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La Batalla Final

EL VENCEDOR EDICIONES

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SALA DE LECTURA BIBLIOTECA TERCER MILENIO

ANA COMNENO

LA ALEXIADA

 

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El tiempo, fluyendo inconteniblemente y moviéndose siempre, arrastra y lleva todo lo engendrado y lo sumerge en el abismo de la oscuridad, donde no existen hechos dignos de mención, ni donde los hay grandes y dignos de memoria, haciendo surgir lo que está oculto, como dice la tragedia y escondiendo lo que es patente. Sin embargo, la narración de la historia se convierte en una muy poderosa defensa contra la corriente del tiempo y detiene, de algún modo, el flujo incontenible de éste¡ y todo lo acontecido dentro de él, que ha recogido superficialmente, lo contiene, lo encierra y no permite que se deslice a los abismos del olvido.

Puesto que tengo conciencia de eso, yo, Ana, hija de Alejo e Irene, vástago y producto de la púrpura que no sólo no soy inculta en letras, sino incluso he estudiado la cultura griega intensamente, que no desatiendo la retórica, que he asimilado las disciplinas aristotélicas y los diálogos de Platón y he madurado en el quadrivium de las ciencias debo revelar que poseo estos conocimientos -y no es jactancia el hecho- todos los cuales me han sido concedidos por la naturaleza y por el estudio de las ciencias, que Dios desde lo alto me ha regalado y las circunstancias me han aportado, quiero por mediación de este escrito contar los hechos de mi padre, indignos de ser entregados al silencio ni de que sean arrastrados por la corriente del tiempo, como a un piélago de olvido; serán éstos todos los hechos que llevó a cabo tras tomar posesión del cetro y los que realizó al servicio de otros emperadores antes de ceñirse la diadema.

Al contarlos, vengo no con el interés de ofrecer una cierta muestra de mi pericia literaria, sino para que tamaña gesta no sea legada sin testigos a los que nos seguirán; dado que incluso las más grandes obras, si de alguna manera no se conservan a través de la narración histórica y se entregan a la memoria, se apagan en la sombra del silencio. Era, pues, mi padre, como los hechos mismos demostraron, experto en mandar y en obedecer, cuanto es preciso, a los que mandan.

Pero también, al optar por la descripción de sus obras temo quedarme anclada e interrumpirla, no sea que en cierto modo pueda pensarse que alabo mis propios actos al describir los de mi padre, y que parezca una falsedad todo el contenido de mi historia, o parezca un abierto encomio, si admiro alguna de sus hazañas. Mas, si en algún momento su misma personalidad me llevara a ello o el curso de la obra me obligara a tocar alguna gesta, temo de nuevo, no por él, sino por la naturaleza de sus actos, que los amigos de las burlas me recuerden al hijo de Noé, Cam, lanzando todos ellos miradas de envidia a los demás, sin fijarse en lo que está bien a causa de su maldad y sus celos, y acusen al inocente, según dice Homero.

Pues cuando se asume el carácter del género histórico, es preciso olvidar los favoritismos y los odios y adornar muchas veces a los enemigos de los mejores elogios, cuando sus acciones lo exijan, y otras muchas veces descalificar a los más cercanos parientes, cuando los errores de sus empresas lo manden. Por lo que no se debe vacilar ni en atacar a los amigos ni en elogiar a los enemigos. En lo tocante a mí, a éstos y a aquéllos, a los que desagrademos y los que nos acepten, podría tranquilizarlos fundamentada en las obras mismas y en los que las han visto por su testimonio en favor de la veracidad de esas acciones. Pues los padres y los abuelos de los hombres que viven ahora fueron testigos de esos hechos.

Ante todo, he venido a historiar las acciones de mi padre por la siguiente razón. El césar Nicéforo, descendiente del tronco familiar de los Brienio, hombre que largamente sobrepasaba a sus coetáneos por la exageración de su belleza, la agudeza de su inteligencia y por la exactitud de sus palabras, se había convertido en mi legítimo esposo. Era maravilloso tenerlo enfrente y oírlo hablar. Pero a fin de que nuestra historia no se aparte de su ruta, continuemos con nuestro asunto.

Era, pues, el hombre más esclarecido de todos y acompañó a mi hermano, si soberano Juan, cuando organizó una campaña contra diversos bárbaros, cuando se lanzó contra los sirios y puso de nuevo bajo su autoridad la ciudad de Antioquía. Pero el César, que no podía desatender su aficción por las letras, incluso entre dificultades y trabajos, redactaba también otro tipo de escritos dignos de mención y recuerdo, y se encargó ante todo, por orden de la emperatriz, Irene Ducas, de describir los hechos de Alejo, soberano de los romanos y padre mío, y de llevar a las páginas las acciones de su reinado, cuando, alejado momentáneamente de las armas y la guerra, si tiempo le permitía dedicarse a los escritos y a sus labores literarias. Comenzó, por tanto, su escrito llevando el inicio de su historia a la época previa a la del soberano, obedeciendo también en esto las órdenes de nuestra señora, y empezó por el soberano de los romanos Diógenes para descender hasta aquel cuya vida informaba el plan de la obra. Fue durante aquel reinado cuando la edad presagiaba en mi padre una floreciente adolescencia. En cuanto a su vida previa, ni siquiera era un adolescente y nada había realizado digno de escribirse, a no ser que presentara su infancia la como argumento para un elogio.

Ésos eran, pues, los objetivos del césar, como nos muestra su obra. Sin embargo, no reeditó lo que esperaba ni concluyó toda su historia y detuvo su redacción tras llegar hasta la época del soberano Nicéforo Botaniates; las circunstancias no le permitieron avanzar en su escrito, causando un perjuicio al tema de su trabajo y privando del placer a los lectores, Por eso, yo misma opté por escribir cuanto mi padre hizo, para que semejantes obras no escaparan a nuestros descendientes. Además, qué armonía, cuánta gracia tenían las palabras del césar las conocen todos los que han leído sus escritos.

Cuando había llegado a aquel capítulo, como dije, cuando tenía pergeñada su obra y nos la remitía inacabada desde la frontera, contrajo al tiempo ¡ay de mí! una enfermedad mortal, tal vez originada por las innumerables fatigas, tal vez por las demasiado frecuentes campañas, o por su indecible dedicación a nosotros. Pues la dedicación era algo innato en él y el trabajo, incesante. Además, el continuo cambio de aires y los climas adversos le sirvieron una bebida mortal. Por ello, aunque se encontraba terriblemente enfermo, realizaba o campanas contra sirios y cilicios: Siria entregó a este hombre debilitado a los cilicios, los cilicios a los panfilios, los panfilios a los lidios, Lidia a Bitinia y Bitinia a la emperatriz de las ciudades, y a nosotros con sus entrañas hinchadas por la gran dolencia. Pero, aunque se hallaba así de débil, deseaba narrar emocionadamente los sucesos que había vivido, aunque no pudiera hacerlo tanto por su enfermedad, como por los obstáculos que nosotros le ponía­mos con intención de evitar que sus heridas se abrieran al describirlos.

Cuando llego a este punto, se me llena de vértigo el alma y se humedecen mis ojos con los torrentes de mis lágrimas. ¡Qué consejero perdió el imperio de loa romanos! ¡Qué acertadísima experiencia tuvo él en la vida y de qué amplitud sus conocimientos literarios, su saber polifacético, es decir, el profano y el sagrado! ¡Qué gracia también le corría por los miembros y qué aspecto no digno de un reino de aquí, sino, como algunos dicen, de uno más divino y mejor! Yo misma, no obstante, ya me había relacionado con otras muchas circunstancias funestas desde mi cuna de la Púrpura, por decirlo de alguna manera, y traté con una fortuna no favorable, aunque nadie consideraría suerte adversa y no sonriente la que me recaló una madre y un padre emperadores y la sala Púrpura en que nací. Pues en cuanto a los demás dones, ¡ay de las calamidades y ay de las revueltas! En fin, Orfeo, cantando movía incluso las piedras, los bosques y hasta la naturaleza inanimada; Timoteo el flautista, con tocar una vez el orthion para Alejandro, impulsaba enseguida al macedonio a las armas y a la espada; mas, ojalá mis relatos no originen un movimiento tópico hacia las armas y las batallas, sino que muevan al lector a las lágrimas y obliguen al sufrimiento no sólo a la naturaleza sensible, sino también a la que carece de hálito vital.

El dolor que experimentaba por el estado del césar y su inesperada muerte alcanzaron mi alma y me causaron una profunda herida. Creo que las precedentes desgracias frente a esta insoportable desgracia son como gotas en comparación con todo el océano Atlántico o las olas del mar Adriático. Es más, según parece, eran aquéllas preludio de ésta y se apoderaba de mí el humo de ese fuego propio de un horno, la quemadura aquella de llama indescriptible y las antorchas diarias de un indecible ardor. ¡Oh fuego sin materia, que reduces a cenizas, fuego que iluminas con furor inexpresable y que ardes, pero sin consumir y quemas el corazón, pero con la apariencia de que no nos quemamos, aunque recibamos el rojo vivo hasta los huesos, la médula y los pedazos del alma!

Pero soy consciente de que me aparto de mi propósito y, al dominarme el recuerdo del césar y del sufrimiento del césar, un inmenso sufrimiento se destila en mí. Así pues, tras enjugarme el llanto de mis ojos y recuperarme de mi dolor, soportaré lo que viene a continuación ganando según dice la tragedia, “dobles lágrimas”, como si me acordara de la desgracia en la desgracia. Pues exponer en público la vida de semejante emperador supone rememorar su virtud y sus gestas, lo que me hace brotar las más cálidas lágrimas en un llanto que se une al de todo el universo. Recordarlo y explicar públicamente su reinado es un esfuerzo que provo­ca en mí lamentos y en los demás, pena. Comience, pues, la historia de mi padre desde el momento en que es más adecuado comenzar; y el momento más adecuado es aquél des­de donde nuestra obra sea más clara y más histórica.

 

 

LIBRO I

ÚLTIMAS ETAPAS DE LA VIDA DE ALEJO PREVIAS A SU PROCLAMACIÓN COMO EMPERADOR. INICIO DE LAS INVASIONES NORMANDAS

 

I. Primeras actuaciones de Alejo. Su nombramiento como estratego autocrátor para combatir al rebelde Urselio

El emperador Alejo, mi padre, fue de gran utilidad al imperio de los romanos incluso antes de haber asumido el cetro del imperio. Comenzó a salir en campaña durante el reinado de Romano Diógenes. En opinión de quienes lo rodeaban parecía un ser admirable y muy arrojado. Cuando contaba catorce años de edad corría a acompañar al emperador Diógenes, que dirigía una expedición muy importante contra los persas, y suponía una amenaza para ellos con su ímpetu, ya que, si se enfrentaba a los bárbaros, su espada se emborracharía de sangre: tan guerrero talante poseía este joven. Sin embargo, el soberano Diógenes no cedió en aquella ocasión a sus deseos de acompañarlo, porque un dolor muy profundo tenía sobrecogida a la madre de Alejo. Lloraba la muerte reciente de su hijo primogénito Manuel, varón que había sido protagonista de grandes y admirables hazañas para el imperio de los romanos. Y para que ella no se quedara sin consuelo, al dejar ir a uno de sus hijos a la guerra sin saber aún dónde iban a enterrar a otro, y temiendo que el joven sufriera alguna funesta desgracia y no supiera ella en qué tierra había caído, por todas estas consideraciones el emperador obligó al joven Alejo a regresar junto a su madre. Entonces fue apartado, contra su voluntad, de los que marchaban a la campaña, pero a continuación el tiempo le abrió inconmensurables posibilidades. Efectivamente, durante el reinado del emperador Miguel Ducas (1071-1078), tras el derrocamiento del emperador Diógenes, la revuelta que diri­gió Urselio le dio motivos para demostrar de cuánto valor hacía gala.

Era ése un celta que había estado sirviendo desde tiempo atrás en el ejército de los romanos y que, envalentonado por su gran suerte, cuando hubo acumulado a su alrededor poder y un ejército considerable, que había sido reclutado entre los que eran oriundos de su mismo lugar de origen y los que provenían de cualquier otra procedencia, des­de ese momento logró convertirse en un grave provocador de revueltas. Justo en el instante en que el poderío de los romanos sufría numerosos reveses y los turcos aplastaban con su suerte favorable la de los romanos, obligándolos a retroceder como cuando la arena cede a los pies, en ese preciso instante atacó también él al imperio de los romanos. Es más, por su muy despótico carácter se inclinaba entonces con más claridad hacia la rebelión, aprovechando el mal camino que llevaban los intereses del imperio y devastó casi todos los dominios de oriente. Aunque les fuere confiada la guerra contra él a muchos generales famosos por su valentía y que aportaban abundantísima experiencia sobre la gue­rra y las batallas, éste, evidentemente, superaba la mucha experiencia de aquéllos. Ya fuera recurriendo al ataque directo, a la retirada y posterior ofensiva sobre sus adversarios con el ímpetu de un vendaval, ya fuera aceptando la alianza de los turcos, era tan completamente irresistible cuando atacaba, que llegaba a hacer prisioneros a algunos de los personajes más notables y poner tumultuosamente en fuga sus falanges.

Mientras mi padre Alejo estuvo a las órdenes de su hermano durante sus funciones como general en jefe de todas las tropas de oriente y occidente, lo hizo con el cargo de lugarteniente. Pero ante las difíciles circunstancias por las que atravesaban los romanos a causa de las continuas incursiones con las que, como un relámpago, nos acosaba ese bárbaro se pensó en el admirado Alejo para la confrontación bélica con éste, por lo que fue designado por el emperador Miguel estratego autocrátor. Él, en efecto, puso en marcha toda su inteligencia y experiencia estratégica y militar, que, además, había acumulado en no mucho tiempo (por la esforzada actitud de este hombre y su espíritu atento en toda ocasión les pareció a los militares más expertos de los romanos que había llegado a la cima de la experiencia estratégica, tal como el famoso romano Emilio, como Aníbal el cartaginés; era por aquel entonces muy joven y con el bozo recién salido, (como suelen decir) y capturando al dicho Urselio, que continuamente acometía a los romanos, restableció el orden en oriente sin necesitar mucho tiempo. Era, asimismo, sagaz para discernir lo que era conveniente y muy sagaz para ponerlo en práctica. Cómo logró capturarlo, lo cuenta con mayor detalle el césar en el segundo libro de su historia, aunque también lo contaremos nosotros en cuanto que se trata de un episodio que concierne a nuestra historia.

II.Recursos de Alejo para capturar a Ursalio.

El bárbaro Tutac acababa de llegar de los confines de oriente con un muy numeroso ejército para devastar los territorios de los romanos; entre tanto Urselio era vencido gradas a las habilidades de mi padre Alejo, viéndose con frecuencia en aprietos por causa del estratopedarca y perdiendo progresivamente una fortaleza tras otra, aunque acaudillara un abundante ejército todo él brillante y correctamente armado; por tanto, en ese momento le pareció conveniente buscar una vía de escape con la maniobra que referiremos seguidamente. Ya que había agotado hasta el límite todos sus recursos, tuvo un encuentro con Tutac, lo convir­tió en amigo y le suplicó que suscribiera una alianza con él.

Pero el estratopedarca planeó a su vez una táctica contra aquella maniobra y, tras llegar a una familiaridad con el bárbaro más cercana que la del otro, se lo atrajo con palabras, regatos y toda clase de medios y argucias. Pues era más astuto que ningún otro y hallaba alternativas a las situaciones más angustiosas. Por tanto, en su opinión el plan más efectivo consistía, para decirlo con brevedad, en acoger amistosamente a Tutac, y por ello le dijo:

“Son ambos, tu sultán y mi soberano, amigos mutuos. Sin embargo, esa bárbaro Ursalio levanta sus manos contra ambos y se erige en un enemigo muy peligroso para uno y otro, ya que ataca al soberano y la arranca poco a poco partes del imperio de los romanos y, de otro lado, priva a Perala de las posesiones que le sería legítimo gobernar. Y persigue todos sus propósitos con artimañas, amparándose ahora bajo la sombra de tu fuerza, para en otro momento, cuando la ocasión se le presente favorable y se vea libre da peligros, dejarme en paz y levantar contra ti su mano desde al otro bando. No obstante, si me haces algún caso, cuando se dirija nuevamente a vosotros, apresa a Urselio como contrapartida da las mucha riquezas que te daré y envíanoslo prisionero. Pues, añadió, de ello obtendrás tres ganancias: la primera, una cantidad de riquezas como nunca antes lograste; la otra, que te atraigas el favor de mi soberano, son lo que habrás conseguido llagar a la cima da la felicidad, y la tercera, que el sultán se regocije grandemente, al ver eliminado un peligroso enemigo que está actuando contra unos y otros, romanos y turcos.”

Con el envío simultáneo de asta embajada al arriba citado Tutac y de algunos prestigiosos rehenes en una fecha convenida junto con una cantidad de dinero, mi padre, y jefe en aquel entonces del ejército romano, convenció a los bárbaros da Tutac para que apresaran a Urselio. Cuando esta exigencia fue llevada a cabo, Tutac remitió el prisionero al estratopedarca, que estaba en Amases.

Sin embargo, el dinero tardaba en llegar, Alejo no tenía fondos con los que cubrir el pago y el que debía venir del emperador sufría las consecuencias da su desidia; no era que, como dice la tragedia marchara a paso lento, es que no aparecía por ningún lado. Los hombres de Tutac lo presionaban reclamando su parte del dinero o de lo contrario pondrían en libertad inmediatamente al hombre que iban a vender y le permitirían regresar al lugar donde se le había capturado; pero Alejo seguía sin tener fondos con los que pagar el precio del hombre que había comprado. En medio de la angustia provocada por todas estas adversidades, estuvo reflexionando durante toda una noche y decidió recolec­tar la suma entre los habitantes de Amasea.

Cuando amaneció el día, aunque la parecía difícil su plan, sin embargo convocó a todos los habitantes, especialmente a los que ostentaban los primeros rangos y los que poseían riquezas. Mirando principalmente a éstos, dijo:

“Sabéis todos cómo este bárbaro ha tratado a todas las ciudades del tema Armeníaco cuántas aldeas ha saqueado, a cuántos ha maltratado arrojándoles insoportables desgracias y cuántas riquezas le habéis tenido qua suministrar. Pero ha llegado el momento de liberaros de los malas que él origina, si es que así lo queréis. Por tanto, debemos impedir que se nos escape. Estáis viendo que tenemos prisionero a asta bárbaro gracias al auxilio de Dios y a nuestros esfuerzos. Sin embargo, Tutac, que es quien lo ha capturado, nos reclama al pago. Y nosotros carecemos por completo de recursos, porque al estar en un país extranjero y llevar luchando mucho tiempo contra los bárbaros, hemos agotado los fondos. Si el emperador no estuviera tan lejos y el bárbaro diera un plazo de espera, me hubiera apresurado a transportar al dinero desde la capital. Piero, ya que ninguna da estas posibilidades es factible, como sabéis, tenéis vosotros que aportar su precio con vuestro dinero, y acabaréis recobrando la aportación entera a través de nosotros, qua actuaremos como intermediarios del emperador.”

Nada más decir esto, fue abucheado y se originó un violentísimo tumulto entre los amasianos, que se decantaban por la rebelión. Pues había hombres muy pérfidos que los incitaban al motín, agitadores que saben precipitar al pueblo en las revueltas. Se levantó, entonces, un gran tumulto, tanto por parte de los que querían quedarse con Urselio y excitaban a la masa a apoderarse de él, como de los que pugnaban agitados (así es la masa del populacho) por arrebatar a Urselio de su cautiverio y liberarlo de las cadenas. El estratopedarca veía que el pueblo estaba tan enloquecido y reconocía que su situación era completamente apurada, pero a pesar de ello no se abatió lo más mínimo e infundiéndose valor, intentaba silenciar con los gestos de su mano aquel tumulto.

Cuando más tarde y con esfuerzo los hizo callar, les dirigió la palabra, diciendo:

“Me llena de asombro, amasianos, que no os percatéis en absoluto de la treta de estas personas que os quieren engañar y que, comprando su propia salvación con vuestra sangre, siempre os causan el mayor perjuicio. ¿Qué clase de ventaja extraéis de la tiranía de Urselio, a no ser degüellos, cegueras y mutilaciones de miembros? Éstos, que son para vosotros la causa de semejantes desgracias, preservan intactas sus propiedades gracias a su servilismo para con el bárbaro y, al mismo tiempo, se apropian de los regalos provenientes del emperador, ganándose su gratitud por no haber abandonado ni a vosotros ni a la ciudad de Amasia a merced del bárbaro; y esto sin haceros nunca ningún caso. Por ello, mientras quieren conservar la tiranía adulando al tirano con expectativas halagüeñas y mantener intactas sus propiedades, a la vez piden al emperador honores y regalos. Pero si la situación sufriera algún tipo de cambio, ellos abandonarían esta actitud e inflamarían el ánimo del emperador contra vosotros. Por consiguiente, si queréis obedecerme, despedid por el momento a los que os incitan al motín y que cada uno de vosotros analice en su casa lo que os he dicho y os daréis cuenta de quién es el que os aconseja lo más conveniente.”

III. Alejo se hace con Urselio. Revelación del ardid a Dociano.

Cuando hubieron oído estas palabras, como una concha que cambia de lado al caer, modificaron sus opiniones y se retiraron a casa. Pero el estratopedarca, conocedor de que el pueblo suele cambiar de opinión en un instante, sobre todo si está inspirado por gente maléfica, y temeroso de que durante la noche pusieran en práctica su proyecto de ir contra él y dejasen escapar a Urselio tras sacarlo de su prisión y liberarlo de sus cadenas, como carecía de suficientes fuerzas para oponerse a tantos adversarios, concibió entonces un ardid propio de Palamedes. Mandó cegar, aparentemente, a Urselio: estaba tendido en tierra, el verdugo le acercó el hierro y él gritaba y gemía como un león rugidor. Pero todo este montaje de la privación de su vista era una falacia; el que iba a ser cegado en apariencia fue advertido de que debía gritar y vociferar y el encargado de simular la privación de su vista fue también advertido de que debía dirigirle una agria migada, ejecutar todos sus actos con furia y, sobre todo, fingir la acción de cegarlo. Entonces, mientras aquél era cegado sin ser cegado, el pueblo aplaudía y difundía por doquier que Urselio había sido privado de la vista.

Esta actuación, representada como si fuera sobre un escenario, convenció a toda la muchedumbre, tanto la del lugar como la foránea, a aportar su donativo como abejas. Y todo esto fue producto de la inteligencia de Alejo para que los remisos a entregar dinero y los que pretendían liberar a Urselio de las manos de Alejo, mi padre, perdieran las esperanzas en sus ya inútiles planes y se pusieran inmediatamente de parte del estratopedarca, dado que sus primitivos proyectos habían fracasado; actuando de esa manera se lo ganarían como amigo y esquivarían las iras del emperador. De este modo, pues, el admirado general era dueño de Urselio, a quien mantenía encerrado como un león en una jaula, mientras aún llevaba sobre sus ojos las vendas que eran símbolo de su reciente privación de la vista.

Sin embargo, no estaba satisfecho con su labor, como tampoco se había desentendido del resto de su misión por el simple hecho de haber logrado la gloria, antes bien, recuperó y puso bajo la autoridad del imperio muchas otras ciudades y fortalezas que habían tenido un comportamiento innoble durante el auge de Urselio. Entonces, pues, volvió las riendas y se dirigió enseguida a la dudad Imperial. En el camino llegó a la ciudad de su abuelo y, mientras reposaban de las muchas fatigas él mismo y todo su ejército, fue visto realizando una hazaña parecida a la que hizo el famoso Heracles por Alcestis, la mujer de Admeto.

Cuando Dociano, sobrino del anterior emperador Isaao Comneno y primo de Alejo (hombre que pertenecía a una clase Ilustre por su linaje y posición social) vio que Urselio mostraba las señales de haber sido cegado y que era conducido con el auxilio de un hombre, profirió un hondo gemido y entre las lágrimas provocadas por el estado de Urselio acusaba de crueldad al general. Le reprochaba en su enojo que hubiera dejado sin vista a un hombre tan noble, a un auténtico héroe y merecedor de haber sido preservado sin castigo; fue entonces cuando el general dijo:

“Pronto podrás enterarte de los motivos de la ceguera, querido primo.”

 Tras un breve lapso de tiempo condujo a éste y a Urselio a una sala, donde le descubrió el rostro y mostró los ojos de Urselio brillando fogosamente. Cuando Dociano vio esto, se quedó estupefacto, asombrado, sin saber qué hacer ante la magnitud del milagro. Al tiempo, se echó las manos a los ojos por si era algo parecido a un sueño lo que estaba viendo o un prodigio mágico o algún raro y novedoso artificio. Cuando se percató de la humanidad que había demostrado su primo para con ese hombre y además de humanidad, de su astucia, le invadió la alegría y transformó el asombro en gozo, mientras abrazaba y besaba repetidamente el rostro de su primo. Los mismos sentimientos experimentaron la corte del emperador Miguel, el emperador mismo y todo el mundo.

IV. Alejo es encargado de someter a Nicéforo Brienio.

Todavía se le encomendó a Alejo en occidente otra misión por el entonces soberano Nicéforo (III Botaniates, 1078-1081), poseedor ahora del cetro de los romanos, esta vez contra Nicéforo Brienio, que estaba agitando todo el occidente tras ceñirse la diadema y autoproclamarse emperador de los romanos. El soberano Miguel Ducas acababa de ser depuesto del trono y de vestir en lugar de la diadema y la corona, la indumentaria talar y la epómide arzobispal: Botaniates, tan pronto se hubo sentado en el trono Imperial, como nuestra obra expondrá en su desarrollo con mayor detalle, desposó a la emperatriz María de Alania y se dispuso a dirigir los asuntos del Imperio.

Nicéforo Brienio, siendo duque de Dirraquio en época del emperador Miguel, antes del reinado de Nicéforo, comenzó a plantearse la posibilidad de acceder al trono y organizó la rebelión contra Miguel. No hay razón para que expliquemos aquí las causas y el modo como lo hizo, pues la historia escrita por el césar ya hace constar las motivaciones de la rebelión. Pero sí hemos de relatar brevemente el hecho de que, tomando como punto de partida la ciudad de Dirraquio, recorriera desde allí los dominios de occidente para ponerlos bajo su propio mando y cómo fue capturado. Al interesado en poseer más exactos Informes de éste episodio lo remitimos al césar.

Este hombre merecía realmente el Imperio por su maestría en el arte de la guerra, por su pertenencia a uno de los linajes más ilustres, y por las cualidades personales que lo adornaban: su elevada estatura, la belleza de su rostro y la superioridad que manifestaba sobre sus contemporáneos gracias a la seriedad de carácter y la fuerza de sus brazos. Era tan diestro en persuadir a la gente y tan capaz de atraerse a todos desde su primera mirada y su primera conversación, que todos en masa, soldados y civiles, lo auparon a los primeros puestos y lo consideraron digno de reinar sobre todos los dominios orientales y occidentales. Y efectivamente, cuando marchaba sobre las ciudades, todas lo acogían con las manos alzadas y en medio de los aplausos una ciudad dejaba paso a otra, Las noticias de estos acontecimientos perturbaban a Botaniates, trastornaban también al ejército que le era fiel y precipitaban al imperio entero en la inestabilidad.

Así pues, se decidió enviar contra Brienio a mi padre Alejo Comneno, que acababa de ser designado doméstico de las escolas (jefe militar de la guardia imperial), al frente de las fuerzas disponibles; pues con esta coyuntura el imperio de los romanos había llegado a su punto extremo. Las ejércitos de oriente estaban dispersos cada uno por un lado a causa de la expansión de los turcos y su hegemonía sobre casi todo cuanto hay entre el Ponto Euxino y el Helesponto, el Egeo y el mar de Siria, el Saro y los demás ríos, especialmente, los que, surcando Panfilia y Cilicia, desembocan en el mar de Egipto. Así se hallaban los ejércitos de oriente; los de occidente, que se habían unido a Brienio, habían dejado al imperio de los romanos con un ejército muy reducido y escaso. Le quedaban algunos inmortales, que, como quien dice, ayer mismo habían empuñado lanza y espada, unos pocos soldados de Coma y un ejército celta, que se mantenía con unos pocos hombres. Estas fuerzas le asignaron a mi padre y, mientras llamaban a aliados turcos, los generales del emperador le ordenaron partir y enfrentarse a Brienio, confiando no tanto en el ejército que lo seguía, como en la inteligencia del hombre y su habilidad para hacer frente a guerras y batallas.

Pero Alejo, al enterarse de que el enemigo avanzaba imparable, sin esperar a que se ultimara la alianza con los turcos salió de la emperatriz de las ciudades tanto él como sus hombres perfectamente armados y, cuando hubo llegado a Tracia, acampó en torno al río Halmiro sin foso ni empalizada. Como sabía que Brienio estaba asentado en las llanuras del Cedocto, deseaba que una distancia apreciable separara cada uno de los dos ejércitos, el suyo y el de los adversarios. En efecto, no podía oponerse frontalmente a Brienio, ya que serían perceptibles las características de sus fuerzas y suministraría al enemigo noción de las dimensiones de su ejército. Pues iba a lanzarse con unos pocos contra muchos, con bisoños contra veteranos; por ello quería arrebatarle por sorpresa la victoria al enemigo sin recurrir a la audacia y al ataque frontal. 

V. Encuentro bélico con las tropas de Nicéforo Brienio. Valor de Alejo.

Después de que mi relato ha situado en el momento del combate a estos dos gallardos personajes, Brienio y mi padre Alejo (ninguno era inferior al otro en valentía, ni el uno tenía menos experiencia que el otro), merece la pena examinar el curso del combate, una vez estuvieron dispuestas las falanges y las respectivas formaciones de batalla. Pues estos dos hombres eran nobles, gallardos y parecidos en fuerza y experiencia, de modo que si se hubieran colocado cada uno en un plato de la balanza, la hubieran equilibrado; pero debemos ver de qué lado se inclinaron los designios de la fortuna. Brienio, además de confiar en sus fuerzas y experiencia, era superior en el orden correcto de su formación; Alejo, por otro lado, tenía pocas y muy escasas esperanzas en cuanto a su ejército, pero era superior, a su vez, en el poder de su habilidad y en los recursos de su sentido estratégico.

Cuando se percataron de su mutua presencia y de que había llegado ya la ocasión del combate, Brienio, enterado de que Alejo Comneno se adelantaba a cortar el camino y que estaba acampado en Calaure, dispuso sus tropas en formación y emprendió el ataque. Tras ordenar el ejército en sus alas derecha e izquierda, confirió el mando de la derecha a su hermano Juan; cinco mil hombres eran los que integraban esta parte, entre italianos, soldados de las tropas del célebre Maniaces, jinetes de Tesalia en no menor cantidad y un sector no despreciable de la hetería (legión extranjera). De otra parte, el ala izquierda la constituían Catacalon Tarcaniotes con macedonios y tracios perfectamente armados, su mando todos juntos unos tres mil. Brienio en persona mandaba el centro de la falange formada por macedonios, tracios y lo más selecto del arcontado en pleno. Todos iban cabalgando solare sus caballos tesalios, restallando con sus corazas de hierro y los yelmos de sus cabezas; y cuando los caballos alzaban sus orejas y los escudos chocaban unos contra otros, ellos y sus yelmos despedían terroríficamente un enorme fulgor. Evolucionando en medio como un Ares o un Gigante, Brienio, que superaba en un codo a partir de sus hombros a todos los demás, provocaba gran estupor y miedo a los que lo observaban. Fuera de toda la formación, como a dos estadios de distancia, se hallaban unos aliados escitas armados a la manera de los bárbaros. Se les había ordenado que, una vez los enemigos se hicieran visibles y la trompeta diera la señal del combate, cayeran sobre la retaguardia y se arrojaran sobre los enemigos, mientras los acosaban con una densa y continua nube de dardos; luego el resto del ejército, formado en filas compactas, atacaría con vigoroso ímpetu.

Así organizó Brienio a los suyos; mi padre Alejo Comneno, a su vez, tras reflexionar sobre la índole del lugar, situó una parte del ejército en un barranco y desplegó la otra frente al ejército de Brienio. Cuando estuvieron organizadas ambas partes y hubo alentado a cada hombre con sus palabras animándolos a comportarse valerosamente, ordenó a la una, la sección emboscada, que, cuando estuvieran a espaldas del enemigo, atacaran de improviso con el mayor arrojo posible y concentraran sus esfuerzos sobre el ala derecha. A los llamados inmortales y a algunos de los celtas los mantuvo a su lado para ponerlos bajo su mando; emplazó a Catacolon como comandante de los comatenos y turcos y les encomendó que prestaran toda su atención al contingente escita a fin de repeler sus embestidas.

Así estaban las cosas. Tan pronto como el ejército de Brienio hubo llegado a la altura del barranco, nada más dar mi padre la señal convenida saltaron entre clamores y griteríos las tropas que estaban emboscadas y dejaron estupefactos a los enemigos con su repentina intervención, circunstancia que aprovechó cada uno acometiendo y matando al primero que encontraba hasta que los pusieron en fuga. Pero Juan Brienio, hermano del caudillo, rememorando su ímpetu guerrero y su valor, hizo volver su caballo con el freno, abatió de un único golpe al soldado de los inmortales que lo seguía, detuvo a la falange que huía en plena confusión y, tras reorganizarla, repelió a los enemigos. De ese modo, los inmortales emprendieron la huida en desorden con un cierto desbarajuste, masacrados por los soldados que iban siempre en pos de ellos.

Entonces mi padre se arrojó en medio de los enemigos y, combatiendo valientemente, desbarató el orden de la formación en el sector donde se había presentado, acometiendo a todo el que se le aproximaba y derribándolo al punto en la confianza de que algunos soldados le seguían para protegerlo sostenía incansable el combate. Pero, al darse cuenta de que su falange había sido rota y estaba ahora dispersa por todas partes, reagrupó a los de mayor presencia de ánimo (seis eran en total) y decidió que, una vez estuvieran próximos a Brienio, cargarían contra él sin vacilación y, si era necesario, aquéllos morirían con él. Sin embargo, Teodoto, un soldado que había servido a mi padre desde pequeño, desaconsejó esa decisión, alegando que el intento era manifiestamente descabellado. Cambió, pues, de opinión y pretendía apartarse a corta distancia del ejército de Brienio para iniciar de nuevo la acción, cuando hubiera reagrupado y reorganizado a algunos conocidos de entre los soldados que se habían dispersado.

Aún no se había apartado de allí mi padre y ya los escitas estaban desbaratando las filas de los comatenos de Catacalon, mediante el empleo de un enorme griterío. Una vez que los hubieron repelido y puesto fácilmente en fuga, dirigieron su atención al pillaje; finalmente se fueron en busca de su campamento. Pues así es la raza escita: cuando aún no han terminado de batir claramente al contrario y poseer el dominio de la batalla, arruinan su victoria con el pillaje. Toda la servidumbre que componía la retaguardia del ejército de Brienio se mezclaba con las filas de sus soldados a causa del miedo a los escitas y para no sufrir ninguna calamidad por culpa de ellos; como no paraba de presentarse gente que huía de las manos escitas, se originó una no pequeña confusión en las filas de Brienio, donde acabaron mezclándose unos estandartes con otros.

Entre tanto mi padre, que estaba rodeado, como decíamos antes, por el ejército de Brienio, vio a uno dejos caballos Imperiales, engalanado con el manto púrpura y los fálaros dorados (los atributos del emperador) y también vio que los portadores de las picas terminadas en doble hacha, los tradicionales acólitos del emperador, corrían cerca de él. Al ver esto, ocultó su rostro con la visera que pendía en torno a su casco y, lanzándose contra ellos con sus seis soldados, de los que antes hemos dado cuenta, derribó al escudero, capturó el caballo Imperial, arrebató también al tiempo las hachas de doble filo e inadvertidamente abandonó el ejército. Cuando estuvo fuera de peligro, despachó aquel caballo de dorados fálaros y las picas con hachas de doble filo que marchan a ambos lados de la persona imperial. Junto con un heraldo de voz muy potente con la orden de que recorriera todo el ejército gritando que Brienio había caído.

Esta estratagema, cuando fue realizada, logró que se reagruparan soldados del disperso ejército de mi padre, el gran doméstico de las escolas y los hizo retornar, mientras que animaba a otros a que se mantuviesen firmes. Estos se quedaron inmóviles en el lugar que ocasionalmente ocupaban y, volviendo sus miradas hacia atrás, no daban crédito a tan insólito espectáculo. Se pudo entonces observar la nueva situación que se creó entre ellos: las cabezas de los caballos que montaban miraban hacia adelante, pero sus rostros estaban vueltos hacia atrás, sin que avanzaran hacia adelante y sin querer volver las riendas hacia atrás, por el contrario, estaban estupefactos y como desorientados por lo que ocurría.

Los escitas, que preferían regresar y emprendían la marcha hacia sus hogares, no perdían el tiempo persiguiéndolos, y con su botín erraban por aquella zona lejos de ambos ejércitos. El anuncio de que Brienio había sido capturado y muerto iba envalentonando a los que hasta entonces se habían comportado como cobardes y fugitivos; la noticia ofrecía las pruebas de su veracidad con la presencia en todas partes del caballo adornado de insignias imperiales y con el anuncio, que las solitarias picas con hachas de doble filo hacían, de que Brienio, al que ésas velaban, había caído víctima de una mano enemiga. 

VI. Victoria de Alejo y captura de Nicéforo Brienio.

Luego, la suerte del combate cambió de bando de la siguiente manera. Un destacamento del contingente aliado turco alcanzó al doméstico de las escolas Alejo y se percató de que había enderezado el curso del combate; mientras preguntaban dónde estaban los enemigos acompañaron a Alejo Comneno, mi padre, a una colina y a una señal de su mano sobre el ejército enemigo lo contemplaron como desde un puesto de observación; y éste era su estado: se hallaban confundidos sin haberse reagrupado aún y se comportaban con altivez, porque con la victoria ya lograda se creían fuera de peligro. Habían relajado su ímpetu sobre todo cuando los francos que acompañaban a mi padre se pasaron a Brienio durante la anterior desbandada. En efecto, cuando estos francos hubieron bajado de los caballos y le ofrecieron la mano, como es costumbre de su patria a la hora de rendir vasallaje, cada uno desde su puesto acudió junto a Brienio para observar lo que sucedía. Las trompetas proclamaron por todo el ejército la noticia de que los francos se habían sumado a ellos tras abandonar al general en jefe Alejo.

Cuando los hombres de mi padre y los turcos recién llegados vieron que aquéllos estaban en una situación tan confusa, se dividieron en tres secciones y ordenaron que las dos primeras permanecieran emboscadas allí y que la tercera avanzara sobre el enemigo. Mi padre fue el responsable de la totalidad de ese plan de combate

Los turcos no marchaban ordenadamente en falange, sino por separado y en grupos que se mantenían por cada lado a cierta distancia unos de otros. Luego cada pelotón atacaba a los enemigos con una carga a caballo mientras lanzaban una densa nube de flechas. Los acompañaba también mi padre Alejo, que había ideado esa táctica completa, con todos los soldados que las circunstancias le habían permitido reagrupar de entre los que estaban dispersos. Entonces, uno de los inmortales que rodeaban a Alejo y que era valeroso y audaz se destacó con su caballo del resto de la formación y avanzó a galope tendido directamente contra Brienio. Y arremetió fuertemente con su lanza contra su pecho; pero Brienio desenvainó vehementemente su espada cuando la lanza aún no había logrado apoyarse con firmeza y la partió enseguida de un fuerte mandoble; al que intenta­ba alcanzarlo lo atacó con su espada en la clavícula, le hizo impacto con todo su poder y le seccionó el brazo entero, coraza incluida.

Los turcos, que venían en oleadas, ensombrecían el ejército enemigo con sus constantes disparos de dardos. Los hombres de Brienio estaban estupefactos por este repentino ataque; sin embargo, tras reagruparse y recomponer las líneas, encajaban la intensidad de combate exhortándose mutuamente a comportarse valientemente. No obstante, los turcos y mi padre tras un breve enfrentamiento con los enemigos fingieron huir, lo que arrastró pronto a los adversarlos a una emboscada gracias a la artimaña con que los estaban atrayendo. Una vez llegaron al lugar donde estaba prevista la primera celada, de un giro se pusieron frente a los hombres de Brienio y a una señal convenida, los emboscados salieron inmediatamente cabalgando de todas partes como enjambres y con mucho griterío y clamor y un constante lanzamiento de dardos enardecieron los oídos de los partidarios de Brienio y cubrieron de tinieblas sus ojos por el denso número de dardos que llovía de todas partes.

Entonces, por la imposibilidad del ejército de Brienio de ofrecer resistencia (todos los hombres y caballos estaban ya heridos), éste inclinó su estandarte indicando la retirada y dio la espalda a sus enemigos para que arremetiesen contra ella. Sin embargo, Brienio a pesar del agotamiento del combate y de la intensa presión que sufrís mostraba su valor y su generosidad acometiendo sin cesar en una y otra dirección al adversario y organizando también sin cesar las medidas precisas para la huida de modo correcto y valeroso. Contendían, asimismo, a cada uno de sus lados su hermano y su hijo, que en aquellos momentos dieron admirables muestras a los enemigos de su heroico comportamiento.

Cuando ya su caballo estaba exhausto y no podía emprender ni la fuga ni la persecución (estaba próximo a expirar a causa de las sucesivas galopadas), reteniéndolo con la brida como un valeroso atleta, se plantó en posición de recibir y desafió a dos valientes turcos. Uno de ellos lo acometió con la lanza, pero no logró darle un golpe decisivo e iba a recibir de la derecha del turco otro más potente, cuando ya Brienio le había cortado con su espada la mano, que rodó por tierra aferrada a la lanza. El otro, saltando de su caballo como un leopardo, se precipitó sobre el caballo de Brienio y se agarró a su costado. Aquél estaba firmemente enganchado a éste, procurando subírsele a la espalda; y éste, revolviéndose como una fiera sobre sí mismo, quería clavarle a aquél su espada. Sin embargo, su empeño no encontraba la ocasión propicia y el turco que estaba aferrado a su espalda se agachaba siempre y esquivaba los mandobles. Finalmente, su derecha se dio por vencida de dar mandobles al aire y el atleta renunció; se puso entonces por entero a disposición de sus enemigos. Ellos lo cogieron y, como si hubieran alcanzado enorme gloria, lo llevaron a Alejo Comneno, que no se había situado muy lejos del lugar donde se capturó a Brienio y que estaba ordenando las falanges de los bárbaros y las suyas propias, mientras las excitaba para el combate.

Primero unos mensajeros habían anunciado a Alejo la captura de este hombre, después lo presentaron al general; y era realmente un espectáculo temible tanto durante la lucha, como cuando estaba cautivo. Dueño, pues, así de Brienio, Alejo Comneno lo envió prisionero al emperador Botaniates, sin tocarle para nada los ojos a este hombre. Pues no era Comneno de ese tipo de personas que se ensañan con sus oponentes tras su captura y consideraba suficiente castigo ser prisionero de guerra. Fueron, por tanto, sus grandes cualidades de nobleza, humanidad y generosidad las que también mostró con Brienio.

En efecto, tres su captura, durante una ocasión en que llegaron a un lugar llamado (...) después de haber recorrido un trecho bastante grande de camino, le dijo a Brienio con intención de que el hombre se recuperara de su pena dándole favorables expectativas:

“Bajemos del caballo y sentémonos un poco para descansar.”

Pero él, temeroso del peligro que corría su vida, estaba como loco y no necesitaba reposo alguno. ¿Pues cómo podría hacerlo quien da por perdida su propia existencia? No obstante, pronto se doblegó al deseo del general. Pues si la persona sometida obedece a todo lo ordenado, en el caso de que sea un prisionero de guerra, lo hace aún más.

Los caudillos, por consiguiente, desmontaron de los caballos; Alejo yacía recostado sobre la verde hierba como sobre un lecho de follaje, y Brienio mantenía la cabeza apoyada sobre la raíz de una encina de alta cabellera. El uno dormía y al otro no lo vencía el dulce sueño, como se expresa la amable poesía. Pero se fijó en la espada de Alejo y la estuvo contemplando colgada de las ramas; como no veía a nadie por ningún lado en ese momento, rehaciéndose de su desazón, se le ocurrió una idea bastante audaz que consistía en matar a mi padre. Rápidamente hubiera llevado a cabo su resolución, si no hubiera sido porque una fuerza divina procedente de lo alto se lo impidió, le calmó la furia de su ánimo y lo inclinó a observar con benevolencia al general. Yo misma pude oírle frecuentemente contar este relato. Le es legítimo, a quien quiera, pensar por ello que Dios guardaba a Comneno para un puesto de mayor rango, ya que era su deseo que el cetro de los romanos fuera honrosamente reclamando por él. Si le ocurrió a Brienio después de esto alguna desgracia no deseada, es responsabilidad de algunos que rodeaban al emperador. Mi padre es Inocente.

VII. Basilacio se rebela contra Botaniates. Alejo es encargado de someterlo.

Así concluyó, por tanto, el episodio relacionado con Brienio; pero mi padre Alejo, el gran doméstico, no iba a permanecer tranquilo e iría de contienda en contienda. Borilo, el bárbaro más próximo a Botaniates de los que formaban su círculo, salió de la ciudad, se encontró con mi padre, al gran doméstico, y tras arrebatarle a Brienio de sus manos, hizo lo que hizo. Ordenó también a Alejo de parte del emperador que marchara contra Basilacio, que ahora se ceñía la diadema del imperio y sublevaba occidente sin cortapisas después de la rebelión de Brianio. En efecto, este Basilacio era uno de los hombres más admirados por su valentía, coraje, audacia y fuerza; además, este hombre por sus ansias de poder fue acaparando cargos y títulos da muy elevado rango, intrigando para conseguir unos; y usurpando otros. Cuando Brienio fue sometido, Basilacio, como si fuese su sucesor, asumió todos los presupuestos de la rebelión.

Comenzando desde Epidamno (la capital del Ilírico) había llegado hasta la ciudad de los tesalios y, tras haber sometido por sí mismo toda la región y haberse elegido y proclamado emperador, mientras trasladaba el ejército errante de Brienio a donde quería. Este hombre era también admirado por las dimensiones de su cuerpo, la fuerza de sus brazos, la severidad de su rostro, cualidades qua cautivan antes que otras a esa grosera clase de los soldados. Ésta no para mientes en el alma, ni se fija en la virtud, sino que se detiene en las virtudes del cuerpo admirando la osadía, la fuerza, la agilidad y la estatura, juzgándolas dignas de la púrpura y de la diadema. Basilacio, que poseía estas cualidades no sin nobleza, poseía también una valentía inconmovible; ésta tenía un cierto aire y aspecto digno por entero de ostentar el poder. Poseía una voz tonante, capaz de aterrar a todo un ejército y un grito suficiente para contagiar el valor en el alma. Era invencible en sus arengas cuando intentaba, indistintamente, animar al soldado al combate o desanimarlo para que huyera. Como este hombre salió en campaba con tan ventajosas cualidades, tomó, como decíamos, la ciudad de los tesalios y reunió en torno a sí un ejército imbatible.

Pero mi padre Alejo Comneno, como si fuera a enfrentarse a un enorme Tifón o un Gigante de cien brazos, tras despertar toda su astucia militar y su valiente inteligencia, estaba listo para combatir con su contrincante. Y aunque todavía no se había sacudido el polvo da sus últimas acciones ni había lavado la sangre de la espada ni de sus manos, marchaba como un terrorífico león hacia Basilacio, un jabalí de salientes colmillos, con su cólera despierta. Llegó, en afecto, al río Bardario, pues así lo denominan en el lugar. Éste fluye desde lo alto de los montes cercanos a Misia y tras cruzar muchos lugares y separar en una parte oriental y otra occidental las cercanías de Berrea y Tesalónica, desemboca en nuestro mar meridional. Algo semejante les ocurre a los ríos mayores. Una vez que mediante un cúmulo de tierras de aluvión ascienden a un nivel importante, entonces fluyen sobre tierras bajas, como si cambiaran sus primeros lechos, y abandonando su antiguo curso seco de humedad y falto de agua, cubren el que recorren ahora de caudalosas corrientes.

Así pues, como existían dos cauces, el antiguo lecho y el curso recién creado, después da contemplar al terreno entre ambos, al gran estratega Alejo, mi padre, fijó como barrera de seguridad el torrente del río y utilizó el antiguo curso, que se había convertido en un foso por el flujo de la corriente, como una trinchera natural; tras esto montó el campamento. No había más de dos o tres estadios de distancia entre uno y otro cauce. Pronto todos estuvieron enterados de que el momento para descansar sería el día, durante el que harían reposar sus cuerpos con el sueño y darían a los caballos suficiente forraje, pues durante la noche permanecerían en vela esperando un ataque por sorpresa de los enemigos. Creo que estas disposiciones las había adoptado mi padre por sospechar durante esa noche alguna peligrosa tentativa proveniente de los enemigos. Esperaba que éstos lo atacaran, ya sea porque lo previera gracias a su abundante experiencia, ya sea por conjeturas de otra índole. El caso es que no dio largas a las disposiciones que pedía su predicción, como tampoco sucedió que su pronóstico no tuviera la contrapartida de la puesta en práctica de aquéllas, y una vez levantada su tienda, salió al lado de sus hombres con armas, caballos y toda la impedimenta necesaria para la batalla; dejó en el campamento lámparas encendidas por todas partes y confió su tienda con su equipaje completo y con el material que llevaba dentro y que precisaba para avituallarse a un tal Yoanicio, uno de sus familiares más cercanos, que hacía tiempo había escogido la vida monástica. El general se alejó un buen trecho y ocupó sus posiciones con el ejército armado, aguardando el curso de los acontecimientos; había tramado esto con idea de que Basilacio, cuando viera las hogueras encendidas por todas partes y la tienda de mi padre iluminada, creyese que éste se encontraba descansando en ella y, como consecuencia, que podía capturarlo y someterlo.

VIII. Primer enfrentamiento con las tropas de Basilacio tras una estratagema de Alejo

No erró mi padre en su predicción, tal como la hemos relatado. Efectivamente, como se esperaba, Basilacio atacó de repente el campamento a la cabeza de un ejército de jinetes e infantes que contaba con unos diez mil hombres aproximadamente. Encontró por doquier tiendas Iluminadas con hogueras y, cuando vio también la tienda del general iluminada, entró con ímpetu en ella gritando agitada y tumultuosamente. Como no aparecía por ningún sitio la persona que esperaba hallar y no se presentaban ni soldados ni general, sino unos pobres sirvientes abandonados, todavía gritaba más y preguntaba estentóreamente: “¿Dónde está el tartamudo?”. Con esas palabras pretendía burlarse del gran doméstico. Sin embargo, mi padre, con ser elocuente y original como ningún orador en sus ocurrencias y argumentaciones, cuando pronunciaba la ere la lengua se le descontrolaba levemente y se le replegaba de modo imperceptible; en los demás sonidos hacía gala de una pronunciación fluida.

Mientras Basilacio gritaba esos insultos, buscaba y revolvía todas las cosas, cofres, divanes, equipajes y hasta la propia cama de mi padre, no fuera que el general estuviera oculto entre alguno de estos enseres. Simultáneamente, miraba al monje llamado Yoanicio; en efecto, la madre de Alejo se preocupaba afanosamente de que en todas sus campañas tuviera como compañero de tienda a alguno de los más honorables monjes, y aquel complaciente hijo obedecía la voluntad materna como lo había venido haciendo desde su infancia y su juventud y hasta que se unió a una mujer. Basilacio buscaba entre todos los objetos de la tienda y, según palabras de Aristófanes, mientras escudriñaba las tinieblas del Erebo, no dejaba de interrogar a Yoanicio sobre el doméstico; pero el monje sostenía con firmeza que había salido antes con todo el ejército. Cuando reconoció que era víctima de un enorme error, se retractó de sus intenciones y cambiando de un tono de voz a otro, gritaba:

“Soldados y compañeros, hemos sido engañados: el combate se entablará fuera de este sitio.”

No había concluido sus palabras, cuando mi padre Alejo Comneno los atacó mientras estaban saliendo del campamento, asaltándolos enérgicamente con unos pocos soldados de su ejército. Al percatarse de que alguien estaba colocando en orden las falanges (en efecto, como la mayor parte de los soldados de Basilacio se habían entregado al pillaje y a la recogida de botín --hecho que entraba dentro de las pri­meras predicciones de mí padre--, aún no habían logrado reagruparse y restablecer sus líneas, cuando desgraciadamente para ellos los atacó el gran doméstico de improviso, una vez identificado el hombre que se dedicaba a restablecer la formación, y pensando bien por su estatura bien por la brillantez de sus armas (le refulgían las armas por el reflejo de las estrellas) que aquél era el famoso Basilacio, se lanzó a su encuentro e impetuosamente le alcanzó de un mandoble en la mano. Ésta, al instante, cayó con la espada por tierra, lo que turbó grandemente a la falange. Pero no se trataba de Basilacio, sino de uno de los más valientes partidarios de Basilacio, que en nada desmerecía de Basilacio en las manifestaciones de su valentía

Así pues, Alejo se batía duramente contra ellos, los alcanzaba con sus dardos, los hería con su lanza, profería aullidos de guerra, se hundía en la noche, aprovechaba todo lugar, ocasión e instrumento para la victoria y se servía de todos estos recursos valientemente, con imperturbable prestancia y firme intención; y, aunque se encontraba con gente que huía en todas direcciones, siempre sabía distinguir al enemigo del amigo. Cuando un capadocio llamado Gulea, voluntarioso servidor de mi padre, diestro con su mano, de ímpetu invencible en el combate vio a Basilacio y lo reconoció con fiabilidad, le propinó un mandoble en el yelmo. Pero le pasó lo que a Menelao frente a Alejandro: su espada, rota en tres o cuatro partes, cayó de sus manos dejando la empuñadura en la mano. Cuando el general lo vio, al momento se puso a insultarlo por no tener espada y lo llamó cobarde; pero el soldado, mostrando la empuñadura, lo único que le quedaba de su espada, procuraba calmar al gran doméstico.

Otro, un macedonio de nombre Pedro y de apellido Tornicio, cayó en medio de los enemigos y mató a muchos de ellos. La falange de Basilacio seguía ignorando los acontecimientos, pues, como el combate se había entablado en la oscuridad, nadie era capaz de ver lo que estaba ocurriendo. Comneno se arrojó contra la sección de la falange que aún no se había dispersado, hiriendo a los que se le enfrentaban. Luego se volvió hacia sus soldados y de nuevo se afanaba para que destruyeran lo que aún resistía de la falange de Basilacio, mientras mandaba emisarios a los de retaguardia y les ordenaba no vacilar y que lo siguieran rápidamente hasta darle alcance.

En esto, un celta de la guardia del doméstico, por contarlo brevemente, valeroso soldado y lleno del espíritu de Ares, al ver que mi padre acababa de salir de entre los enemigos, con la espada desnuda, exhalando una cálida transpiración de sangre y, considerándolo uno de los enemigos, cayó a peso sobre él; lo acometió con la lanza sobre el pecho y pronto hubiera desplazado al general de la silla, si no es porque él mismo, simultáneamente, se afirmó en la silla y llamó al celta por su nombre, amenazándolo con cortarle enseguida la cabeza con su espada, él siguió contándose entre los vivos gracias a que se excusó alegando el desconocimiento de su identidad y la confusión provocada por la noche y el combate.

IX. Alejo derrota a Basilacio y es nombrado sebasto por el emperador,

Esos fueron los hechos que realizó de noche el doméstico de las escolas en colaboración con unos pocos. Cuando acababa de sonreír el día y el sol sobrepasaba el horizonte, los jefes de las falanges de Basilacio se afanaron con todas sus fuerzas en reagrupar a los que se habían dedicado al pillaje y habían abandonado la batalla. El gran doméstico, por su parte, había recompuesto su ejército y se lanzaba de nuevo contra Basilacio Los hombres del doméstico vieron entonces de lejos a algunos soldados de Basilacio y tras una impetuosa ofensiva, retomaron junto a su jefe trayendo consigo algunos prisioneros.

Manuel, el hermano de Basilacio, animaba al ejército desde una colina gritando estentóreamente iza siguientes palabras: “Hoy es el día de la victoria de Basilacio.” Un hombre llamado Basilio y de apellido Curtido, gran amigo del famoso Nicéforo Brienio, cuyas peripecias ha contado nuestra historia y como éste también incontenible cuando de la guerra se trataba, avanzó a la carrera y dejó las filas de Comneno en dirección a la colina. Manuel Basilacio, a su vez, sacó la espada de la vaina y, sueltas todas las riendas, se lanzó impetuosamente contra él. Curtido le asestó un golpe en el yelmo no con la espada, sino sacudiendo la maza que colgaba de su silla de montar y el adversario al instante cayó derribado del caballo; luego, arrastrándolo prisionero, se lo llevó a mi padre como botín. Entre tanto, los reatos del ejército de Basilacio, al ver que Comneno aparecía con sus propias tropas, se dieron a la fuga tras una corta resistencia. Basilacio huía delante y Alejo Comneno lo perseguía.

Cuando alcanzaron Tesalónica, los tesalonicenses no vacilaron en acoger a Basilacio y abrieron enseguida las puertas al general. Pero tampoco a pesar de esta contrariedad desistió mi padre de su propósito, ni se desprendió de la coraza, ni se despojó del yelmo, ni quitó el escudo de sus hombros, ni arrojó la espada; por el contrario, tan pronto como hubo acampado, amenazó sin miramientos a la ciudad con someterla al asedio y al pillaje. Como quería salvar al hombre, le propuso la paz a Basilacio por mediación de su acompañante Yoanicio (hombre de reconocida virtud) con unas condiciones que ofrecían a Basilacio la seguridad de no sufrir ninguna represalia a cambio de su entrega y la de Tesalónica. A pesar de la desconfianza de Basilacio, los tesalonicenses decidieron dejar el paso franco a Comneno por temor a que tomara la ciudad y a tener que soportar terri­bles calamidades.

Sin embargo, Basilacio, cuando se enteró de lo que estaba haciendo la población, se trasladó a la acrópolis, a la que ascendió desde la ciudad, Y ni aún en estas circunstancias renunciaba al combate y a las batallas, por más que el doméstico le asegurara que no le sucedería nada irremediable. Antes al contrario, Basilacio solía comportarse como un hombre íntegro en los momentos críticos y apurados. No consintió en empañar su valor y gallardía, hasta que ocu­pantes y defensores de la acrópolis, tras expulsarlo de co­mún acuerdo, lo entregaran a su pesar y por la fuerza al gran doméstico.

Cuando Alejo hubo Informado al emperador de la captura de Basilacio, permaneció un poco de tiempo en Tesalónica y restableció la situación en la ciudad para emprender finalmente el regreso brillantemente coronado. Pero unos enviados del emperador llegaron a mi padre entre Filipos y Anfípolis y, tras ponerle en la mano las órdenes dictadas por el emperador sobre aquel hombre, se hicieron cargo de Basilacio, lo condujeron a un lugar llamado Clempina y cerca de la fuente que hay allí lo privaron de la vista; desde el momento en que se produjo este hecho y hasta hoy la fuente se llama fuente de Basilacio.

Éste fue para el gran Alejo, como si hiera un Heracles, el tercer trabajo previo a su ascenso al trono. No falta riamos a la verdad si identificáramos a Basilacio con el jabalí de Erimanto y a mi padre Alejo con un valerosísimo Heracles vivo entre nosotros. Queden, pues, ahí los éxitos y las hazañas de Alejo Comneno, por todos los cuales recibió como recompensa del soberano la dignidad de sebasto con una proclamación pública de este cargo ante el senado.

X. Comienzo del peligro normando. Descripción de Roberto Guiscardo

Según creo, Igual que hay cuerpos que padecen enfermedades por causas externas e Igual que en algunos otros las causas de las enfermedades se generan en su mismo interior, y de acuerdo con uno u otro motivo acusamos con frecuencia a las irregularidades del clima o a algunas cualidades de los alimentos los orígenes de las fiebres y, en otras ocasiones, achacamos la enfermedad a la descomposición de los humores, del mismo modo el débil organismo de los romanos en aquella ocasión generó, como una mortal enfermedad, o bien a esos mencionados hombres, es decir los Urselios, Bellacos y cuantos componen la masa humana ansiosa de poder, o bien los vaivenes de la fortuna nos trajeron del exterior a unos déspotas, como si fueran un mal irremediable y una enfermedad incurable, es decir el famoso Roberto, conocido por sus tiránicas intenciones, hombre jactancioso al que generaron las tierras de Normandía y que parió y crió una perversidad sin límites.

El imperio de los romanos se atrajo una enemistad de tal importancia por el pretexto que le habían dado para sus guerras contra nosotros un compromiso matrimonial concertado con los bárbaros y no ajustado a nuestros intereses, y, en especial, la negligencia del entonces reinante Miguel, perteneciente al linaje de los Ducas. Y si acuso a algunos de mis parientes consanguíneos (en efecto, la familia de mi madre procede de los Ducas), que nadie se enoje; he decidido escribir la verdad de todos los acontecimientos y en lo que a ese hombre respecta no hago más que reflejar los reproches que todos le han hecho. Dicho soberano, Miguel Ducas, comprometió a la hija de ese bárbaro con su propio hijo Constantino y este hecho fue el que provocó los ulteriores conflictos. Sobre Constantino, hijo de este emperador, sobre su compromiso matrimonial y, en suma, sobre el matrimonio con la bárbara y, lógicamente, sobre qué grado de belleza, qué estatura tenía este hombre, qué carácter y de qué clase, hablaremos en su momento, cuando deba lamentar las desgracias que sufrí, es decir, tan pronto como esté conclui­da la exposición de los hechos relacionados con este matrimonio y con la destrucción total del poderío de los bárbaros, seguida de la consiguiente ruina de los tiranos normandos, que fueron víctimas de una irracionalidad que los alentaba a ir contra el Imperio de los romanos.

Sin embargo, antes debo volver atrás en la historia y detallar la peripecia vital de Roberto, esto es, aclarar su linaje, su categoría social, el poder y el rango a que lo elevó el curso de los acontecimientos, o por expresarme mejor y de forma piadosa, el puesto hasta el que lo dejó avanzar la providencia, consintiendo sus malas artes y tretas.

Roberto era de origen normando y de irrelevante cuna; tenía pensamientos propios de un tirano, un temperamento astuto y una fuerza considerable; era muy hábil para obtener la riqueza y el rango de las personas importantes y el más irrefrenable a la hora de actuar por su implacable persecución de los objetivos que se marcaba. En lo relativo a su talla, su cuerpo era tan alto que superaba a los hombres de mayor altura, su tez era rubicunda, su cabellera rubia, tenía anchas espaldas, sus ojos eran…   pero no sólo destellaba el fuego desde ellos. Donde la naturaleza exigía anchura era proporcionado y donde exigía estrechez, se conservaba la misma tendencia a la armonía, tal como he oído a muchos decir en numerosas ocasiones. En cuanto a su voz, Homero dijo lo mismo respecto a Aquiles; una vez que él había ter­minado de hablar, los que oían se quedaban con la impresión de un tumulto producido por mucha gente y su grito, según dicen, puso en fuga a millares de hombres. Gracias a estas cualidades, tanto físicas como psicológicas, con que la fortuna lo había dotado, era indomable, como es lógico, y no aceptaba ningún tipo de subordinación a nadie; pues estas son las características que adornan a las personalidades fuertes, aunque sean de baja extracción social.

XI. Inicios de las fechorías de Roberto Guiscardo. La traición que cometió con son suegro Guillermo Mascabeles.

Como tenía esa forma de ser y no soportaba que nadie lo manda, partió de Normandía con algunos caballeros (cinco eran los caballeros y treinta todos los infantes), salió de su patria y se dedicó a merodear por las colinas, las cuevas y los montes de Lombardía (sureste de Italia) al mando de una partida de bandidos, con los que asaltaba a los viandantes y tan pronto capturaba caballos, como otro botín o armas. El prólogo de su vida estuvo teñido de derramamientos de sangre y de numerosos asesinatos.

Mientras consumía el tiempo por los andurriales de Lombardía, reparó en él Guillermo Mascabeles, que era en aquella época señor de la mayor parte de los territorios colindantes con Lombardía y de donde recaudaba anualmente grandes impuestos, con los que podía ejercer su autoridad sobre abundantes fuerzas militares; era, en suma, un ilustre caudillo. Como se daba cuenta del tipo de persona que era Roberto en ambos aspectos, es decir, su carácter y su físico, se fue aproximando irreflexivamente a este hombre y acabó por comprometerlo con una de sus hijas. Al po­co tiempo de haberse celebrado el matrimonio y a pesar de la admiración que Guillermo sentía por su temperamento y su experiencia de los asuntos militares, fracasó sin remisión en los planes que había concebido.

En efecto. Guillermo le había regalado como dote una ciudad y lo había honrado con otras muestras de amistad. Pero Roberto, que abrigaba Intenciones hostiles para con él, planeó una rebelión contra su suegro; primero estuvo fingiendo su buena disposición, mientras aumentaba sus fuerzas hasta triplicar el número de sus caballeros y procurarse el doble de Infantes de los que tenía antes. Tan pronto como hubo llegado a este nivel de poder, empezó a agotarse la fuente de la que manaban sus buenas disposiciones e iba desenmascarando paulatinamente su perversidad.

No dejaba de dar y recibir motivos de escándalo y de tener continuamente actitudes de las que suelen surgir luchas y guerras. Como el citado Guillermo Mascabeles lo superaba holgadamente en riqueza y poder, Roberto rechazó la idea de hacerle frente en una batalla cara a cara y tra­mó un malévolo plan. Simuló buena voluntad, figuró arrepentimiento y planeó un ingenioso y pérfido engaño en con­tra de su suegro que consistís en adueñarse de sus ciudades y convertirse en señor de todas las posesiones de Mascabeles,

Primeramente, pidió la paz y envió una embajada para concertar una reunión de ambos frente a frente; Gui­llermo acogió favorablemente las propuestas de paz por el extraordinario amor que sentía hacia su hija y concertó el encuentro para una fecha próxima. Roberto, a su vez, le señaló el lugar donde convendría reunirse para dialogar y ponerse de acuerdo en los puntos concretos del tratado. Era un sitio donde había dos colinas que sobresalían con pareja albura sobre una llanura y que estaban opuestas diametralmente. La zona intermedia era pantanosa y se proyectaba en ella la sombra de diversos árboles y arbustos. En aquel mismo sitio emplazó Roberto a cuatro valerosos hombres armados y emboscados con la orden de que vigilaran atentamente; en todas direcciones y cuando vieran que él reñía con Guillermo, saltaran Inmediatamente sobre éste sin la más mínima pérdida de tiempo. Una vez, pues, concluidos los preparativos de la trampa, aquel malvadísimo Roberto abandonó una de las colinas, la que había Indicado a Mascabeles como apropiada para entablar las negociaciones, y se apropió en cierto modo de la otra; tomó consigo quince jinetes y unos cincuenta y seis infantes, ascendió a la colina, los organizó en esta posición, les comunicó todo su plan a los más destacados de los soldados y le ordenó a uno que llevara sus armas, es decir, su escudo, su yelmo y su espada, a fin de poder armarse con facilidad llegado el momento; finalmente reiteró a los cuatro emboscados la orden de que, cuando vieran que reñía con Mascabeles, corrieran rápidamente hacia él.

En el día señalado Guillermo llegó, con intención de ultimar su tratado con Roberto, a las proximidades de la elevación que previamente éste le había Indicado. Cuando Roberto vio que aquél se iba acercando, salió a su encuentro montado en su caballo y lo saludó abrazándolo muy calurosamente. Luego, ambos se situaron en una pendiente que estaba un poco por debajo de la cima de la colina y comenzaron a tratar lo que pensaban hacer. Aquel hábil Roberto Iba consumiendo el tiempo, entrelazando discurso tras discurso hasta que dijo a Guillermo:

“¿Por qué seguimos cansándonos montados a caballo? Desmontemos, sentémonos en el suelo y trataremos con mayor comodidad los asuntos que sea menester.”

Mascabeles secundó sus palabras. El ingenuo, desconociendo el engaño y la trampa a que era llevado, nada más ver a Roberto desmontar del caballo, también él descendió a tierra, clavó su codo en el suelo y continuó la conversación. Roberto reconoció su vasallaje a Mascabeles y su fidelidad, llamándolo señor y bienhechor. Algunos de los hombres de Mascabeles, tan pronto como vieron que aqué­llos desmontaban y que emprendían aparentemente otra charla, ataron las riendas alrededor de las ramas de los arbustos y se reclinaron en el suelo para refrescarse a la som­bra de caballos y árboles, fatigados por el calor y la falta de comida y bebida (era verano, la estación en que el sol suele arrojar sus rayos en vertical y el calor se convierte en insoportable) y otros se marcharon a casa.

Así estaban los hombres de Mascabeles; a su vez, el siempre hábil Roberto, que tenía prevista esta reacción, se precipitó de repente sobre Mascabeles, abandonó la mirada que hasta entonces había mantenido, la cambió por otra llena de furor y le puso encima a Mascabeles su mano asesina. Se produjo entonces una refriega: tan pronto atacaba Roberto, como era atacado, o arrastraba y era arrastrado; al final ambos cayeron rodando pendiente abajo. Cuando los cuatro hombres emboscados los vieron, salieron del pantano y cayeron a la carrera sobre Guillermo; una vez lo tuvieron bien atado, corrieron al encuentro de los caballeros de Roberto situados en la otra elevación, si bien ellos ya venían cabalgando en su dirección por la pendiente, seguidos a distancia por hombres de Guillermo. Roberto subió al caballo, tomó yelmo, lanza, los aferró fuertemente y, cubriéndose con el escudo, se volvió y acometió con su la paz a uno de los hombres de Guillermo, que perdió la vida  al tiempo de recibir el lanzazo.

Tras repeler en el mismo Instante el ataque de los jinetes de su suegro y frustrar el auxilio que venían a prestarle (los restantes dieron enseguida la espalda, al ver que los jinetes de Roberto estaban por encima de sus cabezas y que estaban apoyados por la naturaleza del terreno), tas frustrar de esta manera Roberto el ataque de los caballeros de Mascabeles, éste fue conducido prisionero y encadenado a la fortaleza que Mascabeles le había dado a Roberto como regalo de boda en el momento de comprometerlo con su hija. En consecuencia, la plaza fuerte retuvo a su propio señor como cautivo, por lo que fue llamada Prisión, como es lógico, a partir de aquel momento. Pero nada es peor que relatar la crueldad de Roberto, porque, una vez convertido en dueño absoluto de Mascabeles, se dedicó primero a arrancarle todos los dientes y a pedir por cada uno de ellos una importante cantidad de monedas, al tiempo que se informaba de dónde estaban depositadas. Como no cesó de desdentarlo hasta que se hubo apropiado de todo su dinero, las riquezas y los dientes abandonaron simultáneamente a Mascabeles; luego, fijó su mirada en los ojos de Guillermo y lo privó de la vista, porque le envidiaba hasta la mirada.

XII. Roberto concibe el plan de apoderarse del imperio y engaña a su gente para que lo secunden.

Una vez convertido en dueño de todas las posesiones de su suegro, a partir de este instante empezó a medrar día a día y, por su natural inclinación a acumular mayor poder, iba sumando a las ciudades que ya poseía otras nuevas ciudades y a sus riquezas otras riquezas. En breve ascendió a la dignidad de duque y se denominaba duque de Lombardía. Como consecuencia, a partir de ese momento todos se excitaban de envidia en contra de él. Pero Roberto, que era un hombre inteligente, acabó por asumir el control total sobre Lombardía y sobre las regiones colindantes, bien sirviéndose de la adulación con sus adversarios, bien aplacando con regalos los tumultos del pueblo, o reprimiendo con su ingenio la envidia de los notables contra él y, en alguna ocasión, apelando a las armas

Roberto, que siempre aspiraba a tener mayor poder y que estaba proyectando sus pensamientos sobre el imperio de los romanos, con el pretexto de su parentesco con el emperador Miguel, como dije, se lanzó a la guerra contra los romanos. Habíamos dicho antes que el soberano Miguel, no sé cómo, prometió a su hijo Constantino con la hija de ese tirano (Helena se llamaba).

Me emociono y se me turban el alma y los pensamientos, cada vez que me acuerdo de este joven; pero dejo pendiente la narración de los hechos relacionados con él hasta que llegue el momento oportuno. Solamente no me resisto a decir lo que sigue, aunque esté fuera de lugar: aquel muchacho era un prodigio de la naturaleza y un regalo de las manos de Dios, por así decir. En efecto, sólo con mirarlo se hubiera llegado a la conclusión de que era una pervivencia de la poetizada edad de oro de los griegos tan arrebatadora belleza tenía. Cuando recuerdo a este joven después de tantos años, yo me cubro de lágrimas; pero contengo mi llanto y lo administro pensando en ocasiones más adecuadas y para no confundir la historia mezclando los elogios dedicados a los míos con los relatos históricos.

Este joven, de quien hemos hablado aquí y en otras partes, era mayor que nosotros en edad y antes de que nosotros viéramos la luz del sol, se convirtió en prometido puro e inmaculado de Helena, la hija de Roberto; la promesa de matrimonio quedó por escrito, a pesar de lo cual no llegó a cumplirse y quedó sólo en promesa, ya que este mu chacho era aún impúber por la edad que tenía. Dicha promesa fue rota en el momento en que el emperador Nicéforo Botaniates accedió al Imperio. Pero me he desviado del curso de mi narración; volveré de nuevo al punto en que me desvié,

En suma, el famoso Roberto, que había pasado de tener un origen muy oscuro a ser hombre de ilustre linaje y que había acumulado un inmenso poder en su persona, conjuraba para convertirse en monarca de los romanos. Se inventó, en consecuencia, una serle de pretextos creíbles para su odio y sus guerras contra los romanos. De estos hechos se da una doble Interpretación,

Una, que corría de boca en boca hasta que llegó a nuestros oídos, decía que un monje llamado Héctor, haciéndose pasar por el emperador Miguel, desertó al bando de Roberto, y en calidad de consuegro se lamentaba de sus personales desgracias. El citado Miguel había recogido el cetro de los romanos tras el reinado de Diógenes y, después de estar al mando del Imperio durante un breve tiempo, fue derrocado por Botaniates, que se había rebelado contra él; entró, entonces, en la vida monástica para posteriormente vestir el hábito episcopal, la tiara y, si se quiere, incluso la epómide, Este fue el consejo que le dio el césar Juan, su tío por parte de padre, que conocía el carácter voluble del que entonces gobernaba y temía que Miguel sufriese algún daño.

El mencionado monje Héctor, al que llamaríamos mejor el actor más atrevido de todos los tiempos, fingió ser Miguel. Acudió al lado de Roberto como consuegro y lo puso al corriente de los hechos relacionados con la Injusticia que se había cometido contra él, es decir su derrocamiento del trono imperial y el infortunio que lo tenía reducido al estado que presentaba. Por todos estos agravios invocaba al bárbaro en su defensa; y añadió que había dejado sin recursos y sin prometido alguno a la hermosa y joven doncella Helena, mientras decía enojado que la emperatriz María y su hijo Constantino habían sido arrastrados al partido de Botaniates contra su voluntad y obligados por el despotismo de éste. Con estas palabras iba excitando la cólera del bárbaro e iba ofreciéndole las armas que precisaba para la guerra contra los romanos. Cuando semejante relato llegó a mis oídos, no me asombré de que algunos personajes de muy oscuro linaje se fingieran seres ilustres y de noble origen.

Tengo presente, sin embargo, otra Interpretación más creíble que proviene de otras fuentes; no hubo ningún monje que se fingiera el emperador Miguel, ni nada parecido que incitara a Roberto a combatir contra los romanos, sino que el bárbaro mismo, que era muy astuto, elaboró el citado plan sin dificultad. Esta versión continúa así: el mismo Roberto, según dicen, persona carente de cualquier tipo de escrúpulos, había estado gestando la idea de emprender la guerra contra los romanos y había estado preparándose desde mucho tiempo atrás para el combate, pero algunos de sus más señalados partidarios, incluida Gaita, su propia mujer, había puesto impedimentos a su plan porque pensaban que iba a encabezar una guerra injusta y que estaba haciendo preparativos bélicos contra cristianos; por ello debían retenerlo con frecuencia en el momento en que estaba a punto de intentar semejante empresa. Roberto, a su vez, con el deseo de dar un fundamento convincente a la excusa de la guerra, envió unos hombres a Cotrone que estaban al corriente de sus secretos proyectos y que tenían órdenes de acoger, confraternizar y conducir a su presencia al primer monje que vieran con intención de cubrir la travesía hacia Italia, para ir en peregrinación al templo de los dos principales apóstoles y patronos de Roma y que por su aspecto no pareciera excesivamente vulgar. Tan pronto como encontraron al citado Héctor, hombre taimado y de iniguala­ble perversidad, le indicaron por carta a Roberto, que estaba en Salerno, lo que sigue:

“Tu deudo Miguel, el que ha sido despojado del poder imperial, ha llegado para solicitar tu auxilio.”

En efecto, Roberto les había ordenado que redactaran en esos términos la carta que iba a ser dirigida a él.

Nada más tenerla en sus manos, se la leyó inmediatamente a su esposa; luego convocó a todos los condes y también les enseñó la carta a fin de verse libre de obstáculos provenientes de ellos con el pretexto de haber asumido sin dilación una causa justa. Muy pronto todos se mostraron de acuerdo con la decisión de Roberto y de este modo se presentó ante el monje y concluyó un convenio. Roberto or­ganizó entonces una auténtica obra de teatro con todos estos elementos y montó una puesta en escena; fingió que aquel monje era el emperador Miguel, que éste había sido despojado del trono, privado de su mujer, de su hijo y de todos los demás bienes por el tirano de Botaniates y que, injustamente y contra toda razón justa, lo habían obligado a vestir el hábito monástico en lugar de las bandas y la diadema. Finalmente, añadió: “Ahora ha llegado suplicante a nuestra presencia.”

Roberto se expresaba así públicamente, mientras tomaba medidas para restituirlo en el imperio debido a su parentesco y mientras hacía diariamente a aquel monje objeto de honores, como si se tratase en realidad del emperador, concediéndole la presidencia en los actos públicos, los asientos de mayor altura y extraordinarias muestras de respeto; y estructurando sus intervenciones públicas de diversas maneras, tan pronto buscaba la compasión por los sufrimientos de su hija, como deseaba ahorrarle a su consuegro el recuerdo del daño que había sufrido o alentaba y excitaba a los bárbaros que lo rodeaban para la guerra con astutas promesas de montañas de oro que, les anunciaba, obtendrían del imperio de los romanos.

En fin, gracias a que atrajo su atención, logró al­zar en armas tanto a los más ricos como a los más pobres de Lombardía y, aprovechando su caudillaje, se apoderó de Salerno, la capital de Melfi, desde la que, tras ultimar las bodas de sus otras hijas, planeó la guerra magníficamente. Respecto a sus hijas, tenía dos aún con él, pues la tercera residía Infeliz en la emperatriz de las ciudades desde el mismo momento del matrimonio. Pues sucedió que Constantino, dada su condición de impúber, escapó desde el principio de estas nupcias como los niños pequeños escapan de los fantasmas. De las otras dos hijas, a una la prometió a Raimundo, hijo del conde de Barcelona y a otra la casó con Eubulo, también un conde muy ilustre. Ni siquiera estos compromisos los planeaba Roberto sin sacarles provecho y por todos los medios ganaba e incrementaba su poderío, ya fuera por el linaje, por la prepotencia, por el parentesco, o por otros medios de diversa índole que nadie podría siquiera imaginar.

XIII. Enfrentamiento entre el papa y el rey de Alemania y el papel desempeñado por Roberto en este conflicto.

Entre tanto se produjo también el siguiente suceso digno de relatarse, porque se refiere a algo que incrementaba su buena suerte. Efectivamente, el hecho de que todos los caudillos de occidente reprimieran cualquier tipo de actitud contraria a él podemos incluirlo entre las causas que provocaron la gran prosperidad de los intereses del bárbaro, ya que además la suerte era su colaboradora, lo elevaba al poder y le facilitaba toda clase de ayuda. Consecuentemente, el papa de Roma (que ejerce un cargo noble y reforzado por ejércitos de toda índole), a causa de algunos conflictos que le habían surgido con Enrique, el rey de Alemania, quería atraerse a Roberto mediante una alianza por la celebridad que había logrado y la aspiración que sentía de po­seer grandes dominios.

La disputa entre el rey y el papa consistía aproximadamente en lo siguiente. Éste acusaba al rey Enrique de no cederle gratuitamente el control de las iglesias, de querer vendérselas a cambio de dinero y también de conferir en cierto modo la dignidad de obispo a hombres indignos. Estas eran las reclamaciones que le hacía el papa y por las que lo perseguía. El rey de Alemania, por su parte, acusaba al papa de usurpación, ya que había arrebatado el trono apostólico sin su consentimiento. Igualmente, adoptaba una actitud desvergonzada con el papa amenazándolo muy osadamente con expulsarlo de su sede y humillarlo si no la abandonaba de buen grado

Cuando el papa se hubo enterado de estas exigencias, no tardó en enfurecerse contra los embajadores, a quienes primero torturó y luego les peló a rape la cabeza con unas tijeras y les rasuró las barbas con una navaja de afeitar; finalmente, les permitió marcharse tras realizar con ellos una última e insólita prueba de su iniquidad, que superaba incluso a las vejaciones de las que suelen hacer gala los bárbaros. Yo detallaría también este ultraje, si no me retuviera el pudor propio de una mujer y de una princesa imperial, porque el acto que llevó a cabo no sólo era indigno de un pontífice, sino incluso de cualquier persona que se hiciera llamar cristiano. Quedé horrorizada cuando me enteré de cómo pensaba este bárbaro, más que por la propia importancia del hecho en sí y por ello, si hubiera descrito en detalle aquel acto, habría mancillado mis instrumentos de escritura. Baste como muestra del ultraje que les infligió el bárbaro y de que el tiempo en su curso engendra toda clase de caracteres humanos dispuestos a atreverse con la maldad más absoluta, el que ni siquiera nosotros soportemos desvelar o narrar el más mínimo detalle de lo que se realizó.

¿Y éstos son los actos de un pontífice, oh justicia, éstos son los actos del primer pontífice, éstos son los actos de la que es primera sede de toda el mundo, según afirman y piensan los latinos, pues se jactan de ello? Cuando se trasladaron de Roma a Constantinopla, a nuestra tierra y a nuestra ciudad imperial, el cetro, el senado y, al mismo tiempo, la administración estatal, se transformó también la jerarquía de las sedes episcopales. Los emperadores que reinaron anteriormente concedieron la primacía a la sede de Constantinopla y, principalmente, el sínodo de Calcedonia en pleno, que, al elevar el trono de Constantinopla a la primerísima dignidad, le subordinó todas las diócesis del mundo.

No hay duda, pues, de que el ultraje iba dirigido no tanto contra los embajadores, como contra el que los había enviado y por ello, además de castigarlos, el papa en persona descubrió una especie de nuevo ultraje que empleó contra ellos. En efecto, con sus actos comunicó, según creo, de forma simbólica al rey que las exigencias planteadas le importaban un comino, igual que si un semidiós pretendiera dialogar con un mulo a través de los embajadores que fue­ron víctimas de la citada vejación.

Tan pronto como el papa hubo concluido con estos actos, como dije, y hubo remitido al rey sus embajadores reducidos a ese lamentable estado, le declaró una violentísima guerra. Para evitar que el rey llegara a ser imbatible por su unión con Roberto, se adelantó a proclamar sus pacíficas intenciones a Roberto, cuando ni siquiera previamente poseía lazos de amistad con él. Al enterarse de la llegada del duque Roberto a Salerno, el papa partió de Roma y se presentó en Benevento. Tras unas conversaciones a través de embajadores, concertaron un encuentro personal. De este modo después de que uno saliera de Benevento con su guardia y otro de Salerno con un ejército, tan pronto como las tropas de ambos se hubieron divisado a una prudente distancia, cada uno de ellos se destacó de sus filas, se encontraron en un mismo sitio, se intercambiaron mutuos juramentos de lealtad y se volvieron. El juramento establecía que él papa debía conferir a Roberto la dignidad de rey y firmar con él una alianza en el momento oportuno contra los romanos; el duque, a su vez, juró al papa, que lo apoyaría en lo que deseara. Sin embargo, estos juramentos nunca se hicieron realidad. El papa estaba muy enojado contra el rey y el enfrentamiento contra éste le corría mucha prisa; y el duque Roberto, por su parte, tenía su mirada puesta sobre el imperio de los romanos, contra el que rechinaba los dientes como un jabalí salvaje y desfogaba en cólera; por tanto, los juramentos se quedaron se quedaron solo en palabras. Estos bárbaros no bien habían terminado de jurar el cumplimiento de sus mutuos acuerdos, cundo ya los tenían revocados.

El duque Roberto, volviendo riendas, se dirigió a Salerno y ese despreciable papa (no sé de qué otro modo llamarlo ante el recuerdo de aquel inhumano ultraje a los embajadores) marchó a la guerra, una guerra civil, asistido por la gracia espiritual y la paz evangélica, con todo convencimiento y con todas sus fuerzas, el muy déspota, el pacífico y el discípulo del pacífico. El papa pronto despaché embajadores a los sajones y a Landulfo y Velco, caudillos de los sajones, con promesas de muchos y diversos beneficios y con el anuncio de que los haría reyes de todo el occidente; con dichas ofertas se atrajo a estos hombres a su partido. Tan pronta tenía él su diestra para nombrar reyes, haciendo oídos sordos, según parece, a San Pablo, cuando decía: “No impongas a nadie las manos con ligereza”, ceñía la diadema al duque de Lombardía y coronaba a aquellos sajones.

Cuando ambos, Enrique, el rey de Alemania, y el papa coincidieron en el campo de batalla con sus fuerzas y las tuvieron alineadas unas frente a otras, la trompeta dio la señal convenida y la batalla provocó en cada uno de los dos bandos un violento y continuo alboroto. Tan valientemente se portaban ambas facciones y encajaban las heridas de lanzas y la nube de dardos, que en breve toda la extensa llanura quedó encharcada con la sangre de la matanza hasta el punto de que los supervivientes debían luchar nadando en una masa de sangre mezclada con polvo. Incluso en ocasiones, al pisar los cuerpos de los muertos, algunos caían y se ahogaban en loa ríos de sangre. Porque si es verdad, como dicen, que cayeron más de treinta mil hombres en aquella batalla, qué grandes torrentes de sangre debieron de fluir, qué gran extensión de tierra debió de mancharse con el polvo y la sangre.

Ambas partes estuvieron manteniendo las cabezas igualmente altas en el combate, por decirlo de alguna manera, hasta que la muerte de Landulfo, el caudillo de los sajones, decidió el final de la contienda. Tan pronto como éste recibió una herida mortal y dejó de vivir, cedió la falange del papa y ofreció la espalda a los enemigos en una huida no exenta de sangre ni de heridas. Lo siguió Enrique excitando y animando a la persecución desde el mismo instante en que se enteró de que Landulfo había caído por obra de una mano enemiga. Sin embargo, acabó por detener su carrera y ordenar que su ejército descansara; cuando volvió a armarse ya descansado, se apresuró en dirección a Roma con intención de asediarla.

Recordó entonces el papa los tratados y juramentos con Roberto y le mandó una embajada para solicitar su ayuda. Y he aquí que, simultáneamente, también Enrique buscó su apoyo con el envío de emisarios en el momento de marchar sobre la vieja Roma. A Roberto, sin embargo, le parecieron ambos igualmente idiotas al requerir un pacto de tal índole; entonces respondió al rey de palabra, sin ningún escrito y al papa le redactó una carta. La carta decía, más o menos, así; “Carta para el gran pontífice y señor mío, de Roberto, duque por la gracia de Dios. Aunque conozco de oídas la ofensiva que unos enemigos han realizado contra ti, no he dado ningún crédito a ese rumor, porque sé que nadie se atrevería a levantarte la mano. ¿Quién, a no ser que estuviera loco, intentaría algo contra tan magnífico padre? Por otra parte te comunico que yo me estoy armando para una muy dura campaña contra un pueblo dificilísimo de batir; loa romanos, que han llenado toda la tierra y el mar con sus triunfos. Sin embargo, soy deudo, desde el fondo de mi alma, de mi lealtad hacia ti, que te brindaré cuando la ocasión lo requiera.” De este modo despachó a los embajadores de los gobernantes que solicitaban su auxilio, a unos lo hizo con esta carta, a otros con una despedida repleta de buenas palabras.

XIV. Roberto se apresta a cruzar en dirección a Aulón. Actuaciones previas de su hijo Bohemundo en el Ilírico.

Pero no omitamos las acciones que realizó él en Longibardia (Lombardía)  hasta su llegada a Aulón acompañado del ejército. Porque era además una persona de carácter tiránico y muy cruel, fue en aquellos momentos cuando imitó la locura que arrebató a Herodes. Efectivamente, no satisfecho con los hombres ya alistados desde antes y veteranos en las batallas, consiguió poner en armas un ejército de nuevos reclutas sin reparo ninguno respecto a su edad; antes al contrario, se atrajo a su bando al que se pasaba por su edad y al que no la alcanzaba, y los reunió de todas las procedencias de Longobardia y Apulia. Era penoso ver a niños, jóvenes y pobres ancianos, que ni siquiera en sueños habían visto un arma, cubiertos entonces por una coraza, aferrando un es­cudo, tensando un arco del modo más torpe e incorrecto y cayéndose de boca cuando había que caminar.

Precisamente esta actitud era origen de incesantes alborotos en la región de Longobardia y por todas partes se elevaban lamentos de hombres y gemidos de mujeres que participaban también en las desgracias familiares. De éstas, una se lamentaba por su marido que pasaba la edad militar, otra por su hijo que ignoraba los entresijos de la guerra y otra por su hermano que era labrador o que se había ocupado en otras tareas menos en la milicia. Esta actitud, como dije, era totalmente característica de una locura como la de Herodes, o incluso mayor que la de Herodes. Pues éste sólo hizo víctimas de su cólera a los recién nacidos y aquél también tomó como víctimas a niños y mayores. No obstante, a pesar de tener tan poca práctica, diariamente, por así decir, loe entrenaba y obligaba a los nuevos reclutas a que ejercitasen sus cuerpos.

Esto le sucedía a Roberto en Salerno, antes de llegar a Hidrunte. Hacia allí envió por delante un ejército bastante numeroso para que esperase su venida que se produciría cuando estuvieran ultimadas las cuestiones referentes a la región de Lombardía y hubiera ofrecido a los embajadores las respuestas apropiadas. A todo lo que le había comunicado al papa, le añadió, no obstante, que había ordenado a su hijo Roger, nombrado gobernador de toda la Apulia, y a Boritilas, su hermano, que cuando el trono de Roma los requiriese para auxiliarlo contra el rey Enrique, acudieran rápidamente a su presencia y le prestaran el apoyo de su poderosa alianza,

A Bohemundo, el más joven de sus hijos y parecido a su padre en audacia, fuerza, valentía y temperamento incontenible (era una copia perfecta del padre y poseía la viva impronta del carácter de éste) lo destacó con un potentísimo ejército para que asolara dentro de nuestro territorio los lugares que rodean a Aulón. Él, tras caer enseguida amenazadoramente y con el incontenible ímpetu de un relámpago sobre Canina, Jericó y Aulón, se apoderó de todas estas localidades, siguiendo siempre la táctica de tomar los alrededores de su próximo objetivo e incendiarlos mientras combatía en el anterior. Realmente provocaba con esta actitud tanto una humareda muy penetrante que auguraba un próximo incendio, como un anuncio de asedio que auguraba el auténtico gran asedio. Se podría identificar a estos dos bárbaros, padre e hijo, con las langostas y con las larvas, porque aquello que le sobraba a Roberto, su hijo Bohemundo lo agarraba y se lo comía. Pero no hagamos pasar todavía a Roberto en dirección a Aulón y examinemos lo que hizo por tierras de la costa Italiana.

XV. Raúl, un embajador enviado por Roberto a Constantinopla, regresa y desbarata el pretexto de la guerra

Tras abandonar Salerno llegó a Hidrunte; después de permanecer en este lugar unos pocos días y recibir a Gaita, su mujer (efectivamente, ella acompañó a su marido en la campaña; ésta era algo terrible cuando aparecía recubierta con las armas). Tan pronto como la hubo abrazado a su llegada, salló nuevamente de allí con todo su ejército y llegó a Brindisi, que es el mejor puerto de toda Apulia. Una vez allí, esperó impaciente que se reunieran en este punto el ejército y todos los navíos, tanto los mercantes, como los largos y los de guerra; parecía, en efecto, que iba a emprender desde allí la travesía hacia nuestro territorio.

Mientras estaba en Salerno, envió un embajador que escogió entre hombres más destacados, de nombre Raúl, al emperador Botaniates, que ahora estaba al frente del Imperio tras derrocar al soberano Ducas, y esperó con impaciencia sus respuestas, pues le había dirigido una serie de acusaciones, en apariencia razonables, que lo habían forzado a emprender la presente guerra; éstas consistían en que, como hemos dicho anteriormente, había separado a su hija, que estaba prometida al emperador Constantino, de su novio, a quien le había arrebatado el imperio; y que él se movilizaba en defensa de éste por culpa de los ultrajes que le había infligido al joven. También había enviado algunos regalos y una carta al que entonces tenía el cargo de gran doméstico y exarca de los ejércitos de occidente (esto es, a mi padre Alejo) con la promesa de su amistad. Así, esperando con impaciencia las respuestas a sus mensajes, permanecía en Bríndisi.

Cuando aún no estaban congregadas todas las tropas y la mayoría de las naves no habían sido botadas, regresó Raúl de Bizancio, Como no traía ninguna respuesta a sus denuncias reavivó la cólera del bárbaro, tanto más cuanto que alegaba los siguientes argumentos en su discurso para hacerlo desistir de la guerra contra los romanos: primero, que el monje que los seguía era un impostor, un comediante, que estaba suplantando al soberano Miguel y que sus pretensiones eran pura ficción. Raúl afirmaba, en efecto, que había visto a Miguel después de derrocado en la ciudad imperial vestido con un mísero manto gris y viviendo en un monasterio, ya que se había tomado la molestia de ir a ver con sus propios ojos al emperador destronado. Luego, añadió también la noticia que había llegado a sus oídos durante el camino de vuelta: que mi padre, tras apoderarse del imperio, como más adelante contaré, arrojó a Botaniates del palacio Imperial e hizo llamar a Constantino, el hijo de Ducas, el más Ilustre de los hombres que habitan bajo el sol, para asociarlo al trono Imperial.

Al enterarse Raúl de estos acontecimientos por el camino, añadía este hecho como un persuasivo argumento a fin de desbaratar los preparativos para la guerra. “¿Pues qué rasión justa nos amparará” dijo “en nuestra lucha contra Alejo, si fue Botaniates el que dio base a la injusticia y privó del cetro de los romanos a tu hija Helena?. Los actos que unos han realizado en perjuicio nuestro no pueden ser el origen de una guerra según derecho contra otros que en nada nos han ofendido. Dado que la guerra no tiene una causa justa, todo lo que estamos haciendo carece de sentido, la construcción de naves, la acumulación de armas y hombres y, en suma, todos los preparativos militares.”

Cuando Raúl terminó su intervención, Roberto estalló en cólera y pretendió echarle mano enloquecido. Por otro lado, el falso emperador Miguel, que fingía ser un Ducas y al que también hemos llamado Héctor, estaba enfadado y lleno de irritación sin poder contener su ira, ya que había quedado claramente probado el hecho de que no era el famoso emperador Ducas, sino un fingido pseudo-emperador. Como aquel tirano estaba además molesto con Raúl porque su hermano Roger se había pasado voluntariamente al bando de los romanos y les había revelado todos los planes de la guerra que se preparaba, quiso castigar de alguna manera a Raúl amenazándolo con una muerte instantánea. Pero él, sin esperar ni un instante para huir, escapó junto a Bohemundo, en el que halló una especie de refugio gracias a que estaba cerca.

Héctor entonaba trágicamente la letanía de sus sangrientas amenazas contra el hermano de Raúl, que había desertado al bando de los romanos, y mientras profería grandes gritos, golpeándose el musió con la diestra, reivindicaba ante Roberto lo siguiente: “Una sola cosa es la que pido: que si no le doy rápidamente una muerte miserable, crucificándolo en medio de la ciudad, que Dios haga conmigo lo que quiera.” Cuando cuento estas cosas, me río a carcajadas de la idiotez de estos hombres, de su simpleza y todavía más de la mutua fanfarronería que mostraban unos con otros. Roberto manejaba a ese truhán como pretexto, como cebo y como una ficción de consuegro y emperador, lo mostraba a las ciudades y alzaba en rebelión a aquéllos ante los que se presentaba y que podía convencer; pero sus intenciones profundas eran otras: cuando le fueran favorables el curso de la guerra y la suerte, le daría un capón en el cogote y lo despacharía entre carcajadas, pues es costumbre reírse del cebo, cuando la presa es nuestra. Héctor, por su parte, se alimentaba con las falsas esperanzas de que lograría tener alguna parte en el poder, como suele suceder inesperadamente en muchas ocasiones. Éste contaba con acabar como dueño absoluto del imperio, ya que ni el pueblo ni el ejército romano aceptarían al bárbaro Roberto en el trono imperial; entre tanto lo utilizaría como un instrumento para el desarrollo de sus intrigas. Cuando pienso en esto, esbozo una sonrisa y la carcajada se dibuja en mi rostro, mientras voy deslizando mi pluma en dirección a una lámpara.

 

XVI. Actuación de Monomacato, duque de Dirraquio, en los conflictos planteados por la invasión de Roberto y la rebelión de Alejo

Sin embargo, Roberto había congregado en Bríndisi todas sus fuerzas, tanto las naves como los soldados (las primeras ascendían al número de ciento cincuenta y la totalidad de los soldados se contaba en treinta mil doscientos hombres por cada nave, incluidos armas y caballos) y estaban dotados con este equipo porque los hombres a los que debían enfrentaras epatarían pertrechados con iguales armas e irían a caballo; pensaba desembarcar en la ciudad de Epidamno, a la que llamaremos Dirraquio de acuerdo con la costumbre actual. Su pian primitivo consistía en atravesar desde Hidrunte hasta Nicópolis y tomar las poblaciones y fortalezas vecinas a Naupacto. Sin embargo, dado que la distancia por mar era mayor desde Hidrunte hasta esas dos localidades que desde Brindisi a Dirraquio, escogió esta ruta antes que aquélla, porque prefería a un tiempo hacer la travesía por el camino más rápido y procurar una fácil navegación a la flota. En efecto, era invierno en aquella época y el sol, con su marcha hacia círculos meridionales y su aproximación a Capricornio acortaba la duración del día. Por consiguiente, para no navegar de noche, tras haber zarpado de Hidrunte al amanecer, y meterse en alguna tormenta, decidió viajar a toda vela desde Brindisi hasta Dirraquio. La distancia de la travesía es más reducida en aquel lugar porque el mar Adriático as estrecha. Y a pesar de su primitivo deseo de dejar a su hijo Roger como señor de Apulia, no sé cómo, cambió de opinión y se lo trajo consigo.

Durante la travesía hacia Dirraquio tomó al primer asalto la muy fortificada ciudad de Corifó y algunas otras fortalezas nuestras. Tras haber cogido rehenes de Lombardía y Apulia e imponer contribuciones y tributos por todo el país, se esperaba que pusiera su atención sólo en Dirraquio. Era en aquellos momentos duque de todo el Ilírico Jorge Monomacato, que había sido enviado a esta región por el soberano Botaniates. Este hombre había rehusado en principio hacerse cargo de la misión y no estaba en absoluto convencido de aceptar ese cargo; pero los esclavos bárbaros del soberano (Borilo y Germano eran escitas) estaban profundamente enojados con Monomacato y, como siempre estaban tramando infligirle tremendos castigos, dieron malos informes de este hombre al soberano. Con estas intriga destinadas a conseguir sus objetivos excitaron tanto el ánimo del emperador contra Monomacato, que Botaniates se dirigió a la emperatriz María con las siguientes palabras. “Sospecho que Monomacato es enemigo del imperio de loa romanos.”

Cuando Juan de Alania, que era muy amigo de Monomacato y que conocía la inquina de los escitas y las continuas intervenciones contra él, se enteró de esta conjura, partió a su lado, reveló a Monomacato las palabras del emperador y las de loa escitas y le aconsejó que adoptara la medidas oportunas. Él, que era prudente, acudió a presencia del emperador y aceptó el cargo de duque de Dirraquio, mientras se ganaba su simpatía sirviéndose de términos aduladores. Tras recibir la orden de partida en dirección a Epidamno y tomar las instrucciones escritas para el gobierno del territorio ducal, se apresuró a salir dos días después de la ciudad imperial rumbo a Epidamno y al país des Ilírico, porque los escitas Boriil y Germano le daban prisa para que partiera.

En torno más o menos al lugar conocido por la Fuente, donde hay un templo dedicado a Nuestra Señora la Virgen Madre de Dios, que es famoso entre los templos de Bisancio, se tropezí con mi padre Alejo. Tras reconocerse mutuamente, Monomacato comenzó a hablar muy afectado al gran doméstico; le dijo que se había exilado por él y por su amistad, que los escitas Borilo y Germano sentían envidia de todos y, poniendo en funcionamiento toda la fuerza del odio que le tenían a él, habían logrado separarlo de su familia y de esta hermosa y amada ciudad. Tan pronto hubo narrado detalladamente todas sus desventuras, todas las calumnias que habían levantado ante el emperador y que había padecido por culpa de estos esclavos, el doméstico de occidente le proporcionó todo el consuelo que podía darle, ya que era capaz de aliviar el alma apesadumbrada por las desgracias. Finalmente, tras afirmar Alejo que Dios sería el vengador de esas injusticias y advertirle que recordaría su amistad, despidió a Monomacato, que se encaminaba hacia Dirraqulo, y él avanzó en dirección a la ciudad imperial.

Cuando Monomacato llegó a Dirraquio y se enteró tanto de los preparativos del tiránico Roberto, como del levantamiento de Alejo, comenzó a ponderar su reacción. En publico se mostraba hostil a ambos, pero daba claros indicios de un conflicto interno más profundo de lo que parecía. El gran doméstico le había advertido por carta de lo ocurrido; es decir, que lo amenazaba la privación de la vista y que ante esta perspectiva no tuvo más remedio que oponerse a los tiranos con prácticas propias de una tiranía, que él debía sublevarse por su amigo y que asumiera la misión de enviarle dinero recaudado por cualquier medio. “En efecto,” dijo “necesito dinero y sin éste no es posible hacer nada de lo que debe hacerse.”

Pero Monomacato no envió el dinero y, tras una amistosa recepción a los emisarios de Alejo, les ofreció en lugar de dinero una carta que contenía el siguiente mena aje: él conservaba la primitiva amistad hasta ese día y se comprometía a cuidarla en adelante; en lo concerniente al oro requerido deseaba vivamente enviarle cuanto dinero quisiera. “Sin embargo,” dijo “me ha retenido un motivo justo. En efecto, yo he sido enviado a esta plaza por el emperador Botaniates y le he jurado fidelidad; por tanto, ni siquiera a ti te parecería una persona honesta y leal a los emperadores, si cediera enseguida a tus órdenes. Pero si la providencia divina te recompensa con el imperio, del mismo modo que antes fui un amigo fiel, también seré luego tu más fiel vasallo.”

7. Ante una actitud tan irresponsable por parte de Monomacato con respecto a mi padre basada en su pretensión de ganarse al mismo tiempo a mi padre y a Botaniates y dado que además de cruzar mensajes con éstos dos, también lo hacía abiertamente con el bárbaro Roberto y acabó por caer en la rebelión, es mi deber colmarlo de acusaciones. Parece que esos caracteres humanos son tornadizos y que cambian muchas veces de partido según el curso de la circunstancias; para la comunidad esas personas, sin excepción, son desaconsejables, pues obran con suma prudencia para su propio interés y miran por lo que les concierne sólo a ellos, aunque fracasen la mayor parte de las veces. En fin, por culpa de estas disquisiciones, se me salió del camino el caballo de la historia; conduzcámoslo de nuevo a su anterior ruta, porque se hallaba sin freno. 

Roberto, pues, que anteriormente se había agitado convulso por las ganas de hacer la travesía hada nuestro territorio y que sólo pensaba en Dirraquio, más se enardecía ahora, y ante la sola imaginación de sus proyectos se le descontrolaban sus manos y sus pies; apremiaba por ello a los soldados y los animaba con ardiente arengas. Monomacato, por su parte, tras comportarse como dijimos, se construía además otra vía de escape, Se ganó por cartas la amistad de Bodino y de Micaelas, exarcas de loa dálmatas, y consolidó su apoyo con regalos que le sirvieron para abrirse una nueva puerta por donde tener escapatoria. En efecto, si sus planes sobre Roberto y Alejo fracasaran con el subsiguiente rechazo por parte de ambos, se marcharía sin perder un instante a Dalmacia para presentarse como desertor ante Bodino y Micaelas. Si aquellos dos se revelaban como enemigos, lo esperarían tanto Micaelas, como Bodino, Junto a quienes había previsto huir, cuando la intenciones de Roberto y de Alejo fueran evidentemente contrarias a él.

Terminemos aquí este libro. Tiempo es ya de aplicarnos al reinado de mi padre y exponer cómo y por qué motivos fue empujado a reinar, pues no sólo es mi propósito contar los acontecimientos anteriores a su reinado, sino cuantos aciertos y errores tuvo durante su gobierno, si es que vemos que él erró en las obras que vamos a repasar. Pues el hecho de que sea mi padre no constituirá motivo suficiente para omitir los actos que no fueron realizados acertadamente, si es que los hay; como tampoco pasaremos por alto las hazañas que llevó a cabo, por el simple hecho de que el protagonista de nuestra historia sea mi padre y se sospeche mi parcialidad. En cada uno de los dos casos ultrajaríamos a la verdad. Yo, como he reiterado en muchas ocasionas más arriba, me he fijado el objetivo de tratar sobre mi padre y emperador. Dejemos, pues, a Roberto en el sitio adonde lo ha llevado nuestra historia y examinemos a continuación los acontecimientos relacionados con el emperador; reservaremos las guerras y las batallas contra Roberto para otro libro.

 

 

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