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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

 

 

 

CAPITULO VIII

IGLESIAS LUTERANAS

 

GEOGRAFIA DEL LUTERANISMO

 

El luteranismo se remonta a un lejano otoño de 1517, el día en que Martín Lutero clavó sus 95 tesis en las puertas de la iglesia del castillo de Wittemberg. Aquel gesto constituyó la señal de la abierta rebelión que vendría a consumarse el 15 de junio de 1520 al quedar el fraile formalmente excomulgado por el Papa León X con la bula «Exurge Domine». Sea lo que fuere de las intenciones del reformador, el hecho es que aquel acto de rebeldía fue el germen de una comunidad herética que pronto quedaría bautizada con el nombre de iglesia luterana.

El término «luterano» apareció oficialmente por vez primera en la citada Bula pontificia de 1520. En los años siguientes, los católicos lo emplearon indistintamente para designar a toda clase de protestantes, incluso a Zwinglio y a sus seguidores. En cambio, el título de «iglesia luterana» pertenece a años posteriores y a la época de la publicación de la Fórmula de la Concordia. Al suscitarse las luchas con los calvinistas, éstos se adjudicaron para sí el nombre de «reformados» dejando el otro para los discípulos de Lutero. Al principio a éste no le gustó el epíteto. Los cristianos, decía en 1522 a von Kronberg, no creen en Lutero, sino en Cristo. El Verbo los posee a ellos, como ellos al Verbo. Dejen en paz a Lutero, aunque se lo lleve el diablo y quédense con el nombre de cristianos. Pero, poco a poco, fue cambiando de opinión. No faltaban algunos que, para librarse de molestias, respondían a las autoridades que ellos estaban «con el Evangelio», pero que no eran del «partido luterano». Esto ya le molestó: «Si tú crees que la doctrina de Lutero es evangélica y la de los papas no, entonces no puedes rechazar a Lutero; de otro modo, negarías la doctrina que dices enseñada por Cristo». Sus modernos seguidores, aunque desearían para si el nombre de cristianos, visto que son otros muchos los que se lo disputan, se han decidido a adoptar el título de luteranos: «Ninguno de nosotros, escribe uno de ellos, tiene el menor deseo de abandonar un nombre honrado con la ilustre memoria de las valientes luchas que la iglesia militante tuvo que pelear para preservar la herencia encomendada en otro tiempo a los santos de Dios»

En otro lugar de esta obra hemos descrito los avances del luteranismo en los primeros decenios de la Reforma. Más adelante tendremos ocasión de pasar revista a sus actuales obras de misión así como a algunas de sus tendencias ecuménicas. Dando un salto histórico de cuatro siglos, detengámonos a contemplar la situación presente de sus principales iglesias. La distribución geográfica de éstas nos ofrece cuatro zonas bien delimitadas 1) Europa septentrional con el fuerte bloque luterano de Alemania y de los países escandinavos; 2) las minorías luteranas del Oeste, Centro-Sur y Este del Viejo Continente; 3) las iglesias de la América del Norte, y 4) sus extensos territorios de misión.

Alemania

La iglesia luterana alemana puede considerarse con razón como la iglesia madre de toda la Reforma. De ella proceden las restantes, aunque en su estado actual contengan características que las diferencian no poco de aquélla. Desde sus principios, el luteranismo alemán quedó totalmente sujeto a los príncipes seculares, hasta el punto de que con el tiempo se hiciera casi imposible la distinción de ambos poderes. La iglesia fue convirtiéndose en un departamento estatal y eran las autoridades civiles las que regulaban también la religión de los ciudadanos. Cierto que en 1719 el pastor Pfaff reivindicó la soberanía e independencia de cada congregación, dando así origen a las iglesias libres luteranas. Pero, en la práctica lo conseguido no fue mucho. A principios del siglo XIX, el emperador Guillermo I trató de unir a calvinistas y luteranos. Después de una larga contienda, el rey decretó en 1839 su fusión bajo el nombre de iglesia evangélica alemana. Una buena parte de los estados (Prusia, Nassau, Badén, el Palatinado y hasta Hesse) se avinieron a ello. La orden real les permitía conservar sus libros simbólicos y aun sus creencias; en cambio, debían celebrar una Cena común con una liturgia preparada ad hoc por los ministros del rey. Las medidas dieron lugar a continuas disensiones y aun hubo grupos que con el nombre de luteranos separados, se negaron a obedecer.

Hasta la primera guerra europea, el protestantismo alemán conservó su carácter estatal. En algunas regiones las iglesias eran calvinistas y luteranas; en otras pertenecían a esta sola categoría. En 1918 se llevó a cabo la separación entre la iglesia y el Estado en la nueva república de Weimar. Con esto cada grupo empezó a gobernarse a sí mismo según las constituciones que se había apropiado. Sin embargo, la mayoría del clero y de los seglares continuó suspirando por una especie de apoyo estatal y por una Volkskirche (iglesia del pueblo) que las masas identificaban con la religión del país, aunque muchos no la practicaran personalmente. Esta tendencia a la unidad nacional sería de hondas consecuencias para el futuro. Ya en 1922 las iglesias territoriales (Landeskirchen) formaron la federación de las iglesias evangélicas alemanas.

Pero vino Hitler y el luteranismo alemán atravesó por una crisis que dejaría huella en su ser. Hay entre sus modernos autores una especie de conjura del silencio para omitir todo cuanto en aquel período pudiera empañar el buen nombre de la iglesia luterana. Por el contrario, se exaltan de tal manera los «focos de resistencia» y los «actos de heroicidad», que se diría que fueron los únicos que existieron por entonces. Por nuestra parte, no tenemos interés en terciar en el argumento. Dejemos que la historia pronuncie su fallo. Es un hecho que el nazismo dio pronto muestras del espíritu anticristiano que le inspiraba. El movimiento quiso, por otra parte, servirse de las iglesias para sus fines políticos. Ya a principios de 1933 logró que, entre los elementos más maleables, se formara un grupo religioso, el Deutsche Christen, bastante adicto al partido del poder. Su jefe, Ludwig Mueller, fue elegido en setiembre del mismo año como obispo del Reich y empezó a trabajar para «la reunificación del protestantismo alemán». Quena despertar la conciencia de la nación para que «la Palabra de Dios pudiera obrar activamente en la nueva era de la patria». Fueron muchísimos, tanto entre los obispos y pastores como entre el elemento seglar, los que dieron su nombre y trabajaron ardorosamente por la organización —aunque algunos grupos abandonaran el partido cuando, más tarde cayeron en la cuenta de las verdaderas intenciones del nacismo—. Por entonces se habló de «apostasías en masa de la iglesia luterana». Pero, es verdad también, que algunos sectores —minoritarios en cuanto al número y a la influencia— se rebelaron contra aquel proceder formando el Bekenntnissynoden (1934) que se convirtió en el verdadero núcleo de oposición por parte de las iglesias reformadas. Los nombres del pastor Niemóller y del teólogo Karl Barth, figuraron desde los comienzos como paladines de aquella resistencia.

Después de la guerra, el luteranismo alemán salió exhausto, pero de ningún modo derrotado. Ya en agosto de 1945 se reunieron en Tréveris los dirigentes de sus iglesias territoriales y fundaron, bajo la presidencia del obispo Wurm, una organización unitaria que, tres años después, recibiría el nombre de Evangelische Kirche in Deutschland (EKD), federación que abarcaba a los luteranos, reformados y varias clases de evangélicos. La confederación consta de un consejo de doce miembros y de un sínodo de 120 personas que se reúnen en conferencia anual. Su sede está en Hanover y su primer presidente fue el obispo Dibelius, de Berlín. Se dice que la organización incluye el 50 por 100 de los alemanes de la zona occidental y el 80 por 100 de los de la oriental. Al igual que otras tantas asociaciones protestantes, las iglesias componentes conservan su plena independencia en materias doctrinales, litúrgicas y jurisdiccionales; pero se obligan a entrevistas periódicas y a la colaboración en asuntos de interés común. Al mismo tiempo, los luteranos crearon su propia confederación: Vereinigte evangelische lutherische Kirche in Deutschland con el propósito de reforzar la conciencia de sus correligionarios y de trabajar para la consecución de una unión orgánica —que no la poseen todavía— de sus diversas iglesias. Varias de las organizaciones luteranas se han adherido a ella, mientras que otras continúan resistiéndose a la unión.

Desde muchos puntos de vista, el luteranismo contemporáneo alemán señala la pauta y es el más vigoroso de cuantos grupos llevan el nombre de luterano. Numéricamente alcanzan la cifra de los cuarenta millones, de los que unos quince millones corresponden a la zona oriental. Esta es protestante —y prácticamente luterana— en un 80 por 100; mientras que su proporción en la zona occidental no sobrepasa el 50 por 100 de los habitantes. No hay duda tampoco de que, en el campo intelectual, el luteranismo alemán tiene la primacía. Cuenta, en el momento en que escribimos, 18 facultades teológicas que forman parte de otras tantas universidades estatales, además de 30 seminarios independientes con un número aproximado de 300 profesores y de unos 2.000 estudiantes, en otras palabras, el 60 por 100 de los estudiantes luteranos de teología del continente. Los nombres de las principales escuelas teológicas, así como los de sus representantes, quedaron indicados en uno de nuestros capítulos preliminares. Baste recordar aquí que, entre ellos, se da toda una gama de posiciones teológicas: desde la de los grupos catolizantes de la Hochkirche o los liturgistas de la Michaelbruderschaft, hasta los barthianos —lato sensu— como Schlink, Kinder, Brunner, Gloege, etc., o los existencialistas demitologizantes de la escuela de Rudolf Bultmann.

En el nuevo luteranismo alemán se concede una participación cada día mayor a los seglares no solamente en cargos sinodales o administrativos, sino también como a portadores del «mensaje evangélico» a las masas de sus compatriotas. De este modo esperan romper las «barreras eclesiásticas» que se oponen a una total amalgamación, tarea a la que los pastores se prestan con mayor dificultad que los seglares. Por otro lado, su cooperación se hace sentir cada día con más urgencia en la crisis religiosa profundísima que está experimentando el luteranismo alemán como resultado de la última guerra, del desarrollo de las ciudades, del creciente nivel de vida y del materialismo agnóstico que penetra todo el ambiente. La parte oriental del país es un caso sui generis, más difícil en el sentido de que a la iglesia se le amordaza en sus actividades y por razón del peligro —convertido ya en muchos casos en realidad— de que el marxismo religioso (más todavía que el económico-social) vaya ganando a su causa a bastantes pastores y a muchos de los fieles. El pacifismo a ultranza de algunos de sus grandes dirigentes (empezando por el pastor Niemóller) se convierte en instrumento de propaganda para el comunismo de la zona Este. Lo que se ha llamado «la prueba de la confirmación» por la que los comunistas obligan a los jóvenes a una especie de «consagración» en favor de la construcción de la «nueva sociedad marxista», no ha resultado lo gloriosa que se esperaba. La resistencia inicial fue magnífica. Hoy, nos dice un testigo de vista, «solamente el cinco o el diez por ciento de sus jóvenes se niega a someterse a la consagración». La verdadera esperanza de prosperidad para el luteranismo alemán, reside en la zona occidental. Aunque tal vez no tan prósperas como en otros tiempos, sus iglesias van dando muestras de gran recuperación. De ésta constituyen un índice sus empresas misioneras y la magnífica producción dogmática y científica de que hacen gala.

Noruega

El luteranismo, que es la religión del Estado (Norske Kirche), cuenta entre sus miembros nominales al 97 por 100 de la población, 3.400.000 de un total de tres millones y medio de habitantes. En cambio, según unas estadísticas recientes —que todavía juzgamos optimistas— no llegan a los 500.000 los que, de algún modo, pueden considerarse como cristianos practicantes. La iglesia luterana de Noruega está distribuida en nueve sedes episcopales, ochenta y seis archidiaconados y 514 parroquias. La legislación eclesiástica está en manos del Estado, o mejor dicho, del Parlamento. La educación religiosa comprende dos fases: una de tipo nacional, que va desde las escuelas elementales hasta las facultades de teología anexas a sus universidades, y otra puramente eclesiástica, que precede a la confirmación y está en manos de los pastores. La primera de las mencionadas —por la escasez, la ineptitud o las ideas racionalistas de los enseñantes— apenas merece el nombre de educación cristiana. Su facultad teológica más importante es la de Oslo. En 1955 los candidatos reclutas para la misma no subieron de once. El gobierno se encarga de nombrar directamente los profesores de la institución, lo mismo que los obispos de cada una de las diócesis. La situación del clero no es halagüeña; ya que, por lo menos, el 20 por 100 de las parroquias carecen de pastores que las atiendan. En cambio —al igual que en los demás países escandinavos —funciona magníficamente la organización de las diaconisas. De las 800 «hermanas» existentes en sus instituciones, casi 600 viven entregadas a los trabajos de las parroquias. Según una encuesta, el 80 por 100) de los noruegos cree todavía en Dios; el 70 por 100 en alguna especie de vida eterna (con tal de que se excluya el infierno); y el 84 por 100 de sus niños aprende en las escuelas a rezar. En cambio, el 42 por 100 nunca ha leído la Biblia y sólo un 20 por 100 asiste con cierta regularidad a los servicios religiosos de sus templos. Entre las clases intelectuales —sin excluir a grupos de eclesiásticos— prevalecen las ideas racionalistas. La indiferencia religiosa de las masas ha dado lugar a la baja moralidad pública en la que el país —junto con Suecia— parece llevarse la palma. El socialismo —tipo un tanto burgués en lo económico pero materialista en religión— ha penetrado mucho en las clases trabajadoras de la nación.

Suecia

La iglesia luterana de Suecia guarda más de un parecido con la de Noruega. Es también iglesia estatal y tiene por jefe supremo al rey. La proporción de luteranos nominales alcanza el 99 por 100 de la población. Está dividida en trece diócesis y 2.153 parroquias a cargo de 3.357 pastores. Los catálogos que tenemos a nuestra disposición omiten la proporción de cristianos prácticos existentes, lo cual puede indicar que las iglesias no se sienten muy animadas a publicarla. Los demás datos complementarios tampoco clarifican la cuestión. Se nos dice, por ejemplo, que el 75 por 100 de los habitantes de Suecia creen en Dios y el 50 por 100 en la vida eterna, en el sentido explicado con anterioridad. En cambio, la práctica de los deberes religiosos es muy baja, puesto que en las aldeas existe un 41 por 100 de personas que nunca pisan la iglesia, proporción que en las ciudades sube al 68 por 100. Del nivel moral de la población han hablado poco favorablemente las revistas de estos últimos años. El hecho de que el número de hijos de sus familias sea bajísimo y que los pastores hayan recibido órdenes de conceder el segundo matrimonio a las personas divorciadas (allí donde el 20 por 100 se preocupa de ir a la iglesia para esa ceremonia) no constituyen síntomas de salud en cualquier pueblo que todavía se llame cristiano. Muchos autores inculpan de la situación al socialismo que, más todavía que en Noruega, es la única religión de las masas trabajadoras.

Por otro lado, el luteranismo sueco ofrece aspectos de interés y también de renovado espíritu religioso. La institución de diaconisas alcanza el mismo o mayor florecimiento que en las demás regiones escandinavas. Suecia aventaja también a sus vecinos en espíritu misionero como tendremos luego ocasión de comprobar. Sus facultades teológicas de Upsala y Lund han producido obras de renombre en todo el luteranismo contemporáneo. Las teoría del Agape y del Dios-Amor figuran como auténticos frutos del pensar teológico de Suecia. Se nota en varias de sus diócesis un renovamiento litúrgico, incluso con la vuelta a la adopción de ornamentos y de ceremonias directamente tomados de la Iglesia Católica. En cuanto al movimiento ecuménico, la participación de sus dirigentes eclesiásticos ha sido siempre notable. El Life and Work tuvo su cuna en Suecia y cuenta todavía allí numerosos simpatizantes. El movimiento paralelo del Faith and Order, aunque originariamente anglicano, tiene en su presidente el obispo luterano Brillioth, y en la universidad de Lund un centro de estudios y de reuniones que ha alcanzado también proporciones universales.

Dinamarca

Es la tercera nación norte-europea donde el luteranismo conserva todavía su carácter estatal. El mismo rey debe pertenecer —como conditio sine qua non— a dicha iglesia. La norma se entiende en un país en el que, de cien habitantes, noventa y siete son luteranos. A las inmediatas, la autoridad religiosa reside en el ministro de Negocios Extranjeros. Aquélla queda, sin embargo, subordinada al monarca de quien depende su nombramiento y a quien se tiene que recurrir para la aprobación de todos los problemas relacionados con la religión. La iglesia luterana danesa está dividida en nueve diócesis. Junto a sus 2,500 iglesias funcionan otras tantas escuelas dominicales en las que reciben al menos un baño de educación religiosa unos cien mil niños y niñas. Sm embargo, esta tiene que impartirse también en las instituciones y escuelas públicas con un horario obligatorio de dos horas semanales. Las universidades de Copenhague y Atrhus poseen sus respectivas facultades teológicas. La iglesia de la impresión de preocuparse mucho por el problema social. Copenhague tiene medio centenar de misioneros que trababan en la evangelización de sus barrios. Este es también el campo en que desarrollan sus actividades las diaconisas. La temperatura religiosa del país guarda muchos rasgos semejantes con la de Suecia y Noruega. Si los que creen en Dios son el 80 por 100 del total y los que creen en la vida futura el 50 por 100, y las que rezan el 33 por 100, en cambio la proporción de los que van a la iglesia con cierta regularidad, queda de nuevo en el 18 por 100 de la población. De la diócesis de Copenhague dependen las islas de Faroe ,35.000 habitantes con 55 iglesias esparcidas en 30 islas y a cargo de 16 pastores, así como la diócesis de Groenlandia con población y recursos semejantes .

 

ISLANDIA Y OTROS PAISES

Islandia se independizo de Dinamarca en 1944; tiene 125.000 habitantes y de éstos el 99 por 103 pertenece a la iglesia luterana La cabeza de la diócesis está en Reikiavik y su obispo suele ser nombrado por el gobierne.

Finlandia es una nación que después de muchas vicisitudes. ha logrado su independencia política. Religiosamente la mayoría de sus cuatro millones de habitantes son luteranos. Dividida en 560 parroquias atendidas por unos 1.400 pastores, la iglesia luterana de Finlandia va recuperándose de las heridas de la guerra y cuenta en sus seminarios con un numero bastante bueno de estudiantes de teología. Sus facultades teológicas están en Helsinki y en Turku. Desde 1924 la iglesia finlandesa vive independiente del Estado. Tiene siete obispados. De su institución de diaconisas se dice que es la mas floreciente de Europa. De las demás regiones continentales baste para nuestro propósito estos datos escuetos.

Checoslovaquia. Cuenta con cinco grupos protestantes de los que tres son luteranos: 1 la iglesia luterana de los Hermanos Checos. con unos 250.000 miembros repartidos principalmente por Bohemia y Moravia: 2 la iglesia luterana evangélica de la Confesión de Agsburgo que en Eslovaquia cuenta con unos 400.00 seguidores, siendo el núcleo luterano principal del centro de Europa; y 3) una iglesia evangélica alemana que comprende más de 123.000 fieles. Sin embargo, notemos que de ellos no todos, ni mucho menos, son luteranos. Habitan en las líneas fronterizas de Bohemia, Moravia y Silesia.

Austria. El luteranismo tiene allí un 5 por 100 de la población, o sea, unos 420.000 miembros. En 1949 la iglesia luterana de Austria adoptó la Confesión de Augsburgo y se creó un propio episcopado. La mayoría de sus seguidores está en el Burgenland. Tienen a su cargo hospitales, casas de diaconisas, escuelas parroquiales, etc. Según sus informes, sería bastante elevado el número de católicos que anualmente —sobre todo como consecuencia de los matrimonios mixtos— abraza el luteranismo.

Hungría. La comunidad luterana del país suma unos 550.000, en otras palabras, el 8 por 100 de una población en gran parte católica. Regentan una escuela teológica en Sopron. Los últimos informes se quejan de que la única confesión protestante que ha pactado con el comunismo húngaro ha sido la luterana.

Estados Unidos

Los primeros luteranos arribados al país procedían de Alemania y Holanda. Llegaron a orillas del Hudson, la actual Nueva York, en 1623. Otros grupos procedentes de Suecia empezaron a ocupar desde 1638 el estado de Delaware y Maryland. El movimiento se extendió hacia Georgia a mediados del siglo XVIII gracias a los contingentes venidos desde Salzburgo. Pero el verdadero organizador del luteranismo en las Trece Colonias fue el Rdo. Henry Mulhemberg, establecido en Filadelfia en 1700. Suele llamársele el «padre de las iglesias luteranas» porque, a lo largo de su vida, trabajó ardorosamente en la fundación de comunidades de una buena parte de las regiones del Este y también, aunque menos, en el Sur. Fue el hombre que creó el primer Sínodo de Pensilvania en 1749. Su obra quedó consolidada durante los decenios siguientes con la formación de los Sínodos de Ohio, Nueva York, Carolina del Norte, etc. En 1863, por razón de sus disensiones en materias de esclavitud, los luteranos del Sur decidieron romper con los del Norte y formaron sus propios Sínodos. I.a iglesia experimentó, durante el siglo XIX, otras varias desmembraciones que resultaron todavía más peligrosas con la llegada de nuevos emigrantes europeos.

Después de la primera guerra europea empezó a notarse el proceso contrario de la reunificación. Ya en 1918 se formaron dos fuertes organizaciones: la United Lutheran Church of America (U. C. L. A.) que agrupaba a la mayor parte de las congregaciones del Este y al National Lutheran Council (N L. C.) que tenía por objeto unificar al luteranismo de toda la América del Norte, incluso el del Canadá, pero dando al mismo tiempo suficiente margen de libertad a las iglesias participantes. Una de estas, llamada la iglesia luterana del sínodo de Missouri, merece de nuestra parte una mayor atención por la importancia que ha adquirido en los Estados Unidos y por sus muchas obras misioneras de Iberoamérica.

El grupo que en 1839 llegó a América dirigido por el pastor Federico G. Walther pertenecía a aquel sector que en Alemania se separó de la iglesia nacional fundada por el rey Guillermo I. La razón de la disensión no era principalmente política, sino religiosa: a saber, el deseo de retener en su puridad las doctrinas de la primitiva Reforma. Los recién llegados, se instalaron en Missouri y lograron pronto abrirse camino en la vida y en la economía de la región. Trajeron de Alemania sus propios pastores y no tardaron en distinguirse del resto del luteranismo americano por su ortodoxia doctrinal. Su organización en forma de sínodo aparte es de 1847. Pasaron por notables crisis religiosas, sobre todo cuando algunos de sus dirigentes «cayeron en inexcusables errores de fe». Pero añaden que el Señor los sacó de la prueba, mostrándoles el verdadero camino de la salvación. Lo cieno es que continuaron prosperando y atrayendo hacia sí a nuevos seguidores. El total de sus miembros sobrepasa hoy los dos millones, esparcidos principalmente en los estados de Missouri y Wisconsin. Dirigen y sostienen más de un millar de escuelas y colegios de primera y segunda enseñanza; una universidad en Indiana; y el seminario de Concordia, San Luis, que es probablemente el más importante de cuantos tienen los protestantes en los Estados Unidos. Su aspiración es la de educar al menos la mitad de su población escolar en sus propias escuelas parroquiales. Tienen también magníficamente organizadas sus escuelas bíblicas, escuelas dominicales, escuelas de vacaciones, etc.

El sínodo de Missouri figura en todo el país como el grupo doctrinalmente más compacto y ortodoxo. Su lema: «la unidad de la iglesia fundada exclusiva e inamoviblemente en las enseñanzas de la Escritura», la diferencia de otras muchas denominaciones reformadas. En cincuenta años de discusión con las demás iglesias y sobre temas los más heterogéneos (la predestinación, el sentido del «domingo» en la Confesión de Augsburgo, la justificación y la conversión, etc.), sus teólogos han dado pruebas de una firmeza de principios no común en el protestantismo de hoy. Su postura actual, destacada y como siempre un tanto aislacionista, se basa en los siguientes principios teológicos: 1) la Escritura es la única autoridad de la teología; de ahí la importancia primordial dada en sus seminarios a dicha materia; 2) la teología dogmática, simbólica y pastoral descansan en la misma fuente de revelación con exclusión de la tradición y de cualquier sistema filosófico (entendiendo por ello las doctrinas de Kant, Scheiermacher, Ritschl y otros); 3) hay que preservar las doctrinas de la primitiva Reforma, pero poniéndolas en el lenguaje y al alcance de las mentalidades modernas . Entre sus doctrinas características figuran: el pecado (original y personal) como condición de la naturaleza humana que afecta a todo el hombre; la justificación por la sola fe en el sentido estricto luterano; la «nueva obediencia» y los medios de gracia, como meros instrumentos del Espíritu Santo, concedidos por Dios a su iglesia. Insisten igualmente en la distinción entre la ley y el Evangelio. En materias eclesiológicas, el aspecto invisible de la iglesia ha cobrado en ellos nuevo realce y les ha servido para atraer a no pocos hacia sí, ya que, en medio de una aparente claridad, encierra una concepción amplia y consoladora, al menos para quien crea en su posibilidad. Se formula así: «todos los creyentes, cuantos confían verdaderamente en Cristo, Hijo de Dios, y descansan en El crucificado por nosotros, son miembros de la iglesia invisible, aun cuando externamente no pertenezcan a ella».

Vista de conjunto

La «gran familia luterana» está dividida en diferentes ramas según las regiones, las doctrinas o las tendencias que las caracterizan. En algunas partes reciben el nombre de «iglesias territoriales», hay trece de éstas en Alemania. En cambio, se llaman «iglesias nacionales» si, como ocurre en los países escandinavos, constituyen la iglesia oficial. En los Estados Unidos el nombre distintivo les viene de la forma eclesiástica y del dogma —ambas de tipo luterano— que profesan. En el país hay unas veinte ramas distintas luteranas. Algunas de ellas no son sino el trasplante de iglesias escandinavas a tierras americanas, por ejemplo la Lutheran Free Church of Finland. Otras son debidas a discrepancias raciales (así algunas iglesias de color) o a discusiones doctrinales surgidas en su seno. A los católicos nos cuesta comprender cómo —a pesar de todas estas divergencias— los grupos citados pueden todavía formar una especie de iglesia norteamericana luterana nacional (The Lutheran Synodical Conference of North America) o hasta una «familia universal». La explicación está en que tales federaciones son de carácter meramente práctico y dejan a los individuos y a las comunidades particulares toda aquella independencia necesaria en materias de fe y de administración eclesiástica.

 

DOCTRINAS DEL LUTERANISMO

En general, los luteranos están conformes en admitir, como fundamento y base de sus creencias, las siguientes fuentes de revelación y los siguientes escritos simbólicos:

1) la Sagrada Escritura en el Antiguo y Nuevo Testamento, a excepción de aquellos libros que el mismo Lutero excluyó como «no inspirados»; 

2) los Credos ecuménicos, a saber, el de los apóstoles, el de Nicea y el Atanasiano;

3) las Confesiones de Fe, compuestas durante los cincuenta primeros años de la Reforma: la Confesión de Augsburgo, la Apología del mismo nombre, los dos Catecismos de Lutero y la Fórmula de la Concordia.

El desacuerdo comienza cuando se trata de interpretar estas fuentes de doctrina. El luteranismo está dividido, al igual que las otras iglesias reformadas, en una escuela fundamentalista, que se atiene a la interpretación literal de la Biblia, y en otra liberal, que partiendo de principios racionalistas, excluye de las páginas del Libro Sagrado todos aquellos pasajes que no concuerdan con sus prejuicios filosóficos de la imposibilidad del orden sobrenatural. Existe también gran variedad en cuanto a la aceptación de los símbolos de la primitiva Iglesia. Mientras que algunos los consideran válidos en su mayor parte, otros restringen su reconocimiento a aquellas secciones «cuyo contenido coincide con el de la Biblia», mientras que un último grupo los venera como meras expresiones de la fe para la época en que se redactaron. Lo dicho se aplica a fortiori a las Confesiones de Fe de la época de la Reforma. Junto a los fieles devotos que siguen al pie de la letra sus prescripciones, se hallan sus teólogos y dirigentes que se refieren a ellas como a «conatos humanos» de valor limitado y temporal en las que es menester distinguir entre «lo que pertenece a su sustancia» y lo que son meras «acreciones accidentales», para venir a concluir que ninguna de las Fórmulas, ni aun de las más venerables, tienen carácter obligatorio en el luteranismo: «Aun los Símbolos, escribe Zoeckler, que puede considerarse hasta cierto punto como la corona y la flor de nuestras iglesias, carecen de fuerza obligatoria y no pueden considerarse como un nuevo yugo impuesto sobre nuestra conciencia. Son sencillamente la libre expresión de la fe bíblica de la iglesia. Conviene no olvidar esto para cuando, en el curso de estas páginas, deduzcamos las creencias del luteranismo del texto de tales Confesiones o de las Fórmulas de Fe. Su sentido y obligatoriedad difieren muchísimo según las iglesias particulares y según los individuos.

En la teología luterana, los puntos característicos se reducen principalmente a las doctrinas de la naturaleza humana, sobre todo después del pecado original; a la idea de la salvación y de la justificación; a las nociones de la ley y del Evangelio; a las teorías sacramentarias y eclesiológicas. Añadiremos también algunas consideraciones sobre la vida litúrgica y social.

 

NATURALEZA HUMANA

Las Confesiones luteranas enseñan que el hombre total, cuerpo y alma, es obra de las manos de Dios. Aun sometido a la esclavitud del pecado, sigue teniendo en sus manos el uso y disfrute de la creación, ya que toda criatura, incluso las instituciones sociales, son medios que Dios le ha dado para su bienestar. Además, el hombre entero ha sido redimido por Jesucristo y santificado por el Espíritu Santo. Y las dos cosas, redención y santificación, se verifican mediante el bautismo que nos trae la bendiciones divinas, merecidas por el Salvador.

Con todo, en la concepción luterana, la imagen saliente del hombre no es la de su grandeza y de su libertad, sino la de un ser que, ya desde sus orígenes, está inmerso en el mal. Al luterano se le ha definido como «al hombre obsesionado por el pecado». «Cuando el luteranismo, nos dice el profesor Scherer, vive su verdadera vida, se manifiesta predominantemente como una experiencia del pecado. Este parece inseparable de su existencia y nadie puede ser buen luterano y decir ‘yo estoy sin pecado’. La expresión sonaría a blasfemia. Por el contrario, hay en el luteranismo como una secreta voz que no cesa de gritarnos: ¡pecador, pecador!» ¿Cuál es la explicación? El hombre tuvo un día la desgracia de perder su justicia original. Podrá ser que la recobre por la regeneración. Sin embargo, sus consecuencias perdurarán en él y su peso constituirá el terrible fardo que arrastrará mientras viva: «Después de la caída de Adán, explica la Confesión de Augsburgo, todos los hombres nacen en pecado, es decir, sin temor de Dios y sin confianza en El y manchados por la concupiscencia. Esta es real y constituye un verdadero pecado que nos condena y trae la muerte eterna a quienes no han vuelto a nacer por el bautismo y el Espíritu Santo».

Las cuestiones relativas a aquella primera caída son demasiado complejas para ser tratadas aquí con la extensión que se merecen. Lutero admitió que el hombre, al salir de las manos de Dios, gozaba de cierta libertad y que Adán sentía inclinación hacia el bien. Respecto de la causa inmediata de aquella caída, parece que la atribuía —al menos indirectamente— al mismo Creador: «Lutero, escribe Algermissen, sostenía en su obra De servo arbitrio que el primer hombre cayó porque Dios le sustrajo la gracia sin la cual no podía guardar la ley divina del paraíso. De donde Melanchton, más lógico que su maestro, dedujo que: ‘si se afirma que Adán pecó porque se le sustrajo la gracia, toda la culpa recae sobre Dios quien, sin pecado por parte del hombre, le sustrajo su ayuda’»

Las consecuencias de aquella desgracia afectan del modo más profundo a la humanidad. La caída, explica Moehler. «causó una depravación completa de la naturaleza humana; por ella perdió el hombre la parte más delicada y noble de su esencia espiritual, su misma sustancia emparentada con Dios, el órgano de unión con El y con las cosas divinas, para convertirse en pura fuerza natural, capaz solamente de ponerse en contacto con el mundo finito, con sus leyes y sus relaciones». El mal lleva en la nomenclatura luterana un nombre fatídico: concupiscencia. El pecado original, dicen las Confesiones, consiste negativamente en la carencia completa de temor y de confianza en Dios y positivamente en la concupiscencia e inclinación constante al mal. Por naturaleza, el hombre nace sin fe en Dios, sin amor hacia Él, con odio y desesperación en el alma. El pecado original no es un acto, sino una inclinación hereditaria continua al pecado, que induce al hombre a rebelarse contra Dios y su voluntad y a buscar, por el contrario, sus intereses personales.

Nótase en Lutero y en sus auténticos discípulos una especie de delectación morbosa en querer hundir al hombre en su pecado para hacerle sentir que —en el fondo sin culpa propia— lo ha perdido todo para quedar convertido en un guiñapo de cosa que apenas tiene nombre. Por el acto generativo de los padres —que es ya en sí un pecado sensual— el pecado pasa a los hijos para convertirse en algo así como en su segunda naturaleza. Lutero habla de «naturaleza corrupta», de «carne emponzoñada por el pecado», de un «reino donde sólo impera el pecado», etc. «La concupiscencia, dice en su comentario a la Epístola a los Romanos, es semejante al enfermo cuya enfermedad mortal afecta no solamente a un miembro, sino a todos ellos a los que priva, sin esperanza de curación, de fuerzas y de vigor. Es como la náusea por las cosas buenas y la concupiscencia por las malas. Es aquella hidria y aquel monstruo de muchas cabezas con el que luchamos hasta la muerte; el cancerbero que nunca cesa de ladrar y el Anteo suelto en la tierra al que no podemos sujetar». Por el pecado original, el hombre se convierte desde su misma concepción en árbol maldito y en hijo de ira. «Este pecado, comenta Neve, no se comete a la manera de los otros, sino que es algo consustancial a nosotros que convierte todo lo que toca en pecado. No dura una hora o algún tiempo determinado, sino que tiene la misma ubicación y la misma existencia que la persona en la que reside».

En la vida práctica, los resultados de esta situación del hombre son trascendentales. El primero es el de la pérdida de la libertad. Esta, aplicada a nosotros, no existe: es «res de solo título» cuando se trata de las buenas obras. Sólo es aplicable cuando se trata de hacer el mal, no cuando se busca el bien o el arrepentimiento. La frase: «quidquid est in volúntate nostra, est malum», bastaría para caracterizar un sistema, si no añadiera que esta pasividad humana puede servir para que Dios intervenga y disponga de nosotros como le place. El pecado original emponzoña también nuestras otras facultades, sobre todo la razón, que queda corrompida, ciega y llena de errores. Comentando el salmo noventa y uno afirma Lutero que si el hombre es todavía industrioso e inteligente para las cosas materiales, le ocurre lo contrario en las relacionadas con el alma «porque entonces es como una estatua de sal —muerta e inservible— que no tiene ojos, ni boca, ni sentidos ni corazón». Por consiguiente, todo cuanto hace el hombre (incluso después del bautismo) es pecado y pecado mortal aunque él crea que está obrando el bien y haciendo algo para el cielo. La frase: «aun obrando el bien, estamos pecando» es de una crueldad de la que eran incapaces los mismos filósofos paganos, pero que resulta consecuente una vez admitidas las premisas de Lutero: «no puede haber bondad allí donde la fuente misma está corrompida... por eso, aun las obras buenas son injusticia y pecado». «Este pecado hereditario, decía en los Artículos de Esmalcalda, es una corrupción tan profunda de la naturaleza humana, que no hay manera de poderlo entender. Pero es necesario creer que es así porque la Escritura lo ha revelado.

Ante perspectivas tan lúgubres de la naturaleza humana, Lutero fue empujado hasta el “profundo abismo de la desesperación” y se convirtió en “un supersticioso” aterrado ante Dios y su Cólera, apoderado en cuerpo y alma por la preocupación de su pecado y ofuscado por una presentida condenación». Sus continuadores han hallado aquí una teoría difícil de admitir o una verdadera piedra de escándalo. El día de hoy las opiniones están divididas. Algunos de sus mejores comentaristas creen que la doctrina luterana, «por muy repugnante que parezca a ciertos espíritus modernos», guarda todavía toda su actualidad. En cambio, según otros teólogos —también luteranos— de tendencias liberales: «la insistencia de Lutero en la corrupción total del hombre no se puede defender ya ni desde el punto de vista cristiano, ni bajo el aspecto moral, ni por ningún otro». «Como seres razonables y como cristianos, concluyen, tenemos que considerar esta doctrina extremista como algo no esencial al mensaje de Lutero».

 

SALVACION Y JUSTIFICACION

Constituyen un todo inseparable. La justificación es el medio para conseguir la salvación. Esta significa en la teología protestante: «el supremo beneficio concedido a la humanidad gracias a la vida y muerte de Jesucristo, nuestro Salvador, enviado por Dios para redimir al hombre y para restaurar la rota amistad que el pecado causó entre Él y nosotros». Todas las iglesias de la Reforma incluyen entre sus verdades centrales la doctrina de la salvación, aunque el modernismo contemporáneo haya falsificado completamente su pensamiento primigenio. Entre todas las familias reformadas, la luterana se gloría de ser más que ninguna otra: la iglesia de la salvación: «Frente a Roma y frente a Ginebra, nos dice J. M. Reu, la característica del luteranismo es la de ser la religión de la seguridad de la salvación... También nosotros reconocemos en Dios al Ser trascendente y supremo que habita sobre el tiempo y el espacio; pero viendo al mismo tiempo en El al Dios que, abandonando su morada celeste, entró en los confines del tiempo y del espacio para revelársenos como el Dios de la salvación... y no para unos pocos, sino para toda la humanidad» «Jesucristo es mi Señor», frase favorita en el luteranismo, significa «que Cristo me ha redimido del pecado, del demonio, del infierno y del mal. Antes yo no tenía ni Señor, ni dueño, ni nada, sino que era cautivo bajo el poder del demonio, condenado a muerte, sumergido en el pecado y en la ceguera... Ahora, en cambio, todo ello ha quedado desplazado y, en su lugar, Jesucristo, el Señor de mi vida, de la justicia, de todo bien y salvación, nos ha librado a nosotros, pobres seres humanos, y nos ha rehabilitado con la gracia del Padre y con su propia misericordia». La teología luterana presenta la obra de nuestro Divino Salvador bajo el triple aspecto de sacerdote, rey y profeta, pero unificado todo ello en el concepto de Mediador. La vida, pasión y muerte de Jesús son la gran satisfacción por nuestros pecados; su sacrificio nos reconcilia con Dios; mientras que su glorificación sirve para atraer sobre nosotros sus bendiciones. La obra redentora de Cristo es también vicaria hecha por El en lugar de la que nosotros hubiéramos debido de hacer. Este título le corresponde antes que el de Modelo, de Ejemplar y de Legislador.

La condición sitie qua non para que el hombre sea verdaderamente salvo es la justificación. «Los hombres, dice la Confesión de Augsburgo, no pueden justificarse ante Dios por sus propias virtudes, méritos o buenas obras, sino que son justificados libremente por Cristo mediante la fe cuando creen que han sido recibidos en la gracia, que sus pecados han quedado perdonados por los merecimientos de Cristo quien dio su satisfacción con su muerte por todos ellos. He aquí explicada con palabras autorizadas la quintaesencia del protestantismo y la doctrina a cuyo mantenimiento atribuía Lutero la permanencia o la ruina de toda la Reforma: «Si este artículo permanece puro, la Iglesia cristiana permanecerá también y se verá libre de disensiones; si, por el contrario, pierde su puridad, no le será ya posible resistir al error o al espíritu de fanatismo» Es el articulus stantis vel cadentis Ecclesiae» que ha llegado a compararse con el principio material de la Reforma, así como la Scriptura sola será el principio formal de la misma.

Para comprender en su plenitud la doctrina, conviene que nos familiaricemos con algunas nociones previas indispensables a su inteligencia. Recordaremos, ante todo, cuanto llevamos dicho sobre el estado totalmente corrompido de la naturaleza humana después del pecado original: «No hay hombre que no esté cierto de que peca siempre mortalmente». La doctrina contraria —es decir, la de la Iglesia Católica— contradice totalmente a nuestra experiencia y sólo puede atribuirse a Satanás, atento siempre a seducir a los hombres por las vías del mal. Más aún, bajo este aspecto, Lutero no tiene dificultad en parangonar al hombre con el demonio: la imposibilidad en que se encuentran ambos para hacer el bien, es idéntica. La consecuencia de este miserable estado es la imposibilidad absoluta en que nos encontramos de contribuir en alguna medida, aun después de las ayudas sobrenaturales, a la obra de la gracia.

La manera de caer en la cuenta de nuestro empecatamiento consiste en ponemos delante los mandamientos de la ley de Dios. Lutero desarrolló su teoría de la ley y del Evangelio que, en sus trazos principales, se reduce a lo siguiente. En sus orígenes, la ley estaba hecha para reprimir el pecado. Con todo, el resultado que por ella se obtiene es muy distinto. La ley, al presentarse al hombre en toda su severidad, le muestra su total depravación (puesto que la conculca con tanta frecuencia) y la total incapacidad en que se halla de cumplirla. Esta especie de desesperación le trae como consecuencia una multitud cada vez mayor de pecados: el hombre, cuanto más mira a la ley, más se entrega a sus pasiones y vicios. En este sentido, la ley hace que crezcan los pecados. Pero ejerce también otro oficio; el de descubrimos la verdadera naturaleza del pecado original con sus horribles consecuencias, así como la hondura de nuestra total corrupción. Lo dicho bastaría para sumimos en la desesperación si, junto a la ley, no apareciera el Evangelio que es la palabra consoladora de Cristo que nos anima a buscar un camino por donde conseguir el perdón de los pecados que aquélla nos ha hecho conocer. La ley dice al hombre: «eres pecador; Dios te odia y te condenará por toda la eternidad si no haces todas las cosas que El te ha mandado». Pero, el Evangelio te consuela diciendo: «Cristo ha hecho por ti todo lo que personalmente tenías que realizar; eres santo; Dios te ama; estás salvado».

El secreto para llegar hasta ese Dios que ha de aplicarnos la salvación se llama la fe fiducial. La palabra no conserva el significado clásico que le había asignado la tradición, es decir, un acto intelectual por el que asentimos a las verdades sobrenaturales —que trascienden nuestra comprensión— porque Dios así lo ha revelado. En el luteranismo es un acto de la voluntad por el que, de una manera irresistible y casi ciega, el pecador se entrega a Dios que le promete la remisión de los pecados por la imputación de los méritos de Cristo. Esta fe no es en sí un acto bueno ni malo. Se reduce a ser un mero instrumento: suele llamarse brachium fidei (el brazo de la fe) porque nos ayuda a alcanzar la misericordia de Cristo; o también vas fidei (el vaso de la fe) para designar su función meramente pasiva de servir de receptáculo a la misma. Su objeto son las promesas de Cristo. Este, según la revelación, tiene dos oficios: tomar sobre sí nuestros pecados y damos su justicia (gracia). Por la fe confesamos la eficacia de las promesas divinas y afirmamos nuestra seguridad de que se nos aplicarán sus méritos, lo que traerá consigo la liberación de nuestros pecados. En tal sentido, la fe nos ayuda a tomar en las manos la justicia de Dios y aplicarla a nosotros mismos logrando de ese modo que, al miramos El de nuevo, no nos considere ya como objetos de ira, sino como objetos de perdón. «Cuando la divina majestad, escribe Lutero, piensa que yo soy justo, que están perdonados mis pecados y que estoy libre de la muerte eterna, y yo llego a percibir por medio de la fe y con acción de gracias, que Dios me mira de esa manera, entonces estoy justificado, no por mis propias obras, sino por la fe con que aprehendo el pensamiento divino». Esta fe fiducial es la única condición que se requiere para mi salvación: el arrepentimiento, las buenas obras y las virtudes son inútiles para ese fin. Más aún, estas últimas no pasarán de ser una consecuencia del cambio obrado en mí por la fe fiducial. Mientras por medio de ella, yo tenga agarrado a Dios, no hay por qué temer. Ni los mismos pecados —que por hipótesis, dada nuestra naturaleza corrompida, tenemos que ir cometiendo— pueden convertirse en impedimento. Lo único que causará mi perdición es el abandono de esta fe. Lo demás no cuenta. Lutero estaba tan convencido de esta teoría que no dudó, en momentos de entusiasmo calenturiento, lanzar frases que —desligadas de su concepción teológica— suenan a verdaderas blasfemias: «Sé pecador y peca sin miedo, pero cree y regocíjate todavía más en Cristo quien triunfó sobre la muerte y sobre el mundo. Mientras vivamos aquí, no podemos sino pecar»; «si teniendo fe, se pudiera cometer el adulterio, éste no sería pecado» 57, etc.

Ahora estamos en posición de entender el sentido luterano de justificación. Esta no supone de parte nuestra (siempre ayudados por la gracia) ninguna actividad preparatoria (obediencia a las inspiraciones divinas, reconocimiento y dolor de los pecados cometidos) ni menos todavía ninguna transformación ética que nos haga internamente mejores. Es sencillamente el acto divino por el cual, como consecuencia de nuestra fe, se nos declara justos no en virtud de propios méritos, sino por la imputación de la justicia de Cristo: consiste, como declaran los artículos de Esmalcalda, en que «nosotros alcanzamos por medio de la fe un nuevo corazón, y Dios, por los méritos de Cristo, quiere consideramos como enteramente justificados y santos. Y aunque el pecado no esté en nosotros del todo desterrado ni muerto, pero Dios no nos lo reconoce como tal».

¿Cómo queda el alma después de haber recibido esta justificación? En la doctrina católica, la transformación que se opera dentro de nosotros es total. La gracia santificante, ese don de Dios, que nos es dado después de haber sido merecido por Cristo en la Cruz, perdona totalmente nuestros pecados, nos regenera por completo convirtiéndonos en hijos suyos y en herederos del cielo. En la doctrina luterana, la justificación es meramente extrínseca, proviene exclusivamente de Dios y, en el fondo, a nosotros nos deja como antes. Por eso se llama forínseca tomando la expresión del lenguaje jurídico en el que el juez declara inocente a un culpable que, sin embargo, ha cometido su crimen y queda con él aun después de recibida la absolución. Somos, para usar la frase auténtica de Lutero «revera peccatores, sed reputatione miserentis Dei, iusti; peccatores in re, iusti in spe». Esta simultaneidad en una misma persona que, continúa enfangada en el pecado, pero al mismo tiempo aparece como justa a los ojos de Dios, constituye «la gran gloria» de los discípulos de la Reforma. Para éstos «el milagro» lo hace la fe fiducial que libra a nuestra conciencia del peso de los pecados, asegurándonos que están perdonados y trasportando nuestros pecados a Cristo quien, a su vez, nos comunica la no-imputación de los mismos, aunque en el momento de damos cuenta de la situación, veamos que estamos tan cargados de pecados como antes. «Existen en nosotros, dice Pohle, dos hermanos que viven siempre juntos: uno justo y el otro injusto; uno santo y el otro pecador; uno hijo de Dios y otro esclavo de Satanás, y esto para toda la vida, sin que haya posibilidad de conciliación entre ambos».

A la lógica del catolicismo no le caben estos conceptos contradictorios. Por eso sus teólogos los han rechazado como incompatibles y del todo contrarios a la santidad de Dios y al testimonio de las Sagradas Escrituras y de toda la tradición cristiana. Las consecuencias que de su admisión se derivan para la vida moral, son fatales. De este principio deriva la teoría de la separación y la independencia de la religión y de la moral. El hombre —con sólo tener esa fe fiducial— puede impunemente llevar una existencia desarregladísima. El profesor Paulsen, de Berlín, tenía razón en proclamar a Kant, gran defensor de la independencia de la ética y de la religión, como «cl filósofo del protestantismo».

La teoría luterana de la justificación halló pronto adversarios dentro de sus mismas filas. Osiander (muerto en 1552) defendió que la justificación de la fe consiste en la unión real e intrínseca de Cristo con el alma. Buzer admitió la necesidad de una «justificación interna», además de la meramente imputativa. Los teólogos de Jena exigieron en la segunda mitad del siglo XVI la intervención del libre arbitrio. Los pietistas del siglo siguiente admitieron la certeza de la justificación sólo para los casos en que se lo confirmara su experiencia sentida y personal. Tal es, en buena parte, la doctrina de los metodistas. Hoy son muchos los teólogos protestantes, incluso algunos luteranos, que exigen una cierta cooperación humana en el proceso de la justificación. Tal es, en concreto, el caso de una buena parte de la iglesia luterana de Suecia. Naturalmente, los teólogos liberales y racionalistas difieren totalmente de las teorías del fundador. Probablemente las ramas que todavía se adhieren firmemente a las doctrinas primitivas se limitan a partes de Alemania y al Sínodo de Missouri, en los Estados Unidos. Con todo, es preciso añadir que si grandes sectores del luteranismo moderno rechazan la interpretación verbal de Lutero en materias de justificación, la teoría en sus líneas fundamentales, es decir, en cuanto significa que esa fe fiducial en Dios basta por sí misma, al menos si va acompañada por una vida decente, para ser verdaderos cristianos sin las exigencias sacramentales, litúrgicas y morales impuestas por Roma, está a la base de las iglesias separadas contemporáneas. El principio de la justificación sin necesidad de obras —y la consiguiente seguridad aparente de salvación que da al individuo— junto con el énfasis de la libertad individual, aun en el campo religioso, son los que perduran, a través de los siglos como herencia imperecedera de la Reforma.

 

VEHICULOS DE LA GRACIA

«Con el fin de que podamos alcanzar esta fe, nos dice la Confesión de Augsburgo, Dios ha instituido el ministerio y nos ha dado el Evangelio y los sacramentos. Por ellos nos envía al Espíritu Santo para que produzca la fe dónde y cuándo Él quiere entre los que escuchan su mensaje». El Evangelio es, en la iglesia luterana, algo más que un recuerdo histórico de lo que Dios obró por medio de Jesucristo. Además de transformarnos en testigos presenciales de aquellos grandes sucesos y en participantes de aquellas bendiciones que tuvieron lugar y cumplimiento en el Mesías, nos da al mismo tiempo la totalidad de sus dones: «La Palabra de Dios, dice Lutero, es el santuario que está por encima de todos los demás; de hecho el único santuario del cristiano... La palabra de Dios es el tesoro que santifica todas las cosas. Una persona que en cualquier momento hace uso de la Palabra de Dios, la predica, lee, escucha o medita... puede decirse que en aquellos instantes queda santificada». A través del Evangelio, Dios nos da todo cuanto nos es necesario para obtener nuestra salvación. La Buena Nueva no es solamente la absolución del perdón, sino el don mismo de un Dios reconciliado. El Evangelio produce, además, la fe en el hombre ciego, sordo, ignorante y espiritualmente muerto como consecuencia del pecado original. Esa especie de despertar —o aun de resurrección— como consecuencia de nuestra atención al Evangelio, es obra del Espíritu Santo quien se nos da por medio de la palabra, y sólo por medio de Ella. Puesto que el Espíritu está siempre en la Palabra del Evangelio, éste resulta en todo momento eficaz. Dicho de otra manera, el Evangelio, coadyuvado por la acción del Espíritu, es el mejor medio de ponemos en contacto con el mismo Cristo .

Otro de los vehículos de la gracia son los sacramentos. También aquí tropezamos con uno de esos conceptos protestantes que, aunque tengan expresión idéntica a los nuestros, encierran significados muy distintos. Lutero obró en esto una revolución cuyas consecuencias —empezando por la ambivalencia de las palabras— estamos todavía pagando. En la doctrina tradicional católica (y ortodoxa) los sacramentos son el medio y el canal por el que la gracia santificante, adquirida por Cristo en la Cruz, se nos comunica a nosotros. Para los luteranos los sacramentos son sencillamente medios para despertar en nuestros corazones la fe o instrumentos dispuestos por la providencia para confirmar al pecador —causando en él alegría y consuelo— el don de la fe fiducial que ya ha recibido. Estrictamente hablando, los sacramentos (incluso el bautismo) no confieren nada a la persona que los recibe, pero tienen el efecto mágico de excitar en nosotros la fe. Son la automanifestación de Dios hecha a la criatura por medio de un signo visible capaz de revelamos así su contenido. Lutero que, en su teoría de la redención, no atribuyó valor alguno a la santísima humanidad de Cristo (se hizo «humanitate nihil cooperante»), concede importancia muy secundaria a los sacramentos. Son «necesarios» porque forman parte de la pedagogía divina que se adapta a nuestra naturaleza sensible. Su relación con la Palabra es estrechísima; los llama «Palabra visible» en contraposición a la «Palabra hablada»; son para nuestros ojos lo que la Palabra hablada es para nuestros oídos. Más aún, se puede decir que si los sacramentos tienen alguna eficacia, lo deben a la Palabra. Esta es la que nos obliga a su recepción; la que nos cerciora de las promesas inherentes a los mismos; y la que crea y da todo su ser a aquellos signos. De manera que, por ejemplo, en la Eucaristía no es que el pan y el vino, por las palabras de la consagración, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, sino que —como efecto de aquella Palabra— el hombre que los recibe con fe, recibe también a Cristo. Ocurre aquí algo parecido de lo que dijimos en materia de justificación. Allí las disposiciones del hombre no contribuyen para nada a la gracia, ya que ésta es mero don de Dios aprehendido por mí con la fe fiducial; aquí los signos sacramentales externos no ayudan para nada a la gracia; los tengo que practicar porque lo quiere Dios. Pero la gracia volverá a ser de nuevo obra exclusiva de la fe.

En lo referente al número de sacramentos, el luteranismo puede darse el lujo de variarlos según las conveniencias de tiempo y lugar. Si, al fin y al cabo, la justificación es un acto que tiene lugar inmediatamente entre Dios y el alma —y solamente por medio de la fe fiducial— esos medios externos se convierten en secundarios. Lutero habló con frecuencia de la existencia de tres sacramentos pero admitiendo que el bautismo y la Cena son los esenciales «por haber sido instituidos por Jesucristo:- y porque, sin su recepción, «uno no puede ser cristiano». En algunas de sus obras, Lutero menciona la penitencia y «otros sacramentos», pero advirtiendo que éstos no merecen el nombre de tales por faltarles el signo sensible que les ha de caracterizar. Melanchton enseña que «el bautismo la Cena y la Absolución (penitencia) son auténticos sacramentos». Los Artículos de Esmacalda y la Apología conceden también el nombre de «sacramento» a la sagrada Ordenación. El último de los documentos, aunque negando que los sacerdotes de la Nueva Ley «sean llamados a ofrecer sacrificios», admite que «no se puede rehusar a la imposición de manos el nombre de sacramento. Al matrimonio le atribuía Melanchton cierto rango sacramental aunque, por haber existido ya en el Antiguo Testamento, era necesario distinguirlo de los demás. En cambio, ni la Confirmación ni la Extrema Unción reciben ese título, aunque puedan considerarse como «ritos recibidos de los Padres de la Iglesia, pero no necesarios para la salvación, ya que no cuentan a su favor el mandato (la Palabra) de Dios». En el luteranismo contemporáneo se ha adoptado ya —y de manera fija según nos dicen— la cifra binaria sacramental. «Los teólogos luteranos, leemos en la Lutheran Cyclopedia, enseñan que hay sólo dos sacramentos, a saber: el bautismo y la Cena del Señor. Las Sagradas Escrituras no reconocen la existencia de otros que se atengan a dicha definición».

 

BAUTISMO

Siguiendo la doctrina ya explicada de la relación entre la Palabra y los sacramentos, el bautismo es la Palabra de Dios comunicada por el agua. Abarca estas tres partes: 1) el mandato de Cristo en las palabras de la institución que le dan su gloria y su poder; 2) el nombre de Dios ya que el bautismo es obra del Altísimo; se confiere en nombre de la Santísima Trinidad y es El, y no el hombre, quien nos bautiza y nos hace suyos; y 3) la promesa divina que allí recibimos: «quien fuere bautizado y creyere, será salvo»

Como se ve por esta definición, el bautismo es, en la mente de Lutero, un verdadero opus Dei no solamente porque, en cuanto sacramento, fue instituido por Cristo, sino porque en su administración la parte del hombre es insignificante y es en realidad «Dios quien bautiza», aunque en otras ocasiones atribuya al agua calificativos honrosísimos («divina aqua», «divina, sancta et salutífera aqua», etcétera) que parecen acercarle bastante a la concepción católica En relación con los frutos del bautismo, empezamos a encontrarnos inmediatamente con las paradojas del luteranismo. Por una parte, parece conferir al hombre todas aquellas gracias asignadas por la Iglesia Católica al gran sacramento de la regeneración. El bautismo, nos dice su Pequeño Catecismo, «produce el perdón de los pecados, nos libra de la muerte y del demonio y nos confiere la eterna salvación». No se trata de un mero símbolo del nuevo nacimiento, ni de sola la promesa de una nueva vida, sino de la realización actual de todo aquello que simboliza. Con él, el hombre muere para su naturaleza corrompida y renace a una vida nueva; nos da la adopción de los hijos de Dios y hasta nos confiere la imagen de la Santísima Trinidad. Introduce en el alma la realidad mediadora de Cristo. Por otra parte, esa persona bautizada queda todavía sumergida en el pecado y verifica en sí todas aquellas definiciones de la naturaleza corrompida que adujimos en páginas anteriores. ¿Son compatibles a un mismo tiempo y en un mismo individuo esas situaciones contradictorias? Los católicos aseguramos que no. Los luteranos, una vez admitidas sus teorías sobre la corrupción total de la naturaleza humana y la justificación meramente imputativa y extrínseca, se ven obligados a aplicarla a los sacramentos, empezando por el del bautismo.

La paradoja se aplica también al problema de la fe en la recepción de este sacramento. Puesta como base y fundamento único de nuestra justificación la fe fiducial hasta el punto de que ella constituye el unum necessarium en todo el proceso de nuestra vuelta a Dios, parece obvio que el principio se aplicase a nuestro caso. Así lo hicieron, ya en tiempos de Lutero, los anabaptistas al negar la posibilidad del bautismo de los infantes. Lo mismo se practica hoy en no pocas iglesias de la Reforma, empezando por la bautista. Lutero hubo de resolver el problema. Hasta 1521 defendió que, en el bautismo de los niños, bastaba con la fe de los padrinos; más tarde admitió la existencia de una fe personal aun en los niños carentes del uso de la razón, no obstante la imposibilidad en que se hallan de sentirla experimentalmente. Por fin, enseñó la posibilidad del bautismo sin la fe actual, aunque con exigencia de la misma. Hoy el luteranismo enseña que: «por el bautismo nos revestimos de Cristo, es decir, sus méritos y su justicia por medio de la fe que, como aplicación del Evangelio, crea en nuestros corazones» De este modo, la fe que no pertenece a la esencia del bautismo, ni para que el sacramento tenga su eficacia, lo es sin embargo para recibir sus bendiciones. Las expresiones: «el bautismo crea la fe» y «el bautismo requiere la fe», escribe Mayer, son ambas verdaderas y correctas. Además, nos añade: «el infante debe bautizarse, primero porque así lo manda el Señor y segundo porque la Iglesia cree y pide que Dios engendre en él la fe».

En cuanto a la administración del bautismo, los luteranos rechazan (en contra de los anabaptistas) la necesidad de la triple inmersión. Respecto del empleo de la fórmula trinitaria (invocación expresa de las tres Personas de la Santísima Trinidad) reconocen que «es la más a propósito, la más simple y segura», sin negar que pueda administrarse solamente a nombre de Jesucristo. En general sus teólogos están bastante acordes sobre la necesidad de la recepción de este sacramento. Las afirmaciones bíblicas apenas son susceptibles de otra interpretación. Sin embargo, dada su posición en el problema de la fe fiducial, tal necesidad empieza a esfumarse. Cuando a Lutero se le preguntó si se podría mitigar la necesidad absoluta de la que hablaba la Confesión de Augsburgo, replicó: «puede ocurrir que uno posea la fe sin recibir el bautismo... Si la persona muere en tal estado, aunque no haya sido bautizada, se salvará». Actualmente no faltan quienes, admitiendo como regla general su obligatoriedad, creen que no puede hablarse de absoluta necesidad». De ahí que se opongan radicalmente al concepto «papista» del limbo de los niños que, por no haber recibido el bautismo, quedan privados de la visión beatífica». La solución les parece demasiado cruel, bien que la Sagrada Escritura parezca favorecerla.

 

EUCARISTIA

Suele decirse que, en punto a doctrinas eucarísticas, las coincidencias entre luteranos y católicos son muy grandes. La afirmación tiene su fondo de verdad, sobre todo cuando se las compara con las doctrinas de otras iglesias separadas. Con todo, las diferencias son también fundamentales. Lutero conservó bastante clara la idea de la presencia real para el momento mismo de la Comunión. En cambio, negó su carácter sacrificial (Santa Misa), el modo en que se verifica su presencia en el sacramento (transubstanciación) y su duración en el tiempo. Además, por razón de la importancia atribuida a la fe fiducial, la concepción misma del sacramento eucarístico difiere notablemente de la enseñada por la Iglesia Católica.

Los nombres empleados para designar la Eucaristía son la «Santa Cena» y el «Sacramento del altar». La Enciclopedia luterana advierte a sus lectores que se debe evitar el empleo de la palabra «misa» puesto que «el término designa la perversión romana de la doctrina de la Cena y podría dar lugar a confusiones o convertirse en motivo de ofensa». En el concepto luterano, la Cena es «la palabra visible» por la cual Dios ofrece y comunica sus bendiciones a los seres humanos. En este aspecto, no se distingue del bautismo. Sin embargo, cada uno tiene sus características peculiares: el bautismo es el agua y el mandato de Dios, mientras que la Cena contiene, además del pan y del vino con el mandato divino, el Cuerpo y la Sangre de Cristo para alimento de nuestras almas. «La Cena del Señor es la aplicación del Evangelio con todas sus bendiciones espirituales por medio de un acto sagrado. Por eso, lo mismo que el Evangelio con su proclamación, la Cena ofrece y sella con el comulgante el perdón de los pecados, la vida y la salvación, por medio del fortalecimiento de nuestra fe».

Lutero defendió siempre la doctrina de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El punto no carecía de dificultades. Estaba por un lado la enseñanza «papista» a la que, aquí como en todo lo demás, quería oponerse con todas sus fuerzas por considerarla contraria al «puro evangelio». Por otro debía oponerse —y lo hizo ferozmente— a los zwinglianos, calvinistas, melanchtonianos, etc., que propugnaban la presencia puramente espiritual de Cristo en el sacramento. A Lutero no le cabía duda de que Dios había cegado los ojos de Zwinglio en esta materia. Para él y sus seguidores no tenía más epítetos que los de: fanáticos, parricidas, herejes, demonios, etc. Por fin, entraban también en consideración sus propias dudas sobre el modo cómo todo el Cuerpo de Cristo puede esconderse en una pequeña hostia. A pesar de todos estos óbices, el fundador del luteranismo se mantuvo firme en su convicción y la doctrina se trasmitió después a las grandes Confesiones de fe de su iglesia. Veremos después si estas afirmaciones son compatibles con otros principios, también firmísimos, de la doctrina luterana.

Sobre el modo de esta presencia real, la mayoría de sus teólogos nos advierte que ésta es una cuestión en la que no nos debemos enzarzar. Hay un punto, sin embargo, en el que no les caben dudas: es el rechazo de la doctrina católica de la transubstantiación, o sea, de la conversión total de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre del Señor En su lugar nos dicen sencillamente que Cristo está presente «en - con - y bajo» el pan y el vino. La actitud de Lutero varió según las ocasiones: a veces se inclinó claramente hacia la importación, otras habló de la presencia de Cristo en el pan y en el vino como la espada en su vaina»; otras creyó hallar la solución en la consubstanciación, es decir, en la presencia mutua y real tanto de los elementos materiales como del Cuerpo y de la Sangre del Señor Los documentos oficiales posteriores no nos ayudan a aclarar las cosas. Con todo, parece que en medio de todo este confusionismo, la explicación pueda encontrarse en la teoría luterana de la ubicuidad. Según ésta, Dios se halla presente personalmente en todas las cosas. Para el hombre su presencia se manifiesta solamente por medio de su Palabra. Cristo en cuanto hombre, por la comunicación de idiomas, ha recibido todas las propiedades de la naturaleza divina. Desde el momento de la Ascensión, la presencia de la humanidad de Cristo en el mundo es la misma presencia de Dios. Esta ubicuidad de Cristo se convierte para nosotros en presencia sacramental por la sensibilidad de los elementos del pan y del vino, por la relación que éstos tienen con la Palabra que es la que los vivifica y los hace sacramentales Es lo que en la nomenclatura de muchos se entiende por unió sacramentalis. Obsérvese también que, al contrario de lo que pudiera parecer a primera vista, la presencia real continúa guardando su carácter de signo, útil y espontáneo para excitar en nosotros la fe.

La comunicación de este Cristo presente eucarísticamente con el alma, tiene lugar en el momento de la Comunión. El luteranismo enseña que el comulgante: 1) recibe el Cuerpo y la Sangre de Cristo «oralmente» (por vía bucal); 2) que los no creyentes reciben también verdaderamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo («manducado indignorum») y esto por tratarse de las palabras creadoras del Señor que necesariamente tienen que surtir su efecto; y 3) que para que la recepción sea fructuosa, es necesario en el que comulga la fe fiducial. Sobre los efectos de la Cena, Lutero pensó en un principio que se reducían a la «unidad de los corazones»; más tarde a la «remisión de los pecados», llegando en ciertos momentos a hablar de la Eucaristía como de «alimento de inmortalidad». Hoy sus seguidores han aumentado el número de efectos: remisión de los pecados, vida y salvación, aumento de fe y de santidad, crecimiento del amor de Dios y del prójimo, paciencia en las tribulaciones, confirmación de nuestra confianza en la vida eterna, unión con Cristo y con su Cuerpo, la Iglesia. Por lo demás, la teología luterana es muy parca en detalles sobre la mayoría de los puntos referentes a la Comunión. Se nos dice que: «la Cena no consiste en una transformación mágica del pan y del vino, sino que ambos elementos, en el momento de la consagración, se convierten en portadores del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Y esto gracias a la Palabra de Dios». Parece asimismo que la manducación corporal y externa del Cuerpo y de la Sangre no causan por sí mismos ningún efecto saludable; para esto se requiere la intervención de la fe que es la única capaz de aplicamos aquellas gracias. De ahí que la presencia real no dure sino en el instante de aquella aprehensión fiducial y que el luteranismo rechace como «supersticiosa» toda adoración de la Sagrada Hostia. Si se admite como verdadero este importantísimo papel de la fe fiducial —que, hasta cierto punto, parece como el Creador de la nada en la Eucaristía—, ¿hasta dónde podemos hablar de una idéntica concepción de la misma presencia real entre católicos y luteranos? Por esto tal vez muchos luteranos modernos empiezan a identificar la palabra Cuerpo y Sangre (Soma) con el concepto de Persona y dicen que: «en la Cena confraternizamos con la Persona de Cristo, lo mismo que al predicar la Palabra, nos identificamos con Dios» .

Respecto de la Santa Misa, la posición luterana es sobre todo negativa. Sabemos por la historia que Lutero, condescendió al principio con el Santo Sacrificio, para convertirse con el tiempo en acérrimo impugnador del mismo. Lo llama «impiorum hominum doctrina»; «maxima et horrenda abominado»; «perniciosus et impius abussus»; cscandalum amovendum», etc. Se pone frenético al hablar de ella y advierte que, si no logra vencer la batalla que ha lanzado contra su existencia, la obra toda de la Reforma caerá por sus mismas bases. Afirma que los Evangelios no contienen una palabra sobre su institución. Y cuando se le objeta la doctrina de los Padres de la Iglesia, se contenta con esta «sabia» respuesta: «Si no se encuentra nada con que responderles, es más seguro negar todas sus afirmaciones antes que conceder que la Misa sea un Sacrificio». Nosotros, los hombres, ni lo podemos ofrecer ni nos es necesario para aplacar a Dios. Sus ceremonias son un juego de prestidigitación para engañar a los incautos. Basta que ofrezcamos a Dios nuestras oraciones, acciones de gracias y alabanzas junto con la fe de que «Cristo es en el cielo nuestro sacerdote, se ofrece sin cesar al Padre y hace que le seamos aceptables junto con nuestras oraciones y plegarias» 102 Lutero habla, es verdad, de la relación entre el sacrificio de la Cruz y la Eucaristía. Pero ésta no reviste a sus ojos otro significado que el de un testamento, es decir, de un recuerdo de lo que Cristo hizo y mandó repetir a sus discípulos en la última Cena. El Cuerpo y la Sangre que se nos da en la Eucaristía, son distintos de los que se inmolaron en el Calvario. Las palabras «se da», «se derrama», etc., que la tradición ha aplicado siempre a la Santa Misa, son equivalentes a «se distribuye» y no hacen alusión a la Cruz. Es verdad que, aun hoy día, la Sangre de Cristo se derrama por la remisión de los pecados; pero solamente cuando se celebra la conmemoración de la Cena. Este es, pues, el sentido de lo que se llama misa en la iglesia luterana. Compáreselo con la nítida definición del Concilio Tridentino en su sesión XIII y se verá el abismo que separa a ambas concepciones. Los cánones de la gran Asamblea —desde el 948 al 956— enumeran, en forma condenatoria, los errores protestantes —casi todos luteranos— sobre la Santa Misa.

 

PENITENCIA

Nos advierte Seeberg que: «si externamente Lutero ha preservado casi enteramente la estructura del sacramento de la penitencia, esto no es más que una apariencia ya que, tanto cada una de sus partes como su conjunto, han quedado completamente demolidos por él». En efecto, una primera lectura del artículo V de su Catecismo Pequeño le deja a uno la impresión de estar hojeando cualquiera de los manuales catequísticos de nuestras parroquias católicas. «La confesión, se dice allí, consta de dos partes: una la confesión de nuestros pecados y la absolución dada por el confesor, como por Dios mismo... A Dios hemos de confesar todos nuestros pecados, aun aquellos que no conocemos; pero al confesor le tenemos que declarar aquellos que reconocemos como tales y de los cuales nos sentimos culpables... Examínate bien según los Diez Mandamientos y mira si has sido desobediente, infiel o vago y si has causado daño a los demás en palabra o en obra... Luego díle al confesor: Padre, le pido que oiga mi confesión y me declare absuelto en nombre de Dios... Al final, el confesor te dirá: Dios se apiade de ti y aumente tu fe. Amén. Y por último: Como lo crees, así se haga en ti. Y por mandato de nuestro Señor Jesucristo, yo te perdono tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén».

Esto se escribía en 1525 y estaba destinado para enseñar a confesarse a las gentes sencillas. Ya para entonces muchas de sus frases tenían un sentido equívoco. Con el tiempo, y a medida que se multiplicaban las controversias, Lutero fue introduciendo conceptos todavía más ambiguos, o totalmente ajenos a la tradición. Ya, a los comienzos, había puesto en duda la posibilidad de confesar todos los pecados. Después añadió que, de suyo, bastaba que los confesáramos a solo Dios y que la confesión exigida por la Iglesia, no pasaba de ser una institución humana. De aquí pasó a enseñar que podemos confesar nuestros pecados a quien queramos, aunque no haya recibido para ello ningún poder especial. Pero, sobre todo, sus ideas sobre la fe fiducial irían a cambiar totalmente las auténticas nociones de este sacramento.

Partiendo de este último principio, la contrición cristiana fue perdiendo la importancia que antes se le atribuía, convirtiéndose en un medio de despertar en nosotros la conciencia del mal y disponernos para la fe: «Sencillamente cree que la palabra pronunciada por el sacerdote en la absolución, no se debe a sus méritos ni a los tuyos», y esto te basta. El «poder de las llaves que Cristo confirió a sus apóstoles —con potestad de atar y soltar nuestros pecados— queda limitado por él a declarar que los pecados (mediante mi acto de fe) han sido perdonados por Dios. Este poder compete a todos los cristianos y de ningún modo a los solos sacerdotes: «Las llaves, explicará después Melanchton, significan el poder, es decir, el oficio de ligar y desatar los pecados. Se identifican con el ministerio del Evangelio, ya que es éste el que de hecho liga y perdona los pecados... Pues bien, así como todos los hombres tienen la misión de predicar el Evangelio, así también gozan del poder de perdonar los pecados... Por la misma razón, la remisión tanto privada como pública sólo puede tener lugar cuando la palabra divina es recibida por la fe... Consiguientemente es una impiedad pensar que los pecados se perdonan ex opere operato por el sacramento y sin la fe».

La eficacia de la confesión como sacramento es muy limitada no sólo porque, después de recibido el perdón, el hombre es incapaz de hacer otra cosa que pecar —y esto por una necesidad casi física— sino porque, estrictamente hablando, la absolución tiene por objeto único servir de signo del perdón que se ha alcanzado por la fe y reavivar en nosotros la gracia obtenida por el bautismo que siempre subsiste en el alma por muchos pecados que se hayan cometido. Lutero repite con frecuencia esta rememoración del perdón bautismal, lo que explica en parte su repugnancia a incluir la penitencia como nuevo sacramento. Si el bautismo lo obtiene ya todo para los años que dure nuestra existencia mortal, es inútil «inventar» otro sacramento. Para él la palabra «desatar» («cuanto desatareis en la tierra, será desatado en el cielo») significa simplemente «anunciar el perdón», alcanzado por la fe; y la palabra «atar» («cuanto atareis en la tierra, será atado en el cielo») debe interpretarse de la siguiente manera: la absolución pronunciada sobre el pecador, si es que no suscita en el alma la fe fiducial, equivale a un anuncio de su condena.

De lo dicho se puede barruntar lo que Lutero pensaba de la obligatoriedad de la confesión. Allí donde impera la fe, sobran todos los sacramentos y, por lo tanto, el de la penitencia. Por otra parte, veía él —como lo han visto después sus seguidores— los muchos bienes que pueden derivarse al alma de su práctica: luz en las dudas, consuelo en las tentaciones, posibilidad de hacer actos de fe fiducial, etc. Su norma sería, pues, la siguiente: «la confesión es buena cuando es libre y no obligatoria». Esto lo deriva del hecho de que los Evangelios no nos hablan de su institución y de que por tanto se trata de una invención puramente humana Por eso pudo escribir: «Yo venero la confesión, como la virginidad y la castidad, como una cosa muy saludable, pero que, impuesta por la fuerza, no puede agradar a Dios»

Hoy las concepciones de las iglesias luteranas sobre la confesión dependen mucho de la teología —conservadora o liberal— de los individuos o de las comunidades a las que pertenecen. Las fórmulas simbólicas permiten mucho margen y toda una variedad de interpretaciones. «Puesto que la absolución privada es una cosa que proviene del oficio mismo de las llaves, no puede ser en modo alguno despreciada, sino que debe ser tenida en mucho y hondamente estimada», dicen unos. Sabemos que en algunas comunidades alemanas y escandinavas se está restituyendo la práctica de la confesión auricular Con todo, son ellos mismos quienes nos advierten, «no hay que confundirla con la confesión auricular usada por la Iglesia romana». En muchas de sus iglesias se practica la confesión general (Beichtvesper) durante el sábado por la tarde o el domingo por la mañana antes del servicio religioso. Su fin es preparar al que ha de participar en la Cena del Señor e incluye una exhortación preparatoria, el canto de himnos, algunas oraciones, una confesión general de los pecados y la fórmula absolutoria.

 

MATRIMONIO

Ya dijimos que no entra en la categoría de sacramento. Pero, puesto que se trata de una práctica que continuamente tiene lugar en las capillas protestantes —y a veces con ceremonial externo muy semejante al de los católicos— conviene decir unas palabras sobre el pensamiento de la iglesia luterana en la materia. Según la Lutheran Cyclopedia, deben distinguirse en Lutero dos actitudes distintas frente al matrimonio. La primera caracterizada como «fuertemente naturalista», pertenece a los primeros años de su «conversión». Su nota dominante es el pesimismo moral: «el deber conyugal es puro pecado» y «si Dios no lo imputa como tal a los esposos, es por pura misericordia suya». Lo compara a cualquier otra necesidad nuestra física, incontrolable y brutal, que debe quedar saciada dentro o fuera de la vida de matrimonio: «es una necesidad más absoluta que el beber, comer, evacuar, escupir, despertarse o dormir; es nuestra misma naturaleza; un instinto enraizado1 tan profundamente y de modo que nuestros miembros no tienen otra finalidad». Por eso, niega en absoluto que el matrimonio confiera alguna gracia a quien lo recibe ni que haya sido instituido por Dios. Es institución introducida en la Iglesia por hombres que desconocían el significado de las cosas y de las palabras.

La segunda actitud, «fruto de sus años de madurez» pone mayor acento en las peculiaridades espirituales del matrimonio. Aquí afirma que es de institución divina y recomendada por Dios como algo que le agrada y glorifica. Lo participan a su manera todos los seres vivientes y está a la base de la economía, de la política y aun de la misma religión. A la misma época pertenecen sus alabanzas a la vida familiar, al amor mutuo entre esposos y de éstos a sus hijos. En la tradición protestante, Lutero ha sido proclamado «padre y modelo del hogar cristiano». «En su vida matrimonial, escribe Ferm, Lutero enseñó al mundo que un pastor (casado) puede convertirse en positivo valor para la cultura y la civilización. También Zwinglio se había casado, pero temió por mucho tiempo que los demás se enteraran de ello. Calvino hizo lo mismo, pero su vida matrimonial fue siempre austera, sin el calor y la alegría de un verdadero hogar. En cambio, Lutero mostró con su manera de vivir que el matrimonio es tan sagrado como el celibato».

Desde el punto de vista doctrinal y cristiano, Rutero introdujo «reformas» totalmente ajenas a la tradición de la Iglesia. Habría que empezar por destacar su extraña conducta al permitir el matrimonio a sacerdotes y religiosos. Conocía él bien que la Iglesia, por sabias razones refrendadas por una experiencia multisecular, había impuesto la ley del celibato. Cuando Carlstadt, canónigo y archidiácono de la catedral de Wittemberg, le preguntó lo que se debía enseñar sobre este punto, Lutero reaccionó desfavorablemente: aquellos hombres y mujeres se habían comprometido solemnemente ante Dios a la guarda de sus votos. Estos, libremente emitidos, les obligaban a la fidelidad. Sin embargo, había que ir contra Roma que tanto insistía en la guarda del celibato. Tras mucha reflexión, halló «la solución». El voto de castidad había sido emitido por espíritu de orgullo y en la falsa creencia de que, siendo una buena obra, se agradaba con ella a Dios. Esto era inadmisible. Los votos estaban, por consiguiente, viciados en su raíz y no había razón para continuar observándolos. Resultado: permitir el matrimonio a sacerdotes y religiosos. Una segunda modificación consistió en entregar completamente al estado el poder sobre el matrimonio. Sus apologistas empiezan por asentar que a los comienzos el cristianismo no se interesaba por asuntos matrimoniales, ya que, a sus ojos, el único estado digno de tal nombre era el celibato. Sólo al correr de los siglos, añaden, el clero quiso tomarlos en sus manos y que sus teólogos le diesen un carácter sacramental. En el fondo, Lutero sabía que no era así. La verdadera razón de abandonar el matrimonio cristiano al príncipe secular estaba en su convencimiento de que a él personalmente le era del todo imposible controlarlo: «El matrimonio y el estado civil, escribía en 1529 en su Traubuechletn, son problemas que conciernen al estado y que de ninguna manera nos tocan a nosotros, los ministros del Señor». Admitía, sin embargo, que éstos debían acudir caso de que las autoridades civiles les llamaran a bendecir la unión.

Lutero permaneció firme en su negación del carácter sacramental del matrimonio. A la verdad, no se ve cómo éste, dados sus orígenes pecaminosos y su carácter de mera satisfacción pasional, podía ser elevado a tan alta dignidad. El «reformador» se contentó con negar la posición católica y proclamarla inadmisible. Fueron sus seguidores los que le dieron forma, digamos jurídica y oficial. Una de las fórmulas más gustadas por sus iglesias es la de la Apología de Melanchton, de 1531, que dice así «El matrimonio no fue instituido por primera vez en el Nuevo Testamento, sino ya desde los comienzos de la creación del género humano. Fue ordenado por Dios y tiene consigo promesas que no son del Evangelio, sino que se refieren principalmente a la vida corporal. Por eso, aun en el caso de que alguno lo quisiera llamar sacramento, lo debe distinguir de los demás, es decir del bautismo, de la Cena del Señor y de la penitencia o absolución que son propiamente signos del Nuevo Testamento y testigos de la gracia y de la remisión de los pecados. Si el matrimonio tuviera que llamarse sacramento por el hecho de haber sido ordenado por Dios, el apelativo debería también aplicarse a los demás estados y deberes que tienen por autor a Dios, por ejemplo, el estado de los magistrados». Esta puede tomarse todavía hoy como la posición más común en las iglesias luteranas.

Rebajada de esta manera la dignidad matrimonial —que de hecho y por voluntad de Cristo se ha convertido en verdadero sacramento, con sus gracias y carismas para quienes lo reciben— el luteranismo se exponía a caer en los múltiples escollos que se encuentran en su camino, empezando por lo que entonces se llamaba poligamia y hoy divorcio. Se ha escrito mucho sobre las claudicaciones doctrinales de Lutero en esta materia. Pueden verse en cualquier biografía suya. Lucíen Fébvre afirma que las ambigüedades y el conflicto de sentimientos de Lutero en punto a la vida sexual, le condujeron «a no distinguir el matrimonio de la fornicación o del adulterio». Ya a principios de 1524 aseguraba: «no existe prohibición de que un hombre pueda tener más de una mujer. Yo, aunque no pueda impedirlo, sin embargo, tampoco lo aconsejo». Su enseñanza de que no hay hombre o mujer que, si no es públicamente, en su corazón y cada vez que se le presentan ocasiones no sea un adúltero, indica una visión degradante de las posibilidades humanas, ayudadas por la gracia de Dios, frente a las tentaciones que nos puedan sobrevenir. La historia nos afirma el tristísimo estado en que se hallaban muchos de sus seguidores, que, escapados de conventos y monasterios, se habían unido en matrimonio. Las palabras de Erasmo, en medio de sus posibles exageraciones, contenían un gran fondo de verdad. Los consejos y la conducta de Lutero, Melanchton, Bucer y Eberardo von der Thann en el caso del divorcio y del segundo matrimonio —celebrado por un ex fraile que se había casado ya tres veces— del langrave Felipe de Hesse, resultan nauseabundos.. Comprendemos que muchos de sus historiadores los pasen por alto. En recompensa, Felipe envió a Lutero una pequeña barrica de vino del Rhin que él agradeció (24 de mayo de 1540), con las siguientes palabras: «Que Dios nuestro Señor guarde conserve a Su Señoría feliz en cuerpo y en alma»

En las iglesias luteranas contemporáneas, la liturgia del matrimonio varía según las regiones y las diversas denominaciones. En general se celebra ante el altar y contiene una breve lectura bíblica, las mutuas promesas, la bendición y las oraciones. Teóricamente —y basta para ello leer los manuales de sus parroquias—el matrimonio es indisoluble y se citan pasajes escriturísticos en su confirmación. En los últimos documentos, se prohíbe también la inseminación artificial, aunque las revistas hablen ya de discusiones surgidas en este punto. De la práctica del control de nacimientos, no hacen en general mención, contentándose con unas frases vagas y un tanto ambiguas que de hecho son la aprobación oficial de un uso admitido en todas sus iglesias. Respecto del divorcio, el luteranismo moderno enseña que Cristo lo permite para el caso de fornicación de una de las partes, por lo que la persona inocente puede pasar a segundas nupcias. El abandono de uno de los cónyuges, añaden, no es de suyo causa de divorcio. Pero si la parte inocente sufre por ello, puede entonces procurarse un divorcio legal y volverse a casar. En teoría, esa persona no podría ser admitida a los sacramentos, pero en la mayoría de los casos lo es. La razón asignada por A. J. Moehler es la falta de entendimiento de sus teólogos en cuanto a lo que constituyen motivos suficientes para el divorcio. En materia de divorcio, a los pastores se les aconseja que no sean demasiado exigentes y que más bien se muestren cautos en el empleo del rigor, ya que ello podría contribuir a faltas de caridad, negando el segundo matrimonio a personas que tienen motivos para contraerlo. Después de todo, no hacen sino acomodarse al pensamiento y a la manera de proceder del mismo Lutero.

 

LA IGLESIA

El católico cae pronto en la cuenta de las hondas diferencias que le separan del luteranismo en materia de eclesiología. Sin embargo, acostumbrado como está a pensar en un Cristo que escogió a los Doce Apóstoles para que, bajo Pedro, fueran las columnas de la Iglesia que iba a ser continuadora de su obra de redención, le resulta difícil medir el abismo de la ruptura que se verificó con las teorías revolucionarias de Lutero. Quince siglos de tradición quedaron borrados allí de un plumazo y la Cristiandad apareció radicalmente dividida en sus doctrinas sobre los orígenes, la esencia y el papel de la Iglesia en la obra de la salvación. Por desgracia, aquellas divergencias quedan todavía en pie y basta iniciar un coloquio con nuestros hermanos separados para sentir su profundidad: «Hay un solo punto, escribe un protestante suizo, en el que el protestantismo aparece coherente: en su rechazo de la autoridad de Roma».

Las nociones de Lutero en la materia estaban ya empañadas por los sentimientos antirromanos de sus maestros nominalistas, en concreto por Ockam. Como dice Seeberg: «los principales elementos de la eclesiología luterana se deben buscar en los años anteriores a su conversión». En el fondo, una vez admitida su doctrina sobre la fe fiducial como único elemento constitutivo de nuestra salvación; asentada la posibilidad de nuestro contacto inmediato con Dios y reservado a los sacramentos el puesto puramente marginal que él les concede, la Iglesia como sociedad divina instituida para ayudar al hombre en su destino, apenas tiene razón de ser. Será, en el mejor de los casos, una institución externa, más o menos útil según las circunstancias de tiempo y de lugar, aprovechable para las gentes ignorantes que se rigen por signos sensibles porque son incapaces de penetrar en lo íntimo de las cosas y, en fin, un organismo imperfecto y reformable como cualquier otra organización humana. Meyer tiene razón al equiparar a la Cristología con la Eclesiología, no solamente en cuanto ésta depende de aquélla, sino en el sentido de que, una vez arregladas nuestras cuentas con Dios, la Iglesia queda reducida a la mínima expresión. Es algo así como el techo y la cáscara bajo el que se encubren los «santos» y «creyentes».

Como hemos visto en otro lugar Lutero tenía concebidas para el año 1518 las líneas fundamentales de sus nuevas doctrinas. Pero no se había atrevido a rebelarse abiertamente contra la autoridad de la Iglesia. Al contrario, pensaba aprovecharse del recurso del «Papa mal informado al Papa mejor informado» o de éste al «Concilio General» para tapar la boca a sus adversarios. Temía igualmente los efectos de una ruptura demasiado radical con Roma. Pero, los acontecimientos se precipitaron y en la Disputa de Leipzig (1519) el inteligente Eck le fue «acorralando» hasta obligarle a conceder que, admitidas sus premisas dogmáticas, caían por los suelos la autoridad del Papa, la Iglesia y los Concilios. Lutero se sintió descubierto y, al no poder aguantar aquella bochornosa situación, fue revelando —entonces y en ocasiones sucesivas— su pensamiento. Sirvan de ejemplo las siguientes proposiciones:

«el Papa, no es, según los Padres de la Iglesia, sino un coepiscopus, con rango igual al de los demás prelados;

Pedro no tuvo ninguna autoridad sobre los apóstoles, el Concilio de Nicea no sancionó la primacía del Papado;

éste no se basa en ninguna autoridad divina, sino en la meramente humana, por eso la obediencia que se le debe es idéntica a la que se da a otros príncipes, incluso al mismo Turco;

la Biblia enseña que el Papa tiene que someterse, como todos los demás mortales, al emperador;

los Concilios no pueden convertir en leyes divinas las que son meramente humanas; 

la Iglesia no necesita de ninguna cabeza fuera de la de Cristo;

el sistema jerárquico no es de origen divino, sino de invención humana; por consiguiente, los cristianos, que sólo creemos la palabra de la Escritura, no estamos obligados a prestar al Papa ninguna clase de obediencia.

«El gran significado de la Disputa de Leipzig, nos dirá un conocido comentarista protestante, se funda en que allí Lutero se vio forzado a romper de una vez para siempre con la concepción eclesiológica (Papa, Concilios, Cánones, autoridad eclesiástica, etc.), de la Iglesia de Roma»

Esta primera obra destructora quedó completada después de su condenación como hereje. Las tres obras lanzadas al público en 1520: Adversus exsecrabilem Antichristi bullam; De captivitate babylonica y el Manifiesto a la nobleza cristiana del pueblo alemán, constituyen las armas de su guerra contra el Papado. La última de ellas contiene, además, un resumen suficientemente claro de su plan de lucha: proclamación del sacerdocio universal; matrimonio de los eclesiásticos; independencia total de Alemania frente a las «expoliaciones» de que era objeto por parte de Roma; calumnias las más groseras contra la dignidad pontificia y hasta ciertas reformas sociales de la nación..., todo ello «escrito con una vehemencia capaz de atraerse a muchos centenares de descontentos: a unos porque sufrían de los males que denunciaba y a otros porque querían poner remedio a los mismos». Los escritos del reformador se propagaron con la rapidez del fuego entrando hasta en los ambientes más humildes y sembrando en todas partes el odio contra el Vicario de Cristo en la tierra. Como informaba el nuncio Aleandro, venido para promulgar la bula de excomunión: «Nueve décimas partes de Alemania gritan: ¡Viva Lutero!, y todos los demás, aun sin seguirle, le hacen coro diciendo: ¡Abajo Roma!.

Después vino lo que se puede llamar, al menos con cierto eufemismo, la parte constructiva de la eclesiología luterana. Esta no es, a pesar de lo precipitado y pasional de algunas de las frases, un plan improvisado, sino algo que él debió de reflexionar en frío durante sus momentos de serenidad. Las piezas se acoplan demasiado bien con el resto de su concepción teológica para tratarse de una improvisación. Lutero quiere sustituir a la Iglesia tradicional por una organización que, dejando a salvo los nuevos dogmas, empezando por el de la fe fiducial, colme hasta cierto punto los anhelos comunitarios de todo hombre religioso. El reformador vuelve a asentar su teoría del primado de la Palabra como creadora de cuanto existe en el mundo, desde la creación hasta su sacrificio en la cruz. Por lo tanto, la misma Iglesia tiene que ser fruto y resultado de la Palabra. Esta —el Verbo— es la única Cabeza de la Iglesia: «De todo ello debemos concluir, dice, que la primitiva cristiandad (la única y verdadera Iglesia) no quiere ni puede tener un Jefe visible en la tierra, ni desea ser gobernada por ningún Papa ni obispo. Sólo Cristo es desde el cielo la Cabeza que rige sus destinos. La razón es clara: ¿cómo puede un hombre gobernar lo que no conoce? Y ¿qué hombre puede saber quién es el que tiene buena fe y quién es el que carece de ella?». Más aún, si Cristo es la única autoridad de la Iglesia y el Papado le ha querido arrebatar durante siglos ese derecho, luego éste es el Anticristo. Finalmente, si por el bautismo hemos quedado liberados, sin otra sujeción que la de la Palabra de Dios, resulta insoportable que un hombre como el Papa quiera tenernos atados a su voluntad.

Es verdad que contra estas interpretaciones, las Sagradas Escrituras hablan de la promesa y de la concesión del primado a Pedro, palabras confirmadas después por una tradición de tantos siglos. A Lutero este último argumento le preocupa poco; de lo contrario no hubiera podido aventurarse por sus caminos revolucionarios. En cuanto a las palabras del Evangelio (a las que, sin embargo, apenas da en esta ocasión ninguna importancia) son susceptibles, contesta, de una «sencilla» explicación: la piedra sobre la que se va a edificar la Iglesia (1Mat. 16.18) no es Pedro sino el mismo Cristo. Esto le parece también evidente del hecho de que el pecado y la inmoralidad han hecho siempre presa del Papado. El Único digno de ejercer ese poder es Cristo que venció al pecado.

Bajo Cristo, Cabeza de la Iglesia, están los miembros que la componen. ¿Cuáles son éstos? No, como quieren los «papistas», aquellos que por el bautismo son hijos de Dios y han entrado a formar parte de la gran familia cristiana. En el protestantismo, donde los sacramentos han perdido casi todo su significado real, hace falta algún otro gaje más sensible para formar parte de esa nueva comunidad. Calvino lo hallará limitando sus miembros a los que, desde toda la eternidad, han sido predestinados para la salvación. Lutero —aunque de suyo él también es predestinacionista— no queda satisfecho con la solución. Según él, los miembros de la Iglesia son «los creyentes en Cristo»; «cuantos participan en una misma fe»; «los santos»; los componentes de «la nación santa», etc. Su conjunto constituye una comunidad conocida únicamente a Dios y oculta a las miradas humanas: es «la asamblea de todos los creyentes de la tierra»; la reunión de todos los corazones en una sola fe (fiducial); la «familia de los regenerados». Puede también hablarse de ella como del «reino de Dios» en el que Cristo reina por medio del Espíritu y de la fe. Puesto que es una organización espiritual e invisible, la auténtica Iglesia contrasta con la «vasta potencia estatal del Papado, con sus diócesis y su pompa exterior, sus inflexibles doctrinas y su mágica teoría de los sacramentos». Por el contrario, se trata de una asociación libre de individuos «que viven la verdadera fe, creen en las mismas verdades, sienten los mismos aspectos de la divinidad, esperan las mismas bienaventuranzas celestiales y se encuentran ligados entre sí, no por los externos lazos de una sumisión militar al Papa, sino por los vínculos internos y secretos que unen a los corazones y a los espíritus en una comunión profunda de goces espirituales».

Si el lazo de unión entre los miembros de la Iglesia es la amistad espiritual, no debiera ser necesario buscar los fundamentos de aquélla en autoridad alguna extrínseca como lo pretende Roma. Pero Lutero sabía bien que este principio, llevado a la práctica, podía resultar anárquico para la sociedad. Lo había experimentado personalmente en el caso de los anabaptistas. Por ello se apresuró (aunque de hecho llegara tarde) a añadir la teoría del «cuerpo externo de la Iglesia» y a señalar sus relaciones con el aspecto interno de la misma. No es que este retoque le fuera impuesto por el Evangelio. Al contrario, confesaba que el concepto de una Iglesia externa, si es que existe, «es totalmente desconocido a la Palabra de Dios en la Escritura». Pero, se trataba de una necesidad impuesta por las leyes de la vida y no había más remedio que someterse a ella.

Lutero enseñó, pues, que la Iglesia está formada «por el número de bautizados y creyentes que pertenecen a un sacerdote o a un obispo, sea en una ciudad, en un país o en el mundo entero. Como, además, el modo con que el Espíritu congrega a los suyos para santificarlos, es por la Palabra y los sacramentos, éstos a su vez suponen la existencia de una entidad externa y visible. Su conjunto podrá llamarse —como en muchos de los Credos simbólicos— la comunión de los santos. Puestas estas bases, el reformador no encontró dificultad en aplicar a este organismo las prerrogativas y las cualidades que la teología clásica había atribuido siempre a la verdadera Iglesia. Por ejemplo, la pertenencia externa a ella es necesaria ya que “fuera de la Iglesia no hay verdad, ni Cristo ni salvación”. En buena lógica luterana del sacerdocio universal, todos los miembros debieran tener los mismos privilegios y las mismas obligaciones. Y, sin embargo, puesto que toda la comunidad no puede gozar de los mismos carismas ni todos son aptos para predicar, hay que proveerla de ministros que anuncien su palabra y distribuyan los sacramentos entre los demás. Sobre todo habrá que tener extremo cuidado en no permitir —como lo estaban haciendo ya los anabaptistas— que todo el mundo se ponga a predicar. Lutero quiere todavía que, no obstante estas excepciones, el rango eclesiástico no sobrepase el de los pastores y se excluya por lo tanto la intervención de los obispos. Sus discípulos no podrán hacerlo así y admitirán la existencia de los últimos, aunque sin derecho a llamarse sucesores de los apóstoles. Por último, Lutero que pretendía espiritualizar la Iglesia desligándola de las ataduras humanas que la ligaban, terminó su reforma eclesiástica entregando la suya al dictado y al capricho de los príncipes, rebajándose a proclamar que son ellos los constituidos por Dios para regirla. ¡Es el límite a donde se puede llegar cuando el hombre se pone a enmendar la plana a Nuestro Señor en una cosa tan intocable como es para Él su Iglesia!

Es evidente que esta ecclesia externa va contra los fundamentos mismos de la teología luterana en cuyo marco no cabe otra iglesia que la del «regnum internum» de que nos hablan los modernos racionalistas. Dista, por lo tanto, mucho de ser verdad la afirmación de Seeberg de que, por este «sencillo método», Lutero resolvió el problema de la naturaleza de la Iglesia. El problema quedó donde estaba. Por eso su iniciador continuó insistiendo en aspectos que tienen por resultado subordinar este último elemento al de la Iglesia interna. Aquella (la externa) «no es la verdadera Iglesia... ya que lo que es objeto de la fe, no puede ser algo corporal y visible». «Puesto que la Iglesia, nos dice en otro lugar, es obra y trabajo (opera et factura) de Cristo, no tiene ninguna forma externa; toda su estructura es interna, invisible y sólo conocida de Dios. Por eso sus miembros, ocultos a los ojos de las hombres, son conocidos solamente a los sentidos espirituales de la fe». Después de todas estas afirmaciones, uno se pone seriamente a pensar si la verdadera Iglesia en que soñaba Lutero no era la puramente interna y espiritual aunque las necesidades del momento le obligaran a insistir en sus formas externas. En cualquier hipótesis, su eclesiología dista mucho de ser nítida y clara, lo que dará pie a sus discípulos y seguidores para insistir a veces en un aspecto y a veces en otro, aunque históricamente las tendencias en favor de su carácter interno y espiritual hayan prevalecido con mucho sobre todas las demás.

Cae fuera de nuestro propósito seguir el desarrollo de la idea de Iglesia en la historia del luteranismo. En la Confesión de Augsburgo se nos la define como: «la congregación de los santos en la que se enseña correctamente el santo Evangelio y se administran correctamente los sacramentos». Es, además, «única y santa y permanecerá para siempre». Melanchton insiste en que: «sólo la comunión espiritual de los corazones recibe justamente el nombre de Cuerpo de Cristo (Iglesia) ya que es El quien, mediante su Espíritu, la renueva, santifica y gobierna». El ciclo de testimonios se termina con los Artículos de Esmalcalda en los que Lutero, en vez de aclararnos muchas de las oscuridades, se limita a borbotar injurias contra el Papado al que califica de Anticristo y de Satanás, aparecido en el mundo «para la perdición de toda la Iglesia católica y para destruir el primero y principal artículo de la redención obtenida por Jesucristo».

Esta doctrina experimentará numerosas transformaciones a lo largo de los siglos. El siglo XVIII contraerá su concepto de universalidad reduciéndolo al de una mera “ecclesiola” compuesta de pequeños grupos que se reúnen en familia a experimentar «las delicias de la fe fiducial». El iluminismo irá relegando al olvido sus orígenes divinos y equiparándola con cualquier otra sociedad religiosa de la historia. Schleiermacher, partiendo de parecidos principios, enseñará que: «la Iglesia es una comunidad que surge de la libre actividad humana y no puede subsistir sin esta misma actividad». Harnack y el racionalismo irán más adelante y se dedicarán a estudiar sus «orígenes históricos», estableciendo un abismo entre el Jesús del Evangelio que, imbuido de prejuicios judaicos, no pensó sino en el «Reino interno» y en la Iglesia local, y las generaciones postapostólicas que, dirigidas principalmente por Pablo, soñarán en una sociedad externa, organizada y universal. En nuestros días, el péndulo gira entre estos extremos sin hallar nunca su punto de reposo. Barth quiere volver a las concepciones primitivas de los fundadores del protestantismo y rechaza toda autoridad diversa de la de Cristo; para Brünner la Iglesia es el resultado de los carismas de los discípulos de Jesús y no contiene ningún elemento de tipo institucional; Bultmann piensa que su papel se reduce a ser el lugar de reunión para los fieles que, delante de Cristo, han de tomar sus decisiones personales, Heiler y sus seguidores de la Hochkirche quisieran adoptar la tesis de la teología católica a excepción de la doctrina del Primado; y no faltan en las iglesias luteranas —sobre todo de la Europa continental— conatos de renovar la liturgia, los sacramentos y algunas de las prácticas de la Iglesia tradicional. Pero son ráfagas que hoy soplan en favor de la vera doctrina y mañana se vuelven contra ella; o tendencias contradictorias que coexisten en el seno de un luteranismo que, en teoría, deriva de un árbol común y pretende ser fiel a sus orígenes.

De los manuales luteranos modernos, podemos desgajar algunas características de lo que —con las excepciones ya indicadas— podrían tal vez figurar como su doctrina más común en eclesiología. La Iglesia es, bajo un aspecto, invisible y comprende a los creyentes sinceros de todas las Iglesias de la cristiandad y conocidos solamente a Dios. Esta es, con mucho, su parte más esencial: «el verdadero luteranismo, dice Ferm, enseña que la Iglesia es invisible, que es el reino de Dios en los corazones de los hombres. Funciona solamente con medios espirituales y no puede hacerlo de ninguna otra manera... Se trata de un organismo que no actúa por medios humanos. La organización humana le ayudará tal vez indirectamente. Pero su verdadera vida es la del Espíritu». «Dios, añade Mulert, nos llama a Sí mediante Cristo y la Biblia sin que en este proceso la Iglesia tenga una importancia decisiva, no obstante el hecho de que nosotros vivamos en Ella». «El hombre piadoso, concluye el mismo autor, toca directamente con su mano, que Dios le da en Cristo, la gracia divina y excluye por principio la intervención de la Iglesia con sus instituciones jurídicas y sus sacramentos».

Sin embargo, esta Iglesia invisible se transforma en visible al considerar en ella ciertas señales de las que es poseedora: en concreto, la recta enseñanza del Evangelio y la administración de los sacramentos. En esta definición, que es la del artículo séptimo de la Confesión de Augsburgo, el énfasis se hace en la noción de rectitud en ambos oficios. Los luteranos están convencidos de que Roma claudicó hace mucho tiempo en estas materias y abrigan también serias dudas sobre el modo con que una buena parte de las iglesias de la Reforma cumple con esta condición. A la pregunta: ¿es la iglesia luterana la única verdadera?, las respuestas son varias. Hay quienes piensan que la organización externa apenas tiene importancia y que, por consiguiente, la Iglesia de Dios puede encontrarse en diversas instituciones: «es verdad que se debe mantener la estructura externa, pero la forma de las organizaciones puede variar según las circunstancias y los hombres», dice H. J. Jacobs. Es el grupo que, en cuanto al ecumenismo, se opone a la unión orgánica de las iglesias. En cambio, otros más ortodoxos, insisten en que de facto la preservación de aquellas condiciones no tiene lugar más que en la comunidad luterana. Las demás han traicionado con demasiada frecuencia o nunca entendieron el significado genuino de lo que son la Palabra de Dios y el concepto verdadero de sacramentos.

En cuanto a los atributos de esta iglesia, el luteranismo moderno ha encontrado para ella casi todas las características que la teología tradicional ha atribuido siempre al catolicismo. Sus fundamentos son seguros ya que fueron puestos por Dios desde toda la eternidad (1 Pet. 2,6); está fundada sobre la roca, que es Cristo (Mat. 16,18) y que ningún enemigo podrá derrocar (Mat. 28,20); su objeto es la predicación del Evangelio (1 Pet. 2,9), unificar y buscar la mutua edificación de sus miembros (Efes. 4,1). Esa Iglesia es una en el sentido de que «basta estar de acuerdo en la doctrina evangélica y en la administración de los sacramentos»; es santa puesto que sus miembros están adornados por la «justicia extrínseca» de Cristo sin que pueda verse empañada por la mala conducta de los miembros, ya que los malos e indignos, que viven mezclados con los santos, no son propiamente de la Iglesia, aunque participen externamente de sus señales; es católica por razón de que sus seguidores se extienden por todo el mundo sin distinción de espacio ni de tiempo, de razas ni de clases sociales; es finalmente infalible y perpetua en cuanto que la comunidad de creyentes que predica la doctrina verdadera y administra debidamente los sacramentos, tiene la promesa de Dios de que continuará hasta el fin de los tiempos; pueden desaparecer las iglesias particulares, pero no la Iglesia como tal; por la misma razón, esta Iglesia —bastante abstracta— tiene la seguridad divina de que no podrá caer en el error ‘’L Los luteranos modernos hablan hasta de las notas de la Iglesia; son la doctrina de la fe fiducial, el Evangelio y los sacramentos. «"Estas, nos advierte la Lutheran Cyclopedia, son las únicas notas de la Iglesia; ni la sucesión apostólica, ni las iluminaciones, profecías o curaciones milagrosas, ni menos todavía la jerarquía graduada y organizada del sacerdocio con un Vicario de Cristo a la cabeza, bastan para causar en nosotros la justificación y la fe salvadora y fiducial» .

 

ORGANIZACION MINISTERIAL Y ADMINISTRATIVA

 

La organización estructural de las iglesias luteranas se rige por las siguientes instituciones. El núcleo fundamental o la célula del luteranismo está en la congregación compuesta, además de los fieles, por el pastor y los oficiales de la iglesia. Estos últimos se dividen en tres categorías: los «ancianos», los diáconos y los administradores. Cuando faltan estos últimos, las finanzas quedan encomendadas a los diáconos. Cada congregación maneja sus propios negocios según sus constituciones. Un número mayor o menor de congregaciones da lugar al sínodo. En éste toman parte los pastores y algunos delegados nombrados por la comunidad. Lo preside un jefe o presidente elegido para tres años, rodeado de varios oficiales, comisiones y secciones con sus miembros y secretarios. La independencia de estos sínodos es con frecuencia tal, que pueden bien equipararse a iglesias sui iuris. Es lo que ocurre con el Sínodo de Missouri y otro tanto en los Estados Unidos como en Europa. Su papel es menos importante en aquellos países donde el luteranismo constituye la religión oficial. En la misma Alemania su independencia —por razones históricas— ha sido menor que la de otras partes. En algunas regiones alemanas, así como en los países escandinavos el verdadero jefe de estas unidades eclesiásticas es el obispo, con lo que su territorio viene denominado diócesis. Allí donde no se admite la validez del episcopado —aun en el sentido meramente administrativo y de inspección— los sínodos suelen unirse, al menos como entidades fraternales en conferencias. Sin embargo, a pesar de las reuniones periódicas que puedan tener, carecen en absoluto de poder legislativo. Este queda restringido al sínodo —al menos para aquellos casos en que los pastores y congregaciones locales se resignen a obedecerlo. Enseguida hablaremos del significado y del funcionamiento de varias organizaciones luteranas de carácter internacional.

Las publicaciones luteranas atribuyen gran importancia al «ministerio», término técnico empleado para designar a los oficiales de sus iglesias. Quedó ya indicado por qué, no obstante el énfasis del sacerdocio universal de todos los fieles, Lutero sintió la necesidad de dar a sus comunidades personas encargadas de salvaguardar la fe y de administrar los sacramentos. Por eso se esforzó también porque aquella autoridad arrebatada a los obispos como sucesores de los apóstoles, quedase atribuida a los pastores y a los diáconos que, según él, habían sido los verdaderos jueces en el Concilio de Éfeso. «Ninguno puede enseñar públicamente en la iglesia o administrar los sacramentos, a no ser que haya sido debidamente llamado», nos dice la Confesión de Augsburgo. El llamamiento es lo que constituye la esencia del pastorado luterano y no —como en la Iglesia Católica— su ordenación. Generalmente la presentación del candidato la hace la congregación o el sínodo, previa la aprobación del pastor y de los oficiales de la iglesia local. La formación de los candidatos dura más o menos tiempo según las necesidades o la mentalidad teológica del sínodo. Por lo común, los luteranos llevan fama de tomar los estudios teológicos y el cuidado de la preservación de las doctrinas de la Reforma con mucha más seriedad que la mayoría de las demás iglesias. La ordenación no confiere al pastor ningún carácter indeleble; es la ocasión del público reconocimiento del candidato y también la ocasión de pedir a Dios por él durante la ceremonia de la imposición de las manos. Sus grandes Confesiones ignoran la ordenación que, sin embargo, ha venido a ser parte integrante del luteranismo de nuestros días. Melanchton, hablando de ella, asignaba su autoridad al obispo, aunque, a falta de éste, se daba también a las iglesias particulares el derecho de conferirla. Teóricamente la ordenación es ad vitam; pero en la práctica, son muchos los que abandonan el ministerio por otros empleos sin que ello signifique ningún desdoro ante sus mismos correligionarios. El pastor no puede ser depuesto por sus propios feligreses.

Entre sus autores se discute el carácter de las tareas del ministro luterano. Durante mucho tiempo se creyó que éstas se reducían a predicar y a administrar los sacramentos. Después se añadieron: la absolución de los pecadores, la dirección de las conciencias, la enseñanza de las doctrinas verdaderas y la condenación de las erróneas y hasta la excomunión de los impenitentes. Hay quienes protestan contra la atribución de tales poderes por contradecir a su doctrina básica relativa a la actuación directa del Espíritu Santo en las almas. En cambio, para otros, tal es la única interpretación que hay que dar a las cosas. Más aún, el ministerio, según estos últimos, puede llamarse sacramento en cuanto ha sido instituido por Dios, quien ha prometido formalmente que moverá los corazones mediante la actuación de los ministro. A esta misma tendencia se debe el auge y la importancia que en muchas iglesias luteranas se da a las diaconisas. No importa que ni Lutero ni las Confesiones no hablaran de ellas. La razón, se nos responde, estaba en la decadencia en que dicho orden había caído en la Edad Media por culpa de la Iglesia Católica. Los luteranos empezaron a restaurar la institución por obra, sobre todo, de Th. Fliedner, quien en Kaisersworth, Alemania, formó a principios del siglo pasado a varios centenares de diaconisas. La práctica se difundió por otras naciones y hoy día esas abnegadas mujeres, muchas de ellas con sus estudios universitarios, juegan importantísimo papel en las escuelas parroquiales, hospitales y casas de maternidad, enseñanza de la religión, misiones, etc. Cuando se habla con sus dirigentes —y éstos son lo suficientemente sinceros— admiten que se trata de una sustitución de aquellas vocaciones religiosas femeninas que Lutero, demasiado precipitado en sus decisiones, cortó de raíz con sus diatribas contra la vida monacal.

 

EL CULTO LUTERANO

Los luteranos se enorgullecen de que la gente de fuera les diga que sus servicios religiosos se parecen a los católicos. Así es, añaden, y ello se debe en buena parte al «carácter conservador» que Lutero mantuvo en muchas de sus prácticas religiosas. Otros van más adelante y afirman que su fundador nunca quiso formar una nueva organización eclesiástica, sino vivir y morir como «buen hijo de la Iglesia», descartando, sin embargo, de ésta todos aquellos elementos extraños, opuestos a la Escritura, que se habían ido introduciendo en ella. Lo mismo le sucedió en materias litúrgicas. «No enseñó Lutero que todo lo católico romano fuera reprobable». Algunas cosas había que suprimir: el «abuso» de la Misa, el considerar la Cena del Señor como sacrificio ofrecido por el sacerdote en favor de los fieles, el culto a la Virgen y a los santos, la veneración de las reliquias y de otras idolatrías... En cambio, otras merecían ser conservadas por su venerable antigüedad, tales como los símbolos litúrgicos, los ornamentos, las candelas y la continuación de aquellas ceremonias que no contradicen a la Palabra de Dios».

Aquí tenemos descritas, en pocas palabras, la aparente similitud y las hondas diferencias entre el luteranismo y la Iglesia Católica en materia litúrgica y cultual. Conviene que no las olvidemos, pues, en ocasiones, la nomenclatura empleada podría dar lugar a confusión. Sus libros enseñan que el culto luterano tiene dos aspectos: es a la vez sacramental y sacrificial. Sacramental porque la gracia de Dios nos viene a través de los conductos de la gracia: el Evangelio y los sacramentos; y sacrificial porque el deber del cristiano es adorar, alabar y servir a Dios por estas gracias recibidas. Anotemos ya en este último concepto la existencia de un equívoco. La tradición cristiana no dudó, hasta los tiempos de Lutero, que el sacrificio litúrgico (la Misa) era la repetición incruenta del Sacrificio de la Cruz según las palabras de Cristo en la Ultima Cena. El «reformador» cambió totalmente su significado y la palabra vino a convertirse en: «culto de adoración y de alabanza por las bendiciones recibidas». Para los luteranos el término «sacrificio eucarístico» se reduce a que el cristiano, que ha recibido por la fe el perdón de los pecados, tiene una oportunidad de agradecer a Dios, durante la función litúrgica, y por medio de himnos, de oraciones y del testimonio personal, aquel beneficio del que ha sido hecho objeto. Por lo mismo, así como para el católico el centro de la liturgia entera es la Santa Misa, entendida en el sentido ya indicado, para el luterano, su esencia está en la Palabra escuchada (sea durante la lectura de la Biblia que durante el sermón) y en esta participación personal de los fieles con sus cantos y oraciones. Puesto que, además, la recepción eucarística luterana —con la importancia casi exclusiva concedida a la fe fiducial— difiere tan radicalmente de la católica en la que los fieles reciben el Cuerpo y la Sangre de aquel mismo Cristo sacrificado en el Altar, apenas es preciso inculcar que estamos barajando concepciones muy distintas, a veces antagónicas.

Eliminado de la tradicional liturgia cristiana su elemento más esencial, el luteranismo se ve obligado a suplirlo con adiciones que lleven a los asistentes la impresión de que han saciado sus sentimientos religiosos y esa ansia de toda alma por ponerse en contacto con su Dios. Puesto que las ceremonias y los ritos no están prescritos por la Escritura, sino son fruto de la experiencia humana a través de la historia, el luteranismo ha permitido cierta flexibilidad en su selección y ordenamiento. El ceremonial del luteranismo escandinavo conserva todavía muchos restos de la antigua liturgia católica. En las iglesias alemanas se han experimentado numerosos cambios —aunque en la actualidad la tendencia bastante común sea a la «vuelta» a muchos de los ritos que hubieran escandalizado a su fundador. En los Estados Unidos, menos ligados a las tradiciones, ha habido mayor posibilidad de adaptación.

Sus manuales de liturgia nos advierten que empecemos por fijarnos en que durante el culto el pastor mira a veces al pueblo y otras al altar. Es para mostrar las dos partes en el servicio litúrgico: aquél en que él representa a Dios comunicándose con sus hijos; y aquél en que éstos, unidos en estrecha hermandad, se dirigen junto con él a Dios con alabanzas, himnos y oraciones. Toda la ceremonia litúrgica está, además, cuajada de himnos entonados a veces por sólo el coro y acompañados con más frecuencia por toda la concurrencia. Es proverbial la afición de Lutero por la música. Fieles a aquel recuerdo, sus seguidores han continuado la misma tradición. Se ha dicho que la quintaesencia del culto luterano está en su canto litúrgico: «éste, escribe Evjen, por su profunda interioridad, por su poesía y por sus acordes musicales, no tiene igual en el mundo». Su himnario abarca centenares de composiciones bellísimas debidas al estro poético que va desde San Ambrosio, Beda el Venerable, San Bernardo, Savonarola, Lutero, Gerhardt, Wallin, etc., hasta los compositores modernos. Entre los autores de las partituras musicales baste mencionar los nombres de Beethoven, Bach, Haendel y tantos otros clásicos de la música religiosa de los siglos XVII y XVIII, para no hablar de católicos como Palestrina, Victoria, Gounod, etc., incorporados también a su repertorio. Es curioso que, entre esta enorme variedad, sólo el Magníficat, por razón de su texto bíblico, figure como solitario himno de alabanza a la Madre de Dios. En esto el luteranismo se ha mostrado mucho más radical que las iglesias de tradición anglicana l94. Parte esencial de esta sección litúrgica es el sermón a cargo del pastor. En ocasiones podra ser suplido por alguno de los seglares que ostenten algún oficio en la comunidad. Pero será a modo de excepción. El luteranismo no permite con facilidad los sermones, y menos todavía las improvisaciones, de sus fieles. Otra restricción más a su doctrina sobre el sacerdocio universal.

A esta parte sigue la relativa a la comunión —más elaborada que la anterior y con un orden totalmente calcado en el del Misal romano. Es, en su estructura actual, de origen más reciente ya que ni Lutero ni sus inmediatos sucesores hubieran permitido en modo alguno se calcara tan servilmente una liturgia que recordaba la del Papado. Sin embargo, en nuestros días, está teniendo cada vez mayor aceptación. El rito se abre con la señal de la cruz y la confesión de los pecados —repetida esta por toda la congregación— y seguida por la absolución según la fórmula ya mencionada al tratar del sacramento de la penitencia. El introito, traducido o parafraseado de nuestro Misal, puede ser recitado por el pastor o cantado por el pueblo. Lo mismo ocurre con el Kyrie y el Gloria, ambos en lengua nacional. Hay también un saludo (equivalente al Dominus vobiscum), una oración, la lectura de un trozo de las Cartas de San Pablo, graduales y aleluyas. Luego el pastor, vuelto al pueblo, lee el Evangelio y el pueblo contesta: «Alabanzas sean dadas a Ti, oh Cristo». Después del Credo, recitado o cantado por los presentes, viene el sermón. Sigue el Ofertorio, pero sin que en él se pida a Dios por la hostia que se va a inmolar. Esto queda suplido por las oraciones del pastor por sí mismo, por los gobernantes, los afligidos, etc. El Prefacio y el Sanctus están también tomados de nuestra liturgia. Dígase lo mismo (y esto es más extraño por el significado totalmente distinto que se atribuye a todo el acto) de las palabras de la consagración que el ministro canta con frases del Misal traducidas a su lengua. Externamente, la comunión repartida durante la liturgia luterana, apenas se diferencia de la nuestra: el mismo rito externo, las mismas palabras, parecidos cantos de acompañamiento, etc. A la comunión siguen los himnos de acción de gracias (entre ellos el Nunc Dimittis y el Benedictus) que el pueblo repite y concluye con la palabra Amén.

Se entiende que esta copia casi exacta del acto litúrgico romano haya suscitado diversas reacciones aun entre los mismos protestantes. La mayoría de ellos lo rechaza no solamente por sus semejanzas con aquel, sino sobre todo porque el luteranismo —que es por hipótesis ruptura con la iglesia medieval— tiene el atrevimiento de quedarse con sus ceremonias externas de Roma, al mismo tiempo que las despoja de su significado original. En cambio, para los luteranos, las transformaciones operadas han conseguido su fin: suprimir del catolicismo lo que a sus ojos resulta «blasfemo» (la repetición del sacrificio de la Cruz) y quedarse con aquellos elementos rituales tan aptos para llegar al alma de los creyentes. De la opinión católica nada tenemos que decir sino expresar el deseo de que nuestros hermanos luteranos adopten un día, además del ropaje externo, bellísimo y emocionante, lo que es la esencia que se contiene en su interior: la fe en un Cristo que, por nosotros, vuelve a inmolarse, según la bella profecía de Melchisedech, en el ara del altar.

El luteranismo ha retenido de la Iglesia Madre su año litúrgico. Por supuesto, la guarda del domingo conserva toda su solemnidad, aunque su obligación no pueda encontrarse claramente establecida en la sola Escritura. Los luteranos tienen su ciclo de Adviento como preparación para el Nacimiento del Señor. Navidad se celebra con gran pompa. Hallamos la festividad de San Esteban mártir, la fiesta de la Epifanía, la de las Candelas —2 de febrero—, aunque advirtiéndonos que su única conmemoración es la bendición de los cirios del altar usado por la antigua Iglesia. La Cuaresma guarda entre ellos un mero significado simbólico, ya que los ayunos y penitencias —que, por cierto, también practicaban los antiguos cristianos— han perdido a sus ojos todo sentido y valor. En la Semana Santa hallamos las conmemoraciones del Domingo de Ramos, del Jueves y del Viernes Santo. El ciclo de Pentecostés se reduce a las fiestas dominicales. El luteranismo ha querido conservar de todo el antiguo calendario litúrgico la fiesta de la Anunciación, la de San Juan Bautista, la de San Miguel y la de Todos los Santos. No se nos da —al menos en las obras que tenemos a mano— la razón de esta curiosa retención de fiestas de algunos de los santos y la eliminación radical de otros. Es evidente que no se trata de antigüedad, ya que la Iglesia de los primeros siglos abundaba en celebraciones de la Santísima Virgen y de los santos que ya no figuran en el calendario luterano. ¿Diremos, una vez más que la lógica brilla por su ausencia en esta iglesia que se gloría de ser «la más pura de la Reforma»?

 

VIDA CRISTIANA Y MIRAS ESCATOLOGICAS

 

La teología luterana aprecia las buenas obras, pero por razones distintas de las nuestras: «las buenas obras no hacen al hombre piadoso, pero es el hombre piadoso el único que hace buenas obras». La doctrina —aunque no muy consecuente con lo que antes nos ha dicho el luteranismo sobre la naturaleza totaliter corrupta y la imagen del hombre que, aunque crea obrar bien, lo único que hace es pecar y ofender a Dios— es común entre todos sus teólogos. Sí, es verdad que el hombre se salva por la sola fe, añaden, pero ésta trae como consecuencia las buenas obras que son las que, al fin y al cabo, dan sentido y efectividad a la vida cristiana. Sus confesiones insisten en que el primer requisito de una acción honesta es su conformidad con la voluntad de Dios. «El hombre, enseña la Apología de Melanchton, debe practicar acciones buenas porque Dios lo quiere así; son los frutos de la fe y deben seguir a ella como una expresión de nuestra gratitud hacia Dios». Los luteranos rechazan la doctrina católica de las obras como méritos para santificarnos a nosotros mismos y para ganar el cielo. Es, en su opinión, el concepto más anticristiano y bastardo que se puede imaginar. Uno de sus tópicos preferidos es el supuesto egoísmo de la conducta católica. Como algunas de las epístolas neotestamentarias podían contradecir tal posición, Lutero adoptó el método de eliminarlas del canon de las Escrituras

Paralela a esta concepción de las buenas obras, está su teoría de la perfección cristiana. Esta consiste en que el hombre, en vez de buscarse a sí propio, consagre toda su actividad a Dios y al hombre como a su prójimo. Esta actitud trae consigo una alabanza y una alegría continua ante las cosas que ha creado Dios tanto en el mundo material, como sobre todo en el reino de las almas. Los luteranos hablan y escriben mucho sobre la vocación cristiana. Ésta en su parte positiva consiste en considerar que es Dios quien lo ha creado todo y que por consiguiente, cualquiera que sea el estado, oficio y empleo que nos haya tocado en suerte, es para él un medio aptísimo de llegarse a Dios. Quien quiera que vea en todos esos acontecimientos la mano de lo Alto y procure ordenar su vida según esa ley, ese merece realmente el nombre de santo. En su aspecto negativo, la teoría luterana empieza por negar en absoluto el valor de las obras buenas, de la limosna, de los heroísmos humanos —se entiende enderezados a Dios— para que el hombre alcance la perfección. De modo parecido, tampoco existen vocaciones particulares para quienes aspiran a servir a Dios de manera más perfecta. El ejemplo del joven rico del Evangelio a quien Jesús mandó vender todas sus cosas para seguirle mejor, fue un caso particular que no puede aplicarse a los demás.

En punto a escatología, el luteranismo guarda un término medio entre el liberalismo a ultranza de ciertos grupos protestantes y el escatologismo rabioso de las sectas. Su teología procura mirar al hombre —justo y pecador a la vez mientras es viandante en el mundo— sub specie aeternitatis. Ya en el primer momento de su existencia, el hombre está totalmente corrompido sin poder obtener nada en orden a la eternidad. Esta antinomia quedará resuelta solamente el día del Juicio final, que será también el día de su gran triunfo. Entonces el «apartaos de mí, malditos» quedará sólo para los que no supieron salir de la ley, mientras que el «venid, benditos de mi Padre», será la frase amable, con resonancias de eternidad dichosa, que escucharán los hijos del Evangelio. El mismo temor de la pregunta del Juez sobre las obras buenas que servirán de medida a los premios o a los castigos no debe, dicen los luteranos, asustarnos. Aquel juicio sobre las acciones del creyente no será para condenarle, sino para subrayar el amor de Dios con que el hombre las hizo, con lo que éste será su escudo y defensa en aquella hora suprema.

En cuanto a la predestinación, el luteranismo quiere evitar los escollos de la doctrina calvinista sin renunciar, por otra parte, a sus postulados fundamentales. Lutero, fiel discípulo de Biel, defendió prácticamente el predestinacionismo y se desfogó contra Erasmo que atribuía una parte importante a la voluntad humana en el negocio de la salvación. Parecía, además, la posición lógica en una naturaleza viciada en su mismo ser y abandonada al único recurso de la fe fiducial. Pero, sus discípulos, y sobre todo Melanchton, vieron en la práctica los resultados de aquella admisión en el laxismo de costumbres y en el fatalismo a que conducía a sus seguidores. Por eso, en la Fórmula de la Concordia, trataron de suavizar las expresiones, negando que Dios condenara a los réprobos —con una condenación positiva, se entiende— desde toda la eternidad y haciendo intervenir a la bondad y misericordia de Dios sobre aquellos que, con la fe fiducial, creen en Cristo y serán predestinados a la salvación. Su artículo XI reza en parte como sigue: «La predestinación o eterna elección de Dios se extiende solamente a los buenos y a los queridos hijos suyos. El es la causa de su salvación, la prepara y dispone con los medios necesarios. Sobre esta predestinación se funda nuestra salud eterna de tal modo que las mismas puertas del infierno no podrán prevalecer contra ella... En Cristo, que ha determinado desde toda la eternidad que nadie se salve si no lo conoce y cree en El, hemos de buscar nuestra eterna elección. Todos los demás pensamientos tienen que ser desechados (en el caso de los justos) como provenientes del mal espíritu que de ese modo pretende debilitar o suprimir en nosotros el gran consuelo que tenemos en esta doctrina, a saber, que estamos ciertos de que, por pura gracia, sin ninguna clase de méritos por parte nuestra hemos sido elegidos por Cristo para una eternidad feliz y que nadie nos podrá ya arrancar de sus manos. La explicación deja muchas preguntas sin contestar. El luteranismo lo sabe y no pretende resolverlas. Le basta infundir en sus seguidores esa especie de hipnotismo de salvación, independiente de nuestras buenas obras. Es la consecuencia más concorde con sus premisas de la salvación por la sola fe.

El luteranismo ha preservado bastante bien las doctrinas cristianas sobre el mundo del más allá. Cree en la eternidad de su perduración; habla en tonos exultantes de los gozos celestiales; y no duda tampoco de los graves castigos que aguardan al pecador en el infierno. La doctrina tradicional del «fuego eterno» ya le parece menos apodíctica. Todas las figuras empleadas por Cristo al designarlo «pueden entenderse muy bien en sentido figurativo» y tienen por objeto «impresionar a los pecadores con el recuerdo de los grandes castigos que les aguardan». Los teólogos luteranos suecos han catalogado esta última creencia entre «las no necesarias para la salvación», y las controversias surgidas en tomo suyo indican claramente que el luteranismo está a punto de claudicar en la materia Por supuesto, la doctrina del purgatorio no tiene lugar en su esquema de salvación: la Escritura no la menciona y está basada en los «falsos conceptos» del mérito y de la existencia del pecado venial.

Del hecho mismo de la segunda venida de Cristo al mundo en el día del Juicio final, no hay mucho que decir. El luteranismo no parece participar de aquellos temores de su fundador quien asignaba para aquel suceso el año 1567 y aun señalaba como indicio de su inminente venida a su eterno rival, el Papado: «creed lo que queráis; pero yo no dudo de que el Papa y el Turco son el Anticristo». Sus teólogos modernos han abandonado la teoría. Creen en la segunda venida, pero no se atreven a señalar fechas ni a interpretar las misteriosas señales apuntadas por las Escrituras. Hablan de la «trasformación de los cuerpos de los creyentes» y de la nueva vida de todos los que murieron. En la sentencia del Juez, su mayor interés se centra en la «explicación» de cómo las buenas y malas obras no servirán de base para la salvación de unos y la condenación de otros. En el primero de los casos, el Juez las mencionará «para probar Su rectitud y la justicia de su sentencia». En el segundo, la condenación recaerá no sobre las malas obras, sino sobre la falta de fe que mostraron al rechazar la salvadora gracia de Dios en Cristo Jesús».

Encierran indudablemente no escaso interés para el historiador que, al cabo de cuatrocientos años, se pone a hacer un balance de aquella revolución religiosa lanzada al mundo por el reformador alemán. Un examen detallado de sus modernas corrientes doctrinales, de sus opiniones en materia de liturgia, de sacramentos y de eclesiología, nos depararía más de una sorpresa. La misma doctrina del valor —o de la inutilidad— de las buenas obras ha experimentado, al menos en muchos sectores, cambios que no es fácil recibieran la aprobación entusiasta de sus primeros seguidores.

Sin embargo, dado el carácter práctico de nuestra obra, vamos a limitar nuestra atención a dos peculiaridades del luteranismo contemporáneo. Son fenómenos que se repetirán, en grado mayor o menor, en la mayoría de las demás iglesias. Por eso encierran en cierto sentido el valor de síntoma general de todas las comunidades de la Reforma. Nos referimos a sus actividades misioneras y a sus aspiraciones ecuménicas.

 

Las misiones

 

Hay que admitir que el luteranismo primitivo se mostró bastante reacio a la obra de la predicación del Evangelio a los paganos. Lutero negó que a la Iglesia como tal incumbiera esta obligación por varias razones: el apostolado supone la existencia de carismas especiales que ya terminaron con los Doce apóstoles y no se comunican a nosotros; el Evangelio había quedado predicado a todo el mundo durante la primera generación cristiana; el predestinacionismo era otro impedimento para cualquier empresa misionera y, sobre todo, el fin del mundo estaba próximo y no había por qué pensar en ir a predicar la religión de Cristo a los infieles. Estas convicciones quedaron fijas durante mucho tiempo en la teología luterana. Cuando hombres celosos como Von Weltz quisieron promover la obra misionera, hallaron en sus teólogos la mayor oposición. Si en el siglo XVIII la actitud se humanizó un poco, se debió a la inyección de celo de las almas que el luteranismo recibió del pietismo y de la anexión de los Hermanos Moravos (antiguos husitas) que ejercieron gran influjo en algunos de sus centros de educación, principalmente en la universidad de Halle.

Cuando, a fines del siglo XVIII, las demás iglesias protestantes experimentaron el despertar misionero que las lanzaría por todo el mundo, uno de los grupos menos entusiastas fue el luterano. Sin embargo, aquel movimiento llegó también a contagiar— si no a las iglesias como a tales, al menos a grupos fervorosos de voluntarios que pertenecían a ellas. Así en 1815 se crearon en Alemania la Evangelische Missionsgesellschaft zu Basel, en 1820 la Sociedad Misionera de Berlín y en 1928 la Reinische Missionsgesellschaft, etc. Pero no podían llamarse todavía sociedades estrictamente luteranas, ya que reclutaban miembros de diversas iglesias. La primera agrupación estrictamente luterana fue la Evangelische Lutheranische Missionsgesellschaft zu Leipzig, empezada en 1838 por obra de Karl Graul. que había estado como voluntario en las misiones de la India. A ésta que acabamos de nombrar, siguieron otras en la misma Alemania, Dinamarca y Suecia. Como advierte Aberly, aun estas sociedades han querido guardar cierta independencia de la iglesia a que pertenecen. De ahí que, en momentos de dificultades en países de misión, se encuentren muchas veces solas y sin protección. Para la última de las fechas indicadas, los luteranos americanos habían decidido tomar parte activa en la obra misionera trabajando sobre todo en la India meridional y en Ceilán. A lo largo del presente siglo, sus empresas han ido extendiéndose por diversas partes del mundo.

En la obra misionera luterana hay que distinguir dos aspectos: uno el de su aportación científica al desarrollo de la misiología y otro el de su actuación en campos propiamente misioneros. En el primero de ellos, su contribución —aunque casi exclusivamente alemana— ha sido magnífica. El luteranismo puede gloriarse de haber tenido exponentes de primer orden: desde Gustav Warneck, el padre de la misiología moderna, hasta Julius Richter, Shomerus, Martin Schlunk, Freitag, Holsten, etc. Sus universidades fueron las primeras en instaurar cátedras de ciencia misionera. Su influjo, aun dentro de la misiología católica, no deja lugar a duda. Hoy día las misiones protestantes dependen en gran parte, por lo que toca a las bases doctrinales, de los estudios de los misiólogos luteranos de Alemania. En cambio, en el trabajo directo de misiones, su participación ha sido mucho más limitada, a excepción de los luteranos americanos del Sínodo de Missouri. Las causas de esta menor intervención han podido ser varias: algunas de orden doctrinal, sobre todo en períodos de presión racionalista; otras de carácter político, tanto si se considera el escaso número de colonias alemanas y sus traspasos de mano en mano durante los conflictos bélicos; otras, en fin, debidas a esa pasividad que el luteranismo continental ha mostrado con frecuencia en punto a obras de apostolado.

Lo dicho no implica, ni mucho menos, carencia de actividades misioneras y en algunos casos hasta de fantásticas cifras de conversiones, en apariencia fuera de toda proporción con el número del personal que poseen en el campo de apostolado. Sus principales campos de misión están situados en el Asia oriental, en África y en Iberoamérica. Demos un brevísimo recorrido a los mismos.

En el Asia su campo preferido de acción ha sido, desde hace muchas generaciones, la India. En el Sur del país trabajan los luteranos daneses que han formado la iglesia evangélica luterana tamil con unos 50.000 adeptos. A su lado, y en la misma región, están los misioneros de Leipzig con una pequeña comunidad de 12.000; así como los pastores del sínodo missouriano con un número parecido de seguidores. Al Norte de Madrás está la iglesia luterana de Andhra, bien organizada y con abundante pastorado nacional que cuida de sus 250.000 miembros. En el Centro y en el Norte del país trabajan los luteranos alemanes de la Gossnersche Missionsgesellschaft, de Berlín, que, entre los aborígenes de Chota-Nagpur, han hecho más de 200.000 conversiones; los luteranos noruegos de Assam, que cuentan 32.000 fieles y otros grupos más reducidos cuyo total de adeptos llega tal vez a los 50.000. En el Japón, a pesar del crecido número de grupos luteranos que allí trabajan, los resultados no han sido sensacionales: 8.000 adeptos, de los que más de la mitad pertenecen al período anterior a la última guerra. En China poseían misiones florecientes, aunque el número de adeptos —muy superficiales, sobre todo los evangelizados por los misioneros suecos— no llegaron a las cifras optimistas que ellos les asignaban. Sus actividades en Formosa, Hong-Kong, Filipinas y Birmania, son escasas, al menos en frutos. En cambio, ocurre el fenómeno contrario en Nueva Guinea y en Indonesia. En el primero de los territorios vemos a un grupo relativamente pequeño de doscientos misioneros (casi la mitad americanos, los demás suecos y alemanes) que han logrado una comunidad de 150.000 convertidos, aunque todos ellos sean de las clases sociales más retrasadas. En Indonesia los luteranos se glorían de tener más de seiscientos mil adeptos, cifra verdaderamente fantástica puesto que el número de sus misioneros ha sido muy inferior al que ha trabajado en la India.

En el continente africano los luteranos alemanes acompañaron a sus expedicionarios y políticos cuando, a fines del siglo pasado, obtuvieron algunas colonias en la «repartición» del gran territorio. Otros se instalaron al lado de los calvinistas holandeses en las regiones del África del Sur. Los noruegos penetraron en Madagascar y, con la táctica típicamente escandinava de las conversiones aceleradas, lograron abultar sus estadísticas con nada menos que 205.494 adeptos. En el resto del territorio, la distribución es la siguiente: África de Sur con 480.000 luteranos, de los cuales una buena parte son europeos; la región de Tanganica (antigua colonia alemana) con casi 200.000; la comunidad de Nigeria con 28.000 y la de Etiopía, regida por suecos y noruegos, con 20.000, pero incluyendo también a Eritrea. El conjunto de sus demás misiones africanas arroja una cifra no superior a los veinte mil adeptos.

En Iberoamérica hay que hacer —respecto de la iglesia luterana— una neta distinción entre las comunidades que emigraron desde Europa y las ganancias conseguidas como trabajo propiamente de misión. La importancia numérica y proporcional del grupo migratorio es muy grande, sobre todo la del Brasil, que pasa del medio millón, y la de los grupos de la Argentina y de Chile. Se trata de comunidades asentadas en suelo americano desde hace generaciones. La mayoría de ellas arrastra, un poco rutinariamente, la vida religiosa de su país de origen. Pero, por de pronto, no se dedica a un proselitismo organizado (fuera de algún caso del Sur del Brasil) y tampoco pesa mucho en la vida religiosa de la región en que habitan. El sector que merece verdaderamente el nombre de misionero y proselitista es el que trabaja para ganar a su causa a los católicos sudamericanos. La mayoría de ellos procede de los Estados Unidos, aunque haya empezado también —en dosis todavía poco fuertes— el arribo de misioneros alemanes y escandinavos.

Restringiéndonos a este grupo propiamente misionero, las cifras presentadas por sus últimos catálogos, no son elevadas. Su principal núcleo está en el Brasil donde existe ya una fuerte iglesia luterana (dependiente sobre todo del Sínodo de Missouri) con 80.000 miembros y de una sólida organización. Entre la Argentina, Paraguay y Uruguay suman un total de 20.000 adeptos. Su centro más importante está en Buenos Aires donde tienen además un floreciente seminario para las repúblicas platenses. Con todo, no resulta fácil al observador discernir cuántos de los incluidos en las últimas cifras, son fruto de conversiones sobre el lugar o meros descendientes de luteranos europeos. En las demás repúblicas sus ganancias son escasas: 6.000 adeptos en la región del Caribe; 3.000 en Colombia y otros tantos en México; 1.200 en el Perú; y cifras que no llegan al medio millar en el resto del hemisferio. La razón asignada para estos bajos números es que la mayor parte de sus misiones son de recentísima fundación: México (1940), Uruguay (1942), Panamá (1943), Guatemala (1947), Cuba (1949), Venezuela (1951) y Chile (1954). No hay duda, en todo caso, de que los luteranos norteamericanos están haciendo un esfuerzo extraordinario para recobrar el tiempo perdido. Lo muestran los frecuentes artículos dedicados al tema en sus revistas, así como las visitas de sus dirigentes a las diversas repúblicas.

¿Qué es lo que, en conjunto, significa esta actividad misionera de las iglesias luteranas puesta en parangón con el resto del protestantismo?

Cinco mil misioneros luteranos —para una población de setenta y un millones de adeptos de sus iglesias— hacen una figura un poco pobre ante los casi cuarenta mil misioneros con que cuenta el protestantismo contemporáneo. Aun comparados con los 28.000 misioneros norteamericanos, quiere decir que las iglesias luteranas europeas no se han dejado arrebatar todavía por el celo de la salvación de los paganos. Esos 800 misioneros alemanes para 40.000.000 de luteranos, indican un estado de cosas bastante tibio en punto a misiones. En su conjunto, Noruega y Suecia (que no se distinguen por su fervor religioso) están contribuyendo a la causa misionera mucho más que el luteranismo alemán. La esperanza —nos dicen sus publicaciones— está en los luteranos americanos del Sínodo de Missouri, menos influenciados por prejuicios doctrinales y más deseosos de hacer a los demás partícipes de su fe.

 

Tendencias ecumÉnicas

 

Es indudable que el luteranismo moderno ha quedado influenciado por el anhelo universal de unidad que está contagiando a las demás iglesias de la Reforma. Los factores que han contribuido a este cambio de mentalidad pueden ser varios. Su patria de origen, Alemania, ha pasado durante el último siglo por cataclismos y por crisis que han bastado para convencerle de la necesidad de unificar sus fuerzas aun por mero instinto de conservación. Gran parte del entusiasmo unionista se debe, además, a la activa participación en actividades ecuménicas de las iglesias luteranas escandinavas, en particular la de Suecia. Podrá discutirse si, al hacerlo así, han tenido suficiente cuidado de conservar los auténticos principios de la Reforma o ha influido en ello cierto indiferentismo en materias dogmáticas. Pero el hecho es que hombres como Sóderblom y la escuela teológica de Lund han colaborado poderosamente a reforzar el movimiento ecuménico. Las mismas iglesias luteranas del otro lado del Atlántico, a pesar de ciertas inclinaciones aislacionistas, no han podido sustraerse al entusiasmo que les rodea y empiezan a colaborar, aunque todavía con cierta timidez, en la magna empresa.

Los movimientos ecuménicos del luteranismo comprenden dos aspectos complementarios: el de sus propios acercamientos y uniones en el marco de la «gran familia luterana»; y el de su activa participación en un ecumenismo de tipo más universal, relacionado con las demás iglesias protestantes y aun con algunas ortodoxas.

Las primeras proceden paralelamente en Europa y en el Nuevo Mundo. Aquí los acercamientos mutuos iniciales ocurrieron a raíz de la primera guerra mundial. En 1917 se unieron las organizaciones americanas de descendencia noruega, adoptando el nombre de Evangelical Lutheran Church. Al año siguiente se formó otro grupo con elementos internacionales que se llamó The United Lutheran Church y se organizó la National Lutheran Council, restañando de ese modo heridas que existían desde hacía medio siglo. Con esto, al menos en teoría, el luteranismo americano quedaba reducido a cuatro grandes grupos luteranos —sin contar el más potente de ellos que es el Sínodo de Missouri—. Cuando se lleve a cabo la nueva fusión (merger) —que está en curso en estos años—el luteranismo americano habrá dado un gran paso. Las iglesias que todavía no quieren formar una unidad tan estrecha, se agrupan en instituciones que reciben el nombre de concilios o conferencias sinodales. Es el modo en que la iglesia de Missouri colabora con otras varias. Digamos, para evitar confusiones, que —bajo el punto de vista católico— aun aquellas primeras y estrechas uniones distan mucho de serlo ya que a cada entidad participante se le permite amplia libertad de pensar y disentir tanto en materias doctrinales como en litúrgicas.

Alemania ha llevado también a cabo numerosos conatos de fusiones eclesiásticas, aunque resulte para nosotros bastante oscuro el distinguirlas entre sí o valorar sus peculiaridades. En la asamblea de las iglesias alemanas celebrada en Stuttgart en 1921 empezó a existir la Federación Alemana de iglesias Evangélicas a la que se afiliaron 29 distintas agrupaciones luteranas. No se trataba de una verdadera unificación, sino de tener una representación común del Landeskirchen sobre todo ante las autoridades civiles. Sus órganos eran el Kirchentag (Congreso de la Iglesia), el Kirchenbundesrat (Consejo de Iglesia) y el Kirchenauschuss (Comité de la Iglesia). Esto no impedía que varios estados tuviesen todavía sus propias iglesias y que —al margen de éstas— hubiera no pocos grupos libres, todos ellos de origen luterano. Hemos mencionado anteriormente lo ocurrido al luteranismo alemán durante el período nacista. El conato postbélico de reunificación más importante ha sido el del Evangelische Kirche in Deutschland (E. K. I. D.) del que nos ocupamos en otro lugar. El plan encontró no pocas dificultades y oposición en punto a cuestiones doctrinales. Las negociaciones están todavía en fase de consulta y no es fácil que vengan a un acuerdo. O si llegan a él, será conservando cada grupo —al menos en la práctica— suficiente independencia en materias dogmáticas y litúrgicas. La unidad de organización puede convertirse en necesidad por la fuerza misma de los acontecimientos políticos. Según la Lutheran Cyclopedia, en 1951 el luteranismo alemán se hallaba todavía dividido en estas secciones: Sínodo de Breslau (la antigua iglesia luterana de Prusia); el Sínodo de Sajonia; las iglesias independientes de Badén, Hessen y Niedersachsen y las llamadas iglesias refugiadas.

El luteranismo —siguiendo una corriente bastante fuerte en el resto del protestantismo— quiere unir sus fuerzas en escala mundial y dar a todos la impresión de que constituye una «organización masiva y coherente» en las cinco partes del globo. Las iglesias escandinavas (pero sobre todo las norteamericanas) han tenido ocasión de mostrar sus lazos de fraternidad hacia el luteranismo alemán después de las dos últimas guerras. Esta caridad fraterna hacia la iglesia madre, siempre la más reacia a toda colaboración con el exterior, ha servido no poco a intimar sus relaciones y a hacerle caer en la cuenta de lo ridículo de un aislacionismo orgulloso de algunos de sus dirigentes. Estamos ahora palpando el resultado de aquellos contactos. En 1923 se iniciaron en Eisenach las conversaciones para la formación de una Federación Mundial de Iglesias Luteranas. Las reuniones se repitieron en Copenhague (1926) y París (1935). Las hostilidades de 1940 impidieron la de Filadelfia en 1940. Su primer congreso mundial se celebró en Lund, Suecia, en 1947 con la asistencia de 184 delegados provenientes de 22 países. La segunda reunión tuvo lugar en Hannover y terminó con la elección del obispo Hanns Lilje como su presidente. La World Federation of Lutheran Churches está incorporada legalmente en Ginebra, Suiza, como un departamento del Consejo mundial de las Iglesias. Representa a 52 iglesias luteranas del mundo entero.

En el terreno internacional del ecumenismo —aplicado a la búsqueda de la unión del luteranismo con las demás iglesias de la Reforma— los luteranos van teniendo su parte, aunque todavía no tan activa como la de otras iglesias. Hubo un tiempo en que sus mejores teólogos abogaban por un prudente aislacionismo como medio único para preservar la integridad de su fe. Hoy tales opiniones sonarían a rarezas. Algunos de sus autores buscan argumentos favorables para esta colaboración en el ejemplo del mismo Lutero y de sus inmediatos sucesores. Se citan los Acuerdos (Consensus) de Sedomire (1580), Montbeliard (1586), Leipzig (1632), Thorm (1645), Casell (1661), etc., para probar que siempre ha habido deseos de entendimiento con las demás iglesias evangélicas. Otros, más modestos, acuden al gran arzobispo de Upsala, Sóderblom, y a la fundación del movimiento ecuménico de Life and Work para probar que van por la vía recta. A la objeción levantada por algunos de que, por este método, se pone en peligro la ortodoxia doctrinal, se responde que el ejemplo del gran arzobispo debiera bastar para disipar esas dudas y para probar que el entablar negociaciones de este género no significa comprometer las posiciones de la primitiva Reforma.

Esta labor de acercamiento mutuo, comprende varias fases. Una de ellas, a veces la más importante, se desarrolla en el plano intelectual, a base de estudios teológicos de las distintas posiciones doctrinales, en conversaciones entre representantes de diversas iglesias, etc. En este sentido la actividad de los luteranos alemanes ocupa el primer lugar. En el Consejo Ecuménico de las Iglesias existe ya un comité alemán de estudios ecuménicos. También el Konfessionskundliches Institut de Frankfurt lleva a cabo estudios importantes en la misma línea. Varios de sus expertos tratan de entablar contactos con los numerosos ortodoxos rusos emigrados durante las dos últimas guerras. Como se sabe, hay en la Alemania occidental grupos de expertos, que, bajo la dirección del obispo luterano Stáhlin y del arzobispo católico de Paderborn, Mgr. Jaeger, se reúnen periódicamente para cambiar impresiones sobre la situación y las dificultades existentes entre la Iglesia Católica y las confesiones protestantes. En los países escandinavos, sobre todo alrededor de la facultad teológica de Lund, se llevan a cabo estudios parecidos, aunque limitados por lo general al protestantismo.

Otra es la fase práctica de esta acción ecuménica. Durante los primeros pasos dados para la unión de las iglesias (1910-1936), el luteranismo, fuera de casos individuales, mostró todavía escaso interés. Pero luego cambiaron de actitud. Ya en 1937 pidieron al Congreso de Oxford que el puesto que se les designara en la futura Asamblea, no tomara tanto en cuenta la geografía (es decir el luteranismo americano, el alemán, el escandinavo) cuanto la confesión de fe profesada por su iglesia. Con esto se quería evitar la unión de luteranos alemanes que profesaran la Confesión de Augsburgo y la de los que prácticamente prescindían de todo credo particular. La petición fue concedida y así en el Consejo mundial de las Iglesias no está representado el luteranismo como tal, sino los grupos de luteranos cada uno con sus creencias teológicas y su modo de ver peculiar en materias eclesiológicas. Sin embargo, bajo esta condición, se sienten plenos miembros de dicha Asamblea. Algunos pocos —entre ellos está, sin embargo, el influyente obispo alemán Lille y el sueco Brillioth— toman parte en el movimiento de Faith and Order. Otros están enrolados en el movimiento paralelo de Life and Work. La mayoría de los grupos lleva su vida aparte como si estuvieran un poco a la expectativa y no se sintieran seguros de lo que va a pasar.

En muchos luteranos, que externamente son entusiastas del ecumenismo, se oculta todavía el miedo a perder algo de la herencia de la Reforma que para ellos es demasiado preciosa. Ven indudablemente que el contacto con otras confesionalidades puede en algunas materias serles en extremo provechoso. Pero a condición de no abandonar aquellas características auténticamente cristianas que todavía conservan y que podrían diluirse al rozar con iglesias que, empapadas en liberalismo, piensan que se puede «ser generoso» en punto a creencias con tal de que se consiga la unidad exterior. Es un campo en el que el luteranismo ortodoxo puede mostrar cierta independencia y aun dar pruebas de cierta autoridad. En su conjunto —y, no obstante, las muchas doctrinas en que muestra menos rigor que en otros tiempos— el luteranismo continúa siendo el exponente más fiel de la Reforma del siglo XVI.