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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA
CAPÍTULO XLA COMUNION ANGLICANA
«Los anglicanos no son consistentes,
como casi nunca lo son tampoco los ingleses. Por eso estamos continuamente
haciendo y diciendo cosas que nuestros principios, tomados a la letra, no nos
permiten. Solía decir el obispo Creighton que el
inglés odia la idea por sí misma. El anglicanismo vive a fuerza de la costumbre
más que por ideas. Por eso muchos anglicanos tampoco llegan a entender los
principios que rigen su existencia religiosa». (G. B. Moss,
historiador anglicano).
INTRODUCCION
Los historiadores, al referirse a la
iglesia oficial de Inglaterra, hablan a veces de iglesia anglicana y otras de
comunión anglicana. Los términos, a pesar de su denominador común, tienen
extensión diversa. Propiamente hablando, la iglesia anglicana debiera
comprender únicamente las provincias eclesiásticas de York y de Canterbury en
el Reino Unido. Sin embargo, hay también territorios eclesiásticos y
misionales que se enlazan directamente con la metrópoli. Uno de ellos está en
Europa (Gibraltar), otro en Sudamérica (Argentina), tres más en Asia y once en África.
Todos ellos siguen fielmente al anglicanismo, incluso en lo que atañe al
reconocimiento del soberano inglés como a su cabeza espiritual. En cambio, la
comunión anglicana, extendida por los cinco continentes, conserva lazos menos
estrechos con la iglesia madre. La integran aquellas unidades eclesiásticas que
en diversos tiempos decidieron separarse del árbol común (por eso se llaman «detached churches» iglesias desgajadas)
y empezaron a vivir su vida independiente. Tal ocurrió en los siglos XVIII y
XIX con las iglesias de Escocia, Irlanda y Gales o con la episcopaliana de Estados Unidos. Al mismo régimen se han asociado después los principales
territorios del Commonwealth (Australia, Nueva Zelanda, Canadá) así como
algunas diócesis de la India, del África del Sur, de las Indias orientales, del
Japón y del Medio Oriente. Estas iglesias no reconocen al soberano inglés como
a su jefe espiritual, ni se someten a los tribunales erigidos por el mismo. Sus
vínculos unitivos son más bien doctrinales: los XXXIX Artículos, el Book of
Common Prayer, las Homilías y, hasta cierto punto,
las Conferencias de Lambeth.
El anglicanismo ha encerrado siempre
gran interés para los historiadores. En la segunda mitad del siglo pasado,
Philip Schaff, a pesar de sus vinculaciones calvinistas,
se derretía en alabanzas de su grandeza y de su porvenir. «Los resultados
últimos y finales, escribía, y el capítulo más importante en la historia de la
Reforma se compusieron en aquella singular isla que se ha convertido en la
roca fuerte del protestantismo europeo, en la nación que rige los mares, y que
es la campeona de la civilización cristiana y de las libertades
constitucionales. A la raza anglosajona le ha confiado la Providencia el cetro
de un gran imperio al Este y al Oeste de nuestro planeta. La derrota de la
Armada constituyó el punto de partida de la historia y el momento en que aquel
sol que nunca se ponía, pasó de la católica España a la protestante Inglaterra».
Y aunque hoy no tengamos obligación de dar fe a tales profecías, la iglesia
creada por Enrique VIII y Eduardo VI continúa teniendo por otros capítulos una
gran importancia. El número de sus 40 millones de adeptos (al menos nominales)
la coloca entre los más fecundos brotes de la Reforma. Su contribución
teológica y cultural conservan todavía su peso y ejercen su influjo en diversos
sectores del protestantismo. Las misiones y la organización eclesiástica
anglicana —aunque llevadas y establecidas por sus exploradores y colonizadores—
han alcanzado una extensión verdaderamente mundial, lo que les hace pensar y
hablar de su comunión como de una fuerza católica en el pleno sentido de la
palabra. Bajo el aspecto doctrinal, con sus paradojas y sus aparentes
contradicciones, su amalgama de grupos muy cercanos al catolicismo y de otros
que están en los límites de la incredulidad, el anglicanismo constituye un
todo abigarrado que no tiene paralelo en la historia
Esto hace que, no obstante el escaso
proselitismo ejercido por sus enviados —a excepción de los episcopalianos norteamericanos— en las naciones católicas de Europa o de Iberoamérica, le
dediquemos en estas páginas bastante extensión. Al tratado propiamente
doctrinal precederá un excursus algo largo por los
campos de su historia a partir del reinado de Isabel, descrito en un capítulo
anterior, hasta nuestros días. No es posible entender la esencia del
anglicanismo si no se tienen en cuenta el color local y las vicisitudes por las
que ha pasado en la historia. Examinaremos después las nociones
dogmático-litúrgicas que lo distinguen del resto del protestantismo, para
terminar con un análisis de su posición frente al movimiento ecuménico.
TRAYECTORIA HISTORICA DEL
ANGLICANISMO
Para principios del siglo XVII el
establecimiento del anglicanismo en las Islas Británicas era un hecho
consumado. «El milagro», nos dice el obispo Stephen Neill,
había tenido ya lugar y «aquella hermosa criatura («that lovely thing») conocida en
la historia con el nombre de iglesia anglicana, atacada y amenazada por todas
partes, había logrado sobrevivir. Había retenido —continúa el autor— la fe
católica de la primitiva Iglesia, la doctrina de la supremacía de las Sagradas
Escrituras, la Comunión bajo ambas especies, la sucesión apostólica y el año
litúrgico, pero había ganado también la batalla contra la supremacía papal,
«impuesta desde los días de Gregorio VII», contra sus interferencias en
materias estatales, contra la filosofía escolástica y contra las «trasnochadas
creencias» relativas al purgatorio y a las indulgencias. Desde aquel momento,
los fieles súbditos de Su Majestad podían repetir las frases que en 1563 pronunciara
con solemnidad la reina Isabel: «Nos y nuestros súbditos, gracias sean dadas a
Dios, no seguimos ninguna religión nueva ni extranjera, sino aquélla mandada
por Cristo, sancionada por la Iglesia Católica y primitiva y aprobada por la
voz común de los Santos Padres»
Dejando de lado los éxitos que el
autor atribuye a su iglesia, los acontecimientos contemporáneos confirmaban
que el anglicanismo estaba asentándose firmemente en el suelo nacional. La
propaganda sistemática llevada a cabo durante dos generaciones (sin más
interrupción que el breve paréntesis de María Estuardo) había surtido efecto.
La prosperidad económica y el prestigio internacional que iba cobrando el país
parecían confirmar —al menos eso decían sus predicadores— que el cielo bendecía
los nuevos cambios. El advenimiento de Jaime I (1603-1625) suscitó al principio
ciertos temores a causa de la educación presbiteriana que había recibido en su
Escocia natal. Pero pronto quedaron desvanecidos ante los planes autócratas del
nuevo soberano. «Si los puritanos llegaran al poder, solía decir, no quedaría
nada de mi supremacía. Donde no hay obispos no hay rey» Y añadía con mal
disimulada ironía: «cuando quiera practicar el presbiterianismo, me iré de
nuevo a Escocia; pero mientras esté aquí, han de ser los obispos quienes gobiernen
la iglesia»
Los acontecimientos subsiguientes
mostraron que el monarca estaba resuelto a obrar en conformidad con aquellos
principios. A las presiones de los puritanos (a quienes amenazaba con «echarlos
del país o hacer con ellos algo todavía peor» si no se sometían) sólo cedió
ordenando la formación de una numerosa comisión que tradujera de nuevo la
Biblia. El trabajo se llevó con gran rapidez dando como resultado la famosa
«versión del rey Jaime», clásica ya en la literatura inglesa. En todo lo demás,
procedió según sus ideas personales. Destituyó y envió al destierro a más de
300 pastores y a sus familias porque no se resignaban a acoplarse a la voluntad
real. El episcopado quedó convertido en juguete de sus ambiciones. «El rey,
escribe Trevor Roper, consideraba los puestos de la
iglesia y del estado no como cargos de confianza sino como prebendas y regalías
que se vendían o se daban al mejor postor. De esta manera la burocracia se
convirtió en un gran mercado de favoritismos, con la desventaja de que quien lo
operaba no era el rey sino quienes abusaban de su nepotismo». El sistema
resultó fatal y contra aquellos prelados áulicos que sólo buscaban su medro y
su placer, se levantó una nueva facción que, apoyada en el Parlamento,
trabajaría por derrocar a la monarquía y a la iglesia que ésta representaba.
Carlos I (1625-1649) tenía treinta y
un años y estaba casado con una princesa católica, Enriqueta María de Francia,
cuando subió al trono. Su aparición suscitó esperanzas o temores, según los
casos. Los católicos creyeron que, por respeto a la reina y en conformidad con
una cláusula secreta firmada antes de la boda, respetaría el catolicismo o
hasta permitiría a sus seguidores cierta participación en la vida estatal. Los
anglicanos, sobre todo después del nombramiento de William Laud para arzobispo de Canterbury, temieron por la preservación de algunas de las
prerrogativas de que habían gozado desde tiempos de la reina Isabel. Los más
suspicaces fueron los puritanos. No había en la conducta del nuevo monarca señales
de que favoreciera sus ideas. Las primeras declaraciones públicas mostraban a
las claras su apego a la iglesia oficial y su escasa estima de aquellos
elementos a los que catalogaba sin más como de díscolos. Todos se equivocaron.
El anglicanismo sería para él, como para su predecesor, la religión oficial y
el instrumento dócil con que manejar a sus súbditos. El episcopado, caído en un
estado de languidez y de ineptitud, no podía oponerse fácilmente a sus planes.
Estos afloraban también en su empeño de premiar con cargos estatales a aquellos
gentileshombres que habían apostatado de su antigua fe.
Era evidente que en la iglesia
oficial despuntaba una tendencia menos puritana y protestante que, con el
tiempo, recibiría los nombres de «anglo-católica», de «arminiana»,
de «vía media», etc. Algunos de sus brotes eran de tipo doctrinal, por ejemplo
el rechazo del predestinacionismo, bastante corriente
en la época isabelina. Otros se referían más que todo al ritual y trataban de
reincorporar al anglicanismo aquellos elementos desechados por la furia
iconoclasta de los primeros tiempos. Y como la promulgación de estas nuevas
medidas no podía confiarse al Parlamento (donde abundaban los puritanos o los
hombres de tendencias evangélicas) sus partidarios trataban de llevarlas
directamente al rey o a quien él designara como a su representante. Este, lo
veía todo el mundo, no podía ser otro que el arzobispo Laud que había ganado enorme ascendencia en la corte. Pero ¿qué diría el Parlamento
al sentirse desestimado y dejado a un lado por el rey? El clamor de sus
miembros se hizo general. Uno afirmó que «la religión estaba en peligro»; y
otro llamó a las nuevas tendencias «el verdadero caballo de Troya para abrir
las puertas del reino a la tiranía romana y a la monarquía españolar.
El rey, que probablemente no intuía
el mar de fondo que se escondía en aquellas protestas, decidió seguir su
propio camino y fiarse ciegamente de Laud. Este
empezó en 1640 por añadir a los XXXIX artículos una cláusula por la que se
concedía al parlamento «el poder de decretar los ritos y ceremonias y autoridad
en materias de fe», cláusula que ha permanecido vigente hasta nuestros días. La
Convocación de 1640 declaró además en sus diecinueve nuevos cánones que «la
iglesia (anglicana) en su forma actual era la única verdadera». Impuso en
nombre de Dios la obediencia a todos, y por el famoso juramento del etcétera hízoles prometer que no se cambiaría nada a la
organización entonces en vigor. A los parlamentarios que se negaban a obedecer
se les confinó a la Torre. Elliot, uno de los más
audaces, pagó con su vida aquella libertad. Luego procedió el rey a ulteriores
prohibiciones. Quedó eliminado el cargo de «lector» que permitía a un seglar
cualificado —aún sin haber recibido las órdenes— ejercer el oficio de
predicador. Los enviados reales visitaron las diócesis para cerciorarse del
cumplimiento de las nuevas rúbricas y para castigar con las más severas penas
a quienes con sus escritos se atrevían a conculcarlas. Por regla general, el
episcopado ofreció escasa resistencia. Sólo pidieron al rey que los defendiera
en aquella causa en la que todos arriesgaban su existencia. «Defiéndeme con tu
espada, que yo te defenderé con mi pluma», había escrito el obispo Montague en
su libro Apello Caesareni, de 1625.
Desde el punto de vista político, el
juego del rey era peligroso. No se trataba únicamente de la enemistad de los
puritanos (que desde antes no lo querían demasiado), sino de alienarse a los
mismos anglicanos, temerosos de que la vía ritualista, abocase un día en la
unión con Roma. Externamente no faltaban indicios para sospecharlo. En la corte
abundaban los sacerdotes católicos, se celebraba con toda solemnidad el culto
litúrgico y hasta había predicadores que en presencia del rey, hablaban contra
los males acarreados por el cisma anglicano. El retorno a la verdadera fe de
bastantes personajes influyentes, incluso de algunos obispos; la presencia de
enviados especiales de Roma, y otros detalles parecidos se convertían en
signos inquietantes para los partidarios de la iglesia establecida. Poco importaba
que la realidad fuera totalmente diversa o que Laúd estuviera bien lejos —por
su carácter, por sus ambiciones y por toda su formación teológica— de un
acercamiento verdadero al catolicismo. En momentos de excitadas pasiones políticas
no se busca la verdad en sí, sino lo que baste para tener la apariencia de tal.
Los hechos siguientes —a saber la
revolución cromwelliana de 1640 y sus secuencias
hasta 1648— pertenecen a la historia universal y no tienen por qué retener aquí
nuestra atención. En términos generales, las partes Norte y Centro oeste estaban
a favor del rey, mientras que la Anglia oriental,
Londres y el Sur se pusieron de lado del Parlamento. Religiosamente los campos
estaban también delimitados: los católicos (a pesar de haber sufrido tanto de
manos de la iglesia oficial) habían hecho causa común con el rey. En el otro
bando militaban los independentistas: o sea, los que se oponían más que al
catolicismo, considerado ya como fuerza insignificante en el país, a la iglesia
oficial y a todo lo que tuviera trazas de episcopado. Las hostilidades
empezaron en 1642. La entrada en escena de los coraceros de Cromwell decidió la
suerte de la contienda. Una ley de enero de 1643 abolió solemnemente el episcopado.
En la Asamblea de Westminster se acordó unificar la religión de Inglaterra, de
Irlanda y de Escocia «de acuerdo con la palabra de Dios y el ejemplo de las
mejores iglesias reformadas». Al año siguiente se impuso a toda la nación «el
nuevo culto», mientras se encerraba en la Torre —de donde no saldría más— al
pobre Laud, que había sido en vida uno de los más
ardientes promotores de la liturgia anglicana.
El episcopado anglicano había tratado
de conservar su hegemonía por medio de concesiones a grupos distintos del de la
iglesia oficial, llegando a desechar las innovaciones de Laud y «todo cuanto
pudiera oponerse a la palabra de Dios». Pero los vencedores no estaban para
aquellos pactos y, a partir de 1644, se impuso a los habitantes de Inglaterra
el más estricto descanso dominical: sin trabajos ni diversiones ni ocupaciones
de ningún género. Luego se dieron órdenes de retirar de las iglesias las
imágenes, los órganos y los vestimentos sagrados. Los presbiterianos quisieron
también inmiscuirse en la predicación callejera que los independientes
llevaban a cabo con «doctrinas abominables» y audacias que ellos juzgaban
contrarias a la verdad. Los acusados protestaron ante el Parlamento y sólo la
firmeza de Cromwell pudo hacer las paces entre aquellas facciones que
mutuamente se laceraban. Durante algunos años, la situación pareció caótica. El
anglicanismo procuraba no intervenir. En cambio hacían su aparición las
facciones y las sectas más abigarradas. Carlos I refugiado en la pequeña isla
de Wight. propuso en vano un «ensayo» de presbiterianismo para tres años con
amplia libertad para las demás confesionalidades. Nadie le escuchó. El 20 de
enero de 1649 el rey fué juzgado ante la Corte
Suprema, condenado a muerte y decapitado al día siguiente en Whitehall. La reina atravesó la Mancha y volvió a París
para continuar dando a sus leales seguidores directivas para recapturar el
poder.
El hombre capaz de imponer el orden
en aquel alborotado escenario era Cromwell. Estaba dotado de cualidades para
ello. Un convencimiento profundo (que Mrs. Hutschinson atribuirá «a la ponzoña de la ambición» y otros a una especie de iluminismo) de
haber sido escogido por Dios para promover su causa, le daba la energía
necesaria para arrostrarlo todo. De una crueldad brutal, como lo muestran aún
hoy día las calles de Drogheda. Irlanda, no cejaba
ante ninguna medida con tal de alcanzar sus objetivos. Pasó sus mejores años en
batallar los enemigos que en Escocia, en Irlanda o en la misma Inglaterra se
rebelaban contra su tiranía, pero rechazó la corona real que le ofrecían sus
incondicionales, prefiriendo el título de «protector?» que ponía en sus manos
las riendas del poder. Cromwell ha sido objeto de las más contradictorias
valoraciones aun de parte de sus mismos connacionales. Macaulay y Carlyle se convirtieron en panegiristas suyos. En
cambio Clarendon lo llamó «un hombre valiente y
perverso (a brave bad man) con todas las maldades que merecen la condena y cuya única
recompensa es el infierno». Críticos modernos como Belloc nos han dejado de él un retrato sombrío que le coloca entre los hombres
fatídicos de la historia. S. Neill se contenta con
llamarle «gobernante eficaz aunque opresor». De lo que no se puede dudar es de
las escasas simpatías que siempre abrigó hacia el anglicanismo (que quedó
prohibido y su clero proscrito) y de su profundo odio hacia la Iglesia católica.
El afirmar con Poulet que, «bajo su dictadura, los
fieles romanos obtuvieron mayor tolerancia que con los Estuardos»,
no significa demasiado. Testigo de ello las víctimas irlandesas del
perseguidor. «Drogheda, escribe Belloc,
le ofreció la primera oportunidad para dar rienda suelta a su odio religioso,
ya que se trataba de una población enteramente católica. Lo hizo arrasando la
ciudad y asesinando a todos sus habitantes. No hay incidente en la Anda de
Cromwell que ilustre su odio antirromano mejor que
este». «El gobierno de Cromwell, añade otro escritor inglés, se distinguió por
su severidad frente a los católicos. No se trataba de la caza al hombre. Pero
los fieles debieron sufrir por doble calidad: como realistas y como no-conformistas...
El protector no sentía ni la más mínima simpatía hacia su causa y aunque una de
sus hijas casó con un joven católico, apóstata de la fe, lord Fauconberg, éste debió someterse primero al necesario
preliminar de purgarse con la profesión de una adhesión inquebrantable al
protestantismo» .
Pero el «experimento» cromwelliano fue de escasa duración, y a lo largo del
reinado de Carlos II (1660-1685) el anglicanismo fue cobrando otra vez el
puesto que momentáneamente había perdido. El nuevo soberano había sido educado
en la corte de Francia y, no obstante la veleidad de su carácter y lo mucho que
dejaba que desear su vida privada, abrigaba sentimientos de reverencia hacia la
religión católica. Ello parecía indicar que, aun en la hipótesis de tener que
favorecer el anglicanismo, dejaría en relativa paz a los súbditos de la Iglesia
de Roma. Veremos hasta qué punto se realizaron tales esperanzas.
Una primera tentativa de compromiso
entre puritanos y anglicanos probó inmediatamente lo inútil de tales esquemas.
Las elecciones de 1661 dieron el triunfo a los partidarios del anglicanismo
ortodoxo (presididos por Clarendon) y el rey no tuvo
más remedio que adaptarse a las circunstancias. El Prayer Book volvió a convertirse en ley obligatoria de los servicios
cultuales. El nuevo parlamento mostró también al soberano que, de entonces en
adelante, no sería su persona individual sino la potente corporación la que
daría leyes y gobernaría el país. El hecho constituyó una férrea reivindicación
del poder estatal sobre una iglesia a la que sometía de aquel modo a su
capricho, reivindicación que en teoría, aunque no en la práctica, ha tratado de
conservar siempre desde entonces el Parlamento británico. Por un Acta de
Conformidad (19 de mayo de 1662) se obligó a los pastores a aceptar la liturgia
anglicana y a someterse a la ordenación por manos de un obispo de dicha
iglesia. La ley puso fuera de empleo a más de mil pastores que no quisieron
someterse a la imposición. El nombramiento de sucesores se hizo de tal forma
que, en adelante, el parson (párroco) y el squire (hacendado o señor del lugar) pertenecieran a la misma religión y se declararan
obedientes servidores de la corona. A los disidentes (dissenters) los fue excluyendo de
la vida pública y social. La ley de las cinco millas les prohibía residir a esa
distancia de la iglesia que habían regentado. Una ordenación de 1664 castigaba
con severas penas a quienes, en grupos de más de cinco personas, se reuniesen
(aun en hogares particulares) para la oración. Las medidas suponían un duro
golpe para los puritanos, muchos de los cuales (más o menos deseosos hasta
entonces de hallar un modus vivendi con la iglesia oficial) se apartaron
bruscamente de ella para formar sus propias organizaciones. La causa encontró
seguidores aun entre las clases más selectas de la nación. Hombres como Milton,
el poeta de los ojos ciegos, cantaría en sus poemas del Paraíso Perdido y del Paraíso
Encontrado, llamados «la epopeya del puritanismo», las glorias de aquellos
«rebeldes» que preferirían perderlo todo a cambio de su libertad. «El Código de Clarendon —junto con las Actas que lo acompañaban—
comenta el anglicano Neill, constituyó a los no
conformistas y a los presbiterianos en una nación de segundo rango dentro de
una misma nación, abandonándolos permanentemente a sí mismos, negándoles privilegios
y el derecho de tomar parte en el gobierno. Habrían de pasar más de dos siglos
antes de que quedara reparada aquella iniquidad».
El anglicanismo la emprendió después
con los católicos. La camarilla del rey conocía los sentimientos de éste hacia
la antigua religión y el mismo Parlamento tenía conciencia de la necesidad de
una política cauta para no ofender a Luis XIV cuya amistad y cuyos auxilios le
eran tan urgentes. La táctica consistió, pues, en evitar el disgusto del monarca
francés mientras se llevaba a cabo la lenta labor de restringir las actividades
de los católicos. La Cámara de los Comunes empezó por mostrar su disgusto a
Carlos II por la Declaración de Indulgencia (1672) que permitía el culto
privado a quienes no pertenecieran a la iglesia oficial. Sólo un año después se
promulgaba un Acta de Prueba (The Act of Test) que arrojaba de los empleos públicos a todo aquel que no reconociera
solemnemente la supremacía eclesiástica real, no negara la transubstanciación y
no tomara parte en la comunión anglicana. La ley dejó en la calle a millares de
personas. El mismo duque de York, hermano del rey, así como el duque de Clifford, lord del Tesoro, se vieron obligados a abdicar de
sus puestos. En 1678 se inventó «la conspiración papista» (el complot de Titus Oates)
en el que se ponía a los católicos como a conspiradores dispuestos a hacer
saltar con dinamita el Parlamento. En el mismo aparecían «complicados»
personajes de la Corte, el nuncio de Bruselas y —¡cómo no! — los jesuítas, ejecutores arteros de las órdenes de su General.
Los políticos no buscaban otra excusa para poner en ejecución su plan. Alacaulay, a pesar de sus tendencias regalistas, lo
definió: «novela repugnante, más parecida a las pesadillas de un febricitante que
a un hecho posible de la vida real». La búsqueda de los «culpables» no les
llevó mucho tiempo; las listas estaban prefabricadas y estudiadas al detalle.
Seglares de todas clases sociales, miembros de ambos cleros y el mismo
arzobispo irlandés de Armagh, pagaron en el patíbulo
con sus vidas aquella imaginaria rebelión. Los católicos encarcelados pasaron
de los dos mil y los otros 30.000 residentes en Londres —una octava parte de la
población— que se negaron a apostatar durante aquellos meses de verdadero
terror, fueron castigados a abandonar la capital. El débil rey, «conocedor de
la inocencia de los acusados pero temeroso de la furia popular», continuó
firmando penas de muerte con el único fin de salvar el trono. Los esfuerzos no
bastaron para ganarle la buena voluntad de los miembros del Parlamento, que
veían en su actuación más la razón de estado que la de una firme adhesión a la
iglesia establecida. Los acontecimientos confirmaron sus sospechas. Al caer
enfermo de muerte (1685), el rey fue desechando a los pastores anglicanos que
venían a administrarle los sacramentos. En cambio, al preguntarle su hermano
si quería morir dentro de la Iglesia. Carlos respondió que sí. Un benedictino,
que años atrás, había salvado su vida, escuchó su confesión y le dio el santo
viático. Las oraciones de los mártires le habían obtenido desde el cielo el
retorno a la verdadera Iglesia.
Los tres breves años del reinado de
Jacobo II (1685-1688) fueron importantes para el anglicanismo en el sentido de
que éste, al deshacerse del soberano al que suponía poco adicto a sus
doctrinas, contribuyó a la instauración de una nueva dinastía —la de la casa de
Hannover— que durante los siglos siguientes imprimiría su propia fisonomía a
la iglesia oficial. Jacobo II era (no obstante ciertos deslices morales de su
conducta) un católico convencido. Sin embargo, sus primeras intervenciones
parecían asegurar a la nación el mantenimiento de las creencias y del culto
nacional. Se hizo consagrar solemnemente en la abadía de Westminster por el
primado anglicano y prometió repetidas veces respetar la supremacía de la
religión establecida. Pero procuró también que se suavizaran algunas de las
leyes discriminatorias que existían contra los miembros de otras confesiones.
Esto y el escaso tacto mostrado al exteriorizar sus propias creencias (además
de una situación internacional complicadísima) acarrearon su ruina. Empezó por
librar de las cárceles a los miles de inocentes (entre ellos muchos
protestantes no anglicanos) cuyo único crimen era la fidelidad a su propia
religión. Mandó también que se entablara la causa y se castigara debidamente al
infeliz Tito Oates, falsario e inventor confesado, de
la pretendida conspiración papal. Las rebeliones de Argyll y de Monmouth (este
último hijo natural de Carlos II) no le dieron demasiado quehacer, pero
constituían una señal del descontento reinante en ciertas esferas Animado por
el triunfo de las armas, el rey cometió la imprudencia de forzar al Parlamento
a derogar las leyes anticatólicas existentes. La medida, en una población como
la londinense donde se respiraba una gran antipatía hacia todo lo católico,
resultó en extremo impopular. Otro de sus errores fue el entrometerse en un
santuario tan inviolable como el de la universidad de Oxford y mantener en
cargos de importancia a sus amigos católicos o imponer como decano del Christ Church College a Massey de Merton que
acababa de ingresar en la Iglesia de Roma. El poder de dispensa para casos
particulares que se reservó (y que de hecho constituía una bofetada a las
decisiones parlamentarias) fue interpretado por la clase dirigente como señal
de que el rey no era sincero en sus promesas de mantener las leyes del reino.
El aparato oficial con que asistía al culto y el elevado número de católicos
(entre ellos un jesuíta, el P. Petre)
que empezaron a figurar entre sus consejeros, acabaron con la paciencia de sus
adversarios.
Entre éstos estaban, naturalmente,
una buena parte del episcopado, los más influyentes miembros del Parlamento y
la clase de los ricos comerciantes. Estos tenían a mano un gran instrumento de
propaganda subversiva. Les bastaba lanzar el grito de alarma de que estaba en
peligro la iglesia oficial o de que el rey no dudaría, llegado el caso, en
venderlos al potente monarca francés. Jacobo II creyó poder responderles
ganando para su causa a las minorías no anglicanas. A este objeto miraba su
Declaración de Indulgencia del 27 de abril de 1688 por la que se daba una mayor
libertad de culto y de acción tanto a los católicos como a los disidentes. Los
primeros reaccionaron bien. En cambio, los segundos prefirieron pactar con sus
perseguidores antes que unir sus fuerzas con los odiados papistas. El clero anglicano se negó a leer desde sus púlpitos el
texto de la Declaración. Los obispos fueron enjuiciados pero para quedar
convertidos en mártires de la fe. A su paso para la Torre de Londres, las
gentes adornaban las ventanas de las casas con siete candelas (símbolo de los
siete prelados) colocando una más alta que las demás para el primado de la
iglesia oficial. Mientras tanto, todos los adversarios, convertidos en
conspiradores, tramaban nuevas conjuras con los príncipes protestantes del continente.
La primera excusa había sido la carencia de un heredero para el trono. En
cambio, cuando éste vino al mundo (10 de junio de 1688) se habló de la
necesidad de “alejar para siempre el peligro del papismo”. Entre los que más
afanosamente se movían por destronar al rey estaban los miles de refugiados
hugonotes que, al revocarse el edicto de Nantes, habían pedido asilo político
en el país, cosa que el monarca les había concedido sin dificultad.
Al ponerse tan mal la situación, los
amigos del rey pensaron llegada la hora de pactar una alianza con Luis XIV de
Francia que estaba deseando otorgársela. Pero Jacobo II, temeroso de excitar
más a sus súbditos, se negó a aceptarla y en señal de disgusto, llamó a Londres
a su embajador en París. El gesto sólo sirvió para tranquilizar a los
conspiradores holandeses que pudieron ya retirar a sus soldados de la frontera
de Francia y embarcarlos —con armamento suficiente para 50.000 personas— a la
conquista de Inglaterra. Lo demás se realizó sin dificultad. Jacobo II cayó en
la cuenta de que no podía contar con el clero de la iglesia oficial mancomunada
contra él, ni con una buena parte de sus jefes militares que empezaron a
desertar y a pasarse al enemigo. Así pues, se encerró en Whitehall después de haber embarcado a la reina y a los hijos rumbo a la hospitalaria
Francia. Cuando una mañana del 16 de diciembre su guardia de corps vio
acercarse a unos soldados que, arma en mano, hablaban en holandés, el triste
monarca comprendió que era llegada la hora de su derrota. Su puesto había sido
ocupado por Guillermo de Orange, un duque protestante de los Países Bajos,
casado con María, la propia hermana del rey. La dinastía de los Estuardos dejaba de existir, no sólo por la presión militar
exterior sino especialmente porque una nueva clase social y económica, la de
los grandes banqueros, había decidido que la unión con los financieros de los
Países Bajos le sería de magnífica ayuda para echar los fundamentos de una
nueva política colonial.
Hilaire Belloc ha
llamado al siglo XVIII —por lo que a su historia patria se refiere— la época de
la nueva Inglaterra. Nueva bajo muchos puntos de vista. Por la supremacía que
alcanzará en los mares; por su creciente influjo en la política europea y por
las primeras grandes conquistas de su imperio colonial. Nueva también porque a
un considerable crecimiento demográfico corresponderá el aumento de riquezas y,
con el tiempo, la aparición de un verdadero capitalismo industrial. Y nueva,
finalmente, porque aquel bienestar de la población ayudará a que florezcan los
diversos ramos del saber, entrando así el país, con sus científicos, sus
astrónomos, sus naturalistas y sus filósofos, en la gran familia europea de las
ciencias y de la cultura.
El anglicanismo no pudo permanecer al
margen de todas estas transformaciones. También él experimentó sus efectos,
favorables unos y perniciosos otros. De su estabilidad como forma eclesiástica
y religiosa fija de la nación no parecía poderse dudar. Los católicos, tras un
largo siglo de peripecias, de heroicidades y de infortunios, no contaban ya con
una fuerza organizada para resistir. Las sucesivas legislaciones, los
destierros y su exclusión sistemática de la vida nacional —para no hablar de
las liquidaciones de sus dirigentes— habían matado su fibra de oposición.
Muchos parecían satisfechos de que se les dejara en paz. Los disidentes
reformados participaban en buena parte de la misma actitud. Numerosos grupos de
presbiterianos y bautistas habían embarcado hacia tierras norteamericanas en
la seguridad de ser recibidos allí por correligionarios que de pobres emigrantes
se habían convertido en dueños de grandes riquezas v en personajes políticos
de importancia. Otros quedaron en la tierra natal y procuraron practicar su
religión sin llamar demasiado la atención de los gobernantes.
La iglesia establecida se sintió,
pues, quizás por primera vez en su borrascosa existencia, dueña completa de la
situación. Los monarcas de la casa de Hannover, desde Guillermo de Orange
(muerto en 1702) hasta Jorge III (1760-1820) no se preocuparon demasiado de
cambiar revolucionariamente aquel status quo, en parte por saber que no eran
ellos, quienes, como caudillos autócratas, gobernaban el país. Las órdenes
venían del Parlamento, dominado a veces por los whigs y conducido otras por los tories. El hecho de que ninguna de las facciones
políticas se interesara sobremanera de religión, hizo también que la iglesia
oficial se convirtiera en elemento de estabilidad moral para los habitantes o
que algunos de sus individuos la emplearan como precioso instrumento de
penetración para sus exploraciones y empresas coloniales.
Con todo, la preservación de aquel
equilibrio no se hizo sin esfuerzo. La política interna y ciertos intereses
creados exigían en ocasiones que se abriera un poco la mano a los grupos en
pugna con la iglesia oficial. Esta hubo, por lo tanto, de vigilar para que las
concesiones tampoco redundaran en detrimento suyo. Ya Guillermo III, calvinista
de corazón y anglicano por oficio, había tratado de complacer a los
presbiterianos y a otros disidentes. Un grupo de anglicanos latitudinarios (los
futuros miembros de la iglesia baja) parecían dispuestos a colaborar con él.
Dos de los predicadores más famosos, Tillotson y Burnet (este último arzobispo de Salisbury) proclamaron la
necesidad de una política más liberal. El clero anglicano trató de oponerse de
plano a las medidas, pero hubo de ceder algo ante la actitud prevalente en
ciertos medios del Parlamento. Se contentaron con someterles a prestar
juramento de fidelidad al rey, pero suprimiendo la cláusula de su «supremacía
espiritual». Quedaban, sin embargo, obligados a declarar sus lugares de culto y
a permitir a los alguaciles reales la entrada en los mismos. A los pastores
disidentes se les eximió de la recitación de aquellas partes del credo anglicano
que repugnaban con sus creencias respectivas a condición, otra vez más, de que
suscribieran el resto de los Treinta y Nueve Artículos. Esto les permitió
respirar, moverse sin trabas entre los fieles de sus propias iglesias y hasta
hacer activo proselitismo con gentes que habían abandonado toda religión. El
anglicanismo se creyó lo suficientemente seguro como para transigir con tales
menudencias. Le bastaba con excluirlos de las universidades y de los empleos
públicos, así como de establecer su propio sistema de educación.
Como de ordinario, los católicos
quedaron sometidos a mayores vejámenes. Tenidos por enemigos de la
independencia nacional, hubieron de pagar todas las consecuencias de aquel
estigma. No podían acercarse más que a diez millas de Londres. Si no
renunciaban a la autoridad pontificia, quedaban excluidos de la posesión de
armas o hasta de un caballo que valiera más de cinco libras esterlinas.
Naturalmente, se les quitó el derecho de voto y el ejercicio de numerosos
oficios empezando por el de abogado. Una ley del año 1700 les prohibió, si no
abjuraban de su fe, poder heredar o educar a sus hijos en el extranjero. En
caso de muerte, sus bienes debían pasar al pariente protestante más próximo. La
celebración de la Misa estaba castigada para el sacerdote con cadena perpetua y
para los asistentes con una multa de cien libras. Para descubrir a los miembros
de la Iglesia Católica, la policía real tenía a mano un sencillo examen
doctrinal: la supremacía pontificia o el dogma de la transubstanciación. Con
todas estas medidas inicuas de represión, los católicos ingleses (a excepción
de algunos grupos nobles y ricos) fueron perdiendo contacto con el resto de la
sociedad y convirtiéndose en una especie de proscritos, cuyo derecho a la vida
constituía ya —así al menos lo creían muchos— un indicio de generosidad por
parte de la iglesia establecida.
No tenemos por qué seguir las
incidencias de la vida religiosa de Inglaterra a todo lo largo del siglo.
«Aunque los Hannover, escribe Mathew, llamados a salvaguardar al país del
dominio de Roma, se mostraran en todo momento los más profundamente
no-católicos de las casas reales británicas, no asumieron sin embargo hasta la
segunda mitad del siglo XVIII el carácter de un anticuado y estrecho
protestantismo». Y aun esto se debió en parte a razones de cariz político,
tales como el fallido intento de llevar al trono de Escocia al príncipe Carlos
Eduardo (1745) y a la participación de voluntarios católicos en favor de la
independencia de sus colonias norteamericanas. A raíz de aquellos hechos, se
repitieron los «tests religiosos» como condición para
los empleos; hubo persecuciones de sacerdotes, sobre todo en el Sur de la
nación; y se hizo patente una vez más que el sentimiento anticatólico —atizado
desde los púlpitos y a través de una artera propaganda— había echado raíces
muy hondas en la población. Cuando en 1774 el Parlamento concedió a sus nuevos
súbditos canadienses de Quebec el pleno ejercicio de su culto, aparecieron en
diversos puntos del país campañas del «no-popery»
¡Abajo el Papa!, y peticiones de una «mayor severidad» contra los sacerdotes
que se escondían en la campiña o en las ciudades. La formación de «asociaciones
protestantes contra el papismo», la presencia de aquellos 60.000 manifestantes
que en 1780 rodearon el Parlamento pidiendo venganza contra los «conculcadores
de la ley» o los incendios con que en Edimburgo y en Glasgow se destruían los
comercios de los católicos, constituían una señal cierta del sentimiento
popular o por mejor decir de la intensa labor de vituperio y de calumnia
llevada a cabo por los hombres de la iglesia establecida.
Pero aquellas manifestaciones de
rabia llegaban tarde. La masa se mostraba indiferente. La fuerza enorme
adquirida por los grupos disidentes que desde el púlpito o en las plazas
exhortaban a los oyentes a abandonar la iglesia nacional y a ensayar nuevos
modos de «llegarse directamente a Dios», probaba la extrema debilidad a que
había llegado el anglicanismo. La aparición de los hermanos Wesley o las
predicaciones de Whitefield y la creación —en el
corazón mismo de Inglaterra— de la iglesia metodista o de los grupos de
excéntricos cuáqueros, confirmaban aquellas apreciaciones. Las gentes, mirándose
unas a otras, se preguntaban extrañadas si la iglesia oficial, en medio de su
aparente grandiosidad, no se parecía demasiado a la ingente estatua ninivita de
cabeza de oro pero de pies de barro.
El mal que corroía el anglicanismo,
era principalmente interno. El siglo XVIII inauguró en su seno la serie de
grandes crisis doctrinales y eclesiásticas que no han terminado aún en nuestros
días. El caso del «latitudinario» Hoadley, obispo de
Bangor, a quien se quiso condenar porque negaba la existencia de una Iglesia
visible, pero cuya causa quedó revocada por el Parlamento, había sido
sintomático del nuevo talante nacional. Su ejemplo fue seguido por otros
elementos del clero que se negaron a aceptar las fórmulas trinitarias
contenidas en el Book of Common Prayer. Del deísmo y
del escepticismo que, desde los filósofos, pasó a las cátedras de teología,
hablamos en otro lugar al tratar de las vicisitudes de las doctrinas
protestantes en la historia. «La controversia deísta, escribe Neill, introdujo en el anglicanismo uno de los períodos más
graves de su existencia... Uno de sus exponentes, Locke, afirmaba que las
enseñanzas morales de todas las religiones son las mismas y que el cristianismo
no tiene otra ventaja que la de presentarlas de una manera más lógica y
ordenada... Si el anglicanismo no supo responder a estas y a otras objeciones,
se debía en parte al hecho de que muchos de sus dirigentes pensaban ya con
categorías deístas».
Estas impugnaciones de la verdad
revelada hallaron en Inglaterra adversarios tanto en los seguidores de Wesley
—que terminaron por abrazar el metodismo— como en los evangélicos, rama
anglicana opuesta en muchos puntos a la iglesia nacional, pero decidida a
permanecer en su seno. A los metodistas habremos de dedicar un capítulo entero.
De los evangélicos bástenos saber que, no obstante su ardiente celo y su buena
voluntad, carecían de base teológica sólida para rebatir las acusaciones de
que era objeto el cristianismo. Su característica, entonces como ahora, será la
de no tener ninguna doctrina especial, sino de fundamentar todas sus creencias
«en la Biblia y en el Book of Common Prayer», ambos
interpretados según principios teológicos muy discutibles. El resultado de
aquella contienda no podía terminar bien. «Aun después de todas las defensas
posibles, dice Neill, el siglo XVIII continúa siendo
un período religiosamente deprimente. El evangelio de la razón no llevó a los
hombres a la victoria sobre el pecado ni los empujó hacia las alturas de la
santidad. La iglesia establecida tenía abandonados y sin ministros a grandes
sectores de la población. El crimen y el vicio eran una cosa común entre sus
seguidores. El reavivamiento evangélico (revival) apenas tocaba a una minoría
de los ingleses. Al terminarse el período con las estrecheces y el terror de
las guerras napoleónicas o con los desastrosos efectos de la revolución
industrial, el porvenir del cristianismo (anglicano) aparecía negro y tétrico»
LA EMANCIPACION Y EL MOVIMIENTO DE
OXFORD
Durante el siglo XIX la iglesia
oficial pasó por duras pruebas y sufrió grandes sinsabores, pero tuvo también
en compensación algunos consuelos. La pérdida de su posición dominante en la
vida religiosa del país, iniciada ya en los decenios anteriores, se convirtió
ahora —aun a los ojos del gran público— en hecho notorio y consumado. Con el
establecimiento del metodismo, casi todos los grupos disidentes (a excepción
de los cuáqueros y de los socinianos) pudieron practicar y predicar
abiertamente sus creencias. Lord Russell había mostrado a los parlamentarios
lo absurdo de aquellos no conformistas que, con objeto de obtener empleos
públicos, hacían verdadera befa de una religión en la que no creían. «Se ha
visto, les decía, gentes que aguardaban en las tabernas vecinas de las iglesias
a que terminara el culto religioso, y entonces corrían a recibir la comunión
para poder tener también un empleo». La emancipación de los católicos fue más
costosa. Pero el Public Worship Act de 1791; la decidida intervención (inspirada en
motivos políticos) de hombres como Grattan, Peel, Wellington y Pitt; pero, sobre todo, la presión
ejercida por los heroicos irlandeses que desde 1798 habían quedado anexionados
al Reino Unido, convencieron al Parlamento y aun al rey Jorge IV de la
absoluta necesidad de permitirles el libre ejercicio de su culto. Hasta hubo
algún obispo que dio a sus colegas recalcitrantes aquel sabio consejo: «No me
cabe duda de que Inglaterra se verá obligada a garantizar ignominiosamente lo
que ahora rehúsa con tanta altivez... Si estáis convencidos de que una cosa
debe llevarse a cabo ahora o después, hacedla cuando tenéis calma y poder y
cuando no estáis en la necesidad de otorgarla».
A la emancipación siguió la sacudida
del movimiento de Oxford que pareció poner en peligro durante algún tiempo la
existencia misma del anglicanismo. El tema tiene una importancia que rebasa con
mucho los límites del presente capítulo. Para nuestro intento, basten estas
pocas líneas relacionadas más bien con el impacto que el movimiento tuvo en la
iglesia anglicana. Lo demás podrá quedar para los especialistas de la materia.
Después de la escisión del metodismo
de la iglesia-madre, era evidente que la dirección de los asuntos eclesiásticos
del anglicanismo quedaba en manos de los liberales y del omnipotente
Parlamento. La decisión tomada en 1833 de suprimir diez obispos anglicanos de
Irlanda —sin que ello causara ninguna conmoción en las masas— mostraba que la
iglesia nacional había perdido la poca autoridad que todavía le quedaba.
Hombres como Tomás Arnold, director de la Rugby School, propusieron que se adoptaran en adelante nuevos
criterios para catalogar a quienes profesaran una fe. En concreto, el abandono
en que había caído el anglicanismo le inducía a pensar si no había llegado el
momento de llamar cristianos a todos aquellos que veneran a Cristo sin
distinción de creencias teológicas o de afiliaciones eclesiásticas. Proponía
también que se ampliara el concepto de Iglesia hasta incluir en ella «la mayor
variedad de opiniones, de ceremonias y de formas de culto» con tal de que se
conservara la adoración de un Dios y Salvador. Quedaba con ello abierto el
camino para que los ministros de otras iglesias disidentes volvieran al
anglicanismo y, sin más, tomaran parte en su administración.
Estas ideas latitudinarias —predecesoras
en buena parte de las que en nuestros días han guiado la formación de la
iglesia del Sur de la India— habrían tenido en otras épocas un efecto detonante
en todo el anglicanismo. Esta vez lo dejaron frío. Neill ha podido señalar una serie ininterrumpida de eclesiásticos de renombre que se
hicieron eco de las mismas y aun piensa que «aquella mentalidad es hoy día la
prevalente —si no en todos sus detalles— al menos globalmente en el
anglicanismo contemporáneo». «Arnold, termina nuestro
autor, se habría hallado en un ambiente completamente familiar en la reunión
que en 1950 celebraron anglicanos y dirigentes de iglesias libres y que tuvo
como resultado el Informe sobre las relaciones de la iglesia de Inglaterra».
Pero no todos los anglicanos de principios
del siglo XIX sentían la misma tranquilidad. Un grupo de jóvenes pastores,
conocidos en los medios universitarios de la época, se unieron entre sí para
defender con la palabra y con la pluma los derechos de la iglesia establecida.
Los dirigentes del grupo eran Reble, Newman y Pusey.
Por el momento, nadie pensaba en la Iglesia de Roma sino en el anglicanismo
cuyos fundamentos se querían consolidar a fuerza de pruebas sacadas de los
«teólogos carolinos», del Book of Common Prayer y de
otros documentos de carácter oficial. Se buscaba en concreto el modo de «desprotestantizar» al anglicanismo devolviéndole todas
aquellas características que lo constituían en parte integrante de la Iglesia
universal. Con el mismo fin, era necesario sacar a manos llenas de los Padres y
de la antigua tradición las razones probatorias del episcopado de sucesión
apostólica. Si lograban demostrar que existía entre la primitiva Iglesia y la
de Inglaterra una ininterrumpida continuidad y que, por lo tanto, lo ocurrido
en el siglo XVI no había sido una ruptura sino una purificación de la Iglesia
auténtica (aunque en dicha labor hubieran entrado a veces elementos menos
puros) su tarea habría estado más que recompensada. Así se respondería además
tanto a las ideas de vago ecumenismo lanzadas por Arnold como a las «pretensiones» romanas de constituir la única Iglesia de Cristo que,
aunque formuladas por aquella minoría insignificante y despreciada de
católicos ingleses, no dejaban de hacerles enorme impresión .
El trabajo de búsqueda y de
catalogación fue largo y fatigoso. La serie de volantes que llevaban el título
de Tracts of the Times suscitó la atención de todo el país y fue causa de enconadas polémicas. La
gente se arrebataba de las manos aquellas disertaciones, al principio muy
breves luego más extensas, en las que se discutía de los más diversos tópicos
religiosos y eclesiásticos. Su lectura suscitaba además —por primera vez en
muchos— serias dudas sobre la legitimidad de una iglesia (la anglicana) que
hasta entonces habían admitido sin discusión. La dirección de los Tracts pasó por
diversas manos: de Reble a Newman y de éste a Pusey.
El estilo era diverso en los tres, pero el leitmotiv era idéntico, a saber la
existencia de muchas adiciones innecesarias en el anglicanismo contemporáneo y
la oportunidad de adoptar doctrinas y prácticas absolutamente inseparables de
la Iglesia primitiva. No se trataba —nótese bien— de concluir a la sustitución
del anglicanismo por el romanismo. Este quedaba, por el momento, excluido pues
todos ellos creían ver en su manera de ser, y sobre todo en su autoritarismo,
un trazo completamente ajeno de la verdadera Iglesia de Cristo. Más bien las
conclusiones tendían a la aceptación de una iglesia que, aun siendo histórica y
verdadera, no se arrogara el título de infalible. A la solución se le conoció
con el nombre de la vía media.
La nueva tendencia gustó a muchos,
pero desagradó a muchos más aun dentro del anglicanismo. La juventud
universitaria se puso pronto del lado de los «innovadores», como lo probaba su
asistencia a los sermones de Newman y de Pusey. La
propuesta de bajar de aquel pedestal mítico a la iglesia de Inglaterra mereció
también su aplauso. Lo mostraba la demanda dirigida a las autoridades para que
se aboliesen de la universidad de Oxford la obligación de suscribir los XXXIX
Artículos. La propuesta naturalmente fracasó y el profesor Hampdem que la había apoyado perdió por ello la cátedra. Las autoridades de la iglesia
nacional, aunque internamente preocupadas por el sesgo que iban tomando las
cosas, continuaron mostrando externamente su despreocupación. Hasta que en 1841
Newman, en el opúsculo 90 de los Tracts, se atrevió a
declarar que los XXXIX Artículos no se hallaban en absoluta contradicción con
los decretos del Concilio de Trento (la bestia negra del protestantismo) y que,
por lo tanto, podían ser suscritos por quien quisiera permanecer católico de
corazón. Aquello ya era demasiado. Las universidades y el episcopado en pleno,
incluso el obispo de Oxford, se rasgaron las vestiduras y atacaron
violentamente el documento. Mientras tanto a Newman se le acusó de deshonesto e
inmoral, motivos por los que el consejo profesoral de Oxford lo declaró inhábil
para regentar en adelante su cátedra. Para un hombre tan sensible y amante de
la iglesia anglicana, tales golpes resultaron a la verdad dolorosos. Newman no
llegó a comprender cómo todo el episcopado rechazaba una posición que a él le
parecía lógica «sólo porque podía conducir a Roma». Por de pronto, aquello significaba
que en conciencia él ya no podía continuar en la iglesia de Inglaterra. Si ésta
no poseía ni catolicidad ni apostolicidad que remontase hasta Cristo, se hacía
necesario buscarla en alguna otra comunión. Roma, es verdad, había proclamado
desde tiempo inmemorial estar en posesión única de aquel privilegio, pero él
abrigaba todavía dudas sobre la presencia de «nuevos dogmas» y de la
infalibilidad pontificia. La oración y el auxilio divino resolvieron el enigma.
Newman renunció en 1842 a su vicaria de St. Mary’s y
se retiró a una pequeña aldea no lejana de su querido Oxford. Su libro Essay on the Development of Christian
Doctrine (1845) trataba de explicar lo que sus sucesores llamarían la
evolución homogénea del dogma cristiano. El 9 de octubre del mismo año, el P.
Barbieri, pasionista, lo recibía formalmente en aquella Iglesia Católica por
cuya causa, aún sin saberlo, estaba luchando desde hacía tantos años. «Aquella
fecha, ha escrito Gladstone, señaló la mayor victoria
de Roma en Inglaterra desde los tiempos de la Reforma». Tal vez. Pero no en el
sentido de una venganza política, sino en cuanto que el ejemplo de Newman
significó durante su vida y para las siguientes generaciones la vuelta de
muchas almas selectas al seno de la Iglesia Católica.
Porque el hecho es que la mayor parte
de los componentes de la tendencia oxfordiana no tuvo valor para dar el paso
decisivo hacia Roma. Uno de sus historiadores lo nota con cierta complacencia.
«La iglesia de Inglaterra, dice, había experimentado una fuerte sacudida, pero
estaba muy lejos de sucumbir. Más aún, hay razones para suponer que, a la mitad
del siglo XIX, su posición en la vida de la Iglesia era más sólida (?) que en
ninguna otra época después de Reforma» Su labor consistió, pues, en
buscarse de nuevo un puesto en aquella iglesia que habían estado a punto de
abandonar o cuyos principios doctrinales habían puesto más de una vez en duda.
Para ello creyeron que su misión consistía en introducir en la liturgia de la
iglesia establecida prácticas rituales abandonadas desde los tiempos de Enrique
VIII. Los fieles —que no se preocupaban gran cosa por los temas doctrinales— se
rebelaron contra aquellas innovaciones y el mismo Parlamento hubo de
intervenir en más de una ocasión para cortar por lo sano o determinar lo que
se debía de hacer en cada caso. Las decisiones de los tribunales civiles en
materias espirituales que no eran de su competencia, ofrecieron el triste
espectáculo de una iglesia totalmente subordinada a la autoridad secular y
sirvieron más de una vez —tal fue, por ejemplo, lo ocurrido con Manning— para que las gentes sensatas terminaran de ver que
no podía estar allí la verdadera Iglesia de Cristo. El resultado final fue que
tales movimientos litúrgicos contribuyeron a la aparición de una antipatía antirromana que es lo que sus promotores buscaban
precisamente para que los fieles no diesen el paso definitivo al catolicismo.
Por lo demás, la iglesia establecida
seguía su vida normal. El episcopado (que podía considerarse como único trazo
característico de la comunión) quedó convertido en juguete de los primeros
ministros del gobierno. Lord Palmerston promovió a candidatos
de tendencias liberales; Disraeli a eclesiásticos de
la iglesia baja, y Gladstone a los de la iglesia
alta, sin tomar en cuenta las intervenciones de la reina Victoria que también
tenía favores personales que hacer. Doctrinalmente, el anglicanismo permitía
toda la gama de posiciones cristianas. Al lado de los anglo-católicos, cuyas
doctrinas parecían a veces acercarse tanto a las de Roma (recuérdese el mismo
libro de Pusey, Eirenikon), estaban las de los
liberales o la despreocupación teológica, juzgada insoluble, de la mayor parte
del clero nacional. «Hallamos durante estos decenios, escribe el P. Gill, una
intensificación del espíritu liberal que se muestra primero en el racionalismo
y más tarde en el modernismo. La Biblia se convierte en objeto de profundos
estudios, pero de modo que el Antiguo Testamento quede reducido poco menos que
a una concatenación de mitología y de folklore, carente de valor científico y
ciertamente desprovisto de inspiración; mientras el Nuevo viene despojado de lo
milagroso y hasta de lo divino. En 1860 una colección de Essays and Reviews es condenada por el Consejo
(y dos de sus seis autores clérigos suspendidos por el tribunal eclesiástico)
pero la sentencia queda anulada por el comité judicial. En 1912 un volumen del
mismo género, Fundamentals, que trata
de crítica bíblica, se convierte en objeto de severas críticas. Dos años más
tarde, la Cámara Alta del Concilio de Canterbury aprueba una orden del día
según la cual la negación de cualquier hecho histórico declarado en los Credos
va más allá de los límites de la interpretación legítima. En 1917 el
nombramiento del doctor Hensley para arzobispo de Hereford provoca una fuerte crisis por estar acusado de
herejía. Se invita al primado a oponerse a su consagración, pero éste juzga más
prudente no rehusarla y se la confiere al año siguiente con toda solemnidad»
SITUACION
EN EL SIGLO XX
El siglo XX se abre para el
anglicanismo en medio de una aparente tranquilidad que oculta, sin embargo,
síntomas ciertos de inquietud. Las actividades pastorales y misioneras siguen
su marcha. El aumento de diócesis es fenomenal ya que de las 145 (de ellas 45
en las Islas Británicas) que había en 1867, antes de celebrarse la primera
Conferencia de Lambeth, se ha pasado para 1948 a 328
circunscripciones de las que 70 están en la Gran Bretaña. Es verdad que el número
de fieles de la iglesia oficial no guarda proporción con el crecimiento demográfico
del país, pero sus escritores se consuelan con que hay todavía nueve millones
de británicos afiliados a su comunión. Los obispos visitan con cierta
frecuencia sus diócesis y el clero toma parte, a veces solo y a veces en unión
con otras denominaciones, en numerosas campañas de orden benéfico-social y en
la lucha contra el vicio, la bebida, los juegos del azar, la prostitución, el
trabajo de menores, etcétera. Los templos anglicanos —sobre todo de las
ciudades— presentan los días de precepto un aspecto desolador. En cambio, son
incapaces de contener el gentío que, dos veces al año (en Navidades y Pascua),
llena sus naves. El clero —unos 16.000— es incapaz de cubrir su campo de labor,
con la agravante de que cada día son menos los jóvenes ingleses que se ofrecen
para el ministerio. Se han dado «misiones» en algunas de las grandes ciudades del
país y los dirigentes de la iglesia oficial anotan con gratitud «la calurosa
recepción» tributada por grandes masas de la población al predicador bautista Billy
Graham, a pesar de no pertenecer a uno de sus propios grupos dirigentes. «La
tarea que pesa sobre la iglesia de Inglaterra, leemos en un recentísimo
informe, es a la verdad formidable. No consiste únicamente en llevar la buena
nueva al ignorante, sino sobre todo en hallar algo que interese a esas
multitudes que parecen satisfechas con los bienes materiales. La misión de la
iglesia tiene que habérsela en Inglaterra con gentes que no están preparadas a
escuchar nuestros sermones o que, al encontrarse con dificultades, se vuelven
al adivino de la calle o a una pseudo religión antes
que a la Iglesia de Dios... Las enormes sumas despilfarradas cada semana en el
juego, así como el incentivo de la codicia en este tiempo de inflacionismo, son
síntomas del materialismo con que se enfrenta por todas partes nuestra iglesia.
A la base del materialismo está también el humanismo. Y es precisamente para
salvar al hombre de éste para lo que la Iglesia lo llama al arrepentimiento y proclama
el perdón del Salvador».
Mientras tanto, las luchas internas
(doctrinales o eclesiásticas) van creando un ambiente de tensión. Se nota en
muchos de los sectores del anglicanismo, una fuerte inclinación a deshacerse de
las ligaduras que le unen al Estado, en parte porque éste es incapaz de aportar
solución satisfactoria al combate teológico que los divide en conservadores y
liberales. Pero, lo mismo que en el ring, la contienda termina casi siempre en
match nulo y los adversarios se vuelven de nuevo a sus posiciones para seguir
atacándose mutuamente. Desde 1906 se habla y se escribe mucho sobre la revisión
del Prayer Book. Las comisiones se ponen al trabajo
y hasta obtienen la constitución de una asamblea de la iglesia nacional (1919)
compuesta de obispos, clero y seglares con poderes para preparar la legislación
eclesiástica que luego será presentada al Parlamento. Esta asamblea presenta en
1927 a la Cámara de los Lores una revisión del mencionado libro, pero queda
rechazada por una coalición en la que entran lores anglicanos, no conformistas,
agnósticos y hasta judíos. Al año siguiente, el arzobispo primado Davidson revisa el texto, suprime ciertas expresiones de
sabor anglo-católico que habían suscitado sospechas a los legisladores y lo
presenta a los Comunes que vuelven a rechazarlo, esta vez como «demasiado poco
católico». El clero y los altos dignatarios protestan contra aquella nueva esclavitud
—a veces con frases que parecen arrancadas a Newman hace casi cien años— y el
entonces obispo Garbet habla de lo absurdo de una
iglesia «cuyos supremos pastores vienen nombrados por un primer ministro que
tal vez no pertenece a la misma; cuyo culto no puede quedar enriquecido o
cambiado sin la aprobación de una asamblea compuesta de miembros que no tienen
que ser necesariamente cristianos; o cuyas doctrinas deben ser interpretadas,
en caso de disputa, por un tribunal estatal».
Pero la cosa no pasa más adelante
porque es dudoso que la iglesia anglicana, aun sin interferencias estatales,
sea capaz de ofrecer al mundo un cuerpo de doctrina homogéneo o sepa a qué
atenerse en algunos de los puntos esenciales del cristianismo. Las pruebas de lo
que decimos abundan en lo que llevamos de siglo. El modernismo va penetrando no
solamente en los círculos de extrema izquierda liberal, sino aun en ciertos
grupos anglo-católicos. Los escritos del obispo Gore sobre exégesis bíblica; la
aparición del volumen Essays Catholic and Critic (1927); la Vida de Cristo de C. Noel en la que
se nos presenta a Jesús como a un judío revolucionario; las declaraciones comunizantes del deán de Canterbury o las posiciones
agnósticas del arzobispo Barnes..., son una confirmación de la terrible
desorientación en que se halla el anglicanismo.
Pero ningún documento tan fehaciente
como el emanado en 1922 por una comisión semi-oficial
y que llevaba por título Doctrine in the Church of England.
Se trataba en él de buscar algo así como un denominador común para que entrase
en la iglesia el mayor número posible de adeptos. Con este fin los miembros de
la comisión hubieron de hacer una poda de «doctrinas discutidas» que eran una
piedra de escándalo para muchos que, de otro modo, no darían su nombre al anglicanismo.
Naturalmente, la víctima de aquella dicotomía fue la ortodoxia, a pesar del empeño
puesto en cubrir con frases vagas y expresiones de doble sentido verdades que
la Iglesia ha enunciado con la máxima claridad. Entre los dogmas puestos en
duda o dejados a la discreción de los fieles, estaban los siguientes: la
divinidad de Cristo, su nacimiento virginal, sus milagros y su resurrección; la
institución de un sacerdocio destinado a ofrecer el Sacrificio; la presencia
real de Cristo en la Eucaristía; la posibilidad de la creación de espíritus
puros; el problema del episcopado de origen apostólico; la veracidad de la
caída de los primeros padres tal como aparece en la Biblia, y la posibilidad
del castigo eterno reservado a los pecadores. Un comentarista católico propuso
que al documento se le cambiara el nombre de credo anglicano por el de duda
anglicana. Su publicación levantó una tempestad y se oyeron en la prensa y en
los púlpitos juicios del más diverso matiz. Los anglo-católicos se
escandalizaron al ver que su iglesia pudiera caer tan bajo en materias de fe.
Por el contrario, los liberales se felicitaron de que, al fin, «el anglicanismo
empezara a marchar con los tiempos». Los protestantes ortodoxos hablaron «de
una verdadera apostasía por parte de la iglesia establecida». Saliendo al paso
a estos objetantes, el primado de Canterbury tranquilizó a todos afirmando que:
«las diferencias tan francamente reconocidas se referían a matices y no a la
sustancia de las cosas». Además, añadía, «el hecho de que los miembros de la
comisión suscribieran el informe, quedaba como señal evidente de que hombres de
tradiciones tan diversas eran de opinión de que aquellas divergencias no les
impedían todavía considerarse como fieles de una misma iglesia, la anglicana».
Lo único que concedía —-a fin de que el escándalo no se hiciera universal— era
el desaconsejar a los predicadores que hablaran en público contra el nacimiento
virginal y contra la resurrección de Cristo.
El espíritu de aquella controversia
continúa en nuestros días, pero sin escandalizar mucho a los contemporáneos, en
parte porque afirmaciones del género hacen ya menos mella y en parte porque se
juzga necesario acallar esas acaloradas controversias en aras de la
ecumenicidad. Es ésta la nueva vocación que el anglicanismo cree haber recibido
del cielo y que, precisamente a causa de las antinomias doctrinales que los
católicos creemos hallar en su seno, le capacitan admirablemente para llenar
esa misión. «Las iglesias anglicanas, nos dice Neill,
están adaptadas más que ninguna otra para la obra ecuménica. Gracias a su propia
diversidad y a la variedad de sus tradiciones, pueden llegarse a todas partes,
hallarse en cualquier iglesia como en su propia casa y servir de perfectos
intérpretes aun para comunidades hondamente divididas o colocadas fuera de la
corriente del ecumenismo». Veremos en su lugar los resultados de esta adaptabilidad.
LA
IGLESIA episcopaliana
Antes de pasar a la parte propiamente
teológica del anglicanismo, conviene que hagamos unas breves consideraciones
sobre una de sus ramas eclesiásticas de mayor fuerza: la iglesia episcopaliana de los Estados Unidos. Su conocimiento nos es
también necesario por razón de las actividades que sus misioneros despliegan en
diversas repúblicas iberoamericanas.
La iglesia episcopaliana es el resultado de la escisión ocurrida en el anglicanismo en el momento de la
independencia política norteamericana. Los anglicanos habían llegado al país
durante la época colonial estableciéndose principalmente en Virginia, Georgia,
Carolina y en algún otro Estado del Sur con el fin de huir de los
presbiterianos y congregacionalistas que, instalados en Nueva Inglaterra y en
las costas septentrionales del Atlántico, los trataban con la misma severidad
con que ellos, los no conformistas, habían sido tratados en su madre patria. Su
vida a lo largo del siglo XVII y XVIII no había sido muy próspera porque la
iglesia estatal, temerosa de que sus hijas ultramarinas progresasen demasiado,
las había dejado prácticamente en el abandono sin enviarles siquiera un solo
obispo. Las parroquias llevaban vida prácticamente independiente y apenas ejercían
ningún apostolado. Los candidatos al pastorado cruzaban los mares para ser ordenados en Inglaterra y, vueltos a la tierra,
arrastraban una vida cómoda como lo exigía la mayoría de sus feligreses, ricos
hacendados y gente de la nobleza que recurrían a la iglesia sólo para el
bautismo de sus niños, el matrimonio de sus jóvenes y los funerales de sus
muertos. Lo extraño es que, a pesar de tantas dificultades, la iglesia no
muriera de inanición sino que se preparara a resucitar cuando contara los medios
necesarios para ello. Los episcopalianos ven en esto
—y tal vez con razón— una señal de la fidelidad con que muchos de sus miembros
seguían la tradición anglicana.
El episcopalianismo sufrió una primera crisis a fines del siglo XVIII durante la guerra de la
independencia. Muchos de sus pastores, fieles a Inglaterra y a su corona, se
pusieron durante las hostilidades de parte de los leales. Por eso, al perder la
contienda, no tuvieron otra opción que la de volverse a la patria o refugiarse
en el Canadá. Mientras tanto, los miembros de la Confederación trataron de
reconstruir su mal parada iglesia. Para ello comisionaron a Samuel Seabury con encargo de que fuera a Inglaterra a recibir su
consagración episcopal. Pero ni el rey ni el Parlamento quisieron otorgársela.
Entonces pasó a Escocia donde sus obispos (no juramentados) lo consagraron en
1784. La solución mostró al episcopado inglés que la treta había resultado
inútil; por eso, tres años más tarde, fueron ellos mismos quienes confirieron
la consagración a dos candidatos llegados desde el otro lado del Atlántico. En
1789 se reunió en Filadelfia la primera Convención de obispos norteamericanos
que resolvió congregar a la dispersa grey en la nueva organización. Esta se
llamaría iglesia protestante episcopaliana:
protestante, para distinguirla claramente de la Iglesia Católica, y episcopaliana para mostrar su diferenciación de las
iglesias de tipo presbiteriano y congregacionalista. En aquel momento, su
membresía había quedado reducida a treinta mil.
Pero fue recobrando poco a poco sus
fuerzas. Una buena parte de la clase alta de la sociedad y de los grupos que se
gloriaban de su descendencia británica la fueron ayudando con medios económicos
y con su adhesión. Los episcopalianos tuvieron la
fortuna de contar con unos cuantos dirigentes de altura (los obispos J. H.
Hobart, A. V. Griswold y sobre todo W. A. Muhlenberg) que buscaron nuevos adeptos, crearon diócesis,
fundaron seminarios y colegios, etc. Durante la guerra civil norteamericana, el episcopalianismo no sufrió como las demás iglesias
por causa de la desunión entre los partidarios del Norte y del Sur, sino que
pudo ir extendiendo su labor hacia los Estados del Centro y del Oeste. En
cambio, el movimiento de Oxford afectó su vida, dividiendo a sus dirigentes en
corrientes parecidas a las de Europa, aunque sirvió también para infundir nuevo
fervor a los de tendencias anglo-católicas que desde entonces fueron cobrando
mucha fuerza dentro de la comunión. La expansión continuó su ritmo hasta el punto
de que, a principios del siglo actual, la iglesia contase 750.000 miembros y un
total de 5.067 ministros y clérigos.
Las diferencias doctrinales entre el episcopalianismo y la iglesia establecida de Inglaterra no
son grandes. Los libros simbólicos son los XXXIX Artículos y el Prayer Book, pero con algunas enmiendas. Los
norteamericanos no deben suscribir el símbolo atanasiano;
el libro de las Homilías ha perdido mucho de su autoridad; en la fórmula de
consagración de obispos —al igual que en los juramentos— se omiten las
alusiones a la familia real; las palabras de consagración eucarísticas han
vuelto a tener el sentido calvinista original (de mero símbolo) que les
atribuyera Cranmer; en el calendario litúrgico se ha
eliminado una buena parte del santoral; hay también diferencias en el empleo de
los colores de los ornamentos sacerdotales, etc. En cada uno de sus servicios
eucarísticos, se reza un memento especial por los fieles difuntos. En algunas
partes se ha restituido parcialmente el sacramento de la extremaunción; el
cambio, nos dice Hardon, se debió a la insistencia de
un pastor de Boston que, siendo psicólogo profesional, quiso montar un centro
de este género para hacer competencia a los también «profesionales» curanderos
del Christian Science.
Dada la libertad de creencias
religiosas permitidas por la iglesia episcopal a sus miembros, es casi
imposible hallar algo que se acerque a la doctrina común de los mismos. He
aquí, sin embargo, lo que nos dice el obispo Norman Pittinger,
uno de los portavoces más autorizados de la comunidad. Según él, los episcopalianos toman como fundamento de su fe el Símbolo de
los Apóstoles y el de Nicea, aunque admitiendo que no pocas de su expresiones
son simbólicas y heredadas por la Iglesia del lenguaje pictórico del pueblo
hebreo. Confiesan que Jesucristo es «Dios y Hombre», aunque no duden de que
«existen diferentes modos de entender esta doctrina» (de la divinidad de
Cristo). Sobre el nacimiento virginal de Jesús, hay opiniones diversas y el episcopaliano no está obligado a abrazar una en particular.
Su doctrina trinitaria es la «clásica»: hay un Dios y éste se nos revela de
varias maneras. Basta que veneremos a Dios «de una manera trinitaria» (in a Trinitarian fashion). La
celebración eucarística constituye el centro de la liturgia episcopaliana;
la presencia real ha de entenderse de modo que aquello «significado en el pan y
el vino» es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La práctica de la confesión queda
libre a sus seguidores con tal de que sepan que el oficio del ministro se
reduce a «declarar» que los pecados les están perdonados. En la interpretación
de las Escrituras, los episcopalianos no quieren
pecar de literalismo y dejan que la ciencia los
ilumine en muchos puntos doctrinales oscuros del Libro Sagrado. Tampoco creen
en «un infierno físico»; el infierno consiste más bien «en la separación del
alma de Dios y, por consiguiente, en la pérdida del fin a que se dirigía su
existencia toda». Dígase algo parecido de la doctrina de la «resurrección de la
carne», que no es la resurrección del cuerpo que ahora poseemos sino de la creación que Dios hará de toda nuestra personalidad con un cuerpo espiritual,
es decir, con un instrumento que nos ayude a expresarnos en la vida celeste».
En materias morales los episcopalianos no quieren ser
puritanos por lo que toca a las bebidas alcohólicas, a los juegos del azar,
etc. Admiten la práctica de la limitación de nacimientos «con tal de que no se
haga por motivos egoístas», y el divorcio para la parte inocente, con tal de
que demuestren que están arrepentidos de lo sucedido.
La organización episcopaliana funciona a base de diócesis y de parroquias. Sus autoridades eclesiásticas son:
el obispo y el ministro. En su administración toma parte muy activa el laicado
elegido por los consejos parroquiales. La autoridad suprema reside en la
Convención General que se reúne cada tres años y consta de una Cámara alta
(integrada por obispos) y de una Cámara baja en la que toman parte los
delegados de las diócesis y de las parroquias. En ésta ejercen gran influjo los
delegados seglares. La Convención tiene autoridad suprema y es la que elige al
obispo presidente (Presiding Bishop)
para un plazo de tres años.
IDEOLOGIAS
Y ESTRUCTURAS ANGLICANAS
Los anglicanos confiesan —no sabe uno
si en un arranque de sinceridad o con ese punto de humor que ponen en las cosas—
que su Ecclesia Anglicana es, bajo muchos aspectos,
«una versión sui generis del cristianismo», y la Conferencia de Lambeth (1948) afirmaba que «no hay nada que se le parezca
en la cristiandad». Según el obispo Neill, «no
podemos ni siquiera empezar a comprender el anglicanismo, si no estamos
preparados a admitir de antemano que es algo único y distinto de todo lo
demás». En cambio, si aceptamos este principio, «podremos captar algo de su
genio, entender su situación en el complicado mapa cristiano y hasta creer en
la especial vocación que parece habérsele concedido entre las muchas y varias
Iglesias cristianas del mundo» . A otro prelado anglicano, H. H. Henson, su propia iglesia se le aparecía como «la más
enigmática v desconcertante de las instituciones nacionales». «Es, añadía, la
personificación misma de la paradoja. En teoría es la iglesia de la nación
británica, cuando de hecho sólo una fracción mínima de la población puede
llamarse anglicana... Es al mismo tiempo la más autoritaria y la menos disciplinada
de las iglesias protestantes, la más orgullosa en prestaciones corporativas y
la más débil en poder real sobre sus miembros»
Si tal es la opinión de sus propios
seguidores, no es extraño que la iglesia anglicana continúe siendo —nos lo
reprochan a veces con cierta amargura— la gran incomprendida de las demás
confesiones. Para los ortodoxos ha quedado contagiada por numerosos elementos
de la Reforma, totalmente nocivos a su catolicidad. Los luteranos y
calvinistas afirman precisamente lo contrario y hallan en sus doctrinas —pero
sobre todo en su liturgia— demasiados «restos de romanismo». Para todos ellos
la ambigüedad teológica de que dan muestras sus dirigentes, resulta a la larga
intolerable. «Para los luteranos, escribe Mayer, el anglicanismo es un enigma.
Nuestros teólogos no pueden entender cómo algunos de ellos llegan a dar una
bienvenida cordial a las iglesias reformadas mientras que otros de la misma
familia, y al parecer con idéntica sinceridad, despachan con un jarro de agua
fría a tan indeseables visitantes. El luterano confesionalmente consciente
halla intolerable un principio teológico que tolera puntos de vista mutuamente
exclusivos. Y tampoco puede comprender cómo uno de sus dirigentes pueda aconsejar
a una persona que busca la verdad huir de la 'confusión babélica’ (del
protestantismo) para 'encontrar su fe’ en una iglesia que tolera puntos de
vista doctrinales diametralmente opuestos y concede a todos el derecho de adorar
a Dios según su conciencia».
Nuestras perplejidades comienzan con
el nombre mismo con que se la debe designar. Entre los autores de la iglesia se
notan dos o tres tendencias distintas. Los anglo-católicos rechazan de plano el
apelativo protestante para llamarse miembros de la Iglesia Católica. En
cambio, los escritores de la Low y de la Broad Church (iglesia baja y
ancha) mucho más influenciados por el calvinismo, insisten en que, de todos los
títulos que poseen, el más honroso para ellos es el de protestante. El obispo Headlam inventó hace algún tiempo otro término que ha
tenido mayor aceptación. Según él, la iglesia anglicana es «fundamentalmente
católica e incidentalmente protestante». Católica, porque «nunca ha alterado
los principios fundamentales de la Iglesia madre», contentándose con suprimir
los «abusos» introducidos por el tiempo y la malicia de los hombres. Y
protestante, porque «de vez en cuando las ventanas de la casa necesitan una
buena limpieza y los árboles de una buena poda», que es lo que los reformadores
ingleses hicieron con su iglesia en el siglo XVI. Entre los
autores realmente protestantes, la nomenclatura tampoco es uniforme.
Historiadores tan competentes como K. S. Latourette han adoptado la norma de tratar per modum unius al anglicanismo
con los demás movimientos de la Reforma. En los anuarios semioficiales de las
iglesias separadas (por ejemplo en el conocido World Christian Handbook, de Bingle-Grubb)
el anglicanismo viene mezclado con el resto del protestantismo. Los soberanos británicos
—jefes espirituales iure proprio de
la iglesia establecida— prometen el día solemne de su coronación «defender los
derechos de la iglesia protestante», que, en el caso, no es otra que la
anglicana. «La posición de la iglesia de Inglaterra (respecto del
protestantismo) nos dice F. L. Cross, no es clara. En su elaboración
intervinieron sin duda fuertes influjos calvinistas, pero mezclados también
con otros elementos tradicionales... El Prayer Book
no emplea el término protestante. Pero éste queda adoptado en la iglesia desde comienzos
del siglo XVII como opuesto al catolicismo romano y al puritanismo. Así, por
ejemplo, Carlos I presta ya su adhesión a la religión protestante. Después de
la restauración, en Inglaterra la palabra se aplica también a los no
conformistas. Al presente, y en el lenguaje familiar, se aplica tanto a los
unos como a los otros, aunque sean también muchos los anglicanos que nieguen el
carácter protestante de su iglesia nacional»
Pero, más que el nombre, nos interesa
el contenido del anglicanismo. Y, si éste es, para emplear la expresión de Ph. Schaff, «un compuesto y
ecléctico organismo, como el carácter y el idioma de sus gentes, unido por
fuerza v roto por dentro, fijo en su estructura orgánica, pero elástico en sus
doctrinas», no nos queda más remedio que descomponerlo por partes en la
esperanza de que al menos esta división nos muestre su verdadero ser. Nos
hallamos —lo habrá adivinado ya el lector— ante otro de los enigmas del
anglicanismo: el de su fantástica variedad. «En la iglesia anglicana, escribe
el arzobispo Garbett, hay católicos, evangélicos y
liberales, además de la gran masa que se contenta con el nombre de anglicanos a
secas... Entre nosotros los hombres pueden pertenecer a diversos partidos,
tener diversas opiniones sobre la Iglesia y los sacramentos, y sin embargo
trabajar tranquilamente unidos entre sí»
En la práctica este hibridismo se
manifiesta principalmente en la formación y en el funcionamiento de los tres
grandes cuerpos que integran el ser anglicano: sus iglesias alta, baja y ancha.
No se ha encontrado todavía el concepto adecuado para designar su puesto dentro
del anglicanismo. Llamarlos sencillamente «escuelas teológicas» no parece
suficiente, pues su papel en la vida de la iglesia supera con creces el de esos
organismos de tipo meramente intelectual. La expresión «iglesias dentro de otra
iglesia» resulta para muchos fuerte ya que las tres facciones persisten en
conservar su carácter anglicano. Tal vez lo mejor sea todavía conservar la
palabra partes (parties) con todo lo que este
sustantivo encierra en la vida política y en la lengua inglesa. Cada una de
ellas tiene sus antecesores v su historial que el anglicano medio se cuidará
bien de no tocar. Su coexistencia no parece tampoco (al menos para muchos de
ellos) constituir motivo mayor de preocupación. «Esto, nos dice Johnstone, produce en la iglesia un estado de tensión, en
ocasiones costosa. No olvidemos con todo que para el anglicanismo esa tensión
puede ser también noble y que la interacción de los diversos partidos puede
resultar para el conjunto más provechosa que cualquier unión artificial o que
un caótico individualismo».
LA
HIGH, LA LOW Y LA BROAD CHURCH
La High Church o iglesia alta recibe con frecuencia el nombre de anglo-católica por
aproximarse más a las doctrinas y prácticas de la Iglesia de Roma. Según sus
seguidores, se trata de la única «tradición» anglicana que nos trasmite en
línea ininterrumpida la esencia de la catolicidad, rota bruscamente al
advenimiento de la Reforma. Se llama «alta» por el alto concepto que tiene en
dos puntos doctrinales, objeto de discusión en el protestantismo, a saber, el
episcopado de sucesión apostólica y el número septenario de los sacramentos.
Constituyó siempre la facción anglicana más opuesta a los puritanos y alcanzó
gran prestigio en el siglo XVII con el florecimiento de los teólogos
carolinos. Unida con la casa de los Estuardos por su
doctrina del «derecho divino de los reyes», se vio envuelta en dificultades a
la llegada de los monarcas de Hannover, sobre todo, cuando muchos de sus
pastores se negaron a prestarles juramento de sumisión, razón por la que fueron
tildados de «no jurados» (Non Jurors). Excluido
entonces de la vida nacional, el anglo-catolicismo adquirió nuevo auge con el
movimiento de Oxford del que sus hombres fueron el alma. «En la actualidad es
una fuerza muy activa dentro de la comunión anglicana. Cada ciudad del Reino
Unido posee centros suyos. Una buena parte de su clero mantiene posiciones
doctrinales católicas en materias teológicas y litúrgicas. Tiene también muchos
adeptos en el África del Sur, en Queensland y entre algunas de las principales
organizaciones misioneras». En opinión de Neve, este
grupo representa «la tendencia catolizante, romanizadora y medieval del anglicanismo; más aún, en sus
posiciones más extremas, podría llamarse un catolicismo sin Papa». Los
protestantes liberales y modernistas tienen poco que decir en favor de un
movimiento que guarda semejanzas tan estrechas con su poco amada Iglesia de
Roma. La misma iglesia oficial ha tenido en ocasiones frases duras contra las
posiciones doctrinales, las innovaciones litúrgicas y la administración de
sacramentos practicadas por este sector. Basten para muestra las críticas del
arzobispo Garbett: «Los anglo-católicos son los
descendientes (alguno diría que los descendientes degenerados) del movimiento
de Oxford. Su iglesia puede esporádicamente ser eficiente en las grandes ciudades
donde se reúnen fieles de diversas tendencias, pero parroquialmente —y sobre
todo en la campiña— ha sido un fracaso. No parece que llegue jamás a constituir
la iglesia de Inglaterra. El pueblo considera como arbitrarias sus innovaciones...
El movimiento de Oxford (y con ello el anglocatolicismo)
nos han dejado en herencia doctrinas muy dudosas y aún falsísimas, como por
ejemplo la de la sucesión apostólica del episcopado».
Estas acusaciones parecerían indicar
que la High Church conserva doctrinalmente las
esencias más ortodoxas de la teología cristiana. Ello es hoy día solamente
cierto en parte. «Durante la última generación, escribe H. J. Johnson, las
posiciones tradicionales del anglo-catolicismo han tomado dos direcciones opuestas.
Muchos miembros del clero, claramente ritualistas y llamados ahora papalinas,
han abandonado toda tentativa de ofrecer una base lógica a su posición. Dicen
aceptar el Concilio Vaticano y aun toda la doctrina católica, denominándose
sencillamente 'católicos romanos de la iglesia de Inglaterra’. Cuando se les
pregunta por qué no se someten a la Iglesia católica, muchos de los miembros de
este clero responden que lo harán tan pronto como Roma reconozca como válidas
sus ordenaciones. En cambio, el liberalismo ha abierto también brecha en una
parte de la generación joven anglo-católica. Muchos de ellos han abandonado
completamente la creencia en la infalibilidad de la Iglesia, doctrina que no
consideran necesaria ni deseable, sino al contrario peligrosa y conducente al
oscurantismo. En este aspecto han quedado grandemente influenciados por los
escritos y las afirmaciones de Federico von Hügel...
Otros, por contacto con las zonas industriales en que trabajaban, han sido
arrastrados a las filas del socialismo».
Sin embargo, para el gran público el
anglo-catolicismo queda identificado todavía con la primera de estas
tendencias. Las doctrinas enseñadas en sus cátedras o predicadas desde sus
púlpitos tienen más «sabor romano» que el de cualquier otro grupo de las
iglesias reformadas. El anglo-catolicismo enseña la doctrina de una Iglesia
espiritual independiente, al menos en teoría, de las intromisiones de la
corona; insiste, como hemos indicado, en el carácter apostólico de su episcopado;
defiende la Branch Theory (teoría de las ramas), lo que lleva consigo el reconocimiento de la Iglesia de
Roma como una de las grandes porciones del cristianismo universal; su teología
parece en muchos puntos calcada en la del Concilio de Trento; venera el celibato
de los sacerdotes; fomenta la devoción a la Virgen y a los santos, el culto de
las reliquias, la devoción a las almas del purgatorio, etc. En el campo
litúrgico, las aproximaciones y las semejanzas con el catolicismo son todavía
mayores. «Los anglo-católicos se adhieren a la disciplina tradicional de la
iglesia, incluso en todo lo tocante a la observancia de las fiestas, la
práctica de los ayunos y el uso de la confesión sacramental. A pesar de haber
entre ellos predicadores de primera clase, su insistencia no se dirige tanto a
los aspectos proféticos del cristianismo, sino a la eficacia del sacerdocio
como ministro de los sacramentos. Entre éstos figuran la Sagrada Comunión y la
Misa que para ellos constituyen el centro de la liturgia. Los anglo-católicos
no solamente creen que Cristo está presente bajo las formas de pan y de vino,
sino también en el santo sacrificio de la Misa en la cual el sacerdote ofrece
al Padre el sacrificio eterno del Señor. Sus ministros llevan todavía los
antiguos ornamentos católicos y enriquecen la celebración del sacramento con
toda clase de objetos y actos rituales como las candelas, el incienso, los
acólitos, las procesiones y las genuflexiones. Más aún, los anglo-católicos
reservan el Sacramento en el copón o en la píxide para el uso de los enfermos o
de otras personas». La descripción, para estar hecha por un anglicano que no
entiende demasiado del sentido de tales simbolismos, es hermosa. A los
católicos-romanos la visita y el contacto con la liturgia de la High Church nos deja siempre una fuerte impresión de alegría y
de tristeza a la vez.
La Low Church o iglesia baja, forma otro de los sólidos grupos del
anglicanismo. Sus adeptos se llaman a sí mismo «evangélicos», expresión que
dentro de la comunión anglicana tiene mucho más limitada extensión que en
Iberoamérica donde se aplica a todos los protestantes. Como partido organizado,
trae sus orígenes desde mediados del siglo XVIII, aunque su parentesco sea
anterior y se enlace con los primeros puritanos que, cien años antes,
aparecieron dentro de la iglesia establecida. No tiene fundador propiamente
dicho, pero debe mucho a George Whitefield, compañero
de Wesley, y separado de él por razón de sus ideas calvinistas. Aun hoy día, su
característica consiste en profesar una larga serie de doctrinas protestantes,
permaneciendo, sin embargo, dentro del anglicanismo. Los evangélicos creen que
la verdadera iglesia de Dios es invisible, que todos los fieles participan del
sacerdocio de Cristo y que la regla suprema de fe no es la Iglesia sino la
Palabra revelada de Dios. Dan mucha importancia a la justificación por la sola
fe aunque el sistema suyo de conversión conserve mayores semejanzas con las
tácticas wesleyanas. Los evangélicos muestran escaso
interés por la Iglesia como tal (de ahí el nombre de iglesia baja) y casi
ninguno por las ceremonias y el culto que, en su opinión, deben estar
subordinados a la predicación de la Palabra de Dios. Su doctrina sacramentaria
es en extremo pobre: no admiten más que dos sacramentos y aun la eficacia de
éstos depende de la fe del que los recibe. El contraste con los de la High Church resalta todavía más en punto a la Eucaristía.
Rechazan por completo la Misa y no admiten más presencia real que la
simbólica. En el mismo sentido ha de entenderse cuanto dicen y escriben sobre
la Comunión. Hablan con frecuencia del «sacramento» del matrimonio, pero sin
darle el sentido que recibe en el catolicismo. Piensan que, en principio, la
unión matrimonial es indisoluble, pero añaden con el arzobispo W. Temple que la
pretensión de que haya alguna regla moral de completa y universal aplicación,
equivale sencillamente a querer eludirla cuando llega algún caso concreto». Por
eso no dudan que la iglesia debe volver a casar a «la parte inocente» —por
ejemplo, en caso de adulterio— cuando haya pasado algún tiempo (uno o dos años)
y a condición de que se trate de un feligrés practicante o que promete serlo en
adelante.
En general, los evangélicos han
tenido dificultad en reclutar candidatos de cierta altura intelectual para su pastorado. Newman solía decir que sus hombres no podían
respirar libremente en la atmósfera de Oxford, lo que les había impedido
contar con teólogos conspicuos. La situación no parece haberse alterado en
nuestros días. En cambio, esta especie de complejo de inferioridad en el campo
teológico los ha empujado a la acción por medio de la palabra, de las obras
sociales y benéficas, así como por una intensa actividad misionera entre
paganos. Sus dirigentes han figurado siempre en primera línea en la lucha
contra el vicio, la abolición de la esclavitud, las campañas contra las bebidas
alcohólicas, etc. Esos mismos hombres que no tienen dificultad en admitir el
divorcio ni en promover el planned parenthood como remedio único para los males que
aquejan a la humanidad, se abstienen de los Licores y del cigarro, de los
bailes y de las fiestas de sociedad o trabajan para eliminar la crueldad contra
los animales por creer que se trata de características inequívocas de una
verdadera vida cristiana... Hoy son muchos los observadores que piensan que el
partido evangélico va perdiendo una buena parte del influjo religioso que tenía
en el anglicanismo. «La razón princpal, escribe uno de ellos, hay que
buscarla en el abandono cada día mayor —bajo el influjo de la crítica
científica e histórica— de su fe en la veracidad de la Biblia. Esto ha causado
una crisis interna entre sus seguidores: unos, de tipo más intelectual, se han
vuelto al liberalismo, mientras que otros han ido a las filas anglo- católicas.
En los últimos años, ha disminuido también el número de obispos evangélicos a
causa precisamente de esa escasez de hombres preparados para el cargo. No
faltan tampoco, por desgracia, grupos que lanzan campañas antiritualistas,
atacando las ceremonias de los anglo-católicos y a los obispos que las toleran»
La Broad Church. Parece que la antítesis de iglesia
alta debiera ser iglesia baja. En el anglicanismo no sucede así y su verdadero
extremo se encuentra en la iglesia ancha. Johnstone habla de este grupo como de «un sector alborotado, pequeño en número, pero
pertinaz en sus ideas y compuesto a veces de personajes eminentes», cuyo
objetivo es infiltrar las doctrinas liberales y modernistas en la iglesia
oficial. En el siglo XVII se les llamó «platonistas de Cambridge», en el siguiente «latitudinarios» y en la época victoriana
«modernistas». Su influjo se deja sentir en el anglicanismo, pero más en el del
tipo Low Church. Por
eso no les interesa tener iglesias y culto propio, sino influir con sus
publicaciones y sus discursos de tipo científico, en las corrientes teológicas
de la iglesia establecida. Entre sus representantes más conocidos han figurado
Th. Arnold, E. Abbott, H. Rashdall,
el deán Inge, el canónigo Cheyne y otros. Los anglo-católicos
han tratado varias veces de pararles los pasos induciendo a las autoridades
eclesiásticas a ponerlos fuera de ley, pero —después de los fracasos de 1922—
los conatos han resultado inútiles.
Teológicamente las diferencias entre
este Broad Church del
anglicanismo y las corrientes modernistas de otras iglesias protestantes son
muy escasas. Sus discípulos proclaman «el carácter continuo y progresivo de la
revelación impartida por el Espíritu Santo en las esferas del conocimiento y de
la conducta»; «el derecho y el deber de la Iglesia a formular sus doctrinas
según esta progresiva revelación»; «la libertad de estudiantes y teólogos de
entregarse a la investigación aun en materias teológicas y bíblicas»; «la
necesidad de adaptar la liturgia a las necesidades de los tiempos»; «una
participación mayor del laicado en la vida de la Iglesia y en la formación de
sus doctrinas»; y «el estudio de la aplicación de los principios cristianos a
toda nuestra vida social». Esto que en sí parece anodino, se concreta en la
enseñanza práctica de la Broad Church en fórmulas bastante más peligrosas contra la integridad de nuestra fe. «Los
modernistas, nos dice Johnstone, leen la Biblia como
si fuera cualquier otro libro y reducen su autoridad casi a la nada; desprecian
los sacramentos por creerlos de origen pagano; se muestran insatisfechos con
nuestros Credos pero no tienen nada mejor que ofrecernos: creen en Jesucristo,
pero como en el más elevado tipo de personalidad humana y no como en la
irrupción del Hijo Eterno de Dios en la vida. En otras palabras, apenas hay
diferencia apreciable entre estos modernistas y los unitarios».
La coexistencia y aun el roce mutuo
de todas estas tendencias dentro de una organización eclesiástica, causa en el
católico una especie de escalofrío. Cómo elementos tan contradictorios,
creencias que mutuamente se repelen y actitudes que son incompatibles, pueden
todavía recurrir como a punto de convergencia a las enseñanzas de aquel Divino
Maestro que proclamó en alto: «quien no está conmigo, está contra mí», es algo
que no puede caber en nuestras mentalidades católicas. Hemos visto también que
no pocos protestantes coinciden con nosotros en esta misma apreciación. Al
anglicano todo esto parece dejarle imperturbable.
Uno de los autores a quien acabamos
de citar, prosigue su enumeración de las diversas escuelas doctrinales dentro
del anglicanismo para advertirnos que, con frecuencia, una misma persona puede
participar simultáneamente en varias de ellas y ser católico por temperamento,
evangélico de corazón y modernista en su manera de entender la vida. «La
maravilla está, concluye, en que el anglo-católico y el liberal pueden vivir
juntos en la misma Iglesia. Esta es justamente la eterna gloria del
anglicanismo». Como escribe admirablemente el P. Gill: «Si se nos pregunta:
¿qué es lo que enseña sobre este punto concreto la iglesia anglicana? —se
deberá responder: 'la iglesia anglicana no enseña’. Si se cambia la pregunta de
otro modo: ¿qué es lo que cree la iglesia anglicana sobre este o aquel punto?—
sería como preguntar una regla de pronunciación del idioma inglés: cualquiera
que sea la respuesta siempre habrá excepciones a la misma»
Esta es la comprehensiveness o capacidad de
incluir, si no armónicamente, al menos pacíficamente, elementos que se
contradicen y pugnan entre sí, cualidad que el anglicanismo parece poseer en
exclusiva. Para su primado Garbett —lo mismo que para
otros muchos correligionarios— «ello constituye una especie de conditio sine qua non para la unidad religiosa
de su patria». «Una iglesia nacional, dice, debe huir del rigorismo que divide
y mostrar una comprehensividad que permita estar
juntos a hombres de diversas ideas. Una iglesia de este género no puede tampoco
tener confesiones de fe que liguen a sus miembros, fuera de los tres antiguos
Símbolos. Por esta razón los Treinta y Nueve Artículos de la Religión fueron
deliberadamente ambiguos... Es una de las glorias de la iglesia anglicana el
ser la casa espiritual de la iglesia alta, de la baja y de la ancha. El anglicanismo
no sería iglesia nacional si excluyese de sí a cualquiera de estas grandes
corrientes cada una de las cuales contribuye de modo peculiar al bienestar
tanto de la iglesia como de la nación». El argumento no tiene mucho de escriturístico. Permítasenos, para terminar este punto,
hacer nuestro el comentario de un especialista católico en la materia: «El
principio de la tan alabada comprehensiveness de la iglesia anglicana, escribe el P. Tucci, si ha contribuido y contribuye todavía a alejar
dolorosas y clamorosas escisiones dentro del anglicanismo. se convierte en
último análisis en la negación de aquella inconmovible firmeza de la pureza de
la fe que aparece ya en el Nuevo Testamento y que ha sido siempre la característica
de la Iglesia Católica. La comprehensividad,
defendida por casi todos los anglicanos e incluso por los anglo-católicos, lejos
de ser una fuerza de equilibrio entre la custodia de la doctrina católica y la
libertad de opinión en cuestiones secundarias y discutibles, se ha cambiado
efectivamente en la capacidad —típicamente británica, pero por lo mismo no
menos incoherente— de tolerar en la misma iglesia puntos de vista contradictorios,
aun en materias de fe».
PRINCIPIOS
Y PUNTOS BASICOS DE LA TEOLOGIA ANGLICANA
El historiador tiene que empezar por
preguntarse si existe una teología anglicana propiamente dicha. La respuesta
de algunos es negativa y la de otros vacilante o poco definida. «No tenemos
doctrina propia», decía en 1951 el Primado de Inglaterra, y nuestra única
posesión es la doctrina de la Iglesia Católica formulada en credos católicos
que observamos sin adición ni disminución. «No hay doctrinas anglicanas peculiares,
dice enfáticamente Neill, porque no hay una teología
que puede llamarse anglicana. La iglesia de Inglaterra es sencillamente la
Iglesia Católica de la nación. Enseña las doctrinas de la católica, tal como se
encuentran en las Escrituras, como las sumarizan los
credos de los Apóstoles, el Niceno y el Atanasiano y
tal como aparecen en las decisiones de los cuatro primeros grandes Concilios
generales celebrados cuando la Iglesia no estaba todavía dividida». «Los
miembros de la iglesia anglicana, afirma Zabriskie,
no están unidos entre sí por su adhesión a una Confesión de Fe, tal como la de
Augsburgo o Westminster o a los decretos tridentinos. La única fórmula que
todos han de suscribir es el Credo de los Apóstoles» La teología es inútil
cuando la Iglesia que la adopta no ofrece garantías de infalible verdad en su
magisterio. Es lo que ocurre al anglicanismo. «Los anglicanos, nos asegura Rawlison. creen que los Concilios generales pueden errar;
que la Iglesia de Roma y otras iglesias han errado; por consiguiente tampoco
pueden atribuir a su iglesia ninguna clase de infalibilidad... Es verdad que
ella posee normas de doctrina, pero en la práctica permite tal amplitud a los
individuos, que han surgido dentro de ella diversas 'escuelas de pensamientos’
con numerosas divergencias de interpretación».
No obstante lo dicho, y al igual que
las demás iglesias de la Reforma, el anglicanismo ha tenido que dedicarse
—para justificar su presencia en la historia— a una doble labor: a desechar
doctrinas y prácticas seculares mantenidas como intangibles por la Iglesia
universal y a edificar su propio edificio teológico con nuevas doctrinas
tomadas de esta o de aquella herejía precedente. «En su obra de revisión,
escribe Washburn, los anglicanos han limpiado su
sistema de todos los errores papistas, de la Misa, de los cinco sacramentos
adicionales, de las leyendas de los santos y de toda clase de ritos
supersticiosos. En cambio, han retenido el credo apostólico y el niceno, los
oficios sacramentales, las fiestas de Cristo y de los apóstoles y todo aquello
que piensan se conservaba todavía puro». En la parte positiva el anglicanismo
se ha contentado por lo general con pedir prestado a luteranos y calvinistas
aquellas doctrinas que espera contribuirán a hacer de su obra religiosa y
eclesiástica algo muy parecido a la Iglesia de los primeros tiempos.
Finalmente, la iglesia de Inglaterra posee sus fuentes teológicas peculiares
que son sus Profesiones de Fe, su Libro de Oraciones y sus Formularios. Con
ellos tiene lo suficiente para competir en esta materia con cualquiera de las
iglesias de la Reforma. Sin tomar en cuenta sus fuentes primarias que son la
Biblia y, al menos entre ciertos límites, la doctrina de los Santos Padres.
Ahondemos, pues, en estos documentos para sacar de ellos las doctrinas propias
de la iglesia anglicana. Para interpretar los Treinta y Nueve Artículos nos
serviremos de los comentarios clásicos de Schaff, The Creeds of Cltristendom;
de E. C. Gibson, The Thirty Ninc Ardeles; y de E. J. Bicknell, A Theological Introductíon to the Thirty Nine Ardeles.
Cuando se ofrezca ocasión, añadiremos una palabra sobre las modificaciones que
algunas de las principales doctrinas han experimentado en nuestros días.
Los XXXIX Artículos.—Forman uno de los documentos
teológicos más venerables de la iglesia establecida de Inglaterra. Son en gran
parte obra de Cranmer y de sus colaboradores que
corrigieron las doctrinas de los Trece Artículos de 1538 infundiendo en ellos
fuertes dosis de calvinismo. Fueron proclamados en 1571, pero en 1625 volvieron
a aparecer con una carta prefatoria del rey en la que
(por influjo de Hooker y de Montague) se prevenía a
los lectores contra aquellas tendencias. Esto causó la indignación de los
puritanos que protestaron ante el Parlamento por «las doctrinas arminianas y jesuíticas» que se querían introducir. En
épocas sucesivas, han sido objeto de alabanzas o de ataques según las inclinaciones
del príncipe reinante y del humor del parlamento. En su redacción actual son
evidentes el influjo —por partes— de toda la teología reformada continental y Schaff ha podido llevar a cabo un detallado estudio comparativo
con las Confesiones de Augsburgo y las demás profesiones de fe luteranas y
calvinistas. Los Artículos han sido varias veces objeto de revisión; siendo
indudablemente la más importante de ellas la hecha por la iglesia episcopal
norteamericana en 1801 que, además de bastantes alteraciones de orden político,
suprimió el empleo del Credo atanasiano, omitió en el
Símbolo de los apóstoles la cláusula: rbajó a los
infiernos», y ordenó otras modificaciones similares «acomodadas a las
necesidades de los tiempos».
Se pregunta cuál es el valor de los
XXXIX Artículos. Los comentaristas anglicanos nos responden que es menester
distinguir entre su importancia como norma general de fe y su fuerza
obligatoria. «Los Artículos, dice Neill, no
constituyen un conato de formulación de una completa fe; su finalidad consiste
en aclarar la posición de una iglesia que quiere ser católica, evitando por una
parte las tradiciones medievales de Roma, y por otra los excesos de los
anabaptistas» Hubo un tiempo en que todos los ministros debían suscribirlos,
añadiendo además que su interpretación era la definida por las grandes
convenciones de la iglesia. En tiempos modernos las exigencias han caído en
desuso y el sentido encerrado en la aceptación es tal que el pastor puede
disentir personalmente de muchos de los puntos del contenido y, sin embargo,
permanecer fiel «al espíritu» de los Artículos. «Lo que se nos pide, leemos en Bicknell, no es la afirmación de que los Artículos
son conformes a la Palabra de Dios, sino que la doctrina de la iglesia de
Inglaterra es (en general) conforme con la Palabra de Dios. En otras palabras,
no se nos pide un asentimiento respecto de los detalles de los Artículos, sino
de su sentido general» De hecho, la interpretación no ha podido ser más
variada: «los anglo-católicos y los arminianos que
aborrecen el calvinismo, los representan como puramente luteranos; otros (por
ejemplo, los tractarianos) a quienes no gusta mucho
ni el calvinismo ni el luteranismo, tratan de aproximarlos lo más posible a los
decretos del Concilio de Trento; en cambio, los calvinistas y los miembros de
la Low Church están ciertos
de hallar en ellos su propio credo» . La maravilla puede ser debida, nos
explica un autor, a la circunstancia de que los Artículos «son con frecuencia
deliberadamente vagos y de difícil interpretación: reverentemente vagos al
tratar de misterios como el de la predestinación; y estudiosamente confusos con
el fin de que sean muy numerosos los que puedan suscribirlos sin hacer
violencia a sus conciencias».
La
Sagrada Biblia.—«La
posición de la iglesia de Inglaterra, enunciada en los artículos VI y VII es
bien clara: requiere de toda persona como condición de pertenencia a su
comunidad la fe en todas las verdades contenidas en las Escrituras... A sus
ojos la Biblia es la norma suficiente de la enseñanza cristiana y contiene en
sus páginas todo aquello que la Iglesia necesita comunicar a los demás». En
cuanto al canon de las Escrituras, el anglicanismo coincide con el resto del
protestantismo en el rechazo de los libros deuterocanónicos.
Recomienda, sin embargo (y dice que en ello sigue el consejo de San Jerónimo),
que la iglesia los lea para ejemplo de la vida e instrucción de costumbres. Con
esto piensa darles «el puesto que a los mismos se les atribuía en la Iglesia
primitiva». La Biblia, según los anglicanos, nos ha sido entregada por la
Iglesia. Disienten, por lo tanto, del protestantismo continental en tomarla
como regla absolutamente primaria de fe y aducen a su favor el testimonio en
que San Vicente de Lerins prueba la prioridad de la
Iglesia a la Biblia. El anglicanismo primitivo mantenía indefectiblemente la
inspiración de los libros tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, llevando
a veces las interpretaciones a extremos más liberales de las demás iglesias.
Sus pastores y misioneros han sido, dondequiera que hayan trabajado, los
grandes traductores y propagadores de la Biblia. Algunas de las mejores
traducciones que hoy poseemos en lenguas orientales y africanas se las debemos
a sus hombres y a los enviados especiales de la British Bible Society.
Desde mediados del siglo XIX
empezaron a soplar vientos menos favorables a aquellas primeras escuelas de
interpretación. Los evangélicos han venido insistiendo en la doctrina de la Scriptura sola con exclusión de cualquier otra
«humana fuente de verdad». En cambio, los anglo-católicos han tenido que
adoptar en muchos casos un «consensus fidelium» que se acerca mucho a nuestro concepto de
tradición. «Para satisfacer a los miembros de la Broad Church, la teología anglicana admite una tercera
fuente de verdad, a saber el descubrimiento de sí mismo (self-disclosure)
que en las páginas de la Biblia hace Dios del desarrollo de la raza humana, en
la historia de Israel, en la persona de Cristo y aun en su Cuerpo Místico, que
es la Iglesia». El influjo de esta tendencia apareció claro en la obra ya
citada: The Doctrine in the Church of England, que
pretendía reflejar una de las más fuertes corrientes de la iglesia establecida.
Allí se llama a la Biblia «libro único y documento inspirado por especial
revelación». Pero no se pasa muy adelante, puesto que «la tradición de
infalibilidad atribuida a sus páginas hasta comienzos del siglo XIX no puede
mantenerse ya a la luz de la ciencia que tenemos a nuestra disposición». El
mismo texto de los Evangelios no puede aceptarse siempre como «reproducción
fiel de las mismas palabras de Cristo». Es más bien «un reflejo de la
experiencia de la iglesia primitiva»; por eso «el método de recurrir
directamente a textos evangélicos aislados, es susceptible de error». Con esto
es fácil comprender el significado —al menos frecuente— de aquellos anglicanos
evangélicos que se refieren a la Biblia como «a criterio y regla de fe». Lo
dicho nos viene también a mostrar cómo para muchos que se llaman miembros de
la iglesia anglicana, el principio luterano del «Scriptura sacra sui ipsius interpres»
—tan vilipendiada en algunos de sus libros— se ha convertido de jacto en único
autorizado intérprete de la verdad revelada
Dios.—Al tiempo en que se redactaron los
XXXIX artículos, no existían entre las iglesias reformadas discusiones ni
herejías en materia de teodicea. Nuestro documento nos da una definición
diáfana y sencilla del dogma de la existencia de Dios, de su creación y de su
providencia así como del insondable misterio de la Santísima Trinidad. Es
verdad que en el siglo XVIII los deístas hicieron irrupción diseminando en sus
escritos la noción de una divinidad de perfiles poco definidos y totalmente
despreocupada de quienes habitamos la tierra. Si el anglicanismo no tuvo valor
—como era su obligación— de excluirlos de su comunión, es al menos cierto que
tampoco les prestó apoyo de ningún género. En la actualidad estos enemigos los
tiene aún dentro de casa e incluyen a elementos de sus tres escuelas
teológicas, aunque con prevalencia en las filas de la Broad Church. Tales hombres, mezcla de agnosticismo y de
materialismo, abrigan serias dudas sobre algunos aspectos de la teodicea
clásica. Por de pronto, les parece que las narraciones del Génesis —«libro
mitológico en su origen y para nosotros de valor más simbólico que histórico»—
no están en modo alguno en pugna con las teorías de la evolución. Los milagros
bíblicos, incluso los atribuidos a Cristo en los Evangelios, más que hechos
que superan las leyes de la naturaleza, constituyen efectos de nuestra gran fe
en Dios y, por consiguiente, no pueden probarnos su divinidad.
Encarnación y Redención.—Incluyen —entre otras— las
doctrinas del pecado original y de su transmisión a los hombres, del nacimiento
virginal de Cristo, de su divinidad y de su muerte redentora. Las concepciones
primitivas anglicanas podían llamarse, al menos en su mayor parte, ortodoxas.
Los Artículos afirman la existencia del pecado original y defienden contra los
pelagianos que los descendientes de Adán traen al mundo aquel «vicio y
depravación»; que el hombre caído «dista muchísimo de la justicia original» y
que, durante nuestra vida mortal, «caro semper adversus carnem concupiscit». Los hombres, al venir al mundo, «merecen la
ira y la condenación de Dios». Parece, con todo, cierto que los reformadores
ingleses, demasiado positivistas en el aprecio de las cualidades humanas, no
quisieron hundir al hombre en la corrupción total de los luteranos y de los
calvinistas. Hubo en varias ocasiones intentos de clarificar la expresión «longissime distat» (very far gone) relativo al estado del hombre antes y después del
pecado. Según sus teólogos, el punto de vista anglicano «es más pesimista que
el de los griegos o el de los católicos romanos», pero no llega a la
desesperación total de los demás reformados. En cambio, algunos de sus
sucesores liberales han tomado, para explicar aquel hecho, otra vía. La
inclinación innata que tiene —y experimenta— el hombre hacia el pecado les
sugirió (en tiempos en que la reflexión y el criterio científico brillaban por
su ausencia) la teoría del pecado original. Hoy no es preciso tomar a la letra
la narración bíblica ni el sentido doctrinal que de ella se deriva. El hecho de
nuestra inclinación al pecado puede explicarse como un mal debido al ambiente
social, a una especie de herencia biológica que traemos al mundo o por una
solidaridad trascendente de la naturaleza humana que determina ciertas
inclinaciones en el individuo. No se ponen a discutir si tal pecado lleva
consigo una culpabilidad propiamente dicha; basta saber que el estado
pecaminoso en que nos hallamos, implica al menos un parcial alejamiento de Dios.
La cristología anglicana ha pasado
por parecidos estadios. Sus artículos II, III y IV reproducen la doctrina del
Concilio de Calcedonia y a ninguno de sus autores o comentaristas se le ocurrió
poner por un momento en duda la veracidad de su contenido. Los dogmas de la
Trinidad, de la divinidad del Hijo y de su nacimiento virginal quedaban definitivamente
incorporados al tesoro de su doctrina con solemnidad y hasta con verdadera
unción. Había oscuridades sobre la explicación del descenso de Cristo «a los
infiernos», pero se aceptaba aquella verdad —ausente de los formularios de las
iglesias del Oriente— por aparecer clara desde la primera tradición cristiana.
Lo mismo ocurría con las circunstancias de la resurrección de Cristo, de la
naturaleza de su cuerpo glorioso, del lugar en que está colocado el cielo, etc.
Hoy existen en el anglicanismo sectores influyentes que, en muchos de estos
puntos, se apartan de la doctrina tradicional. Es frecuente que la «explicación
obvia» dada por muchos al dogma trinitario, reduzca a las tres divinas personas
a otras tantas «modalidades» de un mismo Ser. Lo que se busca, según ellos, es
la «preservación de la importancia de la triple experiencia de Dios». El pueblo
hebreo, nos dicen, no hablaba sino de la existencia de un Dios único. Este, «en
la experiencia de la persona de Cristo, tanto en su vida como después de su
resurrección, puede expresarse adecuadamente dándole los títulos de Señor y de
Salvador», lo que nos da «la segunda Persona». En el Nuevo Testamento, la
frase «Espíritu Santo» es equivalente al poder de Dios que obra en la Iglesia.
En este sentido Cristo lo prometió tantas veces a sus apóstoles. Los primeros
cristianos experimentaron en sí dicho poder y creyendo que realmente constituía
parte de la divinidad, lo llamaron «Espíritu Santo», afirmando además su
divinidad y completando con él la elaboración de la doctrina trinitaria».
Por lo que respecta a la vida terrena
de Jesús, hallamos en el anglicanismo toda la posible variedad de actitudes.
Los miembros de la High Church, al menos en su sector
ritualista, defienden posiciones prácticamente iguales a las católicas. Los
evangélicos mantienen asimismo viva la llama del amor hacia la persona de
Cristo y, aunque difieran en algunos detalles de interpretación, se desviven
por dar a conocer su mensaje al mundo. La dificultad comienza con los
liberales. Muchos de éstos se niegan a dar a la divinidad de Cristo el sentido
pleno que se merece y que vindica toda nuestra tradición teológica. «La
afirmación de que Él era perfecto se debe entender en el sentido de que en
todas las etapas de su desarrollo poseyó la perfección correspondiente a cada
una de ellas. Su impecabilidad se reduce a «la impresión hecha en los
discípulos por la vida y el carácter de Nuestro Señor que les indujo a pensar
que era el mediador entre Dios y los hombres». La doctrina de su nacimiento
virginal no ha de imponerse como obligatoria a los fieles ya que en su
elaboración han entrado muchos elementos derivados, no de fuentes escriturísticas, sino de la piedad de sus seguidores. Es
«más lógico» suponer que su nacimiento tuvo lugar «según las condiciones
normales de la generación humana». La Iglesia primitiva ciertamente estaba
convencida de que Cristo había resucitado de los muertos, pero hay otros que
dan del hecho explicaciones distintas de la tradicional y el anglicanismo no
cree poder oponerse sistemáticamente a ellas. Finalmente, «los cristianos
tributan a Cristo el culto que se debe a solo Dios. Esto se justifica solamente
si Cristo es uno con Dios en un sentido no atribuible a otros». No resulta esto
muy alentador. «Son muchos, escribe Mayer, los que en el anglicanismo de
nuestros días favorecen el kenoticismo o doctrina
según la cual Cristo no poseyó la plenitud de su divina majestad antes de su
glorificación y los que, partiendo de un punto de vista humanitario,
interpretan simbólicamente su encarnación, su nacimiento virginal y su resurrección.
Tampoco existe entre los anglicanos acuerdo sobre la naturaleza de la obra de
Cristo. Uno saca la impresión de que el único punto común es el de la necesidad
de que los hombres le adoremos y le sirvamos» .
ECLESIOLOGIA
ANGLICANA
La Iglesia.—Trataremos de ella desde el punto
de vista doctrinal, dejando para más tarde sus aspectos organizativos,
ministeriales y litúrgicos. Nos hallamos quizás ante un problema en el que el
anglicanismo no ha sufrido grandes transformaciones, al menos tales que afecten
a su misma sustancia. La concepción primitiva de los XXXIX artículos era ya
una mezcla de reformismo moderado y de doctrinas parcialmente católicas. Cranmer y los suyos habían querido oponerse al anarquismo
de los anabaptistas, a la democracia de los presbiterianos y a la jerarquía
monárquica de la Iglesia de Roma. Inculcaron, pues, contra los dos primeros el
aspecto de visibilidad de la Iglesia así como la necesidad de conservar una
estructura jerárquica que diera solidez a toda la organización. Por otro lado,
calcando en buena parte la Confesión de Fe de Augsburgo (1530) enseñaron que
la Iglesia es «una congregación de fieles (los luteranos decían de santos) en
la que se predica la palabra pura de Dios y se administran de manera recta los
sacramentos» A este matiz protestante, añadieron los legisladores una frase
condenatoria del catolicismo «que ha errado no sólo en materia de obras y de
ceremonias, sino también in his quae credenda sunt».
Los «errores teológicos» atribuidos a Roma se referían principalmente a la «pretensión
católica» de la suprema autoridad pontificia y a la doctrina de su
infalibilidad. Los comentaristas de los siglos XVII y XVIII denunciaron con
frecuencia la «locura» y el «intolerable error» de quienes pensaban que «totius Christiani orbis universam ecclesiam solius episcopi romani principatu continetur». No había
tal. La Iglesia, decía uno de sus grandes teólogos, «está fundada sobre los
apóstoles y los profetas y no tiene piedra angular distinta de la de Cristo
Jesús». En contraste con estas doctrinas, el anglicanismo ofrecía al mundo una
iglesia de nunca igualada amplitud. John Pearson, obispo de Chester, afirmaba
en 1659 que ella comprendía «a todos los hombres que, desde el principio del
mundo, creen en Dios... Se han multiplicado las iglesias particulares, pero la
Iglesia de Cristo es como una gran mansión provista de innumerables salas todas
las cuales contribuyen a darle unidad... Comprende a todos los cristianos sin
distinción ninguna de los grupos y sectores separados».
En nuestros días la armazón de esta
eclesiología anglicana permanece inmoble, pero cada uno de los sectores
internos de la Iglesia establecida trata de insistir en aquellos trazos que más
favorecen su posición. Al leer algunos de sus tratados De Ecclesia, uno se imagina estar
hojeando alguno de los textos clásicos empleados en nuestros seminarios, excepto
cuando llegamos al punto del primado de los sucesores de Pedro. En cambio, los
evangélicos llevan su teoría de la invisibilidad de la Iglesia hasta el punto
de hacemos creer que su forma externa es algo accesorio a la concepción
originaria de Cristo o que, después de todo, la acción real que en ella se
lleva a cabo es obra casi exclusiva de «Palabra de Dios». Admiten todavía —por
razones de orden— las intervenciones de la jerarquía y la existencia de un
Episcopado histórico, pero tratando de restar importancia al carácter
apostólico que en otras épocas se le atribuía.
Pero, evidentemente, han sido los
liberales quienes han introducido en eclesiología mayores cambios. En sus
escritos no acaba uno de ver cuáles son los orígenes de esta Iglesia. Se la
llama de modo vago «obra del Espíritu», pero no se quiere hacer intervenir en
su fundación de manera directa a la persona del Divino Salvador. Estos teólogos
nos vuelven a ponderar la circunstancia de que en la Iglesia establecida hay
lugar para todos. La Conferencia de Lambeth (1920) la
definía como una organización «auténticamente católica, fiel a la verdad y
capaz de abrazar a todos cuantos son y se dicen cristianos». La amplitud es
tal que «en el interior de su unidad las confesiones cristianas, ahora
separadas entre sí, conservarán una buena parte de sus métodos cultuales y
apostólicos». La razón está en que, según el anglicanismo, «la comunidad
cristiana total no será un hecho consumado sino como resultado de esta plurifacética y rica vida de piedad de todos». La
consecuencia lógica derivada de estas premisas es la renuncia, por parte del
anglicanismo, a ser la Iglesia de Cristo y, por lo tanto, a todas las
prerrogativas que van unidas a aquella dignidad. Los anglicanos no tienen
dificultad en admitirlo. Todas las iglesias son falibles y es menester que lo
admitan con humildad. La «solución» está en que cada una de las partes
interesadas admita modestamente no poseer sino una porción de la verdad, pero
añadiendo que todas juntas pueden alcanzar el ideal asequible en este mundo.
«Esa especie de necesidad de dogmatizar en materias que la Biblia ha dejado
poco definidas, escribe Richardson, ha sido una de las causas principales de la
desunión entre cristianos. Los anglicanos no quieren ser culpables del mismo
pecado. Por eso tampoco se empeñan en imponer a los demás sus teorías y sus
interpretaciones. Prefieren la reticencia a una definición precisa en
cuestiones como la de saber lo que ocurre con las especies eucarísticas después
de la consagración. Lancelot Andrews, obispo de
Winchester, escribía: 'Cristo ha dicho: Este es mi Cuerpo; pero no ha añadido':
que está presente de esta o de la otra manera» .
SACRAMENTOS
A pesar del continuo uso de los
sacramentos prevalente en la iglesia anglicana, «ésta, escribe Johnson, no ha
tenido nunca una doctrina sacramentaría muy definida». Las fórmulas de 1563
habían tratado de hallar un equilibrio nada fácil de mantener. Empezaban por
rechazar el carácter meramente simbólico de los sacramentos —«notae professionis christianorum»— tal como lo habían enseñado zwinglianos y
anabaptistas. Puede asegurarse también que, al hacerse la última redacción,
insatisfechos con la teoría calvinista, los redactores habían buscado la
concepción luterana, más realista que la anterior: «sunt certa quaedam testimonia et efficacia gratiae signa»,
llegando con esta última frase a concederles una eficacia todavía mayor que la
atribuida por Lutero. Para reparar esta «audacia», añadían que los sacramentos
tenían como finalidad la de «excitar y confirmar nuestra fe». Del catolicismo
conservaban la doctrina de que, «quien los recibe indignamente, se gana a sí
mismo la condenación». En cambio, no había en el texto nada que sugiriese la
enseñanza católica de la eficacia sacramental ex opere operato. Lo que tampoco indicaba
que la doctrina anglicana se opusiera radicalmente a ella. «Las bendiciones que
recibimos (por los sacramentos), escribe Bicknell,
dependen de nuestra capacidad individual, a saber de nuestro arrepentimiento,
de la fe en Cristo y en sus promesas, en nuestro deseo de entregarnos a Él y
de emplear dignamente la gracia que nos otorga». De ahí que en 1563 se
levantara la condenación que se había lanzado contra aquella expresión católica.
Por lo que toca al número de los
sacramentos, el anglicanismo se alineó con el resto de los protestantes en que
sólo dos de ellos (el Bautismo y la Eucaristía) merecían el nombre de tales,
pero sin ser tan tajante en su definición que excluyera totalmente los otros
cinco de aquella categoría. (En algunos de sus formularios, por ejemplo en el King’s Book de 1543, se admitían claramente los siete
sacramentos). «Es evidente, nos dice Gibson, que los autores de las Homilías
—otro de los libros clásicos de doctrina anglicana— reconocen en algún sentido
los otros sacramentos además de los dos grandes». «Pero, nos añade el mismo
escritor, no se trata propiamente de definiciones... La diferencia real con el
Concilio Tridentino parece ser la siguiente: Roma dice que los sacramentos de
la Nueva Ley son siete ni más ni menos y que, además, todos ellos fueron instituidos
por Cristo. Los anglicanos responden que la palabra o se restringe a dos ritos
sensibles y externos ordenados por Cristo, o de lo contrario, los sacramentos
—equivalentes a meros ritos— no son siete sino un número indefinido» El
resultado tangible de estas vaguedades es fácil de adivinar: mientras los
evangélicos se aferran al número binario y rechazan como supersticioso todo lo
demás, los anglo-católicos han elaborado un sacramentalismo que se distingue con dificultad del católico. «El número de los sacramentos
admitido por toda la Iglesia Católica, dice Mackenzie es de siete: bautismo,
penitencia, confirmación, Eucaristía, matrimonio, orden y extremaunción»
Sobre el Bautismo y la Eucaristía la
posición oficial del anglicanismo fue la siguiente. El bautismo es un
sacramento que nos viene de Cristo; es un signo de la gracia y un instrumento
de regeneración (aunque no obre ex opere operato) que destruye el pecado actual y el original
(«no hay condenación para quienes creen y son bautizados») y por el que
quedamos incorporados a Cristo. Como principio general, el anglicanismo admitió
la necesidad absoluta de la recepción del sacramento para la salvación. Los
titubeos empezaron al tratar del bautismo de los infantes. En los Diez
Artículos de Enrique VIII (1536) se hablaba todavía de su necesidad absoluta.
Más tarde Cranmer, sobre todo por influjo de Zwinglio y Bullinger, pensó que
podía deshacerse de aquella «superstición» y afirmar solamente que su uso
quedaba «recomendado» en la Iglesia. Pero esta actitud suscitó protestas y se
adoptó la fórmula de 1563: «baptismus parvulorum otnnmo in Eclesia retinendus est», que, sin embargo, no resuelve todas las dificultades.
«La gracia de Dios, decía el obispo Jawel, no está
atada a los sacramentos y Dios puede salvarnos con o sin ellos»
La doctrina eucarística anglicana
está erizada de mayores dificultades. Bastaría para convencernos de ello el
estudio de los retoques que los formularios debieron sufrir, signo evidente de
la escasa firmeza de muchas de sus creencias. En sus redacciones definitivas
de 1563 y 1571 podemos hacer resaltar las siguientes características.
1) El
anglicanismo reprueba el sentido puramente simbólico y espiritual que Zwinglio y los suyos atribuían a este sacramento; por eso
se afirma que «la Cena del Señor no es solamente un signo de la benevolencia
que los cristianos deben tener entre sí, sino más bien el sacramento de nuestra
redención obtenida por la redención de Cristo»
2) La
doctrina de la presencia real está tan envuelta en dificultades, que ha dado
lugar a interpretaciones del todo contradictorias. El obispo Hooker aseguraba que «la presencia de Cristo no hay que
buscarla en el sacramento, sino en la dignidad de quien lo recibe». Parece
fuera de toda duda que Cranmer quedó pronto ganado a
la teoría calvinista de la presencia espiritual. Poco antes de ser condenado a
la última pena, el viejo canciller volvió a reanudar solemnemente aquella
posición. Fue en tiempo de la reina Isabel cuando, por presiones de ciertos
obispos como el de Rochester, se borró la fórmula que negaba expresamente la
presencia real. Pero, por otra parte, ésta no quedó taxativamente afirmada.
Por eso hay en el anglicanismo sectores —aun fuera de los anglo-católicos— que
creen en aquella verdad. «Es, nos explica Bicknell,
la doctrina de la Iglesia de Roma, del Oriente, de Lutero y de los Santos
Padres que ha sido admitida siempre por muchos dentro de la iglesia
establecida. Parece la más consistente con la Biblia y con la tradición
cristiana. Constituye, por fin, una importante salvaguardia de ciertos
principios cristianos.
3) La
recepción eucarística (Sagrada Comunión) está enunciada de tal manera que deja
en el lector la impresión de ser un doblaje —aunque de enunciado menos duro—
de la teoría luterana: «el Cuerpo de Cristo se da, se recibe y se come en la
Santa Cena sólo de una manera celeste y espiritual, y el medio con que se recibe
el Cuerpo de Cristo es la fe». Con todo, hay quienes piensan lo contrario y
juzgan que «la explicación anglicana es la única compatible con la grandeza del
misterio». El obispo Guest, de Rochester, para quitar
el gusto luterano causado por la «recepción por la fe», trató de suprimir el
párrafo relativo a la «comunión meramente simbólica» de los impíos. Pero no lo
pudo conseguir. Y el párrafo en que se dice: «los impíos y los que no tienen
fe, aunque reciban carnalmente el Cuerpo de Cristo... lo hacen sólo de manera
simbólica para su propia condenación» quedó como estaba, aumentando grandemente
nuestras sospechas sobre el sentido primariamente —si no exclusivamente— espiritual
de la comunión anglicana.
4) El
anglicanismo está concorde en rechazar de plano la doctrina católica de la
transubstanciación. En esto hizo coro a los demás dirigentes de la Reforma. La
encuentra contraria a las Escrituras, poco conforme a la naturaleza del sacramento
y ocasión de muchas supersticiones. Sin embargo, no ha sustituido la
explicación católica por ninguna otra, «Aquí, nos dice Gibson, reside la verdadera
fuerza de la posición anglicana. Acepta devotamente las palabras del Señor...
pero se contenta con admirar el misterio... rechazando al mismo tiempo las
teologías católico-romanas, la luterana y la calvinista.
5) La
iglesia anglicana —a excepción de algunos sectores anglo-católicos— practica la
comunión bajo ambas especies, aun para los seglares, por creerla la única
concorde con las Sagradas Escrituras y la doctrina de los Padres.
De la teología y de la práctica
sacramentaria actual, sería cuestión de esbozar de nuevo la distinción
tripartita empleada en otros puntos. Los anglo-católicos han adoptado la
teología romana aun en cuestiones como la transubstanciación, la reserva del Santísimo
Sacramento, las procesiones eucarísticas. etc., que parecían tan repugnantes al
espíritu mismo de la Reforma. Los evangélicos acusan a los anglo-católicos —y
a fortiori a nosotros— de haber dado a toda la práctica sacramental un
significado casi supersticioso y de prescindir, por lo que toca a los efectos
de su recepción, de la parte que el individuo debe tener en ellos. Continúan
negando la validez del bautismo de los niños e identificando la regeneración
sacramental con la conversión. Dicen apreciar debidamente la Eucaristía, pero
sin hacer de ella un medio de alcanzar una gracia superior a la Palabra de
Dios. Su concepción de la Presencia real es típicamente calvinista y no admiten
que se pueda decir que «Cristo Nuestro Señor está presente en el Santísimo
Sacramento del altar bajo las formas de pan y de vino para ser adorado». «En la
Comunión, continúan, recibimos aquella cosa que Dios viene a distribuirnos...
Por ella aumenta nuestra fe y se alimenta nuestra alma... aunque emplee para
ello elementos como el pan y el vino, lo mismo que en la redención usó su
cuerpo». Por eso la reverencia que debemos al Señor en la Eucaristía no se
diferencia mucho de nuestra adoración al Dios escondido en la naturaleza
creada o envuelto en nosotros como en templos del Espíritu Santo. De la
posición liberal, indiquemos estos breves detalles. En general no admiten que
Cristo haya sido el autor de los sacramentos. Sus efectos como «signos eficaces»
consisten principalmente en aumentar nuestra fe y en hacer que, gracias a su
acción, «sean como creaciones habladas que expresan y confirman un estado de
espíritu y de voluntad que nos pone provechosamente en grado de recibir el don
de Dios». El bautismo «significa y actúa la purificación espiritual», sin que
ello incluya la eliminación del pecado. Por lo que toca al bautismo de los
niños, el rito sagrado no puede borrar de sus almas el pecado actual. Puede,
sin embargo servir «como medio de la liberación de los influjos que
predisponen al pecado». No se puede probar apodícticamente que Cristo
pronunciara las palabras de la consagración eucarística. De su interpretación
dependen los diversos modos de «culto eucarístico» existentes en la iglesia de
Inglaterra y que no es menester eliminar por contradictorios que a veces
aparezcan. Lo dicho se aplica a la discutida cuestión de la Presencia real.
«La mayor parte de los anglicanos están satisfechos con recibir el sacramento,
sin definir con demasiada escrupulosidad las teorías vigentes relativas al
mismo».
ORGANIZACION
ECLESIASTICA Y CULTO LITURGICO
La iglesia anglicana se parece a una
de esas grandes estructuras eclesiásticas que se mueven con dificultad por
estar encuadradas en moldes ya anticuados. La torpeza se nota aún más por
carecer del dinámico empuje que dan a un organismo la autoridad central o el
ardor juvenil de los dirigentes. El anglicanismo es la única gran iglesia
cristiana del mundo que, ligada a un poder civil no siempre interesado por la
religión como tal, ha asociado su existencia a las órdenes o a los beneficios
del mismo. Si no obstante todo esto todavía vive —y en algunos sitios lleva
vida floreciente— se debe en parte a la fuerza de la tradición y a la presencia
de algunos personajes extraordinarios que le imprimen esa vigorosa flexibilidad
y adaptación.
La verdadera cabeza de la iglesia
anglicana es el rey o la reina de Inglaterra. «La actual reina Isabel II,
escribe Neill, es la 'Defensora de la Fe’ y la
suprema gobernadora de la iglesia anglicana. Su influencia se ejerce
principalmente en el nombramiento de obispos, deanes, canonjías y parroquias
cuyo patronazgo pertenece a la corona. Al quedar vacante una diócesis, la reina
envía al deán y al capítulo un congé d’élire en el que se indica el nombre del candidato. El
deán y el capítulo están obligados, bajo severas penas, a elegirlo con
exclusión de cualquier otro. Para entonces, su nombre ha aparecido en toda la
prensa y el obispo designado habrá recibido las felicitaciones de todas sus
amistades. El nombramiento real se hace de ordinario por recomendación del
primer ministro, pero el soberano puede —y en ocasiones ejerce de hecho— su
influjo personal en la elección. Hasta ahora los nombramientos episcopales han
sido verdaderos premios por servicios políticos y no hay salvaguardia
constitucional que impida la misma práctica para el futuro... El arzobispo
podría negarse a consagrarlos y el deán y el capítulo a reconocerlos, pero esto
es algo que nunca ha ocurrido en la historia de Inglaterra». El sistema,
continúa nuestro autor, «funciona bastante bien, sin que esto impida que se
hayan cometido graves errores, a veces eligiendo personas ineptas, otras
dejando de lado a quienes eran dignísimas de aquellos cargos».
La segunda autoridad que controla los
destinos del anglicanismo es el Parlamento. Existen leyes y estatutos que
regulan sus funciones y sus actividades. No se vaya tampoco a creer que se
trata de una potestad meramente nominal. Por de pronto, el Prayer Book está sometido a su autorización y el episcopado no puede cambiar una letra
sin su aprobación. Más aún, éste puede promulgar leyes que están contra la
doctrina clara de la iglesia sin que la última pueda tomar contra el cuerpo
legislativo ninguna acción legal. El conflicto existe ya en materias como la de
divorcio. La «solución» en tales casos ha sido una triste claudicación —o unas
declaraciones vagas susceptibles de toda clase de interpretaciones— por parte
de las autoridades eclesiásticas. No todos los anglicanos están conformes con
este estado de cosas. El arzobispo de York ha solido protestar contra un
sistema en el que «la sociedad espiritual tiene jefes espirituales nombrados
por uno que quizás no es anglicano ni siquiera cristiano». Pero el conformismo
y la fuerza de la costumbre pueden más y el sistema se arrastra sin
modificaciones de importancia. Sus resultados han de ser a la larga desastrosos.
Los fieles se acostumbran a mirar a sus obispos como a otros tantos servidores
de la corona, y los evangélicos se desligan cada vez más de una organización
episcopal en pugna con sus doctrinas.
En el terreno eclesiástico, la
iglesia anglicana tiene su especie de parlamento especial que recibe el nombre
de Convocación. Había uno de estos en Canterbury y otro en York. Las
jurisdicciones de ambos eran totalmente separadas y las decisiones de una no
obligaban en el territorio del otro y viceversa. En 1919 se quiso reformar el
sistema y se creó la Asamblea de la Iglesia (Church Assembly) para todas las provincias eclesiásticas de la
comunión. Consiste como el Parlamento de Westminster, en tres Cámaras: la alta
en la que toman su puesto los obispos de cargo vitalicio; la baja integrada por
miembros del clero que no entran en la anterior; y la de los seglares (House of the Laity)
compuesta de miembros nombrados ex officio para ese
cargo. Estos últimos, hombres o mujeres, vienen elegidos por sus respectivas
parroquias en las que todo miembro bautizado, aunque no sea practicante, tiene
derecho a la votación. En 1955 la Asamblea contaba con 734 miembros divididos
de la siguiente manera: 43 obispos, 344 miembros del clero y 347 seglares. El
funcionamiento se parece en todo al del Parlamento nacional. Los poderes de la
Asamblea son a la vez amplios y sumamente restringidos. Hay toda una serie de
temas administrativos, misioneros y pastorales en los que la corona no tiene
interés alguno en intervenir y en éstos la iglesia establecida puede proceder
con independencia. En cambio, le está prohibido «pronunciarse en ninguna
doctrina de la iglesia de Inglaterra o en cuestiones de teología». Tiene que
tener, además, cuidado de no «entrometerse» en asuntos que perjudiquen de
alguna manera a las prerrogativas de la corona o del Parlamento, ni en suscitar
problemas que puedan ser causa de fricción entre cualquiera de las tres ramas
del anglicanismo. En estos casos, lo sabe por experiencia, el Parlamento que
siempre vela por la preservación de la paz, intervendrá para poner un veto a
sus medidas.
La estructura orgánica de la iglesia
de Inglaterra es eminentemente jerárquica, por lo tanto, con distinción clara
entre ministros ordenados y miembros seglares de la comunidad. Las categorías
de órdenes anglicanas son cuatro: tres para hombres (obispos, sacerdotes y
diáconos) y una para mujeres: las diaconisas. El episcopado ha sido un grado
honorabilísimo en Inglaterra. Durante largo tiempo se defendió el carácter de
sucesión apostólica ligado intrínsecamente al mismo. Desde hace un siglo las
opiniones se han diversificado entre quienes mantienen todavía la doctrina
tradicional y el grupo, cada vez más numeroso, de aquéllos que profesan un
episcopado meramente histórico. La controversia es aún de actualidad, aunque,
tras las decisiones de la Conferencia de Lambeth en
favor de la unión de la iglesia del Sur de la India, se haya dado un paso decisivo
—y creemos que falso— en la solución del problema, con peligro de que de aquí a
poco tiempo la sucesión apostólica venga a limitarse a los grupos nunca
numerosos del anglo-catolicismo Los sacerdotes anglicanos (en general no gustan
ser llamados pastores ni ministros) reciben su dignidad por la ordenación que
les confiere el obispo. Este —con asentimiento del patrón si es que se trata de
lugares apartados de las grandes ciudades— los destina a servir en una parroquia.
Hay destinos que son vitalicios y otros que son temporales. Con frecuencia, la
permanencia más o menos larga depende del rico terrateniente o industrial que
es el que, casi como en tiempos medievales, continúa siendo el verdadero señor
de la iglesia local y el que mantiene en parte a su vicario o incumbente, nombres distintos para designar a los que entre
nosotros se llaman párrocos.
Hubo épocas en que la iglesia
establecida se gloriaba de la esmerada educación de sus clergymen: eran hombres que,
después de haber asistido a alguno de los colegios de segunda enseñanza (Public Schools), habían
continuado sus estudios en Oxford o en Cambridge. Hoy sus publicaciones se
quejan de dos cosas: del descenso cultural de una buena parte del clero
(procedente de las clases humildes) y de las dificultades halladas en su
reclutamiento. En la actualidad la iglesia de Inglaterra es probablemente la
denominación que tiene mayor número de parroquias abandonadas por falta de
quien se ocupe de ellas. Con la carestía y las exigencias de la vida moderna,
la vocación clerical ha perdido casi todos los atractivos de otras épocas y no
se puede abrazar sino por pura vocación y amor a las almas. Una gran mayoría
del clero está casado y encuentra una ayuda eficaz en la colaboración de la
mujer. Nos dice un autor que, «debido a las dificultades materiales de la vida,
las familias de los pastores tienen cada vez menos hijos». Eso nos explica en
parte la laxitud de la iglesia oficial en materia de reducción de la natalidad.
El orden del diaconado nunca ha
estado definido exactamente en el anglicanismo. Sin embargo, en la práctica sus
miembros han figurado siempre como auxiliares de sus sacerdotes. El cargo es,
por lo común, temporal y constituye un período de prueba o de espera para el
presbiterado. Al contrario, las diaconisas permanecen durante largo tiempo o
indefinidamente en su cargo. Su ordenación se hace por la imposición de manos y
la bendición del obispo a cuyas órdenes trabajan. Por razones prácticas, las
diaconisas están excluidas del matrimonio. Estos últimos años ha surgido en el
anglicanismo la cuestión de la ordenación (para pastoras) de las mujeres. Hubo
un momento en que se creyó factible la cosa ya que las peticiones —muy escasas
al tratarse de las diaconisas— empezaban a abundar cuando se las propuso para
una orden superior. Hasta se llegó a ordenar a alguna que otra en países de
misiones. Sin embargo, la reacción fría con que el episcopado recibió la
sugerencia, ha dejado por el momento sin resolver la cuestión.
Al lado de este clero, hay en la
iglesia anglicana toda una serie de puestos, siempre subalternos, reservados a
los seglares. No vamos a entrar en la descripción minuciosa de ellos ya que,
en sus líneas generales, coinciden con los que existen en nuestras parroquias o
en nuestras diócesis. Hay, sin embargo, un oficio ya abandonado entre nosotros
que todavía conserva su rango en el anglicanismo : es el de los lectores (lay-readers), designados especialmente por el obispo con el fin
de suplir al ausente pastor. Tienen a su cargo la dirección de algunos servicios
religiosos, pueden predicar y en ocasiones hasta «distribuir el cáliz en la
Sagrada Comunión». Desde hace algunos años, la creación del Consejo parroquial
(Parochial Church Council)
ha dado una mayor participación a los seglares. «El Consejo es, en gran parte,
responsable de las finanzas parroquiales, del cuidado, preservación y
adquisición de la fábrica parroquial, de los ornamentos eclesiásticos, etc.
Tiene derecho, cuando la parroquia queda vacante, de sugerir al patrón la clase
de sucesor que les gustaría tener o de acudir al obispo caso de que se les
envíe un incumbente que no es de su gusto».
Este es el momento de mencionar la
existencia de órdenes religiosas masculinas y femeninas en la iglesia
anglicana. Es una nota que la distingue claramente de las demás iglesias de la
Reforma. Por lo común, pertenecen a la High Church ya
que, aun históricamente, son una de las consecuencias del movimiento de Oxford.
La primera de ellas, la Orden de la Santa Trinidad, fue fundada en 1849. Desde
entonces se han sucedido las fundaciones: la comunidad de Todos los Santos, la
de Santa Margarita, la Sociedad de San Juan Evangelista, las comunidades de la
Resurrección y de la Anunciación, etc. En los primeros decenios, se trataba de
comunidades de vida mixta (oración y apostolado), pero desde 1907 existen
también congregaciones de vida puramente contemplativa como la Orden del Amor
Divino y otras. En general, estas comunidades desempeñan un papel
importantísimo dentro de la iglesia anglicana. Muchos de sus miembros trabajan
como verdaderos apóstoles con los pobres; otros se dedican a fomentar la vida y
los estudios litúrgicos; un tercer grupo a predicar y dar los Ejercicios Espirituales,
etc. En misiones han realizado una heroica labor. Baste recordar, y es solo un
ejemplo, los trabajos y la lucha en favor de la integración racial llevada en
el África del Sur por el ya famoso P. Trevor Huddleston.
Desde 1930 existe un organismo especial para relacionar a estas comunidades
religiosas con los obispos que. en tiempos no lejanos, trataban con cierto
desprecio la colaboración de aquéllas.
El anglicano medio (seglar o eclesiástico)
está plenamente persuadido de que, sea lo que fuere de otras fallas de su
iglesia, ésta posee una de las liturgias más bellas del mundo. Aun aquellos
miembros de la comunidad que no se preocupan demasiado de la práctica de la
religión, acudirán de vez en cuando a sus servicios religiosos para gozar ese
algo tan nacional y tan emocionante que el anglicanismo ha sabido guardar en
ellos...
Uno de sus autores modernos ha creído
hallar el secreto de atracción de la liturgia anglicana en las siguientes
características. Primero, en el empleo de oraciones litúrgicas estereotipadas.
Muchas de las demás iglesias protestantes emplean abusivamente en la liturgia
la improvisación que, si en momentos puede ser emotiva, se rebaja con
frecuencia a lo ordinario, y casi a lo vulgar. Al inglés le gusta que, al
dirigirse al Altísimo, se haga con frases bien escogidas y menos indignas de
la infinita Majestad. Segundo, en el carácter arcaico de sus preces y de toda
su liturgia. Esto se nota en la composición gramatical de las frases que le
recuerdan las de los grandes clásicos de su literatura. El anglicanismo ha
querido además preservar una buena parte de la himnología católica antigua. El Te Deum, el Magníficat, etc., constituyen
algunos de sus trozos más gustados. Naturalmente, el empleo del idioma patrio
hace asequibles estos tesoros que para nosotros permanecen con frecuencia
enterrados. Tercero, «en el espíritu de dignidad y de austeridad que colorea
toda su liturgia». Importantísimo, porque el inglés es por naturaleza serio y
poco amigo del alboroto. Desea ver esa seriedad en la música y en la letra de
sus himnos; en el ornato de sus templos y hasta en la gesticulación de sus
oradores. Mucho de esto, que a nosotros nos parece insípido y árido, a él se
le hace ideal. Aun el mismo «Amén», contestado por la congregación, se debe de
hacer con una mesura diversa de la mayoría de las iglesias de la Reforma
El culto anglicano se regula según
las rúbricas del tantas veces citado Book of Common Prayer que contiene su devocionario oficial, el calendario litúrgico, el ritual de las
ceremonias, las porciones bíblicas empleadas en la liturgia, etc. En diversas
ocasiones han quedado apuntados sus orígenes y las vicisitudes por las que ha
pasado el Libro desde los comienzos hasta nuestros días. Fue compilado por Cranmer y los suyos para acomodar la liturgia católica a
las necesidades de la nueva iglesia. Se buscaba, además, que el pueblo fuese
olvidando poco a poco «la antigua religión» y se afeccionara a la nueva. Para
ello les iban a servir admirablemente las siguientes medidas: la preservación
de una buena parte de los elementos litúrgicos anteriores; su traducción al
idioma nacional; y la imposición de su uso a todos por medio de diversas «Actas
de Uniformidad». El libro fue «protestantizante» o «catolizante» según los períodos. Desde 1662 hasta
principios del siglo actual, permaneció sin retoques de importancia. Como
indicamos más arriba, los intentados en 1922 no lograron la aprobación
parlamentaria. Sin embargo, se están aplicando en muchas partes, aunque de
modo no obligatorio. La principal ventaja de la novísima mutación consiste en
la cantidad de normas y ritos opcionales (Altemative Orders) que contiene, lo que permite su uso o su abandono
según las teorías o la mentalidad de quienes los emplean. Por eso el
anglicanismo continúa siendo litúrgicamente para los evangélicos una copia más
o menos exacta del culto protestante teniendo como centro el sermón, la lectura
de la Biblia y el canto de himnos, y para los anglo-católicos la imitación
bastante aproximada de lo que ha sido siempre la liturgia romana.
El anglicanismo tiene su calendario
litúrgico propio que, con la elasticidad que acabamos de indicar, se aplica
después a las diversas corrientes de la comunión. Externamente no es fácilmente
distinguible del calendario católico. El año empieza por el Adviento, continúa
con el ciclo de Navidad, con la Cuaresma, el tiempo de la Pasión y termina con
el ciclo de Pentecostés. Tiene sus fiestas movibles que se conocían hasta
ahora con el nombre de Red Letter Days (días de letra roja) que son 26, y sus Black Letter Days (días de letra negra) que son setenta y cinco. La
iglesia anglicana venera la memoria de muchos santos de la Iglesia antigua y
algunos de la medieval, además de aquellos que tuvieron parte especial en la
predicación del Evangelio en las Islas Británicas. Los santos están catalogados
en mártires, obispos, doctores, confesores, misioneros, etc. No faltan siquiera
los santos patronos de pueblos y ciudades. Para no ser menos que los católicos,
los anglicanos tienen marcados en su calendario los días de ayuno y de
abstinencia, los de témporas y las grandes vigilias de las fiestas cristianas.
Respecto de las fiestas de la Virgen, el calendario de la Iglesia establecida
indica algunas de las observadas ya por la Iglesia de los diez primeros siglos,
dejando a los anglicanos añadir muchas de las demás.
Entre los oficios litúrgicos
anglicanos de mayor importancia hay que mencionar sus servicios religiosos
matutinos y vespertinos y su comunión. La costumbre prevalente en muchas de sus
iglesias consiste en celebrar los tres servicios cada domingo y los dos
primeros, al menos a veces, durante ciertos días de la semana. Por lo demás, la
frecuencia depende en gran parte del celo del pastor y de la asistencia de los
feligreses. Ni en esto ni en otras prácticas de culto impone la iglesia de
Inglaterra a sus fieles nada que pueda parecerse a nuestra obligación bajo pecado
mortal. Los servicios religiosos matutinos y vespertinos conservan hondas
reminiscencias de los maitines y de las vísperas que recita cada día el
sacerdote católico. En ambos el fondo está formado por la recitación de los
salmos, la lectura de trozos bíblicos, el canto de himnos y la recitación del Pater noster y el Símbolo
apostólico. Estos se mezclan con colectas y con una especie de diálogo que se
entabla entre el pastor y los fieles. Con frecuencia aquél añade algunas
oraciones especiales o un pequeño sermón de circunstancias o de materias
morales. Por lo que uno puede ver en las grandes ciudades inglesas, la
asistencia a este culto en común es bastante escasa. Se trata, con todo, de un
acto que al devoto anglicano le infunde mucha devoción y de algo que, aun en el
caso de que vuelva a la Iglesia Católica, le es difícil desprenderse. De ahí
el espectáculo —tal vez único en la Iglesia— de grupos numerosos de
convertidos que en la catedral católica de Westminster, Londres, asisten mañana
y tarde a acompañar al capítulo catedralicio en el canto del Oficio Divino,
aunque éste se haga en latín.
En lo que respecta a la comunión, «el Prayer Book, nos dice Johnstone,
nunca especifica el grado de ritualismo que ha de emplearse en la ceremonia, lo
que parece significar que en ella se ha de emplear la liturgia tradicional».
Con todo, advierte el autor a sus lectores que, si asisten a este culto en
diversas partes de la iglesia anglicana, «estén preparados para verlo celebrar
del modo más distinto imaginable». En algunas partes no verán más que a un
solitario pastor que, desde el altar y sin ningún acompañante, recita las
palabras de la consagración, para distribuir inmediatamente la comunión a los
fieles. En otras, en cambio, se reproducirán casi todas las ceremonias de la Misa
romana. «Está bien, concluye Johnstone, que haya esta
variedad tan en consonancia con la comprehensividad de la iglesia anglicana».
En lo que pudiera llamarse la
liturgia anglicana equidistante de ambos extremos, la comunión se celebra de
la siguiente manera. Se empieza con la oración del Padre nuestro, la oración
(colecta) y la epístola. Con frecuencia se añade también la recitación de los
Diez Mandamientos. Vienen después la lectura del evangelio del domingo o de
las fiesta y el sermón, aunque este último vaya perdiendo mucha de la
importancia, sobre todo cuando a la comunión han precedido los maitines. El
ofertorio comprende, por parte del ministro, la oblación del pan y del vino y,
por parte de los fieles, el óbolo de su contribución. Algunos pastores han
introducido una procesión interior para trasladar estas oblatas ofrecidas por
los fieles desde la puerta de la iglesia hasta el altar. Un prefacio introduce
a la ceremonia de la oración central durante la cual el ministro recita sobre
el pan y el vino las palabras de la consagración. No se han apagado todavía
entre los anglicanos las discusiones relativas a las fórmulas que se deben
usar. Estas han cambiado con frecuencia y su uso depende en gran parte de las
preferencias del pastor. Inútil parece indicar que, bajo el punto de vista
católico, no existe verdadera consagración porque quienes pronuncian sus
sacrosantas palabras, no han sido debidamente ordenados. Nótese también la
ausencia casi total de la idea de sacrificio a lo largo de toda la ceremonia.
El primitivo anglicanismo, fiel en esto al pensamiento de la Reforma, quiso
deshacerse totalmente de él, aunque en épocas posteriores haya habido conatos
de sustituirlo, pero sin conseguir darle la centralidad que tenía en la mente
de Cristo y que ha sido conservada en la Iglesia Católica. A la consagración
sigue inmediatamente la distribución del pan y del vino a los fieles quienes lo
pueden recibir de rodillas o de pie. A la recepción sigue la recitación del
Padre nuestro, la fórmula de absolución y una nueva oferta de los fieles al
Señor. Toda la ceremonia eucarística termina con el Gloria in excelsis, una oración de
post-comunión y, en algunos sitios, con la última bendición. «En la actualidad,
escribe Gill, casi todas las iglesias celebran la comunión cada domingo. La
razón por la que esa no ha sido una característica regular del culto anglicano
hay que buscarla en el hecho de que el punto central de toda la ceremonia
eucarística se halla concentrada en la comunión de los fieles, mientras que la
idea de sacrificio o queda subordinada a aquélla o está totalmente eliminada
como elemento integrante del culto. Por lo mismo, la celebración del culto que
se llama eucarístico depende de la circunstancia de que acudan comulgantes o
no. El Libro de las Preces prohibe su celebración
caso de que no haya al menos tres que comulguen junto con el ministro. Un
servicio eucarístico en el que comulgue solamente el ministro, es inconcebible
en la iglesia anglicana».
Además de los dos actos litúrgicos
principales que acabamos de explicar, el Prayer Book
contiene una gran cantidad de «servicios adicionales» (Additional Services) que completan su rica liturgia. La
administración de los sacramentos —y no solamente de los dos computados
estrictamente como tales— se rige por normas bien determinadas. Las visitas a
los enfermos, la bendición de los edificios, los funerales, los cantos
navideños y hasta la «Devoción de las Tres Horas» del Viernes Santo, suponen la
existencia de una riqueza de sacramentales aunque a veces teológicamente se
niegue su valor.
MISIONES
Y ECUMENISMO
Como indicamos al principio del capítulo,
la «comunión anglicana» está integrada no solamente por la iglesia establecida
de Inglaterra, sino además por las comunidades que en el resto de las Islas
Británicas, de Irlanda, de los Estados Unidos, Canadá, Australia, África del
Sur y Nueva Zelanda —así como en sus tierras propiamente de misión— se asocian
en doctrina y en liturgia al primitivo anglicanismo. Dediquemos ahora nuestra
atención a los grupos incluidos en esta última categoría. Los comienzos
misioneros del anglicanismo no fueron brillantes. «Hasta fines del siglo XVIII,
escribe un autor, los esfuerzos misioneros de la iglesia de Inglaterra fueron
pocos, débiles, intermitentes y llevados a cabo por instrumentos que ni
siquiera eran anglicanos... En cambio, cuando en 1799, un grupo de evangélicos
se reunió para fundar la Church Missionery Society (C. M. S.), el anglicanismo dio una nueva
dimensión a las palabras de su credo: 'creo en una iglesia, santa, católica y
apostólica'. Con todo, tampoco se crea que la idea suscitó entusiasmo entre
quienes estaban satisfechos con su propia situación. No se hallaban
voluntarios anglicanos para la empresa hasta el punto de que el reclutamiento
de casi todos los misioneros del C. M. S. se hizo entre luteranos venidos de
Alemania. Los obispos se negaron a ordenar candidatos para las misiones... No
está mal que quienes hoy recuerdan su historia, caigan en la cuenta de las
aflicciones y de los desengaños por los que hubieron de pasar aquellos
primeros misioneros.
Hay un detalle que salta
inmediatamente a la vista del observador y que contrasta grandemente con la
labor misionera de la mayoría de las iglesias protestantes. Fuera de casos
aislados, el anglicanismo empezó y continuó durante largo tiempo sus misiones
en territorios dependiente de la corona británica o en puntos donde esta
ejercía un gran influjo político y comercial. Sus misiones se pueden llamar en
este sentido «apéndices del expansionismo colonial», en otras palabras,
complemento del influjo que sus políticos y sus militares habían extendido a
aquellos territorios. Esto podría parecer extraño en un país cuya política en
general —sobre todo a lo largo del siglo XIX— no tomaba excesivamente en la
cuenta el factor religioso. Sin embargo, los hechos contradicen a esta opinión
y el estudio de los grandes políticos y pensadores de la época (Pitt, Burke. Wilberforce, Castelreagh, Gladstone, Payne, Disraeli, etc.), o algunas
de las declaraciones formales de la reina Victoria, nos convencerán del
importante papel asignado a las misiones en la política nacional. Este fenómeno
se entenderá mejor cuando se comprenda el sentido filantrópico y social que Inglaterra
quiso desplegar en sus avances coloniales como parte integrante de la pax brittanica que llevaba a sus nuevos súbditos. La inspiración procedía en gran parte de
aquel grupo de evangélicos que, con Wilberforce al
frente, formaban desde principios del siglo el famoso Clapham Sect, dedicado en cuerpo y alma a la mejora de las
condiciones sociales de las gentes dentro y fuera de la nación. «No es posible,
dice Ernest Payne, exagerar
su influjo en la vida social y religiosa de su tiempo ni la deuda contraída
por Inglaterra con ellos... La secta, que ya era potentísima por sus intereses
financieros y su autoridad política sobre todo en su lucha contra la
esclavitud, se interesó siempre por aquellas sociedades misioneras y
filantrópicas surgidas después de las luchas napoleónicas. Algunos figuraban
entre sus fundadores y pocas de ellas hubieran podido crearse sin su apoyo.
Newton, Wilberbore, Thornton, Venn, Cecil, Scott, Wood y Pratt eran miembros de la C. M. S. Varios de ellos formaban parte del primer comité
de la Sociedad Bíblica Británica. Casi todos estaban en el grupo fundador del
Instituto africano. Al formarse la Religious Tract Society, ésta se benefició
grandemente de su ayuda y de su consejo... En otras palabras, eran hombres que
estaban tomando parte importante en los cimientos de lo que vendría a ser la
iglesia universal de nuestros días».
Un brevísimo recorrido a sus campos
de misión nos ayudará a tener cierta idea aproximada de los resultados actuales
de aquella iniciativa evangelística. Empecemos por
el Cercano Oriente. En junio de 1957, debido principalmente a las circunstancias
que acompañaron a los incidentes del canal de Suez, la iglesia anglicana
nombró su primer arzobispo de Jerusalén poniendo bajo su jurisdicción a los
obispos de Egipto, Libia, Sudán, Irán, Jordania, Siria y Líbano. Se trata, como
se sabe, de regiones estrechamente ligadas durante mucho tiempo a la corona inglesa.
En la empresa misionera de las mismas toman parte varias ramas anglicanas. Últimamente
empiezan a intervenir los episcopalianos norteamericanos, sobre todo en aquellos puntos donde las autoridades no ven con
buenos ojos la presencia británica. La región es poco próspera desde el punto
de vista misionero: en Egipto los anglicanos tienen sólo diez lugares de culto
regidos por once misioneros y una comunidad total que no pasa del millar,
incluidos los súbditos británicos; en el Irán sus 35 misioneros trabajan
principalmente en obras sociales, tienen ocho capillas y los adeptos apenas
llegan a los quinientos. En Israel, Jordania, Líbano e Iraq su situación no
aparece clara: en las estadísticas de 1952 tenían dos misioneros residentes en
Iraq y uno en Israel. En cuanto al Líbano, trabajaban allí unos 35 miembros del
British Syrian Mission que
uno no sabe si poder identificar con la iglesia establecida. El único país
donde la C. M. S. tenía 25 misioneros extranjeros, coadyuvados por más de un
centenar de nacionales, era en Jordania donde la comunidad total era de 3.643
miembros.
En dirección Este, los ojos del
lector se encuentran con todo un grupo de territorios que, hasta hace poco,
fueron posesión de Inglaterra: la India, Afganistán, Birmania, Siam, península
malaya, Hong-kong, Borneo e islas adyacentes. Todos
ellos constituyeron, desde los comienzos, campos predilectos misioneros de la
iglesia establecida. Evidentemente el más extenso y fértil de todos fue el de
la India, que entonces comprendía también a Ceilán, Birmania y Pakistán. En
ellos había puesto el anglicanismo sus mejores esperanzas. El país estaba
dividido por regiones de modo que cada gran ciudad tuviese uno o varios centros
importantes de la iglesia establecida. Sus obras de beneficencia, sus colegios
y universidades, así como el celo de sus misioneros y predicadores, constituían
un ejemplo viviente de la actividad de la C. M. S. que en 1952 contaba con un
total de 426.000 miembros de comunidad total y unos 150 misioneros británicos.
Sus enviados han trabajado también muy activamente entre las tribus aborígenes
de Chota Nagpo. Eclesiásticamente, la India ha
quedado dividida en diócesis al estilo de la metrópoli con un arzobispo (el de
Calcuta) y dieciséis metropolitanos. El anglicanismo indio comenzó pronto a dar
señales impacientes de independencia. El primer resultado tangible de estos
conatos fue la constitución (en 1947) de la iglesia del Sur de la India en la
que, por parte anglicana, participan las cuatro diócesis meridionales de
Madrás, Dorkanel, Tinnevelly y Travancore, junto con grupos presbiterianos,
metodistas y congregacionalistas. La nueva criatura ya no quiere pertenecer a
la comunión anglicana, aunque las sociedades de la iglesia establecida
continúen ayudándola con dinero y personal y, lo que es más, reconociendo los
obispos, presbíteros y diáconos de la misma y estableciendo con ella una
«limitada comunión». El tiempo dirá lo que nos puede dar esta unión que ya está
elaborando su liturgia, su teología, su práctica de ordenación de mujeres y toda
una serie de innovaciones. Se están preparando semejantes planes unitivos para
el Norte de la India y para Ceilán. Es fácil que la Conferencia de Lambeth, cogida entre la espada y la pared, adopte una
resignada actitud de aceptación de hechos consumados antes de dejar que se le
escapen de las manos territorios en los que ha invertido tanto en hombres y en
dinero.
Moviéndonos todavía más hacia las
tierras del Sol Naciente, tenemos en primer lugar las cálidas regiones, apenas
independizadas, de la península malaya y de algunas islas esparcidas en los
mares del Sur. En Malaya la principal labor de los anglicanos se ha concentrado
en Singapore y en las regiones adyacentes. Cinco mil
miembros practicantes no son, a la verdad, un resultado excesivamente satisfactorio
para una labor de más de un siglo y entre una población que ha gozado de paz y
de una relativa prosperidad. Con todo, la iglesia está bien establecida y posee
sus colegios, seminarios, catedral, etc. En Borneo la labor principal se concentra
en la conversión de las tribus aborígenes. Colaboran en ella también los
anglicanos de Australia. Parece que en algunos de los centros, por ejemplo
Dayak y Kuching, existe una vida religiosa más intensa. La comunidad anglicana
total es de 10.000 a cargo de una veintena de pastores, de ellos la mitad
extranjeros. En las Islas Filipinas el trabajo misionero está a cargo de los episcopalianos norteamericanos. Trabajan en la capital, en Zamboanga y en el Norte de Luzón, sobre todo entre
los igorrotes. En las estadísticas no se nos dan cifras concretas de sus
seguidores probablemente por estar incluidas en la United Church of Christ in the Philippines, en la que entran
con otros varios grupos de iglesias. De todas maneras, sus seguidores no son
muchos. Desde hace algún tiempo están queriendo atraerse a los anglicanos
que, separados de la Iglesia católica, andan un poco a la busca de quien les
tienda una mano. Hong Kong ha sido —en el sentido más literal de la palabra—
una de las rocas fuertes del anglicanismo en el Extremo Oriente. En 1950 se separó
de la iglesia anglicana china. Posee su obispo, sus escuelas y colegios y sus
magníficos hospitales. En la actualidad su jurisdicción depende directamente
del arzobispo de Canterbury.
Dos grandes territorios completan el
mapa anglicano del Extremo Oriente: la China y el Japón. En éste trabajan los
anglicanos desde hace un largo siglo, pero sin concentrar en él el grueso de
sus fuerzas. Su organización recibe el nombre de Nippon Sei Ko Kai.
La labor es varia: predicación directa, colegios de segunda enseñanza, ayuda a
los universitarios, etc. Su obispo presidente (Presiding Bishop) reside en Kobe. El caso ha sido distinto con
China que, ha representado después de la India, uno de sus campos predilectos
de misión. Antes de la segunda guerra mundial, la Sheng Kung Hui tenía en el territorio a más de 360 misioneros y un total de 40.000
miembros. Sus florecientes diócesis del Norte, del Centro, del Sur y del Oeste
figuraban —al lado de sus magníficos hospitales y centros educativos— entre los
grupos mejor instalados en el país. Contaban con un abundante clero nacional y
con una docena de obispos, más de la mitad nacionales. Al tiempo de la ocupación
comunista, casi todos ellos —los extranjeros habían sido expulsados— pasaron
sin dificultad al campo adversario. Hoy sus obispos, convertidos en juguete del
comunismo, constituyen una de las mejores armas del régimen para propagar a
todo el mundo «la neutralidad del marxismo» en materia religiosa. Algunos de
estos viajan (naturalmente con pasaportes y fondos comunistas) por el
extranjero proclamando las maravillas del nuevo régimen. En recompensa, parece
que los amos rojos les permiten mayor libertad de acción, al menos momentánea,
que a otros grupos. El espectáculo del anglicanismo chino que, apenas sin una
queja, se ha plegado de esa manera a los postulados comunistas, ha hecho a
muchos reflexionar hasta dónde puede llegar la comprehensibilidad de la iglesia fundada por Enrique VIII, Lo extraño no es el modo con que sus
seguidores del continente chino defienden su situación (probablemente no
pueden hacerlo de otra manera), sino la facilidad con que sus colegas del Oeste
justifican aquella actitud pensando que «no es imposible que, por medio de la
experiencia de los anglicanos chinos, Dios esté comunicando un mensaje vital al
resto de la Iglesia»
Otro de los grandes campos misioneros del anglicanismo está en el África. Sus pioneros constituyeron ya un elemento primordial en la moderna colonización del continente y ocupan en la actualidad un importante puesto en la cristianización del mismo. En el África occidental los anglicanos trabajan en Gambia, Sierra Leona, Liberia, Costa de Oro y Nigeria. En 1951 el arzobispo de Canterbury abandonó la jurisdicción que ejercía sobre la región para traspasarla al nuevo metropolitano de Lagos que tiene bajo su jurisdicción nueve diócesis, regidas por ocho obispos residenciales y cinco auxiliares, de ellos seis europeos y los demás africanos. No todas las zonas tienen la misma importancia bajo el punto de vista misionero: en Gambia apenas hay 100 anglicanos y en la Costa de Oro su número es todavía menor. En Iberoamérica hemos de distinguir claramente la labor misionera realizada por la iglesia anglicana en territorios pertenecientes a la corona británica y la llevada a cabo por los episcopalianos norteamericanos en el resto del hemisferio. Respecto de la primera, se nota un fenómeno singular: la proporción relativamente elevada de adeptos que tiene la iglesia establecida en relación con la pequeñez del territorio y, a veces, aun en relación con el número total de habitantes. El hecho se debe en parte a la permanencia anglicana de más de 250 años en esos territorios y a la labor relativamente fácil hecha entre aquellas poblaciones de color que no se atrevían a oponerse a la voluntad de la iglesia de sus nuevos amos. La distribución de adeptos depende de varios factores: es muy elevada en los territorios que, ya desde los comienzos, pertenecieron a Inglaterra y entre los que durante mucho tiempo fueron posesión de España o de Francia. Islas como la de Barbados tienen el 97 por 100 de población anglicana. En cambio, en otras el porcentaje es mucho menor. La organización eclesiástica de estos territorios data desde antiguo y
se rige según las líneas del anglicanismo británico. Dependen en su
jurisdicción de obispos propios y éste del primado de Canterbury. La vida
religiosa de estas zonas varía según los sitios, pero por lo que se deja
vislumbrar en sus publicaciones (y que halla confirmación plena en los testimonios de los sacerdotes católicos) es en
general pobre y, desde el punto de vista moral, baja. Hay también quejas
continuas de escasez de clero y de urgentes peticiones —por lo general no
correspondidas— a la iglesia madre de Inglaterra en busca de refuerzos con qué
salvar la angustiosa situación.
El resto del hemisferio —por lo que al anglicanismo se refiere—, está en manos de la iglesia episcopaliana de los Estados Unidos. Sus misioneros trabajan en una buena parte de las repúblicas. El hemisferio ha quedado dividido en distritos misioneros y en misiones propiamente dichas. Méjico cuenta con su propio obispo y su iglesia episcopal mejicana que, sin embargo, no presenta un aspecto muy esperanzador. En Cuba los episcopalianos trabajan desde principios de siglo y están esparcidos por toda la isla. Algo parecido ocurre en Haití donde una tropa de catequistas episcopalianos se dedica a bautizar a los candidatos sin apenas ninguna preparación. Lo que en su vocabulario se llama zona del Canal incluye, además de Panamá, las repúblicas de Colombia, Costa Rica y Nicaragua. Puerto Rico constituye una diócesis sui generis de la iglesia episcopal. El obispo de la Argentina ejerce su jurisdicción sobre la república de dicho nombre y sobre Bolivia, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú, Uruguay y las Islas Falkland. En cambio, en el Brasil su expansión es indudablemente mayor. Tienen dividido el territorio en tres diócesis (Norte, Centro y Sur) y de los tres obispos, dos son ya brasilianos. Para evitar conflictos, el arzobispo de Canterbury confió a los obispos norteamericanos o brasilianos dependientes de los mismos su jurisdicción sobre todos los fieles que digan pertenecer a dicha iglesia. Después de los trabajos misionales vienen
las relaciones ecuménicas. En esta especie de carrera contra reloj que existe
entre las iglesias de la Reforma en su marcha hacia el unionismo, la iglesia de
Inglaterra ocupa su puesto de importancia. Más aún, son muchos los autores que
están convencidos de que su cualidad de «iglesia-puente», sus teorías de la
«vía-media» y su principio de comprehensividad, le
dan. algo así como una vocación especial para desempeñar ese papel entre las
demás iglesias separadas. Entre los varios modos de manifestar esa ecumenicidad
mencionemos los siguientes: las Conferencias de Lambeth,
los conatos de entenderse con las demás conferencias no episcopalianas y su activa participación en el Consejo mundial de las iglesias.
Las Conferencias de Lambeth, comenzadas en 1867, se han ido repitiendo con
intermitencias mayores o menores hasta la última de 1958. En ellas toman parte
las diferentes ramas de la comunión; y esto, piensan ellos, es lo que les da
ese carácter de ecumenicidad. Aunque algunos de los temas tratados sean de
alcance universal, la mayoría se reduce a solucionar problemas domésticos. Según
el obispo Neill, testigo personal de varias de las
reuniones, «las declaraciones de los Padres han alcanzado pocas veces el nivel
de una auténtica inspiración y ha habido en ellas una excesiva tendencia a la
verborrea, a las consideraciones piadosas y a un tratamiento superficial de los
temas de mayor gravedad... Tampoco han sabido resistir a la tentación de tomar
resoluciones sobre todos los temas imaginables». Sin embargo, el autor piensa
—con candor algo infantil— que «en estos tiempos en los que la Iglesia de Roma,
no celebra más Concilios, las reuniones de Lambeth han llenado casi todas las funciones (?) que se reservaban antes a los
Concilios generales». Uno de sus resultados más conocidos fue el de su «Llamada
a la unidad» (Appeal to All Christian People') de 1920. La proclama había sido provocada por el
«incidente de Kikuyu» (África oriental) en el que
varios obispos anglicanos habían intentado unirse con presbiterianos y
metodistas y, como medida inicial, habían participado con ellos en una
celebración eucarística. El hecho causó escándalo y protestas entre otros
obispos anglicanos del África. La cuestión quedó remitida al primado de
Canterbury, Davidson, quien se contentó con la
respuesta sibilina de que «lo sucedido había sido sin duda agradable a Dios,
aunque no debía repetirse en lo futuro». Esto animó a los dirigentes del
anglicanismo a lanzar al mundo aquella «Llamada a la unidad» en la que
presentaban a su iglesia dispuesta a recibir «a todos los que creen en
Jesucristo y han sido bautizados en el nombre de la Santísima Trinidad». En el
documento se afirmaba que todas las iglesias han sido culpables de la
separación y que lo importante es volver a formar de nuevo una Iglesia «genuinamente
católica, fiel a la verdad y preparada a congregar en vínculo de amistad a
todos los creyentes». Con este fin se proponía una fórmula breve que se llamó
«El Cuadrilátero de Lambeth, por razón de los cuatro
puntos que allí se proponían para la reunión. Eran estos:
1) Reconocimiento
de las Sagradas Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento como 'contenedoras
de todas las verdades necesarias a la salvación’ y como 'regla suficiente y
última de la fe’;
2) El
Credo de los apóstoles como símbolo bautismal y el Credo niceno como declaración
suficiente de la fe cristiana;
3) La
aceptación de los sacramentos ordenados por Cristo en persona —el bautismo y la
Cena del Señor—, administrados indefectiblemente según las palabras de la
institución y empleando los elementos prescritos por Cristo;
4j Reconocimiento del episcopado
histórico, adoptado localmente por lo que respecta a los métodos de su
administración a las diversas necesidades de naciones y de pueblos llamados por
Dios a la unidad de su Iglesia.
De todos estos puntos, el más
delicado (a pesar de la flexibilidad de la nomenclatura empleada) era sin duda
el relativo al episcopado, aun el meramente histórico. Con todo, esto ofreció
al anglicanismo ocasión para mostrar una vez más su espíritu de adaptabilidad
(empleamos la palabra más suave) que a no pocos se les hizo sospechosa. La
explicación ofrecida se reducía a lo siguiente: «la iglesia anglicana no pone
en duda por un momento la realidad espiritual del ministerio ejercido por
aquellas comuniones que no poseen el episcopado histórico; al contrario,
reconoce las muchas bendiciones que el Espíritu Santo ha derramado sobre ellos
como medios efectivos de su gracia». Más aún, el anglicanismo está dispuesto a
entrar con ellos en algún arreglo y a llegar a cierto acuerdo respecto del
intercambio de pastores y de ministerios distintos de los del régimen episcopaliano. No se trata de que unas iglesias queden
absorbidas por otras. «Pero sí pedimos que todas se unan en un gran esfuerzo
común con el fin de manifestar al mundo la unidad del Cuerpo de Cristo por la
que El oró».
La iglesia anglicana ha desarrollado
una ingente actividad para entablar contactos y para entrar en arreglos con
las demás ramas del cristianismo. Para los católicos el hecho más notable lo
constituyeron las Conversaciones de Malinas (1912-26) entre lord Halifax y el
cardenal Mercier. Las tentativas por atraerse a los
ortodoxos han sido mucho más frecuentes. El hecho de que con bastante frecuencia
los orientales hayan constatado su imposibilidad de aceptar el laxismo
doctrinal típico del unionismo anglicano, no parece desanimarlos. De ahí que,
en diversas ocasiones, inviten a los obispos ortodoxos a conferir la
consagración episcopal a los anglicanos. Ello parece despejar muchas de las
dudas inconfesadas que tenían acerca de su validez anterior. Uno anota
asimismo, no sin cierta curiosidad, el empeño anglicano de atraerse a los
pequeños grupos religiosos que, aunque apartados de la Sede romana, han
rechazado hasta la fecha dar su nombre a la Reforma. Los casos más conocidos
son «el pacto de intercomunión» firmado en 1933 con
los Viejos Católicos en Bonn, las relaciones con ciertas iglesias cismáticas
polacas y los contactos cada vez más intensos con los aglipayanos de Filipinas.
Esta política de la mano tendida se extiende también a todas aquellas iglesias
de la Reforma que se les quieran unir. Hasta la fecha, los más reacios a sus
invitaciones han sido los calvinistas y los luteranos alemanes. En cambio, han
logrado la intercomunión con los luteranos suecos y
finlandeses. La iglesia establecida trabaja también con ahínco para atraerse a
los presbiterianos y metodistas que un día ya lejano se separaron de ella.
Hasta ahora las conversaciones no han dado resultados muy positivos, pero
tampoco han quebrado las esperanzas de que éstas se conviertan un día en
realidad. En cualquier hipótesis, la comunión anglicana está dispuesta a hacer
cuantas concesiones sean necesarias para llegar a esa meta. Y su ejemplo está
siendo imitado por el anglicanismo australiano y el canadiense. La perspectiva
de que se están elaborando favorablemente uniones orgánicas del tipo de la
terminada en el Sur de la India, en Ceilán, en Pakistán y en Nigeria, constituye
para sus dirigentes una «prueba inequívoca» de que el camino emprendido «es
conforme a la voluntad del Señor» .
El «grito de alarma» de
la unidad como condición de vida o muerte para el protestantismo fue lanzado en
Edimburgo (1910) y en Lausana (1927) por el obispo Charles Brent. Nombres como
los de William Temple, el deán G. K. Bell, Oliver Tomkins y otros muchos han figurado entre los mayores promotores del movimiento unionístico.
Cuando se quiere ir a la raíz íntima
de este interés anglicano por el ecumenismo, la razón más comúnmente aducida es
la de su comprehensividad, esa capacidad asombrosa
de plegarse, de ceder, de no dar nunca una definición que no sea susceptible de
varias acepciones y, después de todo ello, de permitir que el individuo busque
todavía una nueva interpretación si esto le parece conveniente. Neill enumera esta flexibilidad como «la ventaja par excellence del futuro ecumenismo». Según Mayfield, lo que más contribuye a dar a la iglesia de
Inglaterra su «posición privilegiada es su política de no querer adoptar las
pretensiones absolutas de Roma, ni de imitar al Papado «en su afán de
excomulgar a todos cuantos no piensan con su Iglesia». Y un episcopaliano de los Estados Unidos, el profesor Zabrieski, piensa
que esta es «la mayor contribución» de su iglesia a la unión tan ansiada por
todos. Más aún, a sus ojos, el anglicanismo es una especie de microcosmos,
compuesto de elementos al parecer opuestos que, sin embargo, se están
fructificando mutuamente. ¡Quién sabe si esto no podría servir de modelo al
resto de la cristiandad mostrándole precisamente un «cristianismo que es menos
estrecho que la Iglesia de Roma y más ortodoxo que la mayoría de las
confesiones protestantes!
El raciocinio no resulta demasiado
convincente y las demás ramas del protestantismo se niegan a concederle esa
primacía en materia de aptitudes ecuménicas. Por boca de los católicos, habló
hace ya tiempo Newman para afirmar que la iglesia anglicana —a la que tanto
amaba y admiraba bajo otros aspectos— es incapaz (precisamente por esa comprehensividad y por los principios protestantes de que
está imbuida) de conducirnos a la verdadera Iglesia de Cristo. La crisis
religiosa que afecta a su patria de origen —y a la mayoría de las naciones en
que está implantada— contribuyen sin duda al mismo resultado. «La iglesia
anglicana, escribe Coolen, siente más que ninguna
otra disidente el deseo y la imperiosa necesidad de unirse con las demás.
Después de su separación de Roma, se convirtió en iglesia estatal, sujeta a un
poder civil que ha dejado en gran parte de ser anglicano y hasta cristiano. Por
otro lado, el libre examen ha continuado en ella su obra de disolución y de
ruina. En el curso de los siglos, ha perdido a tres cuartas partes de sus
miembros, unos pasados al no-conformismo y otros a la Iglesia católica.
Mientras tanto, ella continúa desarrollando su incoherencia dogmática y su
racionalismo... Las fuerzas que la agitan, la empujan en distintas direcciones
aumentando todavía su dislocación. Por eso, agitada con esos males internos
crecientes, la iglesia establecida tiende una mano a las demás comuniones
cristianas». Yo me he preguntado también más de una vez si esa obsesión
anglicana de diferenciarse del protestantismo, de recalcar sus notas católicas
y, ahora últimamente, de aparecer ante el mundo como la iglesia-puente (The Bridge-Church) para la realización
de la unidad entre los cristianos, no son el mejor indicio de una añoranza,
inconsciente pero profunda, de aquella Ecclesia que un día abandonó y de la que siente no poder
vivir separada.
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