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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

 

CAPÍTULO X

LA COMUNION ANGLICANA

 

«Los anglicanos no son consistentes, como casi nunca lo son tampoco los ingleses. Por eso estamos continuamente haciendo y diciendo cosas que nuestros principios, tomados a la letra, no nos permiten. Solía decir el obispo Creighton que el inglés odia la idea por sí misma. El anglicanismo vive a fuerza de la costumbre más que por ideas. Por eso muchos anglicanos tampoco llegan a entender los principios que rigen su existencia religiosa». (G. B. Moss, historiador anglicano).

 

INTRODUCCION

Los historiadores, al referirse a la iglesia oficial de Inglaterra, hablan a veces de iglesia anglicana y otras de comunión anglicana. Los términos, a pesar de su denominador común, tienen extensión diversa. Propiamente hablando, la iglesia anglicana debiera comprender únicamente las provincias eclesiásticas de York y de Canterbury en el Reino Unido. Sin embargo, hay también territorios eclesiásticos y misionales que se enlazan directamente con la metrópoli. Uno de ellos está en Europa (Gibraltar), otro en Sudamérica (Argentina), tres más en Asia y once en África. Todos ellos siguen fielmente al anglicanismo, incluso en lo que atañe al reconocimiento del soberano inglés como a su cabeza espiritual. En cambio, la comunión anglicana, extendida por los cinco continentes, conserva lazos menos estrechos con la iglesia madre. La integran aquellas unidades eclesiásticas que en diversos tiempos decidieron separarse del árbol común (por eso se llaman «detached churches» iglesias desgajadas) y empezaron a vivir su vida independiente. Tal ocurrió en los siglos XVIII y XIX con las iglesias de Escocia, Irlanda y Gales o con la episcopaliana de Estados Unidos. Al mismo régimen se han asociado después los principales territorios del Commonwealth (Australia, Nueva Zelanda, Canadá) así como algunas diócesis de la India, del África del Sur, de las Indias orientales, del Japón y del Medio Oriente. Estas iglesias no reconocen al soberano inglés como a su jefe espiritual, ni se someten a los tribunales erigidos por el mismo. Sus vínculos unitivos son más bien doctrinales: los XXXIX Artículos, el Book of Common Prayer, las Homilías y, hasta cierto punto, las Conferencias de Lambeth.

El anglicanismo ha encerrado siempre gran interés para los historiadores. En la segunda mitad del siglo pasado, Philip Schaff, a pesar de sus vinculaciones calvinistas, se derretía en alabanzas de su grandeza y de su porvenir. «Los resultados últimos y finales, escribía, y el capítulo más importante en la historia de la Reforma se compusieron en aquella singular isla que se ha convertido en la roca fuerte del protestantismo europeo, en la nación que rige los mares, y que es la campeona de la civilización cristiana y de las libertades constitucionales. A la raza anglosajona le ha confiado la Providencia el cetro de un gran imperio al Este y al Oeste de nuestro planeta. La derrota de la Armada constituyó el punto de partida de la historia y el momento en que aquel sol que nunca se ponía, pasó de la católica España a la protestante Inglaterra». Y aunque hoy no tengamos obligación de dar fe a tales profecías, la iglesia creada por Enrique VIII y Eduardo VI continúa teniendo por otros capítulos una gran importancia. El número de sus 40 millones de adeptos (al menos nominales) la coloca entre los más fecundos brotes de la Reforma. Su contribución teológica y cultural conservan todavía su peso y ejercen su influjo en diversos sectores del protestantismo. Las misiones y la organización eclesiástica anglicana —aunque llevadas y establecidas por sus exploradores y colonizadores— han alcanzado una extensión verdaderamente mundial, lo que les hace pensar y hablar de su comunión como de una fuerza católica en el pleno sentido de la palabra. Bajo el aspecto doctrinal, con sus paradojas y sus aparentes contradicciones, su amalgama de grupos muy cercanos al catolicismo y de otros que están en los límites de la incredulidad, el anglicanismo constituye un todo abigarrado que no tiene paralelo en la historia

Esto hace que, no obstante el escaso proselitismo ejercido por sus enviados —a excepción de los episcopalianos norteamericanos— en las naciones católicas de Europa o de Iberoamérica, le dediquemos en estas páginas bastante extensión. Al tratado propiamente doctrinal precederá un excursus algo largo por los campos de su historia a partir del reinado de Isabel, descrito en un capítulo anterior, hasta nuestros días. No es posible entender la esencia del anglicanismo si no se tienen en cuenta el color local y las vicisitudes por las que ha pasado en la historia. Examinaremos después las nociones dogmático-litúrgicas que lo distinguen del resto del protestantismo, para terminar con un análisis de su posición frente al movimiento ecuménico.

 

TRAYECTORIA HISTORICA DEL ANGLICANISMO

Para principios del siglo XVII el establecimiento del anglicanismo en las Islas Británicas era un hecho consumado. «El milagro», nos dice el obispo Stephen Neill, había tenido ya lugar y «aquella hermosa criatura («that lovely thing») conocida en la historia con el nombre de iglesia anglicana, atacada y amenazada por todas partes, había logrado sobrevivir. Había retenido —continúa el autor— la fe católica de la primitiva Iglesia, la doctrina de la supremacía de las Sagradas Escrituras, la Comunión bajo ambas especies, la sucesión apostólica y el año litúrgico, pero había ganado también la batalla contra la supremacía papal, «impuesta desde los días de Gregorio VII», contra sus interferencias en materias estatales, contra la filosofía escolástica y contra las «trasnochadas creencias» relativas al purgatorio y a las indulgencias. Desde aquel momento, los fieles súbditos de Su Majestad podían repetir las frases que en 1563 pronunciara con solemnidad la reina Isabel: «Nos y nuestros súbditos, gracias sean dadas a Dios, no seguimos ninguna religión nueva ni extranjera, sino aquélla mandada por Cristo, sancionada por la Iglesia Católica y primitiva y aprobada por la voz común de los Santos Padres»

Dejando de lado los éxitos que el autor atribuye a su iglesia, los acontecimientos contemporáneos confirmaban que el anglicanismo estaba asentándose firmemente en el suelo nacional. La propaganda sistemática llevada a cabo durante dos generaciones (sin más interrupción que el breve paréntesis de María Estuardo) había surtido efecto. La prosperidad económica y el prestigio internacional que iba cobrando el país parecían confirmar —al menos eso decían sus predicadores— que el cielo bendecía los nuevos cambios. El advenimiento de Jaime I (1603-1625) suscitó al principio ciertos temores a causa de la educación presbiteriana que había recibido en su Escocia natal. Pero pronto quedaron desvanecidos ante los planes autócratas del nuevo soberano. «Si los puritanos llegaran al poder, solía decir, no quedaría nada de mi supremacía. Donde no hay obispos no hay rey» Y añadía con mal disimulada ironía: «cuando quiera practicar el presbiterianismo, me iré de nuevo a Escocia; pero mientras esté aquí, han de ser los obispos quienes gobiernen la iglesia»

Los acontecimientos subsiguientes mostraron que el monarca estaba resuelto a obrar en conformidad con aquellos principios. A las presiones de los puritanos (a quienes amenazaba con «echarlos del país o hacer con ellos algo todavía peor» si no se sometían) sólo cedió ordenando la formación de una numerosa comisión que tradujera de nuevo la Biblia. El trabajo se llevó con gran rapidez dando como resultado la famosa «versión del rey Jaime», clásica ya en la literatura inglesa. En todo lo demás, procedió según sus ideas personales. Destituyó y envió al destierro a más de 300 pastores y a sus familias porque no se resignaban a acoplarse a la voluntad real. El episcopado quedó convertido en juguete de sus ambiciones. «El rey, escribe Trevor Roper, consideraba los puestos de la iglesia y del estado no como cargos de confianza sino como prebendas y regalías que se vendían o se daban al mejor postor. De esta manera la burocracia se convirtió en un gran mercado de favoritismos, con la desventaja de que quien lo operaba no era el rey sino quienes abusaban de su nepotismo». El sistema resultó fatal y contra aquellos prelados áulicos que sólo buscaban su medro y su placer, se levantó una nueva facción que, apoyada en el Parlamento, trabajaría por derrocar a la monarquía y a la iglesia que ésta representaba.

Carlos I (1625-1649) tenía treinta y un años y estaba casado con una princesa católica, Enriqueta María de Francia, cuando subió al trono. Su aparición suscitó esperanzas o temores, según los casos. Los católicos creyeron que, por respeto a la reina y en conformidad con una cláusula secreta firmada antes de la boda, respetaría el catolicismo o hasta permitiría a sus seguidores cierta participación en la vida estatal. Los anglicanos, sobre todo después del nombramiento de William Laud para arzobispo de Canterbury, temieron por la preservación de algunas de las prerrogativas de que habían gozado desde tiempos de la reina Isabel. Los más suspicaces fueron los puritanos. No había en la conducta del nuevo monarca señales de que favoreciera sus ideas. Las primeras declaraciones públicas mostraban a las claras su apego a la iglesia oficial y su escasa estima de aquellos elementos a los que catalogaba sin más como de díscolos. Todos se equivocaron. El anglicanismo sería para él, como para su predecesor, la religión oficial y el instrumento dócil con que manejar a sus súbditos. El episcopado, caído en un estado de languidez y de ineptitud, no podía oponerse fácilmente a sus planes. Estos afloraban también en su empeño de premiar con cargos estatales a aquellos gentileshombres que habían apostatado de su antigua fe.

Era evidente que en la iglesia oficial despuntaba una tendencia menos puritana y protestante que, con el tiempo, recibiría los nombres de «anglo-católica», de «arminiana», de «vía media», etc. Algunos de sus brotes eran de tipo doctrinal, por ejemplo el rechazo del predestinacionismo, bastante corriente en la época isabelina. Otros se referían más que todo al ritual y trataban de reincorporar al anglicanismo aquellos elementos desechados por la furia iconoclasta de los primeros tiempos. Y como la promulgación de estas nuevas medidas no podía confiarse al Parlamento (donde abundaban los puritanos o los hombres de tendencias evangélicas) sus partidarios trataban de llevarlas directamente al rey o a quien él designara como a su representante. Este, lo veía todo el mundo, no podía ser otro que el arzobispo Laud que había ganado enorme ascendencia en la corte. Pero ¿qué diría el Parlamento al sentirse desestimado y dejado a un lado por el rey? El clamor de sus miembros se hizo general. Uno afirmó que «la religión estaba en peligro»; y otro llamó a las nuevas tendencias «el verdadero caballo de Troya para abrir las puertas del reino a la tiranía romana y a la monarquía españolar.

El rey, que probablemente no intuía el mar de fondo que se escondía en aquellas protestas, decidió seguir su propio camino y fiarse ciegamente de Laud. Este empezó en 1640 por añadir a los XXXIX artículos una cláusula por la que se concedía al parlamento «el poder de decretar los ritos y ceremonias y autoridad en materias de fe», cláusula que ha permanecido vigente hasta nuestros días. La Con­vocación de 1640 declaró además en sus diecinueve nuevos cánones que «la iglesia (anglicana) en su forma actual era la única verdadera». Impuso en nombre de Dios la obediencia a todos, y por el famoso juramento del etcétera hízoles prometer que no se cambiaría nada a la organización entonces en vigor. A los parlamentarios que se negaban a obedecer se les confinó a la Torre. Elliot, uno de los más audaces, pagó con su vida aquella libertad. Luego procedió el rey a ulteriores prohibiciones. Quedó eliminado el cargo de «lector» que permitía a un seglar cualificado —aún sin haber recibido las órdenes— ejercer el oficio de predicador. Los enviados reales visitaron las diócesis para cerciorarse del cumplimiento de las nuevas rúbricas y para castigar con las más severas penas a quienes con sus escritos se atrevían a conculcarlas. Por regla general, el episcopado ofreció escasa resistencia. Sólo pidieron al rey que los defendiera en aquella causa en la que todos arriesgaban su existencia. «Defiéndeme con tu espada, que yo te defenderé con mi pluma», había escrito el obispo Montague en su libro Apello Caesareni, de 1625.

Desde el punto de vista político, el juego del rey era peligroso. No se trataba únicamente de la enemistad de los puritanos (que desde antes no lo querían demasiado), sino de alienarse a los mismos anglicanos, temerosos de que la vía ritualista, abocase un día en la unión con Roma. Externamente no faltaban indicios para sospecharlo. En la corte abundaban los sacerdotes católicos, se celebraba con toda solemnidad el culto litúrgico y hasta había predicadores que en presencia del rey, hablaban contra los males acarreados por el cisma anglicano. El retorno a la verdadera fe de bastantes personajes influyentes, incluso de algunos obispos; la presencia de enviados especiales de Roma, y otros detalles parecidos se convertían en signos inquietantes para los partidarios de la iglesia establecida. Poco importaba que la realidad fuera totalmente diversa o que Laúd estuviera bien lejos —por su carácter, por sus ambiciones y por toda su formación teológica— de un acercamiento verdadero al catolicismo. En momentos de excitadas pasiones políticas no se busca la verdad en sí, sino lo que baste para tener la apariencia de tal.

Los hechos siguientes —a saber la revolución cromwelliana de 1640 y sus secuencias hasta 1648— pertenecen a la historia universal y no tienen por qué retener aquí nuestra atención. En términos generales, las partes Norte y Centro oeste estaban a favor del rey, mientras que la Anglia oriental, Londres y el Sur se pusieron de lado del Parlamento. Religiosamente los campos estaban también delimitados: los católicos (a pesar de haber sufrido tanto de manos de la iglesia oficial) habían hecho causa común con el rey. En el otro bando militaban los independentistas: o sea, los que se oponían más que al catolicismo, considerado ya como fuerza insignificante en el país, a la iglesia oficial y a todo lo que tu­viera trazas de episcopado. Las hostilidades empezaron en 1642. La entrada en escena de los coraceros de Cromwell decidió la suerte de la contienda. Una ley de enero de 1643 abolió solemnemente el episcopado. En la Asamblea de Westminster se acordó unificar la religión de Inglaterra, de Irlanda y de Escocia «de acuerdo con la palabra de Dios y el ejemplo de las mejores iglesias reformadas». Al año siguiente se impuso a toda la nación «el nuevo culto», mientras se encerraba en la Torre —de donde no saldría más— al pobre Laud, que había sido en vida uno de los más ardientes promotores de la liturgia anglicana.

El episcopado anglicano había tratado de conservar su hegemonía por medio de concesiones a grupos distintos del de la iglesia oficial, llegando a desechar las innovaciones de Laud y «todo cuanto pudiera oponerse a la palabra de Dios». Pero los vencedores no estaban para aquellos pactos y, a partir de 1644, se impuso a los habitantes de Inglaterra el más estricto descanso dominical: sin trabajos ni diversiones ni ocupaciones de ningún género. Luego se dieron órdenes de retirar de las iglesias las imágenes, los órganos y los vestimentos sagrados. Los presbiterianos quisieron también inmiscuirse en la predicación callejera que los independientes llevaban a cabo con «doctrinas abominables» y audacias que ellos juzgaban contrarias a la verdad. Los acusados protestaron ante el Parlamento y sólo la firmeza de Cromwell pudo hacer las paces entre aquellas facciones que mutuamente se laceraban. Durante algunos años, la situación pareció caótica. El anglicanismo procuraba no intervenir. En cambio hacían su aparición las facciones y las sectas más abigarradas. Carlos I refugiado en la pequeña isla de Wight. propuso en vano un «ensayo» de presbiterianismo para tres años con amplia libertad para las demás confesionalidades. Nadie le escuchó. El 20 de enero de 1649 el rey fué juzgado ante la Corte Suprema, condenado a muerte y decapitado al día siguiente en Whitehall. La reina atravesó la Mancha y volvió a París para continuar dando a sus leales seguidores directivas para recapturar el poder.

El hombre capaz de imponer el orden en aquel alborotado escenario era Cromwell. Estaba dotado de cualidades para ello. Un convencimiento profundo (que Mrs. Hutschinson atribuirá «a la ponzoña de la ambición» y otros a una especie de iluminismo) de haber sido escogido por Dios para promover su causa, le daba la energía necesaria para arrostrarlo todo. De una crueldad brutal, como lo muestran aún hoy día las calles de Drogheda. Irlanda, no cejaba ante ninguna medida con tal de alcanzar sus objetivos. Pasó sus mejores años en batallar los enemigos que en Escocia, en Irlanda o en la misma Inglaterra se rebelaban contra su tiranía, pero rechazó la corona real que le ofrecían sus incondicionales, prefiriendo el título de «protector?» que ponía en sus manos las riendas del poder. Cromwell ha sido objeto de las más contradictorias valoraciones aun de parte de sus mismos connacionales. Macaulay y Carlyle se convirtieron en panegiristas suyos. En cambio Clarendon lo llamó «un hombre valiente y perverso (a brave bad man) con todas las maldades que merecen la condena y cuya única recompensa es el infierno». Críticos modernos como Belloc nos han dejado de él un retrato sombrío que le coloca entre los hombres fatídicos de la historia. S. Neill se contenta con llamarle «gobernante eficaz aunque opresor». De lo que no se puede dudar es de las escasas simpatías que siempre abrigó hacia el anglicanismo (que quedó prohibido y su clero proscrito) y de su profundo odio hacia la Iglesia católica. El afirmar con Poulet que, «bajo su dictadura, los fieles romanos obtuvieron mayor tolerancia que con los Estuardos», no significa demasiado. Testigo de ello las víctimas irlandesas del perseguidor. «Drogheda, escribe Belloc, le ofreció la primera oportunidad para dar rienda suelta a su odio religioso, ya que se trataba de una población enteramente católica. Lo hizo arrasando la ciudad y asesinando a todos sus habitantes. No hay incidente en la Anda de Cromwell que ilustre su odio antirromano mejor que este». «El gobierno de Cromwell, añade otro escritor inglés, se distinguió por su severidad frente a los católicos. No se trataba de la caza al hombre. Pero los fieles debieron sufrir por doble calidad: como realistas y como no-conformistas... El protector no sentía ni la más mínima simpatía hacia su causa y aunque una de sus hijas casó con un joven católico, apóstata de la fe, lord Fauconberg, éste debió someterse primero al necesario preliminar de purgarse con la profesión de una adhesión inquebrantable al protestantismo» .

Pero el «experimento» cromwelliano fue de escasa duración, y a lo largo del reinado de Carlos II (1660-1685) el anglicanismo fue cobrando otra vez el puesto que momentáneamente había perdido. El nuevo soberano había sido educado en la corte de Francia y, no obstante la veleidad de su carácter y lo mucho que dejaba que desear su vida privada, abrigaba sentimientos de reverencia hacia la religión católica. Ello parecía indicar que, aun en la hipótesis de tener que favorecer el anglicanismo, dejaría en relativa paz a los súbditos de la Iglesia de Roma. Vere­mos hasta qué punto se realizaron tales esperanzas.

Una primera tentativa de compromiso entre puritanos y anglicanos probó inmediatamente lo inútil de tales esquemas. Las elecciones de 1661 dieron el triunfo a los partidarios del anglicanismo ortodoxo (presididos por Clarendon) y el rey no tuvo más remedio que adaptarse a las circunstancias. El Prayer Book volvió a convertirse en ley obligatoria de los servicios cultuales. El nuevo parlamento mostró también al soberano que, de entonces en adelante, no sería su persona individual sino la potente corporación la que daría leyes y gobernaría el país. El hecho constituyó una férrea reivindicación del poder estatal sobre una iglesia a la que sometía de aquel modo a su capricho, reivindicación que en teoría, aunque no en la práctica, ha tratado de conservar siempre desde entonces el Parlamento británico. Por un Acta de Conformidad (19 de mayo de 1662) se obligó a los pastores a aceptar la liturgia anglicana y a someterse a la ordenación por manos de un obispo de dicha iglesia. La ley puso fuera de empleo a más de mil pastores que no quisieron someterse a la imposición. El nombramiento de sucesores se hizo de tal forma que, en adelante, el parson (párroco) y el squire (hacendado o señor del lugar) pertenecieran a la misma religión y se declararan obedientes servidores de la corona. A los disidentes (dissenters) los fue excluyendo de la vida pública y social. La ley de las cinco millas les prohibía residir a esa distancia de la iglesia que habían regentado. Una ordenación de 1664 castigaba con severas penas a quienes, en grupos de más de cinco personas, se reuniesen (aun en hogares particulares) para la oración. Las medidas suponían un duro golpe para los puritanos, muchos de los cuales (más o menos deseosos hasta entonces de hallar un modus vivendi con la iglesia oficial) se apartaron bruscamente de ella para formar sus propias organizaciones. La causa encontró seguidores aun entre las clases más selectas de la nación. Hombres como Milton, el poeta de los ojos ciegos, cantaría en sus poemas del Paraíso Perdido y del Paraíso Encontrado, llamados «la epopeya del puritanismo», las glorias de aquellos «rebeldes» que preferirían perderlo todo a cambio de su libertad. «El Código de Clarendon —junto con las Actas que lo acompañaban— comenta el anglicano Neill, constituyó a los no conformistas y a los presbiterianos en una nación de segundo rango dentro de una misma nación, abandonándolos permanentemente a sí mismos, negándoles privilegios y el derecho de tomar parte en el gobierno. Habrían de pasar más de dos siglos antes de que quedara reparada aquella iniquidad».

El anglicanismo la emprendió después con los católicos. La camarilla del rey conocía los sentimientos de éste hacia la antigua religión y el mismo Parlamento tenía conciencia de la necesidad de una política cauta para no ofender a Luis XIV cuya amistad y cuyos auxilios le eran tan urgentes. La táctica consistió, pues, en evitar el disgusto del monarca francés mientras se llevaba a cabo la lenta labor de restringir las actividades de los católicos. La Cámara de los Comunes empezó por mostrar su disgusto a Carlos II por la Declaración de Indulgencia (1672) que permitía el culto privado a quienes no pertenecieran a la iglesia oficial. Sólo un año después se promulgaba un Acta de Prueba (The Act of Test) que arrojaba de los empleos públicos a todo aquel que no reconociera solemnemente la supremacía eclesiástica real, no negara la transubstanciación y no tomara parte en la comunión anglicana. La ley dejó en la calle a millares de personas. El mismo duque de York, hermano del rey, así como el duque de Clifford, lord del Tesoro, se vieron obligados a abdicar de sus puestos. En 1678 se inventó «la conspiración papista» (el complot de Titus Oates) en el que se ponía a los católicos como a conspiradores dispuestos a hacer saltar con dinamita el Parlamento. En el mismo aparecían «complicados» personajes de la Corte, el nuncio de Bruselas y —¡cómo no! — los jesuítas, ejecutores arteros de las órdenes de su General. Los políticos no buscaban otra excusa para poner en ejecución su plan. Alacaulay, a pesar de sus tendencias regalistas, lo definió: «novela repugnante, más parecida a las pesadillas de un febricitante que a un hecho posible de la vida real». La búsqueda de los «culpables» no les llevó mucho tiempo; las listas estaban prefabricadas y estu­diadas al detalle. Seglares de todas clases sociales, miembros de ambos cleros y el mismo arzobispo irlandés de Armagh, pagaron en el patíbulo con sus vidas aquella imaginaria rebelión. Los católicos encarcelados pasaron de los dos mil y los otros 30.000 residentes en Londres —una octava parte de la población— que se negaron a apostatar durante aquellos meses de verdadero terror, fueron castigados a abandonar la capital. El débil rey, «conocedor de la inocencia de los acusados pero temeroso de la furia popular», continuó firmando penas de muerte con el único fin de salvar el trono. Los esfuerzos no bastaron para ganarle la buena voluntad de los miembros del Parlamento, que veían en su actuación más la razón de estado que la de una firme adhesión a la iglesia establecida. Los acontecimientos confirmaron sus sospechas. Al caer enfermo de muerte (1685), el rey fue desechando a los pastores anglicanos que venían a administrarle los sacramentos. En cambio, al preguntarle su hermano si quería morir dentro de la Iglesia. Carlos respondió que sí. Un benedictino, que años atrás, había salvado su vida, escuchó su confesión y le dio el santo viático. Las oraciones de los mártires le habían obtenido desde el cielo el retorno a la verdadera Iglesia.

Los tres breves años del reinado de Jacobo II (1685-1688) fueron importantes para el anglicanismo en el sentido de que éste, al deshacerse del soberano al que suponía poco adicto a sus doctrinas, contribuyó a la instauración de una nueva dinastía —la de la casa de Hannover— que durante los siglos siguientes imprimiría su propia fisonomía a la iglesia oficial. Jacobo II era (no obstante ciertos des­lices morales de su conducta) un católico convencido. Sin embargo, sus primeras intervenciones parecían asegurar a la nación el mantenimiento de las creencias y del culto nacional. Se hizo consagrar solemnemente en la abadía de Westminster por el primado anglicano y prometió repetidas veces respetar la supremacía de la religión establecida. Pero procuró también que se suavizaran algunas de las leyes discriminatorias que existían contra los miembros de otras confesiones. Esto y el escaso tacto mostrado al exteriorizar sus propias creencias (además de una situación internacional complicadísima) acarrearon su ruina. Empezó por librar de las cárceles a los miles de inocentes (entre ellos muchos protestantes no anglicanos) cuyo único crimen era la fidelidad a su propia religión. Mandó también que se entablara la causa y se castigara debidamente al infeliz Tito Oates, falsario e inventor confesado, de la pretendida conspiración papal. Las rebeliones de Argyll y de Monmouth (este último hijo natural de Carlos II) no le dieron demasiado quehacer, pero constituían una señal del descontento reinante en ciertas esferas Animado por el triunfo de las armas, el rey cometió la imprudencia de forzar al Parlamento a derogar las leyes anticatólicas existentes. La medida, en una población como la londinense donde se respiraba una gran antipatía hacia todo lo católico, resultó en extremo impopular. Otro de sus errores fue el entrometerse en un santuario tan inviolable como el de la universidad de Oxford y mantener en cargos de importancia a sus amigos católicos o imponer como decano del Christ Church College a Massey de Merton que acababa de ingresar en la Iglesia de Roma. El poder de dispensa para casos particulares que se reservó (y que de hecho constituía una bofetada a las decisiones parlamentarias) fue interpretado por la clase dirigente como señal de que el rey no era sincero en sus promesas de mantener las leyes del reino. El aparato oficial con que asistía al culto y el elevado número de católicos (entre ellos un jesuíta, el P. Petre) que empezaron a figurar entre sus consejeros, acabaron con la paciencia de sus adversarios.

Entre éstos estaban, naturalmente, una buena parte del episcopado, los más influyentes miembros del Parlamento y la clase de los ricos comerciantes. Estos tenían a mano un gran instrumento de propaganda subversiva. Les bastaba lanzar el grito de alarma de que estaba en peligro la iglesia oficial o de que el rey no dudaría, llegado el caso, en venderlos al potente monarca francés. Jacobo II creyó poder responderles ganando para su causa a las minorías no anglicanas. A este objeto miraba su Declaración de Indulgencia del 27 de abril de 1688 por la que se daba una mayor libertad de culto y de acción tanto a los católicos como a los disidentes. Los primeros reaccionaron bien. En cambio, los segundos prefirieron pactar con sus perseguidores antes que unir sus fuerzas con los odiados papistas. El clero anglicano se negó a leer desde sus púlpitos el texto de la Declaración. Los obispos fueron enjuiciados pero para quedar convertidos en mártires de la fe. A su paso para la Torre de Londres, las gentes adornaban las ventanas de las casas con siete candelas (símbolo de los siete prelados) colocando una más alta que las demás para el primado de la iglesia oficial. Mientras tanto, todos los adversarios, convertidos en conspiradores, tramaban nuevas conjuras con los príncipes protestantes del continente. La primera excusa había sido la carencia de un heredero para el trono. En cambio, cuando éste vino al mundo (10 de junio de 1688) se habló de la necesidad de “alejar para siempre el peligro del papismo”. Entre los que más afanosamente se movían por destronar al rey estaban los miles de refugiados hugonotes que, al revocarse el edicto de Nantes, habían pedido asilo político en el país, cosa que el monarca les había concedido sin dificultad.

Al ponerse tan mal la situación, los amigos del rey pensaron llegada la hora de pactar una alianza con Luis XIV de Francia que estaba deseando otorgársela. Pero Jacobo II, temeroso de excitar más a sus súbditos, se negó a aceptarla y en señal de disgusto, llamó a Londres a su embajador en París. El gesto sólo sirvió para tranquilizar a los conspiradores holandeses que pudieron ya retirar a sus soldados de la frontera de Francia y embarcarlos —con armamento suficiente para 50.000 personas— a la conquista de Inglaterra. Lo demás se realizó sin dificultad. Jacobo II cayó en la cuenta de que no podía contar con el clero de la iglesia oficial mancomunada contra él, ni con una buena parte de sus jefes militares que empezaron a desertar y a pasarse al enemigo. Así pues, se encerró en Whitehall después de haber embarcado a la reina y a los hijos rumbo a la hospitalaria Francia. Cuando una mañana del 16 de diciembre su guardia de corps vio acercarse a unos soldados que, arma en mano, hablaban en holandés, el triste monarca comprendió que era llegada la hora de su derrota. Su puesto había sido ocupado por Guillermo de Orange, un duque protestante de los Países Bajos, casado con María, la propia hermana del rey. La dinastía de los Estuardos dejaba de existir, no sólo por la presión militar exterior sino especialmente porque una nueva clase social y económica, la de los grandes banqueros, había decidido que la unión con los financieros de los Países Bajos le sería de magnífica ayuda para echar los fundamentos de una nueva política colonial.

Hilaire Belloc ha llamado al siglo XVIII —por lo que a su historia patria se refiere— la época de la nueva Inglaterra. Nueva bajo muchos puntos de vista. Por la supremacía que alcanzará en los mares; por su creciente influjo en la política europea y por las primeras grandes conquistas de su imperio colonial. Nueva también porque a un considerable crecimiento demográfico corresponderá el aumento de riquezas y, con el tiempo, la aparición de un verdadero capitalismo industrial. Y nueva, finalmente, porque aquel bienestar de la población ayudará a que florezcan los diversos ramos del saber, entrando así el país, con sus científicos, sus astrónomos, sus naturalistas y sus filósofos, en la gran familia europea de las ciencias y de la cultura.

El anglicanismo no pudo permanecer al margen de todas estas transformaciones. También él experimentó sus efectos, favorables unos y perniciosos otros. De su estabilidad como forma eclesiástica y religiosa fija de la nación no parecía poderse dudar. Los católicos, tras un largo siglo de peripecias, de heroicidades y de infortunios, no contaban ya con una fuerza organizada para resistir. Las sucesivas legislaciones, los destierros y su exclusión sistemática de la vida nacional —para no hablar de las liquidaciones de sus dirigentes— habían matado su fibra de oposición. Muchos parecían satisfechos de que se les dejara en paz. Los disidentes reformados participaban en buena parte de la misma actitud. Numerosos grupos de presbiterianos y bautistas habían embarcado hacia tierras norteamerica­nas en la seguridad de ser recibidos allí por correligionarios que de pobres emi­grantes se habían convertido en dueños de grandes riquezas v en personajes políticos de importancia. Otros quedaron en la tierra natal y procuraron practicar su religión sin llamar demasiado la atención de los gobernantes.

La iglesia establecida se sintió, pues, quizás por primera vez en su borrascosa existencia, dueña completa de la situación. Los monarcas de la casa de Hannover, desde Guillermo de Orange (muerto en 1702) hasta Jorge III (1760-1820) no se preocuparon demasiado de cambiar revolucionariamente aquel status quo, en parte por saber que no eran ellos, quienes, como caudillos autócratas, gobernaban el país. Las órdenes venían del Parlamento, dominado a veces por los whigs y con­ducido otras por los tories. El hecho de que ninguna de las facciones políticas se interesara sobremanera de religión, hizo también que la iglesia oficial se convirtiera en elemento de estabilidad moral para los habitantes o que algunos de sus individuos la emplearan como precioso instrumento de penetración para sus exploraciones y empresas coloniales.

Con todo, la preservación de aquel equilibrio no se hizo sin esfuerzo. La política interna y ciertos intereses creados exigían en ocasiones que se abriera un poco la mano a los grupos en pugna con la iglesia oficial. Esta hubo, por lo tanto, de vigilar para que las concesiones tampoco redundaran en detrimento suyo. Ya Guillermo III, calvinista de corazón y anglicano por oficio, había tratado de complacer a los presbiterianos y a otros disidentes. Un grupo de anglicanos latitudinarios (los futuros miembros de la iglesia baja) parecían dispuestos a colaborar con él. Dos de los predicadores más famosos, Tillotson y Burnet (este último arzobispo de Salisbury) proclamaron la necesidad de una política más liberal. El clero anglicano trató de oponerse de plano a las medidas, pero hubo de ceder algo ante la actitud prevalente en ciertos medios del Parlamento. Se contentaron con someterles a prestar juramento de fidelidad al rey, pero suprimiendo la cláusula de su «supremacía espiritual». Quedaban, sin embargo, obligados a declarar sus lugares de culto y a permitir a los alguaciles reales la entrada en los mismos. A los pastores disidentes se les eximió de la recitación de aquellas partes del credo anglicano que repugnaban con sus creencias respectivas a condición, otra vez más, de que suscribieran el resto de los Treinta y Nueve Artículos. Esto les permitió respirar, moverse sin trabas entre los fieles de sus propias iglesias y hasta hacer activo proselitismo con gentes que habían abandonado toda religión. El anglicanismo se creyó lo suficientemente seguro como para transigir con tales menudencias. Le bastaba con excluirlos de las universidades y de los empleos públicos, así como de establecer su propio sistema de educación.

Como de ordinario, los católicos quedaron sometidos a mayores vejámenes. Tenidos por enemigos de la independencia nacional, hubieron de pagar todas las consecuencias de aquel estigma. No podían acercarse más que a diez millas de Londres. Si no renunciaban a la autoridad pontificia, quedaban excluidos de la posesión de armas o hasta de un caballo que valiera más de cinco libras esterlinas. Naturalmente, se les quitó el derecho de voto y el ejercicio de numerosos oficios empezando por el de abogado. Una ley del año 1700 les prohibió, si no abjuraban de su fe, poder heredar o educar a sus hijos en el extranjero. En caso de muerte, sus bienes debían pasar al pariente protestante más próximo. La celebración de la Misa estaba castigada para el sacerdote con cadena perpetua y para los asistentes con una multa de cien libras. Para descubrir a los miembros de la Iglesia Católica, la policía real tenía a mano un sencillo examen doctrinal: la supremacía pontificia o el dogma de la transubstanciación. Con todas estas medidas inicuas de represión, los católicos ingleses (a excepción de algunos grupos nobles y ricos) fueron perdiendo contacto con el resto de la sociedad y convirtiéndose en una especie de proscritos, cuyo derecho a la vida constituía ya —así al menos lo creían muchos— un indicio de generosidad por parte de la iglesia establecida.

No tenemos por qué seguir las incidencias de la vida religiosa de Inglaterra a todo lo largo del siglo. «Aunque los Hannover, escribe Mathew, llamados a salvaguardar al país del dominio de Roma, se mostraran en todo momento los más profundamente no-católicos de las casas reales británicas, no asumieron sin embargo hasta la segunda mitad del siglo XVIII el carácter de un anticuado y estrecho protestantismo». Y aun esto se debió en parte a razones de cariz político, tales como el fallido intento de llevar al trono de Escocia al príncipe Carlos Eduardo (1745) y a la participación de voluntarios católicos en favor de la independencia de sus colonias norteamericanas. A raíz de aquellos hechos, se repitieron los «tests religiosos» como condición para los empleos; hubo persecuciones de sacer­dotes, sobre todo en el Sur de la nación; y se hizo patente una vez más que el sentimiento anticatólico —atizado desde los púlpitos y a través de una artera propaganda— había echado raíces muy hondas en la población. Cuando en 1774 el Parlamento concedió a sus nuevos súbditos canadienses de Quebec el pleno ejercicio de su culto, aparecieron en diversos puntos del país campañas del «no-popery» ¡Abajo el Papa!, y peticiones de una «mayor severidad» contra los sacerdotes que se escondían en la campiña o en las ciudades. La formación de «asociacio­nes protestantes contra el papismo», la presencia de aquellos 60.000 manifestantes que en 1780 rodearon el Parlamento pidiendo venganza contra los «conculcadores de la ley» o los incendios con que en Edimburgo y en Glasgow se destruían los comercios de los católicos, constituían una señal cierta del sentimiento popular o por mejor decir de la intensa labor de vituperio y de calumnia llevada a cabo por los hombres de la iglesia establecida.

Pero aquellas manifestaciones de rabia llegaban tarde. La masa se mostraba indiferente. La fuerza enorme adquirida por los grupos disidentes que desde el púlpito o en las plazas exhortaban a los oyentes a abandonar la iglesia nacional y a ensayar nuevos modos de «llegarse directamente a Dios», probaba la extrema debilidad a que había llegado el anglicanismo. La aparición de los hermanos Wesley o las predicaciones de Whitefield y la creación —en el corazón mismo de Inglaterra— de la iglesia metodista o de los grupos de excéntricos cuáqueros, confirmaban aquellas apreciaciones. Las gentes, mirándose unas a otras, se preguntaban extrañadas si la iglesia oficial, en medio de su aparente grandiosidad, no se parecía demasiado a la ingente estatua ninivita de cabeza de oro pero de pies de barro.

El mal que corroía el anglicanismo, era principalmente interno. El siglo XVIII inauguró en su seno la serie de grandes crisis doctrinales y eclesiásticas que no han terminado aún en nuestros días. El caso del «latitudinario» Hoadley, obispo de Bangor, a quien se quiso condenar porque negaba la existencia de una Iglesia visible, pero cuya causa quedó revocada por el Parlamento, había sido sintomático del nuevo talante nacional. Su ejemplo fue seguido por otros elementos del clero que se negaron a aceptar las fórmulas trinitarias contenidas en el Book of Common Prayer. Del deísmo y del escepticismo que, desde los filósofos, pasó a las cátedras de teología, hablamos en otro lugar al tratar de las vicisitudes de las doctrinas protestantes en la historia. «La controversia deísta, escribe Neill, introdujo en el anglicanismo uno de los períodos más graves de su existencia... Uno de sus exponentes, Locke, afirmaba que las enseñanzas morales de todas las religiones son las mismas y que el cristianismo no tiene otra ventaja que la de presentarlas de una manera más lógica y ordenada... Si el anglicanismo no supo responder a estas y a otras objeciones, se debía en parte al hecho de que muchos de sus diri­gentes pensaban ya con categorías deístas».

Estas impugnaciones de la verdad revelada hallaron en Inglaterra adversarios tanto en los seguidores de Wesley —que terminaron por abrazar el metodismo— como en los evangélicos, rama anglicana opuesta en muchos puntos a la iglesia nacional, pero decidida a permanecer en su seno. A los metodistas habremos de dedicar un capítulo entero. De los evangélicos bástenos saber que, no obstante su ardiente celo y su buena voluntad, carecían de base teológica sólida para rebatir las acusaciones de que era objeto el cristianismo. Su característica, entonces como ahora, será la de no tener ninguna doctrina especial, sino de fundamentar todas sus creencias «en la Biblia y en el Book of Common Prayer», ambos interpretados según principios teológicos muy discutibles. El resultado de aquella contienda no podía terminar bien. «Aun después de todas las defensas posibles, dice Neill, el siglo XVIII continúa siendo un período religiosamente deprimente. El evangelio de la razón no llevó a los hombres a la victoria sobre el pecado ni los empujó hacia las alturas de la santidad. La iglesia establecida tenía abandonados y sin ministros a grandes sectores de la población. El crimen y el vicio eran una cosa común entre sus seguidores. El reavivamiento evangélico (revival) apenas tocaba a una minoría de los ingleses. Al terminarse el período con las estrecheces y el terror de las guerras napoleónicas o con los desastrosos efectos de la revolución industrial, el porvenir del cristianismo (anglicano) aparecía negro y tétrico»

 

LA EMANCIPACION Y EL MOVIMIENTO DE OXFORD

Durante el siglo XIX la iglesia oficial pasó por duras pruebas y sufrió grandes sinsabores, pero tuvo también en compensación algunos consuelos. La pérdida de su posición dominante en la vida religiosa del país, iniciada ya en los decenios anteriores, se convirtió ahora —aun a los ojos del gran público— en hecho notorio y consumado. Con el establecimiento del metodismo, casi todos los grupos disidentes (a excepción de los cuáqueros y de los socinianos) pudieron practicar y predicar abiertamente sus creencias. Lord Russell había mostrado a los parlamentarios lo absurdo de aquellos no conformistas que, con objeto de obtener empleos públicos, hacían verdadera befa de una religión en la que no creían. «Se ha visto, les decía, gentes que aguardaban en las tabernas vecinas de las iglesias a que terminara el culto religioso, y entonces corrían a recibir la comunión para poder tener también un empleo». La emancipación de los católicos fue más costosa. Pero el Public Worship Act de 1791; la decidida intervención (inspirada en motivos políticos) de hombres como Grattan, Peel, Wellington y Pitt; pero, sobre todo, la presión ejercida por los heroicos irlandeses que desde 1798 habían quedado anexionados al Reino Unido, convencieron al Parlamento y aun al rey Jorge IV de la absoluta necesidad de permitirles el libre ejercicio de su culto. Hasta hubo algún obispo que dio a sus colegas recalcitrantes aquel sabio consejo: «No me cabe duda de que Inglaterra se verá obligada a garantizar ignominiosamente lo que ahora rehúsa con tanta altivez... Si estáis convencidos de que una cosa debe llevarse a cabo ahora o después, hacedla cuando tenéis calma y poder y cuando no estáis en la necesidad de otorgarla».

A la emancipación siguió la sacudida del movimiento de Oxford que pareció poner en peligro durante algún tiempo la existencia misma del anglicanismo. El tema tiene una importancia que rebasa con mucho los límites del presente capítulo. Para nuestro intento, basten estas pocas líneas relacionadas más bien con el impacto que el movimiento tuvo en la iglesia anglicana. Lo demás podrá quedar para los especialistas de la materia.

Después de la escisión del metodismo de la iglesia-madre, era evidente que la dirección de los asuntos eclesiásticos del anglicanismo quedaba en manos de los liberales y del omnipotente Parlamento. La decisión tomada en 1833 de suprimir diez obispos anglicanos de Irlanda —sin que ello causara ninguna conmoción en las masas— mostraba que la iglesia nacional había perdido la poca autoridad que todavía le quedaba. Hombres como Tomás Arnold, director de la Rugby School, propusieron que se adoptaran en adelante nuevos criterios para catalogar a quienes profesaran una fe. En concreto, el abandono en que había caído el anglicanismo le inducía a pensar si no había llegado el momento de llamar cristianos a todos aquellos que veneran a Cristo sin distinción de creencias teológicas o de afiliaciones eclesiásticas. Proponía también que se ampliara el concepto de Iglesia hasta incluir en ella «la mayor variedad de opiniones, de ceremonias y de formas de culto» con tal de que se conservara la adoración de un Dios y Salvador. Quedaba con ello abierto el camino para que los ministros de otras iglesias disidentes volvieran al anglicanismo y, sin más, tomaran parte en su administración.

Estas ideas latitudinarias —predecesoras en buena parte de las que en nuestros días han guiado la formación de la iglesia del Sur de la India— habrían tenido en otras épocas un efecto detonante en todo el anglicanismo. Esta vez lo dejaron frío. Neill ha podido señalar una serie ininterrumpida de eclesiásticos de renombre que se hicieron eco de las mismas y aun piensa que «aquella mentalidad es hoy día la prevalente —si no en todos sus detalles— al menos globalmente en el anglicanismo contemporáneo». «Arnold, termina nuestro autor, se habría hallado en un ambiente completamente familiar en la reunión que en 1950 celebraron anglicanos y dirigentes de iglesias libres y que tuvo como resultado el Informe sobre las relaciones de la iglesia de Inglaterra».

Pero no todos los anglicanos de principios del siglo XIX sentían la misma tranquilidad. Un grupo de jóvenes pastores, conocidos en los medios universitarios de la época, se unieron entre sí para defender con la palabra y con la pluma los derechos de la iglesia establecida. Los dirigentes del grupo eran Reble, Newman y Pusey. Por el momento, nadie pensaba en la Iglesia de Roma sino en el angli­canismo cuyos fundamentos se querían consolidar a fuerza de pruebas sacadas de los «teólogos carolinos», del Book of Common Prayer y de otros documentos de carácter oficial. Se buscaba en concreto el modo de «desprotestantizar» al anglicanismo devolviéndole todas aquellas características que lo constituían en parte integrante de la Iglesia universal. Con el mismo fin, era necesario sacar a manos llenas de los Padres y de la antigua tradición las razones probatorias del episcopado de sucesión apostólica. Si lograban demostrar que existía entre la primitiva Iglesia y la de Inglaterra una ininterrumpida continuidad y que, por lo tanto, lo ocurrido en el siglo XVI no había sido una ruptura sino una purificación de la Iglesia auténtica (aunque en dicha labor hubieran entrado a veces elementos menos puros) su tarea habría estado más que recompensada. Así se respondería además tanto a las ideas de vago ecumenismo lanzadas por Arnold como a las «pretensiones» romanas de constituir la única Iglesia de Cristo que, aunque formuladas por aquella minoría insignificante y despreciada de católicos ingleses, no dejaban de hacerles enorme impresión .

El trabajo de búsqueda y de catalogación fue largo y fatigoso. La serie de volantes que llevaban el título de Tracts of the Times suscitó la atención de todo el país y fue causa de enconadas polémicas. La gente se arrebataba de las manos aquellas disertaciones, al principio muy breves luego más extensas, en las que se discutía de los más diversos tópicos religiosos y eclesiásticos. Su lectura suscitaba además —por primera vez en muchos— serias dudas sobre la legitimidad de una iglesia (la anglicana) que hasta entonces habían admitido sin discusión. La dirección de los Tracts pasó por diversas manos: de Reble a Newman y de éste a Pusey. El estilo era diverso en los tres, pero el leitmotiv era idéntico, a saber la existencia de muchas adiciones innecesarias en el anglicanismo contemporáneo y la oportunidad de adoptar doctrinas y prácticas absolutamente inseparables de la Iglesia primitiva. No se trataba —nótese bien— de concluir a la sustitución del anglicanismo por el romanismo. Este quedaba, por el momento, excluido pues todos ellos creían ver en su manera de ser, y sobre todo en su autoritarismo, un trazo completamente ajeno de la verdadera Iglesia de Cristo. Más bien las conclusiones tendían a la aceptación de una iglesia que, aun siendo histórica y verdadera, no se arrogara el título de infalible. A la solución se le conoció con el nombre de la vía media.

La nueva tendencia gustó a muchos, pero desagradó a muchos más aun dentro del anglicanismo. La juventud universitaria se puso pronto del lado de los «innovadores», como lo probaba su asistencia a los sermones de Newman y de Pusey. La propuesta de bajar de aquel pedestal mítico a la iglesia de Inglaterra mereció también su aplauso. Lo mostraba la demanda dirigida a las autoridades para que se aboliesen de la universidad de Oxford la obligación de suscribir los XXXIX Artículos. La propuesta naturalmente fracasó y el profesor Hampdem que la había apoyado perdió por ello la cátedra. Las autoridades de la iglesia nacional, aunque internamente preocupadas por el sesgo que iban tomando las cosas, continuaron mostrando externamente su despreocupación. Hasta que en 1841 Newman, en el opúsculo 90 de los Tracts, se atrevió a declarar que los XXXIX Artículos no se hallaban en absoluta contradicción con los decretos del Concilio de Trento (la bestia negra del protestantismo) y que, por lo tanto, podían ser suscritos por quien quisiera permanecer católico de corazón. Aquello ya era demasiado. Las universidades y el episcopado en pleno, incluso el obispo de Oxford, se rasgaron las vestiduras y atacaron violentamente el documento. Mientras tanto a Newman se le acusó de deshonesto e inmoral, motivos por los que el consejo profesoral de Oxford lo declaró inhábil para regentar en adelante su cátedra. Para un hom­bre tan sensible y amante de la iglesia anglicana, tales golpes resultaron a la verdad dolorosos. Newman no llegó a comprender cómo todo el episcopado rechazaba una posición que a él le parecía lógica «sólo porque podía conducir a Roma». Por de pronto, aquello significaba que en conciencia él ya no podía continuar en la iglesia de Inglaterra. Si ésta no poseía ni catolicidad ni apostolicidad que remontase hasta Cristo, se hacía necesario buscarla en alguna otra comunión. Roma, es verdad, había proclamado desde tiempo inmemorial estar en posesión única de aquel privilegio, pero él abrigaba todavía dudas sobre la presencia de «nuevos dogmas» y de la infalibilidad pontificia. La oración y el auxilio divino resolvieron el enigma. Newman renunció en 1842 a su vicaria de St. Mary’s y se retiró a una pequeña aldea no lejana de su querido Oxford. Su libro Essay on the Development of Christian Doctrine (1845) trataba de explicar lo que sus sucesores llamarían la evolución homogénea del dogma cristiano. El 9 de octubre del mismo año, el P. Barbieri, pasionista, lo recibía formalmente en aquella Iglesia Católica por cuya causa, aún sin saberlo, estaba luchando desde hacía tantos años. «Aquella fecha, ha escrito Gladstone, señaló la mayor victoria de Roma en Inglaterra desde los tiempos de la Reforma». Tal vez. Pero no en el sentido de una venganza política, sino en cuanto que el ejemplo de Newman significó durante su vida y para las siguientes generaciones la vuelta de muchas almas selectas al seno de la Iglesia Católica.

Porque el hecho es que la mayor parte de los componentes de la tendencia oxfordiana no tuvo valor para dar el paso decisivo hacia Roma. Uno de sus historiadores lo nota con cierta complacencia. «La iglesia de Inglaterra, dice, había experimentado una fuerte sacudida, pero estaba muy lejos de sucumbir. Más aún, hay razones para suponer que, a la mitad del siglo XIX, su posición en la vida de la Iglesia era más sólida (?) que en ninguna otra época después de Reforma» Su labor consistió, pues, en buscarse de nuevo un puesto en aquella iglesia que habían estado a punto de abandonar o cuyos principios doctrinales habían puesto más de una vez en duda. Para ello creyeron que su misión consistía en introducir en la liturgia de la iglesia establecida prácticas rituales abandonadas desde los tiempos de Enrique VIII. Los fieles —que no se preocupaban gran cosa por los temas doctrinales— se rebelaron contra aquellas innovaciones y el mismo Parlamento hubo de intervenir en más de una ocasión para cortar por lo sano o deter­minar lo que se debía de hacer en cada caso. Las decisiones de los tribunales civiles en materias espirituales que no eran de su competencia, ofrecieron el triste espectáculo de una iglesia totalmente subordinada a la autoridad secular y sirvieron más de una vez —tal fue, por ejemplo, lo ocurrido con Manning— para que las gentes sensatas terminaran de ver que no podía estar allí la verdadera Iglesia de Cristo. El resultado final fue que tales movimientos litúrgicos contribuyeron a la aparición de una antipatía antirromana que es lo que sus promotores busca­ban precisamente para que los fieles no diesen el paso definitivo al catolicismo.

Por lo demás, la iglesia establecida seguía su vida normal. El episcopado (que podía considerarse como único trazo característico de la comunión) quedó convertido en juguete de los primeros ministros del gobierno. Lord Palmerston promovió a candidatos de tendencias liberales; Disraeli a eclesiásticos de la iglesia baja, y Gladstone a los de la iglesia alta, sin tomar en cuenta las intervenciones de la reina Victoria que también tenía favores personales que hacer. Doctrinalmente, el anglicanismo permitía toda la gama de posiciones cristianas. Al lado de los anglo-católicos, cuyas doctrinas parecían a veces acercarse tanto a las de Roma (recuérdese el mismo libro de Pusey, Eirenikon), estaban las de los liberales o la despreocupación teológica, juzgada insoluble, de la mayor parte del clero nacional. «Hallamos durante estos decenios, escribe el P. Gill, una intensificación del espíritu liberal que se muestra primero en el racionalismo y más tarde en el moder­nismo. La Biblia se convierte en objeto de profundos estudios, pero de modo que el Antiguo Testamento quede reducido poco menos que a una concatenación de mitología y de folklore, carente de valor científico y ciertamente desprovisto de inspiración; mientras el Nuevo viene despojado de lo milagroso y hasta de lo divino. En 1860 una colección de Essays and Reviews es condenada por el Con­sejo (y dos de sus seis autores clérigos suspendidos por el tribunal eclesiástico) pero la sentencia queda anulada por el comité judicial. En 1912 un volumen del mismo género, Fundamentals, que trata de crítica bíblica, se convierte en objeto de severas críticas. Dos años más tarde, la Cámara Alta del Concilio de Canterbury aprueba una orden del día según la cual la negación de cualquier hecho histórico declarado en los Credos va más allá de los límites de la interpretación legítima. En 1917 el nombramiento del doctor Hensley para arzobispo de Hereford provoca una fuerte crisis por estar acusado de herejía. Se invita al primado a oponerse a su consagración, pero éste juzga más prudente no rehusarla y se la confiere al año siguiente con toda solemnidad»

 

SITUACION EN EL SIGLO XX

El siglo XX se abre para el anglicanismo en medio de una aparente tranquilidad que oculta, sin embargo, síntomas ciertos de inquietud. Las actividades pastorales y misioneras siguen su marcha. El aumento de diócesis es fenomenal ya que de las 145 (de ellas 45 en las Islas Británicas) que había en 1867, antes de celebrarse la primera Conferencia de Lambeth, se ha pasado para 1948 a 328 circunscripciones de las que 70 están en la Gran Bretaña. Es verdad que el número de fieles de la iglesia oficial no guarda proporción con el crecimiento demográfico del país, pero sus escritores se consuelan con que hay todavía nueve millones de británicos afiliados a su comunión. Los obispos visitan con cierta frecuencia sus diócesis y el clero toma parte, a veces solo y a veces en unión con otras denominaciones, en numerosas campañas de orden benéfico-social y en la lucha contra el vicio, la bebida, los juegos del azar, la prostitución, el trabajo de menores, etcétera. Los templos anglicanos —sobre todo de las ciudades— presentan los días de precepto un aspecto desolador. En cambio, son incapaces de contener el gentío que, dos veces al año (en Navidades y Pascua), llena sus naves. El clero —unos 16.000— es incapaz de cubrir su campo de labor, con la agravante de que cada día son menos los jóvenes ingleses que se ofrecen para el ministerio. Se han dado «misiones» en algunas de las grandes ciudades del país y los dirigentes de la iglesia oficial anotan con gratitud «la calurosa recepción» tributada por grandes masas de la población al predicador bautista Billy Graham, a pesar de no pertenecer a uno de sus propios grupos dirigentes. «La tarea que pesa sobre la iglesia de Inglaterra, leemos en un recentísimo informe, es a la verdad formidable. No consiste únicamente en llevar la buena nueva al ignorante, sino sobre todo en hallar algo que interese a esas multitudes que parecen satisfechas con los bienes materiales. La misión de la iglesia tiene que habérsela en Inglaterra con gentes que no están preparadas a escuchar nuestros sermones o que, al encontrarse con dificultades, se vuelven al adivino de la calle o a una pseudo religión antes que a la Iglesia de Dios... Las enormes sumas despilfarradas cada semana en el juego, así como el incentivo de la codicia en este tiempo de inflacionismo, son síntomas del materialismo con que se enfrenta por todas partes nuestra iglesia. A la base del materialismo está también el humanismo. Y es precisamente para salvar al hombre de éste para lo que la Iglesia lo llama al arrepentimiento y proclama el perdón del Salvador».

Mientras tanto, las luchas internas (doctrinales o eclesiásticas) van creando un ambiente de tensión. Se nota en muchos de los sectores del anglicanismo, una fuerte inclinación a deshacerse de las ligaduras que le unen al Estado, en parte porque éste es incapaz de aportar solución satisfactoria al combate teológico que los divide en conservadores y liberales. Pero, lo mismo que en el ring, la contienda termina casi siempre en match nulo y los adversarios se vuelven de nuevo a sus posiciones para seguir atacándose mutuamente. Desde 1906 se habla y se escribe mucho sobre la revisión del Prayer Book. Las comisiones se ponen al trabajo y hasta obtienen la constitución de una asamblea de la iglesia nacional (1919) compuesta de obispos, clero y seglares con poderes para preparar la legislación eclesiástica que luego será presentada al Parlamento. Esta asamblea presenta en 1927 a la Cámara de los Lores una revisión del mencionado libro, pero queda rechazada por una coalición en la que entran lores anglicanos, no conformistas, agnósticos y hasta judíos. Al año siguiente, el arzobispo primado Davidson revisa el texto, suprime ciertas expresiones de sabor anglo-católico que habían suscitado sospechas a los legisladores y lo presenta a los Comunes que vuelven a rechazarlo, esta vez como «demasiado poco católico». El clero y los altos dignatarios protestan contra aquella nueva esclavitud —a veces con frases que parecen arrancadas a Newman hace casi cien años— y el entonces obispo Garbet habla de lo absurdo de una iglesia «cuyos supremos pastores vienen nombrados por un primer ministro que tal vez no pertenece a la misma; cuyo culto no puede quedar enriquecido o cambiado sin la aprobación de una asamblea compuesta de miembros que no tienen que ser necesariamente cristianos; o cuyas doctrinas deben ser interpretadas, en caso de disputa, por un tribunal estatal».

Pero la cosa no pasa más adelante porque es dudoso que la iglesia anglicana, aun sin interferencias estatales, sea capaz de ofrecer al mundo un cuerpo de doctrina homogéneo o sepa a qué atenerse en algunos de los puntos esenciales del cristianismo. Las pruebas de lo que decimos abundan en lo que llevamos de siglo. El modernismo va penetrando no solamente en los círculos de extrema izquierda liberal, sino aun en ciertos grupos anglo-católicos. Los escritos del obispo Gore sobre exégesis bíblica; la aparición del volumen Essays Catholic and Critic (1927); la Vida de Cristo de C. Noel en la que se nos presenta a Jesús como a un judío revolucionario; las declaraciones comunizantes del deán de Canterbury o las posiciones agnósticas del arzobispo Barnes..., son una confirmación de la terrible desorientación en que se halla el anglicanismo.

Pero ningún documento tan fehaciente como el emanado en 1922 por una comisión semi-oficial y que llevaba por título Doctrine in the Church of England. Se trataba en él de buscar algo así como un denominador común para que entrase en la iglesia el mayor número posible de adeptos. Con este fin los miembros de la comisión hubieron de hacer una poda de «doctrinas discutidas» que eran una piedra de escándalo para muchos que, de otro modo, no darían su nombre al anglicanismo. Naturalmente, la víctima de aquella dicotomía fue la ortodoxia, a pesar del empeño puesto en cubrir con frases vagas y expresiones de doble sentido verdades que la Iglesia ha enunciado con la máxima claridad. Entre los dogmas puestos en duda o dejados a la discreción de los fieles, estaban los siguientes: la divinidad de Cristo, su nacimiento virginal, sus milagros y su resurrección; la institución de un sacerdocio destinado a ofrecer el Sacrificio; la presencia real de Cristo en la Eucaristía; la posibilidad de la creación de espíritus puros; el problema del episcopado de origen apostólico; la veracidad de la caída de los primeros padres tal como aparece en la Biblia, y la posibilidad del castigo eterno reservado a los pecadores. Un comentarista católico propuso que al documento se le cambiara el nombre de credo anglicano por el de duda anglicana. Su publi­cación levantó una tempestad y se oyeron en la prensa y en los púlpitos juicios del más diverso matiz. Los anglo-católicos se escandalizaron al ver que su iglesia pudiera caer tan bajo en materias de fe. Por el contrario, los liberales se felicitaron de que, al fin, «el anglicanismo empezara a marchar con los tiempos». Los protestantes ortodoxos hablaron «de una verdadera apostasía por parte de la iglesia establecida». Saliendo al paso a estos objetantes, el primado de Canterbury tranquilizó a todos afirmando que: «las diferencias tan francamente reconocidas se referían a matices y no a la sustancia de las cosas». Además, añadía, «el hecho de que los miembros de la comisión suscribieran el informe, quedaba como señal evidente de que hombres de tradiciones tan diversas eran de opinión de que aquellas divergencias no les impedían todavía considerarse como fieles de una misma iglesia, la anglicana». Lo único que concedía —-a fin de que el escándalo no se hiciera universal— era el desaconsejar a los predicadores que hablaran en público contra el nacimiento virginal y contra la resurrección de Cristo.

El espíritu de aquella controversia continúa en nuestros días, pero sin escandalizar mucho a los contemporáneos, en parte porque afirmaciones del género hacen ya menos mella y en parte porque se juzga necesario acallar esas acaloradas controversias en aras de la ecumenicidad. Es ésta la nueva vocación que el anglicanismo cree haber recibido del cielo y que, precisamente a causa de las antinomias doctrinales que los católicos creemos hallar en su seno, le capacitan admirablemente para llenar esa misión. «Las iglesias anglicanas, nos dice Neill, están adaptadas más que ninguna otra para la obra ecuménica. Gracias a su pro­pia diversidad y a la variedad de sus tradiciones, pueden llegarse a todas partes, hallarse en cualquier iglesia como en su propia casa y servir de perfectos intér­pretes aun para comunidades hondamente divididas o colocadas fuera de la co­rriente del ecumenismo». Veremos en su lugar los resultados de esta adapta­bilidad.

 

LA IGLESIA episcopaliana

Antes de pasar a la parte propiamente teológica del anglicanismo, conviene que hagamos unas breves consideraciones sobre una de sus ramas eclesiásticas de mayor fuerza: la iglesia episcopaliana de los Estados Unidos. Su conocimiento nos es también necesario por razón de las actividades que sus misioneros despliegan en diversas repúblicas iberoamericanas.

La iglesia episcopaliana es el resultado de la escisión ocurrida en el anglicanismo en el momento de la independencia política norteamericana. Los anglicanos habían llegado al país durante la época colonial estableciéndose principalmente en Virginia, Georgia, Carolina y en algún otro Estado del Sur con el fin de huir de los presbiterianos y congregacionalistas que, instalados en Nueva Inglaterra y en las costas septentrionales del Atlántico, los trataban con la misma severidad con que ellos, los no conformistas, habían sido tratados en su madre patria. Su vida a lo largo del siglo XVII y XVIII no había sido muy próspera porque la iglesia estatal, temerosa de que sus hijas ultramarinas progresasen demasiado, las había dejado prácticamente en el abandono sin enviarles siquiera un solo obispo. Las parroquias llevaban vida prácticamente independiente y apenas ejercían ningún apostolado. Los candidatos al pastorado cruzaban los mares para ser ordena­dos en Inglaterra y, vueltos a la tierra, arrastraban una vida cómoda como lo exigía la mayoría de sus feligreses, ricos hacendados y gente de la nobleza que recurrían a la iglesia sólo para el bautismo de sus niños, el matrimonio de sus jóvenes y los funerales de sus muertos. Lo extraño es que, a pesar de tantas dificultades, la iglesia no muriera de inanición sino que se preparara a resucitar cuando contara los medios necesarios para ello. Los episcopalianos ven en esto —y tal vez con razón— una señal de la fidelidad con que muchos de sus miembros seguían la tradición anglicana.

El episcopalianismo sufrió una primera crisis a fines del siglo XVIII durante la guerra de la independencia. Muchos de sus pastores, fieles a Inglaterra y a su corona, se pusieron durante las hostilidades de parte de los leales. Por eso, al perder la contienda, no tuvieron otra opción que la de volverse a la patria o refugiarse en el Canadá. Mientras tanto, los miembros de la Confederación trataron de reconstruir su mal parada iglesia. Para ello comisionaron a Samuel Seabury con encargo de que fuera a Inglaterra a recibir su consagración episcopal. Pero ni el rey ni el Parlamento quisieron otorgársela. Entonces pasó a Escocia donde sus obispos (no juramentados) lo consagraron en 1784. La solución mostró al episcopado inglés que la treta había resultado inútil; por eso, tres años más tarde, fueron ellos mismos quienes confirieron la consagración a dos candidatos llegados desde el otro lado del Atlántico. En 1789 se reunió en Filadelfia la primera Convención de obispos norteamericanos que resolvió congregar a la dispersa grey en la nueva organización. Esta se llamaría iglesia protestante episcopaliana: protestante, para distinguirla claramente de la Iglesia Católica, y episcopaliana para mostrar su diferenciación de las iglesias de tipo presbiteriano y congregacionalista. En aquel momento, su membresía había quedado reducida a treinta mil.

Pero fue recobrando poco a poco sus fuerzas. Una buena parte de la clase alta de la sociedad y de los grupos que se gloriaban de su descendencia británica la fueron ayudando con medios económicos y con su adhesión. Los episcopalianos tuvieron la fortuna de contar con unos cuantos dirigentes de altura (los obispos J. H. Hobart, A. V. Griswold y sobre todo W. A. Muhlenberg) que buscaron nuevos adeptos, crearon diócesis, fundaron seminarios y colegios, etc. Durante la guerra civil norteamericana, el episcopalianismo no sufrió como las demás iglesias por causa de la desunión entre los partidarios del Norte y del Sur, sino que pudo ir extendiendo su labor hacia los Estados del Centro y del Oeste. En cambio, el movimiento de Oxford afectó su vida, dividiendo a sus dirigentes en corrientes parecidas a las de Europa, aunque sirvió también para infundir nuevo fervor a los de tendencias anglo-católicas que desde entonces fueron cobrando mucha fuerza dentro de la comunión. La expansión continuó su ritmo hasta el punto de que, a principios del siglo actual, la iglesia contase 750.000 miembros y un total de 5.067 ministros y clérigos.

Las diferencias doctrinales entre el episcopalianismo y la iglesia establecida de Inglaterra no son grandes. Los libros simbólicos son los XXXIX Artículos y el Prayer Book, pero con algunas enmiendas. Los norteamericanos no deben suscribir el símbolo atanasiano; el libro de las Homilías ha perdido mucho de su autoridad; en la fórmula de consagración de obispos —al igual que en los juramentos— se omiten las alusiones a la familia real; las palabras de consagración eucarísticas han vuelto a tener el sentido calvinista original (de mero símbolo) que les atribuyera Cranmer; en el calendario litúrgico se ha eliminado una buena parte del santoral; hay también diferencias en el empleo de los colores de los ornamentos sacerdotales, etc. En cada uno de sus servicios eucarísticos, se reza un memento especial por los fieles difuntos. En algunas partes se ha restituido parcialmente el sacramento de la extremaunción; el cambio, nos dice Hardon, se debió a la insistencia de un pastor de Boston que, siendo psicólogo profesional, quiso montar un centro de este género para hacer competencia a los también «profesionales» curanderos del Christian Science.

Dada la libertad de creencias religiosas permitidas por la iglesia episcopal a sus miembros, es casi imposible hallar algo que se acerque a la doctrina común de los mismos. He aquí, sin embargo, lo que nos dice el obispo Norman Pittinger, uno de los portavoces más autorizados de la comunidad. Según él, los episcopalianos toman como fundamento de su fe el Símbolo de los Apóstoles y el de Nicea, aunque admitiendo que no pocas de su expresiones son simbólicas y heredadas por la Iglesia del lenguaje pictórico del pueblo hebreo. Confiesan que Jesucristo es «Dios y Hombre», aunque no duden de que «existen diferentes modos de entender esta doctrina» (de la divinidad de Cristo). Sobre el nacimiento virginal de Jesús, hay opiniones diversas y el episcopaliano no está obligado a abrazar una en particular. Su doctrina trinitaria es la «clásica»: hay un Dios y éste se nos revela de varias maneras. Basta que veneremos a Dios «de una manera trinitaria» (in a Trinitarian fashion). La celebración eucarística constituye el centro de la liturgia episcopaliana; la presencia real ha de entenderse de modo que aquello «significado en el pan y el vino» es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La práctica de la confesión queda libre a sus seguidores con tal de que sepan que el oficio del ministro se reduce a «declarar» que los pecados les están perdonados. En la interpretación de las Escrituras, los episcopalianos no quieren pecar de literalismo y dejan que la ciencia los ilumine en muchos puntos doctrinales oscuros del Libro Sagrado. Tampoco creen en «un infierno físico»; el infierno consiste más bien «en la separación del alma de Dios y, por consiguiente, en la pérdida del fin a que se dirigía su existencia toda». Dígase algo parecido de la doctrina de la «resurrección de la carne», que no es la resurrección del cuerpo que ahora poseemos sino de la creación que Dios hará de toda nuestra personalidad con un cuerpo espiritual, es decir, con un instrumento que nos ayude a expresarnos en la vida celeste». En materias morales los episcopalianos no quieren ser puritanos por lo que toca a las bebidas alcohólicas, a los juegos del azar, etc. Admiten la práctica de la limita­ción de nacimientos «con tal de que no se haga por motivos egoístas», y el divor­cio para la parte inocente, con tal de que demuestren que están arrepentidos de lo sucedido.

La organización episcopaliana funciona a base de diócesis y de parroquias. Sus autoridades eclesiásticas son: el obispo y el ministro. En su administración toma parte muy activa el laicado elegido por los consejos parroquiales. La autoridad suprema reside en la Convención General que se reúne cada tres años y consta de una Cámara alta (integrada por obispos) y de una Cámara baja en la que toman parte los delegados de las diócesis y de las parroquias. En ésta ejercen gran influjo los delegados seglares. La Convención tiene autoridad suprema y es la que elige al obispo presidente (Presiding Bishop) para un plazo de tres años.

 

IDEOLOGIAS Y ESTRUCTURAS ANGLICANAS

Los anglicanos confiesan —no sabe uno si en un arranque de sinceridad o con ese punto de humor que ponen en las cosas— que su Ecclesia Anglicana es, bajo muchos aspectos, «una versión sui generis del cristianismo», y la Conferencia de Lambeth (1948) afirmaba que «no hay nada que se le parezca en la cristian­dad». Según el obispo Neill, «no podemos ni siquiera empezar a comprender el anglicanismo, si no estamos preparados a admitir de antemano que es algo único y distinto de todo lo demás». En cambio, si aceptamos este principio, «podremos captar algo de su genio, entender su situación en el complicado mapa cristiano y hasta creer en la especial vocación que parece habérsele concedido entre las muchas y varias Iglesias cristianas del mundo» . A otro prelado anglicano, H. H. Henson, su propia iglesia se le aparecía como «la más enigmática v desconcertante de las instituciones nacionales». «Es, añadía, la personificación misma de la paradoja. En teoría es la iglesia de la nación británica, cuando de hecho sólo una fracción mínima de la población puede llamarse anglicana... Es al mismo tiempo la más autoritaria y la menos disciplinada de las iglesias pro­testantes, la más orgullosa en prestaciones corporativas y la más débil en poder real sobre sus miembros»

Si tal es la opinión de sus propios seguidores, no es extraño que la iglesia anglicana continúe siendo —nos lo reprochan a veces con cierta amargura— la gran incomprendida de las demás confesiones. Para los ortodoxos ha quedado con­tagiada por numerosos elementos de la Reforma, totalmente nocivos a su catolicidad. Los luteranos y calvinistas afirman precisamente lo contrario y hallan en sus doctrinas —pero sobre todo en su liturgia— demasiados «restos de romanismo». Para todos ellos la ambigüedad teológica de que dan muestras sus dirigentes, resulta a la larga intolerable. «Para los luteranos, escribe Mayer, el anglicanismo es un enigma. Nuestros teólogos no pueden entender cómo algunos de ellos llegan a dar una bienvenida cordial a las iglesias reformadas mientras que otros de la misma familia, y al parecer con idéntica sinceridad, despachan con un jarro de agua fría a tan indeseables visitantes. El luterano confesionalmente cons­ciente halla intolerable un principio teológico que tolera puntos de vista mutuamente exclusivos. Y tampoco puede comprender cómo uno de sus dirigentes pueda aconsejar a una persona que busca la verdad huir de la 'confusión babélica’ (del protestantismo) para 'encontrar su fe’ en una iglesia que tolera puntos de vista doctrinales diametralmente opuestos y concede a todos el derecho de adorar a Dios según su conciencia».

Nuestras perplejidades comienzan con el nombre mismo con que se la debe designar. Entre los autores de la iglesia se notan dos o tres tendencias distintas. Los anglo-católicos rechazan de plano el apelativo protestante para llamarse miembros de la Iglesia Católica. En cambio, los escritores de la Low y de la Broad Church (iglesia baja y ancha) mucho más influenciados por el calvinismo, insisten en que, de todos los títulos que poseen, el más honroso para ellos es el de protestante. El obispo Headlam inventó hace algún tiempo otro término que ha tenido mayor aceptación. Según él, la iglesia anglicana es «fundamentalmente católica e incidentalmente protestante». Católica, porque «nunca ha alterado los principios fundamentales de la Iglesia madre», contentándose con suprimir los «abusos» introducidos por el tiempo y la malicia de los hombres. Y protestante, porque «de vez en cuando las ventanas de la casa necesitan una buena limpieza y los árboles de una buena poda», que es lo que los reformadores ingleses hicieron con su iglesia en el siglo XVI. Entre los autores realmente protestantes, la nomen­clatura tampoco es uniforme. Historiadores tan competentes como K. S. Latourette han adoptado la norma de tratar per modum unius al anglicanismo con los demás movimientos de la Reforma. En los anuarios semioficiales de las iglesias separadas (por ejemplo en el conocido World Christian Handbook, de Bingle-Grubb) el anglicanismo viene mezclado con el resto del protestantismo. Los soberanos británicos —jefes espirituales iure proprio de la iglesia establecida— prometen el día solemne de su coronación «defender los derechos de la iglesia protestante», que, en el caso, no es otra que la anglicana. «La posición de la iglesia de Inglaterra (respecto del protestantismo) nos dice F. L. Cross, no es clara. En su elaboración intervinieron sin duda fuertes influjos calvinistas, pero mezclados también con otros elementos tradicionales... El Prayer Book no emplea el término protestante. Pero éste queda adoptado en la iglesia desde comienzos del siglo XVII como opuesto al catolicismo romano y al puritanismo. Así, por ejemplo, Carlos I presta ya su adhesión a la religión protestante. Después de la restauración, en Inglaterra la palabra se aplica también a los no conformistas. Al presente, y en el lenguaje familiar, se aplica tanto a los unos como a los otros, aunque sean también muchos los anglicanos que nieguen el carácter protestante de su iglesia nacional»

Pero, más que el nombre, nos interesa el contenido del anglicanismo. Y, si éste es, para emplear la expresión de Ph. Schaff, «un compuesto y ecléctico organismo, como el carácter y el idioma de sus gentes, unido por fuerza v roto por dentro, fijo en su estructura orgánica, pero elástico en sus doctrinas», no nos queda más remedio que descomponerlo por partes en la esperanza de que al menos esta división nos muestre su verdadero ser. Nos hallamos —lo habrá adivinado ya el lector— ante otro de los enigmas del anglicanismo: el de su fantástica variedad. «En la iglesia anglicana, escribe el arzobispo Garbett, hay católicos, evangélicos y liberales, además de la gran masa que se contenta con el nombre de anglicanos a secas... Entre nosotros los hombres pueden pertenecer a diversos partidos, tener diversas opiniones sobre la Iglesia y los sacramentos, y sin embargo trabajar tranquilamente unidos entre sí»

En la práctica este hibridismo se manifiesta principalmente en la formación y en el funcionamiento de los tres grandes cuerpos que integran el ser anglicano: sus iglesias alta, baja y ancha. No se ha encontrado todavía el concepto adecuado para designar su puesto dentro del anglicanismo. Llamarlos sencillamente «escue­las teológicas» no parece suficiente, pues su papel en la vida de la iglesia supera con creces el de esos organismos de tipo meramente intelectual. La expresión «iglesias dentro de otra iglesia» resulta para muchos fuerte ya que las tres faccio­nes persisten en conservar su carácter anglicano. Tal vez lo mejor sea todavía conservar la palabra partes (parties) con todo lo que este sustantivo encierra en la vida política y en la lengua inglesa. Cada una de ellas tiene sus antecesores v su historial que el anglicano medio se cuidará bien de no tocar. Su coexistencia no parece tampoco (al menos para muchos de ellos) constituir motivo mayor de preocupación. «Esto, nos dice Johnstone, produce en la iglesia un estado de tensión, en ocasiones costosa. No olvidemos con todo que para el anglicanismo esa tensión puede ser también noble y que la interacción de los diversos partidos puede resultar para el conjunto más provechosa que cualquier unión artificial o que un caótico individualismo».

 

LA HIGH, LA LOW Y LA BROAD CHURCH

La High Church o iglesia alta recibe con frecuencia el nombre de anglo-católica por aproximarse más a las doctrinas y prácticas de la Iglesia de Roma. Según sus seguidores, se trata de la única «tradición» anglicana que nos trasmite en línea ininterrumpida la esencia de la catolicidad, rota bruscamente al advenimiento de la Reforma. Se llama «alta» por el alto concepto que tiene en dos puntos doctrinales, objeto de discusión en el protestantismo, a saber, el episcopado de sucesión apostólica y el número septenario de los sacramentos. Constituyó siempre la fac­ción anglicana más opuesta a los puritanos y alcanzó gran prestigio en el si­glo XVII con el florecimiento de los teólogos carolinos. Unida con la casa de los Estuardos por su doctrina del «derecho divino de los reyes», se vio envuelta en dificultades a la llegada de los monarcas de Hannover, sobre todo, cuando muchos de sus pastores se negaron a prestarles juramento de sumisión, razón por la que fueron tildados de «no jurados» (Non Jurors). Excluido entonces de la vida na­cional, el anglo-catolicismo adquirió nuevo auge con el movimiento de Oxford del que sus hombres fueron el alma. «En la actualidad es una fuerza muy activa dentro de la comunión anglicana. Cada ciudad del Reino Unido posee centros suyos. Una buena parte de su clero mantiene posiciones doctrinales católicas en materias teológicas y litúrgicas. Tiene también muchos adeptos en el África del Sur, en Queensland y entre algunas de las principales organizaciones misioneras». En opinión de Neve, este grupo representa «la tendencia catolizante, romanizadora y medieval del anglicanismo; más aún, en sus posiciones más extre­mas, podría llamarse un catolicismo sin Papa». Los protestantes liberales y modernistas tienen poco que decir en favor de un movimiento que guarda seme­janzas tan estrechas con su poco amada Iglesia de Roma. La misma iglesia oficial ha tenido en ocasiones frases duras contra las posiciones doctrinales, las innovaciones litúrgicas y la administración de sacramentos practicadas por este sector. Basten para muestra las críticas del arzobispo Garbett: «Los anglo-católicos son los descendientes (alguno diría que los descendientes degenerados) del movimien­to de Oxford. Su iglesia puede esporádicamente ser eficiente en las grandes ciudades donde se reúnen fieles de diversas tendencias, pero parroquialmente —y sobre todo en la campiña— ha sido un fracaso. No parece que llegue jamás a constituir la iglesia de Inglaterra. El pueblo considera como arbitrarias sus innovaciones... El movimiento de Oxford (y con ello el anglocatolicismo) nos han dejado en herencia doctrinas muy dudosas y aún falsísimas, como por ejemplo la de la sucesión apostólica del episcopado».

Estas acusaciones parecerían indicar que la High Church conserva doctrinalmente las esencias más ortodoxas de la teología cristiana. Ello es hoy día sola­mente cierto en parte. «Durante la última generación, escribe H. J. Johnson, las posiciones tradicionales del anglo-catolicismo han tomado dos direcciones opues­tas. Muchos miembros del clero, claramente ritualistas y llamados ahora papalinas, han abandonado toda tentativa de ofrecer una base lógica a su posición. Dicen aceptar el Concilio Vaticano y aun toda la doctrina católica, denominándose sencillamente 'católicos romanos de la iglesia de Inglaterra’. Cuando se les pregunta por qué no se someten a la Iglesia católica, muchos de los miembros de este clero responden que lo harán tan pronto como Roma reconozca como válidas sus ordenaciones. En cambio, el liberalismo ha abierto también brecha en una parte de la generación joven anglo-católica. Muchos de ellos han abandonado completamente la creencia en la infalibilidad de la Iglesia, doctrina que no consideran necesaria ni deseable, sino al contrario peligrosa y conducente al oscurantismo. En este aspecto han quedado grandemente influenciados por los escritos y las afirmaciones de Federico von Hügel... Otros, por contacto con las zonas industriales en que trabajaban, han sido arrastrados a las filas del socialismo».

Sin embargo, para el gran público el anglo-catolicismo queda identificado todavía con la primera de estas tendencias. Las doctrinas enseñadas en sus cátedras o predicadas desde sus púlpitos tienen más «sabor romano» que el de cualquier otro grupo de las iglesias reformadas. El anglo-catolicismo enseña la doctrina de una Iglesia espiritual independiente, al menos en teoría, de las intromisiones de la corona; insiste, como hemos indicado, en el carácter apostólico de su episcopado; defiende la Branch Theory (teoría de las ramas), lo que lleva consigo el reconocimiento de la Iglesia de Roma como una de las grandes porciones del cristianismo universal; su teología parece en muchos puntos calcada en la del Concilio de Trento; venera el celibato de los sacerdotes; fomenta la devoción a la Virgen y a los santos, el culto de las reliquias, la devoción a las almas del purgatorio, etc. En el campo litúrgico, las aproximaciones y las semejanzas con el catolicismo son todavía mayores. «Los anglo-católicos se adhieren a la disciplina tradicional de la iglesia, incluso en todo lo tocante a la observancia de las fiestas, la práctica de los ayunos y el uso de la confesión sacramental. A pesar de haber entre ellos predicadores de primera clase, su insistencia no se dirige tanto a los aspectos proféticos del cristianismo, sino a la eficacia del sacerdocio como ministro de los sacramentos. Entre éstos figuran la Sagrada Comunión y la Misa que para ellos constituyen el centro de la liturgia. Los anglo-católicos no solamente creen que Cristo está presente bajo las formas de pan y de vino, sino también en el santo sacrificio de la Misa en la cual el sacerdote ofrece al Padre el sacrificio eterno del Señor. Sus ministros llevan todavía los antiguos ornamentos católicos y enriquecen la celebración del sacramento con toda clase de objetos y actos rituales como las candelas, el incienso, los acólitos, las procesiones y las genuflexiones. Más aún, los anglo-católicos reservan el Sacramento en el copón o en la píxide para el uso de los enfermos o de otras personas». La descripción, para estar hecha por un anglicano que no entiende demasiado del sentido de tales simbolismos, es hermosa. A los católicos-romanos la visita y el contacto con la liturgia de la High Church nos deja siempre una fuerte impresión de alegría y de tristeza a la vez.

La Low Church o iglesia baja, forma otro de los sólidos grupos del anglicanismo. Sus adeptos se llaman a sí mismo «evangélicos», expresión que dentro de la comunión anglicana tiene mucho más limitada extensión que en Iberoamérica donde se aplica a todos los protestantes. Como partido organizado, trae sus orígenes desde mediados del siglo XVIII, aunque su parentesco sea anterior y se enlace con los primeros puritanos que, cien años antes, aparecieron dentro de la iglesia establecida. No tiene fundador propiamente dicho, pero debe mucho a George Whitefield, compañero de Wesley, y separado de él por razón de sus ideas calvinistas. Aun hoy día, su característica consiste en profesar una larga serie de doctrinas protestantes, permaneciendo, sin embargo, dentro del anglicanismo. Los evangélicos creen que la verdadera iglesia de Dios es invisible, que todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo y que la regla suprema de fe no es la Iglesia sino la Palabra revelada de Dios. Dan mucha importancia a la justificación por la sola fe aunque el sistema suyo de conversión conserve mayores semejanzas con las tácticas wesleyanas. Los evangélicos muestran escaso interés por la Iglesia como tal (de ahí el nombre de iglesia baja) y casi ninguno por las ceremonias y el culto que, en su opinión, deben estar subordinados a la predicación de la Palabra de Dios. Su doctrina sacramentaria es en extremo pobre: no admiten más que dos sacramentos y aun la eficacia de éstos depende de la fe del que los recibe. El contraste con los de la High Church resalta todavía más en punto a la Eucaristía. Rechazan por completo la Misa y no admiten más presen­cia real que la simbólica. En el mismo sentido ha de entenderse cuanto dicen y escriben sobre la Comunión. Hablan con frecuencia del «sacramento» del ma­trimonio, pero sin darle el sentido que recibe en el catolicismo. Piensan que, en principio, la unión matrimonial es indisoluble, pero añaden con el arzobispo W. Temple que la pretensión de que haya alguna regla moral de completa y universal aplicación, equivale sencillamente a querer eludirla cuando llega algún caso concreto». Por eso no dudan que la iglesia debe volver a casar a «la parte inocente» —por ejemplo, en caso de adulterio— cuando haya pasado algún tiempo (uno o dos años) y a condición de que se trate de un feligrés practicante o que promete serlo en adelante.

En general, los evangélicos han tenido dificultad en reclutar candidatos de cierta altura intelectual para su pastorado. Newman solía decir que sus hombres no podían respirar libremente en la atmósfera de Oxford, lo que les había impedido contar con teólogos conspicuos. La situación no parece haberse alterado en nuestros días. En cambio, esta especie de complejo de inferioridad en el campo teológico los ha empujado a la acción por medio de la palabra, de las obras sociales y benéficas, así como por una intensa actividad misionera entre paganos. Sus dirigentes han figurado siempre en primera línea en la lucha contra el vicio, la abolición de la esclavitud, las campañas contra las bebidas alcohólicas, etc. Esos mismos hombres que no tienen dificultad en admitir el divorcio ni en promover el planned parenthood como remedio único para los males que aquejan a la huma­nidad, se abstienen de los Licores y del cigarro, de los bailes y de las fiestas de sociedad o trabajan para eliminar la crueldad contra los animales por creer que se trata de características inequívocas de una verdadera vida cristiana... Hoy son muchos los observadores que piensan que el partido evangélico va perdiendo una buena parte del influjo religioso que tenía en el anglicanismo. «La razón princ­pal, escribe uno de ellos, hay que buscarla en el abandono cada día mayor —bajo el influjo de la crítica científica e histórica— de su fe en la veracidad de la Biblia. Esto ha causado una crisis interna entre sus seguidores: unos, de tipo más intelectual, se han vuelto al liberalismo, mientras que otros han ido a las filas anglo- católicas. En los últimos años, ha disminuido también el número de obispos evangélicos a causa precisamente de esa escasez de hombres preparados para el cargo. No faltan tampoco, por desgracia, grupos que lanzan campañas antiritualistas, atacando las ceremonias de los anglo-católicos y a los obispos que las toleran»

La Broad Church. Parece que la antítesis de iglesia alta debiera ser iglesia baja. En el anglicanismo no sucede así y su verdadero extremo se encuentra en la iglesia ancha. Johnstone habla de este grupo como de «un sector alborotado, pequeño en número, pero pertinaz en sus ideas y compuesto a veces de personajes eminentes», cuyo objetivo es infiltrar las doctrinas liberales y modernistas en la iglesia oficial. En el siglo XVII se les llamó «platonistas de Cambridge», en el siguiente «latitudinarios» y en la época victoriana «modernistas». Su influjo se deja sentir en el anglicanismo, pero más en el del tipo Low Church. Por eso no les interesa tener iglesias y culto propio, sino influir con sus publicaciones y sus discursos de tipo científico, en las corrientes teológicas de la iglesia establecida. Entre sus representantes más conocidos han figurado Th. Arnold, E. Abbott, H. Rashdall, el deán Inge, el canónigo Cheyne y otros. Los anglo-católicos han tratado varias veces de pararles los pasos induciendo a las autori­dades eclesiásticas a ponerlos fuera de ley, pero —después de los fracasos de 1922— los conatos han resultado inútiles.

Teológicamente las diferencias entre este Broad Church del anglicanismo y las corrientes modernistas de otras iglesias protestantes son muy escasas. Sus discípulos proclaman «el carácter continuo y progresivo de la revelación impartida por el Espíritu Santo en las esferas del conocimiento y de la conducta»; «el derecho y el deber de la Iglesia a formular sus doctrinas según esta progresiva revelación»; «la libertad de estudiantes y teólogos de entregarse a la investigación aun en materias teológicas y bíblicas»; «la necesidad de adaptar la liturgia a las necesidades de los tiempos»; «una participación mayor del laicado en la vida de la Iglesia y en la formación de sus doctrinas»; y «el estudio de la aplicación de los principios cristianos a toda nuestra vida social». Esto que en sí parece anodino, se concreta en la enseñanza práctica de la Broad Church en fór­mulas bastante más peligrosas contra la integridad de nuestra fe. «Los modernistas, nos dice Johnstone, leen la Biblia como si fuera cualquier otro libro y reducen su autoridad casi a la nada; desprecian los sacramentos por creerlos de origen pagano; se muestran insatisfechos con nuestros Credos pero no tienen nada mejor que ofrecernos: creen en Jesucristo, pero como en el más elevado tipo de personalidad humana y no como en la irrupción del Hijo Eterno de Dios en la vida. En otras palabras, apenas hay diferencia apreciable entre estos modernistas y los unitarios».

La coexistencia y aun el roce mutuo de todas estas tendencias dentro de una organización eclesiástica, causa en el católico una especie de escalofrío. Cómo elementos tan contradictorios, creencias que mutuamente se repelen y actitudes que son incompatibles, pueden todavía recurrir como a punto de convergencia a las enseñanzas de aquel Divino Maestro que proclamó en alto: «quien no está conmigo, está contra mí», es algo que no puede caber en nuestras mentalidades católicas. Hemos visto también que no pocos protestantes coinciden con nosotros en esta misma apreciación. Al anglicano todo esto parece dejarle imperturbable.

Uno de los autores a quien acabamos de citar, prosigue su enumeración de las diversas escuelas doctrinales dentro del anglicanismo para advertirnos que, con frecuencia, una misma persona puede participar simultáneamente en varias de ellas y ser católico por temperamento, evangélico de corazón y modernista en su manera de entender la vida. «La maravilla está, concluye, en que el anglo-católico y el liberal pueden vivir juntos en la misma Iglesia. Esta es justamente la eterna gloria del anglicanismo». Como escribe admirablemente el P. Gill: «Si se nos pregunta: ¿qué es lo que enseña sobre este punto concreto la iglesia anglicana? —se deberá responder: 'la iglesia anglicana no enseña’. Si se cambia la pregunta de otro modo: ¿qué es lo que cree la iglesia anglicana sobre este o aquel punto?— sería como preguntar una regla de pronunciación del idioma inglés: cualquiera que sea la respuesta siempre habrá excepciones a la misma»

Esta es la comprehensiveness o capacidad de incluir, si no armónicamente, al menos pacíficamente, elementos que se contradicen y pugnan entre sí, cualidad que el anglicanismo parece poseer en exclusiva. Para su primado Garbett —lo mismo que para otros muchos correligionarios— «ello constituye una especie de conditio sine qua non para la unidad religiosa de su patria». «Una iglesia nacional, dice, debe huir del rigorismo que divide y mostrar una comprehensividad que permita estar juntos a hombres de diversas ideas. Una iglesia de este género no puede tampoco tener confesiones de fe que liguen a sus miembros, fuera de los tres antiguos Símbolos. Por esta razón los Treinta y Nueve Artículos de la Reli­gión fueron deliberadamente ambiguos... Es una de las glorias de la iglesia angli­cana el ser la casa espiritual de la iglesia alta, de la baja y de la ancha. El anglica­nismo no sería iglesia nacional si excluyese de sí a cualquiera de estas grandes corrientes cada una de las cuales contribuye de modo peculiar al bienestar tanto de la iglesia como de la nación». El argumento no tiene mucho de escriturístico. Permítasenos, para terminar este punto, hacer nuestro el comentario de un especialista católico en la materia: «El principio de la tan alabada comprehensiveness de la iglesia anglicana, escribe el P. Tucci, si ha contribuido y contribuye todavía a alejar dolorosas y clamorosas escisiones dentro del anglicanismo. se convierte en último análisis en la negación de aquella inconmovible firmeza de la pureza de la fe que aparece ya en el Nuevo Testamento y que ha sido siempre la caracte­rística de la Iglesia Católica. La comprehensividad, defendida por casi todos los anglicanos e incluso por los anglo-católicos, lejos de ser una fuerza de equilibrio entre la custodia de la doctrina católica y la libertad de opinión en cuestiones secundarias y discutibles, se ha cambiado efectivamente en la capacidad —típicamente británica, pero por lo mismo no menos incoherente— de tolerar en la misma iglesia puntos de vista contradictorios, aun en materias de fe».

 

PRINCIPIOS Y PUNTOS BASICOS DE LA TEOLOGIA ANGLICANA

El historiador tiene que empezar por preguntarse si existe una teología anglicana propiamente dicha. La respuesta de algunos es negativa y la de otros vaci­lante o poco definida. «No tenemos doctrina propia», decía en 1951 el Primado de Inglaterra, y nuestra única posesión es la doctrina de la Iglesia Católica formulada en credos católicos que observamos sin adición ni disminución. «No hay doctrinas anglicanas peculiares, dice enfáticamente Neill, porque no hay una teología que puede llamarse anglicana. La iglesia de Inglaterra es sencillamente la Iglesia Católica de la nación. Enseña las doctrinas de la católica, tal como se encuentran en las Escrituras, como las sumarizan los credos de los Apóstoles, el Niceno y el Atanasiano y tal como aparecen en las decisiones de los cuatro primeros grandes Concilios generales celebrados cuando la Iglesia no estaba todavía dividida». «Los miembros de la iglesia anglicana, afirma Zabriskie, no están unidos entre sí por su adhesión a una Confesión de Fe, tal como la de Augsburgo o Westminster o a los decretos tridentinos. La única fórmula que todos han de suscribir es el Credo de los Apóstoles» La teología es inútil cuando la Iglesia que la adopta no ofrece garantías de infalible verdad en su magisterio. Es lo que ocurre al anglicanismo. «Los anglicanos, nos asegura Rawlison. creen que los Concilios generales pueden errar; que la Iglesia de Roma y otras iglesias han errado; por consiguiente tampoco pueden atribuir a su iglesia ninguna clase de infalibilidad... Es verdad que ella posee normas de doctrina, pero en la práctica permite tal amplitud a los individuos, que han surgido dentro de ella diversas 'escuelas de pensamientos’ con numerosas divergencias de interpretación».

No obstante lo dicho, y al igual que las demás iglesias de la Reforma, el anglicanismo ha tenido que dedicarse —para justificar su presencia en la historia— a una doble labor: a desechar doctrinas y prácticas seculares mantenidas como in­tangibles por la Iglesia universal y a edificar su propio edificio teológico con nuevas doctrinas tomadas de esta o de aquella herejía precedente. «En su obra de revisión, escribe Washburn, los anglicanos han limpiado su sistema de todos los errores papistas, de la Misa, de los cinco sacramentos adicionales, de las leyen­das de los santos y de toda clase de ritos supersticiosos. En cambio, han retenido el credo apostólico y el niceno, los oficios sacramentales, las fiestas de Cristo y de los apóstoles y todo aquello que piensan se conservaba todavía puro». En la parte positiva el anglicanismo se ha contentado por lo general con pedir prestado a luteranos y calvinistas aquellas doctrinas que espera contribuirán a hacer de su obra religiosa y eclesiástica algo muy parecido a la Iglesia de los primeros tiem­pos. Finalmente, la iglesia de Inglaterra posee sus fuentes teológicas peculiares que son sus Profesiones de Fe, su Libro de Oraciones y sus Formularios. Con ellos tiene lo suficiente para competir en esta materia con cualquiera de las iglesias de la Reforma. Sin tomar en cuenta sus fuentes primarias que son la Biblia y, al menos entre ciertos límites, la doctrina de los Santos Padres. Ahondemos, pues, en estos documentos para sacar de ellos las doctrinas propias de la iglesia anglicana. Para interpretar los Treinta y Nueve Artículos nos serviremos de los comentarios clásicos de Schaff, The Creeds of Cltristendom; de E. C. Gibson, The Thirty Ninc Ardeles; y de E. J. Bicknell, A Theological Introductíon to the Thirty Nine Ardeles. Cuando se ofrezca ocasión, añadiremos una palabra sobre las modificaciones que algunas de las principales doctrinas han experimentado en nues­tros días.

Los XXXIX Artículos.—Forman uno de los documentos teológicos más venerables de la iglesia establecida de Inglaterra. Son en gran parte obra de Cranmer y de sus colaboradores que corrigieron las doctrinas de los Trece Artículos de 1538 infundiendo en ellos fuertes dosis de calvinismo. Fueron proclamados en 1571, pero en 1625 volvieron a aparecer con una carta prefatoria del rey en la que (por influjo de Hooker y de Montague) se prevenía a los lectores contra aquellas tendencias. Esto causó la indignación de los puritanos que protestaron ante el Parlamento por «las doctrinas arminianas y jesuíticas» que se querían introducir. En épocas sucesivas, han sido objeto de alabanzas o de ataques según las inclina­ciones del príncipe reinante y del humor del parlamento. En su redacción actual son evidentes el influjo —por partes— de toda la teología reformada continental y Schaff ha podido llevar a cabo un detallado estudio comparativo con las Con­fesiones de Augsburgo y las demás profesiones de fe luteranas y calvinistas. Los Artículos han sido varias veces objeto de revisión; siendo indudablemente la más importante de ellas la hecha por la iglesia episcopal norteamericana en 1801 que, además de bastantes alteraciones de orden político, suprimió el empleo del Credo atanasiano, omitió en el Símbolo de los apóstoles la cláusula: rbajó a los infier­nos», y ordenó otras modificaciones similares «acomodadas a las necesidades de los tiempos».

Se pregunta cuál es el valor de los XXXIX Artículos. Los comentaristas anglicanos nos responden que es menester distinguir entre su importancia como norma general de fe y su fuerza obligatoria. «Los Artículos, dice Neill, no constituyen un conato de formulación de una completa fe; su finalidad consiste en aclarar la posición de una iglesia que quiere ser católica, evitando por una parte las tradi­ciones medievales de Roma, y por otra los excesos de los anabaptistas» Hubo un tiempo en que todos los ministros debían suscribirlos, añadiendo además que su interpretación era la definida por las grandes convenciones de la iglesia. En tiempos modernos las exigencias han caído en desuso y el sentido encerrado en la aceptación es tal que el pastor puede disentir personalmente de muchos de los puntos del contenido y, sin embargo, permanecer fiel «al espíritu» de los Artículos. «Lo que se nos pide, leemos en Bicknell, no es la afirmación de que los Artículos son conformes a la Palabra de Dios, sino que la doctrina de la iglesia de Inglaterra es (en general) conforme con la Palabra de Dios. En otras palabras, no se nos pide un asentimiento respecto de los detalles de los Artículos, sino de su sentido general» De hecho, la interpretación no ha podido ser más variada: «los anglo-católicos y los arminianos que aborrecen el calvinismo, los representan como puramente luteranos; otros (por ejemplo, los tractarianos) a quienes no gusta mucho ni el calvinismo ni el luteranismo, tratan de aproximarlos lo más posible a los decretos del Concilio de Trento; en cambio, los calvinistas y los miembros de la Low Church están ciertos de hallar en ellos su propio credo» . La maravilla puede ser debida, nos explica un autor, a la circunstancia de que los Artículos «son con frecuencia deliberadamente vagos y de difícil interpretación: reverentemente vagos al tratar de misterios como el de la predestinación; y estudiosamente confusos con el fin de que sean muy numerosos los que puedan suscribirlos sin hacer violencia a sus conciencias».

La Sagrada Biblia.—«La posición de la iglesia de Inglaterra, enunciada en los artículos VI y VII es bien clara: requiere de toda persona como condición de pertenencia a su comunidad la fe en todas las verdades contenidas en las Escrituras... A sus ojos la Biblia es la norma suficiente de la enseñanza cristiana y contiene en sus páginas todo aquello que la Iglesia necesita comunicar a los demás». En cuanto al canon de las Escrituras, el anglicanismo coincide con el resto del protestantismo en el rechazo de los libros deuterocanónicos. Recomienda, sin embargo (y dice que en ello sigue el consejo de San Jerónimo), que la iglesia los lea para ejemplo de la vida e instrucción de costumbres. Con esto piensa darles «el puesto que a los mismos se les atribuía en la Iglesia primitiva». La Biblia, según los anglicanos, nos ha sido entregada por la Iglesia. Disienten, por lo tanto, del protestantismo continental en tomarla como regla absolutamente primaria de fe y aducen a su favor el testimonio en que San Vicente de Lerins prueba la prioridad de la Iglesia a la Biblia. El anglicanismo primitivo mantenía indefectiblemente la inspiración de los libros tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, llevando a veces las interpretaciones a extremos más liberales de las demás iglesias. Sus pastores y misioneros han sido, dondequiera que hayan trabajado, los grandes traductores y propagadores de la Biblia. Algunas de las mejores traducciones que hoy poseemos en lenguas orientales y africanas se las debemos a sus hombres y a los enviados especiales de la British Bible Society.

Desde mediados del siglo XIX empezaron a soplar vientos menos favorables a aquellas primeras escuelas de interpretación. Los evangélicos han venido insistiendo en la doctrina de la Scriptura sola con exclusión de cualquier otra «humana fuente de verdad». En cambio, los anglo-católicos han tenido que adoptar en muchos casos un «consensus fidelium» que se acerca mucho a nuestro concepto de tradición. «Para satisfacer a los miembros de la Broad Church, la teología anglicana admite una tercera fuente de verdad, a saber el descubrimiento de sí mismo (self-disclosure) que en las páginas de la Biblia hace Dios del desarrollo de la raza humana, en la historia de Israel, en la persona de Cristo y aun en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia». El influjo de esta tendencia apareció claro en la obra ya citada: The Doctrine in the Church of England, que pretendía reflejar una de las más fuertes corrientes de la iglesia establecida. Allí se llama a la Biblia «libro único y documento inspirado por especial revelación». Pero no se pasa muy adelante, puesto que «la tradición de infalibilidad atribuida a sus páginas hasta comienzos del siglo XIX no puede mantenerse ya a la luz de la ciencia que tenemos a nuestra disposición». El mismo texto de los Evangelios no puede aceptarse siempre como «reproducción fiel de las mismas palabras de Cristo». Es más bien «un reflejo de la experiencia de la iglesia primitiva»; por eso «el méto­do de recurrir directamente a textos evangélicos aislados, es susceptible de error». Con esto es fácil comprender el significado —al menos frecuente— de aquellos anglicanos evangélicos que se refieren a la Biblia como «a criterio y regla de fe». Lo dicho nos viene también a mostrar cómo para muchos que se llaman miembros de la iglesia anglicana, el principio luterano del «Scriptura sacra sui ipsius interpres» —tan vilipendiada en algunos de sus libros— se ha convertido de jacto en único autorizado intérprete de la verdad revelada

Dios.—Al tiempo en que se redactaron los XXXIX artículos, no existían entre las iglesias reformadas discusiones ni herejías en materia de teodicea. Nuestro documento nos da una definición diáfana y sencilla del dogma de la existencia de Dios, de su creación y de su providencia así como del insondable misterio de la Santísima Trinidad. Es verdad que en el siglo XVIII los deístas hicieron irrupción diseminando en sus escritos la noción de una divinidad de perfiles poco definidos y totalmente despreocupada de quienes habitamos la tierra. Si el anglicanismo no tuvo valor —como era su obligación— de excluirlos de su comunión, es al menos cierto que tampoco les prestó apoyo de ningún género. En la actualidad estos enemigos los tiene aún dentro de casa e incluyen a elementos de sus tres escuelas teológicas, aunque con prevalencia en las filas de la Broad Church. Tales hombres, mezcla de agnosticismo y de materialismo, abrigan serias dudas sobre algunos aspectos de la teodicea clásica. Por de pronto, les parece que las narraciones del Génesis —«libro mitológico en su origen y para nosotros de valor más simbólico que histórico»— no están en modo alguno en pugna con las teorías de la evolución. Los milagros bíblicos, incluso los atribuidos a Cristo en los Evan­gelios, más que hechos que superan las leyes de la naturaleza, constituyen efectos de nuestra gran fe en Dios y, por consiguiente, no pueden probarnos su divi­nidad.

Encarnación y Redención.—Incluyen —entre otras— las doctrinas del pecado original y de su transmisión a los hombres, del nacimiento virginal de Cristo, de su divinidad y de su muerte redentora. Las concepciones primitivas anglicanas podían llamarse, al menos en su mayor parte, ortodoxas. Los Artículos afirman la existencia del pecado original y defienden contra los pelagianos que los descendientes de Adán traen al mundo aquel «vicio y depravación»; que el hombre caído «dista muchísimo de la justicia original» y que, durante nuestra vida mortal, «caro semper adversus carnem concupiscit». Los hombres, al venir al mundo, «merecen la ira y la condenación de Dios». Parece, con todo, cierto que los refor­madores ingleses, demasiado positivistas en el aprecio de las cualidades humanas, no quisieron hundir al hombre en la corrupción total de los luteranos y de los calvinistas. Hubo en varias ocasiones intentos de clarificar la expresión «longissime distat» (very far gone) relativo al estado del hombre antes y después del pecado. Según sus teólogos, el punto de vista anglicano «es más pesimista que el de los griegos o el de los católicos romanos», pero no llega a la desesperación total de los demás reformados. En cambio, algunos de sus sucesores liberales han tomado, para explicar aquel hecho, otra vía. La inclinación innata que tiene —y experimenta— el hombre hacia el pecado les sugirió (en tiempos en que la reflexión y el criterio científico brillaban por su ausencia) la teoría del pecado original. Hoy no es preciso tomar a la letra la narración bíblica ni el sentido doctrinal que de ella se deriva. El hecho de nuestra inclinación al pecado puede explicarse como un mal debido al ambiente social, a una especie de herencia biológica que traemos al mundo o por una solidaridad trascendente de la naturaleza humana que determina ciertas inclinaciones en el individuo. No se ponen a discutir si tal pecado lleva consigo una culpabilidad propiamente dicha; basta saber que el estado pecaminoso en que nos hallamos, implica al menos un parcial alejamiento de Dios.

La cristología anglicana ha pasado por parecidos estadios. Sus artículos II, III y IV reproducen la doctrina del Concilio de Calcedonia y a ninguno de sus autores o comentaristas se le ocurrió poner por un momento en duda la veracidad de su contenido. Los dogmas de la Trinidad, de la divinidad del Hijo y de su naci­miento virginal quedaban definitivamente incorporados al tesoro de su doctrina con solemnidad y hasta con verdadera unción. Había oscuridades sobre la explicación del descenso de Cristo «a los infiernos», pero se aceptaba aquella verdad —ausente de los formularios de las iglesias del Oriente— por aparecer clara desde la primera tradición cristiana. Lo mismo ocurría con las circunstancias de la resurrección de Cristo, de la naturaleza de su cuerpo glorioso, del lugar en que está colocado el cielo, etc. Hoy existen en el anglicanismo sectores influyentes que, en muchos de estos puntos, se apartan de la doctrina tradicional. Es frecuente que la «explicación obvia» dada por muchos al dogma trinitario, reduzca a las tres divinas personas a otras tantas «modalidades» de un mismo Ser. Lo que se busca, según ellos, es la «preservación de la importancia de la triple experiencia de Dios». El pueblo hebreo, nos dicen, no hablaba sino de la existencia de un Dios único. Este, «en la experiencia de la persona de Cristo, tanto en su vida como después de su resurrección, puede expresarse adecuadamente dándole los títulos de Señor y de Salvador», lo que nos da «la segunda Persona». En el Nuevo Testa­mento, la frase «Espíritu Santo» es equivalente al poder de Dios que obra en la Iglesia. En este sentido Cristo lo prometió tantas veces a sus apóstoles. Los primeros cristianos experimentaron en sí dicho poder y creyendo que realmente constituía parte de la divinidad, lo llamaron «Espíritu Santo», afirmando además su divinidad y completando con él la elaboración de la doctrina trinitaria».

Por lo que respecta a la vida terrena de Jesús, hallamos en el anglicanismo toda la posible variedad de actitudes. Los miembros de la High Church, al menos en su sector ritualista, defienden posiciones prácticamente iguales a las católicas. Los evangélicos mantienen asimismo viva la llama del amor hacia la persona de Cristo y, aunque difieran en algunos detalles de interpretación, se desviven por dar a conocer su mensaje al mundo. La dificultad comienza con los liberales. Muchos de éstos se niegan a dar a la divinidad de Cristo el sentido pleno que se merece y que vindica toda nuestra tradición teológica. «La afirmación de que Él era perfecto se debe entender en el sentido de que en todas las etapas de su desarrollo poseyó la perfección correspondiente a cada una de ellas. Su impecabilidad se reduce a «la impresión hecha en los discípulos por la vida y el carácter de Nuestro Señor que les indujo a pensar que era el mediador entre Dios y los hom­bres». La doctrina de su nacimiento virginal no ha de imponerse como obligatoria a los fieles ya que en su elaboración han entrado muchos elementos derivados, no de fuentes escriturísticas, sino de la piedad de sus seguidores. Es «más lógico» suponer que su nacimiento tuvo lugar «según las condiciones normales de la generación humana». La Iglesia primitiva ciertamente estaba convencida de que Cristo había resucitado de los muertos, pero hay otros que dan del hecho explicaciones distintas de la tradicional y el anglicanismo no cree poder oponerse sistemáticamente a ellas. Finalmente, «los cristianos tributan a Cristo el culto que se debe a solo Dios. Esto se justifica solamente si Cristo es uno con Dios en un sentido no atribuible a otros». No resulta esto muy alentador. «Son muchos, escribe Mayer, los que en el anglicanismo de nuestros días favorecen el kenoticismo o doctrina según la cual Cristo no poseyó la plenitud de su divina majestad antes de su glorificación y los que, partiendo de un punto de vista humanitario, interpretan simbólicamente su encarnación, su nacimiento virginal y su resurrección. Tampoco existe entre los anglicanos acuerdo sobre la naturaleza de la obra de Cristo. Uno saca la impresión de que el único punto común es el de la necesidad de que los hombres le adoremos y le sirvamos» .

 

ECLESIOLOGIA ANGLICANA

La Iglesia.—Trataremos de ella desde el punto de vista doctrinal, dejando para más tarde sus aspectos organizativos, ministeriales y litúrgicos. Nos hallamos quizás ante un problema en el que el anglicanismo no ha sufrido grandes transformaciones, al menos tales que afecten a su misma sustancia. La concepción primitiva de los XXXIX artículos era ya una mezcla de reformismo moderado y de doctrinas parcialmente católicas. Cranmer y los suyos habían querido oponerse al anarquismo de los anabaptistas, a la democracia de los presbiterianos y a la jerarquía monárquica de la Iglesia de Roma. Inculcaron, pues, contra los dos primeros el aspecto de visibilidad de la Iglesia así como la necesidad de conservar una estructura jerárquica que diera solidez a toda la organización. Por otro lado, calcando en buena parte la Confesión de Fe de Augsburgo (1530) enseñaron que la Iglesia es «una congregación de fieles (los luteranos decían de santos) en la que se predica la palabra pura de Dios y se administran de manera recta los sacramentos» A este matiz protestante, añadieron los legisladores una frase condenatoria del catolicismo «que ha errado no sólo en materia de obras y de ceremonias, sino también in his quae credenda sunt». Los «errores teológicos» atribuidos a Roma se referían principalmente a la «pretensión católica» de la suprema autoridad pontificia y a la doctrina de su infalibilidad. Los comentaristas de los siglos XVII y XVIII denunciaron con frecuencia la «locura» y el «into­lerable error» de quienes pensaban que «totius Christiani orbis universam ecclesiam solius episcopi romani principatu continetur». No había tal. La Iglesia, decía uno de sus grandes teólogos, «está fundada sobre los apóstoles y los pro­fetas y no tiene piedra angular distinta de la de Cristo Jesús». En contraste con estas doctrinas, el anglicanismo ofrecía al mundo una iglesia de nunca igualada amplitud. John Pearson, obispo de Chester, afirmaba en 1659 que ella comprendía «a todos los hombres que, desde el principio del mundo, creen en Dios... Se han multiplicado las iglesias particulares, pero la Iglesia de Cristo es como una gran mansión provista de innumerables salas todas las cuales contribuyen a darle unidad... Comprende a todos los cristianos sin distinción ninguna de los grupos y sectores separados».

En nuestros días la armazón de esta eclesiología anglicana permanece inmoble, pero cada uno de los sectores internos de la Iglesia establecida trata de insistir en aquellos trazos que más favorecen su posición. Al leer algunos de sus tratados De Ecclesia, uno se imagina estar hojeando alguno de los textos clásicos empleados en nuestros seminarios, excepto cuando llegamos al punto del primado de los sucesores de Pedro. En cambio, los evangélicos llevan su teoría de la invisibilidad de la Iglesia hasta el punto de hacemos creer que su forma externa es algo accesorio a la concepción originaria de Cristo o que, después de todo, la acción real que en ella se lleva a cabo es obra casi exclusiva de «Palabra de Dios». Admiten todavía —por razones de orden— las intervenciones de la jerarquía y la existen­cia de un Episcopado histórico, pero tratando de restar importancia al carácter apostólico que en otras épocas se le atribuía.

Pero, evidentemente, han sido los liberales quienes han introducido en eclesiología mayores cambios. En sus escritos no acaba uno de ver cuáles son los orígenes de esta Iglesia. Se la llama de modo vago «obra del Espíritu», pero no se quiere hacer intervenir en su fundación de manera directa a la persona del Divino Salvador. Estos teólogos nos vuelven a ponderar la circunstancia de que en la Iglesia establecida hay lugar para todos. La Conferencia de Lambeth (1920) la definía como una organización «auténticamente católica, fiel a la verdad y capaz de abra­zar a todos cuantos son y se dicen cristianos». La amplitud es tal que «en el interior de su unidad las confesiones cristianas, ahora separadas entre sí, conservarán una buena parte de sus métodos cultuales y apostólicos». La razón está en que, según el anglicanismo, «la comunidad cristiana total no será un hecho consumado sino como resultado de esta plurifacética y rica vida de piedad de todos». La consecuencia lógica derivada de estas premisas es la renuncia, por parte del anglicanismo, a ser la Iglesia de Cristo y, por lo tanto, a todas las prerrogativas que van unidas a aquella dignidad. Los anglicanos no tienen dificultad en admitirlo. Todas las iglesias son falibles y es menester que lo admitan con humildad. La «solución» está en que cada una de las partes interesadas admita modestamente no poseer sino una porción de la verdad, pero añadiendo que todas juntas pueden alcanzar el ideal asequible en este mundo. «Esa especie de necesidad de dogmatizar en materias que la Biblia ha dejado poco definidas, escribe Richardson, ha sido una de las causas principales de la desunión entre cristianos. Los anglicanos no quieren ser culpables del mismo pecado. Por eso tampoco se empeñan en imponer a los demás sus teorías y sus interpretaciones. Prefieren la reticencia a una definición precisa en cuestiones como la de saber lo que ocurre con las especies eucarísticas después de la consagración. Lancelot Andrews, obispo de Winchester, escribía: 'Cristo ha dicho: Este es mi Cuerpo; pero no ha añadido': que está presente de esta o de la otra manera» .

 

SACRAMENTOS

A pesar del continuo uso de los sacramentos prevalente en la iglesia anglicana, «ésta, escribe Johnson, no ha tenido nunca una doctrina sacramentaría muy definida». Las fórmulas de 1563 habían tratado de hallar un equilibrio nada fácil de mantener. Empezaban por rechazar el carácter meramente simbólico de los sacramentos —«notae professionis christianorum»— tal como lo habían en­señado zwinglianos y anabaptistas. Puede asegurarse también que, al hacerse la última redacción, insatisfechos con la teoría calvinista, los redactores habían buscado la concepción luterana, más realista que la anterior: «sunt certa quaedam testimonia et efficacia gratiae signa», llegando con esta última frase a concederles una eficacia todavía mayor que la atribuida por Lutero. Para reparar esta «audacia», añadían que los sacramentos tenían como finalidad la de «excitar y confirmar nuestra fe». Del catolicismo conservaban la doctrina de que, «quien los recibe indignamente, se gana a sí mismo la condenación». En cambio, no había en el texto nada que sugiriese la enseñanza católica de la efi­cacia sacramental ex opere operato. Lo que tampoco indicaba que la doctrina anglicana se opusiera radicalmente a ella. «Las bendiciones que recibimos (por los sacramentos), escribe Bicknell, dependen de nuestra capacidad individual, a saber de nuestro arrepentimiento, de la fe en Cristo y en sus promesas, en nues­tro deseo de entregarnos a Él y de emplear dignamente la gracia que nos otorga». De ahí que en 1563 se levantara la condenación que se había lanzado contra aquella expresión católica.

Por lo que toca al número de los sacramentos, el anglicanismo se alineó con el resto de los protestantes en que sólo dos de ellos (el Bautismo y la Eucaristía) merecían el nombre de tales, pero sin ser tan tajante en su definición que excluyera totalmente los otros cinco de aquella categoría. (En algunos de sus formularios, por ejemplo en el King’s Book de 1543, se admitían claramente los siete sacramentos). «Es evidente, nos dice Gibson, que los autores de las Homi­lías —otro de los libros clásicos de doctrina anglicana— reconocen en algún sentido los otros sacramentos además de los dos grandes». «Pero, nos añade el mismo escritor, no se trata propiamente de definiciones... La diferencia real con el Concilio Tridentino parece ser la siguiente: Roma dice que los sacramentos de la Nueva Ley son siete ni más ni menos y que, además, todos ellos fueron instituidos por Cristo. Los anglicanos responden que la palabra o se restringe a dos ritos sensibles y externos ordenados por Cristo, o de lo contrario, los sacramentos —equivalentes a meros ritos— no son siete sino un número indefini­do» El resultado tangible de estas vaguedades es fácil de adivinar: mientras los evangélicos se aferran al número binario y rechazan como supersticioso todo lo demás, los anglo-católicos han elaborado un sacramentalismo que se distingue con dificultad del católico. «El número de los sacramentos admitido por toda la Iglesia Católica, dice Mackenzie es de siete: bautismo, penitencia, confirmación, Eucaristía, matrimonio, orden y extremaunción»

Sobre el Bautismo y la Eucaristía la posición oficial del anglicanismo fue la siguiente. El bautismo es un sacramento que nos viene de Cristo; es un signo de la gracia y un instrumento de regeneración (aunque no obre ex opere operato) que destruye el pecado actual y el original («no hay condenación para quienes creen y son bautizados») y por el que quedamos incorporados a Cristo. Como principio general, el anglicanismo admitió la necesidad absoluta de la recepción del sacramento para la salvación. Los titubeos empezaron al tratar del bautismo de los infantes. En los Diez Artículos de Enrique VIII (1536) se hablaba todavía de su necesidad absoluta. Más tarde Cranmer, sobre todo por influjo de Zwinglio y Bullinger, pensó que podía deshacerse de aquella «superstición» y afirmar solamente que su uso quedaba «recomendado» en la Iglesia. Pero esta actitud suscitó protestas y se adoptó la fórmula de 1563: «baptismus parvulorum otnnmo in Eclesia retinendus est», que, sin embargo, no resuelve todas las dificultades. «La gracia de Dios, decía el obispo Jawel, no está atada a los sacramentos y Dios puede salvarnos con o sin ellos»

La doctrina eucarística anglicana está erizada de mayores dificultades. Bastaría para convencernos de ello el estudio de los retoques que los formularios debieron sufrir, signo evidente de la escasa firmeza de muchas de sus creencias. En sus redacciones definitivas de 1563 y 1571 podemos hacer resaltar las siguientes características.

1) El anglicanismo reprueba el sentido puramente simbólico y espiritual que Zwinglio y los suyos atribuían a este sacramento; por eso se afirma que «la Cena del Señor no es solamente un signo de la benevolencia que los cristianos deben tener entre sí, sino más bien el sacramento de nuestra redención obtenida por la redención de Cristo»

2) La doctrina de la presencia real está tan envuelta en dificultades, que ha dado lugar a interpretaciones del todo contradictorias. El obispo Hooker aseguraba que «la presencia de Cristo no hay que buscarla en el sacramento, sino en la dignidad de quien lo recibe». Parece fuera de toda duda que Cranmer quedó pronto ganado a la teoría calvinista de la presencia espiritual. Poco antes de ser condenado a la última pena, el viejo canciller volvió a reanudar solemnemente aquella posición. Fue en tiempo de la reina Isabel cuando, por presiones de ciertos obispos como el de Rochester, se borró la fórmula que negaba expresamente la presencia real. Pero, por otra parte, ésta no quedó taxativamente afirmada. Por eso hay en el anglicanismo sectores —aun fuera de los anglo-católicos— que creen en aquella verdad. «Es, nos explica Bicknell, la doctrina de la Iglesia de Roma, del Oriente, de Lutero y de los Santos Padres que ha sido admitida siempre por muchos dentro de la iglesia establecida. Parece la más consistente con la Biblia y con la tradición cristiana. Constituye, por fin, una importante salvaguardia de ciertos principios cristianos.

3) La recepción eucarística (Sagrada Comunión) está enunciada de tal manera que deja en el lector la impresión de ser un doblaje —aunque de enunciado menos duro— de la teoría luterana: «el Cuerpo de Cristo se da, se recibe y se come en la Santa Cena sólo de una manera celeste y espiritual, y el medio con que se recibe el Cuerpo de Cristo es la fe». Con todo, hay quienes piensan lo contrario y juzgan que «la explicación anglicana es la única compatible con la grandeza del misterio». El obispo Guest, de Rochester, para quitar el gusto luterano causado por la «recepción por la fe», trató de suprimir el párrafo relativo a la «comunión meramente simbólica» de los impíos. Pero no lo pudo conseguir. Y el párrafo en que se dice: «los impíos y los que no tienen fe, aunque reciban carnalmente el Cuerpo de Cristo... lo hacen sólo de manera simbólica para su propia condenación» quedó como estaba, aumentando grandemente nuestras sospechas sobre el sentido primariamente —si no exclusivamente— espiritual de la comunión anglicana.

4) El anglicanismo está concorde en rechazar de plano la doctrina católica de la transubstanciación. En esto hizo coro a los demás dirigentes de la Reforma. La encuentra contraria a las Escrituras, poco conforme a la naturaleza del sa­cramento y ocasión de muchas supersticiones. Sin embargo, no ha sustituido la explicación católica por ninguna otra, «Aquí, nos dice Gibson, reside la verdadera fuerza de la posición anglicana. Acepta devotamente las palabras del Se­ñor... pero se contenta con admirar el misterio... rechazando al mismo tiempo las teologías católico-romanas, la luterana y la calvinista.

5) La iglesia anglicana —a excepción de algunos sectores anglo-católicos— practica la comunión bajo ambas especies, aun para los seglares, por creerla la única concorde con las Sagradas Escrituras y la doctrina de los Padres.

De la teología y de la práctica sacramentaria actual, sería cuestión de esbozar de nuevo la distinción tripartita empleada en otros puntos. Los anglo-católicos han adoptado la teología romana aun en cuestiones como la transubstanciación, la reserva del Santísimo Sacramento, las procesiones eucarísticas. etc., que pa­recían tan repugnantes al espíritu mismo de la Reforma. Los evangélicos acusan a los anglo-católicos —y a fortiori a nosotros— de haber dado a toda la práctica sacramental un significado casi supersticioso y de prescindir, por lo que toca a los efectos de su recepción, de la parte que el individuo debe tener en ellos. Continúan negando la validez del bautismo de los niños e identificando la regeneración sacramental con la conversión. Dicen apreciar debidamente la Eucaristía, pero sin hacer de ella un medio de alcanzar una gracia superior a la Palabra de Dios. Su concepción de la Presencia real es típicamente calvinista y no admiten que se pueda decir que «Cristo Nuestro Señor está presente en el Santísimo Sacramento del altar bajo las formas de pan y de vino para ser adorado». «En la Comunión, continúan, recibimos aquella cosa que Dios viene a distribuirnos... Por ella aumenta nuestra fe y se alimenta nuestra alma... aunque emplee para ello elementos como el pan y el vino, lo mismo que en la redención usó su cuerpo». Por eso la reverencia que debemos al Señor en la Eucaristía no se diferencia mucho de nuestra adoración al Dios escondido en la naturale­za creada o envuelto en nosotros como en templos del Espíritu Santo. De la posición liberal, indiquemos estos breves detalles. En general no admiten que Cristo haya sido el autor de los sacramentos. Sus efectos como «signos eficaces» consisten principalmente en aumentar nuestra fe y en hacer que, gracias a su acción, «sean como creaciones habladas que expresan y confirman un estado de espíritu y de voluntad que nos pone provechosamente en grado de recibir el don de Dios». El bautismo «significa y actúa la purificación espiritual», sin que ello incluya la eliminación del pecado. Por lo que toca al bautismo de los niños, el rito sagrado no puede borrar de sus almas el pecado actual. Puede, sin embar­go servir «como medio de la liberación de los influjos que predisponen al pecado». No se puede probar apodícticamente que Cristo pronunciara las palabras de la consagración eucarística. De su interpretación dependen los diversos modos de «culto eucarístico» existentes en la iglesia de Inglaterra y que no es menester eliminar por contradictorios que a veces aparezcan. Lo dicho se aplica a la discutida cuestión de la Presencia real. «La mayor parte de los anglicanos están satisfechos con recibir el sacramento, sin definir con demasiada escrupulosidad las teorías vigentes relativas al mismo».

 

ORGANIZACION ECLESIASTICA Y CULTO LITURGICO

La iglesia anglicana se parece a una de esas grandes estructuras eclesiásticas que se mueven con dificultad por estar encuadradas en moldes ya anticuados. La torpeza se nota aún más por carecer del dinámico empuje que dan a un organismo la autoridad central o el ardor juvenil de los dirigentes. El anglicanismo es la única gran iglesia cristiana del mundo que, ligada a un poder civil no siempre interesado por la religión como tal, ha asociado su existencia a las órdenes o a los beneficios del mismo. Si no obstante todo esto todavía vive —y en algunos sitios lleva vida floreciente— se debe en parte a la fuerza de la tradición y a la presencia de algunos personajes extraordinarios que le imprimen esa vigorosa flexibilidad y adaptación.

La verdadera cabeza de la iglesia anglicana es el rey o la reina de Inglaterra. «La actual reina Isabel II, escribe Neill, es la 'Defensora de la Fe’ y la suprema gobernadora de la iglesia anglicana. Su influencia se ejerce principalmente en el nombramiento de obispos, deanes, canonjías y parroquias cuyo patronazgo pertenece a la corona. Al quedar vacante una diócesis, la reina envía al deán y al capítulo un congé d’élire en el que se indica el nombre del candidato. El deán y el capítulo están obligados, bajo severas penas, a elegirlo con exclusión de cualquier otro. Para entonces, su nombre ha aparecido en toda la prensa y el obispo designado habrá recibido las felicitaciones de todas sus amistades. El nombramiento real se hace de ordinario por recomendación del primer ministro, pero el soberano puede —y en ocasiones ejerce de hecho— su influjo personal en la elección. Hasta ahora los nombramientos episcopales han sido verdade­ros premios por servicios políticos y no hay salvaguardia constitucional que impida la misma práctica para el futuro... El arzobispo podría negarse a consagrarlos y el deán y el capítulo a reconocerlos, pero esto es algo que nunca ha ocurrido en la historia de Inglaterra». El sistema, continúa nuestro autor, «funciona bastante bien, sin que esto impida que se hayan cometido graves errores, a veces eligiendo personas ineptas, otras dejando de lado a quienes eran dignísimas de aquellos cargos».

La segunda autoridad que controla los destinos del anglicanismo es el Parlamento. Existen leyes y estatutos que regulan sus funciones y sus actividades. No se vaya tampoco a creer que se trata de una potestad meramente nominal. Por de pronto, el Prayer Book está sometido a su autorización y el episcopado no puede cambiar una letra sin su aprobación. Más aún, éste puede promulgar leyes que están contra la doctrina clara de la iglesia sin que la última pueda tomar contra el cuerpo legislativo ninguna acción legal. El conflicto existe ya en materias como la de divorcio. La «solución» en tales casos ha sido una triste claudicación —o unas declaraciones vagas susceptibles de toda clase de interpretaciones— por parte de las autoridades eclesiásticas. No todos los anglicanos están conformes con este estado de cosas. El arzobispo de York ha solido protestar contra un sistema en el que «la sociedad espiritual tiene jefes espirituales nombrados por uno que quizás no es anglicano ni siquiera cristiano». Pero el conformismo y la fuerza de la costumbre pueden más y el sistema se arrastra sin modificaciones de importancia. Sus resultados han de ser a la larga desastrosos. Los fieles se acostumbran a mirar a sus obispos como a otros tantos servidores de la corona, y los evangélicos se desligan cada vez más de una organi­zación episcopal en pugna con sus doctrinas.

En el terreno eclesiástico, la iglesia anglicana tiene su especie de parlamento especial que recibe el nombre de Convocación. Había uno de estos en Canterbury y otro en York. Las jurisdicciones de ambos eran totalmente separadas y las decisiones de una no obligaban en el territorio del otro y viceversa. En 1919 se quiso reformar el sistema y se creó la Asamblea de la Iglesia (Church Assembly) para todas las provincias eclesiásticas de la comunión. Consiste como el Parlamento de Westminster, en tres Cámaras: la alta en la que toman su puesto los obispos de cargo vitalicio; la baja integrada por miembros del clero que no entran en la anterior; y la de los seglares (House of the Laity) compuesta de miembros nombrados ex officio para ese cargo. Estos últimos, hombres o mujeres, vienen elegidos por sus respectivas parroquias en las que todo miembro bautizado, aunque no sea practicante, tiene derecho a la votación. En 1955 la Asamblea contaba con 734 miembros divididos de la siguiente manera: 43 obispos, 344 miembros del clero y 347 seglares. El funcionamiento se parece en todo al del Parlamento nacional. Los poderes de la Asamblea son a la vez amplios y sumamente restringidos. Hay toda una serie de temas administrativos, misioneros y pastorales en los que la corona no tiene interés alguno en intervenir y en éstos la iglesia establecida puede proceder con independencia. En cambio, le está prohibido «pronunciarse en ninguna doctrina de la iglesia de Inglaterra o en cuestiones de teología». Tiene que tener, además, cuidado de no «entrometerse» en asuntos que perjudiquen de alguna manera a las prerrogativas de la corona o del Parlamento, ni en suscitar problemas que puedan ser causa de fricción entre cualquiera de las tres ramas del anglicanismo. En estos casos, lo sabe por experiencia, el Parlamento que siempre vela por la preservación de la paz, intervendrá para poner un veto a sus medidas.

La estructura orgánica de la iglesia de Inglaterra es eminentemente jerárquica, por lo tanto, con distinción clara entre ministros ordenados y miembros seglares de la comunidad. Las categorías de órdenes anglicanas son cuatro: tres para hombres (obispos, sacerdotes y diáconos) y una para mujeres: las diaconisas. El episcopado ha sido un grado honorabilísimo en Inglaterra. Durante largo tiempo se defendió el carácter de sucesión apostólica ligado intrínsecamente al mismo. Desde hace un siglo las opiniones se han diversificado entre quienes mantienen todavía la doctrina tradicional y el grupo, cada vez más numeroso, de aquéllos que profesan un episcopado meramente histórico. La controversia es aún de actualidad, aunque, tras las decisiones de la Conferencia de Lambeth en favor de la unión de la iglesia del Sur de la India, se haya dado un paso decisivo —y creemos que falso— en la solución del problema, con peligro de que de aquí a poco tiempo la sucesión apostólica venga a limitarse a los grupos nunca numerosos del anglo-catolicismo Los sacerdotes anglicanos (en general no gustan ser llamados pastores ni ministros) reciben su dignidad por la ordenación que les confiere el obispo. Este —con asentimiento del patrón si es que se trata de lugares apartados de las grandes ciudades— los destina a servir en una parroquia. Hay destinos que son vitalicios y otros que son temporales. Con fre­cuencia, la permanencia más o menos larga depende del rico terrateniente o industrial que es el que, casi como en tiempos medievales, continúa siendo el verdadero señor de la iglesia local y el que mantiene en parte a su vicario o incumbente, nombres distintos para designar a los que entre nosotros se llaman párrocos.

Hubo épocas en que la iglesia establecida se gloriaba de la esmerada educación de sus clergymen: eran hombres que, después de haber asistido a alguno de los colegios de segunda enseñanza (Public Schools), habían continuado sus estudios en Oxford o en Cambridge. Hoy sus publicaciones se quejan de dos cosas: del descenso cultural de una buena parte del clero (procedente de las clases humildes) y de las dificultades halladas en su reclutamiento. En la actualidad la iglesia de Inglaterra es probablemente la denominación que tiene mayor número de parroquias abandonadas por falta de quien se ocupe de ellas. Con la carestía y las exigencias de la vida moderna, la vocación clerical ha perdido casi todos los atractivos de otras épocas y no se puede abrazar sino por pura vocación y amor a las almas. Una gran mayoría del clero está casado y encuentra una ayuda eficaz en la colaboración de la mujer. Nos dice un autor que, «debido a las dificultades materiales de la vida, las familias de los pastores tienen cada vez menos hijos». Eso nos explica en parte la laxitud de la iglesia oficial en materia de reducción de la natalidad.

El orden del diaconado nunca ha estado definido exactamente en el anglicanismo. Sin embargo, en la práctica sus miembros han figurado siempre como auxiliares de sus sacerdotes. El cargo es, por lo común, temporal y constituye un período de prueba o de espera para el presbiterado. Al contrario, las diaconisas permanecen durante largo tiempo o indefinidamente en su cargo. Su ordenación se hace por la imposición de manos y la bendición del obispo a cuyas órdenes trabajan. Por razones prácticas, las diaconisas están excluidas del matrimonio. Estos últimos años ha surgido en el anglicanismo la cuestión de la ordenación (para pastoras) de las mujeres. Hubo un momento en que se creyó factible la cosa ya que las peticiones —muy escasas al tratarse de las diaconisas— empezaban a abundar cuando se las propuso para una orden superior. Hasta se llegó a ordenar a alguna que otra en países de misiones. Sin embargo, la reacción fría con que el episcopado recibió la sugerencia, ha dejado por el momento sin re­solver la cuestión.

Al lado de este clero, hay en la iglesia anglicana toda una serie de puestos, siempre subalternos, reservados a los seglares. No vamos a entrar en la descripción minuciosa de ellos ya que, en sus líneas generales, coinciden con los que existen en nuestras parroquias o en nuestras diócesis. Hay, sin embargo, un oficio ya abandonado entre nosotros que todavía conserva su rango en el anglicanismo : es el de los lectores (lay-readers), designados especialmente por el obispo con el fin de suplir al ausente pastor. Tienen a su cargo la dirección de algunos servicios religiosos, pueden predicar y en ocasiones hasta «distribuir el cáliz en la Sagrada Comunión». Desde hace algunos años, la creación del Consejo parroquial (Parochial Church Council) ha dado una mayor participación a los seglares. «El Consejo es, en gran parte, responsable de las finanzas parroquiales, del cuidado, preservación y adquisición de la fábrica parroquial, de los ornamentos eclesiásticos, etc. Tiene derecho, cuando la parroquia queda vacante, de sugerir al patrón la clase de sucesor que les gustaría tener o de acudir al obispo caso de que se les envíe un incumbente que no es de su gusto».

Este es el momento de mencionar la existencia de órdenes religiosas masculinas y femeninas en la iglesia anglicana. Es una nota que la distingue claramente de las demás iglesias de la Reforma. Por lo común, pertenecen a la High Church ya que, aun históricamente, son una de las consecuencias del movimiento de Oxford. La primera de ellas, la Orden de la Santa Trinidad, fue fundada en 1849. Desde entonces se han sucedido las fundaciones: la comunidad de Todos los Santos, la de Santa Margarita, la Sociedad de San Juan Evangelista, las comunidades de la Resurrección y de la Anunciación, etc. En los primeros decenios, se trataba de comunidades de vida mixta (oración y apostolado), pero desde 1907 existen también congregaciones de vida puramente contemplativa como la Orden del Amor Divino y otras. En general, estas comunidades desempeñan un papel importantísimo dentro de la iglesia anglicana. Muchos de sus miembros trabajan como verdaderos apóstoles con los pobres; otros se dedican a fomentar la vida y los estudios litúrgicos; un tercer grupo a predicar y dar los Ejercicios Espirituales, etc. En misiones han realizado una heroica labor. Baste recordar, y es solo un ejemplo, los trabajos y la lucha en favor de la integración racial llevada en el África del Sur por el ya famoso P. Trevor Huddleston. Desde 1930 existe un organismo especial para relacionar a estas comunidades religiosas con los obispos que. en tiempos no lejanos, trataban con cierto desprecio la colaboración de aquéllas.

El anglicano medio (seglar o eclesiástico) está plenamente persuadido de que, sea lo que fuere de otras fallas de su iglesia, ésta posee una de las liturgias más bellas del mundo. Aun aquellos miembros de la comunidad que no se preocupan demasiado de la práctica de la religión, acudirán de vez en cuando a sus servicios religiosos para gozar ese algo tan nacional y tan emocionante que el anglicanismo ha sabido guardar en ellos...

Uno de sus autores modernos ha creído hallar el secreto de atracción de la liturgia anglicana en las siguientes características. Primero, en el empleo de oraciones litúrgicas estereotipadas. Muchas de las demás iglesias protestantes em­plean abusivamente en la liturgia la improvisación que, si en momentos puede ser emotiva, se rebaja con frecuencia a lo ordinario, y casi a lo vulgar. Al inglés le gusta que, al dirigirse al Altísimo, se haga con frases bien escogidas y menos indignas de la infinita Majestad. Segundo, en el carácter arcaico de sus preces y de toda su liturgia. Esto se nota en la composición gramatical de las frases que le recuerdan las de los grandes clásicos de su literatura. El anglicanismo ha querido además preservar una buena parte de la himnología católica antigua. El Te Deum, el Magníficat, etc., constituyen algunos de sus trozos más gustados. Naturalmente, el empleo del idioma patrio hace asequibles estos tesoros que para nosotros permanecen con frecuencia enterrados. Tercero, «en el espíritu de dignidad y de austeridad que colorea toda su liturgia». Importantísimo, porque el inglés es por naturaleza serio y poco amigo del alboroto. Desea ver esa seriedad en la música y en la letra de sus himnos; en el ornato de sus templos y hasta en la gesticulación de sus oradores. Mucho de esto, que a nosotros nos parece insípido y árido, a él se le hace ideal. Aun el mismo «Amén», contestado por la congregación, se debe de hacer con una mesura diversa de la mayoría de las iglesias de la Reforma

El culto anglicano se regula según las rúbricas del tantas veces citado Book of Common Prayer que contiene su devocionario oficial, el calendario litúrgico, el ritual de las ceremonias, las porciones bíblicas empleadas en la liturgia, etc. En diversas ocasiones han quedado apuntados sus orígenes y las vicisitudes por las que ha pasado el Libro desde los comienzos hasta nuestros días. Fue compilado por Cranmer y los suyos para acomodar la liturgia católica a las necesidades de la nueva iglesia. Se buscaba, además, que el pueblo fuese olvidando poco a poco «la antigua religión» y se afeccionara a la nueva. Para ello les iban a servir admirablemente las siguientes medidas: la preservación de una buena parte de los elementos litúrgicos anteriores; su traducción al idioma nacional; y la imposición de su uso a todos por medio de diversas «Actas de Uniformidad». El libro fue «protestantizante» o «catolizante» según los períodos. Desde 1662 hasta principios del siglo actual, permaneció sin retoques de importancia. Como indicamos más arriba, los intentados en 1922 no lograron la aprobación parlamentaria. Sin embargo, se están aplicando en muchas partes, aunque de modo no obligatorio. La principal ventaja de la novísima mutación consiste en la cantidad de normas y ritos opcionales (Altemative Orders) que contiene, lo que permite su uso o su abandono según las teorías o la mentalidad de quienes los emplean. Por eso el anglicanismo continúa siendo litúrgicamente para los evangélicos una copia más o menos exacta del culto protestante teniendo como centro el sermón, la lectura de la Biblia y el canto de himnos, y para los anglo-católicos la imitación bastante aproximada de lo que ha sido siempre la liturgia romana.

El anglicanismo tiene su calendario litúrgico propio que, con la elasticidad que acabamos de indicar, se aplica después a las diversas corrientes de la comunión. Externamente no es fácilmente distinguible del calendario católico. El año empieza por el Adviento, continúa con el ciclo de Navidad, con la Cuaresma, el tiempo de la Pasión y termina con el ciclo de Pentecostés. Tiene sus fiestas movibles que se conocían hasta ahora con el nombre de Red Letter Days (días de letra roja) que son 26, y sus Black Letter Days (días de letra negra) que son setenta y cinco. La iglesia anglicana venera la memoria de muchos santos de la Iglesia antigua y algunos de la medieval, además de aquellos que tuvieron parte especial en la predicación del Evangelio en las Islas Británicas. Los santos están catalogados en mártires, obispos, doctores, confesores, misioneros, etc. No faltan siquiera los santos patronos de pueblos y ciudades. Para no ser menos que los católicos, los anglicanos tienen marcados en su calendario los días de ayuno y de abstinencia, los de témporas y las grandes vigilias de las fiestas cristianas. Respecto de las fiestas de la Virgen, el calendario de la Iglesia establecida indica algunas de las observadas ya por la Iglesia de los diez primeros siglos, dejando a los anglicanos añadir muchas de las demás.

Entre los oficios litúrgicos anglicanos de mayor importancia hay que mencionar sus servicios religiosos matutinos y vespertinos y su comunión. La costumbre prevalente en muchas de sus iglesias consiste en celebrar los tres servicios cada domingo y los dos primeros, al menos a veces, durante ciertos días de la semana. Por lo demás, la frecuencia depende en gran parte del celo del pastor y de la asistencia de los feligreses. Ni en esto ni en otras prácticas de culto impone la iglesia de Inglaterra a sus fieles nada que pueda parecerse a nuestra obligación bajo pecado mortal. Los servicios religiosos matutinos y vespertinos conservan hondas reminiscencias de los maitines y de las vísperas que recita cada día el sacerdote católico. En ambos el fondo está formado por la recitación de los salmos, la lectura de trozos bíblicos, el canto de himnos y la recitación del Pater noster y el Símbolo apostólico. Estos se mez­clan con colectas y con una especie de diálogo que se entabla entre el pastor y los fieles. Con frecuencia aquél añade algunas oraciones especiales o un pequeño sermón de circunstancias o de materias morales. Por lo que uno puede ver en las grandes ciudades inglesas, la asistencia a este culto en común es bastante escasa. Se trata, con todo, de un acto que al devoto anglicano le infunde mucha devoción y de algo que, aun en el caso de que vuelva a la Iglesia Católica, le es difícil desprenderse. De ahí el espectáculo —tal vez único en la Iglesia— de grupos nume­rosos de convertidos que en la catedral católica de Westminster, Londres, asisten mañana y tarde a acompañar al capítulo catedralicio en el canto del Oficio Divino, aunque éste se haga en latín.

En lo que respecta a la comunión, «el Prayer Book, nos dice Johnstone, nunca especifica el grado de ritualismo que ha de emplearse en la ceremonia, lo que parece significar que en ella se ha de emplear la liturgia tradicional». Con todo, advierte el autor a sus lectores que, si asisten a este culto en diversas partes de la iglesia anglicana, «estén preparados para verlo celebrar del modo más distinto imaginable». En algunas partes no verán más que a un solitario pastor que, desde el altar y sin ningún acompañante, recita las palabras de la consagración, para distribuir inmediatamente la comunión a los fieles. En otras, en cambio, se reproducirán casi todas las ceremonias de la Misa romana. «Está bien, concluye Johnstone, que haya esta variedad tan en consonancia con la comprehensividad de la iglesia anglicana».

En lo que pudiera llamarse la liturgia anglicana equidistante de ambos extremos, la comunión se celebra de la siguiente manera. Se empieza con la oración del Padre nuestro, la oración (colecta) y la epístola. Con frecuencia se añade tam­bién la recitación de los Diez Mandamientos. Vienen después la lectura del evangelio del domingo o de las fiesta y el sermón, aunque este último vaya perdiendo mucha de la importancia, sobre todo cuando a la comunión han precedido los maitines. El ofertorio comprende, por parte del ministro, la oblación del pan y del vino y, por parte de los fieles, el óbolo de su contribución. Algunos pastores han introducido una procesión interior para trasladar estas oblatas ofrecidas por los fieles desde la puerta de la iglesia hasta el altar. Un prefacio introduce a la ceremonia de la oración central durante la cual el ministro recita sobre el pan y el vino las palabras de la consagración. No se han apagado todavía entre los angli­canos las discusiones relativas a las fórmulas que se deben usar. Estas han cambiado con frecuencia y su uso depende en gran parte de las preferencias del pastor. Inútil parece indicar que, bajo el punto de vista católico, no existe verdadera consagración porque quienes pronuncian sus sacrosantas palabras, no han sido debidamente ordenados. Nótese también la ausencia casi total de la idea de sacrificio a lo largo de toda la ceremonia. El primitivo anglicanismo, fiel en esto al pensamiento de la Reforma, quiso deshacerse totalmente de él, aunque en épocas posteriores haya habido conatos de sustituirlo, pero sin conseguir darle la centralidad que tenía en la mente de Cristo y que ha sido conservada en la Iglesia Católica. A la consagración sigue inmediatamente la distribución del pan y del vino a los fieles quienes lo pueden recibir de rodillas o de pie. A la recepción sigue la recitación del Padre nuestro, la fórmula de absolución y una nueva oferta de los fieles al Señor. Toda la ceremonia eucarística termina con el Gloria in excelsis, una oración de post-comunión y, en algunos sitios, con la última bendición. «En la actualidad, escribe Gill, casi todas las iglesias celebran la comunión cada domingo. La razón por la que esa no ha sido una característica regular del culto anglicano hay que buscarla en el hecho de que el punto central de toda la ceremonia eucarística se halla concentrada en la comunión de los fieles, mientras que la idea de sacrificio o queda subordinada a aquélla o está totalmente eliminada como elemento integrante del culto. Por lo mismo, la celebración del culto que se llama eucarístico depende de la circunstancia de que acudan comulgantes o no. El Libro de las Preces prohibe su celebración caso de que no haya al menos tres que comulguen junto con el ministro. Un servicio eucarístico en el que comulgue solamente el ministro, es inconcebible en la iglesia anglicana».

Además de los dos actos litúrgicos principales que acabamos de explicar, el Prayer Book contiene una gran cantidad de «servicios adicionales» (Additional Services) que completan su rica liturgia. La administración de los sacramentos —y no solamente de los dos computados estrictamente como tales— se rige por normas bien determinadas. Las visitas a los enfermos, la bendición de los edificios, los funerales, los cantos navideños y hasta la «Devoción de las Tres Horas» del Viernes Santo, suponen la existencia de una riqueza de sacramentales aunque a veces teológicamente se niegue su valor.

MISIONES Y ECUMENISMO

Como indicamos al principio del capítulo, la «comunión anglicana» está integrada no solamente por la iglesia establecida de Inglaterra, sino además por las comunidades que en el resto de las Islas Británicas, de Irlanda, de los Estados Unidos, Canadá, Australia, África del Sur y Nueva Zelanda —así como en sus tierras propiamente de misión— se asocian en doctrina y en liturgia al primitivo anglicanismo. Dediquemos ahora nuestra atención a los grupos incluidos en esta última categoría. Los comienzos misioneros del anglicanismo no fueron brillantes. «Hasta fines del siglo XVIII, escribe un autor, los esfuerzos misioneros de la iglesia de Inglaterra fueron pocos, débiles, intermitentes y llevados a cabo por instrumentos que ni siquiera eran anglicanos... En cambio, cuando en 1799, un grupo de evangélicos se reunió para fundar la Church Missionery Society (C. M. S.), el anglicanismo dio una nueva dimensión a las palabras de su credo: 'creo en una iglesia, santa, católica y apostólica'. Con todo, tampoco se crea que la idea suscitó entusiasmo entre quienes estaban satisfechos con su propia situación. No se hallaban voluntarios anglicanos para la empresa hasta el punto de que el reclutamiento de casi todos los misioneros del C. M. S. se hizo entre luteranos venidos de Alemania. Los obispos se negaron a ordenar candidatos para las misiones... No está mal que quienes hoy recuerdan su historia, caigan en la cuenta de las aflicciones y de los desengaños por los que hubieron de pasar aque­llos primeros misioneros.

Hay un detalle que salta inmediatamente a la vista del observador y que contrasta grandemente con la labor misionera de la mayoría de las iglesias protestantes. Fuera de casos aislados, el anglicanismo empezó y continuó durante largo tiempo sus misiones en territorios dependiente de la corona británica o en puntos donde esta ejercía un gran influjo político y comercial. Sus misiones se pueden llamar en este sentido «apéndices del expansionismo colonial», en otras palabras, complemento del influjo que sus políticos y sus militares habían extendido a aquellos territorios. Esto podría parecer extraño en un país cuya política en general —sobre todo a lo largo del siglo XIX— no tomaba excesivamente en la cuenta el factor religioso. Sin embargo, los hechos contradicen a esta opinión y el estudio de los grandes políticos y pensadores de la época (Pitt, Burke. Wilberforce, Castelreagh, Gladstone, Payne, Disraeli, etc.), o algunas de las declaraciones formales de la reina Victoria, nos convencerán del importante papel asignado a las misiones en la política nacional. Este fenómeno se entenderá mejor cuando se comprenda el sentido filantrópico y social que Inglaterra quiso desplegar en sus avances coloniales como parte integrante de la pax brittanica que llevaba a sus nuevos súbditos. La inspiración procedía en gran parte de aquel grupo de evangélicos que, con Wilberforce al frente, formaban desde principios del siglo el famoso Clapham Sect, dedicado en cuerpo y alma a la mejora de las condiciones sociales de las gentes dentro y fuera de la nación. «No es posible, dice Ernest Payne, exagerar su in­flujo en la vida social y religiosa de su tiempo ni la deuda contraída por Inglaterra con ellos... La secta, que ya era potentísima por sus intereses financieros y su autoridad política sobre todo en su lucha contra la esclavitud, se interesó siempre por aquellas sociedades misioneras y filantrópicas surgidas después de las luchas napoleónicas. Algunos figuraban entre sus fundadores y pocas de ellas hubieran podido crearse sin su apoyo. Newton, Wilberbore, Thornton, Venn, Cecil, Scott, Wood y Pratt eran miembros de la C. M. S. Varios de ellos formaban parte del primer comité de la Sociedad Bíblica Británica. Casi todos estaban en el grupo fundador del Instituto africano. Al formarse la Religious Tract Society, ésta se benefició grandemente de su ayuda y de su consejo... En otras palabras, eran hombres que estaban tomando parte importante en los cimientos de lo que vendría a ser la iglesia universal de nuestros días».

Un brevísimo recorrido a sus campos de misión nos ayudará a tener cierta idea aproximada de los resultados actuales de aquella iniciativa evangelística. Empecemos por el Cercano Oriente. En junio de 1957, debido principalmente a las circunstancias que acompañaron a los incidentes del canal de Suez, la iglesia anglicana nombró su primer arzobispo de Jerusalén poniendo bajo su jurisdicción a los obispos de Egipto, Libia, Sudán, Irán, Jordania, Siria y Líbano. Se trata, como se sabe, de regiones estrechamente ligadas durante mucho tiempo a la corona inglesa. En la empresa misionera de las mismas toman parte varias ramas anglicanas. Últimamente empiezan a intervenir los episcopalianos norteamericanos, sobre todo en aquellos puntos donde las autoridades no ven con buenos ojos la presencia británica. La región es poco próspera desde el punto de vista misionero: en Egipto los anglicanos tienen sólo diez lugares de culto regidos por once misio­neros y una comunidad total que no pasa del millar, incluidos los súbditos británicos; en el Irán sus 35 misioneros trabajan principalmente en obras sociales, tienen ocho capillas y los adeptos apenas llegan a los quinientos. En Israel, Jordania, Líbano e Iraq su situación no aparece clara: en las estadísticas de 1952 tenían dos misioneros residentes en Iraq y uno en Israel. En cuanto al Líbano, trabajaban allí unos 35 miembros del British Syrian Mission que uno no sabe si poder identificar con la iglesia establecida. El único país donde la C. M. S. tenía 25 misioneros extranjeros, coadyuvados por más de un centenar de nacionales, era en Jordania donde la comunidad total era de 3.643 miembros.

En dirección Este, los ojos del lector se encuentran con todo un grupo de territorios que, hasta hace poco, fueron posesión de Inglaterra: la India, Afganistán, Birmania, Siam, península malaya, Hong-kong, Borneo e islas adyacentes. Todos ellos constituyeron, desde los comienzos, campos predilectos misioneros de la igle­sia establecida. Evidentemente el más extenso y fértil de todos fue el de la India, que entonces comprendía también a Ceilán, Birmania y Pakistán. En ellos había puesto el anglicanismo sus mejores esperanzas. El país estaba dividido por regiones de modo que cada gran ciudad tuviese uno o varios centros importantes de la iglesia establecida. Sus obras de beneficencia, sus colegios y universidades, así como el celo de sus misioneros y predicadores, constituían un ejemplo viviente de la actividad de la C. M. S. que en 1952 contaba con un total de 426.000 miem­bros de comunidad total y unos 150 misioneros británicos. Sus enviados han trabajado también muy activamente entre las tribus aborígenes de Chota Nagpo. Eclesiásticamente, la India ha quedado dividida en diócesis al estilo de la metrópoli con un arzobispo (el de Calcuta) y dieciséis metropolitanos. El anglicanismo indio comenzó pronto a dar señales impacientes de independencia. El primer re­sultado tangible de estos conatos fue la constitución (en 1947) de la iglesia del Sur de la India en la que, por parte anglicana, participan las cuatro diócesis meridionales de Madrás, Dorkanel, Tinnevelly y Travancore, junto con grupos presbiterianos, metodistas y congregacionalistas. La nueva criatura ya no quiere pertenecer a la comunión anglicana, aunque las sociedades de la iglesia establecida continúen ayudándola con dinero y personal y, lo que es más, reconociendo los obispos, presbíteros y diáconos de la misma y estableciendo con ella una «limitada comunión». El tiempo dirá lo que nos puede dar esta unión que ya está elaborando su liturgia, su teología, su práctica de ordenación de mujeres y toda una serie de innovaciones. Se están preparando semejantes planes unitivos para el Norte de la India y para Ceilán. Es fácil que la Conferencia de Lambeth, cogida entre la espada y la pared, adopte una resignada actitud de aceptación de hechos consu­mados antes de dejar que se le escapen de las manos territorios en los que ha invertido tanto en hombres y en dinero.

Moviéndonos todavía más hacia las tierras del Sol Naciente, tenemos en primer lugar las cálidas regiones, apenas independizadas, de la península malaya y de algunas islas esparcidas en los mares del Sur. En Malaya la principal labor de los anglicanos se ha concentrado en Singapore y en las regiones adyacentes. Cinco mil miembros practicantes no son, a la verdad, un resultado excesivamente satisfactorio para una labor de más de un siglo y entre una población que ha gozado de paz y de una relativa prosperidad. Con todo, la iglesia está bien establecida y posee sus colegios, seminarios, catedral, etc. En Borneo la labor principal se concentra en la conversión de las tribus aborígenes. Colaboran en ella también los anglicanos de Australia. Parece que en algunos de los centros, por ejemplo Dayak y Kuching, existe una vida religiosa más intensa. La comunidad anglicana total es de 10.000 a cargo de una veintena de pastores, de ellos la mitad extranjeros. En las Islas Filipinas el trabajo misionero está a cargo de los episcopalianos norte­americanos. Trabajan en la capital, en Zamboanga y en el Norte de Luzón, sobre todo entre los igorrotes. En las estadísticas no se nos dan cifras concretas de sus seguidores probablemente por estar incluidas en la United Church of Christ in the Philippines, en la que entran con otros varios grupos de iglesias. De todas maneras, sus seguidores no son muchos. Desde hace algún tiempo están queriendo atraerse a los anglicanos que, separados de la Iglesia católica, andan un poco a la busca de quien les tienda una mano. Hong Kong ha sido —en el sentido más literal de la palabra— una de las rocas fuertes del anglicanismo en el Extremo Oriente. En 1950 se separó de la iglesia anglicana china. Posee su obispo, sus escuelas y colegios y sus magníficos hospitales. En la actualidad su jurisdicción depende directamente del arzobispo de Canterbury.

Dos grandes territorios completan el mapa anglicano del Extremo Oriente: la China y el Japón. En éste trabajan los anglicanos desde hace un largo siglo, pero sin concentrar en él el grueso de sus fuerzas. Su organización recibe el nombre de Nippon Sei Ko Kai. La labor es varia: predicación directa, colegios de segunda enseñanza, ayuda a los universitarios, etc. Su obispo presidente (Presiding Bishop) reside en Kobe. El caso ha sido distinto con China que, ha representado después de la India, uno de sus campos predilectos de misión. Antes de la segunda guerra mundial, la Sheng Kung Hui tenía en el territorio a más de 360 misioneros y un total de 40.000 miembros. Sus florecientes diócesis del Norte, del Centro, del Sur y del Oeste figuraban —al lado de sus magníficos hospitales y centros educativos— entre los grupos mejor instalados en el país. Contaban con un abundante clero nacional y con una docena de obispos, más de la mitad nacionales. Al tiempo de la ocupación comunista, casi todos ellos —los extranjeros habían sido expulsados— pasaron sin dificultad al campo adversario. Hoy sus obispos, convertidos en juguete del comunismo, constituyen una de las mejores armas del régimen para propagar a todo el mundo «la neutralidad del marxismo» en materia religiosa. Algunos de estos viajan (naturalmente con pasaportes y fondos comunistas) por el extranjero proclamando las maravillas del nuevo régimen. En recompensa, parece que los amos rojos les permiten mayor libertad de acción, al menos momentánea, que a otros grupos. El espectáculo del anglicanismo chino que, apenas sin una queja, se ha plegado de esa manera a los postulados comunistas, ha hecho a muchos reflexionar hasta dónde puede llegar la comprehensibilidad de la iglesia fundada por Enrique VIII, Lo extraño no es el modo con que sus seguidores del continente chino defienden su situación (proba­blemente no pueden hacerlo de otra manera), sino la facilidad con que sus colegas del Oeste justifican aquella actitud pensando que «no es imposible que, por medio de la experiencia de los anglicanos chinos, Dios esté comunicando un mensaje vital al resto de la Iglesia»

Otro de los grandes campos misioneros del anglicanismo está en el África. Sus pioneros constituyeron ya un elemento primordial en la moderna colonización del continente y ocupan en la actualidad un importante puesto en la cristianización del mismo. En el África occidental los anglicanos trabajan en Gambia, Sierra Leona, Liberia, Costa de Oro y Nigeria. En 1951 el arzobispo de Canterbury abandonó la jurisdicción que ejercía sobre la región para traspasarla al nuevo metropolitano de Lagos que tiene bajo su jurisdicción nueve diócesis, regidas por ocho obispos residenciales y cinco auxiliares, de ellos seis europeos y los demás africanos. No todas las zonas tienen la misma importancia bajo el punto de vista misionero: en Gambia apenas hay 100 anglicanos y en la Costa de Oro su número es todavía menor.

En Iberoamérica hemos de distinguir claramente la labor misionera realizada por la iglesia anglicana en territorios pertenecientes a la corona británica y la llevada a cabo por los episcopalianos norteamericanos en el resto del hemisferio. Respecto de la primera, se nota un fenómeno singular: la proporción relativamente elevada de adeptos que tiene la iglesia establecida en relación con la pequeñez del territorio y, a veces, aun en relación con el número total de habitantes. El hecho se debe en parte a la permanencia anglicana de más de 250 años en esos territorios y a la labor relativamente fácil hecha entre aque­llas poblaciones de color que no se atrevían a oponerse a la voluntad de la iglesia de sus nuevos amos. La distribución de adeptos depende de varios factores: es muy elevada en los territorios que, ya desde los comienzos, pertenecieron a Inglaterra y entre los que durante mucho tiempo fueron posesión de España o de Francia. Islas como la de Barbados tienen el 97 por 100 de población anglicana. En cambio, en otras el porcentaje es mucho menor.

La organización eclesiástica de estos territorios data desde antiguo y se rige según las líneas del anglicanismo británico. Dependen en su jurisdicción de obispos propios y éste del primado de Canterbury. La vida religiosa de estas zonas varía según los sitios, pero por lo que se deja vislumbrar en sus publicaciones (y que halla confirmación plena en los testimonios de los sacerdotes católicos) es en general pobre y, desde el punto de vista moral, baja. Hay también quejas continuas de escasez de clero y de urgentes peticiones —por lo general no correspondidas— a la iglesia madre de Inglaterra en busca de refuerzos con qué salvar la angustiosa situación.

El resto del hemisferio —por lo que al anglicanismo se refiere—, está en manos de la iglesia episcopaliana de los Estados Unidos. Sus misioneros trabajan en una buena parte de las repúblicas. El hemisferio ha quedado dividido en distritos misioneros y en misiones propiamente dichas. Méjico cuenta con su propio obispo y su iglesia episcopal mejicana que, sin embargo, no presenta un aspecto muy esperanzador. En Cuba los episcopalianos trabajan desde principios de siglo y están esparcidos por toda la isla. Algo parecido ocurre en Haití donde una tropa de catequistas episcopalianos se dedica a bautizar a los candidatos sin apenas ninguna preparación. Lo que en su vocabulario se llama zona del Canal incluye, además de Panamá, las repúblicas de Colombia, Costa Rica y Nicaragua. Puerto Rico constituye una dió­cesis sui generis de la iglesia episcopal. El obispo de la Argentina ejerce su jurisdicción sobre la república de dicho nombre y sobre Bolivia, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú, Uruguay y las Islas Falkland. En cambio, en el Brasil su expansión es indudablemente mayor. Tienen dividido el territorio en tres diócesis (Norte, Centro y Sur) y de los tres obispos, dos son ya brasilianos. Para evitar conflictos, el arzobispo de Canterbury confió a los obispos norteamericanos o brasilianos dependientes de los mismos su jurisdicción sobre todos los fieles que digan pertenecer a dicha iglesia.

Después de los trabajos misionales vienen las relaciones ecuménicas. En esta especie de carrera contra reloj que existe entre las iglesias de la Reforma en su marcha hacia el unionismo, la iglesia de Inglaterra ocupa su puesto de importancia. Más aún, son muchos los autores que están convencidos de que su cualidad de «iglesia-puente», sus teorías de la «vía-media» y su principio de comprehensividad, le dan. algo así como una vocación especial para desempeñar ese papel entre las demás iglesias separadas. Entre los varios modos de manifestar esa ecumenicidad mencionemos los siguientes: las Conferencias de Lambeth, los conatos de entenderse con las demás conferencias no episcopalianas y su activa participación en el Consejo mundial de las iglesias.

Las Conferencias de Lambeth, comenzadas en 1867, se han ido repitiendo con intermitencias mayores o menores hasta la última de 1958. En ellas toman parte las diferentes ramas de la comunión; y esto, piensan ellos, es lo que les da ese carácter de ecumenicidad. Aunque algunos de los temas tratados sean de alcance universal, la mayoría se reduce a solucionar problemas domésticos. Según el obispo Neill, testigo personal de varias de las reuniones, «las declaraciones de los Padres han alcanzado pocas veces el nivel de una auténtica inspiración y ha habido en ellas una excesiva tendencia a la verborrea, a las consideraciones piadosas y a un tratamiento superficial de los temas de mayor gravedad... Tam­poco han sabido resistir a la tentación de tomar resoluciones sobre todos los temas imaginables». Sin embargo, el autor piensa —con candor algo infantil— que «en estos tiempos en los que la Iglesia de Roma, no celebra más Concilios, las reuniones de Lambeth han llenado casi todas las funciones (?) que se reservaban antes a los Concilios generales». Uno de sus resultados más conocidos fue el de su «Llamada a la unidad» (Appeal to All Christian People') de 1920. La proclama había sido provocada por el «incidente de Kikuyu» (África oriental) en el que varios obispos anglicanos habían intentado unirse con presbiterianos y metodistas y, como medida inicial, habían participado con ellos en una celebración eucarística. El hecho causó escándalo y protestas entre otros obispos anglicanos del África. La cuestión quedó remitida al primado de Canterbury, Davidson, quien se contentó con la respuesta sibilina de que «lo sucedido había sido sin duda agradable a Dios, aunque no debía repetirse en lo futuro». Esto animó a los dirigentes del anglicanismo a lanzar al mundo aquella «Llamada a la unidad» en la que presentaban a su iglesia dispuesta a recibir «a todos los que creen en Jesucristo y han sido bautizados en el nombre de la Santísima Trinidad». En el documento se afirmaba que todas las iglesias han sido culpables de la separación y que lo importante es volver a formar de nuevo una Iglesia «genuinamente católica, fiel a la verdad y preparada a congregar en vínculo de amistad a todos los creyentes». Con este fin se proponía una fórmula breve que se llamó «El Cuadrilátero de Lambeth, por razón de los cuatro puntos que allí se proponían para la reunión. Eran estos:

1) Reconocimiento de las Sagradas Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento como 'contenedoras de todas las verdades necesarias a la salvación’ y como 'regla suficiente y última de la fe’;

2) El Credo de los apóstoles como símbolo bautismal y el Credo niceno como declaración suficiente de la fe cristiana;

3) La aceptación de los sacramentos ordenados por Cristo en persona —el bautismo y la Cena del Señor—, administrados indefectiblemente según las palabras de la institución y empleando los elementos prescritos por Cristo;

4j Reconocimiento del episcopado histórico, adoptado localmente por lo que respecta a los métodos de su administración a las diversas necesidades de naciones y de pueblos llamados por Dios a la unidad de su Iglesia.

De todos estos puntos, el más delicado (a pesar de la flexibilidad de la nomenclatura empleada) era sin duda el relativo al episcopado, aun el meramente histórico. Con todo, esto ofreció al anglicanismo ocasión para mostrar una vez más su espíritu de adaptabilidad (empleamos la palabra más suave) que a no pocos se les hizo sospechosa. La explicación ofrecida se reducía a lo siguiente: «la iglesia anglicana no pone en duda por un momento la realidad espiritual del ministerio ejercido por aquellas comuniones que no poseen el episcopado histórico; al contrario, reconoce las muchas bendiciones que el Espíritu Santo ha derramado sobre ellos como medios efectivos de su gracia». Más aún, el anglicanismo está dispuesto a entrar con ellos en algún arreglo y a llegar a cierto acuerdo respecto del intercambio de pastores y de ministerios distintos de los del régimen episcopaliano. No se trata de que unas iglesias queden absorbidas por otras. «Pero sí pedimos que todas se unan en un gran esfuerzo común con el fin de manifestar al mundo la unidad del Cuerpo de Cristo por la que El oró».

La iglesia anglicana ha desarrollado una ingente actividad para entablar contactos y para entrar en arreglos con las demás ramas del cristianismo. Para los católicos el hecho más notable lo constituyeron las Conversaciones de Malinas (1912-26) entre lord Halifax y el cardenal Mercier. Las tentativas por atraerse a los ortodoxos han sido mucho más frecuentes. El hecho de que con bastante frecuencia los orientales hayan constatado su imposibilidad de aceptar el laxismo doctrinal típico del unionismo anglicano, no parece desanimarlos. De ahí que, en diversas ocasiones, inviten a los obispos ortodoxos a conferir la consagración epis­copal a los anglicanos. Ello parece despejar muchas de las dudas inconfesadas que tenían acerca de su validez anterior. Uno anota asimismo, no sin cierta curiosidad, el empeño anglicano de atraerse a los pequeños grupos religiosos que, aunque apartados de la Sede romana, han rechazado hasta la fecha dar su nombre a la Reforma. Los casos más conocidos son «el pacto de intercomunión» firmado en 1933 con los Viejos Católicos en Bonn, las relaciones con ciertas iglesias cismáticas polacas y los contactos cada vez más intensos con los aglipayanos de Filipinas. Esta política de la mano tendida se extiende también a todas aquellas iglesias de la Reforma que se les quieran unir. Hasta la fecha, los más reacios a sus invitaciones han sido los calvinistas y los luteranos alemanes. En cambio, han logrado la intercomunión con los luteranos suecos y finlandeses. La iglesia establecida trabaja también con ahínco para atraerse a los presbiterianos y metodistas que un día ya lejano se separaron de ella. Hasta ahora las conversaciones no han dado resultados muy positivos, pero tampoco han quebrado las esperanzas de que éstas se conviertan un día en realidad. En cualquier hipótesis, la comunión anglicana está dispuesta a hacer cuantas concesiones sean necesarias para llegar a esa meta. Y su ejemplo está siendo imitado por el anglicanismo australiano y el canadiense. La perspectiva de que se están elaborando favorablemente uniones orgánicas del tipo de la terminada en el Sur de la India, en Ceilán, en Pakistán y en Nigeria, consti­tuye para sus dirigentes una «prueba inequívoca» de que el camino emprendido «es conforme a la voluntad del Señor» .

El «grito de alarma» de la unidad como condición de vida o muerte para el protestantismo fue lanzado en Edimburgo (1910) y en Lausana (1927) por el obispo Charles Brent. Nombres como los de William Temple, el deán G. K. Bell, Oliver Tomkins y otros muchos han figurado entre los mayores promotores del movimiento unionístico.

Cuando se quiere ir a la raíz íntima de este interés anglicano por el ecumenismo, la razón más comúnmente aducida es la de su comprehensividad, esa capacidad asombrosa de plegarse, de ceder, de no dar nunca una definición que no sea susceptible de varias acepciones y, después de todo ello, de permitir que el individuo busque todavía una nueva interpretación si esto le parece conveniente. Neill enumera esta flexibilidad como «la ventaja par excellence del futuro ecumenismo». Según Mayfield, lo que más contribuye a dar a la iglesia de Inglaterra su «posición privilegiada es su política de no querer adoptar las pretensiones absolutas de Roma, ni de imitar al Papado «en su afán de excomulgar a todos cuantos no piensan con su Iglesia». Y un episcopaliano de los Estados Unidos, el profesor Zabrieski, piensa que esta es «la mayor contribución» de su iglesia a la unión tan ansiada por todos. Más aún, a sus ojos, el anglicanismo es una especie de microcosmos, compuesto de elementos al parecer opuestos que, sin embargo, se están fructificando mutuamente. ¡Quién sabe si esto no podría servir de modelo al resto de la cristiandad mostrándole precisamente un «cristianismo que es menos estrecho que la Iglesia de Roma y más ortodoxo que la mayoría de las confesiones protestantes!

El raciocinio no resulta demasiado convincente y las demás ramas del protestantismo se niegan a concederle esa primacía en materia de aptitudes ecuménicas. Por boca de los católicos, habló hace ya tiempo Newman para afirmar que la iglesia anglicana —a la que tanto amaba y admiraba bajo otros aspectos— es incapaz (precisamente por esa comprehensividad y por los principios protestantes de que está imbuida) de conducirnos a la verdadera Iglesia de Cristo. La crisis religiosa que afecta a su patria de origen —y a la mayoría de las naciones en que está implantada— contribuyen sin duda al mismo resultado. «La iglesia anglicana, escribe Coolen, siente más que ninguna otra disidente el deseo y la imperiosa necesidad de unirse con las demás. Después de su separación de Roma, se convirtió en iglesia estatal, sujeta a un poder civil que ha dejado en gran parte de ser anglicano y hasta cristiano. Por otro lado, el libre examen ha continuado en ella su obra de disolución y de ruina. En el curso de los siglos, ha perdido a tres cuartas partes de sus miembros, unos pasados al no-conformismo y otros a la Iglesia católica. Mientras tanto, ella continúa desarrollando su incoherencia dogmática y su racionalismo... Las fuerzas que la agitan, la empujan en distintas direcciones aumentando todavía su dislocación. Por eso, agitada con esos males internos crecientes, la iglesia establecida tiende una mano a las demás comuniones cristianas». Yo me he preguntado también más de una vez si esa obsesión anglicana de diferenciarse del protestantismo, de recalcar sus notas católicas y, ahora últimamente, de aparecer ante el mundo como la iglesia-puente (The Bridge-Church) para la realización de la unidad entre los cristianos, no son el mejor indicio de una añoranza, inconsciente pero profunda, de aquella Ecclesia que un día abandonó y de la que siente no poder vivir separada.