck hizo más
impresión que Lutero sobre el auditorio». Las
razones con que probó que el rebelde mantenía las mismas posiciones que
Wycleff y Huss, condenadas ya por la Iglesia, animaron sin duda a las
universidades de Lovaina, París y Colonia a mostrarse severas y a rechazar
categóricamente las nuevas doctrinas. «La importancia de la
disputa —escriben Bihlmeyer-Tuechle— consiste en el hecho de que se obligó
al reformador a declarar sin ambages sus doctrinas heréticas sobre la Iglesia y
el Papado. De este modo se reveló el abismo profundo que lo separaba de la
doctrina católica. No se trataba ya de opiniones o de doctrinas secundarias,
sino de un asalto radical contra los dogmas y la constitución de la
Iglesia». En cambio —y en esto puede consistir el
aspecto trágico de la famosa reunión— Lutero vio que mantenía posiciones
indefendibles y que su ruptura con Roma se convertía en necesidad. Y la
decisión fue irrevocable.
La Santa Sede, después de muchos titubeos, se decidió
a tomar una actitud más firme y radical. En la bula Exurge Domine (15 de junio de 1520) se condenaban 41 tesis de Lutero, con todos sus
escritos; se amenazaba con la excomunión a él y a sus seguidores si no se
sometían en el término de 60 días. El inculpado se sintió herido en lo más
vivo y se vengó con escritos llenos de veneno contra el Papado y la
Iglesia. El 10 de diciembre, acompañado de sus discípulos, quemó en
pública hoguera la bula pontificia y el libro del Corpus Iuris Canonici. Una nueva bula, Decet Romanum Pontificem (3 de enero de 1521) lo
excomulgaba solemnemente de la Iglesia. La fatal escisión quedaba consumada.
LA CRISIS DEL ALMA LUTERANA
Llegados a este punto, verdaderamente crucial en la vida
de Lutero, se impone una mirada retrospectiva a los años anteriores a su
rebelión pública de 1517. La crítica moderna rechaza la antigua tesis de
una apostasía luterana sin más base que la controversia de las
indulgencias. Aun admitiendo las exageraciones ocurridas en su concesión o
en el modo de predicarlas, las indulgencias no constituyeron sino la
ocasión para que se manifestara una deslealtad que internamente habia
ocurrido desde bastante atrás. Sus biógrafos están acordes en que —a partir
de 1512 o, a lo más 1515— el agustino profesaba ya, en el reducido círculo
de sus seguidores, doctrinas heterodoxas, no solamente en cuanto a la remisión
de las penas temporales por pecados ya perdonados, sino también sobre el
concepto tradicional de la Iglesia, de las fuentes de la teología y aun de la
misma obra de la Redención. Los años siguientes sólo sirvieron para madurar
aquellas teorías, confirmarlas con textos escriturísticos y extenderlas a otros
campos de la dogmática y de la moral. Lo que de 1517 en adelante ocurra en
su vida será asimismo la consecuencia lógica —más o menos acelerada por
las personas y por los acontecimientos— de las premisas asentadas con
anterioridad.
Los historiadores se han detenido, no sin cierto
temor, ante este umbral para preguntarse por las razones íntimas de aquella
deserción. ¿Fué sencillamente «la lógica consecuencia de unos conatos
fallidos por encontrar a Dios según las vías de la ascética y de la
teología católica», o se debió a causas de orden más íntimo —psicológico y
moral— que con frecuencia suelen abocar en defecciones de este género?
Digamos de antemano que cualquiera de las dos soluciones deja
intacta nuestra opinión sobre los orígenes del protestantismo. Puede haber
—y quizás haya habido— hombres de conducta moral intachable que, sin
embargo, han fallado en puntos de obediencia a la Santa Sede o de fe a las
doctrinas definidas y han sido condenados como herejes. Su buena conducta no puede
justificar su rebelión ni resarcir el daño que han hecho a la Cristiandad
rasgando la vestidura inconsútil que Ella había recibido en herencia de su
Fundador. «Ningún talento —escribe Lacordaire— ningún servicio puede compensar
el mal que hace a la Iglesia una separación. Preferiría ser arrojado al mar con
una piedra de molino al cuello antes de abrigar ninguna clase de
esperanzas, de ideas o aun de buenas obras fuera de la Iglesia».
En el caso luterano tenemos dos versiones opuestas
—además de una tercera intermedia— que tratan de explicar lo que realmente
sucedió en los años de crisis que corren de 1508 a 1517. La primera podría
llamarse la versión protestante tradicional y trae sus orígenes del mismo Lutero. Aunque éste no escribió ninguna obra
de tipo autobiográfico, pero explicó en diversas ocasiones los motivos
que lo indujeron al rompimiento con la Iglesia. Estos datos, aprovechados
por sus historiadores, nos han reconstruido el relato. Según éste, Lutero vivió
en el monasterio una vida regular observantísima, entregado por completo a las
obras de penitencia y de mortificación, a ayunos y rigores, todo con el fin
doble de buscarse la paz del alma y de asegurarse la eterna salvación. «He
sido fraile durante veinte años; me he martirizado de tal manera con
oraciones, desvelos y ayunos, sin hacer caso del invierno que, solamente
con su frío, hubiera bastado para causarme la muerte». «¿Por qué me entregaba en el claustro a austeridades,
afligía mi cuerpo con ayunos, con vigilias y con el frío? Porque anhelaba
obtener la certeza de que, por medio de aquellas obras, obtenía perdón de
mis pecados». Al no hallar en aquellas prácticas la ansiada paz, Lutero
recurrió a la Biblia, leyó y meditó a San Pablo para hallar por fin en sus
epístolas que solamente Cristo, por la aplicación de sus méritos a la
persona que pone en El su fe fiducial, es quien nos puede librar de las
angustias del espíritu. «En aquel momento —nos dirá él mismo— me
sentí renacer. Se me abrieron de par en par las puertas, vi que se me
revelaban las Escrituras y como que yo mismo entraba en el Paraíso».
La historiografía luterana —y más universalmente toda
la protestante— se ha nutrido durante siglos de este relato. Con pequeñas
variantes, la mayoría de sus biógrafos actuales, se contenta con repetirlo
a sus lectores. El mismo Bbhmer nos lo ha trasmitido en el capítulo, literariamente
bellísimo, que lleva por título: La aurora de la conciencia reformatoria. De otras obras más populares, por ejemplo del Here I Stand, de
Ronald Baiton, la narración ha pasado a la pantalla cinematográfica y de aquí a
la imaginación popular. Por otro lado, hay que conceder que tal secuencia
de hechos concuerda con las teorías caras a los protestantes sobre los orígenes
y el carácter de la Reforma considerada como «la vuelta al
cristianismo primitivo adulterado por las supersticiones y los abusos de
la Iglesia romana». «Este hermoso y dramático relato —dice Fébvre— se
acopla perfectamente con todo lo que (entre los protestantes) se dice
sobre los orígenes y las causas del protestantismo. ¿No había nacido de
los abusos tantas veces denunciados y nunca corregidos de la Iglesia?
Abusos materiales: simonías, tráfico de beneficios y de
indulgencias, vidas desarregladas en los eclesiásticos, disolución rápida
de las instituciones monásticas. A su lado, abusos morales en la misma
proporción, sobre todo por la decadencia y miseria de una teología (la
católica) que reducía la fe viva a un sistema de prácticas muertas».
Si para los protestantes el desenlace era normal, el
único posible en aquellas circunstancias, el caso cambia para los historiadores
católicos que siguiendo casi el mismo camino y asentando parecidas premisas, se
ven obligados a abandonarlos en el último momento, porque su conciencia —y
en parte las normas de la Santa Sede— les prohiben continuar en su compañía
hasta el fin. Los protestantes los han acusado, y tal vez con razón, de no
ser lógicos en su raciocinio. Si es verdad todo cuanto afirma Lutero sobre
las tristes condiciones de la Iglesia, sobre las actuaciones del Papado, sobre
su imposibilidad de hallar remedio en los sacramentos y en las prácticas
puestas en sus manos por la religión católica —el reformador «sentía
dentro del alma una profundidad religiosa que el catolicismo de su
tiempo no podía saciar»— resulta en extremo difícil condenar su actuación
posterior o su ruptura total con Roma.
La segunda versión —conocida durante mucho tiempo con
el nombre de la católica— se bifurca en dos
direcciones: una de tipo completamente popular y otra que tiene sus bases
científicas. Aquélla, abusada tanto en nuestros púlpitos y en nuestra
literatura barata, se contenta con darnos un retrato burdo del reformador y de
su obra. Lutero habría sido sencillamente un fraile de vida irregular que, al
no poder soportar el yugo de la disciplina monástica, colgó los hábitos,
dio rienda suelta a sus pasiones, se arrimó maritalmente a una monja
apóstata, animó a sus contemporáneos a que imitaran su ejemplo y, después
de hacer un escarmiento brutal en la guerra de los campesinos, se
entregó a la bebida y a la crápula, mientras con todas sus fuerzas trataba
de destruir la Iglesia y el Papado. Esto, como decimos, simplifica los
hechos, desenfoca los acontecimientos y, a fin de cuentas, no responde a
la verdad total. Se parece más a una caricatura que a un retrato.
Un hombre manchado sólo por tales vicios, no hubiera sido capaz de
realizar una de las más grandes revoluciones de la historia. La
investigación seria ha descubierto facetas de su vida espiritual, de sus
hondas preocupaciones religiosas y aun de su acumen teológico, que
contradicen la descripción anterior. El iniciador de la Reforma fue algo muy
distinto de lo que esos polemistas, por lo demás abandonados a su sino por
los historiadores serios de nuestros días, nos quisieron presentar.
Pero queda en pie otra estampa trazada por hombres
que, guiados indudablemente por un afán científico, se han dedicado de lleno al
estudio de los orígenes del luteranismo. En ella abundan igualmente las
sombras, las lacras morales y los errores intelectuales, para darnos un Lutero
con escasos derechos al pedestal de un auténtico reformador. A principios
del siglo (1904) se publicó en Alemania la obra explosiva de Denifle: Lutero y el Luteranismo. «En menos de seis
meses se había agotado la primera edición. Los luteranos temblaron de
rabia y de secreta angustia. Una parte de los católicos alemanes levantó
también las manos al cielo en señal de una vaga desaprobación. En las
revistas, en los periódicos y en las hojas volantes, no se hablaba más que
de Lutero. En las mismas asambleas gubernamentales, se oyeron interpelaciones y
protestas contra aquel libro atroz y sacrilego». Sus
golpes fueron tan duros que, aun al cabo de medio siglo, la obra
denifliana continúa levantando controversias. Amigos y enemigos tienen que
recurrir a él para tomar en cuenta —aunque sea para refutarle— las pruebas
aducidas en favor de sus asertos.
En el punto que nos ocupa, la tesis de Denifle puede
resumirse en los siguientes trazos. Indudablemente Lutero fue un hombre de
cualidades extraordinarias. Pero éstas venían contrarrestadas por defectos
y vicios también abultados. Por de pronto, los detalles trasmitidos por él
a sus discípulos y relacionados con su vida monástica, con sus austeridades y
penitencias, no corresponden a la verdad. El reformador había mentido a
sabiendas, como lo probaban las innumerables citas aducidas por el
dominico en confirmación de su tesis. Esto valía igualmente de las
acusaciones lanzadas por él contra la teología católica
y aplicables solamente a los autores nominalistas que moldearon su
formación y le sirvieron después de pauta. Lutero tampoco había sido un
religioso piadoso ni observante, sino al contrario, un hombre que dejaba
bastante que desear aun al tratarse de algunas de sus serias
obligaciones. Le faltaron las virtudes esenciales de la oración, de la
humildad y de la confianza en Dios. Fue probado con tentaciones de lujuria
y de desesperación. Si al principio les ofreció resistencia, al cabo de un
tiempo se dejó vencer por ellas. Y fue entonces cuando, cansado de la lucha,
atormentado por pasiones cada día más fuertes, recurrió a su teoría de la
naturaleza totalmente corrompida, de la inutilidad de las obras buenas y
de la justificación por la sola fe. La contienda terminó —en el
plano intelectual— declarando la guerra abierta a la vida monástica y al
Papado, y en el moral casándose con una monja.
La crítica de Denifle fue demoledora. Aquellas
páginas, empedradas de textos, revelaban a un Lutero muy distinto del que hasta
entonces figuraba en los manuales y en la literatura piadosa de las iglesias
separadas. El no ser ciudadano alemán —conociendo, sin embargo, la
idiosincracia de aquel pueblo— hacían a Denifle apto para una crítica
imparcial. Su teoría de la apostasía luterana encuadraba perfectamente en
innumerables casos anteriores de la historia de la Iglesia y hasta en el
concepto que de ella se ha formado la imaginación popular.
Teológicamente, tenía a mano las explicaciones de los autores ascéticos y
místicos y de toda la doctrina católica relativas a la necesidad absoluta de la
gracia y a los peligros a que se expone el alma cuando no la impetra debidamente
del Señor por medio de la oración y de la correspondencia a sus llamadas. Pero
hay que admitir que, en más de un detalle, el sabio dominico excedió los
límites de la objetividad. La selección de textos fue con frecuencia
arbitraria, su interpretación pecaba a veces de parcial. Por eso su
estrella —al menos como autoridad indiscutible en materias luteranas— fue
de efímera duración. La obra del jesuíta alemán, P. Grisar, mucho más ecuánime
y basada en las fuentes, suavizó la dureza de los rasgos espirituales del
reformador. Hoy los autores achacan a Denifle un buen número de defectos: no
todo lo que dijo Lutero sobre su vida católica puede ser catalogado como
mentiroso, sino que es con frecuencia meramente hiperbólico; no es lícito,
como lo hacía su biógrafo, restringir el concepto luterano de concupiscencia al vicio de la
carne; tampoco consta con certeza que, en sus años de religioso, llevara
la vida disoluta que él le quiere atribuir, etc. Añadamos que Denifle ha
hallado en su camino un tropiezo mucho mayor: el momento histórico en que
vivimos. El patriotismo de muchos autores alemanes cuando se trata de su
compatriota; las tendencias irónicas de cierta historiografía
moderna y aun los deseos de condonar las responsabilidades de aquella catástrofe
religiosa. Todo ello milita contra quienes levantan un poco la voz y se
atreven a llamar herejes, apóstatas o rebeldes a quienes
trajeron todos aquellos males a la Iglesia.
Al lado de estas dos tesis extremas: la del Lutero
adornado de virtudes y deseoso de buscar solamente a Dios, y la del Lutero
moralmente corrompido, hallamos una tercera explicación que quiere tomar en
cuenta los factores psicológicos y teológicos que intervinieron en aquella
crisis. La nueva teoría prescinde prácticamente del aspecto moral (en el
sentido de pecaminoso) que pudo haber en la vida del fraile agustino. Admite
que a partir de 1508, su vida de observancia dejaba bastante que desear,
pero no parece atribuir a ello una importancia mayor en relación con el
desenlace final. En cambio, parte del hecho de un Lutero que, tanto por
educación de familia como por su propio carácter, vivía en un continuo
terror de los castigos de Dios. El mismo Cristo se le figuraba solamente
en forma de severo juez. «En el monasterio —escribirá más tarde— teníamos
lo necesario para comer y beber; pero allí padecíamos verdaderos dolores y
martirios de conciencia y no hay nada que pueda compararse con éstos. Yo
temblaba con frecuencia ante el nombre de Jesús y aun al mirarlo en la
Cruz, sentía como si me fulminara con un rayo. Hubiera preferido
pronunciar el nombre del demonio antes que el suyo. Por eso estaba
convencido de la necesidad de practicar obras buenas para que Cristo se me
volviera amigo y propicio. En el monasterio yo no pensaba en mujeres, ni
en dinero ni en bienes temporales, sino que mi corazón temblaba y se agitaba
en deseos de hacerme propicio a Dios». Hay
ocasiones en las que Lutero se refiere a tormentos parecidos a los del
purgatorio y del infierno, frases que algunos autores han llegado a
comparar con las noches oscuras de nuestros grandes místicos.
Puesto en estas angustias, Lutero acudió a los medios
sugeridos por la Iglesia para casos parecidos. Recibió el sacramento de la
penitencia; consultó a su director espiritual; y hasta se entregó a penitencias
corporales. Pero todo fue en vano. Los remedios eran ineficaces. La concupiscencia
estaba allí; las tentaciones no se alejaban y su alma vivía atormentada.
«Cuanto más corría y deseaba llegarme a Cristo, tanto más se apartaba El
de mí. Después de las confesiones y de las Misas, yo continuaba
perturbado. La razón es que la conciencia no puede quedar
tranquilizada por las buenas obras».
Se preguntan los autores de esta teoría por qué unos sacramentos —-nos
referimos a la Confesión y a la Eucaristía— instituidos por Cristo para el
perdón de los pecados y aumento de la gracia santificante, sacramentos que
además han llevado la paz y el consuelo a innumerables almas,
resultaban tan ineficaces en el caso de Lutero. Y responden que la causa
residía en su mentalidad teológica deformada y en su identificación del pecado con la concupiscencia. Al ver que esta última no quedaba extirpada
por el empleo de aquellos remedios, concluía a la no remisión de los
pecados y, en consecuencia, a la inutilidad de todas aquellas prácticas
piadosas, incluida la misma recepción de sacramentos
Abandonadas asi las prácticas cristianas, Lutcro se
dto a la búsqueda de otra solución. Por lo que parece, no tardó en hallarla. Y
los autores místicos —y sobre todo la Theologia
Germánica— le habían persuadido de la necesidad de entregarse totalmente
en los brazos amorosos del Señor quien nos cubre bajo sus alas (a nosotros y a
nuestros pecados). Los consejos de Stauptiz, Vicario General de la Orden y
gran confidente suyo, lo habían enderezado en las horas de angustia por el
mismo camino. Sus propios estudios paulinos —sobre todo los de la Carta a
los Romanos— lo confirmaban en aquella opinión. La revelación de la torre había sellado aquella cadena de testimonios internos y externos. Y como
tales puntos de vista personales valían en su opinión más que la doctrina
oficial de la Iglesia y la enseñanza tradicional de quince siglos, Lutcro
decidió saltar por encima de todo y asentar las bases de su nueva visión
de la vida cristiana. Ésta comprendía los siguientes principios, resultado
de sus años de lucha y de experiencia personal: 1) la concupiscencia es
invencible y se identifica con el pecado original; 2) éste no queda borrado
por el bautismo, como ni los pecados actuales lo son por el sacramento de la
confesión; 3) la naturaleza humana ha quedado totalmente corrompida; no gozamos
de libertad de acción, y en consecuencia nuestra vida se reduce a un
continuo pecar; 4) sin embargo, basta que con fe fiducial creamos en
Cristo y en la eficacia de su sangre para que nuestros pecados queden
cubiertos por El y para que nosotros —aun permaneciendo internamente
leprosos y con el alma cubierta de hediondas llagas— aparezcamos justificados en la presencia de Dios. «Los santos —dirá Lutero— son
intrínsecamente tan pecadores como todos... aunque externamente (ex sola
Dei reputatione) aparezcan como justos».
La vivencia de esta paradoja, nos dice él, le llevó
una gran paz al alma. Ya no le afectaba ni la posibilidad de pecar. Había agarrado a Cristo con la fe fiducial; había
creído que El le perdonaba los pecados; y eso le bastaba. «Fíjate
—escribirá en el libro De Captivitate Babylonica—, lo rico que es
el cristiano. Aunque quiera, no puede ya condenarse, con tal de que no
rechace la fe. Hay un solo pecado que nos puede llevar a la condenación:
la incredulidad, es decir, el no creer que Cristo nos perdona». Al parecer —y por mucho que a uno le cueste persuadirse
de ello— Lutero se persuadió de la validez del raciocinio y encontró en él
la consolación que buscaba ansiosamente desde hacía tanto tiempo.
De este modo, casi por un mero error teológico y por unas taras
melancólicas heredades de sus antepasados, se habría verificado su gran
ruptura con la Iglesia católica.
DESPUES DE LA APOSTASIA
Consumada así la apostasta pública y arrojado de la
Iglesia, Lutero siguió el camino normal de los herejes que le habían precedido.
Doctrinalmente la condenación romana le empujó a deducir las últimas
consecuencias de las premisas asentadas antes de 1517. Ayudado por Melanchton,
las doctrinas quedarían encuadradas en un sistema teológico más o menos
coherente. Pero las innovaciones más importantes afectaron al terreno práctico.
Las provocaciones del ex-agustino hallaron eco favorable en innumerables
monasterios y conventos, trayendo como resultado la deserción de numerosos
religiosos y religiosas. Llegaron también en auxilio suyo los príncipes y
señores temporales, no siempre por puro amor al luteranismo, sino porque
el nuevo evangelio les abría el
camino a continuas expoliaciones de los bienes eclesiásticos.
La elección de Carlos V para emperador de Alemania (28
de junio de 1519) parecía presagiar días de triunfos a la Iglesia católica. El
joven monarca daba en todo momento muestras de honda religiosidad y de
amor a la Santa Sede. Al ser coronado en Aquisgrán (octubre de 1520) había
prometido tutelar los derechos del Papado y desbaratar el cisma que
acababa de aparecer. El legado pontificio Alcandro le había pedido que,
según los derechos vigentes, se procediese inmediatamente contra Lutero. Pero
se opusieron los príncipes, quienes exigieron al monarca escuchase primero
al acusado. Carlos V accedió a hacerlo en la Dieta de Worms (1521) a donde
sería llamado, no para discutir sino para retractarse de sus errores. Entonces
empezó a verse —por la actitud arrogante del reformador y por los
agasajos triunfales de que era objeto en el camino— que el hereje contaba
con el apoyo de los príncipes. Se lo diría más tarde Tomás Muntzer,
primero amigo y luego adversario acérrimo suyo: «si en Worms pudiste
enfrentarte con el imperio, fue porque tenías contigo a la nobleza —-a la
que habías pasado la mano— convencido como estaba de que con tus
predicaciones ibas a repetir el caso de Bohemia dándoles los bienes de los
monasterios y de las iglesias. Si hubieras cedido, te hubieran descuartizado».
Las sesiones de la Dieta confirmarían aquella impresión. Lutero empezó con
evasivas, pero al ver que los legados pontificios le urgían para que
definiera su actitud, lo hizo con frases que eran todo menos señal de
arrepentimiento: «A no ser que se me convenza por la Escritura o por otras
razones evidentes, yo no creo ni al Papa ni a los Concilios, todos los
cuales se han equivocado con frecuencia. Me siento ligado a los textos que
acabo de aducir y mi conciencia queda cautiva de la palabra divina. No
puedo ni quiero retractarme, pues no es conveniente ir contra la propia conciencia.
Que Dios me ayude. Amén».
Por eso era previsible que la petición del legado
surtiese escaso efecto. Carlos V —que había dicho durante las reuniones: «este
hombre no hará de mí un hereje»— dió un edicto de expulsión para él y sus
seguidores. A Lutero se le llamaba «hereje diez veces más pernicioso que
el mismo Huss», «enseñador de doctrinas perversas» y verdadero «demonio en
persona». Sus escritos debían ser entregados a las llamas. La orden era
clara, pero, una vez más, su ejecución quedaba confiada a los
príncipes, muchos de los cuales eran los menos dispuestos para el cometido.
El reformador, camino ya del destierro, fue víctima de una fingida
agresión y quedó raptado por el
Elector de Sajonia quien lo ocultó durante largo tiempo en su propio castillo
de Wartburg. Los dieciocho meses transcurridos en aquella soledad —la
«isla de Patmos» del luteranismo— estuvieron ocupadísimos. Lutero
experimentó grandes remordimientos contra el paso que había dado al
desertar de la Iglesia y arrastrar por el mismo camino a innumerables
almas. Volvieron también a asaltarle las antiguas tentaciones contra la
castidad, sin que se le ocurriera emplear contra ellas los remedios
prescristos por la ascética cristiana para tales ocasiones: «Sufro los ardores
de mi carne indómita; y yo que debiera arder en el fuego del espíritu, me
consumo en mi carne, en la lujuria, en la somnolencia y en la inacción. No sé
si Dios se ha apartado ya de mí. Por desgracia, rezo poco... Llevo ya ocho
días sin escribir, sin orar ni estudiar, molestado por estas tentaciones
de la carne».
El remedio que encontró fue el de entregarse
totalmente a las actividades externas. Algunas de las obras salidas entonces de
su pluma han pasado a la posteridad. El católico recuerda con cariño que fue
durante aquellos meses solitarios cuando Lutero escribió su bello
comentario mariano del Magníficat.
A la misma época pertenece también la traducción que, sirviéndose de la
Vulgata y de la versión erasmiana, hizo de las Sagradas Escrituras al
alemán. «La Biblia de Lutero —nos dicen Bihlmeyer-Tuechle— fue una obra de
gran valor lingüístico, alcanzó difusión extraordinaria y se convirtió en
vínculo unitivo para sus seguidores. En ella, sin embargo, mostraba el
reformador que para él ni siquiera la Sagrada Escritura constituye una
autoridad intangible, al menos en aquellos puntos en que no logra armonizarla
con sus propias concepciones. Así, por ejemplo, en la introducción al
Nuevo Testamento, eliminó de un plumazo la Epístola de Santiago,
definiéndola como carta de paja y opuesta al espíritu evangélico,
precisamente por la doctrina de las buenas obras que en ella se contenía».
Pero la mayor parte de las energías se le fueron en tratados y diatribas
anticatólicas. Aquel hombre parecía sentir una especie de necesidad de renegar
de aquellos aspectos de la vida católica y religiosa en los que se mostraba
más triste su defección. Ocupaban el primer lugar sus escritos cantra el
Papado; luego los votos monásticos (Juicio de Martin Lutero sobre
los votos religiosos) y por fin la Santa Misa (De abrogando Missa
privata). Esta última se convirtió para él en terrible pesadilla y le
inspiró algunas de las expresiones más nauseabundas salidas de su pluma.
LA REVUELTA DE LOS CAMPESINOS
Los años siguientes no lograron traerle la paz.
Mientras su discípulo Melanchton se dedicaba a compilar y ordenar las doctrinas
del maestro, éste veía ensombrecerse el horizonte con nubes de tormenta. La
revolución por él predicada empezaba a dar sus amargos frutos. Los amigos más
íntimos no cesaban de informarle sobre la horrible situación moral prevalente
en los sectores que abrazaban su programa. La relajación total de los conventos
y monasterios que empezaban a vaciarse —con la agravante de que la
presencia de aquellos exclaustrados eran otros tantos revolucionarios en
potencia— empezó a inquietarle. La cosa empezó cuando un grupo de
fanáticos seguidores encabezados por Muntzer y Carlstadt, ambos luteranos, se
pusieron a tomar justicia por su mano, destruyendo imágenes,
suspendiendo la Misa y otras prácticas religiosas. Los nuevos iconoclastas
habían aprendido la lección del maestro y predicaban también su evangelio peculiar, que
decían recibido de lo Alto en un momento de inspiración. Negaban el bautismo de
los infantes (por eso se llamaron anabaptistas), se rebelaban
contra las autoridades constituidas, pedían la abolición de las
instituciones eclesiásticas y anunciaban el próximo fin del mundo.
Aquellas rebeliones molestaron profundamente a Lutero, no solamente por
las aberraciones dogmáticas que predicaban, sino porque al hacerlo se
fundaban en el derecho de la revolución que creían —y no sin
motivo— corolario auténtico de la Reforma. Llamado urgentemente por
Melanchton (y no obstante la prohibición imperial) Lutero se dirigió a las
ciudades en que los revoltosos ejercitaban su actividad, se presentó ante
los amotinados y logró por el momento restablecer la calma, si bien tuvo
que acceder a la supresión de la Misa privada, de los ayunos y del
celibato eclesiástico. La intervención aumentó en el pueblo su prestigio.
Los jefes del alboroto fueron expulsados —por intervención del príncipe—
más allá de las fronteras del territorio. Publicó también un tratado: Contra
los profetas celestiales (1524) en el que se hacía una distinción neta
entre las bases de la reforma luterana y las pretensiones visionarias de
aquellos ilusos. Una de sus víctimas, Carlstadt, desterrado por el
Elector, llevaba colgando un gran cartel que decía: «Andrés Carlstadt,
expulsado por el doctor Martín Lutero sin ser escuchado ni convencido de
error».
En 1525 estalló la guerra de los
campesinos, verdadera explosión de anarquismo contra
terratenientes y señores feudales, dirigida por Muntzer y otros
cabecillas luteranos. Estos creían también hallar en la Biblia la
justificación de sus planes incendiarios. Entre los doce artículos en que
resumían el programa (que decían inspirarse claramente en las teorías
luteranas) figuraban los siguientes: la condenación de la esclavitud; la
supresión de las clases sociales, así como de los privilegios de los
ricos; el derecho de nombrar ministros que predicaran el puro evangelio; eliminación
de iglesias, estatuas e imágenes así como la transformación de monasterios en
hospitales, etc. La puesta en práctica de dichos puntos se llevó a cabo de
manera radical. Los campesinos —aun sin comprender los objetivos últimos
de las arengas— acudieron en tropel ilusionados con que aquello
significaba el fin de sus miserias. Los insurrectos recorrieron el país
devastando, incendiando y entregando al pillaje cuanto encontraban a su paso.
Asesinaron a sacerdotes y religiosos, cometieron violencias en iglesias y
en conventos, incendiaron bibliotecas y destruyeron innumerables obras de arte.
Muntzer, en estado de intoxicación mental, firmaba sus órdenes con el título: la
espada de Dios y de Gedeón. Desde la Alsacia a Sajonia, el
movimiento se extendió a casi toda la Alemania meridional, llegando hasta
las regiones austríacas del Tirol así como al lago Constanza y el Rhin
superior. Pero sus triunfos no fueron duraderos. Los príncipes cayeron en la
cuenta del peligro, se unieron entre sí y pronto lograron derrotar a
aquellas turbas mal organizadas y peor armadas. Las venganzas que se siguieron
no tienen nombre y los pobres campesinos sintieron en sus propias carnes los
efectos de aquel loco levantamiento. Se habló de la liquidación de cien mil de
ellos. Los jefes, empezando por Muntzer, pagaron con la vida su audacia.
Del influjo luterano en la gestación, no parece caber duda. La libertad
evangelica estaba a la base de toda la revuelta. Lutero había
predicado más de una vez la necesidad de destruir las iglesias,
los conventos y los obispados del anti-Cristo. Los caudillos de la
rebelión eran todos luteranos. «Si históricamente —concluye Grisar— no se
puede echar sobre el reformador todo el peso de la responsabilidad de aquel
monstruoso movimiento, tampoco se puede dudar de que sus teorías y las de
sus predicadores tuvieron en él parte principal».
La actitud de Lutero, a lo largo de la revuelta
armada, tiene para el historiador especial interés por la luz que arroja sobre
toda su personalidad. Por una parte, es verdad que el reformador odiaba
aquellos levantamientos por las fatales consecuencias que le podían acarrear. A
veces manifestó la opinión de que «el demonio, que no había podido
vencerle sirviéndose del Papa, buscaba ahora arruinarlo y engullirlo por
medio de aquellos profetas sanguinarios y de aquellos espíritus turbulentos y
criminales». Convencido también de que la revuelta traía sus orígenes de
los principios doctrinales de la Reforma, trató durante algún tiempo de favorecer la
causa de los campesinos. En su Exhortación a la Paz, escrito en respuesta a algunos de ellos, Lutero los defendía contra las
vejaciones y los impuestos de las autoridades y de los príncipes,
advirtiendo a éstos que la espada estaba ya desenvainada para castigar su
arrogancia: el siervo cristiano posee la libertad cristiana. Pero la defensa de los oprimidos acabó pronto.
Los acontecimientos fueron demostrándole que, de triunfar los campesinos,
los príncipes ahogarían en sangre a los sublevados y él —Lutero— podía
perder su protección y amistad. Esto no lo podía consentir. Entre las dos
facciones, prefería la de los señores territoriales. «Más vale la
muerte de los campesinos que la de los príncipes», escribió por entonces a
Amsdorf. Tomó, pues, la pluma y con aquel estilo violento que le
caracterizaba, escribió primero un panfleto: Contra las bandas
homicidas y ladronas de los campesinos, y luego otro: Sobre el
severo trato contra los campesinos. En ambos agotó sus epítetos
injuriosos contra aquellos indefensos siervos de la gleba, llamándolos perros
rabiosos, ladrones y asesinos, populacho que sólo obedece al látigo, etc.,
y exhortando a todos sus seguidores a «descuartizarlos, estrangularlos y a
pasarlos a cuchillo en privado y en público». «Que todos y cada uno, como
puedan y donde puedan, los ataquen, traspasen, estrangulen y corten la
cabeza como a perros enrabiados». Y para lograrlo
mejor, pidió auxilio a los príncipes con frases que hoy día no se pueden
leer sin espanto, y que con frecuencia los autores protestantes prefieren
omitir: «Soltadnos las cadenas, oh señores, y venid a salvarnos. Exterminadlos,
colgadlos a todos ellos. Vivimos en tiempos tan extraordinarios que los
príncipes que ahogan en sangre a los campesinos pueden ganar más cielo que
quienes se pasan los días rezando»
Como decimos, la revuelta quedó suprimida de la forma
más brutal. Y como el demonio le acusara de
aquellos asesinatos, el reformador le respondió reafirmándose en el hecho,
pero buscándole una explicación que probablemente había escapado
la atención del maligno: «Yo, Martín Lutero, he sido quien en la
insurrección de los campesinos, he matado puesto que yo di órdenes de que
se les matara; por lo tanto, que toda su sangre caiga sobre mí; yo a mi
vez la arrojaré sobre Dios, Nuestro Señor, que me ha mandado hablar como lo he
hecho». No es fácil barruntar los motivos de aquella inspiración. Queda, sin embargo, en todo esto un punto claro. El levantamiento armado
había enseñado a Lutero una gran lección: los verdaderos cristianos son incapaces de gobernarse a sí mismos; todos tienden al individualismo y
a la rebelión. Esto lo puede lograr únicamente el señor temporal. En
otras palabras, la única manera de salvar su revolución religiosa, estaba en
la sujeción de la misma a los príncipes. Optaría decididamente por aquella
solución. En adelante, el luteranismo «en lugar de ser la pura iglesia del
pueblo, se convertiría en iglesia subordinada a los príncipes y señores
temporales, encargados de velar por el orden y de intervenir aun en los
negocios más espirituales». Era, no se puede negar, una buena manera de
deshacerse de la tiranía de Roma.
EL CASAMIENTO Y LOS CONFLICTOS DOCTRINALES
En su vida privada, Lutero trató de aplicar
personalmente los principios básicos de la revolución. En 1524 arrojó de si el
hábito religioso. Por entonces había trabajado también en compañía de unos
amigos en sacar del monasterio a una comunidad de monjas cistercienses,
cometiendo además la imprudencia de hospedarlas en su castillo. Un estudiante
informaba irónicamente: «Aquí ha llegado a la ciudad un vagón lleno de
vestales, todas descosas de casarse más que de otra cosa. Que el cielo les
busque pronto maridos, porque de lo contrario puede ocurrir cualquier cosa». La
gente habló mal de aquella cohabitación del ex fraile con las mujeres.
Hasta que un buen día el pueblo se enteró de que el reformador se
había casado secretamente con una de ellas, Catalina Bora, de veintiséis
años y de familia noble. Aun en aquellos turbulentos tiempos, la cosa se
prestaba a la crítica. El reformador había asegurado que nunca tomaría
esposa. Tres años antes había afirmado que los votos monásticos eran
obligatorios y que su ruptura podía traer el caos a la Iglesia. Un amigo
suyo, Jerónimo Schurf, había dicho: «si este fraile se nos casa, todo el
mundo y el diablo mismo se van a reir y Lutcro va a arruinar cuanto ha
hecho hasta ahora». A los principios, sus mejores discípulos se llenaron de
horror. Lutero hubo de salir al paso de aquellos comentarios —con frecuencia
picantes— y defender su buen nombre ante los demás. Las explicaciones fueron variadas: «Dios lo ha querido
así; y cuando mis pensamientos estaban en otras cosas, el Señor me ha arrojado
en el estado conyugal»; con el matrimonio, «he tapado la boca a los que
nos calumniaban a Catalina y a mí», etc. Más tarde diría que la boda había
tenido como único objeto «burlarse del diablo y de todas sus escamas» y
«reirse de los príncipes y de los obispos, porque prohibían el matrimonio a sus
sacerdotes». Llegó también a asegurar que no lo había hecho en absoluto
por pasión ni por amor. Todo esto —sobre todo lo último— no deja de ser
irónico en el hombre apasionado y habituado a flirteos poco dignos aun en los
meses que precedieron a su unión. Tal vez uno de sus
mejores conocedores —Felipe Melanchton —nos revele parte de la verdad al
decirnos, en carta escrita a uno de sus íntimos, estas palabras:
«Estarás quizás asustado al enterarte de que, mientras
todas las personas capaces y gentes de bien viven en medio de la tribulación,
Lutero no tenga compasión de nosotros, esté —al menos aparentemente— lleno
de comodidades y deshonre su vocación (de reformador) cuando Alemania está
tan necesitada de su prudencia y de su fuerza. Pero te voy a dar mi
explicación: nuestro hombre es muy fácilmente abordable y las monjas,
después de tenderle muchos lazos, lo han cogido en ellos. Tal vez el
frecuente trato con ellas lo ha ablandado o quizás hasta inflamado, aunque él
es noble y de buenos sentimiento. Así ha caído en este nuevo e inoportunísimo
género de vida. Con todo, las habladurías que han corrido sobre sus relaciones
ilícitas, no reposan en la verdad. Ahora no tomemos a mal este hecho consumado,
pues yo estoy cierto de que hay una ley de vida que nos obliga al matrimonio.
En fin, esperemos que el matrimonio lo hará un poco más serio y le
hará renunciar a las bufonerías en que con frecuencia le hemos
sorprendido».
La carta, además de damos estos detalles sobre las
intenciones matrimoniales del reformador, nos revela el sentimiento de
vergüenza que dejó aquella decisión aun entre sus mismos seguidores.
Melanchton terminaba su misiva recordando a su amigo que «Dios ha mostrado su
voluntad a través de los numerosos pecados de sus santos» y que, en
materias religiosas, debemos tomar por norma «no a un hombre según las
apariencias», sino solamente «la palabra por él enseñada». «Pobre de
aquél que rechaza la doctrina a causa de los pecados del maestro que la
enseña». Consideración muy oportuna si es que la doctrina luterana no
claudicara por sí misma en más de un punto primordial. La verdad es que
quienes conocían también ésta, no acababan todavía de reponerse de la mala
impresión. «Las comedias —decía satíricamente Erasmo— terminan de ordinario en
matrimonio: lo mismo que ha ocurrido con la tragedia luterana. El fraile
se nos ha casado con una monja... Lutero comienza a ser más dulce...
Verdad que no hay ser humano que no lo amanse una mujer». Lutero admitió que con aquel acto «se había rebajado
y envilecido». Y mucho, a los ojos de Dios y de los hombres.
Pero la revolución luterana no se detuvo. Las
libertades concedidas en materia de dogma, pero sobre todo de moral, tuvieron
buena acogida en las masas, aunque a muchas de éstas se les hiciera
difícil desprenderse de ciertas fiestas y costumbres litúrgicas heredadas
desde tiempo inmemorial. Pero eran sobre todo los príncipes los más
favorecidos por el movimiento y los empeñados en hacerlo triunfar.
Vimos en páginas anteriores los cambios introducidos en sus dominios por
las Dietas de Worms (1520) y las de Spira de 1525 y 1529. La erección de iglesias territoriales fue el gran paso
obtenido en favor de las nuevas doctrinas y el hecho cuasi-jurídico que
las trasmutó de un mero movimiento religioso, más o menos profundo, en
una institución con sus límites, sus leyes y sus prohibiciones. Los
príncipes, al adquirir el ius legislandi y el ius reformandi, fueron cobrando la dignidad de verdaderos pontífices del luteranismo.
Según se presentaban las ocasiones, se encargaban de nombrar a los
dirigentes de las nuevas comunidades y aun de castigar con duros castigos
todo pecado de desviación o de rebeldía. La imposición de la Misa alemana, la supresión de varios sacramentos, la adopción de un nuevo ritual y aun
la más rígida censura contra todo cuanto se opusiera al luteranismo,
constituyeron otros tantos actos de ejercicio de aquel poder. La Confesión
de Ausburgo (1530) redactada en latín y en alemán por Melanchton, formuló por
primera vez los principios doctrinales por los que se regirían las nuevas
iglesias. En su primera parte (artículos 1-21) se exponía la doctrina
luterana en términos lo menos distintos posibles de la fe tradicional; pasando
por alto doctrinas tan tradicionales como el primado, el sacerdocio, las
indulgencias, el purgatorio y el culto de los santos Hasta se afirmaba que
«toda la disensión entre católicos y luteranos, se reducía a la cuestión de
unos pocos abusos; tota dissensio est de paucis quibusdam abusibus».
En la segunda parte (artículos 22-28) se hacía la lista de algunos de
tales abusos: la comunión bajo una sola especie, el celibato eclesiástico,
las Misas privadas, la obligación de la confesión, el precepto del ayuno,
los votos monásticos y la jurisdicción episcopal. Naturalmente, además de los
grandes dogmas, enunciados claramente o arteramente disimulados, de la
Reforma. Los católicos escribieron una refutación, que resultó del
todo inaceptable a los protestantes. Lutero, imposibilitado de abandonar su
retiro, trabajó para que los suyos abandonasen la reunión. Llamaba a aquellos
conatos de pacificación, intentos imposibles: «queréis unir a Lutero y al
Papa; pero ninguno de los dos consentirá en ello; equivaldría a
reconciliar a Cristo con Belial»
El emperador deseaba hacer algo para aplastar aquella
revolución que iba tomando un carácter cada vez más incontenible. Pero le
faltaban elementos. Su Edicto imperial del 15 de noviembre de 1530 halló un eco demasiado débil en los mismos
príncipes católicos y Lutero tuvo la osadía de refutarlo con una Advertencia
a mis queridos alemanes en la que, hablando en nombre del Espíritu
Santo, afirmaba que no existía fuerza humana capaz de resistir al
ímpetu de sus seguidores. Fue también cambiando poco a poco sus antiguas
teorías sobre la pura predicación evangélica por el de una
posibilidad de resistir, aun con la fuerza de las armas, las emboscadas de
todos aquéllos que se opusieran a la Palabra de Dios. El volta face se debía sobre todo a la actitud retadora de los príncipes
luteranos o luteranizantes que se creían suficientemente fuertes para oponerse
al mismo emperador. El reto se concretó en la Liga de Esmalcalda (1531),
integrada por un elevado número de príncipes, que se comprometía a dar
batalla en el momento en que cualquiera de sus territorios se sintiera
amenazado «por causa del evangelio». «Los protestantes —comenta Grisar—
tenían ahora un centro político, una fuerza sobre la que
apoyarse... Ya no eran ni Lutero ni sus teólogos quienes representaban la causa
de la Reforma, sino las autoridades civiles que sabrían aprovecharse de
ella para su medro personal». Carlos V no hubiera tolerado en otras
circunstancias aquellos retos. Pero sus enemigos exteriores le acosaban
por todos lados y no tuvo más remedio que contemporizar. La amenaza de los
turcos poma en peligro a Viena. En julio de 1532 el compromiso de
Nüremberg determinó dejar las cosas in statu
quo (es decir, dejar a los príncipes en posesión completa de sus territorios) hasta
que se convocara un nuevo Concilio. Los luteranos pudieron respirar.
Las debilidades del enviado pontificio Vergerio —auténtico ejemplar de
ciertos ultra-irenistas de nuestro tiempo— terminaron en absoluto fracaso. Los
nueve años de ausencia del emperador sirvieron para que el luteranismo
echara sus hondas raíces en Alemania.
Mientras tanto, Lutero pudo también dedicarse —casi
sin ser molestado— a consolidar sus ganancias. Su actividad fue incansable y
estaba en gran parte motivada por las continuas controversias que surgían
alrededor de diversos puntos doctrinales. Erasmo le había vuelto las espaldas y
lo había atacado con dureza. Las diferencias de opinión eran anteriores,
pero se habían manifestado más agudamente en algunas de las obras escritas
entonces por el humanista de Rotterdam. Su Diálogo del Libre
Albedrío (1524) iba dirigido a atacar de raíz el
dogma luterano de la corrupción total. Las discordias tomaron cariz
todavía más personal en la correspondencia epistolar que se cruzó entre ambos.
Lutero le respondió en 1525 con su tratado De servo arbitrio que se
ha calificado como «el más perfecto salido de su pluma», y que, en todo
caso, se lo debemos de agradecer porque es el que mejor nos refleja «el
insondable abismo de la miseria humana», al menos tal como la veía el
reformador. Personalmente no se sentía mejor que en sus años de monasterio. «Olim
in monasterio, escribía, longe eram sanctior quam nunc sum». El
tratado abundaba también en diatribas personales. Erasmo tomó la réplica,
la estudió bajo todos los puntos de vista y descubrió los lados débiles de
su contenido; los errores de citación; las alteraciones voluntarias del
texto sagrado, etc. Para pagarle en la misma moneda, el humanista puso de
relieve el ilimitado orgullo de su adversario. Las críticas erasmianas de
la réplica Hyperaspistes sirvieron para que la mayoría de los
humanistas —a excepción de los que estaban ya implicados en la
revolución religiosa— se apartasen del partido de Lutero. Este pidió una y
otra vez que «se desenmascarase la ignorancia y la maldad de Erasmo», pero
no logró demasiado. La oposición era asimismo
fuerte, —lo veremos en su lugar— con los reformados suizos y franceses.
Zwinglio lo atacó en materia sacramentaría, en cuestiones de fe y en su
punto céntrico de la presencia eucarística. Calvino, con su doctrina de la predestinación
eterna, fue otro de los adversarios con quienes nunca pudo llegar a un
entendimiento. Desde la lejana Inglaterra, era nada menos que el rey Enrique
VIII quien se oponía sistemáticamente a sus doctrinas y vituperaba el acto
de su separación de la Santa Sede. Las respuestas a todos ellos robaron
mucho tiempo al reformador, quien, además de satisfacerlos doctrinalmente, casi nunca dejaba de obsequiarlos con ramilletes de
injurias y de amenidades. Sobre todo las dirigidas al rey inglés, son
intraducibies. De 1529 son dos de los más hermosos tratados de Lutero, su Catecismo
Mayor y Menor. De este último escribe G. Rupp que es tal vez «la mejor
obra de Lutero, bella en su sencillez y única entre los documentos del
protestantismo, un instrumento de oración inteligible hasta para un niño;
el libro del que el reformador hizo su manual de oración hasta el fin de
la vida».
LOS ULTIMOS DIEZ AÑOS
No fueron tan felices como se los había prometido el
reformador. De la marcha de la revolución religiosa por él suscitada, no pudo
ocuparse demasiado por la sencilla razón de que su implantación estaba en manos
de los príncipes que la habían tomado como cosa propia. «Lutero —escribe
Algermissen— no pudo ya controlar su movimiento y se convirtió más en un
hombre que es arrastrado, que en un impulsor. Con frecuencia se vió
también obligado a hacer concesiones que le fueron amargas y que sólo
sirvieron para que vacilara su autoridad. El reformador fue viendo
asimismo cómo maduraban los amargos frutos de su doctrina. Fueron muchos los
sacerdotes y religiosos de espíritu mundano, libidinosos y mujeriegos,
que se les unieron para echar por la borda, junto con el celibato, toda su
vida sacerdotal».
Al fundador le dejaron a cargo las cuestiones
doctrinales. Pero ni aun aquí pudo obtener demasiado. A los principios había
insistido en la necesidad de que se ventilaran los puntos discutidos en un
Concilio General. Ahora Roma estaba haciendo lo posible para que se
celebrara uno. El Papa Paulo III había llevado a cabo los primeros
intentos con el objeto de que la magna asamblea se abriera en Mantua y en
Vicenza en 1536. Pero lo impidieron los manejos del rey francés, quien, como dice
muy bien E. Léonard, se mostró con frecuencia «luterano en política extranjera». Los luteranos —después de la publicación de los Artículos de Esmalcalda— poseían ya el
sumario doctrinal de sus creencias y, por cierto, formuladas de manera
contrastante y áspera, de modo que no quedara ninguna duda sobre sus puntos de
disensión con la Iglesia católica. Esta, sin embargo, quiso probar una vez
la dosis de buena fe que podía haber en los reformados. Así se hizo
en los famosos coloquios de Worms (1540) y de Ratisbona (1541). El
último se celebró en presencia del emperador y ante dos legados pontificios,
los cardenales Morone y Contarini. Ambas partes llevaron a sus mejores
teólogos: los católicos a Eck y a Pflug, y los protestantes a Bucer y a
Melanchton. Hubo a los comienzos alguna esperanza de acuerdo en puntos
como el pecado original, el libre albedrío y la justificación (aunque las
fórmulas adoptadas eran ambivalentes y se prestaban a lamentables confusiones,
por lo que fueron rechazadas por Roma), pero pronto se vió que se
estaba jugando con las palabras y que el deseo del compromiso podría traer consigo males incalculables. En las siguientes discusiones
—cuando se vino a tratar de la doctrina de la Iglesia, de los sacramentos
y de la jerarquía eclesiástica— los reunidos cayeron en la cuenta de que
no había nada que hacer. La presión de los ejércitos turcos en el frente
oriental, alejó al emperador y los coloquios hubieron de quedar suspendidos. Para entonces, la parte católica se había convencido de
la inutilidad de las reuniones. «Si Dios no hace un milagro —escribía
Contarini— no se llegará a ningún acuerdo por causa de la terca soberbia
de los protestantes» «No hay término medio —añadía más
enérgicamente Eck— las bellas frases no conducen a nada. Todo aquel que
quiere vivir unido a la Iglesia, debe aceptar las enseñanzas de los Papas
y de los Concilios y de todo cuanto Ella enseña. Todo lo demás es humo. No
bastarían cien años para cambiar las cosas» «Desde Worms a Trento —comenta
un protestante— Roma se mantuvo firme en materias sobre la supremacía
pontificia, el sacrificio de la Misa, las doctrinas ortodoxas sobre los
sacramentos, las buenas obras y la intercesión de los santos. A veces con la
mejor buena voluntad, eran puntos que la otra parte no podía admitir sin
traicionar a sus principios».
Las concesiones obligadas que el emperador tuvo que
hacer a los luteranos durante los años siguientes, les convencieron de que
había llegado la hora de obrar por cuenta propia y prescindir de lo que pensara
Roma sobre la materia. Los adjuntos políticos parecían ponerse a su favor. A la
invitación hecha por el Papa que asistiesen al
Concilio que aquel año de 1545 se abría en Trento, los
protestantes respondieron con la negativa tajante de la Dieta de Worms.
Lutero, por su parte, se desfogó con uno de sus tratados más injuriosos: Contra el Papado de Roma, fundado sobre el demonio (1545). Las intervenciones imperiales (consecuencia de la lucha interna de
Carlos V con Paulo III sobre la manera de celebrarse el Concilio) resultaron de
hecho muy favorables a los luteranos. El Interim de Ausburgo había
constituido uno de los grandes sueños del emperador y la manera práctica de
arreglar la situación con aquellos príncipes a quienes acababa de derrotar
tan brillantemente en el campo de batalla. Pero ya desde hacía algunos
años, su actitud respecto del luteranismo —no en cuanto a la doctrina que
él siempre rechazó, sino respecto de algún modus vivendi que quería
encontrar— parecía debilitarse un tanto. Las adversidades externas (pero
sobre todo las que venían del interior, precisamente de aquellas personas
que él creía debían haberle ayudado en la magna empresa de la defensa de
la verdadera fe) lo habían descorazonado. Las concesiones de 1544 por las
que se devolvía a los príncipes el uso de las entradas de los
bienes eclesiásticos secuestrados, constituían un mal precedente. Pero el
paso verdaderamente falso fue el de 1548 —el del Interim— por el que,
aun permaneciendo dogmáticamente ortodoxo, concedía a los protestantes el
matrimonio de los sacerdotes y la comunión del cáliz a los seglares, hasta
que el Concilio determinara sobre aquellas materias El papa protestó indignado
por aquellas intromisiones que conculcaban los sacrosantos derechos de la
Iglesia. Carlos V, que no quena dar a los protestantes
el mal ejemplo de una ruptura con el Pontífice, se excusó verbalmente de
lo hecho. Los católicos alemanes, como era natural, se resintieron de
aquellos privilegios hechos a sus adversarios. Pero ya no había nada que
hacer. La fuerza del protestantismo era irresistible. El remedio debía
haberse aplicado mucho antes y para eso faltó —entre otras cosas— la
colaboración de quienes luchaban por la defensa de los derechos de la Iglesia.
La solución —si es que merecía aquel nombre— se halló
en la paz religiosa de Augusta (25 de septiembre de
1555) por la que se decretó que debía reinar la paz perpetua entre
los católicos y los seguidores de Lutero. Quedaban excluidos de aquella
definición los zwinglianos y los anabaptistas. La religión de cada
territorio dependería de la voluntad del príncipe que mandara sobre él. A
éste venían sujetos también los señores feudales quienes, sin embargo,
conservarían algunos privilegios. En las ciudades imperiales se
toleraría la existencia de la otra religión, con lo que salieron
favorecidos los católicos. Los bienes eclesiásticos debían de quedar en
manos de los que ya los poseían desde 1552. Los obispos y príncipes
eclesiásticos —lo mismo que los abades— pasados a la herejía, perdían su
oficio, sus rentas y sus bienes. La solución no llegó a satisfacer a
ninguna de las dos partes y el Papa Paulo IV manifestó, por medio de sus
nuncios, su desaprobación.
Mientras tanto, a Lutero le llegaba el fin de la vida.
Además de los conflictos religiosos mencionados, había otros males que le daban
desasosiego. Sufría del mal de piedra y estuvo en varias ocasiones al
borde de la muerte. Las ruinas sembradas por sus doctrinas constituían
otra de las fuentes de desolación. No eran solamente los autores católicos
quienes se lamentaban de la horrorosa situación creada en el campo
doctrinal y en el de las costumbres por la aceptación de las nuevas ideas. Las quejas abundaban en su propio campo y Lutero no tuvo
dificultad en hacerse con frecuencia eco de las mismas. En tiempo del
papismo —decía— las gentes se sacrificaban y daban para los pobres,
mientras que ahora se ha enfriado el amor hacia ellos. Hubiera deseado
fundar escuelas para la educación de la niñez; pero sus seguidores se
negaban a contribuir a abrirlas. Sus ideas sobre la necesidad de atar
corto la libertad de las masas no habían experimentado ningún cambio
desde el tiempo de la guerra de los campesinos: «el único remedio para
tenerlos sujetos es el puño y el miedo... Cristo no ha querido abolir la
esclavitud... y si el mundo dura todavía mucho tiempo, será necesario
restablecerla». En conjunto, pues, había poco que pudiera llenarlo de
consuelo. «Veía —escribe Grisar— la disgregación de la vida de familia,
consecuencia necesaria de la relajación de los vínculos conyugales, punto
sobre el cual sus ministros no cesaban de lamentarse en su correspondencia epistolar.
Sentía la desaparición de la libertad de la Iglesia sujeta a las
usurpaciones de las autoridades civiles... Las Ordenaciones eclesiásticas y
los Consistorios habían perdido su eficacia... A la vista de la Liga de
Esmalcalda y de las guerras de religión —de cuyos resultados se dudaba con
toda razón— Lutero no veía otra solución que el fin del mundo y la venida del
gran Juez. El pensamiento de que su obra era una de las causantes de la triste
situación del imperio, debía de seguirlo hasta la tumba».
Durante el invierno de 1545-46 Lutero hubo de
trasladarse a Mansfeld a componer ciertos litigios de la nobleza local. De allí
fue trasportado a su ciudad natal de Eisleben que había de recoger también su
último respiro. Murió el 18 de febrero de 1546, después de repetir a
quienes le acompañaban que se mantenía inconmovible en
sus doctrinas y agradecer a Dios Padre porque le había revelado aquel Hijo de
quien el Papa blasfemaba. Fue sepultado en la iglesia del castillo de Wittemberg.
Una de sus últimas palabras había sido: «¡Oh Dios
mío!, entre qué angustias y sufrimientos me toca abandonar el mundo»
JUICIO SOBRE LUTERO
Un bosquejo tan breve como el nuestro, apenas permite
un juicio global sobre la personalidad de Lutero y de su obra. Las evaluaciones
de ambas han sido muy diversas. Por razones indicadas en páginas
anteriores —y a partir de la obra de Lortz— existe entre los autores
alemanes un prurito de acumular elogios del reformador y conatos de probarnos
sus óptimas intenciones y las grandes cualidades que lo adornaban. Se
tiende también a demostrar que su reforma fue no solamente el resultado de
su crisis personal, sino algo así como «una exigencia de la
profunda religiosidad alemana» en contraste «con la superficialidad del
cristianismo de los países mediterráneos». Entre
los historiadores protestantes no luteranos, el entusiasmo por el reformador
va, por lo común, mezclado con acotaciones a ciertos rasgos de su vida personal
así como a muchos de los métodos empleados en la difusión de su evangelio. En el extremo
opuesto, tenemos al grupo que continúa juzgándolo todavía como engendro
diabólico y calificando su obra de totalmente nociva a la humanidad.
Ya durante su vida, el perspicaz Calvino distinguía en
él una rara mezcla de vicios y de virtudes. «Si Lutero nos domina por sus
virtudes, no olvidemos que tiene también grandes vicios. Pluguiera al
cielo que se aplicara un poco a reconocerlo. Pero es demasiado inclinado a ser
indulgente consigo mismo... él que es un genio, pero de una desmesurada
violencia». Creemos que un número cada día mayor
de historiadores se va inclinando a esta posición. Admiran en él una profunda
religiosidad; una gran fuerza de convicción puesta al servicio de una
causa; sinceros deseos de crear un cristianismo menos envuelto en
prácticas externas que el prevalente en ciertos países de su tiempo; una
gran confianza en Dios; estima de la palabra revelada en las Escrituras y
amor tierno hacia la Persona del Divino Salvador y a su obra redentora. Pero a
su lado, se ven obligados a resaltar defectos que ensombrecen en buena
parte su personalidad. Lutero es grosero en su manera de hablar y de
escribir; llevado de su apasionamiento, comete las mayores injusticias con
sus adversarios, ficticios o reales; y su irascibilidad explosiva, lo hace
inepto para un juicio sereno de los hombres y de los acontecimientos. En
el terreno moral, sus deficiencias son más patentes. No duda en traicionar
de la manera más inicua a los campesinos con tal de ganarse la
benevolencia de los príncipes. Se sirve de la mentira y del engaño siempre
que éstos sirvan para sus fines y llega a decir que «la mentira necesaria
y útil que nos sirve para algo, no contraría a la ley de Dios». Hay en
algunas de sus manifestaciones públicas —por ejemplo en la
correspondencia dirigida a los nuncios y al mismo Papa— dosis de
hipocresía apenas concebibles en un hombre que aparentemente era la misma
—brutal— sinceridad. Los consejos dados al bigamo Felipe de Hesse; las
incitaciones dirigidas a las religiosas y religiosos para que abandonen el
claustro; las amenazas sugeridas a la esposa que no quiere cumplir con sus
deberes conyugales, y los remedios propuestos para las personas que están
tentadas, constituyen un cúmulo de defectos y de vicios que le inutilizan,
no solamente para ser un auténtico reformador, sino aun para ser comparado —como a veces se le ha querido hacer— con las
grandes almas religiosas de su época. «Si Lutero fue grande —concluye
Grisar— su grandeza fue del todo negativa»
Respecto a su influencia en la formación del pueblo alemán, baste para nuestro propósito este comentario de Ludwig von Hertling: «Sin duda alguna Lutero ha tenido su influjo en la formación del carácter alemán; pero ha sido, en general, un influjo infortunado más bien que favorable. Y algunos de los trazos que en los tiempos modernos han enemistado a tantos contra Alemania —la arrogancia, la fanfarronería, la tendencia a confundir el puñetazo en la mesa con la energía, atributos que uno busca vanamente en el alemán de la Edad Media— se remontan hasta cierto punto a Lutero. A éste se debe, sobre todo, el diletantismo en las cuestiones más importantes, fundado en la creencia de que cada uno puede preparar su Weltanschaung según sus propias luces y su discreción». Este historiador sabe que «hay católicos que, movidos por el deseo de reconciliarse con los protestantes, quisieran decir: vamos a cargarnos con toda la culpa (de la revolución protestante) afirmando tranquilamente que Lutero, a pesar de haber errado en puntos particulares, tenía en su conjunto razón; y que los Papas, los obispos y las instituciones eclesiásticas de la época eran dignas de vituperio; después de todo, la Iglesia católica tiene anchas espaldas para soportar esto y mucho más; y así echamos de una vez para siempre tierra sobre el asunto». Pero la actitud le parece insostenible. «Tal punto de vista, responde, hace honor a la buena voluntad de quienes la defienden. Pero la historia no puede aprobarla porque a sus ojos no hay duda de que fueron los reformadores del siglo los que se rebelaron contra la Iglesia y no viceversa».
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